*Dibujo de Erika Kuhn.
ESTACIÓN DE LOS
ADIOSES*
“La muerte hace
ángeles de todos nosotros y nos da alas donde teníamos hombros, suaves como
garras de cuervo”
JIM MORRISON
ESTACIÓN DEL
LLAMADO
Fijamos un
término a la angustia. Un vallado. Una empalizada.
Acaso se te
olvidó la víspera. Medio cirio apagado y él me llama.
Voy a partir
amado mío. Mi vértice secreto. Huir.
Desertar, muy
lejos del umbral de tus soleras.
ESTACIÓN DEL
LABERINTO
Te he visto
ciego. Laberinto. Río. Ventana que da al fuego.
Aquí ya nada
será igual. Los pulsos .Los latidos.
Medio cuerpo en
sus parpados. La noche entre sus brazos.
Mientras miro
partir la golondrina, tú, ríes con tus muertos.
ESTACIÓN DE LAS
HUELLAS
Se, siento, has
moldeado el surco de tu pié.
Yo, aun no
borro los surcos de mi frente.
-Las huellas de
la piedad son tan tenues. Tan frágiles-
Hacen llorar
los ojos de los gatos. Sangre abierta. Año bisiesto.
ESTACIÓN DE LAS
MUERTES
Has un gesto,
uno solo, dijiste. Lengua de brizna y paja.
Mi barro tomó
el contorno de tu pecho.
Has un gesto,
uno solo, dije. Tristísimo temblor en tus vertientes.
Dios me apuñaló
mirándome los ojos.
Mi atardecido
amor. Mi silicio. Seis horas tiene la luna roja.
“Mis hombros,
suaves como alas de cuervos.”
Como será el
crecer de mis cabellos, allá, entre las algas.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
ESTACIÓN DE LAS HUELLAS…
TRAVESÍA*
*De Antonio
Dal Masetto.
—Vamos —dice el
hombre.
Y se larga a
cruzar con paso rápido, decidido a ganarle al cambio de semáforo. De la mano
izquierda lleva a su hija de nueve años, de la derecha a su madre de setenta y
cuatro. Avanzan sin hablar, presurosos en el gran espacio abierto, acosados por
el amenazador roncar de los motores. Toda la luz del cielo presiona contra los
ojos del hombre y lo marea. Justo en la mitad de la avenida, como si se
estuviese mirando desde afuera, toma conciencia del papel que está desempeñando
en esta escena, de su función, de su ubicación entre las dos mujeres, entre
esas dos edades extremas. Cree saber que ahí, en la figura que conforman los
tres, hay algo que debería ser analizado y comprendido. No es más que una
intuición, un proyecto de idea. Pero basta para alertarlo.
Mantiene la
vista fija en los árboles del otro lado, en un cartel de propaganda, se
descubre exageradamente ansioso por llegar. En su cabeza sigue rondando aquel
esbozo de idea. Pero ni siquiera puede aclararse si la sensación que lo está
atenazando es placentera o molesta. Sabe que ese fantasma está ahí. Que ha
comenzado a imponerse, a exigir atención. Siente como si al peso de sus años se
sumara ahora el peso de los años de su madre y también el de los años todavía
no vividos de su hija. De todos modos, nada es claro. La ciudad es la misma de
siempre, hierve de llamados y rumores. La mujer que está en el cartel de
propaganda le guiña un ojo y le sonríe desde que comenzaron la travesía. El
hombre se aferra a esa invitación y sigue. Pero se siente extraño, desnudado,
señalado, cargado de una responsabilidad que no comprende o se niega a
comprender. Una responsabilidad que implica muchas cosas no dichas,
inconfesadas, cosas escondidas, deliberadamente ignoradas, compromisos no
cumplidos. Ahí, acorralado en la claridad, apresado entre las dos mujeres, se
descubre pensando vagamente en términos de herencia, de traspaso, en todo lo
que le fue dado, en todo lo que deberá transmitir a su vez, en lo que deberá
pagar.
El hombre
respira fuerte y presiente que ha perdido mucho tiempo. Intuye que en alguna
parte, desde alguna parte, se le está pidiendo que rinda cuentas, se le están
reclamando respuestas. Se esfuerza por realizar un rápido balance. Es el mismo
que se ha visto obligado a encarar otras veces, en algunas divagaciones
nocturnas. Como entonces, también ahora, este paréntesis en la mitad del día es
un aviso, un toque de alerta.
El hombre
camina y aprieta en la izquierda la mano pequeña de su hija, y en la derecha la
otra, abandonada y algo blanda. Cree percibir la corriente que se establece
entre ambas, una corriente que lo cruza, lo marca. Siente también que, de
alguna manera, esas manos lo están ubicando en el lugar exacto. Apura un poco
más y ya no sabe si es para evitar que lo sorprenda la luz roja o para escapar
de esa inquietud que acaba de tomarlo por sorpresa.
—Vamos.
Lo dice en voz
alta, consciente de que se está hablando a sí mismo, que está enfrentando esa
última parte del trayecto con la misma desesperación con que podría cruzar a
nado un río en crecida. Toda su historia está presente en este momento,
concentrada bajo esta luz, jugada en los pocos metros de asfalto que le faltan.
Comprende también que ya no es él quien dirige, quien guía.
Mira de reojo
el perfil atento y grave de su madre. Mira la cabeza de su hija. Ambas parecen
ignorarlo, concentradas en sus propias vidas. Ahora, el hombre no sólo se
siente cuestionado, sino también abandonado. Ha llegado al punto crítico de la
situación. Advierte que está por zozobrar, que este paseo se ha convertido en
una trampa. Se obstina, de todos modos. Se dice una y otra vez que es necesario
llegar al otro lado, como si en ese logro radicase realmente la solución. La
radiante muchacha del cartel sigue siendo su único apoyo. Fija los ojos en ella
y avanza. Ha dejado de escuchar los ruidos. Camina en silencio y en el
silencio. Su existencia acaba de adquirir un único y obstinado objetivo. Un
paso, otro, otro más. Lo sobresaltan una serie de impacientes bocinazos.
Entonces aprieta con más fuerza aquellas dos manos e intenta arrastrarlas en
una breve carrera.
—Vamos, vamos
—repite.
Recorren el
último tramo y pisan, a salvo, la vereda.
*De El Padre
y otras historias.
GORRIONES*
*Por Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
La línea de
árboles comenzaba en la casa de doña Leonida Lencioni y terminaba en la otra
esquina, donde vivía el mudo Alessi con su mujer y eran unos siempreverdes
macizos, con su fronda coposa, donde iba todos los atardeceres a dormir
un ejército bullicioso de gorriones. En esa hora crepuscular, mudándose en
sombras, nos arrimábamos con nuestras hondas asesinas, y agazapándonos apenas,
hacíamos puntería sobre los pobres gorriones indefensos y ya entregados al
sueño.
Esa imagen
siempre me vuelve, retorna en el devenir de los días donde uno produjo eso que
muchas veces no tiene sino la justificación de la inconciencia de la niñez y la
culpa tardía.
Los árboles
eran suficientemente bajos, incluso para nuestra altura, lo cual hacía que la
tarea de mortandad fuera eficaz, aunque al poco tiempo comenzaban a alborotarse
y la huída era una dispersión hacia otros refugios más seguros.
¿Qué otras
casas había sobre esa vereda, en los más que tranquilos años sobre la ancha
calle de tierra? ¿El Negro Gúbero, Falconeri Díaz con sus respectivas familias
y el Chacona Molina con su soltería impenitente?
Lo cierto es
que esa cuadra, que completaban los vecinos de la vereda de enfrente: don
Manolo González y su esposa, doña Clara, la familia del Pelado Míguez, los
Aimetti, los Campos y don Clemente Gerlo y su mujer doña Marianna, constituyen
un fresco, un núcleo duro del barrio y que siempre remite a los atardeceres que
traían el bullicio de los gorriones y el desbande y nuestra inocencia prendida
en ese lugar arrasado y lejos de aquella pampa solitaria cruzada por los
caminos y los pájaros.
Con los años
vinieron otros árboles, otros pájaros, otros atardeceres. Ninguno seguramente
como aquellos, donde un grupo de niños pobremente vestidos, ya casi al final
del día, cuando el silbido paterno llamaría al recogimiento, la cena temprana ,
el ronroneo del gato que duerme sobre la silla de paja y el perro durmiendo
bajo la galería, sobre una bolsa de arpillera, porque debe guardar la casa,
siempre decía mi padre.
Arnaldo
Calveyra escribió para siempre: “Del poder del olvido no te olvides”
Eso trato de
hacer en todo este tiempo, en esta larga vida que llevo sobre la esplendorosa
corteza terrestre.
Es decir, un
lugar inhóspito que debemos aprender a convertir en algo que valga la pena, según
expresión de Paco Urondo, porque en la vida es mejor no estar triste, no
sirve, dice mi amiga Angélica Gorodischer , y tiene razón y apenas uno se
encuentra con algún amigo de la infancia , salta como esquirla bajo el
sol el recuerdo agigantado.
Por esa parva
de años que separan esa anécdota con la atención que cada uno le dedica, como
es obvio no coincidiendo nunca, porque como sabemos, la memoria es siempre
arbitraria y selectiva en cada ser humano, como si fuera una condición
necesaria donde persiste la percepción y la mirada que hay siempre sobre ella,
porque por algún motivo desconocido, tal vez, uno la ubicó en ese rincón donde
un magma oscuro la protege del paso de los tiempos, y hasta se permite
modificarla, a tal grado que cada repetición le introduce un matiz nuevo. Es
muy raro que un solo hecho se siga repitiendo inalterablemente todo el tiempo.
Y las anécdotas
sobre el perfil de ciertas personas o hechos que ellas produjeron, incluso
frente a testigos, son difíciles de probar, pero siempre dan una idea que el
imaginario de sus contemporáneos le concedió. Uno puede afirmar, sin
temor a equivocarse, que la expresión “pintado de cuerpo entero”, es muy
plausible. Como
La anécdota de
Ciorán sobre la última clase de flauta de Sócrates, que es de todos conocida,
pero también imposible de probar.
Porque creo,
que anécdota y recuerdo van indisolublemente unidos, como el látigo en la
piel del caballo, o la cáscara pelusienta que tenían los duraznos en la quinta
de don Clemente Gerlo, cuando el mundo recién asomaba, el sol era muy nuevo y
la libertad que gozábamos nunca más nos alcanzó tan plena, tan de lleno como el
viento cuando venía del Sur empujando nubes que desflecaron para siempre.
ANTES DEL FIN
2.0*
Cuando subía
por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una
jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para
gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos.
Se lo di todo. Ella protestó. Yo insistí. Finalmente aceptó y se fue cuesta
abajo, balanceando un pequeño bidón de plástico y canturreando algo que no supe
identificar. La miré mientras se alejaba. Un par de veces se volvió, agitando
la mano libre en señal de despedida. Parecía feliz. Su horizonte era el lugar
donde su moto la pudiese llevar con ese euro de gasolina. Sentí que el
escenario había cambiado, que ya no podía hacer aquello para lo que había
venido hasta el río. Que no tenía derecho mientras esa mujer siguiese caminando
por el mundo con su bidoncito para gasolina y esa tonta canción germinando
obstinada entre sus labios.
*De SERGIO
BORAO LLOP. sbllop@gmail.com
PARANOICO*
Transitas por
la calle de tierra
a velocidad
cero.
La ventana
vecina
te atrapa la
mirada.
Continúas,
volvés, te
detenés,
justo en la
ventana.
Mirás con
insistencia,
espías,
crees dar miedo
a quien te mira.
Y no sabés,
no sabés nada.
Crees saber
sobre el otro
detenerlo,
atraparlo,
asustarlo.
Y otra vez no
sabés nada.
No sabés que el
único cautivo
sos vos.
Que cobra
consistencia,
si atrapa la
mirada.
Terrible
destino
de acosador a
acosado.
*De Cecilia
E. Collazo. psic_collazo@hotmail.com
*
La noche
inclina árboles más pesados que la memoria.
una gota de
lluvia borra
la delicada
transparencia de la luna,
en algún patio
un hombre mira el cigarrillo que llevará a su boca
mientras por
las piernas le sube el sapo gris de la alegría
y le trepa hasta
el pecho
y abre un surco
y croa allí, creyó que la noche le
devoraría las
manos como una hiena hambrienta y despiadada
sin embargo lo
estrechó contra su pecho
lo alimentó con
premura
y así
anduvieron imperturbables, amorosos,
develando
símbolos ancestrales
y números que
corren desnudos en el amarillo tejo de la vida/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
SEGUNDA
OPORTUNIDAD*
*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
TRES
“Tropical the
island breeze
All of nature
wild and free
This is where I
long to be
La isla bonita” (Madonna)
Caminan por espacio de dos o
tres horas. Durante el trayecto –aparentan estar en una isla, aunque no les
parece haber dado ya una vuelta completa- sólo encuentran gaviotas, que les
huyen ni bien los ven. Algunos cangrejos, reptando sobre la arena húmeda. Un
sol abrasador que los hace transpirar y enrojecer la piel. Y material de
conversación, que quizá sea lo único que abunde, además de arena, sal y
paisaje.
—Estamos soñando, ¿no? —pregunta
él, mirando el horizonte cubierto de palmeras.
—¿Por qué lo decís?
—Porque pensar que esta
situación esté ocurriendo de verdad, puede hacerme enloquecer en dos minutos.
—Yo extraño a mi hija.
—¿Tenés una nena? —se sorprende
él. —Yo también.
—¿De qué edad?
—Cuatro y medio.
—¡Igual que la mía!
—¿Casada?... ¿Soltera?... Me
refiero a vos, no a tu hija.
—Casada… —y el tono de ella
pierde toda simpatía, opacando su mirada. —¿Vos?
—Legalmente. Hace ocho años. Con
varios años de novios.
—Yo hace quince.
—¡Qué aguante! Pero eras una
nena… Al casarte, digo.
—Gracias. Qué gentil… Además,
tardé mucho en quedar embarazada.
—Yo me casé tarde. Pero lo hice
con la mujer que me sacudió la vida.
—Yo también. O eso creí, al
principio… Que era el hombre de mi vida.
—¿Qué pasó?
—Habría que preguntarle a él.
Por qué cambió tanto —Y entra en un mutismo sólido, que no admite repregunta.
—Mi mujer también cambió mucho
en los últimos años. Y no sé cuánto habré colaborado yo para que las cosas
llegaran a ese punto —admite él.
Silencio… Cuesta retomar una
charla luego de confesarle algo así a un extraño. Más aún, si esto ocurre en
pleno shock post traumático. Sin embargo, a pesar del tema, incómodo por su
intimidad, desubicado en este paisaje, se sienten menos extraños a medida que
transcurren mayor cantidad de tiempo juntos.
El sol está muy alto cuando se
detienen bajo otras palmeras. Vuelve a arreciar el hambre. Nueva operación de
fractura, bebida e ingesta de pulpa de coco. Un almuerzo no muy diferente al
desayuno, probablemente no muy distinto de su próxima cena, y al que parecieran
ir teniendo que acostumbrarse. No hay demasiadas posibilidades de escapatoria de
este supuesto paraíso. Y habrá que enfrentar cualquier adversidad, a pesar de
que la escena completa se asemeje a una especie de cruenta prueba, donde algún
supuesto ser maléfico parece haberlos colocado para desafiar sus propios
límites, expuestos a su esencia más cruda. A su más tajante verdad.
—Descansemos un rato a la sombra
—propone él, al terminar con los cocos. —A esta hora, este sol nos mata si
seguimos caminando por la playa. Además, deberíamos internarnos en esta selva y
revisar si encontramos dónde dormir.
—¡¿Dónde dormir?! —se exalta
ella, develando una ansiedad hasta ahora oculta. —¿No esperás a que nos
rescaten? ¿No te parece que tendríamos que hacer una fogata para que nos vean?
¿No habrá enviado un mensaje de alarma el piloto antes de estrellarse? ¿No
tendríamos que mirar fijamente el horizonte para descubrir los helicópteros que
vengan a buscarnos? ¡¿Ya te diste por vencido?!
—Jamás. Pero tampoco voy a
quedarme llorando por lo que pasó. El avión ya se cayó, los muertos ya existen,
y vos y yo, nos guste o no, estamos juntos en esto. Tenemos que sobrellevar la
crisis con la mente lo más fría posible. Buscar alguna salida por cuenta
propia; alguna tiene que haber. De lo contrario, si nos quedamos esperando la
ayuda de los demás, ambos vamos a entrar en pánico al ver que esta espera se
nos va haciendo eterna, y nos terminamos zambullendo para ahogarnos con la
primer ola enorme que llegue a esta playa.
—Quiero volver a ver a mi nena
—solloza ella, cubriéndose con las manos la mitad de su cara. —Mi casa… Mi
mundo… ¡No puede ser! ¡Me resisto a que me haya pasado esto!
—“Nos”… haya pasado —se incluye
él. —Yo también quiero ver de nuevo a mi nena antes de morirme. —Hace una
pausa. —Mientras sepa que estoy vivo, quedarme acá varado es sentirme preso,
limitado de volver a mi casa. Y de abrazarla otra vez.
—¿Y a tu mujer?
—El amor por los hijos es
diferente.
—Es cierto. Disculpame. No sé
qué me pasa. No me soporto ni yo.
—Tranquila… Nada que disculpar.
Aunque parezca que seguimos enteros, estamos los dos alterados, algo muy normal
en estas circunstancias. Para manejar esta situación necesito pensar, porque si
no, desespero sin retorno. Y ahí sí, realmente me ahogaría… Je… —sonríe,
sarcástico. —Sobrevivir a una tragedia aérea para morirme por voluntad propia
en un acto de desesperación… —Pausa. —No perdamos la coherencia. No podemos.
Por nuestras hijas…
—Yo no sé cómo lo manejo… —dice
ella, conteniendo la angustia, hablando sin mirarlo. —Debería haber estallado
ni bien me di cuenta de dónde estábamos. Pero verte ahí tirado y que estuvieras
vivo, …fue como un cable a tierra, una tabla de salvación. La única manera de
mantenerme cuerda es saber que no estoy sola. Nunca viví algo como esto. Me
siento tan débil que me desconozco. Y si no fuera porque hay alguien conmigo,
yo también me hubiese dejado morir. O me tiraba debajo de una ola, como decís
vos…
—Si sigo pensando que esta
situación está ocurriendo de verdad, voy a enloquecer en los próximos dos
minutos —repite él, guardando en la mochila la navaja con la que abrió los
cocos, y poniéndose de pie. —Vamos a ver qué encontramos ahí dentro. Siguiendo
por la playa, no creo que nos falte mucho para llegar al lugar donde nos dejó
la marea.
—¿Cómo lo sabés? —y lo imita al
pararse, oteando el horizonte.
—Por la cantidad de gaviotas que
bajan a la playa para comerse los cadáveres —responde sin humor, alzando un
brazo y señalando hacia delante, donde la costa continúa siendo azul, amarilla
y verde; sin desear verla roja.
—¡Dios!!! ¡No me digas eso! —le
reprocha, palmeándole un hombro varias veces. —¡Me vas a hacer estallar!
—Si no querés ver nada horrible,
entonces entremos en la selva —agrega él, indiferente a la angustia de ella,
sorprendido de su frialdad extrema. En otras circunstancias, no habría sabido
qué hacer. Y sin embargo, este accidente parece haberle despertado todos los
sentidos.
—Te estás poniendo todo colorado
—señala ella, cambiando el clima de repente, en un tono mucho más suave,
rozándole el pecho con la yema de sus dedos, extendiendo la caricia casi hasta
el ombligo, sorprendida de su propia reacción, ajena a la inseguridad que están
viviendo, incrédula de sus propias y erráticas emociones.
—Vos también —murmura él,
devolviéndole el gesto al acariciarle una mejilla, intensamente rosada a causa
del sol.
Y aunque ambas miradas hablen,
los dos aún mantienen cierto recato civilizador.
Levanta la mochila, se la cuelga
al hombro, esboza una media sonrisa, le entrega a ella el bolso que yacía sobre
la arena, y comienzan a caminar en silencio hacia la espesura, tomados de la
mano, cuidando de no lastimarse los pies descalzos.
(Continuará…)
***
INVENTREN
Lo Irreversible*
(De la estación Henderson)
Aparece una vez
más la imagen de la placita frente a la estación Henderson. Él, un niño
aprendiendo a andar en bicicleta y Reynaldo su hermano mayor corriendo a la par
de su bicicleta para prevenir que no perdiera el equilibrio.
Cada tanto
veían llegar al tren.
Fue en 1977 el
último tren. En septiembre porque fue días antes de su cumpleaños. Se ve
corriendo al costado del último tren que se va a Buenos Aires.
La gente que
agita las manos por la ventanilla, sopla besos.
Se cerraba el
tren. Se llevaron hasta los rieles. Había sido testigo en una tarde a la salida
de la escuela del paso de esa máquina levanta vías que a su paso solo dejaba
marcas de ausencia en el terraplén.
Tarde o
temprano hay mucho pasado en la vida de cualquier persona.
De la
universidad le quedo grabada aquella enseñanza que decía "la vida de las
personas transcurre entre lo imprevisible y lo irreversible".
Y la ciudad de
Henderson que se llama así en honor a Frank Henderson, el ciudadano inglés que
desde su cargo en el Ferrocarril Sud completo las obras para que el Midland
llegara a Carhué.
Frank Henderson
que además jugaba al golf, al ajedrez y hasta tuvo tiempo en la vida para la
fundación del club de golf en Mar Del Plata -El que pudieron conocer en aquellas
vacaciones de familia en el 79-.
Después ocurrió
lo irreversible, aunque aun hoy le cueste aceptarlo. Reynaldo fue sorteado para
hacer el servicio militar en la Armada. Reynaldo destinado arriba del Phoenix
CL 46.
El hombre se
niega por un momento a llamarlo por su último nombre a ese barco de guerra.
¿Porque no lo hundieron los japoneses en Pearl Harbor?
Todo hubiera
sido distinto, se ilusiona en vano, jamás hubiera llegado a ser el Crucero
General Belgrano.
En algún limbo
Frank Henderson golpea su palo de golf una y otra vez. Las pelotas se pierden
al infinito cielo. Como en el azar, son un misil buscando el blanco.
Reynaldo sigue
allí. En el barco, presintiendo o no lo que vendrá y sin poder cambiar el curso
de las cosas.
El hombre
preferiría que nada de eso hubiera ocurrido. Que la estación siga siendo
estación de trenes. Que su padre no hubiera muerto de tristeza hace años.
Que a nadie se
le hubiera ocurrido poner en la estación -ya sin vías- una terminal de ómnibus,
y que a esa terminal la bautizaran con nombre de su hermano, un héroe del
pueblo hundido en el Crucero General Belgrano.
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
Próxima estación para escribir:
J.J. ALMEYRA.
Estaciones literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
-Próximas estaciones literarias por visitar en el ferrocarril
Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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