*Dibujo de Erika Kuhn.
Lienzo de la
memoria*
*Natalia
Litvinova.
Las aguas
perturbadas de la memoria
no se alisarán.
Todos los días
me iré de mi niñez.
Regresaré sucia
antes de que anochezca
y me sentaré a
la mesa.
¿Viste si
floreció el lino? preguntará mi padre.
Mi madre le
ofrecerá té con descuido,
molesta por
algo que desconoce
o desatenta con
lo humano, como si se imaginara
danzando entre
las hermanas flores.
El tiempo se
mueve en ríos subterráneos
y las aguas turbulentas
del recuerdo no descansan.
Esa madre
servirá té para siempre,
ese padre se
irá una y otra vez.
No levantaré la
mirada para verlo,
lo reconstruiré
como una ciega,
como las
imágenes salpicadas
en los lienzos
de Pollock.
-Natalia
Litvinova. Gómel, Bielorrusia, 1986. De Siguiente vitalidad,
Audisea.
COMO BELLAS BESTIAS QUE HUYEN…
Caperucita*
giros del aire
las hojas del
otoño
vienen y van
crujir de pasos
una niña recoge
frutos del
bosque
que viene el
lobo
ya lo ha dicho
aquel cuento
y ella no
escucha
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
*
Todo lo que se
mueve
dentro y fuera
del aire,
tiene un nombre
que evoco
en la memoria
del lenguaje.
Todo fue
nombrado
antes de mí
por alguna
azarosa
sucesión
de
convenciones.
El pan es pan.
Y sin embargo
pan también es
el olor
de la cocina de
mi madre,
y la mano
pequeña de mi hija
en la
iniciación de un rito,
y es cuántas
veces hambre.
Las palabras
son de
sustancia indócil
y crecen a
escondidas
de la lengua,
como bellas
bestias que huyen
de la mano del
amo.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
TRENZAS*
“Si la lluvia
llega hasta aquí voy a limitarme a vivir. Mojaré mis alas como el árbol o el
ángel o quizás muera de pena.”
LUIS ALBERTO
SPINETTA
Noche de
martillazos lastiman mis insaciables fauces.
Mastico el
silencio de cera de mi palabra huérfana de ti.
En mis manos de
lata cabe un mundo de arcilla morena.
Solo un mundo
posible, Solo uno, triangular
Un hombre, una
niña y una anciana
Desde la alborada
lo buscaban.
- De la mujer
no hablamos, ella es él-
Sangre adentro
vertía en el cáliz, palabras. Palabras.
Los sueños de
la niña, se enredan en sus trenzas de lluvia.
En las trenzas
de anciana-bendita seas- hay copos de sal y rebeldía-
Solo un mudo posible,
uno de sombra, otro de ausencia.
Pedro trabaja
la madera con pasión y fervor.
Una pena
grandota le sabotea la astilla de la rueca, el amado huso.
Tras la puerta
del alba, obsesivamente, ese animal violento.
¡Ay! Uñas,
rasguñan, tocan, escarban. Ay amor quiero y no quiero.
-El sexo es el
salvavidas de los náufragos-
Un macho con
fervor vigoroso. Piso de cristal.
Un macho, solo,
por elección. Ilegítimo. Expósito.
Pasa un hombre
con su Biblia en su mano.
Una mujer con
pollera cortona. Otra, sueña, este sueño no es sueño.
-No Madre ¡! No
cortes mis cabellos de agua! No.
¿Donde se
enredarán los sueños y las penas?
La madre no
escucha, ni mira, solo muere por él.
Las trenzas
ruedan por el suelo.
Desde ese día
los ratones se esconden en la nuca.
No quiero saber
porque desde mis ojos salen hiedras.
No quieras
saber porque las trenzas degüellan el furor de la noche.
Es tarde,
recuerdo, el galope de un caballo en mi sangre.
Las guayabas,
también, ruedan por el piso. Ah, tu olor.
Trenzas de
almendras y una doliente niña. Adiós.
Lo amé en esa
mesa. Me amó. Eso fue todo.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Veinte centavos
de níquel*
Esto fue en el
tiempo en que todas las chacras estaban pobladas y la vida rural existía con un
sinfín de cultivos que por aquí no se han visto más. Quiero decir, aquel tiempo
remoto en que la tierra no era del que la trabajaba y sudaba, con ese fervor y esa
disciplina que traían del otro lado del mar, sangre inevitable que llevo porque
por rama materna soy primera generación de argentinos.
La anécdota que
voy a referir está lejana en el tiempo, y es tan pequeña, tan nimia que de
algún modo es metáfora de mucha injusticia que sobrevive en el mundo y
por lo que uno ve, y yo he vivido mucho, digámoslo con dolor, no parece cambiar
y tengo la sospecha de que se irá agravando. Como si tanto avance tecnológico
en lugar de ablandar el corazón de los hombres se lo volviera muy duro, como si
estuviéramos en la época de las cavernas, y estoy repitiendo un concepto de
Roberto Arlt, publicado en uno de sus Aguafuertes del año 1928.
Un día soleado
de mayo, una madre inmigrante, joven, viuda no hace mucho, madre de dos varones
y una niña, trabaja en una chacra como cocinera; en realidad está con una
hermana y su familia y trueca su trabajo, que también se extiende a algunas
tareas rurales, por comida, escuela y poco vestir para sus hijos y para ella
misma.
Un domingo de
otoño sus hijos varones solicitan el permiso de su madre para asistir a la
fiesta de la escuelita rural donde son alumnos. Hay una kermese, con sus
típicos juegos —carrera de embolsados, tejo, rayuela, sapo y seguramente fútbol
para los varones—. Ante los ruegos y la insistencia de sus hijos es obtenido el
permiso y, como es fácil suponer, no puede darles una moneda, aun la más
mínima, porque simplemente no la tiene, no hay ni en la más remota fantasía
quizás. Pero allá van esos dos gringuitos felices de asistir a la humilde
fiesta de la escuelita rural que emerge entre altos maizales amarillos y
pletóricos de mazorcas. Son retraídos por naturaleza, pero al alboroto y las
carreras se inhiben aún más. De pronto un chico trae a otro sobre sus hombros,
en un juego tal vez inventado allí mismo, y del bolsillo del que viene cabeza
abajo cae de pronto una moneda que brilla en el patio pisoteado. Siguen su
juego sin percatarse de la pérdida. El mayor de los hermanos se acerca con
disimulo y pone su pie, que calza una humilde alpargata recién estrenada.
Levanta esa esfera de níquel que huele a plata y a gloria, la desliza en uno de
sus bolsillos y ordena con una seña a su hermano esperar un rato. Cuando están
seguros de que la maniobra no ha sido descubierta, se acercan al puesto de
dulces donde los esperan pastelitos rebozantes y las botellas de las gaseosas
de entonces, tal vez una naranjada previamente refrescada en un barril de
bolsas con hielo.
Esa noche
cuentan la travesura a la madre, mi abuela, quien les da tremendo reto y les
pone penitencia de un año sin salir de la chacra. Y en verdad no sé si
cumplieron porque un año es una eternidad en la vida de un niño, aun los hijos
de los chacareros tan pobres.
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
INEXISTENTE*
Soñé utopías
corriendo como
río
entre las
piedras.
Las
transgresiones
sutiles y sin
saña
arman las
fugas.
Creí en el amor
gestando los
aromas
que tiñen
deseos.
Soñé y soñé
un universo
azul
inexistente...
*De Emilse
Zorzut. zorzutemilce@gmail.com
Esa que habla*
Esa que habla
por medio del poema
y ensaya
ilusiones como coreografía
de una nueva
danza.
Esa que finge
no oír lo que te pasa
y bebe a sorbos
el jugo fresco del amanecer.
Esa que espera
cada día un porvenir
desmemoriado
de antiguos
remordimientos.
Esa que canta
una canción
y tiene mucho
de vida y otro tanto de su oponente.
Esa que se
disfraza de viajes, barcos y trenes
y te habla de
los puertos a los que nunca arribaste:
esa no eres tú.
Aunque la
escuches dentro de ti
cayendo sobre
tus días.
Ella es lo
imposible del mundo que soñó
de lo que quiso
ser...
y te roza las
sienes.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
NUESTRA
INFELICIDAD*
Nuestra
felicidad no nos pertenece. La creamos no con las herramientas que nos son
propias, sino con las que nos prestan. Y no depende como el siglo quiere
hacernos creer de lo que poseemos, sino de lo que damos.
Puede ser una
ingenuidad, pero ciertos antiguos saberes son tan ingenuos como el que un
abrazo es más necesario que el pan, y que la sonrisa del amado calienta el alma
en el invierno.
La felicidad no
es una carcajada necesariamente. Sucede en una capa más profunda y es capaz de
serenar los océanos del infortunio.
Para ser feliz
es necesario ser generoso. Saber dar y saber recibir.
Una mujer que
cocina para su hombre, el padre cansado que se fuerza a estar un ratito más a
pesar del dolor de cintura, el muchacho que resigna unas tardes a acompañar la tragedia
de su amigo. Hallan todos ellos una felicidad de melodía a media voz, la
tranquilidad de estar donde hacen falta.
Pero necesitan,
para poder ejercer su cometido de acompañantes, la retribución del
reconocimiento.
Trabajar por la
felicidad de alguien que nos ignora es un sendero que desemboca en la angustia.
Y aquí acostumbramos considerar tonto a quien no requiere alguna clase de paga,
y acostumbramos denigrar los trabajos desinteresados. Si no se pide nada a
cambio, pensamos que debe de ser algo que no tiene valor.
Es cierto, no
tiene precio. Es inapreciable lo que unos hacen por otros cuando se atreven a
dar desde las entrañas, cosa nada fácil.
Una mujer que
acaricia a su hombre dormido es feliz. Una señora que pone la mesa con las
mejores tazas para recibir a sus amigas. Un hombre que enseña a su vecino cómo
cambiarle el líquido de freno al automóvil es feliz.
La felicidad
florece bajo los techos de chapa, estalla en el patio de una escuela, se
enciende en una oficina. No tiene edad ni condición social. La llevan los
privilegiados que son capaces de convidar con lo que tienen.
Quien es feliz
porque lo envidian, retrasa unos momentos el salto hacia el abismo. Quien se
alegra por el llanto de alguien, detiene un minuto solamente el roer de las
orugas. Mentirá ser feliz el malvado, se mentirá a si mismo, hará la pantomima,
montará su obra teatral. No hemos de darle fe. No le creeremos.
Pero mientras
tanto todo nos lleva a la desdicha. La veneración del cinismo, la confusión de
maldad con inteligencia, el mandato de arrebatar lo que no está fijado al
suelo. Todo nos lleva al blindaje y la desconfianza. O somos ladrones, o
tememos ser despojados.
Creemos que
poseemos lo que guardamos, y somos esclavos de lo que nos negamos a dar.
La mujer no
quiere ser usada, y se niega el privilegio de atender a su hombre. El hombre no
quiere que la mujer lo domine, y se niega el privilegio de atenderla. Aferrados
a nuestras mezquinas posiciones, amurallados todos, profunda, dolorosamente
infelices. Pero eso si, indiscutiblemente dueños, patrones y propietarios de
nuestra infelicidad.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Si los tiempos*
Amábamos las
hojas que el rocío
besaba en las
mañanas.
Amabamos sin
saber siquiera
que todo era
tan efímero
tan sin cielos
por delante.
Eran tiempos
en donde un
vendaval de hojas secas
caía a cegar
alcantarillas
a quebrarse
bajo el paso
solitario
de un viejecito
comido por la noche.
Los juguetes
eran de verdad escasa
o inexistente.
Amábamos la
muchacha rubia
con su trenza
flotándole en la espalda,
la pienso como
era: esquiva, clara, desgarbada
y con sus manos
inquietas de jazmines y de rosas.
Luego vinieron
dudas
resquemores
odios
sospechas
y un porvenir
plagado de agujeros
y botellas
rotas.
Otoño, 1999
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
-A los
amigos y otros poemas. Editorial Ciudad Gótica.
Desconocida mía*
Espalda,
desconocida de
mí.
Aún si quitaran
el mapa de la piel
quedaría la luz
inexplorada.
La
incertidumbre de soles que no fueron.
El aroma plural
de los jazmines.
Un mar sin
farallón donde romper sus olas.
No te conozco
sin auxilio de espejos.
Pero sé que en
ti se deslizan alas de silencio
silencio que
grita sin saber de vuelos.
Acotado
territorio con historias dispersas
ansioso de
sentir la conjura del velo que la abrigue.
Y el beso
innumerable de la noche que arrope la soledad
para abolir
este pacto de intemperie.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
El cuerpo,
ese cuerpo
frágil de mujer,
se debate
indómito
contra la
tensión del agua.
La piel
trasciende al ala.
Se extiende,
poderosa,
en jirones
de luz
arrebatados
al oleaje.
La mujer,
esa pequeña
bestia sola
vacía de
eternidad,
confirma la
inmensidad
y la sustenta.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
InvenTREN
SAN FERMÍN*
No hay nada que
hacer aquí, ni toros ni plazas atiborradas, ni caballos enjaezados ni toreros
de brillo y coleta. Nada de nada aquí. Una estación, vías brillantes, la sombra
inexistente de una zorra que se atisba por el rabillo del ojo.
Una zorra que
avanza por los rieles si una está descuidada y mira un poco al costado, un poco
al horizonte, un poco así mirando sin mirar con la típica expectación de quien
atrapa fantasmas sobre fotografías desvanecidas.
No multitud, no
agitación, no clamores. Sólo dos hombres sudorosos y un tren que eternamente
los persigue en un sueño, acaso en una pesadilla, en la zona que es la zona,
ese lugar alejado de la realidad y sin embargo tan allí, tan aquí, tan próximo.
San Fermín y la
resonancia del nombre pero ni banderillas ni trajes de luces ni rosas rojas
entre los dientes apretados. Ni una trenza moruna, ni un tablao ni un atestado
lugar que huela a circo y a muerte roja sobre negro.
Solamente estos
rieles relucientes que trazan las paralelas eternamente unidas en un horizonte
imaginario. Sólo esta planicie, esta llanura, estos yuyos repetitivos estos
fantasmas que sudan, que mueven la zorra a riesgo de tren y a riesgo de
desaparecer finalmente aplastados por el peso, el tremendo peso del firmamento
que vira al violeta.
Por qué San
Fermín. Aquí, en medio de la América. Por qué el recuerdo borroso de santos
católicos, de iglesias barrocas, de cuerpos torturados de santos de imaginería
en madera policromada y ojos vítreos para traer todito el dolor intacto, casi
real. Por qué aquí, en medio de la nada es decir en medio de la América, este
tren que no existe y esta estación sin toros, hecha de fantasmas y de la única
zorra que se apresura en ese viaje eterno de llegar a ninguna parte.
San Fermín.
Reloj detenido de estación abandonada. Fantasmas.
No hay toros
aquí, ni toreros. Hay, si, la sangre en los rieles, la sangre y la agonía del
toro es decir la muerte del ferrocarril. Y el inmenso el inabarcable el
marítimo clamor de las multitudes rugiendo frente a la ajena muerte.
Ha muerto el
toro de hierros y vapores de ollares sudorosos. San Fermín, señores. El carro
lo engancha y arrastrando se lo lleva. Otros se regocijarán en la ignominia de
celebrar sangres y derrotas. Cierro los ojos para no ver. Para respetar la
muerte de rieles y edificio de cenefas airosas.
Al cerrar los
ojos perdura apenas, allí entre las luces de párpados clausurados, la imagen de
la zorra y los fantasmas. Nada queda de más. No hay nada, nada que hacer aquí.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
***
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FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
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ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
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***
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