*Obra de Sofía Brunetto.
-Instagram: @sofibrunetto
*
Cuentan que Jeanne
escapó de Saint-Etienne
cuando apenas pisaba los quince años
huyendo del matrimonio o del convento
que,
sabemos,
muchas veces se parecen,
y cruzó el ancho mar para encontrarse
a un pequeño vasco en Entre Ríos,
al que su madre había arrojado sobre un barco
para que no muriera de hambre cerca de ella.
Los que saben,
dicen que se amaron
o juntaron los dos sus soledades
para labrar la tierra
y parir sobre la tierra once hijos.
Jeanne murió. Juan la siguió.
Sus hijos anduvieron por el mundo.
Tuvieron otros hijos.
Sembraron otras soledades
y otras siembras.
Yo crecí acunada por la historia
que me contaban
a la hora de la siesta,
cuando dormir era imposible de veranos.
Tengo su piel, me digo,
y a veces,
sueño con tener el coraje de mi abuela.
EL TIEMPO ES EL ECO DE UN
HACHA EN EL INTERIOR DE LA MADERA...
La respuesta a todas las preguntas*
La reja negra, de tres metros y medio de ancho, deja entrar los perros
pequeños pero no los medianos ni los grandes. El Negritus, una cruza de larga
genealogía de callejeros, se acerca gimiendo y agitando la cola desesperado
cuando ve a la señora regando las plantas del espacio delantero de la quinta,
esos cinco metros que se deben dejar sin edificación según la regulación de esa
zona de Rincón.
El perrito que hace unos meses, con esfuerzo, lograba pasar entre
los barrotes, ahora engordó, y ya no puede irrumpir en el predio y rascar
directamente la puerta de la cocina para obtener sobras de comida, o una ración
de alimento de la bolsa que la señora compra para el bicherío, esos perros
ajenos semi callejeros que se acercan a mendigar cariño y algo masticable si
hay suerte.
La señora le hace unas caricias al Negritus, le dice que espere un
poco como toda la gente que dialoga con los animales sin importarle si el
entendimiento es completo, pero confiando en que el mensaje es comprendido en
líneas generales.
Cuando vuelve a la reja con unos huesos del puchero, grandes y con
un caracú que el Negritus advierte con una alegría enorme, la señora se
encuentra que al lado del perrito hay una mujer con camisa de mangas largas,
pollera por debajo de la rodilla y un librito en la mano.
Atrapada.
En el pilar, del lado de adentro, hay una campana que de afuera no
se advierte pero que los amigos conocen. Cuando suenan palmadas la señora no se
asoma, y de esta forma evita molestarse atendiendo vendedores o personas que
llaman en las otras propiedades que tampoco tienen timbre. Cuando alguien
aplaude en la calle, todos se asoman porque no se distingue adónde suena
exactamente. La señora, no. Ella sólo acude al tintineo de su campana, y no
siempre, ya que la edad la va llevando hacia el aislamiento.
Ahora, la atraparon por culpa del perrito que se queda comiendo sus
huesos y sonriendo como si le hiciera gracia haberle gastado una broma a su
benefactora.
La mujer con la biblia es una de las personas que como una bandada
de pájaros tristes se encuentra distribuida en las puertas, portones y rejas de
la cuadra. Pregunta si le dieron la Buena Noticia. La señora la mira sin
traslucir desagrado; como buena perdedora reconoce que la testigo de Jehová la
pilló y ahora le toca entablar un diálogo.
Intenta explicarle que no cree ni deja de creer, que la cuestión le
es indiferente porque sin evidencias en uno u otro sentido, con tratar de ser
buena gente le basta. La creyente sigue con sus preguntas, y desarrolla un
monólogo intentando convencer a la agnóstica por el bien de su alma inmortal,
que de otra manera sufrirá por toda la eternidad en el infierno con llamas,
diablos y rechinares de dientes.
La camisa de langas largas es vieja pero está escrupulosamente
limpia; el calzado ha dado de sí, se podría poner un poco de tierra para
rellenar el espacio que queda entre el pie y los bordes internos de los
zapatos. Habla como pobre, la creyente. Con modismos que usan las mujeres que
limpian casas; las manos marrones, toscas, sosteniendo el libro de tapas
negras.
La señora se quita un mechón gris de la frente, se lo engancha en
la oreja, luego advierte que está con los brazos cruzados; los descruza y se
apoya en la reja porque siente que de la otra manera es como si estuviera
juzgando a la otra mujer, se imagina plantada frente a la otra como un castillo
cerrado e inexpugnable, con el puente alzado y el foso repleto de cocodrilos.
Tiene la tentación de hacerle preguntas incómodas, como la
procedencia de las mujeres que se casaron con los hijos de Adán y Eva, y cosas
por el estilo, pero se obliga a escuchar sin hacer comentarios. Le da pena, le
da vergüenza que le de pena la pobreza, le da cansancio de escuchar algo que ya
oyó de una u otra manera muchas veces. Atiende con expresión amable.
Finalmente la creyente le pasa una hojita por entre los barrotes
(Atalaya, dice el encabezado), y se va.
Con un suspiro, la señora da media vuelta, entra en la casa, y deja
la hoja sobre la mesa. No la va a leer, pero tirarla a la basura le parece de
mala educación, así que ahí quedará, hasta que eventualmente pueda descartarla
sin sentirse observada.
Toma una hoja, una birome, y escribe:
“Puedo dar razones lógicas para explicar hechos inexistentes. Tengo
una estructura para ubicar todo accionar humano pasado, presente o futuro, y
allanar cualquier intento de originalidad o individualidad en el devenir
histórico.
Mi ideología ordena el Universo y me da los argumentos para hablar
de lo extenso y vario como si de un alfabeto se tratase. Puedo simplificar,
suponer, obviar lo individual, negar lo que pudiese refutar mis sólidas
creencias.
Tengo fe ciega ya que me niego a ver. Sigo mi camino mental, sin
senderos laterales ni bifurcaciones. Me dirán necia, pero mi alma no conoce la
duda y sí la felicidad de la iluminación, esa luz que es tan brillante que no
permite grises cobardes ni medias sombras propias de quien no sabe la verdad
unívoca, clara y precisa que todo lo abarca”.
Después relee lo escrito, sonríe, sale por la puerta de la cocina,
va hacia el fondo, arranca unos yuyos al lado de las juveniles, abre un sillón
plegable debajo del álamo, cruza las piernas y mira el cielo. Al rato, se dice
en voz alta como todos los que viven solos: “no se, no se, igual
prefiero no estar segura de nada, yo.”
Ángeles caídos*
Es el tercer ángel que cae del cielo en una semana. El primero cayó
en un parterre de tulipanes, el segundo en el puerto y éste ha caído en el campo
de fútbol en la media parte del partido.
El Consistorio está preocupado por estos sucesos y ha constituido
un Gabinete de Investigación para esclarecer los motivos de tan extraño
fenómeno, pero la investigación se demora y los interrogatorios a los ángeles
no aportan nada concluyente.
"Estaba tranquilamente en mi nube y sin darme cuenta me vi
rodeado de tulipanes", "Tomaba café sobre un estrato y caí al
mar", "No sé decir qué pasó, yo paseaba por un jardín de nubes y me
escurrí cayendo al campo de fútbol".
El denominador común de las declaraciones eran las nubes por lo que
se incluyó un equipo de meteorólogos en la investigación. Éstos, concluyeron en
la teoría de que el fenómeno se había producido por la mala calidad de las
mismas. Como había tanta escasez de agua estaban muy mal formadas, débiles y
con baja densidad por lo que eran incapaces de mantener a nadie encima.
El Consistorio no comunicó estas conclusiones al pueblo aduciendo
que no podía probarse. Por otra parte, tampoco creyó prudente hacerlo ya que
los ciudadanos pasaban sed y cada día caían más ángeles sobre la ciudad.
Se ha iniciado un turno de rogativas para la lluvia con romerías a
todas las ermitas que hay alrededor de la ciudad y se ha prohibido caminar por
espacios abiertos mientras dure la sequía.
*
La mujer
que esperaba junto al mar,
la que supo
contar los durmientes en las estaciones,
la que aprendió a hilar,
cansada de mirar ventanas que daban a ningún lugar,
la que se tejía trenzas en el pelo
bajo un árbol en Biella.
La mujer que se marchó cuando debía,
la que lo dejó todo porque no debía,
la que enterró lejos a sus muertos
y se lanzó a vivir.
La que lloró bajito en la cocina,
para que no la escuchen
los hijos y los perros,
ni el hombre que temía despertara.
La mujer que se curvó sobre su vientre
para no perpetuarse
en otra sombra,
la que dejó la mancha de vino en el mantel;
esas mujeres de las vengo,
las que andan
nombrándome la sangre.
La torre*
La princesa permanecía
encerrada en la torre oscura y triste. En la ventana el sol la esperaba
goloso. Sólo podía pasearse sobre ella, desde el gran lazo de la cintura a la
cara, cuando se asomaba a la ventana. Dulce, suave caricia, demorada morosa en
el escote, en los ojos, el pelo. A veces él subía por la escala, se peleaba con
las manos del sol para tocarla, seda, seda, seda. Se peleaba con la boca del
sol, boca, dedos, boca, labios. Se alimentaba de ella y le
traía lo que ella necesitaba, para vivir, un rouge claro, perfumes,
libros, café, quesos, espejos. Ella
quería irse pero la puerta estaba
sellada. Pensaba, de los laberintos se sale por arriba. Como a él le
gustaba tanto rozarla con pañuelos para adornarla. Ella le pedía más y más telas, él las ponía como joyas de belleza en la piel blanca. Telas y telas con las que
ella movía el aire de la tarde y quedaba toda para él en el crepúsculo. Con cierto rubor le pidió
que le comprara lo que se usa debajo de
la blusa. Cuando él fue a la lencería del reino le gustó imaginar. Lo que no
entendía era porqué le había pedido tantos, aunque le gustaba comprarlos, y
tantos chales, pañuelos para el cuello, telas.
Hasta que un día, ella ya no asomó la mitad del cuerpo en la
ventana, el lugar de la cita, ese borde, él se ensombreció. El aire agitaba la
extraña y maravillosa escalera de
colores y encajes, sedas y satenes.
El Relojero Mayor*
Soy una de las personas más importantes del mundo. El tiempo de la
gente despende de mi desde hace 36 años. Cuando me dieron en cargo de Relojero
Mayor del Big Ben, pusieron en mis manos, no sólo la responsabilidad de
mantener el reloj en marcha sino también la de impedir cualquier variación en
el horario. A fin y al cabo todo el mundo se regía por la hora que daba mi
reloj. Jamás se adelantó ni retraso un solo segundo en todo este tiempo.
Cuando me anunciaron una jubilación anticipada, el mundo se hundió bajo
mis pies ¿acaso no había cumplido mi cometido? ¿No había sido eficiente y fiel?
¿Treinta y seis años de dedicación absoluta no merecían otra recompensa que una
jubilación inmediata?. La excusa del cambio de los tiempos y del ordenador que
controlaría la hora con "más rigor y seguridad" fue el detonante.
El último día de trabajo, empujado por la sed de venganza, adelanté
el reloj una hora creando una cadena de despropósitos increíbles. La bolsa
cerró antes con millones de operaciones a medias, los trenes llegaron antes de
hora, las bodas se suspendieron, los juzgados no pudieron acabar sus juicios,
los colegios dejaron los niños en la calle... El caos.
Con una sonrisa malévola cerré, por última vez, la portalada del
Big Ben y me fui a casa. Ahora solamente me quedaba acabar de pasar el resto de
mi vida con mi mujer, que pacientemente, se había sacrificado como yo en la
exactitud de los horarios durante toda una vida. Cuando abrí la puerta alcance
a oír al vecino de al lado que decía desde mi habitación. "Diana, ven
rápido que sólo nos queda una hora"
CADA PRIMERA VEZ*
Me resigno a que sea ésta la última vez en que el milagro se de, en
que la maravilla acontezca. Buscaré tus ojos, y será tu mirada, será la primera
vez en que sea mirada, será la constatación de la correspondencia, y tu voz
dirá las palabras, y tus manos me acariciarán con la perfecta seguridad del
deseo. Todo lo guardaré como acto inicial, como justificación de mi existencia.
Me buscaré en tu cuerpo, me encontraré en vos completa y feliz, imagen
minúscula de camafeo, miniatura atesorada de mi reflejo en tus ojos.
Seremos felices recontando para el otro los saldos de nuestras
vidas, evocando niñeces y sucesos olvidados. Te hablaré de aquella vez que, y
de aquella otra en que, y me escucharás ávidamente, agradeciendo mi
confidencia.
La vida en común será la exploración de una selva virgen, entre los
dos cortaremos las lianas que cierren los caminos, desmontaremos el lugar de la
edificación de nuestro hogar. Levantaremos paredes contra la intemperie,
crearemos bromas y palabras sólo para nosotros, nos asiremos con un lenguaje
compartido y prescindiremos de las explicaciones.
En lo cotidiano llegará la dulzura del abrazo, la confortable
costumbre del cuerpo recién descubierto y casi ajeno pero milagrosamente
próximo. Dibujaré mis brazos en torno a tu figura, serán mis brazos nuevos.
Después la costumbre será costumbre. Ya no estaré en tus ojos, será
el fastidio de oír otra vez la misma conocida historia, la broma repetida que
ya no causa gracia.
Después vendrá la inútil repetición, la furiosa búsqueda de lo que
fue y no puede volver. Noche tras noche agotaremos las ansias de aprehender la
felicidad, retorceremos la cuerda, mentiremos instantes que no son el instante,
pero fingiremos creer que creemos.
Cuando ya no sea posible, cuando el engaño sea tan evidente que las
repeticiones se vuelvan vergüenza y traición, será el momento de encontrar de
nuevo la mirada la caricia el completo ser en otros ojos, otras manos, otra
voz.
Esta es la primera cosa*
Esta es la primera cosa
que yo he entendido:
el tiempo es el eco de un hacha
en el interior de la madera
*Philip Larkin.
(9 de agosto de 1922 - 2 de diciembre de 1985)
Inventren
Clase turista*
Dedicado a los niños de San Antonio de los Cobres,
provincia de Salta, Argentina. Pueblo ubicado a 3.775 metros sobre el nivel del
mar
Nos movemos con ansiedad, caminamos apresurados hacia la puerta.
Abrigados, equipados con cámaras de fotos, filmadoras. Un guía explica: No den dinero a los chicos porque la gente del pueblo no quiere
fomentar la mendicidad. Pueden comprar sus artesanías.
Y entonces bajamos del tren por primera vez.
Apenas caminé un paso, me vi rodeada de gran cantidad de niños.
Ojos oscuros, mirada clara. Piel morena, sonrisa radiante. Actitud expectante,
andar tranquilo. Me envolvieron y me contagiaron su paz.
La gente agolpada comprando, regateando, subestimando. La gente
apurada empujando, ignorando, atropellando. El objetivo estaba claro: obtener
artesanías a menor precio, plasmar paisajes y rostros de la Puna.
Mi cámara digital fue tomando segundo, tercer, último lugar, hasta
quedar relegada sobre mi hombro. Mi atención imperiosa se volcó hacia los pequeños
vendedores, quienes extendían sus manitos mostrando gorros, monederos,
lapiceras, prendedores; si hasta piedras vendían, limpias y prolijamente
exhibidas en cajas.
Retenía los nombres mientras me respondían y luego de unos minutos
ya no hubo diferencia entre Cintia, Damián, Lorena, Matías y tantos más. No
significaba que los niños fueran iguales, sencillamente mis sentimientos se
fundieron con su piel y su calma, con sus miradas curiosas de ojitos vivaces,
con sus voces nítidas y sus palabras entrecortadas, con el beso adherido a su
sonrisa. Esos niños ocupaban todos mis pensamientos.
Una voz diferente, surgida del silencio atronador de las montañas,
me ubicó en la realidad: Señora, suba. Sólo queda
usted. Suba ahora señora.
Los chicos no se alejaban y tampoco podía apartarme de ellos.
Ascendí al tren, conmovida, emocionada, aturdida. Mis manos llenas
de artesanías y piedras que ni siquiera sabía para quién había comprado.
No tengo demasiada conciencia de lo sucedido durante los pocos
kilómetros de marcha hasta la segunda parada. Luego el mismo pedido de los
guías: no dar dinero, tomar fotografías, comprar artesanías, deleitarse con
comidas regionales. Debía ser un acto simple, una poca cosa.
¿Simple…? No, no fue así. También para mí fue similar: los niños
rodeándome y alcanzándome con sus miradas, sus manitos, sus sonrisas. Me
inundaron con sus silencios, sus necesidades, su humildad.
Recuerdo la prisa de la niña al comer el chocolate que mi mano
temblorosa le entregó, mientras su compañerita averiguaba “¿qué nos da la
señora?”, “es chocolate, comé comé”.
Aún escucho y veo a esa otra nena pidiendo “¿tiene algo suyo pa'
que me dé?”. Busqué en mi bandolera donde poco tenía -lentes, pañuelo, algo de
dinero-, y tan sólo pude darle un lápiz, tan sólo pude preguntarle su nombre.
Recuerdo al chiquitín que me vendía un yuyo, yica-yica.
Al preguntarle para qué servía, su vivacidad, su alegría, su voz aguda, todo él
involucrado en la respuesta mientras explicaba: “pa' que se haga más güena”.
Y subí al tren por segunda, por última vez. Mis manos nuevamente
repletas de artesanías y piedras. El alma abrumada, los sentimientos
entreverados, los pensamientos confusos. ¿Acaso los volvería a ver? ¿Acaso
sabría algo de ellos en alguna oportunidad? ¿Acaso los podría reconocer?
Cada día pienso en esos niños, evoco sus voces, sus miradas
curiosas, sus manitos extendidas. Algunas noches me despierto y los veo correr
al lado del tren, saludando y acompañando su marcha durante unos metros.
Yo regresé en ese tren. Mi alma quedó con ellos.
Mayo 2012
*De ©Analía Pascaner
-Próximas estaciones de escritura:
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D.
SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
-Por Ferrocarril Midland-
Km 55
ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA.
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Coiro.
1 comentario:
Reitero mi agradecimiento, querido Eduardo, por tener siempre abiertas las puertas para darme un espacio y publicar mis cuentos en tu Inventiva Social. Miles de gracias!
Mis cariños y mis mejores deseos cada día, y que nos sigamos encontrando en este mundo de letras
Analía
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