*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
Desgarro*
Con un graznido
de cuervo
en el
velocímetro
y un arañazo
en la espalda
del silencio.
Voy quemando el
asfalto.
Está lleno de
pájaros
cayendo de los
árboles.
En los
engranajes del arco iris
se desmayan las
siluetas.
Balcones de
sombra.
Me desclavo los
días
me devora la
noche.
Este viaje a
Katmandú
latido hacia
atrás
es un gato
hambriento
en el nido de
los ojos.
Desde una
ventana
le maúlla la
noche
un vals en los
espejos.
Y tu gato de
trapo baila solo
mientras yo me
fumo la boca,
que ya no es de
nadie.
EN EL NIDO DE LOS OJOS…
El extraño*
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
Lo descubrí
casualmente al mediodía, cuando, después de meses o años sin hacerlo, alcé la
vista en medio del almuerzo y, persiguiendo el vuelo errático de una mosca,
dirigí fortuitamente la mirada hacia mi izquierda. Allí estaba: joven,
aparentemente alto, barba rala ensombreciéndole el mentón, cabellera espesa e
intrincada coronándole las sienes, gestos remanentes de una adolescencia aún no
muy lejana. Allí estaba, comiendo con nosotros, con naturalidad, en silencio,
sin mirarnos.
Giré la cabeza
hacia la derecha: Irma también comía en silencio. Seguía igual que la última
vez: la cabeza gacha, el pensamiento ido, una aureola de amarga resignación
envolviendo su cuerpo arqueado hacia adelante. Me pregunté si ella también lo
habría visto y temblé. Tuve miedo, miedo de que el desconocido hubiera estado
instalado en mi propia casa con su consentimiento desde hacía días, semanas o
quizás años, aprovechando mi inveterada costumbre de no levantar la vista. Pero
no, no era posible: la expresión de ausencia de Irma revelaba que ella no
estaba al tanto del insólito fantasma que se había entrometido en nuestra
intimidad. Mi deber era advertirla, pero con disimulo; el desconocido no debía
saber que yo lo había descubierto.
Extrañado,
temeroso, levemente incomodado por la conciencia de estar realizando un acto
que resultaba ajeno a la esfera de mis hábitos, busqué la mirada de Irma:
primero, de reojo, con algo de recelo; después abiertamente, despojándome de la
cautela. Fue inútil: Irma no levantó la vista del plato en ningún momento y
siguió comiendo. Era lógico: hacía años que no nos mirábamos. Yo mismo, de no
haber mediado ese acontecimiento casual, de no haberme distraído tontamente
siguiendo el vuelo de esa mosca torpe, habría permanecido inalterable; no podía
esperar otra cosa. Aun así, a pesar de esa certeza, tuve ganas de que mirara.
Hubiera querido que me mirara para saber si aún era capaz de vibrar al
contemplarla, como antes. Pero no lo hizo y yo, casi sin melancolía, comprobé
que había buscado sus ojos sin recordar de qué color eran.
Consciente al
fin de que no podía contar con Irma, decidí entonces asumir yo solo el riesgo.
Comprendí que no podría rehusar el compromiso de enfrentarme al extraño. Debía
hablarle y exigirle las explicaciones necesarias. Debía imponer mi condición de
dueño de casa. Resuelto a acabar con la irritante situación, forcé para mi
rostro una expresión severa y, fingiendo una confianza que jamás he poseído,
extendí mi brazo hacia el de él. De alguna manera supe que ahora sí, por fin,
advirtiendo quizás lo inaudito de mis movimientos, Irma había alzado la cabeza
del plato y también miraba: eso me dio valor. Redoblé mi esfuerzo por simular
firmeza, me incliné sobre el extraño y, conteniendo la respiración, lo toqué
suavemente con la mano. Él, tan sólo ladeó la cabeza y me miró.
Tardé bastante
en reaccionar. Me costó adivinar en ese rostro juvenil los rasgos casi perdidos
del niño de años atrás. Me costó acostumbrarme a la idea de que esa mirada dura
y acusadora perteneciera al adolescente al que hacía tanto tiempo no veía.
Pero, sobre todo, me costó reconocer esa voz al mismo tiempo familiar y, sin
embargo, tan distante, que con tanta frialdad me decía:
“Sí, papá. ¿Qué
necesitás?”.
*
no prescriben
el ojo
no sepultan la
piedra
están antojados
de cenizas
ellos
los devoradores
de cangrejos
los que aún no
sintiendo
dentro de sí
apretujarse el
sexo
sonríen sin
embargo
satisfechos
como torpes
peleles
ah, ese ojo
barcaza de naufragios!
ah! ese ojo
vedado a toda ciencia!
no cerrarán su
boticario impulso
oh, no lo
delatarán jamás
van eructando
salmueras de cangrejos
intentarán en
vano limarse las uñas
señalar el otro
cuarto donde el reloj
es un hueso
penetrando el día/
ESTIGMAS*
(Los pájaros
que callan)
El gorrión
callejero,
nacido en los
portales de la lágrima,
heredero del
hambre y del desprecio,
ha extendido
sus manos andrajosas
para sembrar mi
falda
con el rostro
vencido del hebreo.
Fatigado de
inviernos,
trueca sus
arrugadas indulgencias
por algunas
monedas,
por un sueño de
hogaza y leche tibia
que se le
escurre entre los dedos.
Su corazón
moreno
muestra el
antiguo estigma de la carne
horadada por
clavos y maderos
y una noche de
rosas enlutadas
enturbia la
mirada pedigüeña,
que sepulta en
arenas calcinadas
sus voces de
silencio.
Detenido en las
sombras
donde aúllan
los pájaros
la desnuda
agonía de sus huesos,
donde cruje la
escarcha,
donde se huele
el miedo,
donde la noche
es largamente larga,
donde el
mendrugo rasga las mejillas
con sus uñas de
viento…
desovilla
filamentos de infancia
por laberintos
ciegos.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
CALLES*
Soy un áspid.
Espanto lo que asusta mi miedo.
Soy un áspid y
una calle de tierra, sin colmillos.
No hay calle
que detenga las arenas de la muerte.
Soy, apenas una
hoja de barro.
A veces, solo a
veces, un asombro.
Un brote. Un
rumor. Un pezón en celo.
Me escondo, me
traslado y las calles me recorren toda.
Me alcanzan. Me
acarician, me hablan.
Es frecuente
que griten.
Paso a paso
traen las huellas de mi madre.
El viento vuela
el sombrero de mi padre.
De tanto
caminarme me han gastado.
Algunas
duermen, No amor, no las despiertes. No.
El polvo cubre
la cicatriz de Abel.
Cuesta abajo.
Puta clara, lluvia oscura.
Lázaro gime y
palpita de pasión.
Escucho las
pisadas. Huyen. No me esperan.
Hay un ciego
que baila. Y un niño.
Tengo sangre en
la boca. En el pubis, sangre.
Los amantes
yacen en un puente de niebla.
Soy un áspid.
Espanto lo que asusta mi miedo.
Soy un áspid y
una calle de tierra, sin colmillos.
No hay calle
que detenga las arenas de la vida.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Intervalo
lúcido*
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
El hombre se
detuvo con brusquedad en el centro mismo de la masa hormigueante que corría por
la larga avenida, sobresaltado por la súbita revelación que acababa de herir su
conciencia. Primero con perplejidad, luego con horror, miró hacia uno y otro
lado, y el espectáculo escalofriante de la multitud que se desplazaba
raudamente a su alrededor lo estremeció. Como una legión demencial de maratonistas,
millones de figuras deshumanizadas avanzaban en idéntica dirección, con la
vista clavada en el horizonte distante que nadie alcanzaba a divisar. “¿Para
qué corremos, entonces”, atinó a preguntarse, asustado, “para qué corremos
todos, si ni siquiera sabemos hacia dónde vamos?”. Pero apenas un instante
después, reanudó la carrera con redoblado ahínco. La humanidad se alejaba y él
se estaba quedando vergonzosamente atrás.
*
la tierra no ha
dejado de moverse
ni la soberbia
la máquina
que ignora
su latir
*De Alejandra
Alma.
ES HORA*
En principio eran sólo unos cuantos,
los de la estrella
sentenciados a no ver la luz, sólo explosiones,
verdes uniformes
sentir la caricia fría de un arma.
Y las sirenas rompiendo obligados silencios.
La miseria corroída por el hambre,
una horda de locos confabulando ejecuciones
y la historia no repite:
Ya no son sólo las estrellas,
son la raza o el color de la piel,
son el credo o la nacionalidad,
son el ser o no ser potencia;
son el peso contenido en los bolsillos, lo que
cuenta,
lo que dicta las sentencias y el olvido.
Y van labrando el destino sobre millones de tumbas,
y van tiñendo con sangre la tierra:
Es hora de que el mundo deje de mirar a otra parte.
*Poema incluido en DESDE LAS
PROFUNDIDADES
Editorial
BLACK DIAMOND EDITIONS, 2013
https://www.blackdiamondeditions.com
Desde las profundidades, 2013.
Derechos reservados © Ruth Ana
López Calderón, 2013.
Ínsulas*
A Jacques Viau
Renaud
1
Siento latidos
aborígenes
resurgir
entre las
cordilleras.
Como las
patadas
de un infante
en el vientre
materno,
anuncian el
nacimiento
unánime del
sol.
2
Ya está ahí el
agua insular,
en ese río
represado
por la historia
vuelta
avalancha,
une los dos
bordes
de la isla.
3
Ha vuelto el
aire original,
desterrado
del cielo
nocturno,
por los
cobardes cuervos
de las
madrugadas,
arrebatadas al
honor
patrio.
El estruendo
se expande, a
la redonda
del continente
con manos
firmes.
4
“Pegado sobre
el labio prohibido.”
Verde pasto, el
que ondea
en las entrañas
de la tierra.
Insurrecto,
mástil,
opositor del
oprobio,
de pájaros
foráneos
arrastrados por
el viento.
5
Sangre
derramada, por quienes
batallaron
por la
preeminencia del día,
enrojeció una
estrella,
que ahora,
emprendida el
alba,
muestra su
sacrificio.
Los niños, al
verla,
juran ante su
brillo
seguir sus
rastros vespertinos,
hasta asaltar a
la muerte,
por sorpresa.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
***
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