*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina.
IDA*
Había uñas.
Quiero decir
que eran uñas que existían, que podían soñarse, o molerse de algunas diversas
maneras que también podían soñarse, o guardarse en un alhajero que
necesariamente también debía existir.
Quiero decir
que debía ser un alhajero que podía decirse o tragarse sin respirar, sin
siquiera haber abierto la boca algunos segundos antes.
Había uñas,
soplabas,
hundías los
dedos en cualquier superficie
estanca,
sanguinolenta, tibia, apalabrada.
Podía ser piel
o historia o una mentira.
Quiero decir
que podía ser mentira
porque a la vez
que todo existe
se te disgrega
el cuerpo en alguna cama,
en alguna
trampa,
en un mortero,
en un pasillo
de vértebras donde te perdés
boca arriba,
esperando la
palidez que se agita en el epicentro de las uñas hundidas hasta el cosmos, la
asfixia, la repetición espástica, violenta, cegadora, líquida, flagrante,
elíptica,
que desgarra,
inmortaliza,
deja el libelo,
la palabra
al aire.
*De Pamela S. Terlizzi Prina.
pameprina@hotmail.com
PODÍA SER PIEL O HISTORIA O UNA MENTIRA…
LA MIRADA QUE
VE*
Selvakumar vive
en el Estado meridional de Tamil Nadu, en la India. Delgado, moreno,
Selvakumar trabajaba su arrozal.
Llevaba o era
llevado por una de esas vidas que transcurren bajo el sol y contra la lluvia,
una existencia de jornadas repetidas y previsibles sucesos hasta que, hace
quince años, Selvakumar dio en matar a dos perros. Cruelmente mató a sus dos
perros, los lapidó. Nadie dice por qué mató a los perros, ni tampoco dicen por
qué, luego de lapidarlos, colgó los cadáveres de un árbol.
Giraron los
cadáveres hinchados en Tamil Nadu. Yo no los vi, pero los veo ahora, tan
tristes los dos perros, tan solitarios.
Este hombre
Selvakumar matador de perros, asesino de canes, este hombre oscuro fue de
inmediato castigado con señales de los dioses. Dificultades para hablar, oir y
caminar. Los médicos no le dieron explicaciones para su condición porque la
ciencia nada sabe de perros pudriéndose al sol ni de venganzas arrojadas desde
los espíritus animales contra los que se ha cometido ofensa.
Hubo de sufrir
Selvakumar su castigo y al no poder oir ni hablar ni caminar como antes lo
hiciera, imitaba de a poco la situación de muerte que había, él, ocasionado a
los perros de su campo, que habían, morosamente, girado pendiendo de las sogas
que ató a los inocentes cuellos peludos.
No pudieron los
médicos aliviar sus males, y quince años los sufrió en medio de inútiles
lamentos y tardío arrepentimiento.
Fue un
astrólogo el que le dio explicación para su extraña enfermedad. Dijo que
los espíritus de los perros difuntos habían vuelto para aparecérsele y lanzarle
un maleficio.
Agregó el
remedio, ya que los videntes y los magos no se quedan en el puro diagnóstico
sino que con presteza ofrecen antídotos. La maldición, dijo el astrólogo,
no terminaría hasta que el hombre se casara con una perra.
Cosas más
extrañas han sucedido en la India, cosas más extrañas suceden en la vasta
tierra de los hombres.
Buscó esposa
Selvakumar y la halló en Selvi, una perra de cuatro años de color canela, con
atractivos ojos ribeteados en negro como las bellas mujeres hindúes de
enigmáticos gestos.
Quiso escaparse
Selvi antes del matrimonio, pero adornada con flores y envuelta en un sari la
llevaron las mujeres al templo del distrito de Sivagangawas. Un sacerdote
ofició el matrimonio religioso. Veo la fotografía de Selvakumar y Selvi, aquí,
colorida y pintoresca.
Un amigo del
novio explicó que la boda sirve sólo para alejar la maldición, que luego el
flamante marido piensa buscar una verdadera esposa.
Me pregunto qué
maldiciones atraerá sobre su castigada cabeza este farsante, que reprendido por
asesinato, renueva su afrenta a los espíritus animales tomando por esposa a la hembra
que piensa desechar luego de haber cumplido el fin previsto.
Selvakumar
cree, como todos los hombres, que la naturaleza olvida, que puede ser engañada,
y que los crímenes cometidos en su contra no hallarán irremediablemente su
castigo.
Selvi mira con
sus bellos ojos almendrados a Selvakumar en la fotografía. Debajo del colorido
sari, rodeada de flores, Selvi mira atentamente a Selvakumar.
Identidad*
Son para ti
estos versos
(quienquiera
que tú seas
dondequiera que
estés);
para ti que
caminas sin estrépito
por las calles
lejanas
de otra ciudad
perdida
(otra ciudad
que es ésta,
mas donde yo no
existo)
otras calles
tan viejas
como éstas que
atravieso
callejas que
recorro
solo, sin tus
latidos
resonando a mi
lado;
una ciudad
gemela
tal vez en otro
espacio,
en otra
dimensión desconocida;
y tú siempre
girando
en idénticos
círculos,
dibujando
itinerarios paralelos,
pero lejos,
distante,
padeciendo esta
misma soledad
que me calcina
y sin poder
salvar de un salto esa distancia
que a los dos
nos resulta incomprensible.
-De Por si
mañana no amanece
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
PESADILLA*
Estaba en el
Circo Plumkier, dentro de una jaula con 10 tigres que se acercaban y tuve que
saltar la reja de la jaula para escapar. La desgracia fue caer en el recinto de
los cocodrilos. Inmediatamente dos de ellos, enormes y con la fauces muy
abiertas, se lanzaron sobre mi con ánimo de comerme. Me zafé del primero
mediante un escorzo y del segundo lanzándome al agua. Lamentablemente en el
agua estaban los otros tres compañeros que al verme chapotear, nadaron hacia a
mí a toda velocidad. Tuve la suerte de poder agarrarme al trapecio y salir
volando por los aires. Dando una pirueta extraña uno de mis pies quedó
enrollado en la cuerda y caí a plomo desde una altura de 15 metros; reboté en
la cama elástica y caí dentro del carromato de los osos. Un oso enorme y peludo
se acercó a mí con la fauces abiertas y moviendo las zarpas en actitud
agresiva. Parecía enloquecido y rabioso.
En todo este
tiempo puedo asegurar que no sentí miedo. Cuando realmente me aterroricé fue al
despertar y darme cuenta de que la pesadilla había acabado. A partir de ahí
debía enfrentarme con el mundo real.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
INGENUIDAD*
El mundo se derrumba
y yo sigo pensando
que todo ser es bueno.
La ciudad se derrumba,
mi calle, mi casa, mi cuarto
y yo sigo pensando
que alguien vendrá en socorro.
Tú cruzas la calle
abrazada a tu esposo
y yo sigo pensando
que
todavía me amas.
*De Miguel Crispín Sotomayor.
arcomar@cubarte.cult.cu
DE MITOS Y
LEYENDAS*
Pequeños pies
caminan el sendero de tierra húmeda
que circunda al platanal
cae la tarde
los pájaros se retiran
a las copas de los árboles
y el murmullo del río acaricia
la yerba mojada
el misterio respira en los cañaverales,
justo ahí, en el recodo, donde plantas
de tuna y duraznos, anuncian el principio
de la sombra, los mitos
y leyendas erizan la piel
los inocentes ojos
buscan un pedazo de cielo,
entre gigantes hojas trenzadas como techo, verdoso
y siniestro
y racimos de bananos cuelgan obtusos,
pasos detenidos, el temor los hace rápidos,
miradas hacia atrás constantes,
y sentirse perseguida
y el terror mueve los pasos
es noche, el viento viene de lejos,
una piedra rompe el silencio
y rápido es veloz
y el corazón late, misterioso,
como el duende lanza piedras
y la niña que deambula sola, huye,
corre a casa con el sabor de vivir
la mejor de las hazañas
una voz familiar, interrumpe
el mágico momento
-a lavarse las manos, la cena está servida-
y la noche bordea la estancia
en el bosque, plagado de leyendas
los duendes bailan.
*Poema incluido en DESDE LAS
PROFUNDIDADES
Editorial
BLACK DIAMOND EDITIONS, 2013
https://www.blackdiamondeditions.com
Desde las profundidades, 2013.
Derechos reservados © Ruth Ana
López Calderón, 2013.
Final del juego*
*De Julio Cortázar.
Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino
los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para
escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas
después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos
porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo
nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los
maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima
pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta
clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua
sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos
sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a
tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez
de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba
lavar a mamá , con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo
por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas
recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en
el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya
que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente
José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le
volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos
probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en
la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de
mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la
galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba
leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.
Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de
rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos
trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se
cansaba y se iba, repitiendo la misma frase:
-Acabarán en la calle, estas mal nacidas.
Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa
quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él
también su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta
blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba
de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces
corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del
ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro
reino.
Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo
frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los
durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín
donde la mica, el cuarzo y el feldespato Ä que son los componentes del granito
Ä brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde.
Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido
peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si
nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos
contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas y las
orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez,
entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la
transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando
al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con
leche.
Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos
metíamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa,
donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad
silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era
Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenía que
secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o pegando
figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte
de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas.
Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano
anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo
menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar,
casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo
debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la
queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no tenía
aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca,
y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las
tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y
las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía parecer más flaca,
como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla
de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la casa de
las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada
contra la pared. Y nos dirigía.
La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se
enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar
una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de
devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de
invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de
nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle.
Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos
parecía bastante normal.
Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano,
contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta
veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta
para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y
sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda
y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo
que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego
marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos
pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos
y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era
un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían
algo -un trapo, una pelota, una rama de sauce- a un pobre huerfanito invisible.
La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían
estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas,
donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que
pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no
podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y
aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua
aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho m s complicado y
excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía ataviada
con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que
inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes
la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron
fracasos horribles.
Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el
día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y
las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en
seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud,
saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que
venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante rápido, y no
nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de
las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y sabíamos que
algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey
sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el
pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban
cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la
estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero
las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la
indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el
segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y
rebotó hasta mí. Era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra
de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera
ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un poco seco, con todo
ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para
saber quién se lo quedaría, y me lo gané. Al otro día ninguna quería jugar para
poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra
interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con
Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis
no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza.
Como actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el
renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tía
Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para
que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo
verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de
manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la
sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel
con discreción pero muy amables.
Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren
Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntando los brazos al
cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar
la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios
y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo
saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y
todavía discutíamos si vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era
odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos
otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho. Ariel." Ahora él
sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos
dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que
volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el
colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel
era muy bien.
Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos.
Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua
dificilísima de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en
la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la
actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al
principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia
fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un
lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos
ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a
Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no
dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese
día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la
mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos
veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos
días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo
visto era una maravilla lo bien que le sentaba.
Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba
el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero
nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre
nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay
alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo
empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro
sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había
portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa
noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por
enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a
distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia si
el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de
un rápido a mi espalda o -lo que era peor- que a último momento Uno de los
trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me
olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse.
Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas
con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo
mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a
almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y
que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba.
Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a
Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que
el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba
estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella
inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y
juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren,
Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no
tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió
en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabía que él acababa de mirarla así.
Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le
hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche.
El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que
era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la
carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a
Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos
los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse
en la estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo
estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a
las tres estatuas muy atentamente. " La firma parecía un garabato aunque
se notaba la personalidad.
Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o
dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que
resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar
en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a
alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas,
seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos
calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los
ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.
Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a
Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas.
Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así,
a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía
en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó
el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no
sabía que pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero
también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué‚
perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no
sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas
cosas.
A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si
nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos
pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la
conciencia.
Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a
su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería
mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy
nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían
esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó
a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la mesa. "Ella
no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la
demos." Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta.
Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en
seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José.
Al otro día me tocó a mí salir de compras al mercado y en toda la mañana
no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un
momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo
noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de
una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo
le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía
tan difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que
estabas descompuesta", le propuse, pero ella decía que no y se quedaba
callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que
no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce
barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la
Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la
ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo
que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de
tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los
platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de
felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos
que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena
impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho
más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando
pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con
nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte
minutos después lo llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos
y todo de gris.
Bien no me acuerdo de lo que hablamos al
principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y
decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las
actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qué faltaba la tercera. Holanda
explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que
Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial,
que por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos
los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él
parecían interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los ornamentos y
dijo: "Éste lo llevaba Leticia un día", o:"Éste fue para la
estatua oriental", con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos
a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo
se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la
conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de
irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia
estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio
contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba
cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca
y nosotras sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar
el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la
mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo
mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin
querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un
gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y
antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no
hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de
sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: "Hasta
siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan
divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo
del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta
pero me dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a
Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y
cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo
porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se
sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos
diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del
limonero.
Cuando
íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se
acaba el juego." Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día
Leticia nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar
la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una
desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi
nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del
bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con
rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro
que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero
Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única
responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos.
Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas
con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco
de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban
bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel
que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un
turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando
el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las
alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua
fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la
cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el
cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que
había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla
la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin vernos a nosotras
hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos corrimos al mismo
tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes l grimas
por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las
alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por última
vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo
mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió
silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería
dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla
vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel
viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río
con sus ojos grises.
*Final de Juego. 1956
*
en estos
desfiladeros
se esconden una
mujer un hombre
hacen puertas
hacen caminos
una mueca de
luna
hacen una
sepultura donde se arrodillan
para llorarse
así mismos
dejan sobre las
piedras sus manos
cavan profundo
un cielo
entierran
estrellas errantes
pájaros que
sabían sus nombres
sueños que
deambulaban sonámbulos
hacen la rosa y
el océano
en estos
desfiladeros una mujer un hombre
se olvidan de
volar se duermen
desarticulan
los engranajes del día
se quitan el
alma
arrodillados
lloran sobre la tierra
allí crecerán
animales ciegos que rondarán la noche
en busca de una
mano que les acaricie el lomo/
*De León Peredo.
PENSAMIENTO
535*
Las películas
pornográficas me entristecen
porque veo
claramente que no se quieren.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
***
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