*Obra de
Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
Chau *
La máscara se
des sueña
cae
sin el borde-bolsillo del deseo
resta
un espejo mudo
última
carta ausente.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
DONDE CAEN DESTROZADOS LOS ESPEJOS…
El tío en su nube*
Una nube de
polvillo por el aire de la habitación. Esa era la imagen más antigua que el
hombre -que entonces era un niño- tenía de su tío.
Su tío había
salido de darse una ducha. Había colocado una toalla sobre la cama y se había
sentado a rociar de talco sus genitales. Sacudía el envase cilíndrico con una
energía demencial dejando al aire una nube de polvo que no deja de expandirse
en el recuerdo.
La pensión se
llamaba "La Esperanza" y su tío estrenaba a sus 40 años una nueva soltería. Esa noche iba al club
Sportivo Alsina, donde actuaban Sandro y Los de Fuego.
No le
interesaba la música ni quien estuviera en el escenario, iba porque las mujeres
de Lanús “son mucho más que un fuego” y una vez dicha su genialidad no paró de
reír con ese estruendo tan suyo que llevaría por décadas para festejarse sus
chistes sin esperar una risa ajena sino mas bien contagiándola.
Años después su
tío repetirá una y otra vez la historia de como llegó a esa pensión sólo con lo
puesto: Al volver de su trabajo en la fábrica encontró a su primera mujer en la
cama con un tipo arriba “entrando y saliendo… entrando y saliendo”. No lo
vieron, volvió sigiloso sobre sus pasos llevándose el juego de llaves que ella
había dejado sobre el bargueño. Entonces echo llave a la puerta de calle para
que se queden allí encerrados para siempre o tengan que saltar el tapial del
fondo y salir de manera indecorosa por la casa del vecino.
El tío tenía
esa especie de desapego, no le importo nada de lo que había en su casa, si su
mujer no sería más su mujer no quiso llevarse ni un par de medias.
A lo largo de
los años aquella imagen iba a permanecer como un interrogante a descifrar. Un
tío despreocupado y alegre, rociando de talco sus testículos para salir a
buscar una nueva mujer a pocos días de haber perdido hasta sus ropas.
Como lo
demostró obstinadamente una y otra vez en su larga vida, no quería estar solo.
Su tío necesitaba una mujer o la ilusión de una mujer para vivir.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
*
Nada es completo.
Nada
escapa
a la certeza
de la otredad
ausente.
Pozo sin fin.
Abismo
donde caen
destrozados
los espejos.
Apenas
la sospecha
de encontrarnos
en la grieta
que ahonda
la fragilidad
del día.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
LA ESTACION *
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Salí al aire
frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no
reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía
tomar un tren.
Pocos días
antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje.
Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla
de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos
juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién
era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el
lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién
se hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza hacia lo inesperado
con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que
sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino
había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco
después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse
mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta
adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación,
dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería
inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que
surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la
menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad,
me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un
moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga
humana, partiendo raudos en busca de otros pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar
en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado
algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle,
de ésos que luego resultan ser trascendentales, pero, no siendo capaz de
concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré
en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas
muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación,
al breve diálogo.
Ya en el
interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si
cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá
afuera. Al fondo, al otro lado de las ventanillas ante las que el gentío
formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que
multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a
lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos
viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases
cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país,
cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el
espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo
entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado,
un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario
previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por
los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz
femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces
algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las
escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia
frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y
escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces
vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de
llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había,
en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el
cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y
riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire
apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban ignorantes
de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir que en este
lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a esas
tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la
cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir
a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese
vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho
en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar
referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había
de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos
bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome
frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas
palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá
maravilloso y excitante.
A mi lado, una
mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como
hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el
gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por
qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría
que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni
siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual
insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no
eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse un deje de rutina y
melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino
aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de
aquel lugar, de este lugar en el que ahora estoy sentado y escribiendo estas
agónicas frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mi atormentada
mente!)
Sonó la
campanilla. De inmediato, oyose la dulce y acariciante voz de mujer, recitando
la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para
comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete,
para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un tren equivocado
solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables
transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso
de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de
origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje
proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento,
en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora
no es más que un vago recuerdo y las certezas no existen) Sin embargo, no es
menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse,
debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones
proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda
respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los
ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas
que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a
sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi
presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin
protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya
el tren hacia D.?
- No puedo
estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo
ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el
diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces
¿Llegó usted hace poco?
Iba a
responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa
predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi
bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la
mujer:
- ¡Estás loca!
- Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de
veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun
cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo
hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo
idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable
caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé
en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino
que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que
la resignación o la locura.
- Yo nada
espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que
comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en
una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu
puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén que pueda llevarte hacia
la luz.
- ¡Cállate! -
Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados
en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre
ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis
esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de viejo egoísta, su
desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus
reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome. No
deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré
fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las
palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me
sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del
que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez
la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le
avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es
insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos
segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se
reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo
serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo,
quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes
tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta
ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás,
como tantos
otros, sin recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No,
muchacho, no tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te
inmiscuyes en asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de
llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no
tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así
aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una
gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas
muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que
también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue
subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes.
En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas
de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por
las calles. Dentro se notaban, de cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire
fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía
y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi
interior.
La mujer gorda,
que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco
contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el
tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún
motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa
desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se
desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi
miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía. Vi
trenes lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi
trenes que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número infinito
de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y detenidos en
medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos. También pude ver,
al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito muy pequeño,
antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo desvaído por el
paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una suave dulzura
emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus cansadas
ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces recordé
que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el cartel,
releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar con
desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío
intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado,
estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento
despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido
de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún
modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan
- hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de
mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más
probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por
la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía
en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación
que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en
mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras
del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que
allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más confortable.
Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas sería capaz de
subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones, dejando al
descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas -Es por la
humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las
caminatas.
- ¿Caminatas? -
Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las
desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es
preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se
corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se
burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda.
Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de
quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que
nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere
usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se
resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era
verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido
un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada
mañana...
- Muchos días y
muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero,
obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco
otro camino.
- Sin embargo,
yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede,
en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que
su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así.
Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con
los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los
trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad.
Nada sucede antes de tiempo.
- Pero es que
debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar?
¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que
acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No
sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no
hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que
considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia
alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos, sabedores de
que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor
de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el
sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en
rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo,
de negármelo a mí?
Me sentí
derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es
cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba
regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es
verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo
que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible
realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus
palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén
y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún
modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que
atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar
quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es
muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta
prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un
número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de
incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el
superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a
nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo nuestros pensamientos,
hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo
que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos
hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía
hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me
había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir
oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa
imposibilidad de tan absurdo pensamiento: No puede haber más que tres plantas,
tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda
se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su
rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi
hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin
esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces,
mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel
electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha
ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los
que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos
minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada,
reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por
una vía muerta.
Como todos he
intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar
a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas
con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco
aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos cansados de tanto mirar en la
misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes
han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples
sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal
vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una
siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una segunda oportunidad.
Pero también
los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus
fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían
estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a
otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería
fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de
arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que
alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a
excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la
rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece
condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La
voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas
del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación
estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y
alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces aun creo que acaso sea
posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se
pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos
lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza
sincera y real, monasterios...
Y sin embargo,
sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha
de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un
viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas,
congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá definitivamente
su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en ella. Porque
ese tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida invención de mi
cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella carta, buscando
un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes sin nadie y sin
nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras estaciones desiertas,
otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la suerte, idénticamente
solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar, aguardando sin fe un
destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que todo es inútil, que
ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí
que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de
mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría,
porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está
entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso
así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender
en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún,
con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera
descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que
hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito,
sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén
desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren
que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino
que viene a reclamarme.
RINCONES*
Los ecos de los
bastones resuenan acompasados, su eco se agiganta en los interminables pasillos
del geriátrico. Caminan lento. Como arrastrando el peso enorme de su soledad.
Invierno afuera y adentro. Horizonte de sueños truncados. ¿Será así hasta el
final? Son un esqueleto, un músculo y un grito. Van por el pasillo como por la
vida, sin apuro. En distintas direcciones pero en el mismo rumbo. Tienen todo
el tiempo del mundo. Muchas veces bendicen su condición de finitud. Solo
esperan.
José siempre
mira al Sur. Ama el Sur. Le duele el Sur. Su único hijo ha quedado en las
nieves del Sur. Le pareció mas digno .Un héroe debe descansar donde perdió su
vida. Además su padre también partió en las nieves del Sur.
El invierno
tras los ventanales le crece por dentro, una tristeza profunda le congela el
pecho. Pero no llora.
Cuando su padre
murió el dolor en sus manos púberes por el peso del cajón fue tan intenso como
su pena, pero no lloró. “Los hombres no lloran”. Así, aprendió a tragar su
rabia, su dolor y sus mocos. “A lo macho”.
María siempre
mira al Norte. Desde niña miraba los cerros del Norte esperando que detrás de
ellos estuviera su felicidad La lluvia tras los ventanales da soledad al
paisaje y la conecta con su propia soledad. Inaguantable a veces. Las lágrimas
corren por su garganta, ha aprendido a llorar por dentro. No recuerda haber
llorado de otro modo. Ni en su dolor más grande cuando agazapada, tras unos
matorrales vio pasar los pocos hombres que llevaban el rustico cajón de madera
con el cadáver de su madre. Nunca supo quien fue su padre. Ni le intereso
saberlo.
José siente que
todo ha acabado, Acá siente el vacío de la nada .El, que todo lo ha resuelto,
ha entendido que hay cosas que escapan a su voluntad, como la situación actual,
por ejemplo. Un hombre debe saber hacer de todo” decía su padre, “Debe servir
para todo” “Eres todo lo que tengo”-le dijo su mamá cuando falleció el padre .Y
así fue, fa los catorce años , comenzó a ser todo y hacer de todo. Fue padre de
su madre, sostén del hogar y reemplazante de su padre. Este hacía de todo y
siempre fue su ayudante, en tareas de albañilería, plomería, jardinería, cerrajería
etc. etc.
Cuando llegó el
amor, se entregó mansamente. El hijo fue todo para él. También cuando partió se
llevó todo, no solo la alegría sino la esperanza de vivir.
Como nunca hizo
aportes jubilatorios, cuando tuvo el accidente en el andamio, el abogado de la
compañía se quedo con todo el patrimonio que tenía, la casa paterna.
María creció
sabiendo que en la vida nunca fue nada y que jamás llegaría a ser nadie. Su
padre trabajaba con un carro y decía que las mujeres "no servían para
nada" Cuando ingresó a la escuela faltaba mucho; al no servir para nada,
fracasó y la conchabó como niñera, al ser pequeña y frágil, la patrona siempre
repetía la letanía de “no servís para nada” y así nomás fue. Tomada por la
fuerza por el hijo de los patrones, un desprolijo aborto sesgó sus sueños
maternales. Más tarde su marido reforzó la idea:”Ni para eso servís” Aunque”
lavaba a mano y planchaba ajeno “, remendaba la ropa, limpiaba, cocinaba etc.
cuando le preguntaban en que trabajaba respondía en nada”
Cuando murió el
marido, al ser timbero y bebedor no le dejó nada. Ni casa ni jubilación, solo
en la boca un sabor a nada.
A José nunca le
gustaron los rincones. Cuando en épocas de mayor pobreza la vida quiso
arrinconarlo, salió a pelearle con todo.
Tampoco le
gustaban los espacios ni las cosas oscuras "Cuentas claras, conservan la
amistad" –decía su padre; y las cuentas con la vida estaban claras, sentía
que nada le debían ella a él. Las cosas tristes que le habían sucedido fueron
"por la ley de la vida" y si algún odio le quedaba era por el
gobernante de turno. Solo le dolía el vacío de sus manos, él que siempre cuidó
y protegió no sabía que hacer con esa ternura cálida que desbordaba por sus
poros.
En la vida de
María siempre hubo un rincón oscuro.
Cuando muy
pequeña se escondía a llorar por los rincones. En la escuela siempre la
mandaban al rincón Fue en un rincón, sobre un fardo de pasto, en donde, sin
desearlo, se sintió hembra por primera vez, tenía trece años recién cumplidos.
También su
marido la mandaba al rincón de las mujeres, la cocina; por todo eso le
agradaban los rincones.
Aquí, en el
geriátrico, era común encontrarla en la semipenumbra del rincón de las
glicinas. Acurrucada, como un pájaro con frió buscando calor en verano o
invierno.
José se dio
cuenta apenas se hizo cargo de la casa que había algo poco claro en las cuentas
que el almacenero anotaba diariamente en la “libreta” a nombre de su madre. En
épocas de vacas flacas disminuía el consumo pero no así el monto. Por eso
aunque muchas veces se durmió sobre el pupitre terminó el bachillerato, de
noche en una escuela técnica, con brillante promedio. Hasta se dio el lujo de
escribir algunos poemas cuando le llegó el turno al amor. María apenas si sabía
deletrear. Conocía el dinero y sacaba las cuentas de una manera casi intuitiva.
Cuando hacia la limpieza en casa de sus patrones, esos libros vistosos con
letras doradas ejercían en ella una extraña fascinación. Observaba con
curiosidad y estupor esos pequeños signos como hormiguitas que no sabía
descifrar y que más de una vez le producían angustia al no poder ingresar en
ellos. Algunas letras conocía y recuerda su prisa por esconder alguna revista
robada cuando escuchaba los pasos de su padre- “Eso es perder el tiempo” -decía
el viejo. Sus mayores aprendizajes los hacía en las hojas de diario que
envolvían las compras y que ella alisaba cuidadosamente.
José en el
geriátrico siguió haciendo de todo.
Un día lo
llamaron a podar las glicinas.
La encontró
dormida en la suave penumbra. No la despertó, tomó la manta que había caído al
suelo la cubrió cuidadosamente. Se sentó al lado; la expresión resignada y
triste de su rostro dormido le devolvió una imagen que él conocía muy bien, la
suya propia. Esperó sin impaciencia dado que tenía todo el tiempo del mundo.
Cuando ella despertó, miró si sobresalto ese rostro próximo al suyo y encontró
en él algo vagamente familiar.
Podó la
glicina, ella amontonaba los gajos y los iba colocando en la carretilla.
Sólo se dijeron
los nombres.
Desde allí no
se separaron nunca. Día a día se iban descubriendo. Compartían colores, olores
y sabores. Él aprendió a amar la penumbra del rincón de las glicinas que hacía
más íntimo el encuentro. Ella esperaba alborozada los pasos familiares, que le
anunciaban otra aurora y otro día compartido. Recuperaron la risa, y ya casi no
les importaban los dolores de sus desvastados esqueletos.
el sintió que
recuperaba viejas sensaciones. Por primera vez, ella, con la complicidad de una
enfermera, se puso ropa clara y coloreó sus labios con un color tímidamente
rosa.
No sabía que
nombre ponerle a eso que sentía cuando él, imperiosamente tierno, la tomaba de
la mano y la llevaba al rincón de las glicinas. Fué en ese lugar que se besaron
por primera vez, en la boca.
Un día ella no
salió, para su paseo matinal. Tampoco la encontró en el rincón de las glicinas.
Su primera sensación fue de estupor. él que siempre había tenido las cosas
claras, no tenía previsto esto.
Cuando la
mucama paso apurada y le dijo que había fallecido una anciana en el ala norte
sintió que la sangre se detenía, que sus latidos se detenían. Por primera vez
dejó que sus lágrimas escapaban, tomó el papel que tenía en la mano y que ahora
no tenía rumbo: era un poema de amor que había escrito la noche anterior.
Releyó el contenido con dificultad debido al temblor de su mano y a sus
anteojos empañados. Una sombra proyectada sobre el papel interrumpió el rayito
de sol que se filtraba por la ramada.
Ella con sus
rulos “permanentes” recién estrenados entendió en el acto.
Y fueron uno,
como en el acto de nacer, como en el acto de morir. Como el primer día, varón y
hembra.
Los ecos de
ambos bastones suenan desacompasados en el pasillo central del parque.
Caminan lento.
Sienten que sus espaldas apenas toleran el peso leve de tanta felicidad.
El pasillo se
ha coloreado de ámbar y ambrosía.
Llevan un goce
nuevo, recién estrenado. Todo el tiempo es de ellos.
En el aire el
olor a glicinas es tan intenso que aturde los pájaros errantes.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
*
No llegues
tarde
Desátame los
miedos
Al borde de la
noche aguzaré el oído de la piel.
Dejaré los ojos
olvidados en el bosque de las venas
me haré de
sombra, me haré forma y sentir de violoncelo.
No llegues
tarde.
Una oferta de
amor, la boca del misterio.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
***
INVENTRENhttp://inventren.blogspot.com/
Nos veremos
otra vez*
(De La Estación
Emita. Ferrocarril Midland)
Llueve, y
llueve fuerte. Afuera de la ventanilla el horizonte esta velado por una cortina
de agua.
Nos queda
intentar arreglar las cosas desde la literatura piensa el hombre.
El arquitecto
Ricardo Klepka acaba de ver a Irene entrando al vagón. Le hace señas para que
se siente al lado de él. Irene que tarda en reaccionar, pasaron casi 20 años.
El pasado es otra persona, otro mundo al que ya no pertenecemos, y eso incluye
a las personas que quedaron allí, apresadas en esas capsulas de tiempo.
Pero el saludo
es emotivo, abrazo, besos. Esa sensación de vértigo que da el no ver al otro en
décadas.
¿Cómo me
reconociste? –Pregunta Irene.
-Sos vos,
igualita antes del tiempo, solo te falta el cigarrillo en los labios y el humo
dejando fantasmas.
-Me prohibieron
el cigarrillo, pero yo fumo a escondidas, es un ritual personal y no voy a
renunciar mientras el cuerpo me lleve hasta un kiosco y pueda comprar los
cigarrillos por mi misma.
Ricardo
recuerda esa imagen en el estudio de arquitectura donde ambos trabajaban. La
vista fija de Irene en la ventana, como no viendo o viendo otra cosa. Ese aire
a la Pizarnik que descubrió cuando la vio leyendo un libro con la foto de
Alejandra en la tapa.
Irene que le
dice con aquel libro en mano y su infaltable cigarrillo en la boca:
-Decidí que iba
a fumar una tarde a los 11 años viendo a mi abuelo fumar en el patio.
“Veía a mi
abuelo fumando solo en el patio. Esa concentración de estatua viviente
imposible de describir: ¿en que pensaba?
Viéndolo con
ese hilo de humo que se disipaba en el aire dejando siluetas que jugaba a
descubrir mi abuelo era una locomotora mansa. Era de los viejos de antes,
macizos, parecían invulnerables. Esos bigotes tipo manubrio de bicicleta que
después descubrí que eran igualitos a los de Hindenburg.
Como los
abuelos de muchos otros niños mi abuelo había sido foguista ferroviario.
El abuelo
armaba sus propios cigarrillos sin filtro o fumaba en pipa, pero yo empecé a
fumar en la adolescencia los negros Parisiennes, éramos minoría las mujeres que
fumábamos negros”.
En un momento
se funden las imágenes de antaño con la palabra presente de Irene que los
evoca: me encantaban esas horas donde no pasaba nada o no había trabajo y se
hablaba, se fumaba y se tomaba mate hasta la hora de irse cada cual a su casa.
Llueve mucho
che, el tren parece un barco. En este momento ya debe haber gente con el agua
al cuello. –dice Ricardo volviendo por un instante la mirada a la ventanilla
¿Recordas el
proyecto de la casa-barco? -Dice Irene.
-Vendría bien
retomarlo, todavía tengo cuadernos con apuntes y los planos enrollados.
De memoria: “El
barco casa es una unidad transportable, pensada para ser utilizada como
vivienda fija en zonas inundables, manteniendo cualidades de
flotabilidad
...” –me acuerdo con furia de la risa de los dueños del estudio “ni en el Delta
lo usarían”.
-Vos terminabas
indignado Ricardo.
-Algunas veces
los maldecía en polaco y otras en ruso. Y si me preguntaban, les decía:
consíganse traductor, a mí me pagan por proyectista.
La música
funcional del tren les acerca a Serú Girán.
¿Te acordas
cuando lo desafinábamos a dúo? –dice Irene abriendo bien grandes sus ojos
verdeagua.
Si te hace
falta quien te trate con amor
Si no tenés a
quien brindar tu corazón
Si todo vuelve
cuando más lo precisás
Nos veremos
otra vez
A Irene y
Ricardo los atraviesa una alegría imprecisa.
La estación
como cualquier futuro impredecible esta todavía lejos.
*De Eduardo Francisco Coiro.
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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