*Obra de Ray Respall Rojas.
A UN VAGABUNDO*
Al zapatero Pantaleón,
abandonado por todos.
Él va por las calles
cargado de penas,
sin temores.
No le avergüenzan sus zapatos
rotos. No le importa que lo vean en su desamparo.
Recoge del suelo un periódico
viejo: lectura, lecho, sombrero. Sólo piensa,
piensa
en lo que le falta...
La gente comenta
al verle pasar:
Caminando,
caminando
siempre está.
¿Cuántas cosas conoce?
¿Cuántos rostros ha visto?
¿Cuántos años ya vivió?
¿Tendrá hijos ese feo animal?
El los oye,
en silencio los oye hablar.
Con sus ojos de perro triste
los mira,
calla,
llora,
y prosigue su caminar.
*De RAY RESPALL ROJAS.
La Habana. Cuba.
COMO UNA VAGA SEÑAL EN EL CIELO…
Engranajes*
El agua quería
llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito
y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
Ahí estábamos,
por irnos y no.
Antonio di
Benedetto, Zama
*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Góngora y Lemus
jugaban cartas en el silencio de la habitación. Un foco amarillo, medio muerto,
aleteaba. Las manos escondían el juego. Los ojos en la mesa, velados por el
humo acumulado, por las nubes que las bocas alentaban. Displicentes, lentos
ajedrecistas, a sus piezas. A los dados habían jugado antes. Sin embargo la
aburrición, el azar que en ese momento no decía nada, los habían conducido a
las cartas.
—Es medianoche—
dijo Góngora.
—¿Y qué? —respondió
el otro
—Ya debería
estar aquí.
—A veces tarda
—lo tranquilizó.
Los vasos
brillosos. Sus orillas redondas y nubladas. El alcohol—apenas diluido en los
hielos— los despabilaba. Desde hacía años tenían varias coincidencias: la paz
del whisky, su lenta fiebre, su progresivo ascenso a la cabeza. Lemus tenía una
herida reciente sobre la ceja derecha. Góngora, huellas de sangre en la nariz.
Los zapatos habían dejado un rastro de lodo en la cochera. En la siguiente mano
de cartas la herida de Lemus brilló, quizá motivada por las esquirlas de luz,
por el semblante descolorido y sin vida. El foco parpadeaba, casi inservible.
Entre amarillos, volutas, las cosas.
—¿Y la maleta?
—preguntó Góngora.
—Está en el
cuarto
Con codicia
miraron el inventario de cartas. Siguieron jugando un rato aunque las nervudas
manos los delataban. Los ínfimos movimientos. Góngora, buscando desahogo, se
rascaba las sienes. La codicia en los dos, la imagen de los billetes. Después
de la última partida Lemus dijo:
—Voy por la
maleta.
Góngora inclinó
la cabeza. Los ojos grandes siguieron los pasos del otro. Y la inestable luz le
carcomía la cara y la sombra de su cuerpo anegaba una parte de la mesa. Tan
densa como un charco, pensó. Tan nítida era, una silueta viva, en la espera.
Lemus regresó:
—Deberíamos
contar los billetes.
Los hombres
comenzaron a sacar los fajos de la maleta.
***
El whisky
volvió a fulgurar en los vasos. El mantel manchado de la mesa, los motivos
frutales medio borrados; los tenedores. La botella menguó, asediada por los
oficiantes. Los escrupulosos habían contado los billetes dos veces. Apilados
por denominaciones, junto a los vasos. Por precaución una pistola. La siguiente
partida. Pero los ojos atentos al reloj. Los segundos sin ruido, más lentos.
Hecho el tiempo esa noche, para atascarse.
—¿Lo habrán
atrapado? —dijo Lemus
—No sé.
—Al menos una
llamada.
Acabó de
improviso la partida. Los dos se miraron. Las cartas descubiertas y el juego
expuesto. Abundantes tréboles y ases. Magro juego. Pocas combinaciones. Las
cabezas en dirección al teléfono. La vasta habitación reproducía sus temores.
El vuelo de un mosquito, amoroso al halo del foco, era amplificado por el
silencio.
Góngora fue a
la ventana. Dudó un instante antes de apartar la cortina. Afuera, un camino de
tierra, los desperdicios del maíz, perros nocturnos, falenas, desperdigadas
luces.
—¿Miras algo?
—Bien muerta,
la noche.
Volvió a su
lugar la cortina. Las ventanas comenzaban a helarse. El vaho de la noche las
opacaba. Intentaron volver a la normalidad.
—Hay que
esperar al día, unos horas, nada más—dijo Lemus mirando sus dedos. Las uñas
despostilladas fueron a la herida en la ceja. Se concentró en la hinchazón, en
el ardor que le aguijoneaba el ojo.
Góngora,
buscando respuestas, remiró la cocina: en la mesa sólo los inútiles reflejos,
el ámbito amarillo en todo y los hielos en los vasos, a pesar del frío,
desmoronándose.
***
El transcurso
de las horas, una tortura. El whisky en los ojos amilanaba. Ya no había
cigarros. Sólo cadáveres en el cenicero, apilados; una solitaria voluta sobre
ellos. Lemus, mirando a la leve, retorcía el cable del teléfono. Imaginaba al
ausente, interrogado en una silla, su cara anónima por las bocanadas de una
lámpara. ¿Dónde están? ¿Sus nombres? ¿Por dónde huyeron? Lemus casi miraba en
la penumbra a los captores. Las voces difusas, los brillos de los ojos; también
las placas.
—¿Qué piensas?
—dijo Góngora.
—En que no hay
mucho tiempo.
—No podemos
estar aquí.
Cavilosos
consumieron los asientos del whisky. Prendieron el radio en busca de alguna
noticia. En vano. Entre la estática, entre las inútiles voces, sólo algarabía y
acordes. Caminaron en círculos. Triste carrusel los dos. Perros enjaulados.
—¿A dónde
vamos? —dijo Góngora.
En el silencio
de la habitación quisieron huir en despoblado, aferrados a la maleta,
alejándose de la carretera. Borrarían innumerables pistas, vigilarían huellas.
Atentos al horizonte de la bruma, en el imaginario la llegada de barcos
enemigos, peligrosos contingentes. Las heladas respiraciones y la lujuria
expuesta en los rostros, incontrolable por los billetes.
—No sé
—respondió Lemus.
—Quizá esté
cerca de aquí.
—No va a
llegar.
Sin alcohol,
con los cigarros vueltos humo, nada en la mente. Góngora se acercó a la puerta.
El whisky en su cuerpo bullía. Recordó el gesto del desconocido mientras lo
amenazaba con la pistola. La sangre, entonces, un hervidero. Los ojos
calientes, tensos los nervios, el torrente que venía de alguna parte y que le
abultaba las venas. Recordó que el desconocido, a pesar de la amenaza, del
probable fuego, le buscaba la mirada deseando la muerte. El hombre, pensó
Góngora mientras huía por la calle, tenía en sus rezos al dios de los
prematuros, de las naves que naufragan, de los árboles que nunca crecen.
***
Lemus, gato
apresado, dio una última vuelta por la habitación. Miró a Góngora.
—¿Salimos?
—Espera
—murmuró Góngora, después inclinó la cabeza y movió el cuerpo. Los brazos como
los insomnes, por instinto, hacia las ventanas. El sonido de un auto llenó la calle.
El silencio alrededor era pleno: sólo el transcurrir de las llantas y el resto
del andamiaje. Insectos se reunían en las ventanas por la inestable luz. El
zumbido de los convocados, murmullo de mucha gente, casi los engañaba.
Los impacientes
se miraron. Ganas de romper el reloj, de tomar el teléfono, marcar números al
azar, esperar una voz y confesarlo todo.
—Hay que apagar
la luz—dijo Lemus.
Hubo en Góngora
un poco de incredulidad. Pero el semblante de Lemus no era de nieve. Ahora
temblaba y era rico en temores. Oprimió el apagador. El auto pasó a un lado de
la casa pero no se detuvo. En las ventanas un último reflejo. La habitación
tuvo nuevo peso. A la distancia los objetos zozobraban, inundados por la noche.
En el ámbito sólo luz del exterior, muy leve entre los hombres, vagando.
Varadas en sus lamentaciones, las figuras. En un sutil artificio, una búsqueda
de señales, las manos abiertas y vencidas, como si en ellas el peso de
innumerables peces.
***
¿Había pasado
el tiempo? Sentados en la mesa, repletos de oscuridad, ignorantes. La faz de
las cartas, manchas de luz entre sus manos. Pensaron en la luna entre las ramas
de un árbol, dejando una cauda. Góngora le contó a Lemus del hombre, de su
mirada que todavía lo buscaba. Las consecuencias se encadenaban, infinitas y
redondas. Tal vez el hombre lo siguió. Tal vez en la esquina, en el edificio de
enfrente. Tal vez la casa, en ese momento, rodeada por la policía. Góngora
decía que imaginaba las voces, los susurros, los pasos. Que la cara del hombre
en la faz de las cartas, nítida, mientras jugaban.
—Tonterías
—dijo Lemus.
—¿Qué hacemos?
—arremetió Góngora.
Miraron las
desmesuradas pilas de billetes. Torres anchas, vigías, imaginaciones. Llevaría
tiempo guardarlas en la maleta. A un lado la pistola.
—El otro quizás
esté muerto; tu hombre, no sé —dijo Góngora mientras iba a la mesa, motivados
los ojos por el metal de la pistola. Lemus, apenas visible, avanzó a tientas,
vacío, vadeando los muebles.
—¿Y nosotros?
—dijo Lemus.
Góngora apretó
los labios. Sin sombra, sólo silueta, indeciso junto a los estantes. Miraba y
se relamía y husmeaba el espacio con la tosca nariz. De repente quiso consultar
el reloj y lo buscó ahogado en el mueble de enfrente, entre las demás cosas.
—¿Dónde está?
—¿Qué?
—El reloj.
Lemus aguzó la
vista. Buscó encima del refrigerador, cerca de las llaves, junto al coronado
cenicero. Después fue a la mesita de madera, la del teléfono, precisa por la
luna al inicio de las escaleras. Nada.
—¿Dónde está?
—repitió, reclamándose.
Siguieron buscando
con una lámpara de pilas. Indagaron los cojines de la sala, cajones inferiores,
botellas de cerveza, calendarios. Restos de polvo, por el haz, se descubrían.
También los muebles intactos. Las manos de Lemus abandonaron la lámpara y
tantearon. Atentas a la forma redonda, a la retumbante campanilla. Góngora,
inútil comparsa, revolvía el aire.
***
Hartos estaban
de buscar cuando escucharon al auto en la calle. El sonido más vivo que antes,
el pesado andamiaje, el rechinido, las luces. El resplandor a través de los
cristales, amarillo, el de un faro. La bocanada tocaba a los hombres. Instantes
de ámbar en los rostros, como antes, con el foco. Se encorvaron por instinto.
Las miradas a la puerta, a la cerradura, al improbable giro de la perilla. Pero
cuervos en el temblor de una rama, con entereza, esperaron. Bajaron las voces:
—¿Y si es él?
—¿Por qué no se
detiene entonces?
—No sé, tal vez
desconfía.
—Es la policía.
—Hubiera
llamado.
—No tuvo
tiempo.
—¿Entonces?
El auto, como
la primera vez, siguió de largo. Y destacó el mutismo del teléfono y el hervor
de insectos siguió y de nuevo en el punto de inicio. Indecisos, sólo en los
cuerpos los latidos. Después el aullido de un perro, el frío que ascendía y
asediaba los huesos.
—Va a regresar
—dijo Góngora.
—Esperan que
salgamos— completó Lemus.
—No lo haremos.
Góngora tomó la
pistola. En el otro aún perduraba la inseguridad, la sensación de que intensos
ojos lo espiaban.
***
El auto pasó
una vez más. Orbitando la casa, sus cortos intervalos, casi imposible la huída.
La desparramada luz. En los cristales el fantasma, la procesión entrevista tras
los sillones. Y los dos espectadores, fugitivos en su casa, boqueando. Los ojos
de pez llenos de asombro. Imaginaban nubes de tierra entre las llantas, por los
baches. Incluso intentaron poner un rostro al conductor. El del ausente, quizás
un testigo del robo, un policía de bigotes. ¿Iría solo?, ¿con pasajeros?,
¿cuántas armas? Pensaron en una risa bullendo en el auto, justo cuando pasaba
frente a la casa. Una risa aguda, carcajada festiva, serpentinas, burbujas en
el aire. Y después la luz recorriendo la calle, posada en la ventana, detenida
ahí, por instantes, con avidez de insecto.
Góngora sopesó
la pistola. El brillo de la empuñadura en los dedos, diminuta luna, alumbraba.
Quiso tener un blanco para disparar, quiso chispas en la boca de la pistola,
fuegos artificiales; un cuerpo enfrente, a sus pies, humeante.
—Tenemos que
contar —dijo Lemus, haciendo a un lado sus imaginaciones.
—¿Qué?
—El tiempo en
que tarda en pasar el auto.
—¿Piensas en el
intervalo?
Góngora asintió
en silencio.
Buscaron una
hoja de papel y un lápiz. La lámpara avivó muebles, cajones. Como viento
apartando nubes, el haz, en los objetos. Estaban listos cuando hubo un problema
importante: la desaparición del reloj. La ausencia renovó el malestar, una
intromisión en la cuidada estrategia, la única seguridad que tenían para
aferrarse.
—Tendremos que
calcular nosotros —dijo Lemus.
—En cuanto pase
empezamos a contar.
—Al mismo
tiempo, sin distracciones.
—Muy bien.
Escondidos tras
un sillón. Un consumido lápiz entre los dedos, la hoja cuadriculada; las armas.
Con nervios, en una trinchera, no hablaron. Sólo faltaba el humo de los
cigarros y los sacos de arena. Pero las quijadas apretadas remitían a la
guerra, también los ojos devorados por el alcohol, por el forzado insomnio.
Después de un
rato escucharon al auto. A la misma velocidad, tiempo suficiente para
prepararse, una respiración profunda. Los hombres inclinaron las cabezas. La
velocidad del auto disminuyó, rodaba tan lento que pensaron en el andar de un
animal esforzado, en un barco pequeño, suspendido en la inmóvil marea. Góngora,
impaciente, enderezó el cuerpo y avanzó un trecho para espiar por los
cristales.
—Creo que es un
Datsun viejo, color blanco —dijo.
El informe
tentó a Lemus.
—¿Distingues al
conductor?
—No.
—Regresa, es
peligroso.
Góngora se
arrastró hasta su posición de combate. A pesar del esfuerzo, del movimiento
dócil y cuidado, no pudo ocultar el tintineo de las monedas, inquietas en el
fondo de los bolsillos.
El auto llegó
al final de la calle y, como antes, dobló en la esquina derecha.
—Ahora —dijo
Lemus.
Empezó el
murmullo de números, un rezo vivo en las bocas. A la distancia las voces se
unían, una sincronía de insectos. Siguieron contando. Las lenguas al unísono,
también los labios. El tiempo, sujeto a las palabras, transcurría de otra
forma. Más verdadero que el otro, el de los relojes.
***
El auto volvió
a pasar: en el papel diez minutos exactos. La redonda cifra alarmó. La
precisión maléfica, de miniaturista, perturbaba. ¿Habían sido ellos? Quizás una
sutil maniobra, de los de afuera, en sus bocas.
—Tal vez se
dieron cuenta
—¿Qué?
—De que los
viste, te vieron.
—No lo creo.
Sopesaron
probabilidades, las más fantásticas ganaban. Lo único cierto era la
inmovilidad. Estar los dos, en charola de plata, listos para el depredador.
Sólo el enroque final y la última embestida. Una señal que así, a oscuras, no
vislumbraban. Quizá por el jardín, caminado en la azotea. Sigilosos policías en
el cerco. Miraron el techo. ¿Volver a contar? ¿Huir ahora? En cónclave
meditaron: a favor la semioscuridad, acrecentada por las densas nubes que
manchaban la luna. Y después, más seguros, al otro lado de la calle, aprovechar
el siguiente intervalo para internarse en despoblado o, en caso contrario,
buscar el amparo de los matorrales. Tal vez, incluso, habría tiempo suficiente
para recomenzar o componer el trayecto. Sólo la coordinación, la fortuna del
movimiento, el instante preciso, garantizarían la victoria.
—Muy bien.
—Esperamos una
última vuelta y nos largamos.
Decididos
fueron a la cocina. Miraron las altas torres, las varias denominaciones. Lemus
puso la maleta en la mesa. Abrió el cierre. Desbarataron las torres, pronto ruinas
entre las manos. Mientras metían los fajos Góngora miró las uñas de Lemus.
Destacaban, monedas brillantes, en la penumbra. La del pulgar, un poco más
larga. Espolón para la lucha, pensó Góngora, para el abordaje.
—Espera —dijo
Góngora.
—¿Qué?
—Será muy
pesada la maleta para la huída, mejor repartimos el dinero en partes iguales,
tengo una bolsa.
Lemus lo miró.
La desconfianza era evidente en el otro. El temor de traición, el despojo. La
promesa que fácil enceguece, la codicia que despierta. Lemus, sin argumentos
para rebatir, accedió con un movimiento de cabeza. Repartieron dos bultos de
similar tamaño. Guardado el tesoro, con la carga a cuestas, regresaron a su
lugar en los sillones. La conjura en las mentes, sólo una cuenta más, una
vuelta más del Datsun blanco. El vibrar de insectos, los nervios, como el
anterior temblor en el foco
—No debe tardar
—dijo Góngora.
El sonido
creciente del motor hizo buenas las predicciones. En el inicio de la calle
aceleraba. En una pequeña subida el motor desfalleció, pero acrecentó el brío
entre los baches, entre las nubes —también pequeñas— que las llantas del auto
despertaban. El habitual recorrido, pensaron los hombres, el último que
escucharían. El Datsun blanco, medio cansado, a trompicones, a pesar de todo,
avanzaba.
Se acercaron a
la puerta. Las coyunturas, los pies ligeros, la sensación de libertad que
aturdía e impulsaba. Inclinaron los cuerpos antes de correr. Los hombres, antes
homogéneos en la penumbra de la casa, mostraban sus diferencias en la bocanada.
Lemus, un poco más alto, las uñas en filo y la herida que trastocaba la ceja.
Góngora, el rostro pulido por el insomnio, los afilados pómulos y la paz de los
ojos, a pesar de la experiencia. Como añadido, igual que la herida de Lemus, la
costra de sangre bajo la nariz, sombreando roja los labios. En común el nervio
del pez que remonta, que va contrario a las aguas y que busca, en el impulso,
otro torrente. El Datsun blanco pasó de largo y en la cabina hubo breve
vislumbre del conductor pero equívoco, como una vaga señal en el cielo o un
reflejo percibido en la esquina del ojo.
—Ahora —dijo
Lemus.
Abrieron la
puerta y comenzaron a correr con sus cargas. En el primer trecho alcanzaron el
jardín y cruzaron la reja. Los pies liberados de sus anclas, en el impulso, volaban.
La otra orilla de la calle, su promesa en los ojos, en el escape. No miraban al
otro. Lemus adelantó un poco pero Góngora emparejó la carrera. Veloces no eran
pero en el ansia ligeros se imaginaban. A breve distancia de la orilla, con el
despoblado en perspectiva, la maleta de Lemus se abrió, abrumada por el peso.
El cierre había cedido lentamente desde el inicio del escape e, incapaz de
contener el cauce, dejó en libertad su contenido. El caso de Góngora fue
similar aunque relacionado con la premura en la salida. La bolsa, en un primer
instante, había tocado los agudos filos de la reja y, desgarrada, soportó el
principio del embate. Pero los jirones de plástico poco pudieron hacer y pronto
la fuga de billetes acompañó la ruta de Góngora. El valioso rastro en el suelo.
La carga, entonces, granos en un reloj de arena, poco a poco, escapando. Los
hombres sólo se detuvieron cuando los billetes comenzaron a revolotear. En
carnaval los fugitivos aunque la algarabía era solitaria, encendida por el
único farol de la calle. Los papelitos, por el viento, casi con vida propia.
Algunos husmearon por lo bajo, otros buscaron cielo, a la altura de las
ventanas. Los menos afortunados quedaron atrapados, como afiches en la pared,
en esqueletos de arbustos y matorrales. Lemus y Góngora no intentaron
recogerlos. En silencio, a la mitad de la calle, testigos de la desbandada. Sin
ninguna motivación, extrañamente liberados, miraban y miraban. No las casas, no
la bruma, no el farol y su sortilegio. Tampoco el despoblado. Concentrados en
sus zapatos, en las puntas indecisas por el galope, cubiertas de polvo y
alboroto. Después de los zapatos alzaron las cabezas y miraron el final de la
calle en busca del Datsun blanco. Pero el silencio era pleno y no hubo atisbos
de luces.
-Del libro de cuentos "La
herrumbre y las huellas".
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros
de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica
y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
Descubrimiento
del polvo*
Llueve en mi
ciudad.
En la que
traigo dentro.
De la que no
puedo
decir su
nombre.
Justo ayer le
abrazaba
mientras sus
riachuelos de mugre
nacían y se
alejaban de mí,
intrusa retama
de tu ventana.
Así nació tu
espera,
mi encuentro,
nuestra
llegada.
Otra vez eres
tú
por donde
deambula extraviada
la mirada de
todos los días,
con sus rostros
de animal
soñado por el
televisor:
majestuoso
alebrije
de tecnología e
internet,
maldito avaro
de tus sueños:
no comprendo
cómo aún
retienes tu
nombre.
Llueve en mi
ciudad.
En la que
traigo dentro.
De la que se ha
perdido
el mito de su
creación
en la memoria
del gallo
que ha caído en
la sartén.
A la que ayer
abrazaba
mientras sus
inmundas historias
llenaban
charcas
que mañana
evaporan
sin que en un
libro
quede registro
de sus nombres,
tan sólo un
relato estúpido
donde se leerá:
“Ciclo del
Agua”.
Llovemos a
cántaros,
sin terminar de
caer algún día:
coloides en el
tiempo,
en tu piel,
en tus plumajes
de ciudad.
*De hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
EL OJO EN LA
NUCA*
-Recuerde que,
una vez de oprimido el botón “Despegue”- sentenció Lotwer, Segundo Jefe de
Operaciones, - su mente comenzará a retroceder en el tiempo. Adaptado a la
medida Pársec, el viaje alcanzará con exactitud cincuenta de sus años
biológicos. Recuerde también que el Pársec es una medida de distancia y que el
año es una medida de tiempo. Concluido el programa efectivizaremos el regreso.
-¿Está
preparado?- Preguntó antes de mi partida, Stugger, Primer Ayudante de
Aplicaciones ¿se siente cómodo? Insistió, volviendo a arreglar el almohadón que
sostenía mi cabeza.
- Por las dudas
de que falle la tecnología, espero que la teoría del tiempo cíclico resulte
verdadera- Bromeé. Luego, ante la intranquila mirada de mi joven esposa,
simplemente cerré los ojos.
Desde que fui
seleccionado para ser la vía mediante la cual, se lleva a cabo el experimento
“El ojo en la nuca”, todo es vertiginoso.
Se trata de una
investigación de altísima pericia, proyectada y ejecutada por el conjunto de
autoridades científicas mundiales. El proceso tiende a descifrar el desarrollo
del universo y a confirmar el comportamiento acomodaticio, de las
particularidades que aspiran a cubrir las necesidades de supervivencia de las
especies. Mi participación consiste en transitar mentalmente y en reversa,
millones y millones de años luz en el tiempo, desmenuzando los vericuetos del
pasado. Los primeros avances hacia atrás, demostraron el ya conocido que los
años que transcurren, irreversiblemente, están impresos en cada vértice de la
naturaleza, que sus efectos se observan en todos los seres que la forman, vivos
o no vivos, y que cada variación que altera o conforma la vida en el universo,
ha sido determinada por circunstancias y necesidades.
La huella del
sucederse de los siglos se deja ver también en nosotros, los seres vivientes de
este planeta que orbita alrededor del sol y ha moldeado cada conformación que
nos constituye. Esa es la base de la investigación que, sin importar la
disciplina a la que pertenezcan, se propusieron nuestros científicos. Mientras
que el objeto último, es observar el pasado más lejano para comprender el
presente y poder manipular el futuro (abarcando el ambicioso “más allá de la
muerte”).
-El tiempo es
intangible y no se puede ver-se opusieron algunos. Otros apreciaron que el
único modo de “atraparlo” es a través de grabaciones cinematográficas,
fotografías, de audio y que el reloj es sólo un “pasatiempo”.
Los arqueólogos
sostuvieron que el tiempo puede ser leído en los restos que la naturaleza se
encarga de bien guardar y basaron su teoría en los fósiles que los planetas
conservan.
Los
historiadores se prestaron a colaborar en lo que respecta al pasado de corta
duración y los astrónomos, los más entusiastas, unieron sus vítores para la
investigación de larga data.
El experimento
“El ojo en la nuca” reúne, aún en medio de agudas controversias, conocimientos
científicos de todas las disciplinas, de unas más que de otras, tendientes a
descifrar, en pos del futuro, el pasado del universo.
Insertaron en
mi cerebro, una cantidad de adminículos de mecanismos complejos que, a partir
del momento de activados y sirviéndose de la radiación electromagnética, me han
permitido, minuto a minuto y sin desplazar mi cuerpo, navegar hacia el Big
Bang. Me garantizaron a cambio atención médica permanente, alimentación de
primera calidad y comodidades propias de un príncipe, haciendo extensivas tales
delicias a mi familia, durante y después del proyecto.
En lo que cabe
para mis hoy cuarenta y nueve años biológicos y sin moverme de la confortable
camilla de laboratorio, he viajado hacia el pasado según el diseño. He superado
ampliamente los márgenes en que comenzó la vida en el universo, almacenando en
mi memoria, la información más asombrosa y esclarecedora jamás imaginada, la
que, según lo planeado, podré develar únicamente luego de mi “retorno”.
Mi salud es
óptima pero, como resultado de un desequilibrio emocional fuera de cálculo,
producto de la sofocante y desgarradora soledad en que estoy inmerso, he
comenzado a sufrir de amnesia funcional. Hecho imposible de ser advertido por
la tecnología que manipula, al ahora avanzado transcurrir del programa.
Lamentablemente, no existen probabilidades de que mi súplica por volver antes
de lo previsto sea “escuchada” y, por lo tanto, modificada mi situación antes
de que finalice el experimento y antes de que olvide hasta el último dato
acumulado.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
ME ACUERDO*
Me acuerdo de
esos lirios,
de unos
detalles rondando
las mañanas.
De un pequeño
descuido
en los ojos.
De ese temor de
ser
o no ser
enteramente,
y tu voz
recorriendo la prisa
por tenerme.
me acuerdo de
la marca
de los coches.
Un café amargo
esperando
mientras
adolece el detalle
de estar y no
dejar
las marismas
vacías a tu encuentro.
me acuerdo,
de cómo el
delirio
conduce a la
destrucción o al amor.
*De Isabel Rezmo. isabelrezmo@gmail.com
-Isabel
Rezmo, (Úbeda, 1975) Poeta, formadora, maestra, gestora cultural y
prologuista. Miembro de varias asociaciones de escritores. Directora adjunta de
la revista cultural PROVERSO. Dirige y presenta el programa de radio
"Poesía y Más" en Onda Úbeda; y colabora en la emisora universitaria
en Jaén UNIRADIO en el programa "Desde Jayjan" del poeta Manolo
Ochando. Realiza talleres de iniciación a la poesía en Ed. Primaria y
Secundaria; y colabora en varias revistas digitales nacionales e
internacionales. Coordinadora de los Encuentros Internacionales de Poesía que
se celebran en Úbeda en el mes de junio.
*
Mi papá cae de
sorpresa para contarme un poco su semana. Trae un olor lejano a su árbol de
limones. Todas las noticias, para bien o para mal, sacuden este cuerpo quieto
que escucha y ceba mates. Algunas hojas se me caen. Las aparto, suave, con el
pie. De amarillo y verde escucho cada palabra. Las lágrimas, ya saben, tienen
sabor a limón.
*De Cecilia
Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com
Inventren
*
Hay un tren en
la montaña que me vio nacer. Antes lo tomaba para pasear o mirar el paisaje del
valle desde la cima. Era emocionante la rutina de prepararme para pasear en
tren. Y era hipnótico su monocorde ritmo que solía adormecerme.
Una vez viajé
lejos. Me alejé de mi familia con determinación porque no querían que me fuera
de la montaña.
En el trayecto
de regreso al pueblo luego de un viaje distinto durante años, luego de recorrer
lugares nuevos y conocer gente diferente, noté desde mi visión lejana, que las
vías del tren dibujaban sobre la montaña una línea paralela al valle. No había
ascenso, solo una leve inclinación hacia un pico aledaño, que nada tenía que
ver con el pico de la montaña que creí, desde siempre, visitar cada vez.
Noté ese rasgo
y no dije nada, tampoco avancé en el razonamiento, ni calculé motivos, ni
desconfié abiertamente de la inocencia de todos. Tuve como una de esas
imágenes, esos pensamientos inconexos que es mejor no pronunciar porque,
seguramente, provocarían desilusión, tristeza.
Nunca más sentí
el deseo de subirme a ese tren. Tampoco volví a viajar tan lejos.
Por ahora
prefiero sentarme, apartada, en la misma piedra que me sostenía cuando era
chica, para cerrar los ojos y visitar los destinos reales que guardo en mi
memoria, repasar las conversaciones en otros idiomas, los recorridos de trenes
agitados, prefiero sentirme extranjera, no ser parte de este tren que se
traslada sobre el mismo paralelo y vuelve a abordar al mismo pueblo, una y otra
vez, una y otra vez, monocorde como su ritmo.
*De Lorena
Suez. lorenarsuez@gmail.com
-Publicó Intemperie.
-Por Viajera
Editorial.
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
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El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
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