*Foto de
publicación oficial de la provincia de Buenos Aires - período 1936-1940.
Gobernación de Manuel Fresco.
Lo
inmediato*
El hombre,
casi un anciano, camina erguido por la acera.
El papelito
en la mano.
En él, esas
extrañas palabras: “Estación Polvaredas”.
La sensación
de libertad y de vértigo.
La multitud
pasando junto a él sin prestarle atención. Al mismo tiempo, el recuerdo de una
institución. ¿De qué clase? ¿Una cárcel? ¿Un cuartel? ¿Un claustro? ¿Una
Universidad? No. Esto último no. La sensación recordada, o más bien vagamente
intuida, es opresiva, de encierro. Pero ya se ha ido. De nuevo es la gente que
pasa. Un joven trajeado le sonríe. ¿Tal vez le conoce? No va a ser posible
saberlo, porque el joven continúa su veloz marcha entre los demás viandantes y
se pierde tras un grupo de jovencitas que conversan con gran
estrépito.
Volvamos al
papel. ¿Qué hace ahí? ¿Qué significa? Estación… ¿De tren? ¿De autobús? Y ¿Quién
escribió la nota? Porque esa no es su letra. ¿O sí? Vuelve a mirar alrededor.
Palpa sus bolsillos, mas no hay nada en ellos. ¿Es un indocumentado? No sabría
decirlo. El dolor en el costado le hace pensar que tal vez alguien le asaltó
para robarle, pero no puede recordarlo. Quizá no sea más que una dolencia
propia de la edad. Las risas de unos niños le distraen. Mira hacia ellos.
Juegan. ¡Qué cosa grande ser niño y jugar con esa alegría, esa despreocupación!
Por fin una certeza: Es un adulto. Si pudiera mirarse en un espejo… Justo
entonces ve la entrada a unos grandes almacenes. Se dirige hacia ellos. Tiene la
impresión de que encontrará allí alguna respuesta, aunque ignora a qué pregunta.
Al entrar al sitio, junto a las escaleras mecánicas, ve el espejo y se acerca.
Se mira en él, pero no reconoce a ninguno de todos esos reflejos. Tras unos
segundos, logra identificarse, pero su aspecto no le resulta familiar. Ése no
puede ser él. Y ahí surge una nueva pregunta: ¿Quién es él? E inevitablemente,
una segunda: ¿Qué aspecto tiene o debería tener? Ambas respuestas le están
vedadas. No puede recordarlo. Vuelve a mirar el papelito y esas dos palabras
escritas, como si allí pudiese existir alguna clave para desentrañar el
misterio.
Una empleada
sonriente se le acerca y pregunta si puede ayudarle en algo. Le gustaría
responder afirmativamente, pero oscuramente sospecha que si le hace a ella las
preguntas que él mismo no logra responder, muy bien puede tomarle por un
desequilibrado. ¿Será eso? ¿Estará loco? No quiere ni pensarlo. Más bien entrevé
otra cosa: Un olvido momentáneo, la urgencia de hacer algo, de ir a algún sitio…
¿Será ése el sitio? se pregunta mirando de nuevo el papelito. La empleada sigue
ahí y el hombre niega con la cabeza, tratando de devolver una sonrisa cordial,
pero consiguiendo apenas una mueca que inquieta ligeramente a la vendedora,
quien se propone no perderle de vista, al menos mientras deambule por esa
planta.
Tal vez el
hombre haya percibido, de algún modo, esos pensamientos, porque se dirige hacia
la escalera mecánica y, mediante ella, al piso superior: “Moda caballero”,
desapareciendo en unos segundos del campo de visión de la empleada recelosa. La
segunda planta está llena de trajes, pantalones, corbatas, zapatos y demás
prendas de vestir. Un par de vendedores, de ésos cuyas sonrisas parecen talladas
en piedra, se le acercan ofreciéndole algún producto, pero el hombre niega con
la cabeza y camina sin prisa por entre los innumerables pasillos. ¿Busca algo?
Sí. Un recuerdo que no llega. Su presencia, en un lugar tan grande, debería
pasar desapercibida, pero no es así. En todo momento hay alguien pendiente de
sus actos. Como si ese inocente papelito en su mano fuese un artefacto explosivo
o la revelación de un secreto abominable.
Ha debido
cambiar nuevamente de planta, porque ahora se encuentra rodeado de artículos
deportivos. La visión de los balones, las canastas, las raquetas, le transportan
muy lejos, hacia atrás, en el recuerdo. Pero es sólo un instante. Las escenas de
esa lejana juventud ni siquiera llegan a concretarse. Pasea por la sección de
artes marciales bajo la atenta mirada del encargado de la misma. Ya no le
preguntan si desea algo. Se ha debido correr la voz. Un intruso recorre los
almacenes sin objeto alguno. No parece peligroso, pero hay que mantenerle
vigilado.
Con la mano
libre, sopesa una pelota de tenis. Mira hacia arriba, como tratando de apresar
un instante en su pasado, pero no hay nada. Sólo el contacto suave de ese
objeto, que le resulta grato. Resignado, la deja junto a las otras pelotas y
continúa su peregrinaje por el edificio. En la sección de moda femenina siente
como un pinchazo, una revelación. Sin embargo, se va tan velozmente como vino.
Cabecea dos o tres veces, como negando algo a un interlocutor invisible y sigue
subiendo.
Se detiene en
la sección de juguetería, con una indefinible pero agradable sensación. Pasea
entre los múltiples estantes repletos de artículos hechos para el ocio. Algunos
le traen vagos efluvios de un pasado remoto. Otros no. Se pregunta cómo funciona
uno u otro de los que están a la vista. En cualquier caso, son siempre
instantes. Instantes desgajados de su empresa principal, que es una búsqueda,
aunque él mismo ignore el objeto de la misma.
De pronto ve
un tren: una maqueta hecha a escala. Una de esas maquetas tan perfectas que
cualquiera tomaría por trenes reales. Y lo recuerda todo: Mira el papelito. Sabe
que debe reunirse allí con… ¿Con quién? ¿Con quién? Pero ¿y la fecha? ¿Qué fecha
es? Es urgente encontrar un calendario, preguntar a alguien… En ese momento ve
los ojos. Unos ojos grandes que le miran con simpatía. Los reconoce, aunque no
pueda precisar a quién pertenecen. Sólo sabe que no son ésos los ojos que hay
tras el papelito. Ella se le acerca, le habla en susurros, le dice que ya todo
está bien, que ella va a llevarle al sitio donde debe ir. Él, olvidado ya de
todo, se deja llevar. Tras la extraña pareja (él con su traje raído, ella con su
uniforme blanco), dos fornidos enfermeros caminan en silencio, paralelos, clones
de sí mismos. El papelito descansa ahora en el bolsillo de la camisa del hombre.
Los recuerdos, la entrevisión de esa estación perdida en el misterio, como cada
tarde, se han desvanecido nuevamente.
- Publicó “El
alba sin espejos”
ESTACIÓN
POLVAREDAS*
El viejo
pueblo de Polvaredas se alza como una mancha de tristeza en los ojos del
horizonte, pueblo de innombrables en cuyas cantinas sirven las mujeres las
sonrisas más seductoras combinadas con el polvo que el viento arrastra de una
mina anciana y sin oro. Por una de sus laderas el amor se confunde con la brisa.
Y la estación donde una vez el tren recogió a los hombres que con rumbo a la
sierra se abrigaban con pedazos de cuero de vaca, porque la soledad del frío
sufre del rigor del mal de altura.
Polvaredas es
el vestigio de lo que cualquier hombre ilusiona. Un clítoris en medio de ninguna
parte. Una basílica que ofrece al hombre una esperanza. Esperanza que cada día
se torna más escasa, como la pluma de un ave Fénix o la cola de un dinosaurio.
Pero el hombre vive de sus ilusiones. Y la Polvaredas, hija del tren, conocida
como el punto de la suerte que la mala fortuna olvidó recoger del suelo, le
extiende sus brazos a todo aquel desarraigado que se aventure a pasar por ella
para que haga de ella su mujer y no su amante.
Tal como
en La Vorágine, como una jungla
de ocaso abraza a cualquier cuerpo hasta hacerlo sudar. Lo exprime. Lo seduce
hasta convertirlo en ciego a otros pueblos lejanos y olvidados por los
cartógrafos, pero son sus secretos de mujer, los que se apegan al paso del único
tren que la cruza de extremo a extremo dejando atrás un sempiterno criadero de
nubes preñadas por el polvo cobrizo. Nubes que dejaran mañana arrugas como los
plisados en la falda de una colegiala alzándose sobre los rostros huraños y
ásperos, que durante el atardecer se aventuran a preparar sus maletas. Las que
nunca llegarán a abordar el tren de la medianoche.
Solos
en el Universo*
El traqueteo
del tren, su rutina, el murmullo del viento y la voz de los pasajeros, servían
para que, durante el trayecto, entre en un adormecimiento placentero. Adoraba
esos viajes y no me molestaba que algún vendedor de estampitas me quitara el
sueño. No, para nada. Yo era feliz así, viajando, una o dos veces por semana, de
Polvaredas a La Plata, de La Plata a Polvaredas, a cumplir con mí
trabajo.
Para los
momentos aburridos, leía libros de ciencia ficción y llevaba mi tejido. Por
aquellos años se usaban los pulóveres haciendo juego con los gorros de lana. El
tren tardaba, más o menos, dos horas, 43 minutos, sin contar el tiempo de demora
que ocasionaban las distintas estaciones, en que se detenía a cargar
gente.
Otras veces,
mi entretenimiento era el juego de adivinar, si entre los viajeros, podría
confundirse o no, algún extraterrestre. Cosa que creía posible pero que nunca
logré comprobar.
-Hay que
creer, para ver a los O.V.N.IS hay que creer- le decía a un amigo que se debatía
en la impotencia- porque yo los veía surcar la bóveda celeste y él no. Si no
crees, pues no los ves, insistía con vehemencia, defendiendo mis
aseveraciones.
-Mira que he
atravesado la Patagonia, noches enteras escudriñando el cielo, mientras el auto
avanzaba en la oscuridad. Jamás vi nada extraño, ni siquiera luces sospechosas.
Recorri La Pampa, fui a Córdoba, acampé en las cercanías del Uritorco pero
tampoco, nada.
- En el año
86 fue el primer avistamiento en ese lugar, aseguran pero deberían decir, cuando
se hizo conocido a nivel país, porque el descenso viene de décadas atrás,
aún era niña y mi padre me habló por primera vez del tema. Tú debes de haber
ido por esos años, seguramente, cuando el cerro se hizo famoso y comenzaron a
visitarlo. Una quemazón de 122 metros de largo por 64 de ancho, de forma
ovoide.
En mi pueblo,
Polvaredas, se dejaban ver detrás de la estación del ferrocarril. Tal vez para
despistar observadores, las naves parecían descender cuando menos lo esperaba.
Era sencillo descubrir el disco rojo en picada entre los árboles. Cuando pensaba
que iba a estrellarse contra el suelo, subía con una plasticidad envidiable y
volvía a perderse en el cielo.
Mi primer
avistamiento lo tuve en mal momento. Justo el conocido “Pirincho” Cicaré, con
solo 14 años, había inventado su primer helicóptero con el elástico de una cama
¿quién iba a prestar atención a los dichos de una mujer y menos, joven como yo
lo era en aquella época? El pueblo estaba convulsionado por la enorme
creatividad del muchacho que no paraba de mostrar su invento. Por entonces
tampoco se les daba a los extraterrestres la importancia de hoy, el miedo lo
impedía y la falta de medios de comunicación
avanzados.
Más adelante
mi padre murió y a madre no le interesaban esos temas, de modo que no tenía con
quien conversar sobre el asunto. Pensé en acercarme a Cicaré pero su genialidad
me amedrentó y decidí seguir mostrando, mis hermosos tejidos pero guardar el
secreto de los platos voladores, estudiarlo en soledad. Con eso quiero decir
que, si bien son sabidos los numerosos avistamientos en distintos lugares del
país y del mundo, no se conoce todavía que hayan aparecido en Polvaredas, mi
pueblo.
Usted
preguntará por qué los doy a conocer ahora y no antes, cuando me enfrenté a las
primeras evidencias.
En el período
en que sucedieron los viajes en tren, yo trabajaba para una agencia de ventas y
eran muy meticulosos con el personal, digamos, en cuanto a seriedad y a
equilibrio emocional. Seguramente, de haber mostrado mis experiencias, hubiese
perdido mi medio de vida sin ninguna contemplación. Mi tarea era colocar
productos de diversas empresas, en mi zona.
Lo que yo he
podido saber es que todavía no se ha comprobado científicamente si la detección
es real o es una ilusión óptica- suele ser colectiva- de gente con acentuada
inclinación a creer en los objetos no
identificados.
Que
determinadas personas afirman haber sufrido abducción y luego devueltas al
ejido de su propio pueblo o de otros más lejanos. Que si bien afirman que
ciertos indicios dejados en la piel se deben a extracciones de sangre y a otros
actos experimentales sobre esos cuerpos, no se ha comprobado ningún signo de
materiales, distintos a la normalidad de nuestro orbe que pudieran estar
involucrados en acciones de extraterrestres.
Que los
rastros de supuestas naves, decantados en pasto quemado y círculos perfectos, no
ha dado tampoco presencia de elementos extraños a este
planeta.
Que si bien
deberíamos estar preparados para un encuentro con otra civilización ya sea,
porque ellos se acerquen a nosotros o porque nosotros descubramos su mundo, en
nuestros viajes por el espacio, esto podría resultar de dimensiones beneficiosas
o terriblemente dramáticas.
Podría ser
que fueran seres marcadamente ecológicos. En este caso, siendo nosotros casi una
plaga en nuestro hábitat, para evitar males mayores, la tendencia de los
alienígenas podría ser corregirnos o destruirnos.
Por el
contrario, si esas civilizaciones desconocidas fueran de tipo expansivo, tal vez
no solo ya habrían abordado nuestro territorio sino que nos hubiesen doblegado y
hoy seríamos, probablemente, sus esclavos o su alimento como las vacas para
nosotros.
Lo concreto
es que si bien no tengo pruebas, más que un par de fotografías sacadas de apuro,
en las que no puedo siquiera demostrar que sean naves, descendiendo en las
cercanías de la estación de ferrocarril de mi pueblo, he visto numerosas luces
extrañas surcando el cielo, contundentes y a veces terroríficas. Luces formando
círculos, destellantes, turbadoras, casi irreales que han logrado, sean
verdaderas o no, conmover mi espíritu y mantenerlo atento a cualquier signo que
pueda demostrar, con el tiempo, que no estamos solos en el
Universo.
Villa
Gesell.
*
<<La
luna no va a diamantes>>
sino que
horada
el cielo
negro
-su
combustión de estrellas-
En ese
deseo
al
menos
resuelvo
noches
silencios
durmientes
que el riel
pisa
cuando el
tren
aplasta
sombras
última
profundos sueños
y algún
insomnio pasajero.
<<La
luna no va a diamantes
sólo
anadea
con pies de
pato>>.
-De Lluvia de marzo.
Colección de
Poesía ÍCONO nº 4. Editorial Ciudad Gótica.
Esa
gran patada al futuro*
El tío abuelo
de Kalman bajó en Polvaredas de "El pampeano" a las 0.35 del viernes 26 de
septiembre de 1947. Al día siguiente era su cumpleaños número
58.
Unos minutos
antes el tren había salido de la estación Atucha. El tío no podía conciliar el
sueño. Miraba por la ventanilla ese cielo tremendo tan diáfanamente estrellado.
Tan derramado en estrellas sobre un campo que se parecía al
infinito.
El tío tenía
como objetivo ver loteos después de la estación 9 de julio, había sacado pasaje
hasta Mirapampa pero pensaba bajarse donde viera anuncios de lotes en venta. En
un parpadeo se borró ante sus ojos la continuidad del paisaje de cielo a campo que
venía admirando. Abrió la ventanilla y recibió el golpe en su rostro de una densa nube de polvo.
Era polvo con
brillos -como de luciérnagas- que se encendían y apagaban velozmente. Quizás era
polvo de estrellas que impactaban en una velocidad incalculable en relación a la
marcha del tren.
El tío se
atemorizó. Cerró la ventanilla. Pensó que quedaría ciego pero tras unos
instantes su vista se volvió normal. Afuera la nube oscura con brillos de estrellas siguió
unos parpadeos más, y de golpe de nuevo la noche estrellada, ni rastros de esa
polvareda. Fuese lo que fuese lo que había rodeado al tren había
desaparecido.
Miró al
interior del vagón, los pasajeros dormían o no habían notado nada anormal en ese
transcurrir del tren.
Algo que no
supo explicar bien le dijo que tenía que salir de ese tren lo antes posible. En
la primera estación en que el tren se detuvo tomó su pequeña valija y bajó. Casi
al pie de los peldaños vio dos hombres que se aprestaban a subir. "No suban.
Este tren esta maldito" les dijo con ojos seguramente desorbitados por el
miedo.
No sabe si
les hablo en un español que no manejaba bien o en su lengua madre
polaca.
La cuestión
es que los tipos lo miraron como si fuese un borracho trasnochado y subieron por
los mismos peldaños que el tío había pisado instantes antes para sentir la
solidez del andén.
El asombro
del tío siguió cuando al verse en el espejo de la sala de espera vio su
cabellera tiznada de polvillo. Se sacudió y así fue como descubrió sus pelos
poblados de canas que no tenía al subir en La
Plata.
Lo asombroso
-según Kalman- es la flexibilidad demencial con la cual su tío abuelo se adapto
a una situación totalmente impensable.
Se quedo un
tiempo en Polvaredas, busco trabajo en un campo cercano. Decidió no decir ni
palabra de lo ocurrido en ese tren.
Más o menos
dos años después de bajar en Polvaredas el tío reencontró a su hermana menor con
marido e hijos recién instalados en la Argentina. Hartos de guerras y miserias
humanas arribaron a Ensenada, última referencia que tenían por una antigua carta
donde el tío les dejaba un domicilio. No esperaban encontrarlo con vida. A ese
tío abuelo además de llegarle familia le llovieron lágrimas, abrazos y
reproches.
Las lágrimas
se secaron con el paso de los meses, los abrazos se aflojaron por costumbre,
pero los reproches de su hermana siguieron y hasta se hicieron encarnizados. El
tío escuchaba todo sin enojarse ni justificarse.
-¿Por qué no
contestaste las cartas? -Papá y mamá murieron sin tener noticia tuya, pensaron
que habías muerto o lo que es peor que no te interesaba saber nada de tu
familia.
Un día,
quizás cansado de visitar a su hermana en la casita de Ensenada para recibir ese
clima tenso de reproche hasta en los silencios. De no poder ni sostenerle la
mirada. El tío abuelo de Kalman habló. Llevó una valijita de cuero rígido - la
misma con la que había subido al tren aquella noche en la terminal de La Plata y
la abrió.
Primero puso
sobre la mesa un pasaje de tren: que decía La Plata - Mirapampa fechado
claramente el 24 de septiembre de 1917.
Ese día fue
un Lunes -se extendió en un detalle al que nadie le dio
importancia-
Luego puso un
ejemplar del diario La Nación sobre la mesa con la misma
fecha.
-¡Que me
queres decir, le dijo su hermana con una mirada que pasó de ser severa a echar
chispas de indignación... que desde que subiste a ese tren decidiste olvidarnos.
No contestar cartas o irte a vivir a otro
planeta...!
-Estuve
viajando adentro de ese tren 30 años. Seguí con mi vida como pude o mejor aún
-aclaró-: agradecido de no seguir allí adentro vaya a saber por cuantos años
más. No le creyeron. Era como decirles que
las hojas alguna vez fueron plumas. Que lo trataran como un mentiroso
absurdo generó una pelea familiar que duro largo
tiempo.
Muchos años
después Kalman recibió de manos de su tío las únicas pruebas de no haber faltado
a la verdad aquel día con su familia. El pasaje del tren y ese diario donde se
leía entre las noticias destacadas que el ministro de defensa Elpidio González
solicitaba el estado de excepción para enfrentar la huelga ferroviaria de
1917.
La madre de
Kalman, sobrina menor del tío, siempre le creyó. El misterio de los 30 años fue
algo que Kalman reconoció como fuente iniciática de dos vocaciones: tanto de
investigador científico como de escritor vocacional. Si hubiese sido una verdad
comprobable la experiencia del tío merecía un libro similar al de "Física de lo
imposible". Si era una mentira urdida para encubrir su desamor o el desapego a
su gente era un portal a literatura pura.
En sus
indagaciones Kalman encontró unos pocos elementos a favor de la historia tal
como la relataba el tío: No había ningún rastro de su permanencia en esas tres
décadas previas a establecerse en Polvaredas, de 1917 a 1947 no había nada de
nada. A pesar de estar encanecido era inusualmente joven por tener los años que
tenía. Los que lo conocieron en esa época posterior a su viaje en tren no le
daban no mucho más de 30 y pico de años.
De tanto ir a
visitar a su hermana conoció a una muchacha llamada Haydee y se casó. Se los
veía felices, se prodigaban en arrumacos con palabras de amor. Después unos
meses surgió algo que el tío se había esmerado por negar: había una secuela o
una rareza más atribuible a su experiencia en el tren. La mujer le decía
cariñosamente "mi bichito de luz". En confianza le dijo a su cuñada que en la
intimidad de la noche, cuando se emocionaba o excitaba el tío se encendía como
una luciérnaga.
El tío se
instalo con su mujer en Ensenada pero cerca del río pues amaba pescar. Hizo
amigos raros como él con los cuales compartía noche de pesca con charla hasta
amanecer. Ellos le aceptaban su historia, cada tanto, si el tío se emocionaba
con algún recuerdo fuerte se encendía e iluminaba como un foquito hacia la
lejana oscuridad del río. Sus amigos le decían señor de la luz o iluminado según la
ocasión.
Ya
ostensiblemente viejo, hablaba mucho de su infancia en aquel pueblo de Europa
central del cual partió antes de llegar a la edad necesaria para ser convocado
al servicio militar. Su padre era carpintero pero quería un futuro militar en la
familia. Más aun siendo el hijo mayor. Una vez, caminando con su padre por el
bosque mientras iban a elegir un roble para hacerlo madera de mueble.
Su padre lo obligo a marchar delante de él como lo hacen los soldados. El tío
era apenas un muchacho de 14 años que intentó cumplir pero de mala gana. Esa
falta de vocación enfureció a su padre que comenzó a patearle los talones cuando
no marchaba correctamente llevando la punta del pie bien alto. Así. A pataditas
correctoras tuvo que marchar hasta retornar a las afueras del pueblo donde
seguramente por vergüenza su padre suspendió la instrucción de marcha para su
futuro militar al servicio del imperio.
Desde aquella
tarde detestó para siempre a su padre, a los militares, al imperio
austrohúngaro. Ese día empezó a gestarse su idea de irse bien lejos donde no
hubiera ni imperio ni guerras ni un padre que esperara tener un buen hijo
militar en la familia. Así fue. Dos años antes del comienzo de la primera gran
guerra dejó una nota "me voy, ya escribiré cuando este
establecido"
Según parece
trabajo embarcado apenas un año hasta que llego a un puerto argentino. Se radicó.
***
Kalman
siguió pensando en lo sucedido con su tío abuelo hasta que él mismo cumplió sus
58 años. Ese día se
dijo que ya era el momento para aceptar lo inexplicable en esta
historia de su tío.
Era muy pobre
como explicación decir que había sucedido una anomalía en el espacio-tiempo. Que
su tío abuelo había sido un testigo privilegiado cuya mayor maravilla era haber
desplegado una enorme fuerza psíquica para adaptarse, como el mismo decía a "esa
gran patada al futuro" que había recibido.
En esos 30
años en el tren evitó enterarse del final de la primera guerra. De la guerra civil española. De la segunda gran guerra. De tremendas e increíbles matanzas.
El siglo XX se desplegaba en horrores. Su pueblo natal fue devastado. Hijos y nietos de sus vecinos fueron enviados a campos de exterminio por los
nazis.
De última,
cuanta gente que vivió realmente día por día todos esos años que el tío abuelo
pasó por alto adentro de un tren dirán si les preguntan que todo paso muy
rápido. Que 30 años de vida fueron parpadeos. Unos pocos suspiros. Kalman
mismo sintió eso al cumplir sus 58 años cuando decidió abandonar las
investigaciones teóricas que había intentado construir obstinada e inútilmente
por años. Hasta una vez -ridículamente- llevó un diente de su tío a un científico colega para hacer una prueba con isótopos de estroncio y así rastrear
las geografías por donde transcurrió la vida del tío en esas décadas adentro del
limbo.
Lo que Kalman
aprendió. Lo que pudo comprender daria frutos de ahí en más en su tarea
literaria: ejercitar ficción contra lo real que va muy adelante
sorprendiendo con su implacable soberanía del
acontecimiento.
Le quedó una
imagen grabada por otras tantas que irán al olvido. Era fin de año. Cuando
todos estuvieron de acuerdo con el reloj en que indudablemente comenzaba un año
nuevo.
El tío -que
ya era un ancianito sin dientes- levantó la copa de sidra y mientras la chocaba
en el aire con otras copas pidió con su voz por encima de otras voces
“paz y
felicidad para el mundo”.
*De Eduardo Francisco
Coiro.
*
Como
quien se queda esperando al tren
y
se pierde mirando los galpones de chapa
erguidos
e impunes contra el horizonte.
Como
quien recuerda que carga valijas
y
comprende el peso
del
polvo de siglos dormido en las vías.
Como
quien se cansa de aguardar la tarde
sentado
en un banco más solo
que
el andén desierto de hierro y madera.
Como
quien despierta de una pesadilla
y
entiende de pronto que ya no hay regresos,
que
no habrá partidas.
-Próximas
estaciones de escritura:
PLOMER
-Por
Ferrocarril Midland-
JUAN
ATUCHA.
–Por
Ferrocarril Provincial-
***
El
recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN
TRONCONI. CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN
SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN
ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA
PLATA.
***
El
recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM.
55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO
GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ
INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO
BONZI.
KM 12. LA SALADA.
INGENIERO
BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA
DIAMANTE.
PUENTE
ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza
virtual de escritura
Para
compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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