*Obra de IRIS SAMAAN.
“SERIE MI VIDA”
Artista de Lomas de Zamora.
*
La noche urbana
transcurría alrededor y casi através mío
cuando, como
una luciérnaga, tuve entre mis manos,
brotando del
estruendo de nafta y cornetazos
el misterio de
Dios.
Quedé parado
en una esquina
o a mitad de cuadra
mirando este
oxidado destello, opaco como todo lo eterno.
Los turistas,
los vecinos anónimos, los paseantes siguieron
andando,
pescazando. Consumiendo,
y yo quedé
estorbando su procesión,
esa velocidad
de tanto poder adquisitivo,
con el misterio
de Dios entre mis manos.
Olía a rutina y
a cerveza, como cualquiera en el verano
y tambaleé unos
pasos maravillándome, maravillándome.
Tarareé, igual
que siempre, y anduve, igual que siempre, 4 ó 5 baldosas.
Las luces
asessinas de las billeteras andaban por ahí.
Yo iba
vigilante, pues debía comprentender porqué, cómo, cuándo,
comprentender
algo de tanto, algo de todo, algo de algo.
Pasó una
ambulancia jineteada por un dolor ajeno,
y compartí el
descubrimiento
con ella y con
el canillita y con el ciego y con la que vende lotería
y con el
nenebobo de encallecidos padres a babor y estribor.
Algo para el
gurí que perdió el globo y para el chico del sillón de ruedas.
Poquito a la
pareja que se estaba besando,
pues ya había
muy de más, por ahí.
Sobre los
cochecitos de brotes malcriados, gotitas, nada más.
Un guiño para
el viejo
que sembraba en
los jóvenes memorias maduradas.
Y así.
Colgué de un
campanario unos trozos, para que las campanas
lo esparcieran
por viento, calma, solana, lluvia, a la hora exacta.
Muy pronto,
ya había
compartido, totalmente,
el misterio de
Dios.
Y entonces:
lo comprendí y
lo entendí.
Todo.
*De Horacio
Rossi
Escritor
argentino (1953-2008)
-Poema elegido
por Alfredo Di Bernardo para El Regalador nº 460.
OPACO COMO TODO LO ETERNO…
*Por Angie Pagnotta. angie_pagnotta@hotmail.com
¿Qué
pasa en el aire, cuando el viento se enrosca?
Hay una
brisa que trae novedades.
A lo
lejos, se expande una soga que pasa miles de prendas nuevas y usadas. Remeras,
vestidos y medias flamean furiosamente. La tarde comenzó a vestirse de
lana, y el viento húmedo sacudió los telones, los vidrios y los toldos.
El
viento trae consecuencias y avisa.
La ropa
en las terrazas se mueve violenta, penetrable y ruidosa. Las ropas bailan y
hacen una danza ancestral, como un canto de ballena en el fondo del mar. Los
cortinados, los tanques y los cuadros zigzaguean a ritmo de candombe.
El
viento trae esperanza. El viento brinda aire.
La
continuidad de nuestros actos será un acercamiento más en estos minutos
decisivos. El sol está cayendo, el viento avisó. Los actos comulgarán con otros
que se volverán hechos. El viento avisa, pero los actos no.
***
-Angie Pagnotta es periodista recibida en TEA (Taller, Escuela, Agencia)
y estudiante de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Tomó clases de narrativa, escritura y crónica
periodística con distintos maestros, entre ellos Walter Cassara, Osvaldo Bossi
y Vicente Battista. Colabora con medios gráficos y digitales como El Gran Otro, Entrevistar-Te
y Revista La Única. Obtuvo una
mención en narrativa por su cuento “Alejandra”, otorgado por la Biblioteca
Nacional. Es fundadora y directora de Revista Kundra – Literatura aleatoria y del portal de Arte y Cultura Baires Digital. Actualmente
está escribiendo su primera novela.
La ciudad que
perdía el tiempo*
*Por Juan
Forn
En lo alto del
parque Letná en Praga hay un metrónomo gigantesco, pintado de rojo y visible
desde cualquier parte de la ciudad. La mitad del tiempo la aguja está inmóvil:
el aparato gasta una fortuna en electricidad y el municipio no consigue
sponsors que paguen la cuenta, pero a los praguenses les gusta igual, han
tenido siempre fama de perder el tiempo en las tabernas, de hacer todo con retraso.
Cuando Stalin cumplió setenta años, en 1949, todos los países socialistas
homenajearon puntualmente al Padrecito de los Pueblos pero los checos se
atrasaron con la estatua que querían erigir en su honor. Para congraciarse con
Moscú no les quedó otro remedio que prometer el monumento más grande erigido
nunca en honor a Stalin. Se alzaría en la colina del parque Letná y sería la
primera visión de la ciudad que tuviera todo aquel que llegara a Praga.
Llamaron a concurso pero se presentaron sólo cuatro proyectos, así que el
ministro de Propaganda obligó a todos los escultores de la ciudad a presentarse
voluntariamente. El más ilustre de ellos, el viejo Karel Pokorny, presentó un
Stalin con los brazos abiertos como un cristo, para no ganar. Otokar Svec no podía
darse ese lujo: necesitaba adecentar su currículum; un año antes le habían
tirado abajo una estatua que había hecho de Roosevelt y tenía un pasado de
vanguardista, necesitaba congraciarse con el nuevo orden. Otokar no quería
ganar, le alcanzaba con quedar segundo para limpiar su legajo, pero tuvo la
desgracia de que eligieran su proyecto.
El Stalin que
debía hacer tendría la altura de un edificio de diez pisos. En una mano llevaba
un libro y la otra la apoyaba contra el pecho. A su lado marchaban, abriéndose
en cuña, un obrero, una muchacha y un soldado. Los del lado izquierdo eran
soviéticos, los del lado derecho eran checos. En el proyecto original sólo
acompañaban a Stalin los dos soldados, pero el ministro dijo que parecía que se
lo estaban llevando detenido e hizo agregar las otras figuras. También pidió
que Stalin fuera más alto, aunque transgrediera las proporciones del conjunto.
En realidad, sacó una navaja del bolsillo y cercenó las cabecitas de los
comparsas en la maqueta en arcilla que le había presentado Svec. El escultor
comprendió la metáfora: él mismo era comparsa en el proyecto; mucho más
importantes eran los arquitectos. Había que hacer una gigantesca base
subterránea de hormigón a la estatua para que la montaña no se derrumbara;
había que reforzar el asfalto de los caminos desde las canteras de Liberec para
que resistieran el paso de los enormes camiones rusos portatanques que irían
trasladando los bloques de granito que conformarían la estatua; y había que
apurarse para que el monumento estuviera listo de una vez. Pero eran checos:
Stalin se murió y ellos no habían terminado todavía.
Tardaron seis
años en lugar de dos. La inauguraron con fastos el 1º de mayo de 1955. Kruschev
ni se molestó en ir; Stalin ya empezaba a ser mala palabra. Meses después
vendría su famoso discurso del XX Congreso condenando los errores del Padrecito
de los Pueblos y prohibiendo el culto a la personalidad. En todas las ciudades
del bloque socialista se apuraron a cambiar los nombres de plazas, calles,
montañas y ciudades dedicadas a Stalin. Pero sacar la enorme estatua del parque
Letná no era tan fácil: había sido construida para que durara para siempre. Y,
además, era obra de todo el pueblo checoslovaco. Eso dijo el ministro de
Propaganda cuando la inauguró y eso hizo poner en la placa. Un par de horas
después, en las tabernas de Praga, los parroquianos se felicitaban unos a otros
por lo bajo, por la responsabilidad que les cabía en aquel retablo que
simbolizaba a la perfección las colas para recibir carne, el día de la semana
que había carne en los mercados de Praga. El nombre de Otokar Svec no se
mencionó en todo el acto. Tampoco estaba en la inauguración. Se había suicidado
unas semanas antes. La leyenda dice que una noche había ido en taxi hasta la
obra, la circundó a pie, volvió al coche, le preguntó al taxista qué le
parecía. El taxista señaló una de las figuras secundarias del lado de los
soviéticos y dijo: “Me gusta que la campesina le toque la bragueta al soldado.
Al que lo hizo seguro que lo fusilan”. Lo encontraron muerto, acostado en el
piso con la llave del gas abierta y una nota de puño y letra contra el pecho:
“Cedo los honorarios que me correspondan por el pago de mi tarea a los soldados
que perdieron la vista en la guerra”.
Al ministro de
Propaganda Kopecky le tocó encargarse de la eliminación de la estatua, “de una
manera digna y respetuosa”. Cuando recibió la orden, le dijo a su mujer: “Este
asunto me va a seguir hasta después de muerto”. La montaña era débil para
sostener el monumento, imagínense para demolerlo. Hacían falta ochocientos
kilos de dinamita repartidos en dos mil cargas para ir acabando por partes con
aquel coloso de granito, hierro y hormigón. No se lo podía volar por los aires
alegremente; debía hacerse en tres detonaciones sucesivas y envolventes, para
que los trozos no salieran despedidos a la ciudad. La explosión fue de día pero
todos la recuerdan nocturna por el famoso cuento de Bohumil Hrabal. (“El
Moldava era una serpiente de plata, la cabeza de Stalin se llenó de luz, y de
pronto la noche tuvo todos los colores del arcoiris y caían pequeños pedazos de
Stalin sobre los techos de las casas y el río, mientras la enorme cabeza rodaba
colina abajo, cruzaba el puente y llegaba hasta la Plaza Mayor.”)
En realidad, la
cabeza de Stalin la habían desmontado antes, en trozos, los dos mejores
picapedreros de las canteras de Liberec. Los bloques se ocultaron en distintos
rincones de la ciudad. De alguna manera, la nariz de Stalin llegó al cementerio
judío, un rincón perdido al fondo del cementerio municipal, y allí quedó,
durante treinta años, custodiada por el jovencito que había recibido la orden
de enterrarla. Cuando cayó el Muro, el jovencito ya era un viejo pero seguía
siendo el único sepulturero del cementerio judío y tenía todavía la nariz de
Stalin. Todos los taxistas de Praga lo sabían y ofrecían el paseo a los
turistas occidentales que querían comprar souvenirs socialistas. El viejo
sepulturero recibía a las visitas, les hacía la recorrida y rechazaba
invariablemente las ofertas que le hacían por la narizota de granito. “Hay
cosas que no tienen precio”, decía y procedía a relatar cómo se habían ido los
soviéticos de Checoslovaquia en 1989. Especulando con la proverbial pachorra
checa, los rusos argumentaron que necesitarían dieciocho meses para evacuar en
tren. Los taxistas checos, todos los taxistas del país, se pusieron de acuerdo
y propusieron llevarlos ellos: a los oficiales, a los soldados, a las esposas,
a los hijos y a los bártulos. Los transportaron a todos en una semana al otro lado
de la frontera. Lo hicieron gratis, a cambio de que fuese en siete días.
Durante una semana, todo aquel que tenía un coche en Checoslovaquia fue
taxista. Y cuando volvía de la frontera se iba derecho a la taberna a perder el
tiempo como Dios manda.
AMARGO*
Un sorbo de mate amargo,
como silencios la madrugada
peinan
soledades y ataviadas nostalgias
y las sombras de los árboles
acarician los barrotes de la
ventana
pupilas que contemplan al
horizonte.
Pensamientos anegan confusos
instantes
crepitan realidades penumbras
devanan
y sueños seducen irracionales y
es negro
y es blanco
y es gris:
¡no!, ¡no!, ¡no!, es de
rutilantes colores:
Ojos absortos y estremecida
piel,
perturba, crispa, como truncado
el vuelo del pájaro
a lo lejos, y aleteos desesperan
rasgar el viento
entremezclando, lágrimas y rocío
besando el marco de la ventana,
y la ironía danza sonriente
sobre balcones viejos:
otro sorbo de amargo mate,
y embebidos resquemores y
congeladas venas astillan
la piel.
La quietud abraza cada rincón
del paisaje
resquebrajado, inhóspito,
vacíos claman presencias
lejanas.
El mate amargo,
no tan amargo como el instante
de lucidez.
*Poema incluido en DESDE LAS
PROFUNDIDADES
Editorial
BLACK DIAMOND EDITIONS, 2013
https://www.blackdiamondeditions.com
Desde las profundidades, 2013.
Derechos reservados © Ruth Ana
López Calderón, 2013.
*
nuestro jardín
abigarrado de
abismos
podría darte
una flor
surgir en
medio,
digo
recortarse
percepción
y disfrutar
que es beberse
las palabras.
*De Alejandra
Alma.
ARMARIOS*
*De Walter Benjamin.
El
primer mueble que se abría obedeciendo a mi voluntad fue la cómoda. Tenía que
tirar tan sólo del tirador y la puerta saltaba, empujada por el muelle. Dentro
se guardaba mi ropa. Entre mis camisas, calzoncillos, camisetas que deben de
haber estado allí y de los cuales no recuerdo nada, había, no obstante, algo
que no se ha perdido y que hacía que el acceso a este armario me
resultase una y otra vez seductor y fantástico. Tenía que abrirme camino hasta
el rincón más recóndito; entonces daba con mis calcetines que estaban
amontonados allí, enrollados y plegados según antiquísima costumbre, de forma
que cada uno de los pares presentaba el aspecto de una pequeña bolsa. Para mí
no había mayor placer que el meter mi mano lo más profundo en su interior; no
sólo por el calor de la lana. Era la "tradición" la que, enrollada en
su interior, tomaba siempre en mi mano y que me abría de esta manera hacia la
profundidad. Cuando la tenía abrazada con la mano, y me había asegurado en lo
posible de la posesión de la masa suave y lanuda, entonces comenzaba la segunda
parte del juego, que conducía a la revelación emocionante. Pues ahora me
disponía a desenvolver "la tradición" de su bolsa de lana. La
aproximaba cada vez más hacia mí, hasta que se obraba lo más sorprendente, que
"la tradición" saliese por completo de su bolsa, en tanto que ésta
dejaba de existir. No me cansaba nunca de hacer la prueba de esta verdad
enigmática: que forma y contenido, el velo y lo velado, "la
tradición" y la bolsa, no eran sino una sola cosa. Y había algo más, un
tercer fenómeno, aquel calcetín en el cual se convertían las dos. Si ahora
pienso cuán insaciable fui para conseguir este milagro, me siento tentado a
suponer que mis artificios no fueron sino la pequeña pareja hermanada de los
cuentos que igualmente me invitaban al mundo de la fantasía y de la magia para
acabar por devolverme de la misma infalible manera a la simple realidad que me
acogía con el mismo consuelo que un calcetín. Pasaron años. Mi confianza en la
magia ya se había perdido y hacían falta estímulos más fuertes para recobrarla.
Empecé a buscarlos en lo extraño, lo horrible y lo fantástico, y también esta
vez era ante un armario donde trataba de saborearlos. El juego, no obstante,
era más atrevido. Se había acabado la inocencia, y fue una prohibición la que
lo creó. Y es que tenía prohibidos los folletos en los que me prometía
resarcirme con creces del mundo perdido de los cuentos. Por cierto, no
comprendía los títulos: "La Fermata" "El Mayorazgo"
"Haimatochare" . Sin embargo, de todos los que no comprendía, debía
responderme el nombre de Hoffmann, "el de los fantasmas" y la seria
advertencia de no abrirlo jamás. Por fin logré llegar a ellos. Sucedía algunas
veces por la mañana, cuando ya había vuelto del colegio, antes de que mi madre
regresara del centro y mi padre de los negocios. En tales días me iba a la
biblioteca sin perder el más mínimo tiempo. Era un extraño mueble; por su
aspecto no se veía que albergara libros. Sus puertas, dentro de los bastidores
de roble, tenían unos cuarterones que eran de cristal, es decir se componían de
pequeños cristales emplomados, cada uno separado de los otros por unos rieles
de plomo. Los vidrios eran de color rojo y verde y amarillo, y totalmente
opacos. De esta manera, el vidrio no tenía sentido en esta puerta, y como si
quisiera tomar venganza por el destino que le deparaba este uso impropio,
brillaba con unos reflejos enojosos que no invitaban a nadie a acercarse. Pero,
aunque me hubiese afectado entonces el ambiente malsano que rodeaba ese mueble,
no hubiese sido un estímulo más para el golpe de mano que tenía proyectado a
esta hora silenciosa, peligrosa y clara de la mañana. Abría bruscamente la
puerta, palpaba el volumen que no había que buscar en la primera fila sino
detrás, en la oscuridad, y hojeando febrilmente abría la página donde me había
quedado; sin moverme, comenzaba a recorrer las páginas delante de la puerta
abierta, aprovechando el tiempo hasta que vinieran mis padres. De lo que leía
no comprendía nada. Sin embargo, los terrores de cada una de las voces
fantasmales y de cada medianoche, de cada maldición, aumentaban y se extremaban
por los temores del oído que esperaba en cualquier momento el ruido de la llave
y el golpe sordo con el que, fuera, el bastón de mi padre caía en la bastonera.
Un indicio de la posición privilegiada que los bienes espirituales mantenían en
casa era que este armario fuera el único entre todos que quedara abierto. A los
demás no había otro acceso que la cestita de las llaves que acompañaba en
aquella época a cualquier ama de casa por todas las partes del hogar, la cual,
no obstante, era echada de menos a cada paso. El ruido del montón de llaves al
revolverlas precedía cualquier faena en la casa. Era el caos que se revelaba
antes de que se nos presentase la imagen del orden sagrado detrás de las
puertas de los armarios abiertos de par en par como el fondo de un relicario
del altar. También a mí me exigía veneración e incluso sacrificio. Después de
cada fiesta de Navidad y de cumpleaños había que decidir cuál de los regalos
había que ofrendar al "nuevo armario" del que mi madre me guardaba
las llaves. Todo lo que se encerraba permanecía nuevo por más tiempo. Yo, en
cambio, no pensaba conservar lo nuevo, sino renovar lo antiguo. Renovar lo
antiguo mediante su posesión era el objeto de la colección que se me amontonaba
en los cajones. Cada piedra que encontraba, cada flor que cogía y cada mariposa
capturada, todo lo que poseía era para mí una colección única. "Ordenar"
hubiese significado destruir una obra llena de castañas con púas, papeles de
estaño, cubos de madera, cactus y pfennigs de cobre que eran, respectivamente,
manguales, un tesoro de plata, ataúdes, palos de tótem y escudos. De esta
manera crecían y se transformaban los bienes de la infancia en los anaqueles,
cajas y cajones. Lo que antaño pasaba de una casa de campo a formar parte del
cuento -aquel último cuarto que está vedado a la ahijada de la Virgen María- en
una casa de ciudad queda reducido al armario. El más sombrío entre los muebles
de aquella época fue el aparador. Lo que era un comedor y su misterio sólo
podía apreciarlo quien lograba explicarse la desproporción de la puerta con el
aparador ancho y macizo cuyas cimas llegaban hasta el techo. Parecía tener unos
derechos heredados sobre su espacio, lo mismo que sobre su tiempo, en el cual
se erguía como testigo de una identidad que en épocas remotas podría haber
unido los bienes inmuebles con los muebles. La limpiadora, que despoblaba todo
por doquier, no podía con él. Sólo podía quitar y amontonar en un cuarto de al
lado los enfriadores de plata, las soperas, los jarrones de Delft y mayólicas,
las urnas de bronce y las copas de cristal que estaban en los nichos y debajo
de las hornacinas, en sus terrazas y estrados, entre los portales y delante de
sus revestimientos. La elevada altura donde ocupaban su trono anulaba todo uso
práctico. Con razón el aparador se asemejaba en eso a los montes cubiertos de
templos. Además, podía exhibir unos tesoros tales como los que a los ídolos les
gusta rodearse. El día más oportuno para ello era cuando se daba alguna fiesta.
Ya a mediodía se abría la montaña dejándome ver el tesoro de plata de la casa
en sus galerías cubiertas de un terciopelo parecido a musgo verde gris. De todo
lo que allí yacía no sólo se podía disponer diez, sino veinte y hasta treinta
veces.
Y cuando veía estas largas, larguísimas filas de cucharitas de moca y posacubiertos, cuchillos para pelar fruta y desbulladores de ostras, se mezclaba el goce de ver tanta abundancia con el temor de que aquellos a quienes se esperaba se parecieran los unos a los otros como nuestros cubiertos.
- Walter Benjamin. "Infancia en Berlín hacia 1900"
Alfaguara, Bs. As. Edición de 1990.
Y cuando veía estas largas, larguísimas filas de cucharitas de moca y posacubiertos, cuchillos para pelar fruta y desbulladores de ostras, se mezclaba el goce de ver tanta abundancia con el temor de que aquellos a quienes se esperaba se parecieran los unos a los otros como nuestros cubiertos.
- Walter Benjamin. "Infancia en Berlín hacia 1900"
Alfaguara, Bs. As. Edición de 1990.
*
cuando
terminábamos de cenar
limpiábamos la
mesa
mi viejo
apoyaba el cenicero
apoyaba la copa
con vino
y repartíamos
las cartas
se armaba el
chinchón
el televisor
encendido
era enero o
febrero
lo recuerdo
porque esos eran los meses
en que pasaba
mis vacaciones en Ramos Mejía
una de esas
noches
recuerdo que mi
viejo trajo otro vaso
y lo llenó con
vino
y me dijo
"acompañame, pero no le digas a tu vieja"
mis viejos se
habían separado hacía muchos años ya
pero Pochi le
temía a mi vieja
le temía
o aún la amaba
yo creo lo
segundo
porque recuerdo
que esa noche
al terminar la
botella de vino
sus ojitos
brillaban como si tuvieran frío
y quiso decir
para sus adentros
el nombre de mi
vieja
pero el
murmullo se le volvió palabra
y yo le dije
"qué dijiste"
y él sonrió y
me dijo "nada"
no recuerdo
quién de los dos ganó esa noche
o a lo mejor
perdimos los dos
o a lo mejor
ganamos los tres
*De León
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***
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