*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana Cuba.
AVE PRESA*
Tu amor me rodea como el
silencio,
Dulce pájaro de alas recogidas.
Escucho tus historias
Y el dolor no me toca.
No quiero verte preso.
Sé que, con solo abrir la
puerta, volarías.
El ave pertenece al cielo,
Pero... ¿qué sería de mí sin tus
sonidos?
HABLA EL AVE*
La historia que te cuento,
Amada mía,
Es de peces y de pájaros.
De un juglar
Con cascabeles en el sombrero,
De extraños barquichuelos de
avellana.
He emigrado muy lejos,
A castillos sobre nubes,
De enormes puertas cerradas.
He volado sobre torres
Donde aguardan, prisioneras,
Las doncellas.
Sé de copas de árboles no
vistos,
De dorados frutos que harían
Palidecer el jardín de las
Hespérides.
De nidos de hipocampos,
Rocosos escondites de quimeras,
De la tumba donde yace la
Serpiente.
Sé de estatuas de sal,
Canteras de diamante,
De morir en la hoguera de los
condenados.
De un amor que me espera...
Y todo, todo he dejado,
Para venir a tu jaula.
*Poemas de Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
LAURA*
*Por Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
A los siete años de edad mi
abuela paterna vino en un barco desde Italia con el temor de sus padres porque
venía enferma.
Me sabía contar luego que venía
aterrada, escondida bajo la cucheta inferior de tercera clase que traía a
un grupo grande de inmigrantes italianos, la mayoría marchegíanos, de la ciudad
de Macerata, de donde ella era oriunda.
El terror de ser descubierta y
ser desembarcada en cualquier puerto anterior a su destino, que era Buenos
Aires, la acompañó siempre, pero pudo superarlo porque tenía, pese a su cuerpo
más bien enjuto, una valentía y un tesón a toda prueba.
Se radicaron, no sé cómo ni por
qué, y ahora es tarde para saberlo y tal vez ni ella misma lo supiera, en un
campo vecino al pueblo de Villada en nuestra provincia de Santa Fe.
Nunca supe cuántos hermanos y
hermanas tuvo, pero yo conocí a varios: tía Pascualina que vivía en Firmat;
Nello, Cholo, Luisa y Juana, en Chabas y tía Pepa que se había
radicado joven en Ramos Mejía, con su marido. Hubo otra, Elena, que había
muerto antes de que yo naciera, cuya foto anduvo por toda mi infancia y por lo
que recuerdo era muy bella, tal vez un tributo de Dios, para que los que mueren
jóvenes.
Cómo conoció a mi abuelo es un
misterio, porque hasta donde yo sé, éste se había radicado en campos de la
provincia de Córdoba, cerca de Capilla del Monte.
Una de las versiones que
circulaba en la familia es que él vino a trabajar en la cosecha fina a la
chacra donde arrendaba mi bisabuelo, don Francisco Francisconi y de allí al
poco tiempo salieron casados para campos de mi pueblo. Ella tenía dieciséis
años y el veinticinco. Ella era baja, de pelo largo, negro, tenía grandes
ojos oscuros que todo lo miraba con asombro. Cuando se casaron ella estaba
embarazada. Al poco tiempo nació mi padre, Al que siguieron: María, Juan, Kelo,
Pancho, Eduardo, Aurelio y Teresa, a quien sus padres llamaban Nena.
Según mi abuela me supo contar
antes de morir, mi abuelo nunca la quiso y se casó con ella por despecho porque
estaba enamorado de una de sus hermanas y nunca fue correspondido. Ella
justificaba o trataba de entender por que la maltrataba tanto.
El primer recuerdo que tengo de
mi abuela, que se llamaba Laura, tiene que ver con la última chacra que
arrendaron a dos leguas del pueblo. A la casa la había hecho
levantar don Luis Burki; un suizo alemán que vino con el colonizador de esa
zona fundador de hecho de mi pueblo: don Emilio Vollenweider. Como buen
germánico, Burki levantó una sólida casa de ladrillos, vecina a un canal que
todavía desaguan los campos de la zona y que se hizo en la década del treinta
del siglo pasado. Allí todavía recuerdo ese hermoso puentecito de madera
donde me ponía con mis tíos a pescar bagres y mojarritas cuando venía la
creciente. Puentecito que no volví a ver y que me llega en sueños con su
bandada de benteveos y petirrojos o carpechos que se tiraban en bandadas sobre
un campo de trigo.
Esos pájaros merodeadores que
siguen zambulléndose entre las espigas doradas, permanentemente en mi memoria.
La casa tenía el frente que daba
al norte una gran galería y su piso de baldosas coloradas donde mis tíos
menores se ponían a cuatro patas como si fueran un caballito y me subían a su
espalda y me paseaban hasta arrojarme al suelo.
Hasta que aparecía mi abuela, el
cabello peinado con una gran trenza oscura sobre la espalada, y con una olla en
una mano y una cuchara de madera en la otra, diciendo a sus hijos:
-A ver grandotes, dejen a ese
chico tranquilo que quiero hacerle probar este dulce de higo que estuve
haciendo para él.
Y yo, en mi agrandado orgullo de
cuatro años aprobaba esa exquisitez que se derretía en mi boca.
Mientras mi abuelo andaría en el
campo con sus animales y en el monte de naranjos seguramente zurearían las
torcazas anunciando un tórrido verano donde no se quedaba atrás la estridencia
de todas las cigarras.
OASIS DE UVAS*
Cuando
es remanso la oscuridad y remolino la vigilia.
Cuando los pasos temblorosos del sueño huyen como ratas hambrientas.
Vuelven tus ojos de mora con preguntas secretas,
Y el canto no es un canto.
Es racimo de zorzales inquietos.
Negra uva. Negra boca. Negro vuelo.
Negro que te quiero negro.
Entonces canto a la madre vid, su tronco de tortuosa pasión.
Sus venas palpitantes, un oasis de uvas en tu boca.
Piedra, raíz, sangre, ceniza. Dos soledades,
Un imán, un espejismo.
Muerdo y lastimo la boca trémula del día
Enciendo el párpado cerrado de la noche.
Pulso implacable de la tierra, Alud de fuego y piedras.
Duelo gozoso hasta morir. Cuadratura del vino.
El cántaro ha sido roto.
La sed no se ha acabado, la noche si.
Así, el oasis de uvas juega con tu lengua inquieta.
Viña florecida a destiempo?
Espera. Remanso. Oscuridad que amo. Vigilia.
Cuando los pasos temblorosos del sueño huyen como ratas hambrientas.
Vuelven tus ojos de mora con preguntas secretas,
Y el canto no es un canto.
Es racimo de zorzales inquietos.
Negra uva. Negra boca. Negro vuelo.
Negro que te quiero negro.
Entonces canto a la madre vid, su tronco de tortuosa pasión.
Sus venas palpitantes, un oasis de uvas en tu boca.
Piedra, raíz, sangre, ceniza. Dos soledades,
Un imán, un espejismo.
Muerdo y lastimo la boca trémula del día
Enciendo el párpado cerrado de la noche.
Pulso implacable de la tierra, Alud de fuego y piedras.
Duelo gozoso hasta morir. Cuadratura del vino.
El cántaro ha sido roto.
La sed no se ha acabado, la noche si.
Así, el oasis de uvas juega con tu lengua inquieta.
Viña florecida a destiempo?
Espera. Remanso. Oscuridad que amo. Vigilia.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
ESPACIOS*
Espacios.
Cuando no existen,
cuando los
límites ahogan
sencillamente,
los creamos.
Es lo único que
no ocupa lugar.
Como el
universo.
Metáfora sobre
huesos*
Cargo sobre mis
hombros mi esqueleto cada día más roído, más pesado. De entre sus ranuras
brotan anémicos árboles, hambrientos de savia nueva.
No florecerán.
No habrá
frutos.
... Pasa un
tiempo y no los siento, pero de pronto descargan todo su peso sobre mí, las
rodillas flaquean y debo apoyarme para no caer.
Amo estos
viejos y sufridos huesos. Conozco de sus luchas, de sus largas caminatas sobre
piedras punzantes.
Debo seguir con
esta carga.
En algún minuto
de éste milenio nos fundiremos y con una sonrisa cómplice, descansaremos en
paz.
*De Elsa Hufschmid. elsifumi@yahoo.com.ar
EL ACTOR*
Era el mejor
actor que jamás se había visto sobre un escenario. No importaba la obra, el
personaje ni el género. Cada actuación era un éxito. Cada temporada un record.
Cada actuación mejor que la anterior.
... Tenía,
además, una facilidad endemoniada para aprenderse los papeles. Podía memorizar
un libreto nada más leerlo, podía interpretar cualquier personaje con tal
veracidad y mimetismo que parecía ser la persona que el papel precisaba.
Tomaba cada vez
más riesgos haciendo todo tipo de papel en cualquier idioma y salía del
compromiso victorioso y convincente.
Se descubrió su
secreto cuando aceptó el reto de interpretar una obra de vanguardia en la que,
al final de la segunda escena, debía quedar desnudo. Cuando se quitó el traje,
que le había comprado al diablo a cambio de su alma, se quedó mudo, estático y
desconcertado. Nadie volvió a contratarlo.
Almacén
La Estrella*
Era de esas edificaciones que
los hombres hacían realmente decididos a soportar cualquier arbitrariedad de la
intemperie.
Pararse en esa esquina era
observar el modernismo en sus bastiones más elocuentes: orden y progreso.
Se había transformado, además,
en la referencia de la zona, tomáte el colectivo que dobla en la estrella, de
la estrella la primera curva hacia la derecha, te espero en la esquina de la
estrella.
Era como vivir en el espacio de
una lógica de dibujitos animados galácticos, pero sorteando el adoquín y los
pequeños tramos de brea en el asfalto más reciente. Uno podía imaginarse un
colectivo albóndiga maleable doblándose al pasar por la estrella o a uno mismo
parado en una punta de la estrella esperando y esperando.
Mi casa quedaba a una cuadra y
mi padre pasaba por esa esquina tantas veces como las que la soñó suya.
La soñaba como se sueña la
libertad, sin importar cuánto cueste alcanzarla y defenderla.
En cada pedaleada de la bici, de
ida y de vuelta de la fábrica, de noche y de día, de madrugada de escarcha o de
siesta de verano, de amanecer de lluvia o atardecer de viento en contra, en
cada pedaleada, digo, le empeñaba una cuenta más al ábaco de su libertad.
Era como la semilla que germina
en la tierra rígida y reseca prescindiendo del agua y del miedo de lo que
vendrá, por el sólo impulso de liberarse y de alcanzar la vida, por poco que
dure.
Para el tano no había San Perón,
ya había desertado de las camisas negras de Mussolini, de la megalomanía de
Hitler, de las amenazas totalitarias de Stalin y de la grasada yanqui de nuevo
rico con poder.
Su Italia europea ya había
quedado atrás y no soportaba más fascismo que se entrometiera en la tarea de
vivir.
Como todo tano fanfarrón hablaba
de Viplastic, la fábrica, como si fuera el gerente o el fundador, hasta que muy
entrados los años, en los que yo ya no era niña pudo contarme cómo hacía de
caballo tirando del carro para trasladar los materiales en esos entonces del
’57.
Recuerdo que lloré, no sé si de
orgullo, de lástima o de impotencia, pero lloré como cuando el Topo Gigio se
despidió una noche jurando no volver y viví por primera vez la sensación de
muerte, más real que cuando se murió mi nonno.
Cuando el nonno murió yo veía a
todos llorar y sabía que algo muy malo pasaba, porque logré escaparme de la
casa de Evelina, con la panza llena de las milanesas más ricas que comí en mi
vida, y entré al lugar prohibido.
El comedor gigante de la nonna,
donde estaba la mesa que llevo conmigo a cada casa donde construyo mi hogar y
convido el alimento a mis hijos y amigos, era una galería de ropas negras y
cabezas cubiertas por guipur y encajes que flameaban entre el llanto, los
suspiros jondos y una afluencia de pañuelos bordados, blancos radiantes y
acuosos que iban y venían de los ojos a la nariz a la perilla al cuello.
Supe que mi nonno no estaba
enterado de lo que sucedía allí, porque ni se movía, pero nunca imaginé que
sería para siempre.
Tampoco sabía que para siempre
quiere decir nunca más.
Era la muerte y yo no lo sabía.
Miré hacia la chimenea del
comedor y volví a verlo bajando por el tiraje que él mismo había construido,
después de haber lanzado los caramelos, los chocolates y los regalos con el
nombre de cada uno de sus nietos, las nochebuenas de vino, sidra, almendras y
ese olor del agua de azahar del pan dulce recién levado y horneado.
Era enero esa vez, y la última
navidad ya no había sucedido nada de eso.
Supe después de mucho tiempo que
una bala se le había quedado a vivir, desde la primera guerra mundial, en una
parte de la cabeza que no podían operarle, hasta que se infectó y la septicemia
se lo llevó.
¿Vivió esos años de regalo? O
¿Regaló, por una guerra vana, su única vida, la única que tenía para vivir?
La cuestión es que los relatos
de mi padre haciendo de caballo o burro y, aún así, dar gracias a la vida por
haber tenido siempre trabajo, justificaban ese sueño de libertad que él
desplegaba cada vez que atravesaba la esquina del almacén La Estrella.
No era el American Dream ni la
tarjeta dorada de Visa, ni las ventajas del yogur Ser ni el mundo inasequible
de los que lo tienen todo y no tienen nada.
Soñaba con no tener patrón y eso
era para él, la libertad.
Recién en el ’72 pudo decidir,
contra todos los designios conservadores y los rezos de sensatez y mesura que
lo avenían a recatarse y reconsiderar, pegarle una verdadera patada en el culo
a todo.
Y así fue.
Se apropió de La Estrella.
Allí fuimos, la familia tipo,
tipo tirando a pobre, a rasquetear, pintar, matar lauchas, desinfectar,
descubrir lo que guarda el machimbre tras los años de abandono, desafiar la
fobia a las arañas, cantar con el eco y la resonancia del cielo raso que no era
raso sino abovedado y las carcajadas se ensanchaban y apocaban en cada ángulo
misterioso que íbamos descubriendo.
Y salir a repartir volantes de
inauguración con ‘precios módicos’.
Mi viejo inauguraba su propio
pastificio.
Y allí nos encontró la
nochebuena del ’72 brindando entre cajas que había que apilar, dos en sesgo
confluyendo sobre el centro de una plana y así hasta el infinito de una torre
que venía a significar prosperidad y trabajo. Papelitos ravioleros, olor a
grasa de máquinas, jamón serrano, Asti Gancia, almendras, cerezas y dátiles.
No había chimenea ni mesas de
parientes ni arbolito de navidad, pero había un gran regalo: la libertad de mi
padre, que sería la de todos, nuestro emblema. No había patrón.
Yo tenía once años y era muy
menuda. Entre mamá y papá me habilitaron un cajoncito de madera de pino bien
firme con el que llegaba perfectamente a la cortadora de fiambre y desde ese
momento supe, no sólo lo que significaba trabajar sino que empecé a consolidar
mi propia cartera de clientes.
La cola para el fiambre era
especial y selecta: la despachante cortaba rápido, sonriente y tímida, del
grosor a pedido del cliente y con una distribución que hacía parecer cada feta
de mortadela o salchichón primavera, el manjar más exquisito que podía ofrecer
esa época de deterioro del modernismo, en que los soldados de Perón habían
tomado su propia causa como la causa del pueblo, de todo un pueblo que se
pelaba sin conocer de estrategias ni de recursos blindados ni armamentismo, que
no sabía de secuestros extorsivos ni de alias, y que no quería del poder lo
peor que el poder podía poder.
El pueblo siempre quiso su
libertad y la libertad, a mi criterio, no tiene nada parecido al poder.
O eso he preferido pensar toda
mi vida, aún hoy.
Sucumbieron años de escasez. Ya
la escasez empezaba a ser el estandarte de la gran mentira mediática. Escaseaba
el aceite, el papel higiénico, el azúcar, la harina, las verduras, las frutas,
la verdad.
Había veda de carne, sólo
podíamos comprarla los martes y los viernes, no vaya a ser eso de dejar al pueblo
peronista sin el asadito del fin de semana.
A mis once o doce todo era fácil
de creer porque la palabra era un segmento de significados que circulaban en el
único posible sentido de la verdad y alterarlo desembocaba inevitablemente en
mentir.
Y mentir es un compromiso muy
difícil. Requiere de mucha memoria, y sobre todo, de saber, qué es lo que el
otro necesita escuchar para fabricarle el mensaje más adecuado y oportuno.
Tarea infeliz, si las hay.
Entonces, reservaba las raciones
para los clientes más frecuentes y leales.
A la vuelta de los años se me
ocurrió pensar a cuántas viejas oligarcas de mierda les habré facilitado
limpiarse el culo con el papel higiénico que les reservaba con nombre y
apellido en el depósito gigante del almacén La Estrella, de mi padre. Perdón,
la Fábrica de Pastas de mi padre, que no quería patrón ni fascismo.
Empezaron los misterios de los
vecinos que desparecían de la faz del barrio, de la ciudad, del cosmos. Unos
por jipis. Otros por promiscuos, otros por pone bombas. Empezaron las razzias,
las palpaciones a la entrada del subterráneo de la estación Burzaco, las
demoras por averiguación de antecedentes, los unimogs, las preguntas a la
salida de la escuela, la amiga del seleccionado de volley de la escuela que yo
capitaneaba en ese entonces, que nunca volví a ver, hasta ver su nombre en el
informe de la CONADEP, una vida toda, mi plaza, mi avenida, mi estación, mi
ombú, inundado de fascismo al mejor estilo argentino genuflexo de mierda.
En ese escenario de librecambio
y arrogancia de poderes superpuestos y medición de fuerza bruta, en el que
desaparecíamos todos los que no bregábamos por ninguna de esas opciones, el
Almacén La Estrella cerró.
Los dueños de ese local
abandonado plagado de lauchas, desidia y desdén, que habíamos resucitado
después de tantos años, habían resucitado como los piojos en sangre dulce,
endulzada por otra mentira de las tantas de un país que no sabe otra cosa que
venirse abajo desdeñando sus propias herramientas y recursos.
Mi madre y mi padre, que eran tanos
y pobres, pero no boludos, respondieron con la cordura que tenían a su alcance
frente al embate, y abrieron su propio local en febrero del ’77, sin reclamar
ningún esfuerzo que pudiera ser traducido en costos y valores de mercado.
Empezaron de nuevo, como se
empieza siempre y en realidad nunca se ‘vuelve a empezar’ en este país de
iluminados con la vela en el culo que se les apaga cada vez que estornudan.
Eran otros tiempos, otro idioma.
Ya el enemigo era cualquiera o ninguno, todos fuimos sospechosos y sospechados.
Se rompieron los lazos. La confianza pasó a ser una postal del recuerdo de
alguna inocencia perimida y demodé.
La identidad pasó a ser un
documento ajado por el uso y el abuso de ponerlo y sacarlo del bolsillo trasero
del Jean a cada paso.
La Estrella cumplió su cometido,
de todos modos.
Y el poder, también.
-Octubre de 2009
Festín Efímero*
La mirada
acerca lo lejano. La noche es un tapiz bordado de luces entre las
montañas. La ciudad, Quito, cae desde lo alto, las casas prendidas se
imaginan detrás de las ventanas del restaurant. De este lado, en la mesa, el
salmón toma un tinte naranja. Como si lo recubriera una seda de cítricos
cremosos. Pequeños trozos de almendras proveen la
dureza que contrasta con la suavidad del pescado. Pienso, si ese
gusto lujoso, encanta porque se evade de lo cotidiano. O
si en realidad, cierto estado en que el alma se escapa por las ventanas
del cuerpo, puede hacer maravilloso lo común.
No lo sé. El
esplendor quiere guardar algún secreto, sólo sé que en esos momentos hay
que poder gozar del festín efímero de la vida.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
COMANDANTE PRESIDENTE*
En memoria a Hugo Rafael Chávez
Frías
No puedo imaginar tu ausencia,
Presidente,
que nos falte tu palabra
generosa,
tu sonrisa franca,
tus bromas,
tus cantos,
tu derroche de amor,
tu alegría de vivir.
Tus acciones solidarias.
No puedo imaginarte lejos, Comandante,
de la lucha por los pobres,
y de la unidad latinoamericana.
Sé, que seguirás guiando a
nuestros pueblos.
Pero duele, duele mucho,
en lo más profundo duele
que ya no estés entre nosotros.
¡Latinoamérica, no te imagino
sin Chávez!
*De Miguel Crispín Sotomayor.
arcomar@cubarte.cult.cu
Cuba
*
estar en el
medio
es estar en el
miedo,
el miedo, un no
lugar
un no topo
un no logo
una cornisa
delgada
divisoria de
realidades inexistentes
por eso el
miedo tiene tantos adeptos
porque en la
irrealidad en la que vive
los fluidos de
los que se nutre
la pista donde
corre y entrena a diario
es el medio
sodomizado
y hace hombres
miedocres
medios gris
medios ocre
*De
Vanesa Álvarez. vanesui@hotmail.com
Lo felicito por
conocerme*
Parado a un
costado del mostrador de la librería lo veo a Don Joaquín, según dicen va por
los 95 años.
Tan pintoresco
el hombre con su sombrero negro alpino.
Juega en su
patio de la memoria.
Recita
publicidades de su época:
- "5 de
pan, 5 de vino y 20 de queso El Peregrino."
- "Casa
Muñoz, donde un peso vale dos".
-
"Sastrerías Braudo, la casa de los dos pantalones".
- "Casa La
Mota... Donde se viste Carlota".
Cuando ve
entrar a una mujer linda se emociona y canta:
Donde veo una
pollera
No me fijo en
el color;
Las viuditas,
las casadas o solteras,
Para mí son
todas peras
En el árbol del
amor.
Luego vuelve a
quedarse quieto como una estatua, y al rato se va con su saludo: "lo
felicito por conocerme".
* * *
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empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue un doble recorrido
por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente Alsina, y por vías
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