*Obra de Claudio Uzal. ©
Gijón.
NACER ENTRE
LAGARTOS*
Oscuro hombre
de mis lápidas. Amado. Tan deseado.
Siéntate. No
mires desde el pedestal de arena.
Respira las
palabras de este eco terrible. Pavoroso.
Tengo una
necesidad. Un apremio. Una urgencia.
Soy una bestia
aterida, frígida, yerta. Pequeña.
Solo huecos en
mi casa bienamada.
Oquedades que
han sido mi resguardo.
Las termitas
caminan por mi cuerpo. Suben. Bajan.
Una niña de
retama y mirra, arde desde el fondo del olvido.
Ay, pobre niña
de madera. Que sea rápido. Rápido.
¿Qué circulo de
fiebre cayó sobre mi frente?
Leguas oscuras
azotan mis labios agrietados
Mis pesadillas,
desguarnecidos médanos. Mi memoria.
Mi único
refugio. Mi guarida. Debo ingresar en ella.
Es curiosa la
historia de los duelos.
El primero
llegó con urgencia atenuada.
No recuerdo su
rostro, tampoco el mío.
Solo recuerdo
una mirada malva letra.
Yo, descalza y
a él le apretaban los zapatos.
-A ella también
le apretaba la garganta cuando no venía-
Madre. Madre.
Si él no encontró su patria.
¿Cómo encontrar
su sed de padre?
(¿Recuerdas? Te
decía, mujer mía.)
¿A quien se le
ocurre nacer entre lagartos?
Ahora sé, el
sabor de lágrimas es igual a la leche.
No hay duda, en
el espejo, no caben tres, solo dos.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
LAS PUNTAS HIRIENTES DEL SILENCIO…
En un bosque sin
juegos *
Hace 39 años,
como Caperucita les pareció demasiado Roja los militares la secuestraron.
Con
ellos, todos los juegos, y todas las preguntas, estaban
prohibidas. Odiaban las formas de la inteligencia y de
la creación. Por eso imposibles en esta historia, el humor y el erotismo
que suscita el lobo animal. Eran más feroces que todos los lobos. Caperucita no
apareció nunca más. También se robaron la comida solidaria
de su canasta y el niño o niña, que cobijaba amorosa debajo del delantal.
Nosotros la
recordamos en el aire con olor a flores de la libertad.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
LA VIDA COTIDIANA
DEL BROTE DE UN TALLO*
A Jacqueline
Santana y Bryan Reyes (presos)
A Gustavo
Salgado (asesinado)
A Betsy
Ramírez y Julián Luna (desaparecidos forzados)
Somos del
aguanieve.
Como tiempo
sudoroso,
viento añejo
que se anuda en
las plantas,
heno seco
triturado en la boca.
Somos laderas
crepitando
en el vestido
blanco del volcán.
Aquella nube
melenuda
deshilvanada en
estambres.
Entonces te
miro
y tus arbustos
echan raíces
sobre la
arteria de la luna.
Te miro:
con tus ojos en
su lugar,
tu boca es la
misma de siempre
y me devuelves
un murmullo
que construye
lluvias en el campo.
Pero somos del
aguanieve,
cristales de
este tiempo,
disueltos en
torbellinos
de leyes de
propiedad privada,
exploración
petrolera.
La alegría
tostada nos enseña
a ponerle
nombre
a los cantos
del amaranto,
caminar sobre
el polvo estéril
de
instituciones y leyes
que administran
la pobreza,
nuestras
muertes.
Soy, de
múltiples modos,
un lunar sobre
la piel de tu espalda:
aguanieve en el
lodo de la costra de los murmullos
que en la
cabeza vuelan desde aquellos días
en que tengo la
impresión de haberte encontrado.
No se dirá que
nos quedamos callados:
la obscenidad
de nuestras palabras habla,
desafía un
gobierno que nos desprecia
y habremos de
marchar a nacer
como el hervor
de los juegos cubiertos de nube,
sobre las hojas
de maguey.
*De hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
***
Nota del editor: En México se
ha instaurado un gobierno autoritario, preocupado más por imponer intereses
empresariales a la población, que por buscar el desarrollo de los mexicanos.
Existe una situación muy complicada para todos quienes se oponen a este avance
autoritario: la desaparición forzada se está convirtiendo en una práctica común,
al igual que el encarcelamiento de disidentes políticos. Tan sólo como ejemplos
de los más recientes, el gobierno mantiene en prisión a Jacqueline Santana
y Bryan Reyes, quienes son presos políticos
(http://www.sinembargo.mx/17-03-2015/1283078), en febrero asesinaron al
dirigente social Gustavo Salgado
(ttp://www.jornada.unam.mx/ultimas/2015/02/04/hallan-muerto-a-dirigente-social-en-morelos-3407.hhtml)
y desde hace dos semanas no aparecen Betsy Ramírez y Julián Luna
(http://www.noticiasmvs.com/#!/noticias/denuncian-ante-pgjdf-y-cdhdf-desaparicion-de-activistas-julian-luna-y-betsy-ramirez-832.html).
Patriotas *
*Por Victoria Mora.
mvictoriamora@yahoo.com.ar
29 de Agosto 1963- Dieciséis días después del robo
acometido en el Museo Histórico Nacional, se ha recuperado el día de ayer el
glorioso sable corvo del General José de San Martín, reliquia que había sido
hurtada por un grupo de facciosos de la Juventud Peronista
─ ¿Que hacés
Pedro? Si soy yo Hernández…no, escucháme…el traidor hijo de puta de Cardozo
pactó la devolución… si se cagó, por lo de Méndez y Julio…ya sé pienso lo
mismo, no pudimos hacer nada, dice que no quiere que sigan persiguiendo a los
pibes…todo al pedo…nos cagaron, viejo.
El sable había sido sustraído el pasado 12 de
Agosto por una banda de asaltantes pertenecientes a la Juventud peronista que
redujeron al ordenanza y entraron de forma violenta. Dicha agrupación se
adjudicó el hecho inmediatamente por medio de una proclama de corte
revolucionario-extremista-peronista, hecho poderosamente repudiado por todo el
pueblo patriota argentino sin excepción.
Eran las siete
menos diez de la tarde, el museo cerraba a las siete, cinco compañeros de la
JP, esperaban sentados dentro del auto que luego les permitiría el escape.
Estaban en la puerta del Museo Histórico Nacional. La fecha no era cualquiera,
se eligió el mismo día en que se había logrado la Reconquista de Buenos Aires
de manos de los ingleses. El Negro, encargado solo de manejar, fumaba sin
parar, más nervioso que los cuatro que iban a entrar. Vieron salir a los
últimos visitantes, bajaron y corrieron hasta la puerta, se acercaron al
ordenanza que estaba a punto de cerrar: Vea Don, mis primos vienen de Tucumán,
nos pasamos la tarde recorriendo y ya ve, se nos ha hecho tarde ¿nos permitiría
entrar? Le prometemos no demorar demasiado. Entre la labia de Hernández y las
caras de buenos que ponían los otros tres (especialmente Mendez) lo
convencieron. No bien el viejo cerró la puerta del museo, Pedro le tomó ambos
brazos por detrás y se los ató en diez segundos. El hombre pedía por favor que no le hicieran
nada, “Tranquilícese, nadie va a lastimarlo, quédese tranquilo, el pueblo
peronista sigue vivo, cuéntele eso a los diarios mañana”. Hernández corrió a la
vitrina, como habían planeado durante meses, y levantó el brazo que tenía el
martillo con toda su fuerza, Julio le pegó el grito “¡Boludo! De arriba no, vas
a hacer mierda el sable con los vidrios, de costado, acordate lo que te dije,
¡de costado!” Hernández, obediente, sin emitir palabra reventó la vitrina por
el costado. Millones de gotas filosas volaron por todo el salón sembrando el
piso. Con todo el cuidado los envolvió en un poncho, al sable y su vaina, no
sin antes detenerse tres segundos ante su belleza y la emoción que le
provocaba, ¡el sable de San Martín carajo! Pensó y contuvo las lágrimas. Mientras,
Julio y Mendez tiraban por todo el museo el comunicado: El pueblo no debe
albergar ninguna preocupación: el corvo de San Martín será cuidado como si
fuera el corazón de nuestras madres; Dios quiera que pronto podamos
reintegrarlo a su merecido descanso. Dios quiera iluminar a los gobernantes.
Una vez que se cumplan las siguientes condiciones será de vuelto: anulación de
los infamantes contratos petroleros, ruptura con el FMI, nulidad de los
convenios leoninos con SEGBA y el levantamiento de la proscripción que pesa
sobre la mayor parte del pueblo argentina: retorno de Perón al país ya.
Luego de ser sustraído por los delincuentes el
sable habría estado en posesión del facineroso Jaime Cardozo quien tendría como
misión entregárselo a Perón en el exilio madrileño.
─ Metéle boludo
rajá ─ Méndez gritaba como si le fuera la vida en eso, aunque nadie los
siguiera.
─ Calmáte loco,
está todo bien─ lo tranquilizó Pedro.
Después
silencio. Unas quince cuadras más tarde se bajaron Méndez y Pedro, Hernández y
Julio eran, según el plan, los responsables de la entrega del sable a Cardozo,
quien ejecutaría la parte final del plan: entregarle el sable a su conductor,
así la trinidad estaría completa: San Martín, Rosas y finalmente El General.
Pararon en la
esquina de Carlos Pellegrini y Santa Fe, de Cardozo ni noticias. Hernández
empezaba a impacientarse: que mierda hacemos si no viene, nunca pensamos en
otra opción, nunca se habló de…Acabala de una vez, lo interrumpió Julio y ahí
nomás bajó del auto y del teléfono de la esquina que estaba al otro lado de la
calle, lo llamó a Jaime, que atendió y cuando le escuchó la voz lo primero que
hizo fue preguntar por la hora en que habían quedado, malentendidos los dos,
pactaron otra esquina porteña.
Hicieron el
traspaso, vieron irse el auto de Cardozo. Entonces Julio y Hernández celebraron
aliviados con un sonoro abrazo de palmadas en las espaldas. Lo hicimos viejo,
recuperamos el sable ¡viva Perón! Y se fueron al bar a celebrarlo. Su parte del
plan había sido un éxito: la reliquia en manos de la JP y ni un herido…al menos
hasta esa noche.
El honorable sable del prócer nacional habría
permanecido en una estancia cercana a Mar del Plata, mientras su indigno
poseedor aguardaba instrucciones.
Jaime cerró la
puerta de su departamento, bajó dos pisos por escalera aferrado al bolso que
llevaba en la mano derecha. Salió a una noche fría, más de lo que hubiese
querido, subió al auto y puso el bolso en el asiento delantero como si fuera un
compañero de ruta. Cuando encaró la ruta
2 no pudo evitar sonreír, a los dos segundos se reía a carcajadas. El día
anterior había dejado el auto con el mismo bolso en el baúl en la puerta de su
compañía de seguros, saludó al policía que custodiaba la cuadra: “Cuídemelo
jefe, miré que en el baúl tengo el sable de San Martín”, “Tiene cada idea
usted…vaya tranquilo se lo miro como todos los días”. Siempre hacía tan bien su
papel que nadie podía sospechar de su vida política. Por eso lo habían elegido.
Ahora, camino a la estancia que había sido de su viejo, las carcajadas se le
mezclaron con la bronca: el padre había muerto de un infarto unas semanas más
tarde del bombardeo a la plaza, la oligarquía hija de puta le había robado al
padre y a un líder político, él era pendejo pero no se olvida, estaba seguro
que el viejo no había soportado tanta bronca. Prendió un cigarrillo y miró una
vez más el bolso: sí, definitivamente él estaría orgulloso de su hijo.
Gracias a la diligente intervención de la Comisaría
14, con quien cooperó el personal de Robos y Hurtos así como la Dirección de
Coordinación Federal, los malhechores pudieron ser identificados, y el sable
finalmente recuperado.
La casa de
brujas se desató cinco días después del robo
─ Cantá hijo de
puta ¿Dónde tienen el sable? Confesá y se termina todo de una vez.
La electricidad
recorriéndole el cuerpo no fue suficiente para quebrarlo. Julio siempre supuso
que iba a aguantar llegado el momento. Sin embargo, entendió después de esa
tarde, a quien no tuviera la misma voluntad. Él no dijo una palabra. Lo dejaron
desnudo en una celda mínima. Con la cara hinchada casi sin poder abrir los
ojos, trató de resistir al frío que le calaba los huesos. Se hizo un bollo en
un rincón. Pasado un tiempo, que le fue imposible calcular, le tiraron una
frazada, se cubrió, intentó dormir.
A Méndez le
tocó peor. Su pasado en la policía bonaerense le significó un trato especial,
sus ex compañeros se encargaron de hacerle saber lo que creían de su
resistencia peronista. No pudo soportar cuando después de horas de tortura,
además le dieron la dirección exacta de la escuela de su hija de catorce años y
la hora en la que al día siguiente tenía que entrar. Eso fue lo último que pudo
soportar antes de dar las coordenadas de la estancia donde se guardaba el
sable.
El pueblo argentino estará eternamente agradecido a
los grandes patriotas de uniforme que ponen orden e imparten la ley, a ellos
nuestro respeto y agradecimiento más profundo. El sable ha recuperado el lugar
que se merece: en el museo bajo custodia policial.
La Biblioteca
de Cristina*
Están ahí,
quietos, inmóviles, curiosos.
Desde la
biblioteca me miran.
El soldado
vestido con armadura gris oscuro tiene un escudo del lado izquierdo.
Títeres de la
India con sus vestidos púrpura están sentados en el armario, sobre un mármol
rosa, con sus miradas fijas, perdidas, me cuentan y cuentan.
En la pared
también hay títeres vestidos con colores llamativos, cada uno de ellos me
miran, los miro. Pupis italianos. Mágicos.
Me gusta
observarlos. Cada uno me regala algo diferente.
La princesa
tiene miedo; miedo que alguien la tire al fuego junto con el soldadito de
plomo.
El de la
armadura está triste, porque perdió su caballo en una pelea espantosa el día de
San Valentín. Justo ese día se encontraría con su novia, no pudo. El otro, el
que tiene la armadura más completa, ese es el que defendió al papá de Pinocho
de los ladrones, mientras buscaba a su hijo de madera.
Me encanta
mirar a estos bellos y un poco destartalados títeres. Me hacen recordar
historias que alguien alguna vez me contó o leí.
Los títeres
tienen misterios guardados muy dentro, tanto que sólo pueden hablar si alguien
se acerca, los mueve, y les hace decir.
A mí me gustan
así, aunque no hablen con voz ajena. Me dicen desde el silencio de su movilidad
articulada.
Creo que es el
ángel que está en el primer estante de la biblioteca el que les da vida. Una
vida a veces angelada, y otras muy pero muy tristes.
Me voy, se
quedan ahí, en la biblioteca, ellos leen sin que los pueda ver, pero sé con
certeza que leen.
*De Mirta
Tortorelli. mirtatortorelli@pmvalue.com.ar
Invisibilidad*
Hay esperas que
no tienen respuestas.
Y llantos que
son a destiempo.
No consuelan.
No limpian.
Se dio vuelta
el horizonte.
Y no me vio.
Quedé detrás.
En la íntima
zona de la luna.
Limando las
puntas hirientes
del silencio.
Mi hambre a
veces
arranca gajos a
la noche.
De ellos me
alimento.
De la harina de
sus huecos,
la que vuelve
invisible.
Por eso debe
ser...
Nadie me vio.
Ni me ve.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
***
INVENTRENhttp://inventren.blogspot.com/
Destiempos*
(De la Estación
Indacochea – Ferrocarril Midland)
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Hace tiempo que
perdí la cuenta de las veces que alguien me acusó de soberbia, sin más motivo
que unas palabras leídas o escuchadas en alguna parte. Las más de las veces -no
deja de ser curioso- fue por tratar de desenmascarar a cerdos con piel de
cordero (en contra del dicho popular, no son los lobos quienes se disfrazan de
cordero, sino los cerdos. Miles de mujeres de todos los lugares del mundo
podrán corroborar esta afirmación). Nunca me defendí de esas acusaciones:
probablemente no sean del todo infundadas. No obstante, siempre me he
preguntado si esta soberbia que me achacan -y de la que soy culpable- es
realmente un defecto más terrible que la falsa modestia de quienes lanzan
dichas acusaciones. Cuestión de poca importancia es ésta, tienen ustedes razón.
Si lo mencioné es porque de algún modo está relacionado con lo que vine a hacer
a esta parte del mundo.
He viajado
algo. No demasiado, pero lo suficiente para comprender que un viaje es algo que
sucede dentro de uno, no fuera. Por eso, ahora, cuando me dispongo a bajar del
tren que me ha traído hasta aquí, sé que el tren, el pueblo, los páramos
atravesados, la tierra amarillenta, los viajeros sonrientes y los viajeros
huraños, son algo que está dentro de mí, que forma parte de mí. Por eso, a
pesar de todo, no tengo miedo.
¿Por qué habría
de tener miedo? se preguntará quien hasta aquí haya llegado. Pronto iremos con
eso. Pero antes deberé explicar los sucesos que se encadenaron para traerme
hasta Indacochea. Y ahí es donde entra la soberbia.
Sucedió que un
desconocido me envió un mail. Se confesaba argentino y detallaba la ubicación
exacta del lugar donde habitaba, así como algunas particularidades del mismo.
Tras estas formalidades, a las que presté poca o ninguna atención, de forma
amable pero inequívoca me acusaba de haberle plagiado. Según su parecer, mi
relato "La transición del hielo" se asemejaba sospechosamente a uno
que él había escrito años atrás y cuyo título era "Labio mudo".
Añadía una serie de datos complementarios, tales como fecha de publicación,
editor, etc. Y como colofón adjuntaba ambos relatos, el suyo y el mío, en
archivos de texto separados.
De entrada me
indigné porque la acusación era falsa. Después pensé que no merecía la pena
hacerse mala sangre y borré el mensaje sin la menor intención de responder a
él. No obstante, tras una ducha, un buen paseo y el posterior descanso a la
sombra contemplando los patos, me pareció que al menos debería leer su relato
para saber en qué se basaba la ridícula infamia.
Y así lo hice
nada más regresar. Recuperé el mensaje (por suerte siempre me demoro un tiempo
en vaciar la papelera de reciclaje), descargué los adjuntos y leí. Ciertamente,
existían un par de similitudes superficiales, pero nada más. Me pareció tan
absurdo como si el tipo hubiese argumentado que la acción de ambas historias
transcurría en una misma ciudad no inventada. Justamente así -con cierto grado
de ironía- se lo hice saber en mi respuesta (que, después de todo, no podía
dejar de producirse) añadiendo que ni lo conocía a él ni conocía su obra, por
lo que sus acusaciones no sólo carecían de fundamento, sino que eran
completamente descabelladas. También le rogaba que antes de calumniar a otra
persona, en especial si esa persona era yo, leyese con atención y cautela para,
de ese modo, no caer en el error de confundir una cosa con otra. Creí que mi
mensaje era lo bastante severo para que el asunto quedase zanjado ahí.
Me equivoqué.
Unos días más tarde, llegó su respuesta. En esta ocasión se trataba de otro
relato: "Los días del perro", que según su versión yo habría
convertido en mi "Ópera con lluvia". El tono del mensaje era seco y
pretendía ser hiriente. Al principio me hizo gracia, la verdad. Pero en cuanto
empecé a leer, me invadió una sensación de desasosiego que en algunos momentos
se teñía de incredulidad. En efecto, ambos relatos se parecían. No se trataba
ya de dos o tres detalles nimios como en el caso anterior. El lenguaje y el
estilo eran diferentes, los lugares no eran los mismos, los nombres de los
protagonistas eran distintos, pero lo que se contaba en uno y otro difería muy
poco. Yo estaba seguro de no haber leído jamás aquel cuento. ¿O tal vez lo
leyese mucho tiempo atrás y lo olvidase luego, como confiesa Borges en relación
a un cuento de Papini? Eso me hizo pensar en la fecha, que me apresuré a
comprobar.
Mi confusión no
disminuyó al averiguar que en este caso su cuento era más reciente que el mío.
Lógicamente (¿lógicamente?) sospeché que era él quien me estaba plagiando a mí.
Pero entonces -era inevitable preguntárselo- ¿por qué me acusaba? Pospuse esta
duda para más adelante y contesté al mensaje en un tono todavía más arrogante
que el empleado por mi interlocutor. Le hice notar el detalle de las fechas y
le acusé de ser él quien plagiaba. También manifesté mi estupor ante sus
injustificables acusaciones y hasta insinué la posibilidad de presentar una
denuncia contra él.
Su posterior
respuesta (que apenas tardó un par de días) rebosaba incredulidad. Jamás
-afirmaba- se le había pasado por la cabeza la idea de plagiar a nadie. Y menos
-añadía- a alguien a quien estaba seguro de no haber leído nunca antes.
Obviamente, había algún error en las fechas -el obviamente quedaba atenuado por
el tono inseguro de algunas otras afirmaciones- pero lo que era seguro
-insistía- era que si había un plagiador -no dejé de notar ese condicional que
significaba una nueva vía de comunicación, ajena tal vez a la disputa que cabía
prever teniendo en cuenta el curso que estaba tomando todo el asunto- no era
él.
Porque la
historia empezaba a cansarme, mi respuesta fue escueta. "Lo que vale para
usted -escribí- vale para mí. Yo no plagio. Tal vez sí me haya leído antes y no
lo recuerde" -brevemente introduje la anécdota de Borges y Papini-
"En cualquier caso, le rogaría que retirase ese cuento que tanto se parece
a mi "Ópera con lluvia" de la web donde se publicó.
Atentamente."
Pasó una semana
y creí que todo se normalizaba. Además, otros asuntos más agradables habían
ocupado mis horas en esos días y tenía el tema bastante olvidado. Hasta que
llegó el siguiente correo. En él se hacía referencia a otros seis cuentos (tres
suyos y tres míos). Su "Endiablado fagot" era calcado a mi "Musa
abandonada", salvo por el estilo, naturalmente. En los otros dos casos,
los cuentos eran aparentemente distintos, pero poniendo atención a sus símbolos
y al significado oculto, no quedaban dudas: Unos eran clones de los otros.
Pensé que el tipo trataba de tomarme el pelo; pensé que lo hacía simplemente
por aburrimiento; luego pensé que estaba loco y que mejor sería olvidarse de
todo ese embrollo. Tomé un analgésico y me puse a navegar por Internet,
tratando de borrar acaso la desagradable sensación que me había dejado la
lectura de aquellos cuentos.
Después de un
rato leyendo noticias increíblemente parecidas a las noticias del día anterior
y del mes anterior (crisis económica, corrupción, tornados, USA planeando
bombardear algún país, mucho deporte –eficaz antídoto contra el nocivo vicio de
pensar– y más corrupción), sin darme cuenta puse el nombre del tipo en el
buscador y comencé a adentrarme en su mundo. Comprobé que muchos de sus relatos
habían sido publicados en revistas electrónicas o en páginas de contenido
literario. Leí uno al azar, por puro aburrimiento (o eso me hice creer
entonces). Ya sin sorpresa, fui redescubriendo mis propios relatos en los de
aquel desconocido. Leí durante horas. Creo que ya sólo me movía la curiosidad
de saber si ese reflejo era infinito, el anhelo de hallar un relato que
rompiese ese patrón. No sucedió. Pensé (quise pensar) que alguien dijo –o
escribió- en una ocasión que todo ya había sido escrito y ahora sólo
reescribíamos; que tal vez, después de todo, la originalidad no existe. Pero
todo fue en vano. Se apoderó de mí una intensa tristeza, y melancólicamente me
dije que también eso era un reflejo.
Rescaté
entonces el mensaje original del desconocido y lo leí con atención. En él narra
que vive en un lugar llamado Indacochea, en la provincia de Buenos Aires. Lo
llama lugar, -aclara- porque "tal vez pueblo sea un término exagerado para
definir esos escasos edificios bajos y esa estación abandonada". Dice que
habita una casa de dos plantas que no comparte con nadie. Que las pocas
personas que hay por allí se dedican a pescar. Pero él no pesca ni hace nada.
Salvo escribir. A veces. O sentarse a la orilla del Río Salado y pensar. O
simplemente contemplar las aguas y las riberas mientras transcurre el tiempo
que se lo va llevando, igual que la corriente se lleva las ramitas que en él
flotan río abajo. De su explicación se desprende la idea de que habita un
desierto que es más grande que el nombre que lo define.
Yo vivo en una
gran ciudad que se asemeja pavorosamente a un desierto. Escribo o me siento a
la orilla del río Ebro a contemplar las aguas y los patos. Mientras el tiempo
fluye. Al leer me doy cuenta: No somos dos personas diferentes, sino una misma
persona viviendo dos vidas paralelas en lugares distintos. ¡Cómo no íbamos a escribir
lo mismo, aunque de otro modo!
Mandé un mail
expresando estas ideas un tanto confusas. Fui tajante. Había que solucionar
esto de un modo u otro. "Sería conveniente (eufemismo que muy bien podría
cambiarse por imprescindible) -aclaré- que nos viésemos. Allá o acá. Donde
sea". El habló de la completa imposibilidad de emprender un viaje.
Imposible para él conseguir la plata necesaria para el pasaje de avión.
Demasiados kilómetros…
Mi dificultad
no era menor; la única diferencia era mi resolución para zanjar el asunto
definitivamente. Conté el poco dinero que tenía; vendí las dos o tres cosas de
valor que me restaban; pedí prestado. Con todo, pude juntar la plata necesaria.
Sabía que nunca podría devolver los favores ni el dinero, pero ¿qué importancia
podía tener todo eso? Si alguna vez regresaba…
Escribir no es
gratis -pensé mientras hacía el escueto equipaje-. Entraña un riesgo. Uno puede
encontrarse de repente o perderse para siempre entre esas encrucijadas. Los
pensamientos son trenes que se niegan a seguir el itinerario de las vías.
¿Puede haber algo más peligroso en estos tiempos?
Y ahora estoy
acá. En Indacochea. La estación quedó atrás. Una vereda de tierra me conduce
hacia donde debo ir. Es como si mi voluntad, ahora, no contase. Mientras camino
no puedo evadirme al sentimiento de familiaridad que me despierta todo
esto. Los árboles son como los árboles bajo los que alguna vez he paseado; el
rumor del río resuena igual que el río que pervive en mi memoria y que acaso es
la suma o la yuxtaposición de todos los ríos que en mi vida atravesé o bordeé;
los pájaros entonan las mismas melodías que en otro tiempo escuché...
-El lector
atento no habrá pasado por alto un detalle: Lo que estoy contando, según las
evidencias, sucede hacia los años finales de la primera década del siglo XXI o
los iniciales de la segunda. Pero el último tren a Indacochea vino en 1977.
Dejaré que sea ese mismo lector quien aclare este modesto entuerto, porque el
tiempo ya no me da para más: Estoy llegando ante la casa a la que me dirijo.-
Me detengo a
unos metros. Respiro profundamente mientras contemplo la fachada. Una inmensa
quietud me rodea. Dejo la maleta en el suelo, junto al umbral, y golpeo la
puerta.
Lentamente,
como las campanas de las iglesias en el toque de difuntos, los golpes resuenan
en la hoja de madera vieja.
Lentamente, con
esa lentitud que sólo es posible en el Sur, la puerta se abre.
-Sergio
Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
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