*Foto de Coca
Hipólita Sarlo.
Lo mejor de mi vida*
Lo mejor de mi
vida tal vez se haya quedado
abandonado en
alguna encrucijada
o al otro lado
del cristal mojado
tras el que
contemplé las marejadas y la noche,
y por qué no
decirlo, las inmutables estaciones
que me fueron
alejando de otras tardes más cálidas.
Hubo un tiempo
de caminos anchos,
de colinas
suaves que ocultaban fuentes,
de jóvenes aves
y ardillas veloces
y de sal y de
pan y de plácidos campos
preñados de
fértiles terrones y labradores.
Hubo un tiempo
de límpidas aguas,
de frondosos
bosques y playas morenas,
de silentes
cráteres orlados de espuma.
Pero en la
noche del invierno treintaycinco,
todos esos mis
ángeles me fueron vomitados en el rostro
y pude
comprobar que la senda se había ido estrechando
hasta límites
intolerables.
Supe entonces
que mis pasos borraban el camino,
que ya no era
posible detenerse
ni mirar hacia
atrás, que no había regreso,
que legiones de
arpías me empujaban riendo
y que un loco
empuñaba mis recuerdos.
Entonces, tras
la lluvia, se apagó una ventana.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De La estrecha senda inexcusable
ALUCINÁBAMOS UN VACÍO PATÉTICO…
REENCUENTRO*
Lentamente giró
el picaporte y con un pequeño empujón hacia atrás abrió la puerta.
No había
olvidado ese detalle, sin el que era imposible abrirla.
Todo estaba
igual.
Las baldosas
del living, formando guardas verdes y amarillas, por donde junto a su hermano
hacía carreras de autitos los días de lluvia, cuando no había permiso para
salir al patio. La araña enorme, con sus cristales blancos y el antiguo reloj
cucú. Todo quieto, sin vida, cubierto levemente por el polvo y un penetrante
olor a humedad. Recorrió con sus ojos las paredes, descubriendo detalles que
había olvidado. Los tres cuadritos de la tía Caty y ese retrato de un abuelo
que le daba miedo cuando era pequeño.
Todo parecía
haberse detenido, suspendido, en aquella ventosa tarde del pasado.
“Si no te
gusta, te vas” – dijo la madre.
Evitó la mirada
mansa, silenciosa, del padre. Lo odió por no defenderlo.
Recordó los
ojos y el silencio de sus hermanos.
Ninguno dio una
señal, un mínimo movimiento para detenerlo.
Nadie
contradecía a su madre.
“Sos igual a tu
tío”- le había gritado, como un golpe, un latigazo. A pesar del dolor, él no
respondió y siguió guardando sus cosas en un bolso.
¿Se creía que
era un insulto? Era un honor parecerse al tío Eduardo, “el tarambana”, el único
que valía la pena de la familia.
Sintió la boca
seca y amarga, lo mismo que aquella tarde.
Después de que
se cerró la puerta y comenzó a andar por la calle de tierra, no volvió a mirar
atrás y se juró no regresar nunca.
Ese nunca había
durado veinticinco años y ahora todo estaba como cuando se fue, en silencio,
inmóvil ante la emoción.
Se había ido
enterando de algunas cosas por conocidos y algunos diarios que alguien le
acercaba.
Supo del
casamiento de su hermano, la muerte de su padre, el cierre de la fábrica.
Pequeñas luces
que formaban un sendero dentro de la sombra de su enojo y su pasado, y le
permitían saber que el pueblo seguía estando allí y su familia también.
Las cortinas a
cuadros enmarcaban aún las ventanas de la cocina y se acordó de una taberna en
Zurich, donde había visto unas iguales. Hacía mucho frío y la compañía se
refugió en ese comedor para cenar y lo primero que él advirtió fueron las
cortinas. Eran iguales a las de la cocina de su casa, donde también los días de
invierno se reunía con sus hermanos a tomar la leche después de alguna aventura
por los baldíos del barrio.
Pero su nombre
no sonaba igual cuando lo decían en alemán, en francés o en italiano. Era como
si llamaran a otra persona y no al niño flaco, callado, que vagaba durante
horas por las calles pedregosas del pueblo.
Subió las
escaleras y entró al cuarto de su hermana.
Fue la única
que tenía los ojos húmedos cuando él se fue, pero tampoco tuvo el valor de
enfrentar a su madre.
Su hermana, tan
dulce, la que en la oscuridad le daba la mano desde la otra cama para que no
tuviese miedo. Cientos de veces le contaba el mismo cuento y le ponía un gatito
en la almohada para despertarlo.
Nadie había
tocado nada en su cuarto después del accidente y sus muñecas seguían allí.
Esperando el regreso de quien ya no volvería.
Sintió otra vez
algo que le oprimía adentro, pero continuó hasta el dormitorio de sus padres.
El olor lo
sorprendió. Muchos años habían pasado y ya no estaba la fragancia varonil de la
colonia paterna. Todo había sido sepultado por la humedad, la falta de sol, de
vida..
Le había tocado
la tarea de encontrar viejos documentos, actas de matrimonio, partidas de
nacimiento.
Se dirigió sin
dudarlo al ropero de su madre, al estante de arriba, el que ellos no
alcanzaban. Allí guardaba ella las cosas importantes.
Metió la mano
detrás de viejos frascos de perfume y talco y después de tantear unos segundos,
sus dedos chocaron contra algo pequeño y suave, que sintió como familiar y
lejano.
Suavemente lo
sacó a la luz y se quedó inmóvil
Su viejo,
querido, conejito de tela.
Su madre se lo
había quitado cuando empezó la escuela e insistía con llevarlo en el portafolio.
Nunca había vuelto a verlo, a él, su compañero de aventuras y tristezas.
Instintivamente
lo estrechó contra su pecho. ¡Tantas veces se preguntó dónde estaría! Le habían
dicho que lo habían tirado a la basura y ahora, casi cuarenta años después, lo
encontraba allí, en el ropero, arriba de la caja de las joyas.
Esa caja
prohibida para ellos, que guardaba cosas de valor. Su madre la sacaba cuando
iba a una fiesta y elegía de entre todo lo que estaba adentro, lo que combinaba
con su vestido.
No pudo resistir
la tentación y tomó la caja.
Nunca la había
tocado y ahora estaba solo con ella. Con delicadeza la abrió.
Había algunos
pocos anillos, pero la caja estaba casi llena de papelas.
La puso sobre
la cama y los desparramó, como antes hacía su madre con las alhajas.
Eran recortes
de diarios.
Uno a uno,
ordenados por fechas, estaba cada uno de los lugares donde él se había
presentado.
Algunos eran de
diarios extranjeros; otros del país, en los que se comentaba sus éxitos y su
fama. Fotos suyas, algunas de cuando recién comenzaba, otras casi actuales.
Toda su carrera en esos recortes, guardados celosamente en ese cofre oculto.
Recién después
de unos minutos, repuesto de su sorpresa, pudo cubrirse el rostro con las manos
y llorar, por tanto tiempo perdido, tanto éxito vacío, tanto amor no dicho.
*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra”
DESCANSO*
“Nada se compara a esa leyenda de semillas
que deja tu presencia”
VICENTE HUIDOBRO
Cansa el viento
zonda, amor,
Tu ausencia
mucho más.
Languidece la
luna desteñida,
Jazmín del
aire, en aire marchitado.
Tenuemente
ilumina
El relincho
cansado del caballo.
Cansa la
sequía, amor,
Tu ausencia
mucho más.
Magullados los
cardos,
Siguen las
huellas vacilantes
De los perros
flacos.
Cansa la
vigilia del carancho,
Tu ausencia
mucho más.
Las penumbras
vacilantes de la noche
Huyen, tras un
lagarto azul.
Mi corazón
muere de sed.
Cansa la
soledad, amor.
Despojados, la
rosa y el espejo
De presencias
errantes,
Buscan la
plenitud del aire.
Las semillas.
Del agua, del
fuego y de la tierra.
Cansa el
olvido, amor
Tu ausencia,
mucho más.
El caldén, tan
callado,
Con destino de
poste,
Con sus vainas
preñadas de agorera savia.
Camina
lentamente sumándose
A mis pasos.
Enciende la
lámpara y la luna.
Trayéndome el
descanso
Profundo de tus
ojos.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
El Arpa*
Se detuvo
frente a la vieja puerta de madera y suspiró.
La discusión
había sido terrible.
Tiempo atrás,
el enojo o los desacuerdos daban paso al
silencio y la indiferencia pero ahora se había roto el límite que contenía la
paciencia. Ingresaron triunfalmente los reproches y los insultos.
Sintió
amargura. Tantos años y todo estaba peor. Ya casi ni se hablaban. Esta vez la
excusa fue la mancha de humedad en la pared. Ninguno de los dos quería ir a
reclamarle al vecino.
Para terminar
la discusión, accedió él. Una vez más.
Casi no conocía
a la gente del barrio. Entraba y salía
de su casa en el auto. No tenía tiempo ni interés de hablar con nadie. No le
interesaba la vida de los demás. A veces pensaba que tampoco la suya.
Ahora, la
primera vez que golpeaba la puerta de los vecinos de la derecha, era para
hablarles de una mancha de humedad que había aparecido en la medianera de su
casa. Tal vez un caño roto. Su mujer se obsesionaba con las cosas que no
andaban o lucían bien y lo presionaba hasta que él encontrara la solución.
Resignado, tocó
el timbre.
La cortina
tejida que cubría el vidrio de la puerta se corrió. El picaporte de bronce se
movió y, casi, sin ruido, su vecina abrió la puerta.
Le sorprendieron
los ojos de la mujer. No era joven pero su rostro era agradable y su mirada
dulce lo hizo sentirse inseguro. Con un poco de timidez le refirió el asunto
que lo llevaba hasta ahí y ella lo hizo pasar.
Era una sala
grande, con una puerta vidriada que daba a un pequeño patio lleno de sol.
Pero lo que
había adentro lo sorprendió aún más.
Tres arpas: Una
grande, majestuosa, un arpa clásica. Las otras dos más pequeñas, arpas celtas.
Él las había visto algunas veces en ilustraciones pero nunca había tenido una
cerca.
La amabilidad
de la mujer lo hizo sentirse desubicado. Estaba acostumbrado a las discusiones
de trabajo, a la lucha por tener la razón, por imponer condiciones, por ganar
un acuerdo o una comisión.
Ella lo invitó
a sentarse pero no accedió. Estaba apurado. Sin embargo, no podía dejar de
mirar el arpa.
Ella dijo
“¿Quiere tocarla?”
No, le
respondió. Y se sintió un poco avergonzado por haber demostrado interés.
“¿Nunca tocó un
instrumento? preguntó la mujer con suavidad.
No, contestó
él.
Un recuerdo
luchó por llegar a la superficie de su mente. Pequeño, débil, ahogado en un mar
de años de olvido. Su abuela y él, sentados en un banquito, tocando el piano.
La anciana tomando su mano y apoyando sus deditos sobre las teclas. Pero era un
recuerdo tan lejano, tan impreciso, que volvió a hundirlo en su memoria.
Ella lo miró
con un poco de tristeza pero no dijo nada. Después se acercó al arpa y y lo llamó.
Se sentía como
un chico. Tímido, inseguro. Por un momento trató de no pensar y avanzó hasta el
instrumento.
La mujer tomó
una de sus manos y a puso sobre el arpa.
Él la miró,
dubitativo, pero ella, sonriendo, hizo un gesto permisivo.
Sus dedos
rozaron las cuerdas. Tocó una, luego otra. Podía sentir la vibración en la
madera. Eran notas graves, profundas. Como la gravedad de su vida. La carga de
todos los días iguales, sin ternura ni sonrisas.
El sonido se
desparramó por el aire. Casi podía ver como llegaba hasta las paredes.
Tímidamente
siguió tocando el arpa, mientras pensaba en lo increíble que era el hecho de
que sus manos pudieran lograr un sonido tan bello.
Entonces la
mano de ella rozó levemente las cuerdas
y surgió una melodía.
El cerró los
ojos. Esta vez, era su corazón el que recordaba. Su madre, su pequeño perro,
los barriletes que remontaba con sus amigos, su primera novia. La música había
abierto una puerta que inundaba de maravillosa luz su memoria.
Abrió los ojos
y miró a la mujer agradecido
A través de la
puerta vidriada, notó un movimiento. Un pequeño pájaro aleteaba entre las hojas
secas.
La mujer lo
invitó para que regrese en los próximos días.
Cuando salía,
se volvió a mirar otra vez al arpa.
Entonces
recordó la canción que su abuela le enseñara en el piano y sonrió, con el alma
leve como el pájaro.
Cuando entró en
su casa, se dio cuenta de que la mancha en la pared había empezado a secarse.
*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra”
El creador.*
Érase una vez
un dios solitario.
Quizá no fuese
un Dios, sino apenas un desterrado desde una lejana civilización. Lo dejaron a
la deriva en un artefacto. Su vida dependía del azar y de su habilidad para llegar a un planeta
habitable. Ese artefacto era una nave al que llamaba con afecto "mi balsa de real ilusión".
De los muchos
náufragos del universo este tuvo a la providencia a favor.
Llegó a un
planeta compatible con su condición física.
Necesitaba
oxigeno para respirar, agua para beber, plantas para alimentarse.
En el mundo del
que provenía no se consumían proteínas de animales.
El desterrado
tuvo que aprender a reconocer sus alimentos, a construir un habitus acorde a
sus necesidades. Con troncos armo
refugios para no estar encerrado en su
pequeña nave ante la adversidad del clima. Todo le llevaba su buen tiempo pero
él no tenía apuro. Lo inmediato que todavía no se llamaba lo urgente. El tiempo
en aquella época no corría del mismo modo que en el futuro.
Cuando logró
sus medios de subsistencia comenzó a percibir la soledad. No tenía amenazas en
ese mundo nuevo. Le habían dejado en el artefacto unas pocas herramientas.
Quizá algún arma letal para civilizaciones hostiles.
Entonces, el
desterrado que quizá ya había olvidado su nombre si recordaba un oficio: sabía
tallar la madera. Ese mundo era un verdadero paraíso para él. Comenzó a tallar
los seres que recordaba haber visto en su galaxia.
Eran esculturas
de madera. Seres inertes que parecían reales.
Cada vez más
confiado en su habilidad había logrado tallar siluetas íntegras en el tronco
mismo sin alterar la vida del árbol.
Desde las
raíces corría la vida por ese ser vegetal tallado.
Árboles
tallados fueron creciendo más y más hacia la luz abundante de ese planeta.
Por algún
milagro o un prodigio inexplicable estos seres tallados empezaron a querer
parte de ese oxigeno que producían sus padres.
Fue el miedo al
fuego o catástrofes indefinibles las que los desprendieron desde el cuerpo arbóreo
que los había cobijado.
Sin raíces fijas
salieron a modificar su mundo. Olvidaron sus orígenes, fueron hostiles con sus
ancestros.
De aquellas creaciones
del náufrago espacial surgieron nuevas formas de vida.
Ese solitario murió sin ver consecuencias. Sus
rastros se perdieron al abrirse abismos en el paraíso primitivo.
No pudo ni
imaginar que futuras civilizaciones lo nombrarían como el Dios creador.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
SELF PORTRAIT*
Llego a ponchar
la tarjeta
para trabajar
como no quiso Dios
trabajar, hasta
que no haya nada más
para sudar
que mazmorras
de cansancio.
Miro a mi
alrededor, y todos tiemblan,
porque los
nuevos amos
de la fábrica
ya no llevan el
látigo en las manos
sino en las
mandíbulas.
Antes, era el
miedo
de no encontrar
trabajo,
ahora, es el
miedo al terror sicológico
impuesto por
los supervisores,
a ese silencio,
a esa mirada,
mitad
indiferencia mitad desprecio
que envenena el
aire;
como Charles
Bukowski
siento
impulsos,
siento que voy
a querer echarlos por la borda,
retrocedo,
porque la maldición de Adán
ha de volver
algún día
de nuevo al
polvo.
*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
El CADÁVER*
Durante todo el
curso de buceo se jactó de tener el mejor equipo. El más costoso, el más
completo.
A los demás les
molestaba su vanidad y él lo sabía, pero no le importaba. Se ganaba su dinero
todos los días con trabajo, astucia y, a veces, un poco de suerte. Estaba
convencido de merecerlo. Tener lo mejor, lo más caro.
Ahora, ese
alarde se le volvía en contra, como el dorso de la mano al dar una cachetada.
Lo habían
llamado esa mañana. Todos sabían que tenía el mejor equipo. El más caro, el que
sólo él podía conseguir.
No encontraban
el cuerpo de la mujer.
Se había
arrojado desde el puente tres días atrás.
Pensaban que
había llenado sus bolsillos de piedras. Ya lo había sugerido, tiempo atrás.
Como Virginia
Woolf. Pero su amiga lo escuchó como un
comentario trivial.
Las piedras
evitarían cualquier indecisión o arrepentimiento en los últimos segundos.
Sólo él
con ese equipo podría encontrar el cuerpo.
Cuando le
dijeron el nombre no parpadeó.
Pero el corazón
dio un lastimero, silencioso quejido.
Había sido su
amante durante dos años.
Una relación
intensa, profunda.
Pero él no
quería hacer concesiones.
La mirada de
ella se quedaba largo tiempo dentro de sus ojos cada vez que se marchaba.
Ese orgullo que
destruía todo.
Ahora se metía
en su traje costoso, reluciente, para sumergirse en el río inmundo.
Sabía que no
tendría frío, aunque el agua estaba helada. Imaginó los cabellos de ella,
enredados en los camalotes. Sus hermosos brazos, danzando en el agua barrosa.
Ante la dura
mirada de todos cerró su traje, el que tanto apreciaba, el que sólo él podía
tener y se sumergió.
Era un muerto,
buscando el cadáver de quien, alguna vez, le dio vida.
*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra”
Isidoro Cañones contempla las ruinas de Mau Mau*
De nada,
Cachorra, nos valió creernos
un trazo
inmortal en el papel.
Puntual, aquí
está el día, el tedio,
la
transfiguración de lo que amé
en grácil
materia anonadada,
despojo inerte
de sacras, magnas francachelas.
Hubo vastos,
placenteros océanos,
inexplorados
continentes desnudos,
nuestro
jolgorio y gloria.
Hubo una guerra
y los Cañones
construyeron la
patria.
Una vez más,
pido la cuenta.
Ya rancia, la
manteca cayó.
Lo que tuvo que
ser:
dios inclemente
o redentor
demonio
me quita
lo bailado.
*De Gerardo Lewin gerardo.lewin@gmail.com
(Buenos Aires, 1955)
Nombre impropio,
Deacá, Buenos
Aires, 2017
El Nido*
No, no fue así,
como te lo contó Hugo.
Matías empezó a
estar inquieto durante la tarde. Me di cuenta de que la noche anterior no había
dormido, porque estaba pálido y ojeroso, y con esa particular mirada.
A eso de las 6
dijo que salía y, como lo conozco, le pedí a Tomás que lo acompañase. Los dos
caminaron durante mucho tiempo.
Tomás casi
tenía que correr al lado de Matías, que andaba rápido y con el paso uniforme,
como si marchara. De pronto se dio cuenta de que habían recorrido una gran
distancia, porque ya era de noche y casi no había gente en la calle.
Llegaron a la
puerta del Psiquiátrico y Matías golpeó con fuerza en la Guardia.
El enfermero no
quiso dejarlo entrar. Matías empezó a gritar que lo internen, que necesitaba
que lo internen.
A todo esto se
acercó un médico y un administrativo que, a través de la reja, le explicaban
que no había cama para él.
Matías empezó a
gritar más fuerte y se negó a salir de la entrada.
De pronto llegó
la Policía.
Matías se había
sentado en el suelo, al que parecía estar firmemente adherido.
Los policías
trataron de convencerlo de que volviera a casa, pero no lo lograron.
Matías se
negaba a dejar ese lugar y empezó a gritar que si no lo internaban iba a hacer
algo terrible.
Tomás escuchaba
espantado. Después me dijo que no sabía qué opción lo aterrorizaba más: si
Matías sólo, por la calle, o adentro de la Comisaría gritándole a los guardias.
Uno de los policías intentó pararlo agarrándolo del brazo.
En ese momento,
desde adentro del Hospital, el administrativo anunció que habían desocupado una
cama.
Todos se
aflojaron.
Tomás lo
acompañó adentro, aunque era de menor edad que él, hasta que lo hicieron pasar
a la habitación.
El médico le
dijo que era mejor que por dos o tres
días nadie fuera a visitarlo.
La Policía se
fue y Tomás volvió a casa. Cuando llegó estaba tan cansado que me contó lo que
había sucedido, comió y se fue a la cama.
Los gritos de
Matías, me dijo, eran impresionantes.
Cuando me quedé
sola en el comedor, esa noche, recordé los gritos de mi madre.
Nunca sabíamos
qué provocaría el estallido. Cuando iba a ser, ni por qué. Empezaba a insultarnos y se iba a la cocina,
en busca de un cuchillo. Parecía que algo poderoso estuviese dentro de ella y
luchara por salir a través de la su piel, sus manos, sus ojos.
Corríamos a
escondernos debajo de la cama. Los más chicos contra la pared y yo adelante,
porque ya sabía cómo distraerla.
Al rato llegaba
la ambulancia, llamada por mi padre.
Cuando mi madre
escuchaba la sirena empezaba a gritar y a llorar,
No podría
olvidar jamás ese llanto. Parecía un animal herido.
Después de que
se la llevaban nos quedábamos mucho tiempo debajo de la cama, muertos de miedo,
hasta que mi padre nos llamaba.
Mi papá también
a veces lloraba, después de que se llevaban a mi madre.
Yo creo que él
la amaba profundamente, a pesar de su enfermedad.
Una vez lo
escuché hablando con un amigo. Le contó que el médico le había dicho que esos
enfermos no vivían mucho, porque les daban una medicación muy potente que les
afectaba al corazón.
La última vez
mi madre estuvo internada mucho tiempo y fuimos a verla.
Mi padre y yo
ayudamos a los más chicos a cambiarse y a peinarse y nos fuimos en el auto de mi tío.
Mi mamá estaba
sentada en un banco del Hospital, vestida con una solera verde con florcitas
amarillas que yo no le conocía.
Nos viò y
sonrió levemente. Después intentó hablar, pero se babeaba y se ahogaba con la
saliva y yo me daba cuenta de que sentía mucha vergüenza y luchaba por no
llorar.
No volvió a
casa y creo que se dejó morir por eso, para que no la veamos de esa manera,
para que la recordemos con ese hermoso pelo negro que tenía y su sonrisa grande
cuando jugaba con nosotros debajo del naranjo del patio.
A la semana
Matías volvió a casa.
Yo no había
querido ir a verlo. Me habían dicho que ese Hospital era horrible y que los
internados estaban sucios y descuidados.
Aún así, Matías
había exigido y luego implorado que lo internen.
Porque se temía
a sí mismo.
Siempre fue el
más inteligente de todos. Yo creía que se había salvado. No hablaba mucho, pero
aprendía rápido y le ayudaba a los más chicos con la tarea.
De chiquito me
miraba fijamente, como tratando de leerme el pensamiento.
Una vez me
preguntó si en la luna había gente que nos miraba.
Le contesté que
no, que no vivía nadie en la luna.
Pero no quería
salir solo al patio de noche cuando había luna llena.
A veces tengo
pesadillas.
Sueño que mi
madre y Matías están juntos, gritando.
Pero no se
conocieron. Mi madre murió joven y yo todavía no me había casado.
Matías podía
reconocer por el canto a todas las especies de pájaros que llegaban a los árboles de casa. Se preocupaba pensando
qué pasaba con el nido cuando los pichones ya volaban seguros.
Yo le dije que
seguramente la madre ya no lo usaría y el viento o la lluvia tal vez lo
volteara o lo rompiera.
Se había quedado
mirándome con esos bellos ojos negros, a punto de llorar.
El día que
volvió tenía una mirada tranquila y sonrió
al llegar. Es increíble cómo cambia la mirada de una persona medicada.
A algunos es
como que les roban el alma, como decían los indios.
Pero a veces el
alma está llena de espanto y es mejor que alguien se la robe.
Matías no lo
pasaba tan mal en el Psiquiátrico.
A nadie le
molestaba que hablara solo. No tenía que fingir ni hacer un personaje. Se
vestía como quería sin miedo a desentonar.
Allí todos desentonaban.
No había
presión, le había dicho a Tomás
Yo sabía que
iba a estar bien hasta que llegara la chica. Les había dicho a los hermanos que
le dijeran que se había ido a otra provincia, a la casa de un primo. Pero ella
siempre lo encontraba.
Cuando Matías
la veía, se le llenaba de luz la cara.
Pero le duraba poco. A los dos o tres días discutían y ella se iba, y él
se quedaba solo, encerrado en su cuarto, sumergido en una sombra densa y
triste.
Ella venía y se
iba cuando se le ocurría, como si Matías fuese un juguete que acababa por
aburrirla.
Entonces al
principio él dormía mucho tiempo y luego, cuando se levantaba, empezaba a
discutir con nosotros.
Tomás me dijo
esta mañana que se iba a vivir con un amigo.
Hablé con el
padre de las nenas para que se las lleve con él a fin de año.
Y yo me quedaré
sola con mi hijo amado, el que siente más que todos, el que llora como mi madre.
*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra”
*
Salgo
a buscarte,
siempre
con esta sed
antigua,
salgo
con estos
huesos hartos,
con la furia
de mi corazón,
salgo a
buscarte,
con la
esperanza clara,
transparente,
siempre.
Ojalá
que nunca estés.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
EL PARAÍSO*
Se acordó de
esta misma casa, cuando era chico, en las épocas de lluvia.
Estaba jugando
con su hermano y miró a sus padres. Su madre mostraba angustia. Su padre,
preocupación.
Ahora era él el
hombre preocupado.
Los gritos de
los chico corriendo por la cocina ya se estaban volviendo insoportables.
La calle de
acceso al barrio estaba inundada desde hacía tres días.
Cuando de a
ratos paraba la lluvia, parecía un espejo gigante que reflejaba la copa de los
árboles.
Hermosa para
una foto. Terrible para los que vivían donde desembocaba.
La lluvia es
bendición, decían en el campo.
En el campo
bendición, pero maldición para los hornos de ladrillos.
Cómo deseaba
estar en una cama tibia, en una casa con un techo sano, seguro y tranquilo
escuchando entre sueños el sonido de la lluvia.
Pero uno sueña
cuando duerme y la preocupación no lo dejaba dormir.
Lo poco que
quedaba de harina estaba en el armario y ya no había leche.
De pronto su
mujer tenía la misma mirada que su madre.
Si al menos
pudiese cazar… pero no paraba de llover y ningún animal estaba fuera de su
cueva.
Lo estremeció
la sensación de los pies mojados hundidos en el barro.
Intransitable,
insoportable, inevitable
Los pies secos,
una casa grande, la tranquilidad de saber que al día siguiente iba a tener
comida. Eso debía ser lo que alguna vez
alguien llamó El Paraíso.
Se dio cuenta
que el sonido de la lluvia y el latido dentro de su pecho se escuchaban igual
desde hacía miles de años en todos los lugares de la Tierra.
Qué importaba
el huracán en un país lejano, la matanza de ballenas, los glaciares derretidos.
Si dentro de su
casa la angustia es un gas malvado y silencioso, dispuesto a estallar en
cualquier momento.
*De Cecilia Ines Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-De su libro “Luna Negra”
*
Alucinábamos un vacío patético. Alucinábamos el
ejercicio carcomido de la espera. Alucinábamos el hambre, la helada. Alucinábamos,
también, la muerte, el olvido.
Porque nos teníamos. Eso era real.
*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com
-Valeria Pariso nació en 1970 en la
provincia de Buenos Aires. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el
nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la
persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa",
Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015)
Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares.
Tiene inédita la trilogía: "Uva negra", "Mascarón de proa"
y "El castillo de Rouen".
Varios de sus
poemas fueron traducidos al portugués y al italiano.
En el año 2014
crea, en Bella Vista, un ciclo de poesía destinado a la lectura de poesía
contemporánea entre vecinos que continúa coordinando en la actualidad,
incluyendo fotografía a cargo de Karina Giglio y música a cargo de César Jorge.
Coordina
talleres de poesía.
Tiene los
blogs:
www.tantotequeria.blogspot.com.ar
www.laficciondelolvido.blogspot.com.ar
www.viajaresunpoema.blogspot.com.ar
Inventren
*
Hacía apenas
tres días que Laurita se había mudado al campito del abuelo para transcurrir
sus vacaciones estivales; y, la verdad sea dicha, ya se encontraba bastante
aburrida. Pensar siquiera en las semanas que le quedaban por delante para que
regresara a su casa, sólo acrecentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la
habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla
de Pascua en una segunda –y acaso vana- luna de miel, mientras ella debía
padecer aquel solitario tormento? Por más que le daba vueltas y vueltas en su
cabeza, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus
escasos diez años de edad, le era imposible darse una respuesta válida.
Deambulaba por
los alrededores sin entusiasmarse demasiado con nada. El paisaje la fastidiaba.
Extrañaba ver televisión, jugar ocasionalmente con la computadora de su
hermano, encontrarse con sus amigas para escuchar música, como haría cualquier
chica de su edad; o simplemente permanecer en su casa, escribiendo en su
diario. Aquí, en cambio, todo obtenía un carácter soporífero. Por más que le
fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, por el que
llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra novela,
no conseguía concentrarse para sentarse a leer -como su papá Augusto le había
prometido que disfrutaría, en un último intento para convencerla de ir a pasar
aquella temporada con los abuelos- trepada en las ramas del coposo árbol de la
estancia, o sin concretar acrobacias, al menos entre sus mullidas raíces,
cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.
El abuelo había
comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el
ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por
entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora
estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la
estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido
intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles
propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las
ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su
estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!
Aquellos
detalles resultaban por completo superfluos para Laurita. Ella era curiosa por
naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie durante mucho
tiempo. Se cansaba fácilmente de las cosas, por lo que solía aburrirse bastante
seguido. Y en el campo era peor. Por eso, a los tres días de estar allí, ya había
recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo que la
sorprendiese de verdad, a fin de no llegar a pensar seriamente en colarse en el
primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo de alguna
manta o cajón, y fugarse con enorme prisa hacia Buenos Aires, a la casa de
alguna amiguita o pariente que la cobijara con excesiva discreción; ya vería
dónde.
El hecho
sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer
enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar
el rostro compungido y de mirada triste que Laurita presentaba por encima de la
humeante taza del desayuno, Teresa se acercó hasta ella por detrás y le
susurró:
-Una niña tan
seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que
yo sé…
Laurita la
miró, apenas motivada frente al imaginable tedio que la aguardaba durante el
resto del día. Teresa continuó:
-Y los
secretos, al ser compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven
mágicos…
Aquello venció
cualquier barrera de sospecha que la niña pudiese esgrimir frente a las
diversas motivaciones que la entrañable mujer pudiese formularle. Y la hostigó
a preguntas, sintiendo cómo se desperezaba su inquieto sentido por la curiosidad.
Teresa finalmente, luego de hacerse desear durante unos minutos, le narró la
antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias décadas.
A escasos
doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran
formando un protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la
trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de
haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas.
Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos
de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se
asustaba hasta los huesos cuando despertaba del sueño a causa de semejante
presencia, y todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose
a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes
podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar
hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para convocar
a los espectros…
-¿Y cuáles son?
-, exclamó Laurita, olvidada del desayuno, con la mirada fascinada por completo
al escuchar atentamente a Teresa.
-Hay que
pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que
rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita
de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de
estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio
podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar
los huevos en el corral, por ejemplo…
Con ello,
Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, a fin de que
fueran pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro
espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin
embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave
para acceder a él. Y había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se
hiciese de noche, y pudiera escabullirse sin ser vista.
La emoción la
carcomió durante toda esa tarde. Las horas se demoraban pegajosas sobre la
esfera de los relojes, y a diferencia de lo que Teresa se esperase, la niña no
volvió a abrir la boca respecto de aquel tema. La mujer creyó al caer el sol
que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, y no volvió a
mencionar el tema.
Laurita, en
cambio, aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de
escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, se
escabulló fuera de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco
abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo
terreno, y salió de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se hubo
alejado unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había
traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue
mirada de las estrellas.
Soplaba una
fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la
inquietaba, aumentando la sensación de soledad que experimentaba de golpe,
aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido
muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y
los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el
polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo
poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.
Aquello debía
haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino
municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún
legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo,
fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la
linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para
convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:
-“Cuidado con
los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy
parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se
escucha……
La brisa
susurró entre los árboles nuevamente, quizá remedando alguna misteriosa
conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma; y por un
instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales,
nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció.
Entonces, proveniente de territorios en extremo lejanos, creyó escuchar el
agudo silbato de un tren.
Contuvo la
respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar en ambas
direcciones otra vez. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos
consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de
un faro de locomotora.
Se le aceleró
el corazón, y comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia
travesura. El faro se acercaba muy velozmente, demasiado como para que aquella
luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en
un considerable ventarrón, que agitó las ramas con violencia, asustándola aún
más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a
entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número
0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la
cabina, se le apareció delante suyo en todo su esplendor, con el ardiente vaho
de su motor diesel quemándole la cara.
Laurita gritó,
pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos
sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de quién sabe qué otro
ramal en servicio actual e ininterrumpido. El motor regulaba constante mientras
la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese
último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los
vagones.
Dentro, hombres
y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba
sobre ellos, emergiendo sin piedad hacia aquella virgen enramada pampeana. Los
caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose
lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los
brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos
briosos cuerpos, queriendo escapar de un destino prefijado de antemano.
Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por
ominosos parlantes, ordenaba:
“¿Quiénes son
tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un
poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”
Un destello
eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…
La cabeza de un
caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco
de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como
una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna.
El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por
detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres,
pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi como
de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración. Entonces, aún
sin comprender la totalidad de lo que ocurría delante de sus ojos, Laurita
observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del
ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante: sangre.
Y antes de que
ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente
aparición la dejó sin aliento.
Forcejeaba con
uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón.
Pero su silueta era inconfundible. Y al reparar en su presencia, luego de
dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche, y
absoluta firmeza en la voz al exclamarle:
-“¿Qué estás
haciendo acá vos???”
Y Laurita,
antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia
de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…
Cuarenta años
después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico
insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama,
respirando agitada, rodeada de silencio y de penumbras, mientras los fantasmas
que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de …¿un país
que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente abiertos,
aunque cargados de pesadilla…
*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
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