*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
Bouquet*
El cielo en un
ángulo del cuarto
los árboles
lamiéndose la lluvia
mi voz
desclavándose el anzuelo
levantando la
certeza de un oído
apuntando al
infinito de la carne
que germina
dolientes esperanzas
una araña en su
tela de cemento.
Y la vida en la
peluquería del barrio
disipando las
horas dromedarias
con su olor a
queso rancio devorado
a mentiras
crustáceas, se deforma
en nuestras
caras, nos vuelve solitarios
con las ganas
que aún tengo de escapar
de las tijeras
y refugiarme entre las cañas
invisible como
un tigre.
Se me caen las
monedas de los ojos
ya es un gasto
innecesario la mirada
para un loco
que se fuga de su jaula
y me veo en las
vitrinas de los bares
como un trofeo
antiguo
con las alas
rojas y doradas,
de una lata de
cerveza.
En otra parte
alguien tiene hijos para no morir
yo amo
demasiado las palabras
el canto de los
pájaros, el ladrido de los perros a lo lejos,
y el silencio
de mi amada que ya no me recuerda.
Y DESPUÉS SOÑARSE OTRO...
LA PLUMA*
La pluma negra en la mano aletea desesperada,
su silueta distante captura el viento inclemente:
Usurpa sueños tardíos y temores que habitan el
horizonte
donde noches ensimismadas escudriñan el fondo de lo
oscuro,
lento mastican la zozobra de impuros gemidos,
de piel profana como sepulcro y ecos
vagan como fantasmas y relámpagos
alumbrando tempestades nocturnas.
¡No!, no hay nada tangible en la alborada de este
paisaje
de llanto,
sus crispadas alas amortajan la esperanza y en la
sombra
huyen.
La pluma negra en la mano lamenta como estaca
y como carne fragmenta y desdibuja el mapa
clandestino.
Y el alarido, ¡sí!, el alarido de su vuelo.
El dibujo del oscuro laberinto.
¡Oh!, esperado e inesperado retorno.
El cuervo reposa sus garras sobre mi mano.
*Poema incluido en DESDE LAS
PROFUNDIDADES
Editorial BLACK DIAMOND
EDITIONS, 2013
https://www.blackdiamondeditions.com
Desde las profundidades, 2013.
Derechos reservados © Ruth Ana
López Calderón, 2013.
DESPUÉS DEL COMBATE*
“We will see again in a summer day”
Nos
reencontraremos en un día soleado. Así como Edith Piaf fue la cantante de la
segunda guerra en Francia, Vera Lynn fue la que puso emoción, música y palabras
a los bombardeos sobre Londres. Y dijo para siempre que los seres queridos
aguardaban a los que se fueron a luchar al continente o al mar. Los esperaban,
con amor, en casa.
Pero los
soldados; aquellos muchachos sonrientes que se alejaron entre vapores de
ferrocarril jamás retornaron, aunque las lluvias y los soles girasen sobre
Inglaterra.
Los que fueron
devueltos no eran los que se fueron.
Ocurrió
entonces, ocurre desde siempre en cada lucha armada que los muchachos no
retornen. La lógica de la guerra es la de la milicia, la vertical, la violenta.
Un combatiente arma sus categorías mentales para responder a los requerimientos
del combate, y no puede sacudírselas después de sobre los hombros como una
caspa molesta.
Existen, desde
luego, las luchas justas. Pero las personas que las llevan a cabo deben
enfrentar que sus creencias por fuerza se amoldarán a las circunstancias.
Malraux, peleando contra el fascismo en España, pudo advertirnos de que existen
guerras justas e injustas, pero no existen ejércitos justos e injustos.
Ninguna
guerrilla se financia con sueños, ni se dispara con utopías a los adversarios.
Aunque el fin deseado sea honorable deberán cometerse actos inhumanos a favor
de la humanidad que se desea ennoblecer.
Tremenda
paradoja, que deja solos a los que se inmolan por una sociedad que no puede
recibirlos al final de la jornada.
Los romanos
mantenían a los ejércitos lejos de Roma. Se los honraba con recibimientos
apoteóticos, pero al cabo se los expulsaba a los límites del Imperio. Nadie
sabe qué hacer con un soldado ocioso. EEUU abre frentes por el mundo para que
sus combatientes estén ocupados.
Y los vascos y
los irlandeses, y nosotros con nuestros guerrilleros; ninguno sabe cómo hacer
que estos hombres que ya no son los muchachos sonrientes hallen un lugar en el
territorio social. Aunque hayan combatido por causas nobles. Cómo sacarlos del
lugar de la violencia. Cómo conseguir que asuman una posición tolerante si
portan el desgarro de la lucha, y la muerte de sus compañeros.
Los dejamos
solos. Y ellos, como aquellos japoneses en las islas que no se habían enterado
del fin de la guerra, siguen disparando sobre los enemigos y terminan
disparando contra sus amigos, contra si mismos. En absoluta soledad.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-2006-
Gregorio
Samsa...*
un día
usted
despertará
convertido en un horrendo insecto.
tendrá cinco
tarjetas de crédito en su mano derecha
dos pagarés
vencidos en la izquierda
se sorprenderá
a sí mismo
realizando
extrañas y extensas
sumas restas y
multiplicaciones
mentales.
un día
usted
vestirá a la
moda del insecto terrestre
llevará
perfumes químicos en la solapa del cuello
sacará en
cuotas eternas el automóvil de la propaganda
y aprenderá a
la perfección el inglés y el francés.
incluso hasta
quizá la espalda se le encorve
como la de un
cascarudo negro y triste.
un día usted
despertará
convertido en un insecto
al lado de otro
insecto desnudo con el que contrajo matrimonio
y querrá
humanizarse con sueños
y querrá
preguntarse dónde quedaron los rostros del hombre
y ya será tarde
porque cuando
el hombre se vuelve insecto
no hay retorno
posible.
La confesión de Johnny*
*Por Carlos María Domínguez.
A Ramón Báez, que nadó con Tarzán y me contó esta historia
Es fácil ahora, reírse de
Tarzán. Recordar al hombre que con una mona a la espalda y tomado de las ramas,
le cepillaba los dientes a los cocodrilos. Lo conocimos en los libros, en las
revistas, en el cine, junto a la sorprendida Jane y al elefante Tantor. Y cómo
no admirarlo cuando desde lo alto de las matiné de cualquier sala de barrio, se
arrojaba con los brazos abiertos, el pecho de león, y después acercaba las
manos, giraba el torso y se clavaba en el río como una aguja en un vestido de
seda. Ninguno dejó de imitar el llamado del hombre perdido en la selva, un
grito que convertía en triunfo su soledad. Pero yo no puedo reírme de Tarzán y
apenas soporto lo que dicen los diarios.
Él sabía que ese grito estaba
más allá de lo que había sido imaginado sobre la tierra, para bien o para mal.
Sé que lo intentó y casi lo puedo oír debajo de las risas de los muchachos de
la barra, que festejan el absurdo y me piden que lo imite, como en los viejos
tiempos. Porque yo nadé con Tarzán y ninguno de estos tipos, que son buenos
hombres de trabajo y no le harían mal a nadie, volverán a escuchar ese grito de
mi boca. Tenía diecinueve años y trabajaba en la estiba del puerto de
Montevideo cuando me enteré que había llegado a entrenar nadadores en Rosario
de Santa Fe, invitado por el General Perón. Me lo dijo un compadre de Carmelo,
con el que cargábamos bolsas en los barcos como años atrás los camalotes de la
orilla del río. Julio era veinte años más grande que yo en aquel tiempo, cuando
el que no se animaba a cruzar al Delta era un mariquita. Los había visto irse
con la corriente del Uruguay hacia la franja verde y extendida de la orilla
argentina, montados arriba de los camalotes. Y los había visto regresar con la
corriente de la tarde, en medio de alborotos y bromas. Pasaban el día en la
isla de Doña Julia, comían frutos de los árboles y llegaban llenos de historias
que el sol les tatuaba en las espaldas. Se burlaban, claro, de mi temor, y me
lo tenía merecido. Porque hasta el día en que cumplí los cinco años nunca había
querido acompañarlos. Desde entonces no conocí mayor felicidad que dejarme
llevar por el agua corriente abajo, el cuerpo semihundido, atento al horizonte
verde que se acercaba sin esfuerzo, como si lo fuera tirando de un piolín. Me
hice nadador primero por orgullo y después por fidelidad a aquella barra de
muchachos que Julio lideraba desde una ventaja que se redujo, luego de mi
primer cruce, a los únicos dos años que se harían irreductibles. Años después
competí en las doce millas del Palmar, y en las veinte de Carmelo, y en las
treinta del Uruguay, convencido de ser el mejor fondista de la zona gracias a
las medallas que gané y luego extravié no sé dónde. Me acuerdo del aliento de
la gente, derramada por la orilla del río con sus fogones, reposeras y viandas,
mientras yo pasaba sumergido, meta brazo y pierna y brazo, con la gorra calada
y las gafas empañadas, la cabeza adentro y la cabeza afuera, como si le tomara
fotografías con cada brazada. Había aprendido a escuchar los músculos dentro
del agua, a buscar las corrientes más fuertes, a detener los calambres con un
alfiler de gancho que nunca olvidaba. Cuando sentía el cimbronazo del ácido láctico
en la pantorrilla me clavaba el alfiler con fuerza y durante los segundos que
demoraba el ácido en mezclarse con el agua pensaba en Julio, o en la madre de
Julio, porque la puteada era fenomenal, y agradecido por el secreto y el
alivio, seguía río abajo con la destreza de un pez.
Entonces yo veía todas las
películas de Tarzán y le estudiaba el estilo, la
elegancia con la que se desplazaba por los ríos del Africa para enfrentar al
enemigo o huir de muchas bestias salvajes, entre las que no faltaba el hombre.
No las elegía por el argumento sino por la cantidad de veces que nadaba o se
clavaba desde un acantilado, y más de una vez me hallé en medio de la sala
iluminada, intentando retener sobre la pantalla en blanco los movimientos de
Tarzán en el agua, mientras el viejo Lucanor barría los papeles de las
golosinas regados por el cine. En aquel tiempo yo era joven, mi padre era una
vago recuerdo en los ojos vencidos de mi madre y aprendía que un hombre no
puede realizar todo lo que desea. La necesidad de trabajar era mi lección
número uno. Pero cuando Julio, debajo de una bolsa de trigo, me dijo que Tarzán
estaba en Rosario, se me cortó la respiración y el guinche de una grúa casi me
atropella la cabeza. Hacer un bollito con el dinero, juntar una ropa y tomarme
el ómnibus a Rosario fue una sola y nocturna decisión. Había que pagar para
entrar en un curso de muchos aspirantes, en su mayoría nadadores argentinos y
socios de un club pituco, con piletas y vestuarios que yo no había visto nunca.
Pero hacían prácticas en el río Paraná y decidí esperar mi oportunidad. Una
mañana lo vi aparecer rodeado de jóvenes, con un short de baño de color negro y
una toalla roja sobre los hombros. En las películas, se sabe, todo se ve más
grande, pero de cerca, Tarzán era impresionante. De estatura mediana, tirando a
alto, sus espaldas medían el ancho de una puerta y sus brazos y piernas
parecían remos de un barco que nunca había encallado. Me asombró verle las
bolsas de los ojos hinchadas y varias canas mezcladas en el cabello, pero
conservaba ese rulo negro y rebelde que volcado sobre la frente, anuncia la
raza de los héroes. Apenas me miró por encima de las cabezas que lo rodeaban,
me arrojé al agua y comencé a nadar. Fui hasta la mitad del río, volví, me tiré
de nuevo y regresé mientras él daba instrucciones, ayudado por un asistente que
le traducía las órdenes. Cuando por quinta vez llegué a la orilla me lo topé de
frente, metido con las piernas en el agua. Me miraba de un modo extraño que no
lograba descifrar y me decía algo en inglés. Lo que fuera que me dijera no lo
podía entender porque de inglés yo sólo sabía decir "good morning",
pero me acerqué y él me puso una mano en el hombro antes de repetir aquello con
sus labios grandes y duros. Debí quedar paralizado porque me zamarreó un poco y
me señaló a los demás alumnos del grupo. Asentí y encogí los hombros porque a
Tarzán no le iba a decir otra cosa que sí, y él dio media vuelta para regresar
con su asistente, un petiso de vientre hinchado que se desconcertó al principio
y después, de mala manera, me dijo que a Johnny le había gustado mi estilo y me
invitaba a participar del entrenamiento, como su invitado especial.
Me temblaron las piernas y con
un gesto que le vería repetir en los días siguientes, revolvió mis cabellos en
todas direcciones, igual que un viento la cabellera de la jungla. Así pasé a
formar parte del equipo, entre argentinos de modales y gustos que yo
desconocía, alojado en las instalaciones del club durante los diez días que
duró su visita. A la mañana siguiente, durante los ejercicios, explicó que el
secreto de la largada estaba en mantenerse bajo el agua el mayor tiempo posible
porque el cuerpo va más rápido sumergido que sobre la superficie, y puso a todo
el mundo a trabajar en el río, a ensayar el envión de salida desde un pequeño
muelle. Después me hizo un seña con la cabeza, desafiándome a nadar afuera, y
nos fuimos río abajo por el centro del Paraná con un pamperito suave que daba
de costado, algo retrasado yo, mientras intentaba dominar el ritmo de las brazadas
y negar al cuerpo la emoción de nadar con Tarzán por un río marrón que mezclaba
sus aguas en otros ríos y luego con el mar, donde yo iba a seguir nadando junto
al rey de la jungla lejana y muda, de ese modo colmado en que llegan los
silencios debajo del agua: el sonido del corazón, los pulmones, la respiración
de todo lo que fue creado desde el origen de la naturaleza rota por el paso de
dos cuerpos en la superficie ondulada y blanda, con un rumbo fijo e insondable.
De pronto lo vi a la par, elegante como un delfín, desplazando una ola que
abría un surco triangular y volvía a desaparecer. Comenzó a hacerme señas con
la mano y a fuerza de insistir adiviné que me señalaba la orilla derecha, donde
varias personas nos seguían con la mirada y otras corrían por la ribera. Al
principio no entendí, o no quise entenderlo. Lo miré a los ojos y comprendí que
me pedía que no lo pasara delante de la gente, que disminuyera el ritmo y me
mantuviera un poco retrasado. En ese instante tuve ganas de seguir, de imaginar
el momento en que contaría, orgulloso, que había derrotado a Tarzán. Pero había
algo más en sus ojos, la resignación de un sueño enfrentado a una derrota más
honda, y con más temor que piedad, lo dejé ir. Cuando llegamos a la playa me
abrazó contra su pecho, me revolvió los cabellos y se quedó pensativo unos
instantes. Supe que se le iban los ojos a otro tiempo, como si recordara algo y
se descubriera en otro mundo que para él, estoy seguro, nombraba algo precioso
de su juventud. Me di cuenta porque su mirada se volvió dulce, como la de un
chiquilín. No fue fácil para mí aceptar que Tarzán era alemán y se llamaba con
el impronunciable nombre de Johnny Weissmuller. Atento a lo que hablaban los
demás, se me armó una tormenta en la cabeza.
Supe que Johnny había sido
poliomielítico, y que los tratamientos lo condujeron al agua, donde la caja
torácica, los brazos y los bíceps, cobraron una proporción que triunfó sobre la
debilidad de sus piernas, hasta que también ellas se sumaron al orgullo de
sobrevivir al miedo. Esa dificultad lo había convertido en Campeón Olímpico en
los cien metros y acababa de filmar su última película como "Jim de la
selva". Después de años de hacer una película tras otra, Hollywood lo
había echo a un lado y desde entonces hacía giras como entrenador para
sobrevivir y pagarse el trago. Porque Tarzán le daba al whisky desde la mañana
temprano y no hacía falta más que verlo por la noche tantear las paredes que lo
llevaban a su casilla, algo apartada del resto de los pabellones donde nos alojábamos,
con la mirada extraviada y las piernas mezcladas en una danza turca. Pero mi
mayor sorpresa fue saber que le tenía alergia a los monos y nada odiaba más en
la vida que a la mona "Chita". Un bicho sarnoso, dijo en plena rueda
de conversación, traducido por el asistente de vientre hinchado.
Sarnoso en el alma, agregó,
responsable de metros y metros de celuloide tirados a la basura por sus
caprichos insufribles, y de un sin fin de escenas riesgosas que le obligaba a
repetir, en las que más de una vez estuvo por partirse el cráneo. También Jane
repetía en la pantalla la mentira idílica de esa realidad bochornosa. Maureen
O’ Sullivan odiaba a la mona. Y la mona los odiaba a los dos tomándose toda
clase de venganzas. Desde los primeros días de entrenamiento, todos le pedían
que repitiera el grito de Tarzán. Pero Johnny sonreía y callaba mientras negaba
con la cabeza, acostumbrado a escuchar el insistente reclamo de un club a otro,
a lo largo y ancho del mundo. Pedía a los alumnos que trataran de imitarlo y
comenzaban los alaridos impotentes y las risas, en una cascada de fracasos que
le hacían mucha gracia. Desde luego, yo lo había practicado no una vez sino
cientos de veces y estaba orgulloso de mis resultados. Alentado por los demás,
una noche colmé los pulmones de aire con la garganta apretada para dilatar y
contraer el cuello, pero raspando el viento contra una sensación de angustia
que entonces no identificaba y con los años aprendí a intuir, luego a temer, y
por fin a respetar más allá de lo conocible. Algo nunca dicho más que por el
rumor del agua contra el cuerpo del nadador sumergido, librado a la soledad de
avanzar en medio de la marea y las olas, con un deseo irrenunciable. Cuando
terminé los demás repitieron las burlas, pero Johnny no sonrió. Clavó sus ojos
en mí y dijo que el grito de Tarzán no era humano, era una mezcla de gritos de
animales, muy acústicos, fundidos con una voz humana en un estudio de
grabación. Se hizo un silencio raro y comprendí o me pareció adivinar que la
confesión de Tarzán, dicha así, como un servicio a la comunidad de los hombres,
nos sacaba un peso de encima pero lo dejaba expuesto contra los ojos, como si
tratara de escapar a una humillación que no merecía. Esa noche se fue a dormir
temprano. Lo vimos cargar su botella de whisky de un modo lánguido que provocó
las primeras burlas de los nadadores. Porque hasta entonces nadie se había
atrevido a pronunciar lo que estaba en la cabeza de todos y necesitaba esa
última confesión para derramarse: que Perón había traído a un borracho en plena
decadencia alcohólica, cuando ya no valía nada, y no sólo era capaz de renegar
de la ilusión que había creado en el público, abrazado a su mona Chita; ni
siquiera era capaz de hacer el grito de Tarzán. "Yo no digo que lo saque
igual", dijo uno mientras nos acostábamos en el dormitorio. "Pero se
forró de guita durante años, ¿me vas a decir que no podía aprender a imitarlo,
viejo? ¿que alguna vez no lo intentó, aunque fuera para ver cómo le
salía?" "Siempre pasa igual", contestó otro. "Vienen a la
Argentina cuando están en la ruina y doblaron la curva. Antes ni existíamos,
éramos los negritos del sur, y después vienen a comer al pie, igual que éste.
Con tal de morfarse un churrasco se bajan hasta el apellido. ¿A vos te parece
que un deportista puede dar ese ejemplo, abrazado a una botella?"
"¿Sabés qué pasa?" se metió un rubio de flequillo corto mientras se
calzaba un pijama amarillo. "Tarzán no era El Rey de los Monos. Era el Rey
de la Mona. De la mamúa." Fue ahí, con la sangre en los ojos y la cabeza
revuelta por un tifón de papelitos de caramelos y pantallas, que me levanté de
un salto.
Fui hasta el rubio y lo acosté
de una trompada. Se me echaron encima cuatro o cinco. "¡Qué hacés, Yoruba!
¡Todavía que te damos de comer venís a pegar! ¡Cabecita de mierda!" Se
armó una gresca de mil demonios y quedé sepultado bajo una montaña de piñas,
brazos y piernas, ardido hasta las orejas. Todavía forcejeábamos cuando se
abrió la puerta y entró Tarzán con el rulo revuelto sobre la frente y una
expresión que nos paralizó a todos. Tenía puesto el pantalón y el torso
desnudo, la cara desacomodada por el whisky y la confusión, pero preparado para
lanzarse sobre su presa. Aproveché la distracción para devolverle un trompazo
al que me había mordido la oreja y apenas me di la vuelta sentí la mano de
Johnny en el hombro, y después en el cuello, a punto de ahorcarme. Me sacudió
con fuerza y me dijo que juntara mis cosas y me fuera, que no me había traído
para que le causara problemas. Lo dijo en inglés, pero uno lo tradujo y me
bastó mirarle la cara para saber que era cierto. Me sequé la sangre de la oreja
y la nariz con la sábana, me vestí y junté mis cosas, mientras Tarzán me
vigilaba, al lado, y los demás se callaban la boca. Cuando salimos volvió a
gritarme que me rajara, mientras regresaba de nuevo a la casilla, eructaba y
cerraba la puerta. Revolví el bolsito junto a la piscina, demorado en decidir
lo que haría. Pero cómo iba a decirle nada si el gringo sólo hablaba inglés o
alemán. Caminé hacia la puerta y después me volví, y dudé de nuevo. Yo no
quería irme por nada del mundo, ahora que el mundo se perdía para mí y quizás,
también para él. Me senté en la galería de su dormitorio, junto a la puerta, y
me quedé hundido en la oscuridad, mientras oía la radio que Johnny tenía
encendida. Pasé una hora así, en un limbo, entre tangos de Gardel, la Tita
Merello, y después la puerta se abrió y Johnny se recostó sobre el marco con la
botella en la mano, iluminado de atrás por la luz del velador. Una luz
mortecina que le agrandaba la mandíbula alcanzaba con un rayo amarillo su ojo
derecho, un ojo hecho para mirar la noche, una noche hecha para los dos, si no
fuera porque los argentinos lo habían arruinado todo. No demoró en descubrirme
en la oscuridad, pero volvió a mirar las estrellas y luego la piscina iluminada
por unos focos blancos que daban al agua una transparencia glacial. Después se
sentó o se dejó caer a mi lado, y comenzó a hablar y a tomar de la botella los
últimos restos de whisky que le quedaban.
No sé lo que dijo, pero habló un
largo rato con una duda que nacía del fondo del pecho abierto y tenso como un
tambor, mientras yo le miraba los ojos, los movimientos de los labios y de su
cara cuadrada, con la sensación de que repetía la pregunta inútil de un hombre
perdido en su pasado con más nitidez que cualquier sonido y cualquier palabra.
En cierto momento se llevó las manos a la boca y creí entender o acaso imaginé
que hablaba del grito fantasma que le habían inventado y nunca pudo dar fuera
de la ilusión de la pantalla; un grito vigoroso y débil, que había quedado en
la memoria de la gente después de años de escucharlo, también él, como el
resto, pero ya no podía desmentir sin una insoportable sensación de derrota.
Esa noche dormí en un sillón de su cuarto y a la mañana siguiente me condujo de
nuevo al grupo, se preocupó de hacerles notar que era su protegido y que nadie
debía decir ni pío. Por eso ahora, cuando los diarios dicen que Johnny Weissmuller
murió loco en un hospital de México, intentando dar el grito de Tarzán, no
puedo entretener a los muchachos del café, como no pude esa vez, en el río,
atreverme a pasarlo. Porque ambos sabíamos que ese grito no era humano, que
nacía del fondo del pecho de una bestia imposible contra la que el hombre había
aprendido a pararse sobre dos pies, y después a ser más fuerte que su músculo,
y después a soñarse otro, y esa lucha nunca había terminado.
*Carlos María Domínguez nació en Buenos Aires en 1955 y
desde 1989 reside en Montevideo. Es escritor, crítico literario y periodista.
Es autor de las novelas: Pozo de Vargas, Bicicletas negras, La mujer hablada,
ganadora del Premio Bartolomé Hidalgo, La casa de papel, Premio Lolita Rubial –
Narradores de la Banda Oriental, Montevideo, 2002, Tres muescas en mi carabina,
Premio de la Embajada de España en homenaje a Juan Carlos Onetti, Montevideo,
2002. Con el relato La confesión de Johnny obtuvo el Premio de Cuentos
COFAC/Banda Oriental, en 1997. Ha escrito las biografías: Construcción de la
noche. La vida de Juan Carlos Onetti, en colaboración con María Esther Gilio;
El bastardo. La vida de Roberto de las Carreras y su madre Clara; y Tola
Invernizzi. La rebelión de la ternura (Trilce, Montevideo, 2001). Es, además,
autor de varios libros de investigación, una obra de teatro y un folletín. Sus
reportajes fueron recogidos en los libros: El compás de Oro, e Historias del
polvo y el camino. Fue Director Periodístico de la revista Crisis, Jefe de
Redacción del semanario Brecha y crítico literario del semanario Búsqueda. En
la actualidad ejerce la crítica y el periodismo en Brecha y en El País
Cultural.
Cercanía*
Aun más que ausente:
mira
desfigurado
Pregunta
Absorto
niega
Huye:
la realidad
persigue.
*De Ana Romano.
romano.ana2010@gmail.com
El Hombre Que
Escribía Demasiado*
*Por Juan
Forn
En Borneo,
cuando no está lloviendo, el sol te trepana la cabeza. El profesor John Wilson
está dando clase al frente del aula cuando de repente se acuesta en el piso y
decide no seguir. El profesor Wilson parece estar sufriendo un coma alcohólico,
aunque conteste normalmente las preguntas que le hacen. En el hospital le
preguntan si ha sufrido alucinaciones. El dice que, en los últimos días, cada vez
que entra al baño de su casa, por la mañana, ve sentado en el inodoro a un
hombre muy parecido a él, con una máquina de escribir sobre las rodillas,
componiendo poemas. El Servicio Colonial lo fleta al Hospital de Enfermedades
Tropicales de Londres, donde le diagnostican un tumor cerebral y le dan un año
de vida. El profesor Wilson huye del hospital en camisón, pero el neurólogo que
iba a trepanarle el cerebro era Roger Bannister, el primer hombre en correr la
milla en menos de cuatro minutos: lo alcanzó enseguida, lo llevó de vuelta, le
exigió que se portara como un hombre. El profesor Wilson se pasó la noche en
vela y terminó interpretando así su sentencia de muerte: “No me pisaría un
ómnibus, ni me acuchillarían en un callejón, ni me atragantaría con una espina
de pescado, ni me desnucaría de un patinazo por la calle. Me quedaban 365 días
por vivir: escribiendo a razón de mil palabras por día, en un año podía
escribir Guerra y paz. O por lo menos un libro de mil páginas”.
Y eso fue lo
que hizo: escribió las mil páginas (aunque no en un solo libro sino en cinco
novelitas distintas, porque consideró que cinco libros le dejarían algo más de
dinero a su viuda que uno solo) y cuando se cumplió el año le dijeron para su
estupor que del tumor ni rastros, así que se puso a escribir otras mil páginas
para no romper la cábala, y llegó vivo al final de ese año, por lo que conservó
ese demencial ritmo de escritura durante los cuarenta años siguientes, y así
fue cómo el profesor Wilson (en sus documentos John Anthony Wilson Burgess) se
convirtió en el escritor Anthony Burgess. La leyenda fue fraguada por él mismo,
en incontables entrevistas y charlas y en los dos tomazos de su autobiografía:
era, había sido, y sería hasta el fin de sus días, El Hombre Que Escribía Demasiado
(“¿No puede conseguirse un trabajo normal, como empleado de banco, por unos
años al menos? –le decían en Inglaterra–. ¿No tiene autodisciplina para ser
menos prolífico?”). Era El Venido De Ninguna Parte, léase Manchester, donde su
padre tocaba el piano en cines en los tiempos de las películas mudas y el
pequeño John aprendió a leer solo, de las placas de texto que aparecían en esas
películas. El pequeño John se pasaba las tardes sentado en el cine porque un
día, cuando era bebé, su padre volvió a casa y encontró a su mujer y a la
hermana de John muertas por la gripe española.
Después se le
murió el padre, cuando John tenía trece. Quedó a cargo de una madrastra que lo
mandó pupilo en cuanto vio que el pequeño era capaz de conseguirse una
educación a base de becas. Salió de Manchester convertido en maestro de
escuela, hizo la guerra como maestro en Gibraltar, lo esperaba un puesto de
maestro cuando volvió. Y era un maestro impecable, sólo que después bebía como
un cosaco y leía como un animal lo que le cayera en las manos, y además padecía
una esposa galesa, borracha y promiscua que, cuando él volvió de la guerra, le
contó que una noche a la salida del pub había sido violada por dos soldados,
que la dejaron no sólo estéril sino con hemorragias de por vida: todo lo que
perdía de sangre diariamente necesitaba recuperarlo en gin. Los Wilson llegaron
a Malasia, y después a Borneo, porque una noche de borrachera él escribió una
carta pidiendo trabajo en el Servicio Colonial del Imperio: cuando lo citaron
para darle el destino, tuvieron que mostrarle la carta porque él no se acordaba
de nada. Al volver de Borneo, cuando ya era El Hombre Que Escribía Demasiado,
arrastró a su esposa Lynne a Leningrado, porque necesitaba ver in situ ciertos
detalles del idioma ruso para la jerga de Alex y sus drogos en La naranja
mecánica. El plan era pagarse el viaje con unos vestidos de poliéster que
consiguió a precio de saldo en Marks & Spencer y que se pasó los primeros
cinco días del viaje vendiendo en los baños del hotel donde paraba, mientras
Lynne bebía vodka en la habitación, hasta que tuvieron que hospitalizarla por
coma alcohólico y los mandaron a los dos de vuelta a Inglaterra.
Mientras hacía
estas cosas, escribía dos o tres novelas al año y manuales sobre el uso del
inglés y ensayos que explicaban a Joyce y a Shakespeare, y comentaba libros
(brillantemente y a velocidad pasmosa) para todos los suplementos culturales, y
componía música (su verdadera vocación: no meras canciones sino sinfonías y
óperas) sin el menor éxito. Y, cada vez que oía a Lynne golpear con su bastón
el piso en la habitación de arriba, subía a llevarle su botella de gin. “Hasta
que un día cesaron misericordiosamente los golpes sobre mi cabeza y pude
escribir en paz, sólo que Lynne estaba muerta.” No se olvidó nunca de ella,
tampoco tuvo paz. Se casó con otra sólo tres meses después. Era la exacta
contracara de Lynne: se llamaba Liana, no era galesa sino italiana, no era
rubia sino morocha, no era hija de proletarios sino de una condesa y un actor,
y además traía a la rastra un hijo pequeño, que Burgess aceptó adoptar. Acto
seguido abandonó Inglaterra rumbo al continente, en una absurda casa rodante
(Liana al volante, él en el asiento de al lado, con la máquina de escribir
sobre las rodillas, y el nene destrozando todo atrás), para no tener que pagar
impuestos en ninguna parte.
Gracias a La
naranja mecánica de Kubrick y al Jesús de Nazareth que escribió para Zefirelli
se hizo famoso en Norteamérica y empezaron a estrenarle (en lugares como la
Opera de Minnesota o el Paraninfo de Wichita) sus imposibles piezas musicales.
Por suerte siguió escribiendo, tan inmoderadamente como siempre. Por esa época
se le ocurrió una novela que iba a ser así: un tipo se levanta a la mañana, el
día de su muerte, abre el diario y lee toda su vida en él, de la primera plana
al crucigrama y los chistes. No la escribió nunca, pero su autobiografía es un
poco así, aunque la verdadera vida que vivió en su cabeza hasta sus últimas
consecuencias está en Poderes terrenales, la novela de mil páginas que escribió
cuando ya no necesitaba más dinero, que es todos sus libros en uno y un crucero
al corazón de las tinieblas del siglo XX. “En mi triste oficio, mentimos para
ganarnos la vida. No sé quién lee novelas para que le cuenten la verdad, pero
¿cuál es el sentido de leer novelas si no nos las creemos?”, escribió en ese
libro. Y también este párrafo imbatible, que cualquiera que lo haya leído
conservará en la memoria el resto de su vida: “¿Quién no ha sido defraudado? No
pensemos sin embargo que el culpable es un sistema, o la sociedad, o el Estado,
o una persona determinada. Son nuestras ilusiones las que nos van defraudando.
Todo comienza en el vientre materno y el descubrimiento de que hace frío allá
afuera. ¿Y acaso es culpa del frío que haga frío?”.
Récipe*
¿Eres capaz de
reducir
la tripulación
de tus errores?
Algo extraño
rodea mi cuello y lo sostiene
como si no
tuviera otra forma de agarrarse de mí
¿eres capaz de
golpear tus músculos
para abrir los
ojos de los corderos?
una visión de
bosque puede soltar
un alud de
animales desde la prisión de mi garganta
Eres capaz de
encenderte a tren juguete
y llevarme como
una muñeca
hasta el andén
donde se curan los pecados?
Piensa a la
noche, la estación de los hospitales
Piensa a mi
boca, una mosca dejando un beso en la ventana
***
Inventren
Próximas estaciones:
EMILIANO REYNOSO.
-Por Ferrocarril Provincial-
INDACOCHEA
-Por Ferrocarril Midland-
-Colaboraciones a
inventivasocial@yahoo.com.ar
http://inventren.blogspot.com/
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos
dirigirse a : inventivasocial(arroba)yahoo.com.ar
-por favor enviar en texto sin
formato dentro del cuerpo del mail-
Editor responsable: Lic. Eduardo
Francisco Coiro.
Blog: http://inventivasocial.blogspot.com/
https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL
http://www.facebook.com/pages/INVENTIVA-SOCIAL/237903459602075?ref=hl
Edición Mensual de Inventiva.
Para recibir mes a mes esta
edición gratuita como boletín despachado por
Yahoo, enviar un correo en
blanco a:
inventivaedicionmensual-subscribe@gruposyahoo.com.ar
INVENTREN
Un viaje por vías y estaciones
abandonadas de Argentina.
Para viajar gratuitamente enviar
un mail en blanco a:
inventren-subscribe@gruposyahoo.com.ar
Inventiva Social publica
colaboraciones bajo un principio de intercambio: la libertad de escribir y leer
a cambio de la libertad de publicar o no cada escrito. los escritos recibidos
no tienen fecha cierta de publicación, y se editan bajo ejes temáticos creados
por el editor.
Las opiniones firmadas son
responsabilidad de los autores y su publicación en Inventiva Social no implica
refrendar dichos, datos ni juicios de valor emitidos.
La protección de los derechos de
autor, o resguardo del copyrigt de cada obra queda a cargo de cada autor.
Inventiva social recopila y
edita para su difusión virtual textos literarias que cada colaborador desea
compartir.
Inventiva Social no puede
asegurar la originalidad ni autoria de obras recibidas.
Respuesta a preguntas frecuentes
Que es Inventiva Social ?
Una publicación virtual editada
con cooperación de escritores y lectores.
Cuales son sus contenidos ?
Inventiva Social relaciona en
ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los
medios de comunicación.
Cuales son los ejes de la
propuesta?
Proponer el intercambio sensible
desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas
para pensar sin manipulación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario