MURMULLO*
Crece
con tus blancos
brotes,
conviértelos
pronto
en un canto
verde.
Crece mi alegre
insecto
y no digas
que yo te lo
dije.
Crezcamos
juntos
que al final
nos espera Indacochea,
con sus
recuerdos
llenos de musgo
de entre sus muros.
Crece y cae,
que esta
estación nos conoce bien.
Y cuando
llegues
nos verás a
todos:
no digamos
que fui yo
quien te lo dijo.
Mejor
escuchemos lo
que tienen qué decir
las estrofas de
Indacochea:
Narran lo que
hemos sido
y saben en qué
vagón
hemos llegado.
Crece
olvidando lo
que has perdido,
que aunque no
sea posible,
el intento ha
de hacerse.
Que si nuestros
brazos cansados
toman la
tierra,
el pasto y sus
estrellas
nos toman como
rehenes.
Crece y crece
sin que te lo
diga
y mira por tu
propia cuenta:
pues si
Indacochea
ha sabido cómo
cantar,
pronto sabrás
tú
cómo subir en
un tren.
*De hugo
ivan cruz rosas. quetzal.hi@gmail.com
ESTACIÓN
INDACOCHEA
Destiempos*
*Por
Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
Hace tiempo que perdí la cuenta
de las veces que alguien me acusó de soberbia, sin más motivo que unas palabras
leídas o escuchadas en alguna parte. Las más de las veces -no deja de ser
curioso- fue por tratar de desenmascarar a cerdos con piel de cordero (en
contra del dicho popular, no son los lobos quienes se disfrazan de cordero,
sino los cerdos. Miles de mujeres de todos los lugares del mundo podrán
corroborar esta afirmación). Nunca me defendí de esas acusaciones:
probablemente no sean del todo infundadas. No obstante, siempre me he
preguntado si esta soberbia que me achacan -y de la que soy culpable- es
realmente un defecto más terrible que la falsa modestia de quienes lanzan
dichas acusaciones. Cuestión de poca importancia es ésta, tienen ustedes razón.
Si lo mencioné es porque de algún modo está relacionado con lo que vine a hacer
a esta parte del mundo.
He viajado algo. No demasiado,
pero lo suficiente para comprender que un viaje es algo que sucede dentro de
uno, no fuera. Por eso, ahora, cuando me dispongo a bajar del tren que me ha
traído hasta aquí, sé que el tren, el pueblo, los páramos atravesados, la
tierra amarillenta, los viajeros sonrientes y los viajeros huraños, son algo
que está dentro de mí, que forma parte de mí. Por eso, a pesar de todo, no
tengo miedo.
¿Por qué habría de tener miedo?
se preguntará quien hasta aquí haya llegado. Pronto iremos con eso. Pero antes
deberé explicar los sucesos que se encadenaron para traerme hasta Indacochea. Y
ahí es donde entra la soberbia.
Sucedió que un desconocido me
envió un mail. Se confesaba argentino y detallaba la ubicación exacta del lugar
donde habitaba, así como algunas particularidades del mismo. Tras estas
formalidades, a las que presté poca o ninguna atención, de forma amable pero
inequívoca me acusaba de haberle plagiado. Según su parecer, mi relato "La
transición del hielo" se asemejaba sospechosamente a uno que él había escrito
años atrás y cuyo título era "Labio mudo". Añadía una serie de datos
complementarios, tales como fecha de publicación, editor, etc. Y como colofón
adjuntaba ambos relatos, el suyo y el mío, en archivos de texto separados.
De entrada me indigné porque la
acusación era falsa. Después pensé que no merecía la pena hacerse mala sangre y
borré el mensaje sin la menor intención de responder a él. No obstante, tras
una ducha, un buen paseo y el posterior descanso a la sombra contemplando los
patos, me pareció que al menos debería leer su relato para saber en qué se
basaba la ridícula infamia.
Y así lo hice nada más regresar.
Recuperé el mensaje (por suerte siempre me demoro un tiempo en vaciar la
papelera de reciclaje), descargué los adjuntos y leí. Ciertamente, existían un
par de similitudes superficiales, pero nada más. Me pareció tan absurdo como si
el tipo hubiese argumentado que la acción de ambas historias transcurría en una
misma ciudad no inventada. Justamente así -con cierto grado de ironía- se lo
hice saber en mi respuesta (que, después de todo, no podía dejar de producirse)
añadiendo que ni lo conocía a él ni conocía su obra, por lo que sus acusaciones
no sólo carecían de fundamento, sino que eran completamente descabelladas.
También le rogaba que antes de calumniar a otra persona, en especial si esa
persona era yo, leyese con atención y cautela para, de ese modo, no caer en el
error de confundir una cosa con otra. Creí que mi mensaje era lo bastante
severo para que el asunto quedase zanjado ahí.
Me equivoqué. Unos días más
tarde, llegó su respuesta. En esta ocasión se trataba de otro relato: "Los
días del perro", que según su versión yo habría convertido en mi
"Ópera con lluvia". El tono del mensaje era seco y pretendía ser
hiriente. Al principio me hizo gracia, la verdad. Pero en cuanto empecé a leer,
me invadió una sensación de desasosiego que en algunos momentos se teñía de
incredulidad. En efecto, ambos relatos se parecían. No se trataba ya de dos o
tres detalles nimios como en el caso anterior. El lenguaje y el estilo eran
diferentes, los lugares no eran los mismos, los nombres de los protagonistas
eran distintos, pero lo que se contaba en uno y otro difería muy poco. Yo
estaba seguro de no haber leído jamás aquel cuento. ¿O tal vez lo leyese mucho
tiempo atrás y lo olvidase luego, como confiesa Borges en relación a un cuento
de Papini? Eso me hizo pensar en la fecha, que me apresuré a comprobar.
Mi confusión no disminuyó al
averiguar que en este caso su cuento era más reciente que el mío. Lógicamente
(¿lógicamente?) sospeché que era él quien me estaba plagiando a mí. Pero
entonces -era inevitable preguntárselo- ¿por qué me acusaba? Pospuse esta duda
para más adelante y contesté al mensaje en un tono todavía más arrogante que el
empleado por mi interlocutor. Le hice notar el detalle de las fechas y le acusé
de ser él quien plagiaba. También manifesté mi estupor ante sus injustificables
acusaciones y hasta insinué la posibilidad de presentar una denuncia contra él.
Su posterior respuesta (que
apenas tardó un par de días) rebosaba incredulidad. Jamás -afirmaba- se le
había pasado por la cabeza la idea de plagiar a nadie. Y menos -añadía- a
alguien a quien estaba seguro de no haber leído nunca antes. Obviamente, había
algún error en las fechas -el obviamente quedaba atenuado por el tono inseguro
de algunas otras afirmaciones- pero lo que era seguro -insistía- era que si
había un plagiador -no dejé de notar ese condicional que significaba una nueva
vía de comunicación, ajena tal vez a la disputa que cabía prever teniendo en
cuenta el curso que estaba tomando todo el asunto- no era él.
Porque la historia empezaba a
cansarme, mi respuesta fue escueta. "Lo que vale para usted -escribí- vale
para mí. Yo no plagio. Tal vez sí me haya leído antes y no lo recuerde"
-brevemente introduje la anécdota de Borges y Papini- "En cualquier caso,
le rogaría que retirase ese cuento que tanto se parece a mi "Ópera con
lluvia" de la web donde se publicó. Atentamente."
Pasó una semana y creí que todo
se normalizaba. Además, otros asuntos más agradables habían ocupado mis horas
en esos días y tenía el tema bastante olvidado. Hasta que llegó el siguiente
correo. En él se hacía referencia a otros seis cuentos (tres suyos y tres
míos). Su "Endiablado fagot" era calcado a mi "Musa abandonada",
salvo por el estilo, naturalmente. En los otros dos casos, los cuentos eran
aparentemente distintos, pero poniendo atención a sus símbolos y al significado
oculto, no quedaban dudas: Unos eran clones de los otros. Pensé que el tipo
trataba de tomarme el pelo; pensé que lo hacía simplemente por aburrimiento;
luego pensé que estaba loco y que mejor sería olvidarse de todo ese embrollo.
Tomé un analgésico y me puse a navegar por Internet, tratando de borrar acaso
la desagradable sensación que me había dejado la lectura de aquellos cuentos.
Después de un rato leyendo
noticias increíblemente parecidas a las noticias del día anterior y del mes
anterior (crisis económica, corrupción, tornados, USA planeando bombardear
algún país, mucho deporte –eficaz antídoto contra el nocivo vicio de pensar– y
más corrupción), sin darme cuenta puse el nombre del tipo en el buscador y
comencé a adentrarme en su mundo. Comprobé que muchos de sus relatos habían
sido publicados en revistas electrónicas o en páginas de contenido literario.
Leí uno al azar, por puro aburrimiento (o eso me hice creer entonces). Ya sin
sorpresa, fui redescubriendo mis propios relatos en los de aquel desconocido.
Leí durante horas. Creo que ya sólo me movía la curiosidad de saber si ese
reflejo era infinito, el anhelo de hallar un relato que rompiese ese patrón. No
sucedió. Pensé (quise pensar) que alguien dijo –o escribió- en una
ocasión que todo ya había sido escrito y ahora sólo reescribíamos; que tal vez,
después de todo, la originalidad no existe. Pero todo fue en vano. Se apoderó
de mí una intensa tristeza, y melancólicamente me dije que también eso era un
reflejo.
Rescaté entonces el mensaje
original del desconocido y lo leí con atención. En él narra que vive en un
lugar llamado Indacochea, en la provincia de Buenos Aires. Lo llama lugar,
-aclara- porque "tal vez pueblo sea un término exagerado para definir esos
escasos edificios bajos y esa estación abandonada". Dice que habita una
casa de dos plantas que no comparte con nadie. Que las pocas personas que hay
por allí se dedican a pescar. Pero él no pesca ni hace nada. Salvo escribir. A
veces. O sentarse a la orilla del Río Salado y pensar. O simplemente contemplar
las aguas y las riberas mientras transcurre el tiempo que se lo va llevando,
igual que la corriente se lleva las ramitas que en él flotan río abajo. De su
explicación se desprende la idea de que habita un desierto que es más grande
que el nombre que lo define.
Yo vivo en una gran ciudad que
se asemeja pavorosamente a un desierto. Escribo o me siento a la orilla del río
Ebro a contemplar las aguas y los patos. Mientras el tiempo fluye. Al leer me
doy cuenta: No somos dos personas diferentes, sino una misma persona viviendo
dos vidas paralelas en lugares distintos. ¡Cómo no íbamos a escribir lo mismo,
aunque de otro modo!
Mandé un mail expresando estas
ideas un tanto confusas. Fui tajante. Había que solucionar esto de un modo u
otro. "Sería conveniente (eufemismo que muy bien podría cambiarse
por imprescindible) -aclaré- que nos viésemos. Allá o acá. Donde
sea". El habló de la completa imposibilidad de emprender un viaje.
Imposible para él conseguir la plata necesaria para el pasaje de avión.
Demasiados kilómetros…
Mi dificultad no era menor; la
única diferencia era mi resolución para zanjar el asunto definitivamente. Conté
el poco dinero que tenía; vendí las dos o tres cosas de valor que me restaban;
pedí prestado. Con todo, pude juntar la plata necesaria. Sabía que nunca podría
devolver los favores ni el dinero, pero ¿qué importancia podía tener todo eso?
Si alguna vez regresaba…
Escribir no es gratis -pensé
mientras hacía el escueto equipaje-. Entraña un riesgo. Uno puede encontrarse
de repente o perderse para siempre entre esas encrucijadas. Los pensamientos son
trenes que se niegan a seguir el itinerario de las vías. ¿Puede haber algo más
peligroso en estos tiempos?
Y ahora estoy acá. En
Indacochea. La estación quedó atrás. Una vereda de tierra me conduce hacia
donde debo ir. Es como si mi voluntad, ahora, no contase. Mientras camino no
puedo evadirme al sentimiento de familiaridad que me despierta todo esto.
Los árboles son como los árboles bajo los que alguna vez he paseado; el rumor
del río resuena igual que el río que pervive en mi memoria y que acaso es la
suma o la yuxtaposición de todos los ríos que en mi vida atravesé o bordeé; los
pájaros entonan las mismas melodías que en otro tiempo escuché...
-El lector atento no habrá
pasado por alto un detalle: Lo que estoy contando, según las evidencias, sucede
hacia los años finales de la primera década del siglo XXI o los iniciales de la
segunda. Pero el último tren a Indacochea vino en 1977. Dejaré que sea ese
mismo lector quien aclare este modesto entuerto, porque el tiempo ya no me da
para más: Estoy llegando ante la casa a la que me dirijo.-
Me detengo a unos metros.
Respiro profundamente mientras contemplo la fachada. Una inmensa quietud me
rodea. Dejo la maleta en el suelo, junto al umbral, y golpeo la puerta.
Lentamente, como las campanas de
las iglesias en el toque de difuntos, los golpes resuenan en la hoja de madera
vieja.
Lentamente, con esa lentitud que
sólo es posible en el Sur, la puerta se abre.
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
Estación
baldía*
En tu andén se
extraviaron viajeros del tiempo.
Pero tren, tú
ya no te detienes. Pasa tu silbo vertical, sin miedo.
Y me deja
ausente. A la orden de un sueño, espero tu regreso.
Tendré que
cultivar el susurro para nombrar los pasos que en tu andén perduran...
A pura luz de
atardecer, al oeste, un día oirás mi corazón decir:
--Aquí
desciendo.
Con la simpleza
de espigas que maduran.
*
Sentada junto a
la
ventanilla
ves pasar las
estaciones,
los puentes
y las esquinas
de suburbio,
como no
viéndolos, o
como mirando
una película,
que es
la misma
de hace un año
o parecida;
después mirás
tus
manos,
tus uñas a
medio
despintar,
y a los
pasajeros
apiñados
con sus ojos y
sus
aires,
todos con un
cansancio
distinto
y semejante,
hasta que
abrís
el libro que
traías
en el bolso
-el tomo II de
Paul
Eluard-
para cerrarlo
en la
estación
entrante, y
seguir
cavilando
o buscando un
detalle,
Un color, un
brillo,
y todo
como en un
diario
viaje
de secuencias,
que
te animan
a mirar, tocar,
tu
soledad
de manera
cierta,
o conveniente;
tu soledad más
íntima,
que entibia y
pinta
hasta tus
párpados.
*De Eduardo
Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
-De
"Nidia". Ediciones del Nuevo Cántaro. Buenos Aires. 2007
SILBIDOS Y
TANQUES DE AGUA*
¿Era Cortázar
el que en Francia extrañaba no el país sino los signos de la Latinoamérica que
nos atraviesan? ¿Era Cortázar el que extrañaba en su departamento de París el
silbido de los hombres que caminaban por las veredas de Buenos Aires, manos en
los bolsillos, pensamientos nebulosos, labios fruncidos en el soplo sonoro que
modulaba melodías truncas? ¿Era, acaso, Cortázar quien observó que en la Europa
faltan los tanques de agua sobre los tejados tan ordenadamente limpios?
La estación de
tren de ladrillos, tan como cualquier otra, tan melancólicamente semejante a
tantas otras, marcada su solidez por la evanescente silueta de los árboles,
afeada la pureza con el tanque burdamente adosado, cañerías de langosta posada
torpemente sobre la estructura perfecta.
Quién puso el
tanque de agua. Quién destruyó con el cilindro burdo y claro la maravillosa
cadencia de los ladrillos quietos, armonizados en rojo y naranja, recortados
contra los verdes y terrosos y los marrones vegetales del paisaje.
Tanque de agua
contra el silbido descuidado de la arboleda rala. Manos en los bolsillos,
peatones indolentes.
Esta
Latinoamérica que se repite en estribillos silbados sin razón y sin cálculo.
Esta indolencia de abandono, de cielo extremo, de horizonte desolado.
Esta estación
de tren sin trenes, sin guardas. Estos árboles que están desde antes y se
prefiguran eternos. Este esfuerzo sin tesón, esta forma de hacer a medias, de
adosar tanques de agua a las construcciones de líneas nobles. Esta irreverencia
por los pasados esta despreocupación por los futuros.
La estación los
silbidos los trenes muertos los despojos. La belleza caduca y mancillada, la
belleza de lo que no fue ni será, la belleza del pasado desgastada,
desprotegida. La falta de gracia. La primacía de lo necesario aunque los
árboles se indignen.
Los que
colocaron el tanque de agua habrán silbado en el viento. Descuidadamente. Sin
pensar. Sin culpa habrán silbado el albañil y el plomero.
Después se
habrán marchado y se perdieron en la sucesión de días inclementes.
TREN*
(Por rocíos
sonámbulos)
Reinaldo
Cullen, 1948
Desde la curva
rota del rocío
erizaba un
delirio de vapores
sobre orfandad
de troncos
que morían
encrespando la
entraña de su infierno.
Era sencilla
entonces
la impaciencia
de andar
vagabundeando los andenes
entre las
heredades de la sombra
hasta escuchar
aquel piafar de hierro.
Hasta observar
las sílabas del humo
en alfabeto de
vocablos breves
ascendiendo
en celaje
advenedizo
hacia la negra
cúpula del cielo.
De sentir el
temblor con que la tierra
recibía la
esencia de su furia
encadenada
siempre
para siempre
al celoso
ritual del fogonero.
De encontrar
las anónimas esperas
peregrinando
polvos
y distancias
inscribiendo
algún gesto en la memoria
allanando los
rígidos senderos.
Era su luna de
contorno abrupto
su luna de
cadera borrascosa
la que
escarbaba
la que carcomía
la que horadaba
el tiempo del regreso.
Puntual como la
noche
cada noche
encendiendo un
asedio de pupilas
y desgarrando
adioses moribundos
en la espalda
sonámbula
del viento.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
*
Ver desde la
memoria la Estación de tren, eso estoy haciendo...
Desovillo el
tiempo con aquella expectativa enorme...
¡ pasaba el
tren! Y allá iba, mi mano pequeña dentro de una mano grande y tibia, a ver cómo
ese gris y ruidoso animal respiraba el aire de mi pueblo y despedía humo por
sus fauces.
A pura
imaginación viajé la infancia.
Mis pasos de
hoy caminan en tu andén el aire inmóvil de la tarde…
Mariposa
monarca, colores andantes, voladora del sueño de ir a buscarte ¿rescataré un
retazo de asombro?
No sé. Pasa una
palabra, y no la comprendo.
***
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EMILIANO
REYNOSO.
-Por Ferrocarril Provincial-
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