*Obra de Walkala.
-Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)-.
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
*
Mirá hacia
arriba.
Es el mundo
roto en pedacitos
lo que cae,
más liviano que
la lluvia.
Salí descalza
a bailar
sobre el
desastre.
No te pierdas
la ternura de
catástrofe
que te acaricia
el pelo.
Mañana,
habrá un mundo
nuevo
donde anclar
los barcos que
construyas
en los días
como éstos.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
ES EL MUNDO ROTO EN PEDACITOS LO QUE CAE…
Antes del fin*
Cuando subía la
cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que
su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que
llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella
protestó. Yo insistí. Ustedes, malpensados, creerán que lo hice porque era
joven y rubia. Porque a pesar del pelo enredado me resultaba atractiva. Ante
eso me encojo de hombros y, si aún pudiera sonreír, sonreiría. Durante unos
instantes, contemplé cómo se alejaba. Luego terminé de subir la cuesta, llegué
al puente, me aseguré de que nadie estuviera mirando -actitud ésta un poco
ridícula, si se piensa en ello-. Después, lentamente me asomé por encima del
pretil de piedra. Respiré hondo. La corriente, imparcial, discurría allá abajo,
como un firmamento líquido.
Antes del fin
2.0*
Cuando subía
por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una
jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para
gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se
lo di todo. Ella protestó. Yo insistí. Finalmente aceptó y se fue cuesta abajo,
balanceando un pequeño bidón de plástico y canturreando algo que no supe
identificar. La miré mientras se alejaba. Un par de veces se volvió, agitando
la mano libre en señal de despedida. Parecía feliz. Su horizonte era el lugar
donde su moto la pudiese llevar con ese euro de gasolina. Sentí que el
escenario había cambiado, que ya no podía hacer aquello para lo que había
venido hasta el río. Que no tenía derecho mientras esa mujer siguiese caminando
por el mundo con su bidoncito para gasolina y esa tonta canción germinando
obstinada entre sus labios.
Antes del fin
3.0*
Cuando subía
por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una
jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para
gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos.
Entonces oí una voz a mi derecha: No le des nada. Es para drogas. Miré
hacia esa voz. Provenía de un banco cercano, donde se amontonaban algunos
esqueletos sentados. Sus cuencas vacías nos contemplaban. Uno de ellos hablaba
y gesticulaba en dirección a mí, pero yo ya no le escuchaba. Había vuelto a
concentrarme en el recuento del dinero. Por debajo de las monedas vi mi mano:
Estaba empezando a descarnarse. Entonces miré de nuevo los ojos de la chica. No
hubo necesidad de decir nada. Ella asintió y, juntos, echamos a andar hacia la
gasolinera más cercana.
Antes del fin
4.0*
Cuando subía
por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una
jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para
gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos.
Se lo di todo. Ella protestó. Yo insistí. Finalmente aceptó pero se quedó allí
quieta, mirándome, como si aún hubiese algo por decir o no supiese muy bien qué
hacer. Miré hacia el río. Vi al otro lado las torres, las antenas, la ciudad
extendiéndose infinita, asfixiante. Igual que ayer, igual que mañana. Pero esos
ojos curiosos, expectantes, representaban un cambio, una suerte de túnel
secreto por donde escapar a ese marasmo. Me ofrecí a llevar el bidoncito, a
acompañarla en la búsqueda de una estación de servicio, a ser una mínima etapa
en su camino y aceptar su presencia en medio de mi nada. La corriente lo
entenderá, sabrá esperarme; a lo largo del tiempo diríase que no ha hecho otra
cosa.
Antes del fin
5.0*
Cuando subía
por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una
jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para
gasolina.
Inútilmente
registré mis bolsillos. Negué con la cabeza, pero ella no se movió: Un
cansancio infinito se insinuaba en su mirada.
Deduje que
también su camino estaba cortado. Como el mío. Que ambos estábamos al borde.
Fue entonces
cuando oí los pájaros. En ese canto anárquico creí adivinar que la matemática
es sabia, que menos por menos a veces es más, que dos finales pueden
representar un principio.
Extendí mi
mano, que ella tomó con algún recelo, y bajamos hasta el río. Nada más. Nos
sentamos en la hierba y nos pusimos a contemplar la corriente, a sentir la
música del agua, sacudida de cuando en cuando por el chapoteo de algún pez
extraviado, a impregnarnos de ese perfume milenario cuyo nombre no figura en
los catálogos profanos de los hipermercados. Luego vino la noche. Y su
silencio. Pero nosotros seguíamos allí, escuchando.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
*
Fragmentos del
fin:
recorto las
líneas de tu boca y no sé
medir
no puedo saber
nada
de mí o de vos
¿quiénes
éramos?
ebriedad
sinfónica devenida en silencio
*De Eugenia
Coiro. eugenia@viajeraeditorial.com.ar
-Nací en Buenos
Aires, estudié periodismo y corrección de textos. Trabajo para Viajera
Editorial y coordino talleres de escritura en Siempre de viaje- Literatura en
progreso.
Publiqué: 374
(De los cuatro vientos, 2007), Bengala Hotel (Viajera, 2011), Agua
o niño que corre (Viajera, 2014) y Fragmentos del fin (Viajera,
2016).
Dualidad*
Se mece
sola
desde antes de
nacer.
La ayudo a
existir.
En la vértebra
de la noche
cuelgo
sus pájaros
de corto vuelo.
Sé
que necesita
incendiarse
en poema
pero llueven
cristales fríos.
Sé
de sus quiebres
de cuarzo y de
silicio.
Conozco
el cisma de su
voz
cuando calla y
se mece
sola.
A pesar de sus
deseos
y mi esfuerzo,
no termina
de nacer.
Y me muero con
ella.
Así
envueltas en la
tela
de la media
voz.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
El hombre
invisible*
Más allá
del río
encontré
a un hombre
mirando
el agua.
“¿Ha oído
hablar
de
Trapalanda?”,
pregunté.
“Sí,
pero no la verá
nunca
hasta que
dejemos
de ser
invisibles.”
*De Robert
Gurney. bob@robertgurney.com
-Poemas a la
Patagonia, 2004 y 2009.
Web: robertgurney.com
1*
Nada,
no encontrar
ni un poco.
Nada,
abrazar los
vacíos,
los dibujos de
mi cama.
Nada,
pedirle al
viento que vuelva
esa nena con
rulos
esa abuela que
canta
esa hamaca
pintada de rojo
el estanque de
los sapos.
Llenar de
existencia los contornos
de mi alma.
*De Paula
Novoa.
-Poema incluido
en Hija de mala madre.
-Paula Novoa
nació un 08 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua. Es profesora en Lengua,
Literatura y Latín (I.S.F.D. N°45, Haedo) y Licenciada en Lengua y Literatura
con orientación en análisis del discurso (UNLaM). Escritora de poesía.
Publicó: El
año que fui homeless, Cave Librum Editorial (2014) e Hija de mala
madre, Cave Librum Editorial (2016).
Actualmente
trabaja como profesora de Lengua y Literatura en escuelas secundarias del
municipio de Moreno.
Favorcito*
Ella le pidió
un favorcito, él no entendió bien porque hablaban idiomas distintos ¿Era
esto le preguntó él? no, pero gracias igual contestó ella, con un mohín.
Cuando
acariciaban la cabeza de su bebé recordaban con una sonrisa el
malentendido.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
Tal vez
sea verdad
que no hay lugar
para nosotros
en el mundo.
Llevamos
en la frente
la marca
de quien ha
peleado
ya todas las
batallas.
Y un solo
y hastiado
corazón.
¿Hacia dónde
escapar
con esta
urgencia
de huir de
todas partes?
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
*
Que alguien
despierte de jugar con pantallitas: el mundo está a punto de romperse como vaso
de vidrio arrojado al abismo de la calle.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
Estación Enrique
Fynn*
Enrique Fynn
siempre había tenido problemas con las mujeres. Dejando de lado los traumas
habituales provocados por la influencia de su madre, su hermana, su ex esposa y
su hija, que ya bastantes horas de análisis y dinero en efectivo le habían
consumido en años anteriores, el tema que más lo angustiaba era la escasa
fluidez con la que abordaba a una mujer. Siempre le parecía estar a destiempo,
dudando de sus posibilidades, desestimando los contactos esporádicos, y por
sobre todo, aterrado ante cualquier clase de negativa.
Viajaba a bordo
del tren aquella mañana, ensimismado en sus pensamientos editoriales,
cuando a su lado se sentó una mujer. Al principio, apenas la miró de costado,
pero algo en aquella fugaz consideración le convocó a girar de nuevo la cabeza
hacia ella, haciendo un paneo del pasillo, como si buscase encontrar algún
errático vendedor ambulante. Se encontró con una señora que sería unos diez
años menor que él, de rasgos sugerentes, cabello cobrizo, y curvas muy
interesantes por debajo del trajecito sastre. Pero por sobre todo, le atrajo el
simple hecho de que abriese el bolso que llevaba colgado del brazo, extrajera
un libro y se pusiera a leer.
Su primer
impulso fue otear qué estaba leyendo. Ni siquiera intentó adivinar esas letras
diminutas; apenas se conformaba con conseguir darle un vistazo a la tapa ni
bien ella tuviera que dar vuelta la página. La tarea se le impuso de manera
prioritaria, olvidando los insulsos devaneos que venía practicando hasta ese
momento. Tanto se concentró y acercó su cabeza hacia la de ella, que lo inundó
un perfume atractivo, hechicero, emanado por la misma piel de su vecina de
asiento. Un inesperado cosquilleo le recorrió el cuerpo, y sólo después de unos
momentos consiguió aceptar que aquel inusual efecto producido por los sentidos
era la simple y llana manifestación de la excitación.
El ser
consciente de estar excitado, luego de varios meses sin experimentarlo, lo
descolocó. Aunque no tanto como el perfil de su vecina, que de pronto abandonó
la inmovilidad de la lectura para echar una fugaz mirada de reojo en dirección
a él, regresando de inmediato hacia la página impresa. Enrique se sorprendió,
avergonzado al ser descubierto infraganti en sus vicios de mirón, aunque su
atención sólo se concentrase en la posible tapa del libro, negándose a sí mismo
que su principal objetivo era ese aroma cautivante, desprendido por una piel
que imaginaba fresca y suave.
Su vecina,
hasta entonces inmóvil, levantó apenas el libro de su falda para cruzar su
pierna derecha sobre la izquierda, revelando no sólo la mitad de un muslo
conciso, tentador a la caricia, sino la existencia de una falda corta que bien
podría ir gradualmente ascendiendo, en caso de continuar moviéndose sobre la
butaca, sin despegar las manos del libro. Enrique permaneció rígido a su lado,
sin atinar a respirar siquiera, percibiendo cómo se le sonrojaba la cara al
quedar absorto por la belleza de esa pierna y la curva oscura que se producía
por debajo de la falda. De inmediato, despertó de su letargo y desvió la mirada
hacia la ventanilla, cubriéndose el costado derecho de la frente con su mano.
Buscó algún detalle banal sobre el cual fijar la atención, algo que lo
abstrajera de tal situación incómoda, pero la realidad lo acorraló aún más.
Porque de
pronto, mientras ella hacía oscilar levemente el tobillo derecho muy cerca de
la pantorrilla derecha de él, movió sus manos para pasar de página, y suspiró.
Fue un suspiro hondo, sostenido, como esos en los que definen el futuro de toda
una vida en ese preciso instante. Al margen de ello, en apenas ese fugaz
movimiento de sus dedos cubiertos de anillos, la tapa reveló ser uno de los
tantos títulos de la colección erótica “La Sonrisa Vertical”.
Enrique comenzó
a transpirar. El insistente cosquilleo de excitación se volvía cada vez más
presente. Y él dudaba, como había dudado toda su vida. Desconocía qué hacer a
partir de entonces. No quiso parecer un desubicado acercándose hacia ella, pero
tampoco quiso quedarse dormido sin hacer nada. Quería tener la fuerza
suficiente para retomar el trabajo intelectual que estaba haciendo, aunque en
el fondo sabía que le sería imposible concentrarse en algo más. Y al querer
reabrir la carpeta vinílica rígida de tres solapas que yacía sobre sus muslos,
donde portaba material poético ajeno que debía revisar para la edición de su
blog literario, el nerviosismo de sus manos le jugó una horrible pasada, y el
temblor causado por la presente situación le hizo empujar con sus manos gran
parte de los papeles que portaba la carpeta hacia el piso del vagón, chocando
en la caída contra el tobillo izquierdo de su vecina, cubriendo en desordenada
abundancia aquel zapato de tacón.
La escena se
sucedió demasiado velozmente como para que Enrique tuviese algún control sobre
ella, sin decidir siquiera cuál era su siguiente mejor jugada. Su vecina
levantó la vista del libro, miró hacia las rodillas de él, luego se inclinó
levemente, y quiso contemplar los papeles y el cuaderno que se habían derramado
a sus pies. Al mismo tiempo, urgido, Enrique quiso evitar dejar rastros de su
torpeza y lanzó su mano derecha hacia el piso, intentando recuperar parte de lo
derramado. En el momento en que él se agachaba y ella giraba la cabeza para
contemplar su pie izquierdo, ambos chocaron apenas sus cabezas.
—¡Uuuy….
Perdón! Perdón… —se disculpó él, tocándose la frente, aún más sonrojado que
antes.
—Ay… No… No es
nada… Disculpame vos— farfulló ella, también sorprendida.
—Soy un
desastre…. Disculpame…
Ella permaneció
quieta, con el libro en alto cubriéndole la pechera del trajecito, sin perderle
pisada a los movimientos de él. Enrique se agachó hacia los pies de ella,
descubriendo que los papeles se habían esparcido mucho más lejos de lo que
imaginaba, percatándose que el espacio existente entre los asientos era mínimo
como para poder sortear la escena con elegancia. Ambos tendrían que ponerse de
pie, si él quería recuperarlo todo. Pero el vagón se encontraba casi lleno, y
él ya no deseaba incomodarla más.
O sí…. Aunque
en otro sentido.
—A ver si es
posible…— murmuró él, y extendió su mano derecha en busca de los papeles.
Nunca se le
pasó por alto que ella, a pesar del reciente percance, jamás deshizo el nudo de
sus piernas, aún revelando el interior de su muslo derecho, como si lo tentara
a la caricia. Todavía con dedos temblorosos, Enrique descendió hacia las
profundidades abisales del hueco entre los asientos y alcanzó a rozar la tapa
de su cuaderno, al mismo momento en que ella rozaba apenas con su pantorrilla
izquierda el codo derecho de él. “¿Lo hizo a propósito?”, estalló la alarma en
la mente de Enrique, acobardándolo aún más.
—Perdón… Esto
es un fastidio —se disculpó, elevando la mirada desde casi sus rodillas hacia
el rostro de ella, detenido apenas por un primer plano de aquel muslo imponente
y de su inquietante caverna hacia las sombras…
—Tranquilo.
Hacé lo que tengas que hacer —convino ella en voz baja, y sostuvo el libro
contra su pecho generoso usando sólo su mano derecha, dejando reposar la
izquierda sobre el muslo del mismo lado, casi derramándose hacia su lateral externo.
Enrique
consiguió izar el cuaderno de espiral con trémulos dedos, pensando que aún le
restaba lo peor de la empresa, el resto de los papeles. Al elevar el torso para
emerger con el cuaderno desde las profundidades, su brazo se deslizó muy cerca
del muslo de ella, quien sutilmente extendió su dedo índice, y con la uña le
rozó la mano derecha al pasar.
El la miró,
anonadado. Ella le disparó una mirada profunda, directo a sus ojos, de la que
él no podía rehusarse, pero que al mismo tiempo le quitaba la respiración. La
transpiración le inundó las axilas, sintió una picazón por todo el cuerpo, el
corazón le golpeaba rabioso contra el pecho. Enrique desconocía la manera
de quitarse esa mirada de encima, a fin de guardar otra vez el cuaderno dentro
de la carpeta. O quizá, deseaba con el alma que aquella mirada lo asesinase
allí mismo, sobre aquella diminuta butaca ferroviaria.
—Parece que
habrá que hacer algo mejor —balbuceó, tragando saliva.
—Como vos
quieras… —incitante, ella, deslizando el libro hacia su axila derecha y
oprimiéndolo contra su pecho, logrando que la curva dentro de su escote se
marcase a fondo, revelando lo que su ropa aún conseguía insinuar.
Si Enrique
hubiera dominado a lo largo de su vida el sentido de la oportunidad,
probablemente su destino –desde siempre- hubiese tomado otro camino. Pero no se
sentía dueño de las situaciones, ni tampoco se creía capaz de alterar cualquier
estado de cosas mediante su deseo. Lo dominaba el pensamiento y la vacilación,
y para combatirlos, sólo apelaba a las reacciones intempestivas. Como la que se
le ocurrió hacer a continuación.
Metió veloz el
cuaderno dentro de la carpeta, la calzó entre su cadera y la pared del vagón a
su izquierda, y se agachó de nuevo, esta vez decidido, a recuperar de las
profundidades cuantos papeles pudiese rescatar. Mientras hurgaba a los
manotazos en busca de las hojas, que lograba agarrar sólo en parte a causa de
su premura, llevando algunas hacia su mano izquierda y perdiendo la mitad de
ellas en el intento, una mínima porción de su cordura le señalaba que una uña
ajena se deslizaba a lo largo del costado de su tronco, realizando un trayecto
trunco entre su axila y el borde de su pantalón. En los sucesivos manotazos que
propinó, tocó varias veces con su mano derecha el tobillo de su vecina, quien
lejos de retirarse hacia un costado, evitando el contacto, permaneció allí, a
la expectativa, quizá gozando mediante un disfrute perverso aquella inquietante
situación.
Enrique se
incorporó en el asiento, acalorado, sonrojado al máximo, respirando agitado.
Ella había relajado la mano derecha que sostenía el libro, olvidándolo casi
sobre su regazo, y volvía a colocar su dedo índice izquierdo pegado al muslo de
ese mismo lado. Su mirada había virado de la inquietud libidinal hacia la premura
por una respuesta.
—Bajo en la
próxima —le anunció, y abrió el bolso para guardar ese libro que, desde hacía
un buen rato, había perdido el interés por leer.
Enrique sintió
que todo aquello se definía en pocos segundos. Hubiese querido ser otro en
aquel momento. Alguien más osado, sin nada que perder… Pero, ¿qué perdía?
¿Acaso le debía a alguien cualquier explicación que justificase sus acciones?
¿Acaso no se encontraba solo? ¿Qué perdía al intentar algo diferente, si tampoco
era dueño de nada? Quizá, perdiera parte de su inacción, y desconocía adónde
podría llevarlo tomar una decisión como ésa. Quizá, simplemente lo arrastrara
hacia intentar vivir, de una manera muy diferente a la que había conocido hasta
ahora…
—Te acompaño
—se escuchó decir, entrechocando las sílabas, horrorizado ante las posibles
consecuencias de aquella frase.
Ella enarcó las
cejas, sin pronunciar palabra, y volvió a suspirar, sin quitarle los ojos de
encima hasta que el tren comenzó a detenerse. Para cuando finalmente frenó,
ella ya se incorporaba, buscando salir por entre los pasajeros de a pie.
Enrique la siguió de cerca, olvidando juntar las escasas hojas tiradas en el
suelo, y al mismo tiempo metiendo dentro de la carpeta las que asía en el puño izquierdo,
hechas un bollo.
Al conseguir
descender, antes de que las puertas se cerrasen, alcanzó a ver entre los demás
pasajeros la espalda del trajecito sastre de ella alejándose a paso lento a lo
largo del andén. Apuró el paso, eludiendo pasajeros, y la alcanzó, para
murmurarle junto al oído:
—Tengo que
decirte algo.
Ella se detuvo
y lo miró de costado. Palpitante, salvaje, esperando…
— ¿Escribís
poesía?
Al escucharse
preguntar acerca de uno de los principales valores que encontraba en un alma
humana, allí de pie, Enrique se sintió el mayor de los estúpidos. Le hubiese
encantado, como fantaseara en una fracción de segundo, que su vecina de asiento
respondiese: “Sí, sobre la piel”. Pero ella, lejos de contestarle, reveló la
cara de sorpresa y desilusión más inequívoca que pudiese manifestar una mujer
tan expresiva como ella. Volvió a enarcar las cejas, entreabrió la boca con
expresión de asombro, y meneó la cabeza.
—No lo puedo
creer…
Y se alejó,
fuera de la estación, fastidiosa y molesta, sin esperar a que él intentase nada
diferente.
Enrique había
apelado a destiempo, quizá con la mujer equivocada, al rasgo que mejor conocía,
queriendo desentenderse por un instante de los encantos de la carne,
sintiéndose un completo inexperto en el tema. Sin embargo, y como de costumbre,
la realidad lo avasallaba con oportunidades, que él sólo veía pasar, sin
aprovechar el momento, único e irrepetible.
El tren
abandonaba la estación a sus espaldas cuando percibió el bulto de los papeles
abollados dentro de la carpeta. “Poesía de la urgencia”, se lamentó. Y
contempló en solitario las vías que se perdían en el horizonte, aguardando por
el próximo tren.
*De Alberto
Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
Marzo de 2017
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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