*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
NOCTURNO*
(La noche de
los pájaros)
Ebrios de luna
blanca
se adormecen
los pétalos
bajo la gris
arcilla de los párpados
y un matorral
de sombras
amarra los
ensueños
con puntillas
de harapos.
Saciados de
capullos y carozos,
descansan los
asombros
en la orilla
estrellada de los cardos,
allí,
donde los
límites del patio
determinan
murallas
entre texturas
de óxido
y repiques
azules de campánulas.
Despintados de
noches sin salida,
los troncos
inclinados
convocan
ramilletes de cigarras,
el monótono
arrullo de las ranas
traza un hilo
de acequias
custodiando el
rocío inhabitado
y un tren de
carga alerta la distancia
con silbos
solitarios.
En su cuna de
frutas
el hambre se ha
dormido,
elásticos
caballos
galopan
transparencias de vinagre
y escalofríos
de limones verdes
deliran
corredores
de panes
desangrados.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
COMO LA ALEGRÍA QUE A VECES NO ES…
Artista frente
al mar*
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
Lenta, muy
lentamente, el hombre se fue acercando hacia el borde del acantilado. La mujer
sentada en las rocas lo contempló con atención desde el fondo de un silencio
profundo y expectante. Observó su respiración agitada, su barba naciente, sus
cabellos descuidados, su camisa clara maltratada por el viento. Había algo en
él –cierta actitud de entrega a lo absoluto, la expresión desolada de sus ojos-
que lo tornaba, al mismo tiempo, majestuoso e indefenso. La mujer reparó
también en la firmeza con que cerraba una de sus manos y entrevió la causa,
adivinó en ella la presencia de la pequeña joya en la que –según contaban en el
pueblo- el hombre había estado trabajando con obsesivo fervor durante los
últimos meses.
Fue entonces
que tuvo el presentimiento. Nada extraordinario estaba sucediendo, pero ella
supo que algo inquietante se cernía sobre la momentánea quietud de la escena.
Bajo las nubes grises e hinchadas que parecían aplastar al mundo, el olor
penetrante del mar fue de pronto un presagio, y el viento un emisario del
desconsuelo.
Sin atreverse a
intervenir, comprendiendo que no estaba autorizada a modificar un
acontecimiento que intuía irreversible, un rito que parecía establecido desde
muchos siglos antes, la mujer siguió los sucesos con ojos fascinados: el torso
del hombre y su brazo arqueándose hacia atrás, la tensión extrema del cuerpo,
el feroz impulso hacia adelante, la maniobra de los dedos al abrirse en un
gesto irrevocable.
No tuvo tiempo
siquiera de abrir la boca para intentar un grito. La joya dibujó una parábola
desesperanzada, refulgió contra el cielo por única vez –ella pudo vislumbrar su
hermosura perfecta segundos antes del final- y cayó para siempre en una
indiferencia infinita de sal y de espuma.
Hubo en la
mujer un reflejo efímero de angustia; luego una mudez de asombro y espanto. En
lo alto, un viento triste azotaba los rostros. Abajo, heladas, las olas se
suicidaban furiosas contra la barranca.
-¿Qué vas a
hacer ahora? – se animó a preguntarle, con un susurro quedo que fue casi una
plegaria.
El hombre no
desvió sus ojos hacia ella. Con la mirada vacía, perdida en algún punto
indescifrable del océano, dejó pasar unos segundos antes de dar, con voz
cansada, la respuesta que ella ya sabía:
-Lo de siempre.
Empezar de nuevo.
*
Una boca, una
mirada.
Unas flores llenas de pájaros.
Una canción.
Ese atardecer.
El tiempo que pasa
sobre el mar, que pasa.
El mar que se abre como poema al viento
y todo pasa en un milésimo de segundo
y otro,
y otro que va, y que flota.
Y otro, y otro,
siempre otro.
Unas flores llenas de pájaros.
Una canción.
Ese atardecer.
El tiempo que pasa
sobre el mar, que pasa.
El mar que se abre como poema al viento
y todo pasa en un milésimo de segundo
y otro,
y otro que va, y que flota.
Y otro, y otro,
siempre otro.
*De Angie Pagnotta. angie_pagnotta@hotmail.com
-Angie Pagnotta es
periodista recibida en TEA (Taller, Escuela, Agencia) y estudiante de la
carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Tomó
clases de narrativa, escritura y crónica periodística con distintos maestros,
entre ellos Walter Cassara, Osvaldo Bossi y Vicente Battista. Colabora con
medios gráficos y digitales como El Gran Otro, Entrevistar-Te y Revista La
Única. Obtuvo una mención en narrativa por
su cuento “Alejandra”, otorgado por la Biblioteca Nacional. Es fundadora y directora de Revista Kundra – Literatura aleatoria y del portal de Arte y Cultura Baires Digital. Actualmente
está escribiendo su primera novela.
EL LIBRE ALBEDRÍO Y LOS CABLES*
Hace mucho tiempo que un cable de teléfono que cruzaba el patio ya no
está. Lo habían colocado así, aéreo, y en diagonal dividía nuestro pequeño
cielo. Ahora se ha subordinado a las rectas ortogonales que delimitan las casas
linderas, y ha sido adiestrado para no separarse de los muros.
Sin
embargo, el cable línea negra, trazo de pincel de fileteador, sigue allí. No se
ha perdido ni ha sido velado por las oscuridades de la memoria.
En
los tiempos en que todavía cercenaba el celeste día o el azul noche, los
aviones seguían su dibujo oblicuo en perfecta paralela. Las distancias serían
divergentes, pero a nuestros ojos los aviones corrían sobre la cuerda como los
payasos montando sus bicicletas bufas en la altura vertiginosa de los circos.
Los
aviones, ahora que el cable ya no está, siguen, sin embargo, obedeciendo al
designio de trazar la recta invisible, y corren sobre el riel de nubes y rayos
de luna.
El
cable ya no está. Lo reinstala cada máquina plateada que se enrojece en la
última luz de los atardeceres.
Pregunta
mi madre que cómo recuerdan los pilotos por adónde pasaba el cable. Es una
broma, claro. Pero, para nosotras, es más real el cable hilado de recuerdo y
pájaro posado que esas flechas brillantes allá arriba, tan lejos. Las flechas
brillantes, al fin y al cabo, responden al mandato de continuar transitando por
el sedero invisible. Siendo tan ancho, tan vasto, el cielo.
Escucho
una campanilla y me brinca el corazón, se detiene un momento en mi pecho. La
campana de la abuela que hacía sonar cuando todavía no había muerto, y el
sonido de campanilla era el apuro de llegar al lecho.
Campanilla
en la quietud del día, agitación y desasosiego. Pero ya, hace tiempo, la abuela
ha muerto.
Paso
por la boca del pasillo, allá en el fondo, mi rostro en el espejo.
Me
sobresalta mi rostro en el espejo. Mi madre lo había quitado y lo ha vuelto a
colgar. Me asusta esa figura que me mira, tan parecida a la imagen que de mi
tengo, siempre mirándome de frente. No debía estar allí esa mujer sobresaltada.
No
digo ciertas palabras, hay cosas de las que no quiero hablar. Mi padre ya no
está. Pero no digo ciertas palabras aquí, no hablo de ciertas cosas.
Cables,
cables. No los ven los demás. Cables que están para uno, negros y gruesos.
Caminamos en paralela a su dirección exacta, hacemos diagonal para molestarlos,
los negamos en zigzag. Pero los vemos. Ahí están.
Nítidamente
trazados los senderos cruzando al través los huesos.
El
avión sigue su camino, no lo sabe, dibuja una línea que ya no está.
La
crea. La resucita. Dibuja un recuerdo, un mandato, dibuja sin saber el rostro
de los antepasados, las tardes de angustia, las niñeces de verano, el estornudo
del rabino en la sinagoga que se escuchaba en toda la cuadra, dibuja lo que
hice, lo que no voy a hacer, lo que hago por contrariar y mi, también,
descrédito de lo que se puede nombrar como destino.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Hebras de algún
sol
dispuesto de a
rayos
como la alegría
que a veces no
es
y reverbera
*De Alejandra
Alma.
La paradoja de
mi tribu*
*Por Juan
Forn
Aristóteles
juraba que la función del cerebro era evitar que el cuerpo se recalentara. A
Nietzsche, en cambio, lo que le preocupaba era el recalentamiento del cerebro:
“Podemos sentir cómo late nuestro corazón, cómo se expanden nuestros pulmones,
cómo trabaja nuestro estómago, pero no tenemos ninguna señal de la actividad de
nuestro cerebro. La fuente de nuestra conciencia es inaccesible a nuestra
conciencia”. En 1881, luego de perder su puesto como profesor en la Universidad
de Basilea por su salud cada vez más desequilibrada, autoexiliado en Génova,
Nietzsche encargó a Dinamarca una de las primeras máquinas de escribir (muy
exitosas en el tratamiento de sordomudos). Llevaba cinco años sin escribir.
Cuando empezó a probar el artefacto, descubrió que podía escribir con los ojos
cerrados, que las palabras podían ir de su mente a la página sin distracción.
Le dedicó una oda (“La máquina de escribir es una cosa como yo / hecha de hierro
pero fácilmente dañable / paciencia y tacto se requieren en abundancia”) y
avisó a su amigo Overbeck que había vuelto a escribir. Este viajó a Génova y
descubrió que el estilo de Nietzsche se había vuelto más apretado, más
telegráfico, más metálico y machacante. Nietzsche resopló: “¿Acaso tus
pensamientos no dependen de la calidad del papel y la pluma que uses? Nuestros
útiles de escritura inciden en la formación de nuestros pensamientos”.
A Nietzsche le
fascinaba la historia de cuando San Agustín conoció a San Ambrosio, el hombre
que lo convertiría al cristianismo: Agustín llegó al claustro de Ambrosio en
Milán, lo descubrió leyendo silenciosamente para sí mismo y quedó asombradísimo
de que no necesitara leer en voz alta para entender. Tanto los griegos como los
romanos preferían que un esclavo les leyera, a leer ellos mismos: para entender
era más fácil escuchar. Para Ambrosio, en cambio, leer era un acto de
introspección, solitario, meditativo. Dicen que fue ahí que Agustín tuvo la
iluminación de preguntarse cómo sería escribir tal como leía Ambrosio, con ese
recogimiento, ido del mundo, y supo de golpe que así sería posible escribir
cosas que nadie se atrevería jamás a dictarle a un escriba (por ejemplo ese
extraordinario pedido que le hará a Dios: “Oh, señor, dame castidad, pero no
todavía”).
Creo que fue el
divino Agustín el que dijo que un mapa es el relato de un camino. La paradoja
de los mapas es que se fueron haciendo más precisos en la medida en que se
hacían más abstractos. Y más portátiles también (Borges nos lo hizo entender
con aquel delirante mapa del Imperio que tenía el exacto tamaño del territorio
que cartografiaba: si la proporción del mapa es uno a uno, no sirve; un mapa
tiene que ser portátil, para viajar en nuestro bolsillo). Lo que hicieron los
mapas con el espacio lo hizo el reloj con el tiempo. El reloj y su antecesor,
el campanario. Antes, la vida estaba dominada por ritmos agrarios: la salida y
la caída del sol, los ciclos de las estaciones y las cosechas. Pero en los
monasterios necesitaban un cronograma más riguroso para rezar. Así nació la
puntualidad: las pérdidas de tiempo como afrentas a Dios. Ya no era el sol sino
las campanas de la iglesia las que regían el tiempo. Entonces vino el reloj y
destronó al campanario: empezamos a llevar el tiempo con nosotros adonde
fuéramos.
Lo que hicieron
los mapas con el espacio, y los relojes con el tiempo, fue cambiar nuestra
manera de pensar. Y con los libros pasó lo mismo, cuando todos empezamos a leer
como leía San Ambrosio. Es decir, para adentro. Esa es la paradoja del libro:
que, cuando leemos, nos vamos del mundo, pero ese irse del mundo enriquece
nuestra experiencia del mundo. Ya sé, me faltó la paradoja del reloj. Cortázar
la describió mejor que nadie: cuando te regalan un reloj, te regalan un
calabozo de aire.
El siguiente
calabozo de aire tuvo forma de pantalla. Primero creímos que era el cine,
después vino la televisión y creímos que era ella, pero en realidad eran las
computadoras. McLuhan fue el profeta. En 1964 anunció la aldea global y el fin
de la Galaxia Gutenberg. Dijo que se venía una nueva manera de pensar; que ya
había empezado. Murió en 1980, no llegó a ver el día que supo predecir: el día
en que todos empezamos a estar conectados, el día en que el telégrafo, la radio,
el teléfono, el cine, la TV, la computadora, y también el mapa, el reloj y el
libro convergieron en un solo medio, para usar terminología de McLuhan, y pasó
con las computadoras lo mismo que había pasado con los mapas y con los relojes
y los libros: se fueron haciendo más útiles a medida que se hacían más
portátiles. Y cuando las pudimos llevar con nosotros adonde fuéramos, no las
soltamos más.
No sé cómo usan
ustedes sus computadoras; a mí me funciona de máquina de escribir, de
biblioteca de consulta, de librería y de correo básicamente. Nunca tuve tanto a
mano para leer y para escribir como ahora. En Mercado libre se consigue casi
cualquier libro, baratito, y encima hay envío (salvo que uno vaya a buscarlo y
aproveche para husmear un poco). Google siempre da algo, si uno no se conforma
de entrada, si se sigue aventurando en el barro (yo hasta la imagen de mi
contratapa me doy el gusto de mandar al diario cada jueves a la tardecita).
Poder echarme en cualquier sillón de mi casa con la compu en las rodillas para
escribir o para navegar o para mandar la nota al diario después es una
bendición. Pero yo le tengo miedo igual a la computadora, es algo atávico,
primitivo, soy de la tribu del libro, leer es mi manera de pensar, y dicen que
las computadoras nos están cambiando la manera de pensar, porque ésa es la
paradoja de las computadoras: cuanto más inteligentes se vuelven, más tontos
nos desafían a ser (el software más eficaz es el que menos esfuerzo intelectual
demanda instalarlo y usarlo; Google nos hace saber sin eufemismos que prefiere
que visitemos diez páginas web en un minuto a que nos quedemos diez minutos
leyendo una misma página; etc.).
Darwin nos
explicó que la repetición de un acto crea hábito, y el hábito se va
convirtiendo en instinto, y así evolucionan las especies. Hicieron falta
generaciones y generaciones y generaciones de la tribu del libro para que
nuestro instinto encuentre lo que busca leyendo. Es un instinto que a algunos
se les despierta más temprano y a otros más tarde, pero en la vida uno siempre
se termina arrimando a lo que más le cabe, si no es muy extranjero de sí mismo,
y leer es lo que hacen los de la tribu del libro para ser menos extranjeros de
sí mismos, lo hagan en una tablet, en una palm o en un holograma. Ignoro
cuántas generaciones le quedan a la tribu. Creo, como Nietzsche, que nuestros
útiles de escritura inciden en la formación de nuestros pensamientos y que el
hábito se va convirtiendo en instinto. Ese instinto, en el que creo más que en
mí mismo, me dice que, mientras quede gente que siga leyendo como leía San
Ambrosio, la tribu seguirá viva. Pero bueno, ésa es nuestra paradoja: sólo
podemos concebir el fin del libro si lo leemos en un libro.
EL AMANTE DEL
ALBA*
Cerrada está la
puerta corazón. Cerrada. Cerros, cerrazón.
Has evadido
grutas, canceles y presidios.
Y has entrado.
Ay, has entrado.
Noche.
Cataléptico mundo.
Todos duermen.
Todos.
Todos, menos tu
negro dragón escarcha.
Se. Estoy
segura, has seducido al alba.
Le has dicho
que te espere.
Que serás su
escudero, su amante, su arco iris.
Y te has dejado
caer por la rendija cómplice.
Sediento. Bebes
las oscuras gotas del deseo.
Embriagado
estallas tu lengua en el jazmín de leche.
Has desafiado
el noveno mandamiento y has dicho te amo.
Sabes que es
otoño y has besado los frutos de un mentido verano
Ay amado mío
nunca amado. Soledad que devora
París. Nubes de
cigüeñas. Reyes magos...
Está oscuro y
tengo hambre de pájaros.
Y no hay
pájaros, ni mar, ni siquiera un barco naufragante
Se nos escapa
el alba corazón.
Afuera un
panadero. Sal, harina y sudor.
Dios se viste
de andrajos.
Una pringada
rubia alcohol. Dolor y risa.
Un chico
solitario mea mi puerta.
Es la hora de
las brujas y el alba.
Tu amanecida
amante te reclama.
Y no pude
encontrarte, ni buscarte, ni hallarte, menos aun perderte.
Estoy cansada
corazón. Cierra la puerta al irte.
Ten cuidado, no
enredarte en el ramaje que sale de mis ojos.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
El Universo es
de Trigo*
Somos un viaje
continuo,
Orbitando entre
los límites
De la calle
pavimentada
Y la
terracería.
En algunos
casos tenemos la fortuna
De escuchar a
alguien más
Que viaja en el
mismo camión que nosotros,
Y somos capaces
de romper
El duro
armamento que el aire
Construye a su
alrededor;
Pero llega tan
rápido al lugar planeado
Que baja en la
siguiente esquina.
Seguimos en el
camión
Hasta que el
costo de transporte
Iguale al
valor,
En moneditas de
acero,
Que hemos
pagado.
Si subimos,
Por descuido o
voluntad,
En un camión
equivocado,
Terminamos en
un lugar también equivocado
Y preguntando
cómo regresar.
Viajamos entre
guajolotes y frutas,
De pie o
sentados,
Esperando que
el camión nos lleve a algún lado
O, por lo
menos,
Que choque
contra otro camión
Para no
sentirnos tan solos.
Somos un viaje
continuo,
Y una espera,
Que a veces
termina en calles pavimentadas
Y otras tantas
en medio de los caminos rurales.
*De hugo
ivan cruz rosas. quetzal.hi@gmail.com
Fruto de
silencios*
lluvia
... instrumento
de percusión
sobre mi
desbordada espera
la que triza
relojes con el cuarzo
de una lágrima,
esa
que sueña a
destajo
sin darle
permiso a las ausencias
agua...
... intrusa
imperdonable cuando llegas
al borde de mi
sed y te alejas
alzas,
castigas, derrochas tu fuerza
contra mi
vulnerable espera,
la que nunca
está sola
porque supo
alimentarse
con fruto de
silencios
y de inestables
mieles.
En mi pueblo,
llueve.
***
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REYNOSO.
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