*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina.
MI BODEGA*
Descolocadas,
algunas rotas, el líquido derramado y seco; botellas de muerte y olvido. Otras,
con moho por fuera, cerradas con tapón de corcho y plástico duro. Selladas,
bien selladas, el vino picado desde hace tantos años. Unas, llenas de horas
vacías, de palabra afónica, embrutecida.
Algunas, las
limpio, las coloco en el mejor sitio, donde nada las dañe, para quitarles el
tapón y oler; oler creyendo que volveré a enamorarme.
Botellas, cada
una con su etiqueta, cambiada o superpuesta; la del amor por la del hastío,
encima la del odio. Las del dolor, tristeza y rabia, tumbadas boca abajo.
Muchas, sin tapones, abiertas, y el líquido mezclándose: pena, miedo, placer.
COMO EL ROCE DE UN CIELO ÍNTIMO…
MASCOTAS*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
La identificación con una
mascota en aquellos tiempos remotos, constituía casi un acto fundacional de
vida.
¿Que era un chico sin juguetes
en ese tiempo si no tenía una pequeña mascota que acompañara su extrañeza
mientras iba haciendo un reconocimiento del mundo, que en ese tiempo se reducía
casi exclusivamente a uno: al de los mayores?. Donde uno podía atisbar,
fisgonear, espiar, curiosear, pero a riesgo de ser descubierto y volver al
limbo de los sin voz y sin deseos. Sólo un número, una presencia que en la mesa
tomaba participación porque consumía alimentos y aumentaba los gastos de la
alicaída economía familiar.
Nuestras madres nos dirigían con
los ojos. Una mirada sola, bastaba, oficiaba de código para saber si debíamos
abrir la boca o no.
-Vos, cuando tu padre se sienta
a la mesa, antes de hablar, miráme. Eran sus precisas instrucciones.
Con cuanto deseo entonces
añorábamos un animalito, en mi caso un perro.
Y como los deseos podían
cumplirse, aún en esos tiempos, y aún a los niños de esos tiempos, la
ocasión se me dio, porque hasta allí los perros que anduvieron en mi casa los
traía mi padre. Quien tenía respecto de las mascotas una mirada
práctica.
-En la casa debe haber un perro
para ahuyentar a los ladrones; y un gato para que no se arrimen los ratones
–agregaba.
Uno de los que recuerdo fue
bautizado por mi padre como Tin-tin.
Era un perrazo muy juguetón que
me estaba tirando a cada rato al suelo, ya que yo apenas comenzaba a andar
sobre la corteza de este mundo. Mi padre, práctico, un día lo regaló.
A veces lo recuerdo, incluso con
sus patas sobre mi pecho, pero tal vez sea un recuerdo desvaído de los relatos
paternos. Como tantas cosas de mi primera infancia, la obtención de mi primera
y única mascota se produjo en la chacra de ese gringo buenazo que se llamó
Domingo Clérici.
Como todos los años para la
juntada de maíz nosotros nos mudábamos los meses que ésta duraba a esa
construcción antiquísima, que estaba en el campo Volleinweider, camino a
Beravebú , a escasos kilómetros de mi pueblo. El camino que acompañaban las
vías, de extraordinario uso en ese tiempo, con trenes de pasajeros y los más
frecuentes que cargaban cereales o ganado. Pero los había que transportaban
combustible, madera y fruta de provincias lejanas hasta Rosario. Debajo de los
frondosos y viejos paraíso de ese patio amplísimo, yo observaba ese andar
agusanado y humeante, cuando la máquina no era a Diesel, a quien mi madre
llamaba el trencito.
Como el campito que me separaba
de las vías en general era sembrado con alfalfa, que como sabemos no crece muy
alto, tenía una visión privilegiada. Me conocía todos los horarios, aún sin
saber la hora, porque tenían esos convoyes una precisión matemática, y
luego del almuerzo donde pasaba el de pasajeros a Rosario, hasta llegar a la
merienda había dos más: uno cargando leña o .madera que venían de Córdoba y el
de hacienda que venía del Norte.
La merienda constitutuía un
homenaje especial, porque nunca más pude degustar la leche abundosa con
ese café aromático y las exquisiteces que producían las manos maravillosas de
doña María, esposa de Domingo. Manteca, dulce, embutidos, todos absolutamente
caseros cuya descripción llevaría páginas pero no se puede describir la
nostalgia.
Un día llegó a la casa, nunca
sabré de donde, una perrita vagabunda o dejada ex profeso en ese camino de
campo, por una razón que comprendí más adelante.
La perrita en cuestión era muy
arisca, gruñía a los humanos y mordía al cuzquerío de la casa con tanta
ferocidad que los mantenía siempre a raya. Sólo yo me podía acercar a ella,
solo aceptaba mis caricias. Como era una perrita agregada no tenía nombre.
Tenía un suave pelaje blanco, muy cortito, y nada en particular que me la
recuerde. La bauticé Blanca, en obvia alusión a su pelaje. Pero no fue
mi mascota. Aceptaba tal vez mis cuidados porque sabía que un ser tan pequeño
no podría infligirle daño.
Como ya escribí más arriba,
nosotros vivíamos en esa temporada en la chacra, yo siempre andaba en su busca,
apenas me levantaba.
Pero un día no apareció. La
descubrí escondida detrás de una puerta. Entonces me gruñó. Me acerqué y me
volvió a gruñir más fuerte.
Entonces corrí alarmado y avisé.
Cuando Domingo se acercó y yo
que estaba detrás vi como nacían o empezaban a nacer sus perritos que llegaron
a cinco. Yo nada sabía de la vida. Para mí fue una revelación, algo extraño se
me tenía vedado y no sé si llegué a comprenderlo del todo. Nacidos todos, el
tío Domingo me dijo: -elegí uno. Y yo marqué al que no tenía cola. Un rabo
pelado lo acompañaba. Era tan blanco como los otros cuatros.
-No, ese es para mí, me dijo.
-Yo lo quiero rabón, tío – le
dije.
Entonces tomó otro del montón,
fue a la cocina, sacó un gran cuchillo y me dijo: -seguíme.
Yo lo seguí hasta la puerta del
garaje donde dormía el Ford T.
Allí había una especie de
palenque, un tronco de ñandubay, que servía para diversas tareas, puso la
cola del perrito recién nacido y de un golpe seco le cortó un trozo
largo. El perrito pegó un solo grito, le salió una gota de sangre y luego me lo
puso en mis breves manos trémulas.
-Qué nombre le pondrás-
preguntó.
-Cacho, le dije.
-Bravo, está bautizado y me acarició
la cabeza.
Esa única mascota me acompañó
toda la primaria y me iba a buscar a la puerta de la escuela cuando yo salía.
Pero un día en que nosotros no
estábamos en el pueblo, iba distraído por la calle y lo mató un auto. No
lo pude enterrar.
En ese tiempo lento no existía
el conjuro. Ni siquiera pude llorarlo como tal vez lo deseara.
No queremos
paraguas*
Nervaduras
de lluvia, nos tocan ciertos días, nos mojan desde adentro,
como el roce de un cielo íntimo, sabio, después nos
abrillantamos, las gotas juegan, el desierto se aleja.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
En recuerdo del
“Cholo” Alfredo Armando Aguirre*
Falleció en Brasil el
Cholo Alfredo Armando Aguirre. Amigo y colaborador por años de Inventiva
Social. No llegamos a conocernos personalmente pero conversábamos seguido por
chat. Justo el día anterior yo le decía que sentía nostalgia de sus escritos
utópicos donde él invitaba a un mundo distinto.
La conversación
quedo en una promesa como hablan quienes sólo piensan en la vida:
-Admiro tu voluntad,
abrazo y estoy a la espera de tus novedades.
-Las tendrás
caro amigo
*Eduardo
Francisco Coiro.
-Agradecido
estoy de la amistad Cholo-
https://www.facebook.com/#!/alfredoarmando.aguirre?fref=ts
CAVILANDO SOBRE
LA CRISIS GLOBAL EN CURSO*
(POR UNA
ARGENTINA "CASI" SIN AUTOMOTORES SIN PLÁSTICOS, SIN
ELECTRODOMÉSTICOS...)
*Por Alfredo
Armando Aguirre.
Corren, los
primeros días de diciembre de 2008, y redactamos esta suerte de "botella
al mar", situados en la banda Occidental del Río de la Plata ( Área
metropolitana de Buenos Aires), pasados cuatro meses los 61 años de parábola
existencial. Como que somos sensibles al contexto, seguimos con trepidación
vital, los turbulentos tiempos planetarios condicionados por nuestra peculiar
"geocultura". Por esos días, solemos pensar que, bien podríamos
"cerrar el pico", porque, circula por nuestro s adentros, que ya
dijimos (y con mucha anticipación), lo que teníamos que decir. Pero hay una
fuerza interior que nos compele a seguir comunicando, no tanto para los que ya
conocen nuestro prolongado discurso, sino en la esperanza, que llegar a alguien
que no lo conozca. Después de todo, con el advenimiento de Internet y la casi
inconmensurable posibilidad de difusión que ella brinda, uno nunca sabe, quien
puede ser el destinatario de mensajes emitidos, como dijimos mas arriba a modo
de "botellas al mar" Con la sensibilidad predispuesta, en este caso
el "detonador" es una información aparecida el día de ayer
(03/12/2008) en la pagina 31 del periódico "Ámbito Financiero", de
esta ciudad de Buenos Aires. Allí se anuncia que: “El total de vehículos
expuestos a riesgo en el ejercicio 2007/2008 llegó en el mes de julio a
6.404.741 (seis millones cuatrocientos mil y pico...). Nosotros manejábamos la
cifra de ocho millones de vehículos circulando, lo cual podría sugerir que hay
un margen circulando sin seguro alguno. A efectos de dimensionar, cabe recordar
que según el G-8, circulan en el planeta alrededor de seiscientos millones de
automotores (600.000.000). Anoticiados y concientes: de la liberación de la
cotización del oro en 1971; de la conferencia de Estocolmo de 1972, y de la
crisis de la OPEP de 1973, nos enrolamos desde el principio, en la corriente
contestataria sobre los efectos negativos del emblema de la versión industrial
de la civilización euro-americana u occidental: el complejo caminero-
automotriz. Y venimos señalando, el nefasto impacto que viene ocasionado en la
Argentina la entrada de dicho complejo, cuyos componentes distintivos han sido:
la Ley Mitre de 1907; la Ley de Vialidad Nacional de 1932; el régimen de la
industria automotriz de 1959, y lo que se conoce como "Plan Larkin"
en 1962. Hoy ya no es novedoso, asumir que el “Cambio Climático Global",
que pone en duda la continuidad de la vida en el planeta, está generado por el
funcionamiento de esos seiscientos millones de motores de combustión interna
generando Dióxido de Carbono. Pero hay otras fuentes emisoras del letal
dióxido, así como de otros emisores. Con lo cual la necesidad de hacer cesar esas
emisiones y "capturar y almacenar" lo que ya se emitió, sugiere no
detenerse en los motores de combustión interna, sino hacer extensivas las
conductas personales y las políticas publicas a
minimizar la
producción y empleo de electrodomésticos y de plásticos. Y sin soslayar en
momento alguno la indesglosabilidad de la realidad, a estas calamidades,
vincularlas a la escasez de alimentos para un planeta que ya se lo considera
poblado mas allá de la capacidad de sustentabilidad del mismo. Es posible asumir
al menos como una suerte de hipótesis, que todo lo que acontece por estos días
y horas a nivel financiero, no es mas que uno de los efectos de la situación de
"insostenibilidad"o "insustentabilidad" a que hemos
llegado. En el entendimiento que una parte significativa de la población y la
dirigencia argentina, evidencia una actitud de ensimismamiento, encapsulamiento
o parroquialismo; pareciera, que no hay una toma de conciencia generalizada, de
las advertencias que se venían haciendo desde calificados foros. Así, por las
convulsiones internas por todos conocidas, pasaron desapercibidos los
contenidos de la reunión ampliada de líderes mundiales en Hokkaido, y los del
documento suscripto en Washington el pasado 15 de Noviembre por 21 Jefes y
Jefas de los países considerados más significativos del orbe, Argentina entre
ellos. A ese "ensimismamiento" se suma, o forma parte de él, una
suerte de inercia en lo que hace a la capacidad de formulación e implementación
de políticas publicas. Nos resulta llamativo, a pesar de la turbulencia
institucional argentina (aun considerada la que se percibe a partir de
diciembre de 1983), la continuidad de las políticas públicas, particularmente
en materia de producción y servicios públicos). Hemos asumido esto, a partir de
diferenciarnos de esa "continuidad", y a riesgo que se nos considere
opositores a los sucesivos gobiernos, al menos somos contestatarios sobre esa
continuidad en materia de política publica, que no esta por cierto desglosada
de la "continuidad " que se percibe también en las conductas
particulares. Nuestra dirigencia no vive en un "Tupper", sino que es
representativa de los comportamientos, de al menos de los que tienen alguna
capacidad adquisitiva.
La minoría de
argentinos pudientes, acredita un perfil de comportamientos económicos
distintos a la mayoría de argentinos pobres o empobrecidos. Hay mucho de
diferencias de pautas culturales, pero uno podría formular el contrafactual, de
que pasaría si esos que no tienen poder adquisitivo, lo tuvieran...Bueno lo concreto
es que postular un proyecto de modelo de país (que de eso se trata) CASI sin
automotores, casi sin electrodomésticos, y casi sin plásticos, se contrapone al
"témpano" del cual la magnitud de los mas de seis millones de
automotores circulando, opera a modo de "iceberg". Ante nuestras
propuestas casi en soledad: de Racionamiento energético, de reconversión
industrial, de recapacitación laboral y de "neoruralización",
asistimos al anuncio de políticas públicas que, con la finalidad de atenuar la
crisis, intentan promover el consumo de automotores y de electrodomésticos.
Tomamos conocimiento de la aprobación en tiempo y forma de un presupuesto
nacional, que mantiene el comportamiento inercial en materia de construcción y
mantenimiento de caminos.
No desconocemos
que hay anticipos y "pródromos" de medidas direccionadas en el mismo
sentido de las que propiciamos. Tampoco se nos escapa que hay personas obrando
en consecuencia hacia un cambio substantivo en sus estilos de vida. Pero
seguimos siendo "alternativos" o "marginales" a la
"corriente principal" de las políticas públicas y del comportamiento
de los sectores formales y aun de los informales de la población. En los
últimos años, hemos tomado contacto (merced a las posibilidades que brinda la
Internet y contando con la ventaja de leer en otros idiomas que el español) con
contenidos en ingles, coincidentes con nuestra ya larga y a veces pensamos que
fatigosa prédica. Esas coincidencias nos han servido de estímulo ante nuestra
"soledad". Y es curioso como los generadores de esos contenidos,
también advierten, una suerte de resistencia de la población en general, a
asumir que ciertos estilos de vida se tornan insostenibles o insustentables.
Últimamente
hemos leído la postura de comenzar a actuar en el sentido de pasar de la
condición de "alternativos " a la de "corriente principal".
Ya están circulando en los medios de comunicación argentinos contenidos
alusivos a la globalización, a los "empleos verdes" y demás practicas
consideradas saludables. En estos comportamientos, todavía asumidos por
reducidos sectores de la población, estriba nuestro estimulo para continuar
nuestras prédicas. Después de todo, los pioneros siempre han pagado el precio
de la soledad.
(Buenos Aires,
4 de diciembre de 2008)
***
Mudanzas*
*De Osvaldo Soriano.
Mi padre
siempre estaba yéndose a otra parte, a algún lugar imposible donde no pudiera
alcanzarlo su sombra. Desplegaba sobre la mesa el mapa de la República y
apoyaba el dedo en algún rincón que no hubiera sido fundado todavía.
Así era él: tenía hormigas en los pies y una mirada cortante que me helaba la respiración cada vez que se enojaba. "Acá", decía de pronto, y apretaba el mapa hasta hacerle un agujero allí donde íbamos a pasar las mil y una hasta que se le ocurriera dar otro salto.
Fueron tantas las veces que nos mudamos que ya confundo trenes y épocas. Ahora, al cambiar de barrio, me parece que voy de un continente a otro aunque las voces sean iguales y las mismas lluvias mojen los mismos árboles. Veo una casa desierta que es ésta y es otra, una de mi infancia. Por las ventanas entra una luz de invierno que colorea el polvillo suspendido en el aire. Ya no hay olores y los fantasmas flotan por ahí, me asustan como antes, me avisan que el tiempo pasa y en alguna parte, adentro mío, van mi padre con la vieja corbata azul y mi madre con aquel pañuelo al cuello.
Atrás voy yo con el pantalón corto y el echarpe con los colores de San Lorenzo.
En cada mudanza una pérdida. En la última, entre la Boca y Palermo Viejo se me extravió el Omega a cuerda que me había dejado mi padre. Quizá me lo robaron y vaya a saber en la muñeca de qué brazo andará. Me lo había entregado una enfermera en una clínica de Flores la tarde en que él murió. También me entregó el anillo de matrimonio y unos anteojos. Yo usaba a veces el Omega, aunque adelantaba cinco minutos y se me resbalaba bajo el puño de la camisa. Después lo dejaba en un cajón de la cómoda y me ponía otro cualquiera de los tantos que la vida nos deja. El de los quince años, el de la novia aquella, el primero que compramos a crédito en tiempos en que eran caros y estaban cargados de sentido.
Tendría nueve o diez años aquel invierno en que nunca llegó a Río Cuarto la pelota de tiento que me había mandado Perón. No sé cuál tristeza es más folletinesca, si aquella de la pelota o esta del reloj. Mi padre debe haber metido la pelota en un cajón mal cerrado o tal vez la tiró a la basura porque en ella veía la monstruosa cara del general gesticulando ante las masas. No quiero ser mal pensado: tanto detestaba al Conductor que una huella suya en nuestra casa era como otra mano en la cintura de mi madre.
Pero por encima de todo lo que yo más lloraba eran los gatos perdidos. Hubo uno que no apareció a la hora de la partida y todavía lo estoy esperando. Ni bien huelen mudanza los gatos se ponen mustios y dejan de comer. Me acuerdo de otro, negro y blanco, encerrado en un cajón para recorrer mil kilómetros en un Ford de los años cuarenta. Nosotros llegábamos siempre antes que los muebles y esperábamos con ansiedad las cacerolas y los juguetes. "Por ahí mañana aparece el camión", susurraba mi madre en la oscuridad del hotel. "Para qué querés muebles", le contestaba mi padre y enseguida la brasa de su cigarrillo marcaba de rojo el recuerdo que tengo de aquellos otros fantasmas. A la llegada, nadie nos daba la bienvenida y tampoco iban a despedirnos. De entre los papeles de la última mudanza se desliza al suelo una carta que mi madre me escribió cuando yo vivía en una pensión de la calle Uriburu. "En Cipolletti no nos acompañaron ni nos hicieron despedida, así es la gente de agradecida. Dormimos en la oficina de Obras Sanitarias que tenía una pieza con dos camas para los inspectores que venían de Buenos Aires, que la hizo hacer tu padre pero hasta allí nos llevo Desiderio en una camioneta que tenía."
No fue nadie a decirle adiós a mi padre, nadie le dio las gracias por las noches en blanco y los domingos perdidos. No sé si esperaba otra cosa. Nunca fue un tipo muy popular y lo que más recogía eran puteadas y sarcasmos. Conocía a la gente y pensaba que Perón se aprovechaba de su ingenuidad. Siempre fue así de gorila. Pero no creo que haya sido por eso que nadie fue a despedirnos. Más bien habrá sido porque el tren pasaba muy de madrugada y era un sacrificio salir a esa hora de la cama. Vagamente recuerdo aquella última noche en el cuarto de Obras Sanitarias que menciona mi madre. Era la sexta o séptima vez que cambiábamos de pueblo pero esta vez era distinto porque yo era grande y me obligaba a separarme de mi primera novia. Me vienen a la memoria el frío y la bronca que tenía con mi padre. Nos pasa que alguna vez queremos matarlo y para no hacerlo huimos hacia lo desconocido. Lo veo todavía recostado en la cama, con un pulóver descosido, hojeando un libro en inglés. En la muñeca llevaba el Omega que a mí me iban a robar treinta años después. ¿En qué pensaba? Me parece que empezaba a sentirse viejo porque había pedido el traslado a Tandil donde vivía la familia de mi madre. Allí había empezado su aventura y volvía tan pobre como al principio. No le importaban los pocos muebles que se iban en el camión y si tuvo alguna amante no le dolió dejarla. Era, definitivamente, un hombre solo, sentado en una silla incómoda. Indiferente a otra cosa que no fueran el agua con cloro, los cacharros que inventaba y su imaginario combate con Perón.
El día que dejamos Mar del Plata para ir a San Luis perdió el sombrero que más quería y desde entonces no volvió a ponerse otro. A veces, bajo el sol más hiriente, se calzaba un rancho de paja de Italia que había encontrado en un andén vacío. No era un intelectual pero a veces decía cosas que atribuía a Plutarco o a Dante: "Qué duro es el camino, Osvaldito", y se quedaba mirándome a los ojos a ver qué decía yo. ¿Qué iba a contestarle? Un día me lo encontré a la salida del hospital en que lo habían dejado cuando volcó con el coche y me dijo algo así como Eccovi l'uom ch'e stato all'inferno. ahora intuyo a qué infierno se refería. Igual, nunca me pareció un hombre angustiado. Era débil, sin duda. Inseguro. Tan inestable que cada vez que terminaba de construir una casa la abandonaba corriendo. Una vez apareció en Chilecito y otra en El Bolsón. Hasta ahí no lo seguimos, pero fuimos a visitarlo a una pensión de viajantes. Mi madre se condolía: sólo tenía una cama chica, unos libros en el suelo, la regla de cálculos, una Parker y el compás sobre la mesa. Apenas le llegaba luz de un ventanuco y la dueña lo sermoneaba porque había cambiado la bombita de veinticinco por una de sesenta. El Omega aún estaba en su brazo y ahora que no lo tengo más siento que mi padre empieza a alejarse de mí. Al verlo más distante, me parece que acerca el dedo al mapa y me señala un lugar en el que tarde o temprano vamos a encontrarnos para charlar largo de sus mudanzas y las mías.
Así era él: tenía hormigas en los pies y una mirada cortante que me helaba la respiración cada vez que se enojaba. "Acá", decía de pronto, y apretaba el mapa hasta hacerle un agujero allí donde íbamos a pasar las mil y una hasta que se le ocurriera dar otro salto.
Fueron tantas las veces que nos mudamos que ya confundo trenes y épocas. Ahora, al cambiar de barrio, me parece que voy de un continente a otro aunque las voces sean iguales y las mismas lluvias mojen los mismos árboles. Veo una casa desierta que es ésta y es otra, una de mi infancia. Por las ventanas entra una luz de invierno que colorea el polvillo suspendido en el aire. Ya no hay olores y los fantasmas flotan por ahí, me asustan como antes, me avisan que el tiempo pasa y en alguna parte, adentro mío, van mi padre con la vieja corbata azul y mi madre con aquel pañuelo al cuello.
Atrás voy yo con el pantalón corto y el echarpe con los colores de San Lorenzo.
En cada mudanza una pérdida. En la última, entre la Boca y Palermo Viejo se me extravió el Omega a cuerda que me había dejado mi padre. Quizá me lo robaron y vaya a saber en la muñeca de qué brazo andará. Me lo había entregado una enfermera en una clínica de Flores la tarde en que él murió. También me entregó el anillo de matrimonio y unos anteojos. Yo usaba a veces el Omega, aunque adelantaba cinco minutos y se me resbalaba bajo el puño de la camisa. Después lo dejaba en un cajón de la cómoda y me ponía otro cualquiera de los tantos que la vida nos deja. El de los quince años, el de la novia aquella, el primero que compramos a crédito en tiempos en que eran caros y estaban cargados de sentido.
Tendría nueve o diez años aquel invierno en que nunca llegó a Río Cuarto la pelota de tiento que me había mandado Perón. No sé cuál tristeza es más folletinesca, si aquella de la pelota o esta del reloj. Mi padre debe haber metido la pelota en un cajón mal cerrado o tal vez la tiró a la basura porque en ella veía la monstruosa cara del general gesticulando ante las masas. No quiero ser mal pensado: tanto detestaba al Conductor que una huella suya en nuestra casa era como otra mano en la cintura de mi madre.
Pero por encima de todo lo que yo más lloraba eran los gatos perdidos. Hubo uno que no apareció a la hora de la partida y todavía lo estoy esperando. Ni bien huelen mudanza los gatos se ponen mustios y dejan de comer. Me acuerdo de otro, negro y blanco, encerrado en un cajón para recorrer mil kilómetros en un Ford de los años cuarenta. Nosotros llegábamos siempre antes que los muebles y esperábamos con ansiedad las cacerolas y los juguetes. "Por ahí mañana aparece el camión", susurraba mi madre en la oscuridad del hotel. "Para qué querés muebles", le contestaba mi padre y enseguida la brasa de su cigarrillo marcaba de rojo el recuerdo que tengo de aquellos otros fantasmas. A la llegada, nadie nos daba la bienvenida y tampoco iban a despedirnos. De entre los papeles de la última mudanza se desliza al suelo una carta que mi madre me escribió cuando yo vivía en una pensión de la calle Uriburu. "En Cipolletti no nos acompañaron ni nos hicieron despedida, así es la gente de agradecida. Dormimos en la oficina de Obras Sanitarias que tenía una pieza con dos camas para los inspectores que venían de Buenos Aires, que la hizo hacer tu padre pero hasta allí nos llevo Desiderio en una camioneta que tenía."
No fue nadie a decirle adiós a mi padre, nadie le dio las gracias por las noches en blanco y los domingos perdidos. No sé si esperaba otra cosa. Nunca fue un tipo muy popular y lo que más recogía eran puteadas y sarcasmos. Conocía a la gente y pensaba que Perón se aprovechaba de su ingenuidad. Siempre fue así de gorila. Pero no creo que haya sido por eso que nadie fue a despedirnos. Más bien habrá sido porque el tren pasaba muy de madrugada y era un sacrificio salir a esa hora de la cama. Vagamente recuerdo aquella última noche en el cuarto de Obras Sanitarias que menciona mi madre. Era la sexta o séptima vez que cambiábamos de pueblo pero esta vez era distinto porque yo era grande y me obligaba a separarme de mi primera novia. Me vienen a la memoria el frío y la bronca que tenía con mi padre. Nos pasa que alguna vez queremos matarlo y para no hacerlo huimos hacia lo desconocido. Lo veo todavía recostado en la cama, con un pulóver descosido, hojeando un libro en inglés. En la muñeca llevaba el Omega que a mí me iban a robar treinta años después. ¿En qué pensaba? Me parece que empezaba a sentirse viejo porque había pedido el traslado a Tandil donde vivía la familia de mi madre. Allí había empezado su aventura y volvía tan pobre como al principio. No le importaban los pocos muebles que se iban en el camión y si tuvo alguna amante no le dolió dejarla. Era, definitivamente, un hombre solo, sentado en una silla incómoda. Indiferente a otra cosa que no fueran el agua con cloro, los cacharros que inventaba y su imaginario combate con Perón.
El día que dejamos Mar del Plata para ir a San Luis perdió el sombrero que más quería y desde entonces no volvió a ponerse otro. A veces, bajo el sol más hiriente, se calzaba un rancho de paja de Italia que había encontrado en un andén vacío. No era un intelectual pero a veces decía cosas que atribuía a Plutarco o a Dante: "Qué duro es el camino, Osvaldito", y se quedaba mirándome a los ojos a ver qué decía yo. ¿Qué iba a contestarle? Un día me lo encontré a la salida del hospital en que lo habían dejado cuando volcó con el coche y me dijo algo así como Eccovi l'uom ch'e stato all'inferno. ahora intuyo a qué infierno se refería. Igual, nunca me pareció un hombre angustiado. Era débil, sin duda. Inseguro. Tan inestable que cada vez que terminaba de construir una casa la abandonaba corriendo. Una vez apareció en Chilecito y otra en El Bolsón. Hasta ahí no lo seguimos, pero fuimos a visitarlo a una pensión de viajantes. Mi madre se condolía: sólo tenía una cama chica, unos libros en el suelo, la regla de cálculos, una Parker y el compás sobre la mesa. Apenas le llegaba luz de un ventanuco y la dueña lo sermoneaba porque había cambiado la bombita de veinticinco por una de sesenta. El Omega aún estaba en su brazo y ahora que no lo tengo más siento que mi padre empieza a alejarse de mí. Al verlo más distante, me parece que acerca el dedo al mapa y me señala un lugar en el que tarde o temprano vamos a encontrarnos para charlar largo de sus mudanzas y las mías.
*Osvaldo Soriano. "Piratas,
fantasmas y dinosaurios”. Editorial Norma, edición de 1996.
*
Lloran los
cristales lentamente
y una penumbra
gris apaga el día;
partitura de
muda melodía
resbalando con
gotas del relente.
Parece con su
llanto que lamente
la pérdida de
luz y de alegría
y se enreden en
gris melancolía
perdiéndose en
la noche indiferente.
A veces, no las
veo en su carrera
y ya inician su
rápido descenso.
Hay veces que
me dejan indefenso,
parece que
lloviera dentro y fuera.
Hay veces que
sollozo en mi lamento,
a veces se me
va la vida entera.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
***
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