*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina.
LUNA DE OCTUBRE*
Una mujer se
mece al sol.
Se revuelca.
Muerde arena. Lame crines del mar.
Suspendida.
Aturdida. Enajenada.” Duerme Nodriza mía”
El sol es un
lobo de ojos amarillos.
La mujer busca
la pausa de la sombra en el abrazo.
Grita Brama.
Gime. Aúlla. Brama
Se desnuda en
violeta. Busca su sombra.
Está en “su
lugar”. El punto exacto.
El suelo que la
pisa es el mismo que pisaron sus ancestros.
Es llamarada.
Es llamarada y sed, al mismo tiempo.
Siente un
llamado que sale de sus vísceras.
Sube por sus
piernas hasta llegar a la cueva de caliza.
Le recorre los
pechos, las orejas de mula.
Las mareas. Ay,
las mareas, ten cuidado mi niña, las mareas marean.
Revolotean
entre su corazón y su cabeza.
Loca sin
sombra, lame conchas marina.
El pico del
calamar no se digiere.
El pulpo se
enreda en sus cabellos.
Los tentáculos
se aferran a la luna
La luna
compensa la rotación de la locura.
El lado oscuro
de la luna se ha convertido en mar.
No te vayas tan
lejos marino. Mi vientre está combado.
Las tormentas
suelen matar pasiones.
Y nuevamente
llama, y otra vez y una vez más.
La mujer se
estremece de amor y muerte.
Ya no quiere
adioses ni hasta luego.
Da la espalda
al llamado.
Una lágrima
convertida en paloma se posa en su hemisferio izquierdo.
Y en Chile,
mansa luna de octubre, la nace, la renace.
La nace…por
ahora. Por ahora, la nace.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
EL MUNDO ES UNA RED DE INCONSECUENCIAS Y VORACIDADES…
Recuerdos del
amanecer*
Las hojas de la memoria
que florecen con el tiempo
resguardan sus propios ritmos.
El corazón las late
con hormigueos de avispas
o cantos de ruiseñores.
Avanza lo único que tengo
de vida avanza
que florecen con el tiempo
resguardan sus propios ritmos.
El corazón las late
con hormigueos de avispas
o cantos de ruiseñores.
Avanza lo único que tengo
de vida avanza
lo que me queda.
Trataba hoy de olvidarlo
porque al igual que una rosa
se deshoja un día cualquiera.
Cuando volvieron a casa
tonadas de aquellos tiempos.
Atardecer en el Maipo
y risas en la Alameda.
Sábanas húmedas
con olor a pino y cielo.
Nadar de los tiempos buenos.
¿Revisas las páginas de tu vida?
Cantemos pues, Cerro, cantemos.
Nos bendice la mañana.
*De Marta Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com
Trataba hoy de olvidarlo
porque al igual que una rosa
se deshoja un día cualquiera.
Cuando volvieron a casa
tonadas de aquellos tiempos.
Atardecer en el Maipo
y risas en la Alameda.
Sábanas húmedas
con olor a pino y cielo.
Nadar de los tiempos buenos.
¿Revisas las páginas de tu vida?
Cantemos pues, Cerro, cantemos.
Nos bendice la mañana.
*De Marta Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com
Londres, 23 septiembre de 2012
MEDIOS DE
TRANSPORTE*
*Por Miriam
Cairo. cairo367@hotmail.com
Lunes.
Subo en la
esquina de siempre en el colectivo de siempre. Por todo el cuerpo me corren las
palabras esdrújulas. Las graves se instalan alrededor de un recuerdo preciso.
Las agudas no riman jamás, porque yo se los prohíbo. En cada cruce los autos
frenan sus cuatro ruedas de hospitalarias cualidades. Los ocupantes mueven las
cabezas hacia adelante y hacia atrás. Mantiene los ojos fijos. Acaso hacia los
clamores, acaso hacia el pago fácil, arrastrados por la pulsión manierista de
los vencimientos.
Sube Clitemnestra.
Las cosas ya no necesitan tener sentido. Agamenón al volante ni la saluda.
Trato de hacer memoria. Anoche sólo bebí agua de la luna. El café de la mañana
estuvo liviano. Los puntos suspensivos parecen bolas de billar haciendo hoyo en
los agujeros de mi entendimiento. Agamenón mira por el espejo retrovisor.
Clitemnestra le da vuelta la cara.
Martes.
Sube la
empleada municipal. Mis fechas no son totalmente fidedignas. Mis medios de
transporte tampoco. Mi lenguaje tampoco. Suben los estudiantes de música. Sube
Hefesto, el ilustro cojo de ambos pies, quien con sabia inteligencia se sienta
al lado de la empleada. Hablan de todo menos de los cuatro dragones. Sube
Ulises, el skater y detrás de él, Atenea, justo a tiempo. En un santiamén el
colectivo se llena de aqueos. Atenea hace algo con sus manos claramente
femeninas, especialmente la derecha, con la que se sostiene del pasamano del
techo del colectivo. La izquierda está llena de libros. Todo ello muy claro.
Atenea luce hermosas grebas Hush Puppies. En las veredas flamean las banderas
de liquidación: vender o morir. Por mi parte moriré atacada por alguna larva
intertextual que irá envolviendo mi cuerpo en su capullo de seda, o de una
catástrofe barroca, o de una sobredosis de puntos finales. De hambre, no. O sí.
Miércoles.
Sube Leto, la
de hermosa cabellera. La máquina le rechaza la tarjeta. Alguien se sienta junto
a mí. Pregunta. Se activa la vanguardia de los monosílabos, mi aliados. Leto
insiste. Nada. Otra vez. Nada. Agamenón estira la mano derecha hacia atrás.
Leto le entrega la tarjetita en silencio. Me dan la razón: no hace falta emitir
una sola palabra porque nos gobiernan los movimientos. Agamenón frota la
tarjeta sobre su pantalón. La mira y la devuelve. Leto acerca con precisión
aquea el plástico hacia el visor y obtiene su boleto. No dice gracias porque es
de primera generación divina. Mira. No hay asientos disponibles. Queda de pie,
a merced de Zeus que disimula no estar al tanto de lo que su bajo vientre
busca. Agamenón frena la cóncava nave y el brusco movimiento favorece al dios
de los malos hábitos. Leto podría convertirse en codorniz, como su hermana, y
arrojarse al cemento para transformarse en calle Santa Fe. Pero opta por dar un
pisotón y Zeus queda mal herido.
Jueves.
Subo a las ocho
y diez. Pago con cambio justo. Agamenón aprieta el botón indicado. Sale el
boleto sin tinta, lívido como el rostro de Helena. Busco el último asiento del
colectivo. Bajo ocho y media. Corro. Llego sobre la hora. La esfinge formula su
acertijo. Digo a todo que sí. Entro como por un tubo. La materia verbal de la
oficina se va haciendo cada vez más espesa. El día de la secretaria nos concede
una azalea. Nadie atina a suicidarse con el moño de cinta ribbonette. El
supervisor va de un escritorio a otro, emanando el típico olor a cianuro de los
buscadores de oro. Llega el momento de decir hasta mañana. La esfinge babea en
su puesto. Mira el reloj. Nada qué decir. Me abre la puerta. Salgo por fin.
Camino. Camino. Camino. Instante báquico. Todo el viento en la cara. La
oscuridad en los ojos. El silencio va y viene de los pies a los hombros, de los
hombros a la garganta, de la garganta a las rodillas, de las rodillas al
esternón. Pierdo el colectivo. La palabra oscuridad es lanzada a la ligera y
vuelve llena de sombras. La palabra luna se airea, se irisa. La palabra esperar
no tiene más que una punta ardiente vuelta hacia mí. Espero la próxima nave
ordenando en mis pensamientos la puntuación mortífera. La azalea suicidante
quedó sobre el escritorio. La noche se abre como un rumor y se deja atravesar.
Viernes.
Sube Casandra.
Sube la niña ciega. Suben los Siete de Tebas. Sube Marisol pero no me ve.
Piensa que estoy enferma. Piensa que me caí en la bocacalle de la esquina de
siempre. Piensa que tomé la forma de mi destino. Piensa que me llamará más
tarde. Sigo atenta a lo que pasa del otro lado de la ventanilla sin ver lo que
pasa. Indelebles preguntas se mezclan con palabras de un jardín vecino. Un día
o una noche me siento perdida entre el día y la noche. El hemisferio del día se
mezcla con el hemisferio de la noche. Es una fórmula de doce palabras. Miro
hacia adelante. Soy la metonimia bípeda del universo. Veo autos estacionados
uno detrás de otro. Bordes de ventanas, mojaduras de luz en los cristales,
lejanísimas personas, una suma inmensa de misterios. Agamenón es un hombre que
tiene que cuidar el rumbo de sus emoticones. Hay dos cosas a considerar: el
mundo es una red de inconsecuencias y voracidades. El mundo es apenas débil y
los dioses también lo son. Hay un poeta portugués en el medio de todas estas
cosas. El micro va suficientemente lejos para mí. El micro me transporta.
ACERCA DE LA
ENTREGA*
Los amos de los
huertos nunca entregan su sangre en presencia del día. /
La muerte llega
siempre de manos del sigilo, de la noche, / de gotas implacables cayendo a las
honduras de los vientres traslúcidos. /
La muerte llega
siempre de la mano de negras agonías, corazones gastados / o heridos por el
rabo del relámpago, / ejércitos de insectos devorantes de médulas, insomnios,
...relicarios. /
Suele posarse
lenta, levemente, sobre la dignidad de las corolas / como si fuera el ángel del
olvido, / una desnuda estatua de alabastro con alas de ceniza, / infausta
mariposa de silencio libando de los cálices abiertos, / bebiéndose de un trago
balbuceos, suspiros, náuseas, letargos, alucinaciones. /
Llega siempre
la muerte de manos del sigilo. /
Más allá de los
muros aúllan las higueras, las uvas en jauría, / las diamelas, los altos
colibríes / y gime la tristeza entre los amarantos, las matas de begonia. /
Pero ella es
implacable, / se empecina en vendimiar racimos con sus uñas de nácar. /
Y resulta
sencillo advertir su silueta bajo el atrevimiento de la luna, / el borde de su
manto rozando los plantíos, / su sombra agazapada al borde del estanque, /
asfixiando azucenas. /
La muerte llega
siempre de manos de la noche. /
A la hora en
que claudican las vigilias, / los pabilos dispersos por los labios del aire, /
la absoluta custodia del aliento. /
A la hora
precisa en que se entrega el alma. /
En que los
dioses alzan la mirada / para reconocerla. /
Pronuncian
brevemente su nombre indescifrable. /
Establecen el
alba, los robles, las alondras. /
Y aún cuando
los óleos hubieran conjurado sus pieles de jacinto, / aún cuando los ritos, las
voces, las plegarias / hubieran sido dichas en el momento exacto del eclipse, /
comienza el desconsuelo sucesivo. /
Horas en que la
ausencia abruma como nunca, / en que emigran sus rostros hacia lejanos puertos
/ y en ocultos rincones amordazan los lirios sus heridas profundas, / sus
dolores quemantes. /
Y la vida
atormenta como llaga. /
Sin embargo, /
siguiendo la liturgia de los viejos olivos, / los señores del huerto nunca
entregan su sangre en presencia del día. /
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
La autopista
del sur*
*De Julio
Cortázar.
Gli
automobilisti accaldati sembrano nom avere storia… Come realtà, un ingorgo
automobilistico impressiona ma non ci dice gran che.
Arrigo
Benedetti “L’Espresso”,
Roma, 21/6/1964
Al principio la
muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al
ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj
pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio
midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de
querer regresar a París por la autopista del sur un domingo de tarde y, apenas
salidos de Fontainbleau, han tenido que ponerse al paso, detenerse, seis filas
a cada lado (ya se sabe que los domingos la autopista está íntegramente
reservada a los que regresan a la capital), poner en marcha el motor, avanzar
tres metros, detenerse, charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con la
muchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por retrovisor al hombre pálido que
conduce un Caravelle, envidiar irónicamente la felicidad avícola del matrimonio
del Peugeot 203 (detrás del Dauphine de la muchacha) que juega con su niñita y
hace bromas y come queso, o sufrir de a ratos los desbordes exasperados de los
dos jovencitos del Simca que precede al Peugeot 404, y hasta bajarse en los
altos y explorar sin alejarse mucho (porque nunca se sabe en qué momento los
autos de más adelante reanudarán la marcha y habrá que correr para que los de
atrás no inicien la guerra de las bocinas y los insultos), y así llegar a la
altura de un Taunus delante del Dauphine de la muchacha que mira a cada momento
la hora, y cambiar unas frases descorazonadas o burlonas con los hombres que
viajan con el niño rubio cuya inmensa diversión en esas precisas circunstancias
consiste en hacer correr libremente su autito de juguete sobre los asientos y
el reborde posterior del Taunus, o atreverse y avanzar todavía un poco más,
puesto que no parece que los autos de adelante vayan a reanudar la marcha, y
contemplar con alguna lástima al matrimonio de ancianos en el ID Citroën que
parece una gigantesca bañadera violeta donde sobrenadan los dos viejitos, él
descansando los antebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ella
mordisqueando una manzana con más aplicación que ganas.
A la cuarta vez
de encontrarse con todo eso, de hacer todo eso, el ingeniero había decidido no
salir más de su coche, a la espera de que la policía disolviese de alguna
manera el embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de
neumáticos para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor
a gasolina, gritos destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol
rebotando en los cristales y en los bordes cromados, y para colmo sensación
contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr. El
404 del ingeniero ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha contando
desde la franja divisoria de las dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro
autos a su derecha y siete a su izquierda, aunque de hecho sólo pudiera ver
distintamente los ocho coches que lo rodeaban y sus ocupantes que ya había
detallado hasta cansarse. Había charlado con todos, salvo con los muchachos del
Simca que caían antipáticos; entre trecho y trecho se había discutido la
situación en sus menores detalles, y la impresión general era que hasta
Corbeil-Essones se avanzaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil y
Juvisy el ritmo iría acelerándose una vez que los helicópteros y los
motociclistas lograran quebrar lo peor del embotellamiento. A nadie le cabía
duda de que algún accidente muy grave debía haberse producido en la zona, única
explicación de una lentitud tan increíble. Y con eso el gobierno, el calor, los
impuestos, la vialidad, un tópico tras otro, tres metros, otro lugar común,
cinco metros, una frase sentenciosa o una maldición contenida.
A las dos
monjitas del 2HP les hubiera convenido tanto llegar a Milly-la-Fôret antes de
las ocho, pues llevaban una cesta de hortalizas para la cocinera. Al matrimonio
del Peugeot 203 le importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las
nueve y media; la muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que le daba
lo mismo llegar más tarde a París pero que se quejaba por principio, porque le
parecía un atropello someter a millares de personas a un régimen de caravana de
camellos. En esas últimas horas (debían ser casi las cinco pero el calor los
hostigaba insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio del
ingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus que se había acercado a charlar
llevando de la mano al niño con su autito, mostró irónicamente la copa de un
plátano solitario y la muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era
un castaño) había estado en la misma línea que su auto durante tanto tiempo que
ya ni valía la pena mirar el reloj pulsera para perderse en cálculos inútiles.
No atardecía
nunca, la vibración del sol sobre la pista y las carrocerías dilataba el
vértigo hasta la náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia
en la cabeza, los recursos improvisados para protegerse, para evitar un reflejo
chirriante o las bocanadas de los caños de escape a cada avance, se organizaban
y perfeccionaban, eran objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó
otra vez para estirar las piernas, cambió unas palabras con la pareja de aire
campesino del Ariane que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un
Volkswagen con un soldado y una muchacha que parecían recién casados. La
tercera fila hacia el exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que
alejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R,
Lancia, Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la
pista opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia, Peugeot,
Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con los dos
hombres del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con el
solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y
reanudar la misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la
muchacha del Dauphine.
A veces llegaba
un extranjero, alguien que se deslizaba entre los autos viniendo desde el otro
lado de la pista o desde la filas exteriores de la derecha, y que traía alguna
noticia probablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de calientes
kilómetros. El extranjero saboreaba el éxito de sus novedades, los golpes de
las portezuelas cuando los pasajeros se precipitaban para comentar lo sucedido,
pero al cabo de un rato se oía alguna bocina o el arranque de un motor, y el
extranjero salía corriendo, se lo veía zigzaguear entre los autos para
reintegrase al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera de los demás. A lo
largo de la tarde se había sabido así del choque de un Floride contra un 2HP
cerca de Corbeil, tres muertos y un niño herido, el doble choque de un Fiat
1500 contra un furgón Renault que había aplastado un Austin lleno de turistas ingleses,
el vuelco de un autocar de Orly colmado de pasajeros procedentes del avión de
Copenhague. El ingeniero estaba seguro de que todo o casi todo era falso,
aunque algo grave debía haber ocurrido cerca de Corbeil e incluso en las
proximidades de París para que la circulación se hubiera paralizado hasta ese
punto. Los campesinos del Ariane, que tenían una granja del lado de Montereau y
conocían bien la región, contaban con otro domingo en que el tránsito había
estado detenido durante cinco horas, pero ese tiempo empezaba a parecer casi
nimio ahora que el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en
cada auto una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales
y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a
la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara
como para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera
apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y
no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una
vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así
otra vez y otra vez y otra.
En algún
momento, harto de inacción, el ingeniero se había decidido a aprovechar un alto
especialmente interminable para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a
su espalda el Dauphine había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se
había detenido junto a un De Soto para cambiar impresiones con el azorado
turista de Washington que no entendía casi el francés pero que tenía que estar
a las ocho en la Place de l’Opéra sin falta you understand, my wife will be
awfully anxious, damn it, y se hablaba un poco de todo cuando un hombre con
aire de viajante de comercio salió del DKW para contarles que alguien había
llegado un rato antes con la noticia de que un Piper Club se había estrellado
en plena autopista, varios muertos. Al americano el Piper Club lo tenía
profundamente sin cuidado, y también al ingeniero que oyó un coro de bocinas y
se apresuró a regresar al 404, transmitiendo de paso las novedades a los dos
hombres del Taunus y al matrimonio del 203. Reservó una explicación más
detallada para la muchacha del Dauphine mientras los coches avanzaban
lentamente unos pocos metros (ahora el Dauphine estaba ligeramente retrasado
con relación al 404, y más tarde sería al revés, pero de hecho las doce filas
se movían prácticamente en bloque, como si un gendarme invisible en el fondo de
la autopista ordenara el avance simultáneo sin que nadie pudiese obtener
ventajas). Piper Club, señorita, es un pequeño avión de paseo. Ah. Y la mala
idea de estrellarse en plena autopista un domingo de tarde. Esas cosas. Si por
lo menos hiciera menos calor en los condenados autos, si esos árboles de la
derecha quedaran por fin a la espalda, si la última cifra del cuentakilómetros
acabara de caer en su agujerito negro en vez de seguir suspendida por la cola,
interminablemente.
En algún
momento (suavemente empezaba a anochecer, el horizonte de techos de automóviles
se teñía de lila) una gran mariposa blanca se posó en el parabrisas del
Dauphine, y la muchacha y el ingeniero admiraron sus alas en la breve y
perfecta suspensión de su reposo; la vieron alejarse con una exasperada
nostalgia, sobrevolar el Taunus, el ID violeta de los ancianos, ir hacia el
Fiat 600 ya invisible desde el 404, regresar hacia el Simca donde una mano
cazadora trató inútilmente de atraparla, aletear amablemente sobre el Ariane de
los campesinos que parecían estar comiendo alguna cosa, y perderse después
hacia la derecha. Al anochecer la columna hizo un primer avance importante, de
casi cuarenta metros; cuando el ingeniero miró distraídamente el
cuentakilómetros, la mitad del 6 había desaparecido y un asomo del 7 empezaba a
descolgarse de lo alto. Casi todo el mundo escuchaba sus radios, los del Simca
la habían puesto a todo trapo y coreaban un twist con sacudidas que hacían
vibrar la carrocería; las monjas pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño
del Taunus se había dormido con la cara pegada a un cristal, sin soltar el auto
de juguete. En algún momento (ya era noche cerrada) llegaron extranjeros con
más noticias, tan contradictorias como las otras ya olvidadas, No había sido un
Piper Club sino un planeador piloteado por la hija de un general. Era exacto
que un furgón Renault había aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi en
las puertas de París; uno de los extranjeros explicó al matrimonio del 203 que
el macadam de la autopista había cedido a la altura de Igny y que cinco autos
habían volcado al meter las ruedas delanteras en la grieta. La idea de una
catástrofe natural se propagó hasta el ingeniero, que se encogió de hombros sin
hacer comentarios. Más tarde, pensando en esas primeras horas de oscuridad en
que habían respirado un poco más libremente, recordó que en algún momento había
sacado el brazo por la ventanilla para tamborilear en la carrocería del
Dauphine y despertar a la muchacha que se había dormido reclinada sobre el
volante, sin preocuparse de un nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuando una
de las monjas le ofreció tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que
tendría hambre. El ingeniero lo aceptó por cortesía (en realidad sentía
náuseas) y pidió permiso para dividirlo con la muchacha del Dauphine, que aceptó
y comió golosamente el sándwich y la tableta de chocolate que le había pasado
el viajante del DKW, su vecino de la izquierda. Mucha gente había salido de los
autos recalentados, porque otra vez llevaban horas sin avanzar; se empezaba a
sentir sed, ya agotadas las botellas de limonada, la coca-cola y hasta los
vinos de a bordo. La primera en quejarse fue la niña del 203, y el soldado y el
ingeniero abandonaron los autos junto con el padre de la niña para buscar agua.
Delante del Simca, donde la radio parecía suficiente alimento, el ingeniero
encontró un Beaulieu ocupado por una mujer madura de ojos inquietos. No, no
tenía agua pero podía darle unos caramelos para la niña. El matrimonio del ID
se consultó un momento antes de que la anciana metiera las manos en un bolso y
sacara una pequeña lata de jugo de frutas. El ingeniero agradeció y quiso saber
si tenían hambre y si podía serles útil; el viejo movió negativamente la
cabeza, pero la mujer pareció asentir sin palabras. Más tarde la muchacha del
Dauphine y el ingeniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sin
alejarse demasiado; volvieron con algunos bizcochos y los llevaron a la anciana
del ID, con el tiempo justo para regresar corriendo a sus autos bajo una lluvia
de bocinas.
Aparte de esas
mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por
superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo; en algún momento el
ingeniero pensó en tachar ese día en su agenda y contuvo una risotada, pero más
adelante, cuando empezaron los cálculos contradictorios de las monjas, los
hombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio que hubiera convenido
llevar mejor la cuenta. Las diarios locales habían suspendido las emisiones, y
sólo el viajante del DKW tenía un aparato de ondas cortas que se empeñaba en
transmitir noticias bursátiles.. Hacia las tres de la madrugada pareció
llegarse a un acuerdo tácito para descansar, y hasta el amanecer la columna no
se movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camas neumáticas y se tendieron
al lado del auto; el ingeniero bajó el respaldo de los asientos delanteros del
404 y ofreció las cuchetas a las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un
rato, el ingeniero pensó en la muchacha del Dauphine, muy quieta contra el
volante, y como sin darle importancia le propuso que cambiaran de autos hasta
el amanecer; ella se negó, alegando que podía dormir muy bien de cualquier
manera. Durante un rato se oyó llorar al niño del Taunus, acostado en el
asiento trasero donde debía tener demasiado calor. Las monjas rezaban todavía
cuando el ingeniero se dejó caer en la cucheta y se fue quedando dormido, pero
su sueño seguía demasiado cerca de la vigilia y acabó por despertarse sudoroso
e inquieto, sin comprender en un primer momento dónde estaba; enderezándose,
empezó a percibir los confusos movimientos del exterior, un deslizarse de
sombras entre los autos, y vio un bulto que se alejaba hacia el borde de la
autopista; adivinó las razones, y más tarde también él salió del auto sin hacer
ruido y fue a aliviarse al borde de la ruta; no había setos ni árboles,
solamente el campo negro y sin estrellas, algo que parecía un muro abstracto
limitando la cinta blanca del macadam con su río inmóvil de vehículos, Casi
tropezó con el campesino del Ariane, que balbuceó una frase ininteligible; al
olor de la gasolina, persistente en la autopista recalentada, se sumaba ahora
la presencia más ácida del hombre, y el ingeniero volvió lo antes posible a su
auto. La chica del Dauphine dormía apoyada sobre el volante, un mechón de pelo
contra los ojos; antes de subir al 404, el ingeniero se divirtió explorando en
la sombra su perfil, adivinando la curva de los labios que soplaban suavemente.
Del otro lado, el hombre del DKW miraba también dormir a la muchacha, fumando
en silencio.
Por la mañana
se avanzó muy poco pero lo bastante como para darles la esperanza de que esa
tarde se abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero con
buenas noticias: habían rellenado las grietas y pronto se podría circular
normalmente. Los muchachos del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó
al techo del auto y gritó y cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan
dudosa como las de la víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría
del grupo para pedir y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane.
Más tarde llegó otro extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle
nada. El calor empezaba a subir y la gente prefería quedarse en los autos a la
espera de que se concretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203
empezó a llorar otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se
hizo amiga del matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba el
hombre silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su
izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un
Floride, para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal.
Cuando la niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar
con los campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de
provisiones. Para su sorpresa los campesinos se mostraron muy amables;
comprendían que en una situación semejante era necesario ayudarse, y pensaban
que si alguien se encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía un gesto
circular con la mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se
pasarían apreturas hasta llegar a Paría. Al ingeniero lo molestaba la idea de
erigirse en organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para
conferenciar con ellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después
consultaron sucesivamente a todos los del grupo. El joven soldado del
Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció
las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había
conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba). Uno
de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos del Simca,
obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de hombros
y dijo que le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor. Los
ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente contentos,
como si se sintieran más protegidos. Los pilotos del Floride y del DKW no
hicieron observaciones, y el americano del De Soto los miró asombrado y dijo
algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que uno
de los ocupantes del Taunus, en que tenía una confianza instintiva, se
encargará de coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el
momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del
Simca llamaban Taunus a secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y
a uno de los muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y
ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que evidentemente sabía
mandar, había calculado que deberían cubrirse las necesidades de un día y medio
como máximo, poniéndose en la posición menos optimista. En el 2HP de las monjas
y en el Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo,
y si los exploradores volvían con agua el problema quedaría resuelto. Pero
solamente el soldado regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía en
cambio comida para dos personas. El ingeniero no encontró a nadie que pudiera
ofrecer agua, pero el viaje le sirvió para advertir que más allá de su grupo se
estaban constituyendo otras células con problemas semejantes; en un momento
dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con él del asunto, y le dijo
que se dirigiera al representante de su grupo, cinco autos atrás en la misma
fila. Más tarde vieron volver al muchacho del Simca que no había podido
conseguir agua, pero Taunus calculó que ya tenían bastante para los dos niños,
la anciana del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le estaba contando a
la muchacha del Dauphine su circuito por la periferia (era la una de la tarde,
y el sol los acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un gesto y
le señaló el Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por
el codo a uno de los muchachos, que se repantigaba en su asiento para beber a
grandes tragos de la cantimplora que había traído escondida en la chaqueta. A
su gesto iracundo, el ingeniero respondió aumentando la presión en el brazo; el
otro muchacho bajó del auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasos
atrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya venía corriendo, y los gritos
de las monjas alertaron a Taunus y a su compañero; Taunus escuchó lo sucedido,
se acercó al muchacho de la botella y le dio un par de bofetadas. El muchacho
gritó y protestó, lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse a
intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a Taunus.
Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto, por lo demás
inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.
A la hora de la
siesta, bajo un sol todavía más duro que la víspera, una de las monjas se quitó
la toca y su compañera le mojó las sienes con agua de colonia. Las mujeres
improvisaban de a poco sus actividades samaritanas, yendo de un auto a otro,
ocupándose de los niños para que los hombres estuvieran más libres: nadie se
quejaba pero el buen humor era forzado, se basaba siempre en los mismos juegos
de palabras, en un escepticismo de buen tono. Para el ingeniero y la muchacha
del Dauphine, sentirse sudorosos y sucios era la vejación más grande; lo
enternecía casi la rotunda indiferencia del matrimonio de campesinos al olor
que les brotaba de las axilas cada vez que venían a charlar con ellos o a
repetir alguna noticia de último momento. Hacia el atardecer el ingeniero miró
casualmente por el retrovisor y encontró como siempre la cara pálida y de
rasgos tensos del hombre del Caravelle, que al igual que el gordo piloto del
Floride se había mantenido ajeno a todas las actividades. Le pareció que sus
facciones se habían afilado todavía más, y se preguntó si no estaría enfermo.
Pero después, cuando al ir a charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasión de
mirarlo desde más cerca, se dijo que ese hombre no estaba enfermo; era otra
cosa, una separación, por darle algún nombre. El soldado del Volkswagen le
contó más tarde que a su mujer le daba miedo ese hombre silencioso que no se
apartaba jamás del volante y que parecía dormir despierto. Nacían hipótesis, se
creaba un folklore para luchar contra la inacción. Los niños del Taunus y el
203 se habían hecho amigos y se habían peleado y luego se habían reconciliado;
sus padres se visitaban, y la muchacha del Dauphine iba cada tanto a ver cómo
se sentían la anciana del ID y la señora del Beaulieu. Cuando al atardecer
soplaron bruscamente una ráfagas tormentosas y el sol se perdió entre las nubes
que se alzaban al oeste, la gente se alegró pensando que iba a refrescar.
Cayeron algunas gotas, coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien
metros; a lo lejos brilló un relámpago y el calor subió todavía más. Había
tanta electricidad en la atmósfera que Taunus, con un instinto que el ingeniero
admiró sin comentarios, dejó al grupo en paz hasta la noche, como si temiera
los efectos del cansancio y el calor. A las ocho las mujeres se encargaron de
distribuir las provisiones; se había decidido que el Ariane de los campesinos
sería el almacén general, y que el 2HP de las monjas serviría de depósito
suplementario. Taunus había ido en persona a hablar con los jefes de los cuatro
o cinco grupos vecinos; después, con ayuda del soldado y el hombre del 203,
llevó una cantidad de alimentos a los grupos, regresando con más agua y un poco
de vino. Se decidió que los muchachos del Simca cederían sus colchones
neumáticos a la anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la muchacha del
Dauphine les llevó dos mantas escocesas y el ingeniero ofreció su coche, que
llamaba burlonamente el wagon-lit, a quienes lo necesitaran. Para su sorpresa,
la muchacha del Dauphine aceptó el ofrecimiento y esa noche compartió las
cuchetas del 404 con una de las monjas; la otra fue a dormir al 203 junto a la
niña y su madre, mientras el marido pasaba la noche sobre el macadam, envuelto
en una frazada. El ingeniero no tenía sueño y jugó a los dados con Taunus y su
amigo; en algún momento se les agregó el campesino del Ariane y hablaron de
política bebiendo unos tragos del aguardiente que el campesino había entregado
a Taunus esa mañana. La noche no fue mala; había refrescado y brillaban algunas
estrellas entre las nubes.
Hacia el
amanecer los ganó el sueño, esa necesidad de estar a cubierto que nacía con la
grisalla del alba. Mientras Taunus dormía junto al niño en el asiento trasero,
su amigo y el ingeniero descansaron un rato en la delantera. Entre dos imágenes
de sueño, el ingeniero creyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor
indistinto; el jefe de otro grupo vino a decirles que treinta autos más adelante
había habido un principio de incendio en un Estafette, provocado por alguien
que había querido hervir clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre
lo sucedido mientras iba de auto en auto para ver cómo habían pasado todos la
noche, pero a nadie se le escapó lo que quería decir. Esa mañana la columna
empezó a moverse muy temprano y hubo que correr y agitarse para recuperar los
colchones y las mantas, pero como en todas partes debía estar sucediendo lo
mismo nadie se impacientaba ni hacía sonar las bocinas. A mediodía habían
avanzado más de cincuenta metros, y empezaba a divisarse la sombra de un bosque
a la derecha de la ruta. Se envidiaba la suerte de los que en ese momento
podían ir hasta la banquina y aprovechar la frescura de la sombra; quizá había
un arroyo, o un grifo de agua potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos
y pensó en una ducha cayéndole por el cuello y la espalda, corriéndole por las
piernas; el ingeniero, que la miraba de reojo, vio dos lágrimas que le
resbalaban por las mejillas.
Taunus, que
acababa de adelantarse hasta el ID, vino a buscar a las mujeres más jóvenes
para que atendieran a la anciana que no se sentía bien. El jefe del tercer
grupo a retaguardia contaba con un médico entre sus hombres, y el soldado corrió
a buscarlo. Al ingeniero, que había seguido con irónica benevolencia los
esfuerzos de los muchachitos del Simca para hacerse perdonar su travesura,
entendió que era el momento de darles su oportunidad. Con los elementos de una
tienda de campaña los muchachos cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit
se transformó en ambulancia para que la anciana descansara en una oscuridad
relativa. Su marido se tendió a su lado, teniéndole la mano, y los dejaron
solos con el médico. Después las monjas se ocuparon de la anciana, que se
sentía mejor, y el ingeniero pasó la tarde como pudo, visitando otros autos y
descansando en el de Taunus cuando el sol castigaba demasiado; sólo tres veces
le tocó correr hasta su auto, donde los viejitos parecían dormir, para hacerlo
avanzar junto con la columna hasta el alto siguiente. Los ganó la noche sin que
hubiesen llegado a la altura del bosque.
Hacia las dos
de la madrugada bajó la temperatura, y los que tenían mantas se alegraron de
poder envolverse en ellas. Como la columna no se movería hasta el alba (era
algo que se sentía en el aire, que venía desde el horizonte de autos inmóviles
en la noche) el ingeniero y Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino
del Ariane y el soldado. Los cálculos de Taunus no correspondían ya a la
realidad, y lo dijo francamente; por la mañana habría que hacer algo para
conseguir más provisiones y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de los
grupos vecinos, que tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para
no despertar a las mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de
los grupos más alejados, en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la
seguridad de que la situación era análoga en todas partes. El campesino conocía
bien la región y propuso que dos o tres hombres de cada grupo saliera al alba
para comprar provisiones en las granjas cercanas, mientras Taunus se ocupaba de
designar pilotos para los autos que quedaran sin dueño durante la expedición.
La idea era buena y no resultó difícil reunir dinero entre los asistentes; se
decidió que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y
llevarían todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los
otros grupos volvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y
al amanecer se explicó la situación a las mujeres y se hizo lo necesario para
que la columna pudiera seguir avanzando. La muchacha del Dauphine le dijo al
ingeniero que la anciana ya estaba mejor y que insistía en volver a su ID; a
las ocho llegó el médico, que no vio inconvenientes en que el matrimonio
regresara a su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404 quedaría
habilitado permanentemente como ambulancia; los muchachos, para divertirse,
fabricaron un banderín con una cruz roja y lo fijaron en la antena del auto.
Hacía ya rato que la gente prefería salir lo menos posible de sus coches; la
temperatura seguía bajando y a mediodía empezaron los chaparrones y se vieron
relámpagos a la distancia. La mujer del campesino se apresuró a recoger agua
con un embudo y una jarra de plástico, para especial regocijo de los muchachos
del Simca. Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro
abierto que no le interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los
expedicionarios tardaban tanto en regresar; más tarde Taunus lo llamó
discretamente a su auto y cuando estuvieron dentro le dijo que habían
fracasado. El amigo de Taunus dio detalles: las granjas estaban abandonadas o
la gente se negaba a venderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobre
ventas a particulares y sospechando que podían ser inspectores que se valían de
las circunstancias para ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer
una pequeña cantidad de agua y algunas provisiones, quizá robadas por el
soldado que sonreía sin entrar en detalles. Desde luego ya no se podía pasar
mucho tiempo sin que cesara el embotellamiento, pero los alimentos de que se
disponía no eran los más adecuados para los dos niños y la anciana. El médico,
que vino hacia las cuatro y media para ver a la enferma, hizo un gesto de
exasperación y cansancio y dijo a Taunus que en su grupo y en todos los grupos
vecinos pasaba lo mismo. Por la radio se había hablado de una operación de
emergencia para despejar la autopista, pero aparte de un helicóptero que
apareció brevemente al anochecer no se vieron otros aprestos. De todas maneras
hacía cada vez menos calor, y la gente parecía esperar la llegada de la noche
para taparse con las mantas y abolir en el sueño algunas horas más de espera.
Desde su auto el ingeniero escuchaba la charla de la muchacha del Dauphine con
el viajante del DKW, que le contaba cuentos y la hacía reír sin ganas. Lo
sorprendió ver a la señora del Beaulieu que casi nunca abandonaba su auto, y
bajó para saber si necesitaba alguna cosa, pero la señora buscaba solamente las
últimas noticias y se puso a hablar con las monjas. Un hastío sin nombre pesaba
sobre ellos al anochecer; se esperaba más del sueño que de las noticias siempre
contradictorias o desmentidas. El amigo de Taunus llegó discretamente a buscar
al ingeniero, al soldado y al hombre del 203. Taunus les anunció que el
tripulante del Floride acababa de desertar; uno de los muchachos del Simca
había visto el coche vacío, y después de un rato se había puesto a buscar a su
dueño para matar el tedio. Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que
tanto había protestado el primer día aunque después acabara de quedarse tan
callado como el piloto del Caravelle.. Cuando a las cinco de la mañana no quedó
la menor duda de que Floride, como se divertían en llamarlo los chicos del
Simca, había desertado llevándose un valija de mano y abandonando otra llena de
camisas y ropa interior, Taunus decidió que uno de los muchachos se haría cargo
del auto abandonado para no inmovilizar la columna. A todos los había
fastidiado vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban hasta
dónde habría podido llegar Floride en su fuga a través de los campos. Por lo
demás parecía ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del
404, al ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado y su
mujer serían responsables de algo que, después de todo, resultaba comprensible
en plena noche y en esas circunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la
lona que cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a
un metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada al
vidrio y un poco ladeada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió
por el lado izquierdo para no despertar a la monjas, y se acercó al Caravelle.
Después buscó a Taunus, y el soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego
el hombre se había suicidado tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la agenda
bastaban, y la carta dirigida a una tal Ivette, alguien que lo había abandonado
en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autos estaba bien
establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie se le hubiera ocurrido
quedarse fuera) y a pocos les preocupaba que otros anduvieran entre los coches
y se deslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse. Taunus llamó a
un consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su propuesta. Dejar el
cadáver al borde de la autopista significaba someter a los que venían más atrás
a una sorpresa por lo menos penosa: llevarlo más lejos, en pleno campo, podía
provocar la violenta repulsa de los lugareños, que la noche anterior habían
amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo que buscaba de comer. El
campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo necesario para cerrar
herméticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su trabajo se
les agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del brazo del
ingeniero. Él le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a
su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el cuerpo en el
portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch tape y tubos de cola líquida a
la luz de la linterna del soldado. Como la mujer del 203 sabía conducir, Taunus
resolvió que su marido se haría cargo del Caravelle que quedaba a la derecha
del 203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que su papá tenía otro
auto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a instalar parte de sus
juguetes en el Caravelle.
Por primera vez
el frío se hacía sentir en pleno día, y nadie pensaba en quitarse las
chaquetas. La muchacha del Dauphine y las monjas hicieron el inventario de los
abrigos disponibles en el grupo. Había unos pocos pulóveres que aparecían por
casualidad en los autos o en alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo
ligero. Otra vez volvía a faltar el agua, y Taunus envió a tres de sus hombres,
entre ellos el ingeniero, para que trataran de establecer contacto con los
lugareños. Sin que pudiera saberse por qué, la resistencia exterior era total;
bastaba salir del límite de la autopista para que desde cualquier sitio
llovieran piedras. En plena noche alguien tiró una guadaña que golpeó el techo
del DKW y cayó al lado del Dauphine. El viajante se puso muy pálido y no se
movió de su auto, pero el americano del De Soto (que no formaba parte del grupo
de Taunus pero que todos apreciaban por su buen humor y sus risotadas) vino a
la carrera y después de revolear la guadaña la devolvió campo afuera con todas
sus fuerzas, maldiciendo a gritos. Sin embargo, Taunus no creía que conviniera
ahondar la hostilidad; quizás fuese todavía posible hacer una salida en busca
de agua.
Ya nadie
llevaba la cuenta de lo que se había avanzado ese día o esos días; la muchacha
del Dauphine creía que entre ochenta y doscientos metros; el ingeniero era
menos optimista pero se divertía en prolongar y complicar los cálculos con su
vecina, interesado de a ratos en quitarle la compañía del viajante del DKW que
le hacía la corte a su manera profesional. Esa misma tarde el muchacho
encargado del Floride corrió a avisar a Taunus que un Ford Mercury ofrecía agua
a buen precio. Taunus se negó, pero al anochecer una de las monjas le pidió al
ingeniero un sorbo de agua para la anciana del ID que sufría sin quejarse,
siempre tomada de la mano de su marido y atendida alternativamente por las
monjas y la muchacha del Dauphine. Quedaba medio litro de agua, y las mujeres
lo destinaron a la anciana y a la señora del Beaulieu. Esa misma noche Taunus
pagó de su bolsillo dos litros de agua; el Ford Mercury prometió conseguir más
para el día siguiente, al doble del precio. Era difícil reunirse para discutir,
porque hacía tanto frío que nadie abandonaba los autos como no fuera por un
motivo imperioso. Las baterías empezaban a descargarse y no se podía hacer
funcionar todo el tiempo la calefacción; Taunus decidió que los dos coches
mejor equipados se reservarían llegado el caso para los enfermos. Envueltos en
mantas (los muchachos del Simca habían arrancado el tapizado de su auto para
fabricarse chalecos y gorros, y otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba
de abrir lo menos posible las portezuelas para conservar el calor. En alguna de
esas noches heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del
Dauphine. Sin hacer ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la
sombra hasta rozar una mejilla mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó
atraer al 404; el ingeniero la ayudó a tenderse en la cucheta, la abrigó con la
única manta y le echó encima su gabardina. La oscuridad era más densa en el
coche ambulancia, con sus ventanillas tapadas por las lomas de la rienda. En
algún momento el ingeniero bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y
un pulóver para aislar completamente el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al
oído que antes de empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la
derecha, las luces de una ciudad.
Quizá fuera una
ciudad pero las nieblas de la mañana no dejaban ver ni a veinte metros.
Curiosamente ese día la columna avanzó bastante más, quizás doscientos o
trescientos metros. Coincidió con nuevos anuncios de la radio (que casi nadie
escuchaba, salvo Taunus que se sentía obligado a mantenerse al corriente); los
locutores hablaban enfáticamente de medidas de excepción que liberarían la
autopista, y se hacían referencias al agotador trabajo de las cuadrillas
camineras y de las fuerzas policiales. Bruscamente, una de las monjas deliró.
Mientras su compañera la contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le
humedecía las sienes con un resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del
noveno día, de la cadena de cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose
paso entre la nieve que caía desde el mediodía y amurallaba poco a poco los
autos. Deploró la carencia de una inyección calmante y aconsejó que llevaran a
la monja a un auto con buena calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el
niño pasó al Caravelle donde también estaba su amiguita del 203; jugaban con
sus autos y se divertían mucho porque eran los únicos que no pasaban hambre.
Todo ese día y los siguientes nevó casi de continuo, y cuando la columna
avanzaba unos metros había que despejar con medios improvisados las masas de
nieve amontonadas entre los autos.
A nadie se le
hubiera ocurrido asombrarse por la forma en que se obtenían las provisiones y
el agua. Lo único que podía hacer Taunus era administrar los fondos comunes y
tratar de sacar el mejor partido posible de algunos trueques. El Ford Mercury y
un Porsche venían cada noche a traficar con las vituallas; Taunus y el
ingeniero se encargaban de distribuirlas de acuerdo con el estado físico de
cada uno. Increíblemente la anciana del ID sobrevivía, perdida en un sopor que
las mujeres se cuidaban de disipar. La señora del Beaulieu que unos días antes
había sufrido de náuseas y vahídos, se había repuesto con el frío y era de las
que más ayudaba a la monja a cuidar a su compañera, siempre débil y un poco
extraviada. La mujer del soldado y del 203 se encargaban de los dos niños; el
viajante del DKW, quizá para consolarse de que la ocupante del Dauphine hubiera
preferido al ingeniero, pasaba horas contándoles cuentos a los niños. En la
noche los grupos ingresaban en otra vida sigilosa y privada; las portezuelas se
abrían silenciosamente para dejar entrar o salir alguna silueta aterida; nadie
miraba a los demás, los ojos tan ciegos como la sombra misma. Bajo mantas
sucias, con manos de uñas crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar,
algo de felicidad duraba aquí y allá. La muchacha del Dauphine no se había
equivocado: a lo lejos brillaba una ciudad, y poco y a poco se irían acercando.
Por las tardes el chico del Simca se trepaba al techo de su coche, vigía
incorregible envuelto en pedazos de tapizado y estopa verde. Cansado de
explorar el horizonte inútil, miraba por milésima vez los autos que lo
rodeaban; con alguna envidia descubría a Dauphine en el auto del 404, una mano
acariciando un cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahora que había
reconquistado la amistad del 404, les gritaba que la columna iba a moverse;
entonces Dauphine tenía que abandonar al 404 y entrar en su auto, pero al rato
volvía a pasarse en buscar de calor, y al muchacho del Simca le hubiera gustado
tanto poder traer a su coche a alguna chica de otro grupo, pero no era ni para
pensarlo con ese frío y esa hambre, sin contar que el grupo de más adelante
estaba en franco tren de hostilidad con el de Taunus por una historia de un
tubo de leche condensada, y salvo las transacciones oficiales con Ford Mercury
y con Porsche no había relación posible con los otros grupos. Entonces el
muchacho del Simca suspiraba descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la
nieve y el frío lo obligaban a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío
empezó a ceder, y después de un período de lluvias y vientos que enervaron los
ánimos y aumentaron las dificultades de aprovisionamiento, siguieron días
frescos y soleados en que ya era posible salir de los autos, visitarse,
reanudar relaciones con los grupos de vecinos. Los jefes habían discutido la
situación, y finalmente se logró hacer la paz con el grupo de más adelante. De
la brusca desaparición del Ford Mercury se habló mucho tiempo sin que nadie
supiera lo que había podido ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y
controlando el mercado negro. Nunca faltaban del todo el agua o las conservas,
aunque los fondos del grupo disminuían y Taunus y el ingeniero se preguntaban
qué ocurriría el día en que no hubiera más dinero para Porsche. Se habló de un
golpe de mano, de hacerlo prisionero y exigirle que revelara la fuente de los
suministros, pero en esos días la columna había avanzado un buen trecho y los
jefes prefirieron seguir esperando y evitar el riesgo de echarlo todo a perder
por una decisión violenta. Al ingeniero, que había acabado por ceder a una
indiferencia casi agradable, lo sobresaltó por un momento el tímido anuncio de
la muchacha del Dauphine, pero después comprendió que no se podía hacer nada
para evitarlo y la idea de tener un hijo de ella acabó por parecerle tan
natural como el reparto nocturno de las provisiones o los viajes furtivos hasta
el borde de la autopista. Tampoco la muerte de la anciana del ID podía
sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra vez en plena noche, acompañar y
consolar al marido que no se resignaba a entender. Entre dos de los grupos de
vanguardia estalló una pelea y Taunus tuvo que oficiar de árbitro y resolver
precariamente la diferencia. Todo sucedía en cualquier momento, sin horarios
previsibles; lo más importante empezó cuando ya nadie lo esperaba, y al menos
responsable le tocó darse cuenta el primero. Trepado en el techo del Simca, el
alegre vigía tuvo la impresión de que el horizonte había cambiado (era el
atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz rasante y mezquina) y que algo
inconcebible estaba ocurriendo a quinientos metros, a trescientos, a doscientos
cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo Dauphine que se pasó
rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el soldado y el campesino venían
corriendo y desde el techo del Simca el muchacho señalaba hacia adelante y
repetía interminablemente el anuncio como si quisiera convencerse de que lo que
estaba viendo era verdad; entonces oyeron la conmoción, algo como un pesado
pero incontenible movimiento migratorio que despertaba de un interminable sopor
y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a gritos que volvieran a sus coches;
el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso.
Ahora el 2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane empezaban a moverse, y el
muchacho del Simca, orgulloso de algo que era como su triunfo, se volvía hacia
el 404 y agitaba el brazo mientras el 404, el Dauphine, el 2HP de las monjas y
el DKW se ponían a su vez en marcha. Pero todo estaba en saber cuánto iba a
durar eso; el 404 se lo preguntó casi por rutina mientras se mantenía a la par
de Dauphine y le sonreía para darle ánimo. Detrás, el Volkswagen, el Caravelle,
el 203 y el Floride arrancaban, a su vez lentamente, un trecho en primera
velocidad, después la segunda, interminablemente la segunda pero ya sin
desembragar como tantas veces, con el pie firme en el acelerador, esperando
poder pasar a tercera. Estirando el brazo izquierdo el 404 buscó la mano de
Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos, vio en su cara una sonrisa de
incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a París y que se bañarían, que
irían juntos a cualquier lado, a su casa o a la de ella a bañarse, a comer, a
bañarse interminablemente y a comer y beber, y que después habría muebles,
habría un dormitorio con muebles y un cuarto de baño con espuma de jabón para
afeitarse de verdad, y retretes, comida y retretes y sábanas, París era un
retrete y dos sábanas y el agua caliente por el pecho y las piernas, y una
tijera de uñas, y vino blanco, beberían vino blanco antes de besarse y sentirse
oler a lavanda y a colonia, antes de conocerse de verdad a plena luz, entre
sábanas limpias, y volver a bañarse por juego, amarse y bañarse y beber y
entrar en la peluquería, entrar en el baño, acariciar las sábanas y acariciarse
entre las sábanas y amarse entre la espuma y la lavanda y los cepillos antes de
empezar a pensar en lo que iban a hacer, en el hijo y los problemas y el
futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que la columna continuara
aunque todavía no se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir así en
segunda, pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó atrás
en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar sin
peligro de irse contra el Simca, y que el Simca aceleraba sin peligro de chocar
contra el Beaulieu, y que detrás venía el Caravelle y que todos aceleraban más
y más, y que ya se podía pasar a tercera sin que el motor penara, y la palanca
calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo suave y se aceleró
todavía más, y el 404 miró enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando
los ojos de Dauphine. Era natural que con tanta aceleración las filas ya no se
mantuvieran paralelas. Dauphine se había adelantado casi un metro y el 404 le
veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se volvía para mirarlo
y hacía un gesto de sorpresa al ver que el 404 se retrasaba todavía más.
Tranquilizándola con una sonrisa el 404 aceleró bruscamente, pero casi en
seguida tuvo que frenar porque estaba a punto de rozar el Simca; le tocó
secamente la bocina y el muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le hizo
un gesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el Beaulieu pegado a
su auto. El Dauphine iba tres metros más adelante, a la altura del Simca, y la
niña del 203, al nivel del 404, agitaba los brazos y le mostraba su muñeca. Una
mancha roja a la derecha desconcertó al 404; en vez del 2HP de las monjas o del
Volkswagen del soldado vio un Crevrolet desconocido, y casi en seguida el
Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su izquierda
se le apareaba un ID que empezaba a sacarle ventaja metro a metro, pero antes
de que fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir todavía en la
delantera el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no
existía. Taunus debía de estar a más de veinte metros adelante, seguido de
Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la izquierda se atrasaba porque en
vez del DKW del viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte trasera de un viejo
furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos corrían en tercera,
adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los lados de
la autopista se veían huir los árboles, algunas casas entre las masas de niebla
y el anochecer. Después fueron las luces rojas que todos encendían siguiendo el
ejemplo de los que iban adelante, la noche que se cerraba bruscamente. De
cuando en cuando sonaban bocinas, las agujas de los velocímetros subían cada
vez más, algunas filas corrían a setenta kilómetros, otras a sesenta y cinco,
algunas a sesenta. El 404 había esperado todavía que el avance y el retroceso
de las filas le permitiera alcanzar otra vez a Dauphine, pero cada minuto lo
iba convenciendo de que era inútil, que el grupo se había disuelto
irrevocablemente, que ya no volverían a repetirse los encuentros rutinarios,
los mínimos rituales, los consejos de guerra en el auto de Taunus, las caricias
de Dauphine en la paz de la madrugada, las risas de los niños jugando con sus
autos, la imagen de la monja pasando las cuentas del rosario. Cuando se
encendieron las luces de los frenos del Simca, el 404 redujo la marcha con un
absurdo sentimiento de esperanza, y apenas puesto el freno de mano saltó del
auto y corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más atrás estaría
el Caravelle, pero poco le importaba) no reconoció ningún auto; a través de
cristales diferentes lo miraban con sorpresa y quizá escándalo otros rostros
que no había visto nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver a su
auto; el chico del Simca le hizo un gesto amistoso, como si comprendiera, y
señaló alentadoramente en dirección de París. La columna volvía a ponerse en
marcha, lentamente durante unos minutos y luego como si la autopista estuviera
definitivamente libre. A la izquierda del 404 corría un Taunus, y por un
segundo al 404 le pareció que el grupo se recomponía, que todo entraba en el
orden, que se podría seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus
verde, y en el volante había una mujer con anteojos ahumados que miraba
fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la
marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodeaban, no
pensar. En el Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta de cuero.
Taunus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de
lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces
con la mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como
mascota. Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se
distribuirían los alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la
situación con Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche, sería
Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida.
Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre.
Tal vez el soldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las
últimas horas; de todos modos se podía contar con Porsche, siempre que se le
pagara el precio que pedía. Y en la antena de la radio flotaba locamente la
bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las
luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro,
por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada
de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante,
exclusivamente hacia adelante.
Sueño sin pausa*
Sueño entre
otros sueños, sueño sin pausa,
ellos que
nacieron para susurrar imágenes
que no
perduraran, ni quizás, en mi sangre...
pero sí en la
letanía de los últimos versos.
Un sueño
profundo, recurrente, primario,
un sueño de sol
profundo, se mece, tirita.
La caricia
tibia que navega en las orillas,
combinando mis
espacios y mis silencios.
Y así como
reconozco ser dueño y sabio,
de todo aquello
que mis manos modelan,
así como
descubro ante todos los demás,
la ilusión
libre que culmina al despertar.
Enuncio a
todos, que mi sueño es un sueño,
que otros hace
tiempo, cansaron de soñar.
Y digo que mi
originalidad no es única voz,
si no una pausa
que se olvidaron de contar.
Sueño sin
tiempo, el significado de alcanzar.
Para
sobrellevar la palabra, sueño un mundo.
Para enaltecer
mis sentidos, sueño el mundo.
Escapando de la
nada, para no imitar a nadie.
Harto de
irrealidades, sueño en mi rincón.
Y entonces mi
rincón redunda de esos sueños.
Y mis musas
ordenan a mi memoria recordar,
aquellos otros
sueños que ya dejé durmiendo.
Ahora…
Les muestro los
sueños, que dejé abandonados,
y les regalo
los sueños, que cubrí de leyendas.
Ellos fueron
todos, en mis espacios y silencios,
basta poesía
inconclusa, un sueño sin pausa…
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
Los hijos de
Brando contra John Wayne*
*Por Juan
Forn
Una sola vez en
la vida se le alinearon todos los planetas al director de cine John Schlesinger
y le salió Perdidos en la noche. Digo Perdidos en la noche y no Midnight Cowboy
porque es uno de esos rarísimos casos en que la traducción es más fiel que el original
al espíritu de la película, y ese título que le pusieron anónimamente en la
distribuidora cuando la estrenaron en la Argentina (en ninguna otra parte la
llamaron así) hace justicia a un hecho central de Perdidos en la noche: que el
cowboy no iba solo en su inmersión en El Gran Lupanar Neoyorquino. Al
querubínico aspirante a taxi-boy que interpretaba Jon Voight lo acompañaba el
inmortal Ratso Rizzo que hacía Dustin Hoffman. Durante mucho tiempo, Perdidos
en la noche fue una de esas películas que todos habían visto, generación tras
generación, pero he descubierto con estupor en estos días que eso ya no pasa,
que cada vez son menos los que creen que es el mejor retrato jamás filmado de
Nueva York Babilonia, el Sueño Americano visto por la puerta de atrás.
John
Schlesinger era uno de los talentos de la fecunda camada que dio el cine inglés
en los primeros ’60 cuando Hollywood se fijó en él. Ir a Hollywood era
venderse, así que Schlesinger aceptó reunirse con los de United Artists, pero
en Nueva York. Era su primera vez en América. En el trayecto del hotel al
restaurante donde lo esperaban los ejecutivos, vio a un hombre caer muerto en
la calle y a los demás transeúntes pasar impertérritos por los costados del
caído. Llegó a la reunión y dijo que aceptaba hacerles una película, pero no en
Los Angeles, en estudios, sino cámara en mano, en las calles de Nueva York. El
tema que propuso parecía neorrealismo italiano (dos lúmpenes derivando por la
noche babilónica de Nueva York, un cowboy rubio y un lustrabotas rengo), pero
el estudio aceptó porque les salía barato: director extranjero, equipo de
filmación mínimo, elenco de desconocidos del teatro off neoyorquino. Le dieron
luz verde, ficharon a todos por monedas y se olvidaron de que los tenían a
sueldo y ensayando febrilmente en Nueva York porque había asuntos más
importantes que atender en Los Angeles, por ejemplo leer religiosamente
Variety, donde los de United Artists se enteraron de que la película sensación
de la temporada, El graduado, estaba protagonizada por el mismo desconocido que
tenían fichado para el papel de Ratso Rizzo.
Era 1967: el
año en que cambió para siempre el casting tal como se entendía hasta entonces.
Mike Nichols había puesto al enano Dustin Hoffman a hacer un papel que estaba
escrito para Robert Redford. Schlesinger había rechazado a Lee Majors (¡se
acuerdan de El Hombre Nuclear!) para el papel de Ratso y a Warren Beatty para
el del vaquero taxi-boy. No quería actorcetes en su película: quería bonzos. Un
día llevó a todo el elenco a ver El affair de Thomas Crown y después les dio
una arenga heroica contra el cine sin alma. Hoffman también se salía de la
vaina por demostrarle al mundo que era mucho más que el college-boy que todos
habían adorado en El graduado. El y Voight venían del mismo palo, se sentían
los hijos de Brando: hambre y Actor’s Studio, apenas un año antes habían hecho
juntos Panorama desde el puente en el off, sólo que Voight la protagonizaba
(con Robert Duvall) y Hoffman era un mero asistente de dirección. Ahora, en
cambio, el enano era el dínamo de la película. El enano y la cámara de Adam
Holender, un polaco recién llegado a América que el joven Roman Polanski le
presentó a Schlesinger con estas palabras: “Tiene los ojos de un corresponsal
de guerra y el pulso de un corresponsal de guerra”. Holender nunca había
trabajado en películas, sólo en documentales; además estaba recién llegado a
Nueva York y no entendía una palabra de inglés: así filmó cada una de las
escenas de Perdidos en la noche, como si estuviera en la guerra.
Y era una
guerra: durante el rodaje se había estrenado en Inglaterra y Estados Unidos la
última película que Schlesinger había filmado antes de irse a Nueva York (Lejos
del mundanal ruido) y la crítica la había lapidado a ambos lados del océano. La
actitud del estudio cambió por completo a partir de entonces; lo único que les
importaba ahora del proyecto era que estaba Dustin Hoffman, aunque se esperaban
lo peor después de ver las pocas e incongruentes tomas que habían logrado que
les mandaran desde Nueva York. No les preocupaban tanto los rumores de costa a
costa que decían que Schlesinger había salido del closet durante el rodaje, ni
que se supiera que la idea de la película venía de una novelita porno sobre un
taxi-boy, ni que la corte de los milagros de Andy Warhol participara como
extras (y proveedores de drogas) en los bacanales de la película. Cosas así
eran moneda corriente en Hollywood. Lo que no era nada corriente para Hollywood
era esa forma espasmódica, extranjera, ¡aficionada!, de filmar.
El día en que
Schlesinger finalmente entregó copia para una proyección privada en la United
Artists, los ejecutivos no lo saludaron y lo dejaron afuera de la sala durante
la proyección. Voight lo vio irse a vomitar al estacionamiento y fue tras él.
“¿Qué hemos hecho? ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué será de nosotros?”, lloriqueaba. El
holandesote lo zamarreó por los hombros y le dijo: “Somos tus criaturas y nos
has hecho inmortales, John”. Hoffman, que estaba adentro, padeciendo el final
de la película en absoluto silencio, dice que cuando se encendieron las luces
hubo un instante en blanco, en aquel estanque de tiburones: ninguno de los
presentes cruzaba la mirada con nadie, ocupado en disimular el lagrimón que les
había arrancado esa última escena de Ratso en el ómnibus al amanecer. Un
segundo después ya habían encendido los cigarros y se codeaban y se palmeaban
unos a otros adentro de una nube de humo: “Tenemos una película”, “Esto es
cine”, “Huelo a Oscar”.
Y efectivamente
hubo Oscar, contra todo pronóstico, después de que fuera calificada como X por
su contenido explícito y así perdiera la mitad del público que esperaba la
United Artists, y de la otra mitad buena parte abandonara la sala en medio de
las funciones. Fue la noche en que el Viejo Hollywood y el Nuevo Hollywood se
sentaron en plateas separadas y se midieron toda la ceremonia. Perdidos en la
noche ganó a la mejor película, al mejor guión (el espasmódico guión), a la
edición (sin nombrar a Holender porque el polaco no tenía los papeles en regla
durante el rodaje), y Hoffman y Voight competían en el rubro mejor actor contra
John Wayne, uno de los pilares del Viejo Hollywood, junto a Sinatra, Bob Hope,
Reagan, toda esa runfla. Ganó John Wayne, fue el premio consuelo de la noche,
porque Hoffman y Voight igual subieron al escenario a recibir el Oscar a la
mejor película (Schlesinger no fue a la ceremonia). Sólo faltó que proyectaran
esa escena de la película en que Ratso bardeaba al taxi-boy por su sombrero de
vaquero, le decía que todos los cowboys eran putos, le quemaba el coco como un
picaseso, hasta que el taxi-boy contestaba a gritos: “¡John Wayne es cowboy!
¿Estás diciendo que John Wayne es puto? ¿Entiendes los alcances de lo que estás
diciendo?”.
Todo me sale
mal*
Miró el río por
última vez, se iba a tirar con piedras en los bolsillos, sin vuelta atrás.
Quién podía
imaginar que su plan perfecto iba a ser desactivado por ese hombre fuerte que
la tomó casi en el aire.
Cuando cenaban
en un lugar maravilloso, frente el mar, al que llegaron en el avión
privado de él, le preguntó la razón por la que había tomado
una determinación tan extrema.
Ella contestó
con un mohín mientras estiraba su mano para que él le pusiera el anillo de
brillantes ¿no ves que nunca logro mis objetivos, que todo me sale mal?
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
***
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