*Dibujo de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
UNICORNIOS*
A los
unicornios nadie les prestaba la menor atención.
La hora
fantasma de cada cual
Raúl Aguiar
“¡Soy un unicornio!”,
me decía Mateo cada mañana cuando iba a vestirlo. Era inocente como un niño y a
los niños se les baña, se les viste y alimenta, pero no se les da crédito. La
noche antes de su muerte me dijo: “Quédate conmigo para que los veas, habrá
muchos unicornios, ¡vendrán a buscarme!”. Fue raro que anunciara su fin, si eso
fue lo que quiso decirme, porque aparte de su deficiencia mental estaba fuerte
para su edad. Pero más inexplicable aún resultó constatar el césped apisonado
en la entrada y los jardines del sanatorio, especialmente bajo su ventana, como
si hubieran estado piafando mil caballos.
*De
Marié Rojas.
La
Habana. Cuba.
ESA HELADA CERTEZA DE LO QUE PUEDE
PASAR…
La
manzana verde*
Llevaba, no lo recuerdo bien, quince, tal vez veinte años pintando.
Era mi vida. Había empezado a pintar porque donde crecí, al lado de mi casa,
había una tienda y el tendero pintaba. Era un pintor nato que detrás del
mostrador, mientras atendía, entre el azúcar, las aspirinas, el aceite y la
goma de mascar, tenía todo un taller de pintura improvisado. Bastidores,
pinceles, óleos...
El hombre se llamaba Catalino Esquivel, un viejo encantador que cuando la gente entraba y le pedía media libra de arroz, se levantaba del lienzo, despachaba la media libra de arroz. Cobraba, daba el vuelto y volvía a concentrarse en su pintura hasta el siguiente cliente que le gritaba "Don Catalino media docena de huevos" y así transcurrían todos los días desde que abría la tienda hasta que la cerraba bien entrada la noche.
Yo no debía tener más de siete u ocho años. Me iba en las tardes a la tienda de don Catalino y lo observaba pintar. Veía cómo este monstruo de la pintura transformaba la realidad en otra realidad que me dejaba maravillado. Debo a don Catalino mi interés por la pintura. Por culpa de él nunca me interesé por el fútbol como todos en mi cuadra.
Llegaba a la tienda y apoyaba mi mentón en la vitrina a la que escasamente alcanzaba, y el olor a trementina y óleo me transportaba a sus lienzos y a sus pinturas.
Cuando empecé a tener uso de razón, empecé a pintar sobre tablas con acuarelas y con el tiempo descubrí que don Catalino me había revelado la magia de la técnica al óleo.
Todas mis horas se invertían entre la tienda de don Catalino y mis dibujos, acuarelas, pasteles y óleos. A veces me daba por esculpir barro y greda. Me hice adolescente y ya había pintado las paredes de mi cuarto y el techo. El cura del barrio me autorizó para pintar ángeles en la iglesia y me vi forzado a estudiar a Rafael y a Velázquez. Copié motivos.
El hombre se llamaba Catalino Esquivel, un viejo encantador que cuando la gente entraba y le pedía media libra de arroz, se levantaba del lienzo, despachaba la media libra de arroz. Cobraba, daba el vuelto y volvía a concentrarse en su pintura hasta el siguiente cliente que le gritaba "Don Catalino media docena de huevos" y así transcurrían todos los días desde que abría la tienda hasta que la cerraba bien entrada la noche.
Yo no debía tener más de siete u ocho años. Me iba en las tardes a la tienda de don Catalino y lo observaba pintar. Veía cómo este monstruo de la pintura transformaba la realidad en otra realidad que me dejaba maravillado. Debo a don Catalino mi interés por la pintura. Por culpa de él nunca me interesé por el fútbol como todos en mi cuadra.
Llegaba a la tienda y apoyaba mi mentón en la vitrina a la que escasamente alcanzaba, y el olor a trementina y óleo me transportaba a sus lienzos y a sus pinturas.
Cuando empecé a tener uso de razón, empecé a pintar sobre tablas con acuarelas y con el tiempo descubrí que don Catalino me había revelado la magia de la técnica al óleo.
Todas mis horas se invertían entre la tienda de don Catalino y mis dibujos, acuarelas, pasteles y óleos. A veces me daba por esculpir barro y greda. Me hice adolescente y ya había pintado las paredes de mi cuarto y el techo. El cura del barrio me autorizó para pintar ángeles en la iglesia y me vi forzado a estudiar a Rafael y a Velázquez. Copié motivos.
Conocí a Sarita una tarde de lunes mientras pintaba con tiza en el piso de un parque una obra inspirada en un autor desconocido del medioevo.
Sara me había contemplado en silencio desde atrás, en absoluta calma, las dos o tres horas que estuve zambullido en mi aventura de regalarle al parque una de mis espontáneas obras que me iban lentamente forjando como pintor, que en ese momento todavía no me atrevía a reconocer en mí aunque era lo único que deseaba en la vida y lo único que me interesaba. Pintar, pintar ángeles, dioses, caballos, personajes del medioevo, caras, rostros, autorretratos. Todo era tema que yo había visto y aprendido de don Catalino a transformar en mi realidad, en la vista por mi ojo.
Estaba dando los últimos toques a mi fresco del piso de la cancha de aquel parque, cuando uno de esos aguaceros bogotanos se descuajó y corrí a resguardarme en el primer árbol que encontré. Ahí estaba ella, embobada mirándome.
Vimos llover en silencio uno junto al otro. Yo la veía pero también veía como el agua iba borrando mi obra de tiza del pavimento.
– Si no te hubiera visto pintarla no creería que hubieras sido capaz de hacerlo – me dijo.
Desde esa tarde Sara ha sido mi testigo y seguramente el mejor crítico de mi obra. Nos casamos al poco tiempo y empecé a trabajar en una agencia de publicidad mientras asistía a la facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional y seguía pintando y aprendiendo todo lo que podía de pintura.
Don Catalino Esquivel nos sirvió de padrino de bodas. Pero muy pronto descubrí el amargo trago de la realidad, que vivir de la pintura no era tan fácil como resultaba pintar. Había que pagar arriendo, comer... Pronto nació Mafer, llegó Chagall, él siempre estuvo por ahí, nuestro perro maravilloso, que me acompañaba en el estudio mientras pintaba en las madrugadas con un frío tenaz. Él me indicaba con una mirada como aprobando o desaprobando este brochazo o aquella pincelada.
Empecé a pintar toros y corridas. Simultáneamente empezaron a nacer mis personajes. El retrato de Ernesto, la serie de los sátiros en aguarrás, los personajes de Escorpión, los clarinetes de Camachín, la Gitana, las Adivinadoras, La mujer del Pez. El Entierro de Don Catalino Esquivel un lunes en el cementerio Central quedó inmortalizado. Me gastaba hasta lo que no tenía en telas y en óleos. Mafer crecía, Sara empezó con los telares y la marquetería. Y yo con la publicidad para las multinacionales de turno diseñándoles estuches de sus productos que a ellos los enriquecían más y a nosotros nos daban para comer y pagar el arriendo permitiéndonos mantenernos a flote. En el fondo, me las arreglaba como don Catalino para seguir pintando mientras cobraba y daba el vuelto para regresar en las madrugadas a lo profundo de mi estudio en la mansarda helada, con Chagall como único testigo mudo, a seguir pintando. El pintor en mí seguía floreciendo a pesar de trabajar de Freelance con los departamentos de marketing de avanzada de las empresas multinacionales, pero del marketing del arte no tenía ni idea.
Mis amigos cercanos también pintaban. Entre nosotros nos juntábamos con ansiedad a mostrarnos nuestros trabajos, a hablar de arte. A admirar a los monstruos de nuestra escena local. Que Marta Traba dice que Manzur es un dios. Que Manzur había recibido a un tal en su taller. Que Villegas estaba pintando como nunca. Que Riveros iba a exponer en la galería clave del Bosque Izquierdo. Que la Kalachnik era la más cotizada del mercado.
Llevaba, no sé, dieciocho, tal vez veinte años pintando cuando pude realizar mi primera exposición seria e individual en una galería.
Eventualmente, o mejor dicho esporádicamente, vendía o regalaba uno que otro de mis cuadros. Mi ego subía y venía un período extraordinariamente productivo. Pájaros, ícaros que se escapaban de laberintos con alas hechas con cera cuya única ambición era llegar al sol, clarinetes y muchos instrumentos musicales de viento. Y, por supuesto, el circo con todos sus personajes y animales ambulantes maravillosos me empezaron a robar las ideas. Chagall veía cómo brotaba toda mi "era cobalto nocturna", producto de pintar con luz artificial. Empezaron las ventas a personajes destacados de la vida nacional. Primero un cantante. El primero en encargarme un trabajo sin ninguna presión.
– Maestro, pinte lo que quiera y véndamelo. –
Así también iban naciendo esas grandes amistades forjadas alrededor de mi arte. Un arlequín en un formato de tres por cuatro metros me desgarró el alma durante unos meses. Le cambié el rostro unas ocho veces, y si no me creen, pregúntenle a Chagall. Hasta que no estuve satisfecho no lo llamé.
La galería del Diners Club me invitó a una exposición y vendí todos los diecisiete cuadros de la muestra, al precio que yo dije.
Entre tanto mi pequeña agencia de publicidad creció y creció. Pronto, casi todo el segundo piso de mi casa quedó transformado en taller de publicidad. Los trabajos de freelance explotaron simultáneamente con la facturación. Me llamaban de muchísimas empresas y preparaba lanzamientos y campañas de publicidad de la noche a la mañana que competían con mis horas en el tercer piso, robándole horas al sueño. Sara y Chagall me acompañaban y me ayudaban a realizar los milagros de marketing que ya nos habían permitido adquirir la casa del señor Mora, gracias a una política maravillosa de un banco hipotecario.
Hasta llegamos a comprar un Renault 4, el famoso auto de los colombianos de la época, herramienta vital para poder ir corriendo a las imprentas o los laboratorios de selecciones de color y entregar en las multinacionales los afiches maravillosos que les impulsaban las ventas de sus gomas de mascar o cremas dentales mientras yo cobraba mis tarifas. Hasta compré una colección de máscaras y muchísimas más antigüedades.
Salíamos con Sara y mi hija a recorrer pueblos. Comprábamos clarinetes antiguos, columnas de iglesias de la colonia que se estaban pudriendo en algún garaje. La famosa colección de máscaras a la entrada de la casa empezó a tomar vuelo. Me dio por coleccionar cristales traídos de Europa; faros de yodo y libros perdidos en anticuarios comenzaron a acompañar mi colección de cuadros y las de mis amigos pintores. Junto a los cuadros de Diego, encima de la chimenea, puse mi primera incursión por los caminos del bronce. Un busto en bronce fundido en el taller de Rojas yace aún imponente ahí, encima de mi chimenea, donde me sentaba a escuchar música clásica y a recibir a mis amigos hasta altas horas de la noche. Cuando se iban, subía al tercer piso y pintaba como iluminado por el alma de Don Catalino Esquivel. Todo o casi todo lo he pintado allá arriba en la mansarda donde no subían sino los muy, muy cercanos. Apenas contados con los dedos de mi mano izquierda y aún así me sobraban dedos.
Una mañana recibí la llamada de la galería clave del Bosque Izquierdo. Apenas llegaba a los cuarenta y ya debía llevar fácilmente treinta años pintando.
Realicé una exposición colectiva con unos pintores colombianos que habían vivido exiliados voluntariamente en Berlín y habían vuelto a la patria. Uno de ellos había sido compañero mío no sólo en la facultad de Bellas Artes sino también en los legendarios talleres de David Mansur, el taller de litografía González Cerón y el taller de escultura de Gabriel Beltrán.
Bien claro en el catálogo estaba mi nombre, Fernando Perdomo, con "Pe" mayúscula de Perdomo, pensé orgulloso mientras veía mi apellido. Un catálogo sobrio, elegante, daba una corta pero precisa biografía de nuestras vidas artísticas. Según ellos, talentosos pintores en sus pocos años. ¿Qué sabían ellos de mis tardes en la tienda de don Catalino Esquivel aprendiendo la técnica del óleo? De mis murales en la iglesia, de mis anónimos "guernicas" de tiza en los pisos de la cancha de básquet del parque. De las horas en el taller de Manzur hasta que me aburrí del gran dios. De Sara y Mafer, de las noches heladas en la mansarda pintando hasta que los ojos no me daban más. Hubieran tenido que hacer hablar a Chagall. Pero Chagall como buen perro fiel jamás les hubiera dicho nada.
Creo que era una tarde de lunes. La exposición en la galería clave del Bosque Izquierdo estaba próxima a culminar. Lo vi entrar en la galería y ver toda la muestra. Como perro sabueso miró y olfateó con rapidez, eliminando y filtrando cuadros hasta sólo detenerse ante la calidad. Asombrosamente descartó a los pintores berlineses y su arte. Sorpresa la mía cuando lo vi detenerse más de lo normal ante mi obra y empezar a examinarla con el ojo del conocedor, el de un experto con lupa.
Pensé que por el aspecto debía ser italiano, entre los cincuenta y sesenta años. Pulcramente vestido, con diseños de Cerruti y Armani, de modales ligeramente amanerados, sacó de su bella gabardina color beige una libreta y empezó a hacer apuntes. Me moría de ganas por ver qué escribía. Estuve tentado a correr a decirle que yo era el pintor. Fernando Perdomo con "Pe" mayúscula como en el catálogo. Pero como aquella tarde en la que Sarita me había visto pintar en el piso del parque, me abstuve de interrumpirlo en su labor de reconocimiento, de examen meticuloso. Estaba observando, analizando. Escribía en su libreta frenéticamente. Estuvo en eso una hora, dos horas. Luego habló con una de las propietarias de la galería en italiano y me sonó a música maravillosa. Después partió tan súbitamente como había entrado.
Volví a casa y aunque no le conté ni a Sarita ni a Mafer el episodio, por no querer pecar de vanidoso, sí se lo confesé a Chagall en el tercer piso como a las tres de la madrugada, lleno de orgullo mientras pintaba el único bodegón que he pintado por encargo y que juré que jamás volvería a pintar, así estuviese colgado en una bella residencia en Suiza con una colección privada envidiable y a la diestra de un Obregón y a la izquierda de un Botero.
Pasaron dos semanas de aquel acontecimiento, espectacular para mí, de la galería del Bosque Izquierdo. Había terminado de almorzar y me disponía a subir a mi taller cuando sonó el timbre.
Abrí la puerta y ahí estaba parado con su bella gabardina color beige.
- ¿La casa del Maestro Perdomo? – , pronunció con un ligero y pegajoso acento italiano. Pensé para mis adentros, Perdomo con "Pe" mayúscula.
- En persona, ¿en que puedo servirlo? –
Se llamaba Renato Di Marzio. Galerista y marchante reconocido en Milán y con intereses en galerías de Milán, Quito, Caracas y Nueva York. Se instaló en mi sofá frente a la chimenea, entre mi colección de cuadros, antigüedades, esculturas y clarinetes. Hablamos de todo. Mejor dicho habló, habló, habló de mi obra, de su fuerza, de lo que había sentido, me llamaba maestro, maestro para arriba, maestro para abajo. Chagall le seguía la conversación atentamente y creo que fue el único que realmente captó la importancia y significado de sus afirmaciones. Mi ego había crecido y abrí mi reserva de vino tinto. Dos, tres o tal vez cuatro botellas. Cuando oscurecía lo invité a subir a la mansarda y en pleno le descubrí mi estudio, mis telas, mis obras en dinámico proceso, mis creaciones inéditas en viviente producción.
Cuando terminó de escrutinar mi obra, sacó de la gabardina un sobre. Me lo entregó y mis ojos no podían creerlo.
- Maestro cuéntelos por favor , son treinta mil dólares. –
Equivalía al cincuenta por ciento, el anticipo, el pie por los próximos seis cuadros que pintara. Otro sobre con otra cantidad idéntica, me sería entregado cuando le entregara la media docena de cuadros.
Se despidió con la misma cortesía con la que había llegado. Al darme la mano me dijo ,
- Maestro tiene cuatro meses para entregarme los cuadros. –
Cuando se fue, Sara, Mafer, Chagall y yo nos acabamos el vino tinto. Me desperté a los dos días pellizcándome la mejilla, que no lo había soñado. Ahí estaba el sobre. Trescientos billetes de cien dólares. Verdes. Efectivamente no lo había soñado. Me pegué una ducha de agua helada y no volví a aparecer por ninguna empresa multinacional. El teléfono de mi taller de publicidad no paraba de sonar. Sara, que pacientemente lo atendía, me confesó que mis amigos en las multinacionales preguntaban por "Don Perdido" mientras ella les inventaba excusas convincentes.
Yo me había recluido en el tercer piso. Había subido la música de Telemann y algunas de mis antigüedades más cercanas. Sólo salí para comprar material, telas, óleos, pinceles y un caballete nuevo. No volví a bajar. La barba me empezó a crecer y no bajaba ni a comer. Prohibí que nadie, absolutamente nadie subiera a mi buhardilla. Excepto Chagall, que no necesitaba ningún privilegio o permiso especial. Me empecé a malhumorar. Sara y Mafer me preguntaban cómo iba la obra y les pedí el favor que no volvieran a preguntarme jamás por los seis endemoniados cuadros. Me paraba frente a los lienzos y nada ocurría. Ninguna idea me llegaba o me salía del cerebro. En blanco como los lienzos.
Entré en un trance, una especie de fiebre de malaria, los labios se me resecaron, el día llegaba y pasaba y arribaba la noche y cruzaba sin preámbulos o necesidad para detenerse. Chagall subía y bajaba. Yo dormía arriba en mi buhardilla. Bebía vino tinto frente a los blancos lienzos y no se me ocurría nada como le debe suceder también muchas veces a los escritores frente a sus ordenadores, frente a una frase de dos líneas. La ausencia total de ideas, la amnesia, como si nunca hubiera pintado. Don Catalino Esquivel me acompañaba en mis pesadillas. Transcurrió el primer mes y todas las telas que había iniciado estaban de espaldas, contra la pared. Chagall mudo me miraba. Era nuevamente el único que entendía lo que realmente me estaba sucediendo. La inspiración divina se había esfumado aquella noche que Renato salió por mi puerta. El sobre con los treinta mil dólares estaba ahí. Equivalía a un tercio de la hipoteca de la casa. Durante el segundo mes estuve tentado a ir al banco hipotecario y cancelar parte de la hipoteca de la casa como para verme forzado a pintar. Pero no pasaba nada. Empezaba lienzos y bocetos que iban a parar al basurero. Nada me satisfacía. Era como si le hubiera vendido mi alma al diablo. ¡Qué pacto tan horrible y macabro! ¡Qué ironía! Treinta años esperando el reconocimiento, el gran momento, y ahí estaba el sobre como único testigo.
Empecé a odiar a Renato al tercer mes cuando telefoneó desde Nueva York para preguntar por los avances de la obra. Sonó el teléfono del segundo piso, el del estudio de publicidad. Sarita subió y me explicó que era Renato, larga distancia. Que era fundamental pasar al teléfono.
Me llené de valor. Bajé. Tomé el auricular del Ericson negro.
- Hola Renato. Estoy avanzando pero en cuatro meses no los podré tener listos. Necesito por lo menos otros tres meses. –
- ¡Estás loco ! –, pero logré convencerlo.
No se trataba de hacer un diseño para un nuevo chicle agridulce o un afiche para una crema dental con bicarbonato de sodio o silicato. ¿Qué se había creído? La intensidad y convicción de mis palabras lo debieron convencer. Finalmente aceptó prolongar mi agonía tres meses más.
Cuando colgué el auricular vi cómo las lágrimas rodaban por el rostro de Mafer. Mi hija, de doce o trece años, muda, lloraba en silencio.
- ¿Y a ti que te pasa ? – le pregunté calmadamente, ésa había sido tal vez la llamada más difícil de mi vida y la había sorteado con magistral autocontrol. Procuré demostrarle a Mafer que la situación estaba bajo total control.
- Papito estas como diez kilos más delgado. –
Tenía razón, ni me había dado cuenta. Sara me convenció de que me afeitara y salimos todos en la "renoleta" a un pueblo de la sabana de Bogotá. En un anticuario compramos desenfrenadamente nuevas máscaras y más clarinetes destartalados. También una nueva caja de vino tinto y pagamos parte de las cuentas atrasadas.
Esa tarde trabajé en los olvidados diseños de publicidad. Luego me dirigí a las empresas multinacionales, más orientado por la necesidad de cobrar cuentas atrasadas que por entregarles los trabajos.
Me recibieron como siempre: cálidamente. Mi amigo Diego me preguntó qué me pasaba. Le confesé, mientras veía atardecer, que era como si le hubiera vendido mi alma al diablo. Como siempre me apoyó y sacó los pagos de algunas facturas atrasadas. Lo suficiente para pagar las cuotas de un mes de la hipoteca de la casa, hacer mercado, pagar el colegio de Mafer y las cuentas más importantes de los servicios.
Volví a casa, destapé otra botella de vino, y me armé de valor después de una agradable cena. Prendí la chimenea y bebí el resto del vino. Subí a las dos de la mañana y esbocé un primer borrador que me dio energías. Bajé al cuarto y dormí con Sara. Le hice el amor como la tarde del parque. Frenéticamente, como cuando tenía quince o dieciséis años. Dormí plácidamente hasta el otro día. Me levanté temprano y subí a pintar mi bosquejo: un unicornio azul. Pinté sin parar, conducido mágicamente por el espíritu de don Catalino Esquivel. Todo un mes hasta que el lienzo estuvo terminado a entera satisfacción. El primer cuadro de la fábrica de Renato estaba listo. Antes, yo pintaba durante seis o siete meses un cuadro. A veces lo dejaba reposar, madurar contra la pared otra buena cantidad de meses hasta que volvía a él y empezaba a retocarlo hasta que una noche maravillosa Chagall y yo bajábamos a dormir satisfechos con esa sensación de haber terminado por fin. Estaba listo.
Pero este cuadro de Renato, este unicornio azul, había sido concebido y había salido mecánicamente. En el fondo sabía que no estaba listo, pero sí lo suficiente como para engañar al tal Renato que creía que se las conocía todas. Saqué cinco mil dólares del sobre. Bajé y se los entregué a Sara.
– Haz lo que tengas que hacer con este dinero. –
Casualmente Renato volvió a llamar. Amenazó con llegar a revisar los adelantos,
- ¡Los avances maestro! –
Le dije que si se aparecía por mi casa antes de lo pactado, le devolvería todo su dinero. Creo que la amenaza surgió efecto porque no volvió a telefonear sino dos meses más tarde cuando tenía otros dos cuadros casi listos. Un retrato de Don Catalino en un rincón oscuro de su tienda y una gitana de ojos tristes a medio definir.
Renato le confirmó a Sara que estaría en Bogotá a la semana siguiente. Habían pasado ocho meses desde aquella noche en que le había vendido mi alma por trescientos billetes de color verde.
Llovía a cántaros. Timbró y entró a la casa con su gabardina color beige como debían ser los recaudadores de impuestos. Esta vez la gabardina no me resultó tan bella. Su rostro me pareció la amplificación de la cara de una rata hambrienta de cloaca de color gris con cola negra. Con movimientos nerviosos y ansiosos por morder.
Quiso subir al estudio y lo paré en seco.
- No Renato, un paso más y muere el trato. –
Subí con calma y bajé los tres lienzos y se los entregué con cara dura.
- Aquí están los primeros tres. –
- Maestro – me dijo en su acento italiano, – son maravillosos. –
Sólo yo sabía que no estaban listos. Pero para él lo estaban. Era como si me estuviera devolviendo parte de mi mano derecha y el conocimiento de la técnica.
- Maestro, ¿ y el resto? –
- En otros tres o cinco meses. ¡Tómelo o déjelo todo! –
Antes de que partiera nuevamente, le alcancé el sobre del cual ya había sacado como unos diez mil dólares. Con seguridad le ofrecí el sobre.
- Pero Maestro Perdomo ...–
Perdomo con "Pe" mayúscula pensé, aunque por dentro estaba que me moría del susto. Me lo devolvió y me dijo:
- Yo le llamo a mi regreso de Quito. Voy a mi galería La Manzana Verde a inaugurar una exposición. Estaré de vuelta en un unas seis o siete semanas.
Salió por la puerta y yo entré al baño de emergencia . Vomité toda la bilis de un color amarillento con un olor asqueroso. Sara, Mafer y Chagall me abrazaron en silencio durante horas. Me llevaron a mi cama y me acostaron. Llamaron a un médico.
- A este tipo hay que alimentarlo sanamente. Podría ser tifus lo que tiene.
Me mandó una cantidad de exámenes médicos que me parecieron exagerados y que por supuesto no me hice. Al otro día nos fuimos en la "renoleta" a Chía con Mafer, Sara al volante y Chagall atrás conmigo, calentándome las rodillas. Comimos una rica carne con patacones y guasacaca. Y yuca. Ensalada de tomate, aguacate y cebolla. Me sentí mucho mejor. Una cerveza me devolvió el alma al cuerpo.
Volví a mi buhardilla y pinté el cuarto cuadro. Una escena similar del ballet de "Robert Le Diable" , un óleo de Degas de 76,6 x 81,3 cm. Un plagio. En la penumbra, las sombras tomaron forma gradualmente. De las profundidades, con un suave crujido como el del batir de las alas de una polilla, los cuerpos borrosos cobraron vida frente a unas columnas. Una fuerte luz eléctrica brillaba en los arcos haciendo que se destacará en el vacío azul los blancos sudarios de los cuerpos de las mujeres que brillaban con una sensualidad macabra, de una orgía bacanal en la que unas monjas vivas y muertas bailaban alocadamente a la luz de la luna en un monasterio en ruinas.
El colorido, con su simplificado claroscuro, poseía un enfoque monocromático. El grosor de la pintura, especialmente en la parte de las monjas, era lo suficientemente fino como para sugerir el ligero y casi imperceptible movimiento de las fantasmales figuras. En el foso de la orquesta, Camachín tocaba el clarinete. En la primera fila de butacas aparecía el rostro de Diego, mi amigo del alma, y el de Julio Aragón. Este último poniéndose de espaldas al escenario para observar con prismáticos los palcos. Tal vez a él no le impresionaba la maravillosa atmósfera del montaje que siguió atrayendo al Maestro Perdomo (con "PE" mayúscula), en parte porque era un clásico familiar dentro del repertorio de la ópera, y en parte porque mantenía algo de la fuerza romántica original. Era sin duda el tipo de tema que, después de todo, le debía encantar a Renato Di Marzio.
El quinto cuadro fue un tema de una mujer en vestido azul llamativo con el rostro de Sara rodeada y tapada por los objetos que se encontraban en su estudio. Las antigüedades, las columnas de madera, los faros de yodo, un pedazo de clarinete sin llaves.
El cuerpo de la mujer se apoyaba sobre un enorme sillón vacío. El rostro transmitía una sensación de tristeza y soledad como aquella tarde que vi a Mafer llorar en silencio mientras esa maldición de trescientos billetes me consumía centavo a centavo el alma. La pared y el extremo de la cabeza del cuadro generaban un conflicto entre el rojo cálido de la pared de fondo y el azul más frío del vestido que parecía retraerse.
El último cuadro, el sexto, que completaba la cifra maldita era un lienzo en donde una figura de sexo amorfo abrazaba a la muerte echada sobre una sábana de colores similares a los de la gabardina de Renato. Una danza macabra de los muertos que para mi simbolizaba el entierro de Renato y la liberación total del trato maldito. Renato llegó otra tarde de lunes, como si las tardes de lunes estuvieran preescritas en mi carta astral. Se le entregaron los lienzos y los enrolló cual vil mercader, como tapetes.
- Maestro Perdomo, genial, qué quiere que le diga, el comienzo de una fabulosa relación.
Sacó otro sobre con otros trescientos billetes.
- Cuéntelos Maestro.
- No hace falta –, le respondí.
Se metió las manos en el gabán y sacó otro sobre, el cual no le recibí por razones obvias.
- Es el mismo monto pero sólo por dos cuadros.
- ¡No Renato, no ahora. No otra vez ! –
– ¿Perché Maestro Perdomo?"–
No le respondí. Sólo me limité a pensar, Perdomo con "PE" mayúscula. No ahora. No otra vez. Nunca jamás.
Cuando se fue, me miré en el espejo y descubrí que mi bigote estaba canoso y también mis patillas enteras. Me veía como quince años más viejo. Era el costo de pactar con un Lucifer.
Tres semanas más tarde, un correo especial llegó con una invitación a la inauguración de una galería "clave" en Nueva York. Una corta carta escrita en computador en un bello papel reciclado me anunciaba la fecha de inauguración de la muestra y me aclaraba que el propósito de esos boletos aéreos, los pasajes, eran una cortesía de la galería para que me hiciera presente la noche de la inauguración en Nueva York. Jamás le respondí. Los pasajes reposan en una gaveta del taller de marquetería de Sara.
Chagall me acompaña tranquilo a estas altas horas de la noche en mi estudio mientras mi mano se desliza tranquilamente sobre una tela con un millón de ideas que brotan como nunca antes en mi vida. Me acuerdo de don Catalino Esquivel.
Escucho una pieza de jazz, mientras le prometo a Chagall que jamás le volveré a vender mi alma al diablo aunque me haya quedado sin conocer Nueva York o jamás pise las habitaciones de la tan afamada galería La Manzana Verde con sucursales en Milán, Caracas, Quito y Nueva York. Mafer está estudiando psicología en la universidad después de una temporada en Canadá aguantando frío. La marquetería de Sara va viento en popa. Yo nunca más volví a trabajar en publicidad y ahora pinto, pinto de día y de noche mientras veo el boceto de don Catalino Esquivel en su tienda de barrio pintando detrás del mostrador. Si volviera a nacer, volvería a la tienda de don Catalino y seguramente terminaría por tomar la misma decisión. Pintar hasta la muerte.
Así también iban naciendo esas grandes amistades forjadas alrededor de mi arte. Un arlequín en un formato de tres por cuatro metros me desgarró el alma durante unos meses. Le cambié el rostro unas ocho veces, y si no me creen, pregúntenle a Chagall. Hasta que no estuve satisfecho no lo llamé.
La galería del Diners Club me invitó a una exposición y vendí todos los diecisiete cuadros de la muestra, al precio que yo dije.
Entre tanto mi pequeña agencia de publicidad creció y creció. Pronto, casi todo el segundo piso de mi casa quedó transformado en taller de publicidad. Los trabajos de freelance explotaron simultáneamente con la facturación. Me llamaban de muchísimas empresas y preparaba lanzamientos y campañas de publicidad de la noche a la mañana que competían con mis horas en el tercer piso, robándole horas al sueño. Sara y Chagall me acompañaban y me ayudaban a realizar los milagros de marketing que ya nos habían permitido adquirir la casa del señor Mora, gracias a una política maravillosa de un banco hipotecario.
Hasta llegamos a comprar un Renault 4, el famoso auto de los colombianos de la época, herramienta vital para poder ir corriendo a las imprentas o los laboratorios de selecciones de color y entregar en las multinacionales los afiches maravillosos que les impulsaban las ventas de sus gomas de mascar o cremas dentales mientras yo cobraba mis tarifas. Hasta compré una colección de máscaras y muchísimas más antigüedades.
Salíamos con Sara y mi hija a recorrer pueblos. Comprábamos clarinetes antiguos, columnas de iglesias de la colonia que se estaban pudriendo en algún garaje. La famosa colección de máscaras a la entrada de la casa empezó a tomar vuelo. Me dio por coleccionar cristales traídos de Europa; faros de yodo y libros perdidos en anticuarios comenzaron a acompañar mi colección de cuadros y las de mis amigos pintores. Junto a los cuadros de Diego, encima de la chimenea, puse mi primera incursión por los caminos del bronce. Un busto en bronce fundido en el taller de Rojas yace aún imponente ahí, encima de mi chimenea, donde me sentaba a escuchar música clásica y a recibir a mis amigos hasta altas horas de la noche. Cuando se iban, subía al tercer piso y pintaba como iluminado por el alma de Don Catalino Esquivel. Todo o casi todo lo he pintado allá arriba en la mansarda donde no subían sino los muy, muy cercanos. Apenas contados con los dedos de mi mano izquierda y aún así me sobraban dedos.
Una mañana recibí la llamada de la galería clave del Bosque Izquierdo. Apenas llegaba a los cuarenta y ya debía llevar fácilmente treinta años pintando.
Realicé una exposición colectiva con unos pintores colombianos que habían vivido exiliados voluntariamente en Berlín y habían vuelto a la patria. Uno de ellos había sido compañero mío no sólo en la facultad de Bellas Artes sino también en los legendarios talleres de David Mansur, el taller de litografía González Cerón y el taller de escultura de Gabriel Beltrán.
Bien claro en el catálogo estaba mi nombre, Fernando Perdomo, con "Pe" mayúscula de Perdomo, pensé orgulloso mientras veía mi apellido. Un catálogo sobrio, elegante, daba una corta pero precisa biografía de nuestras vidas artísticas. Según ellos, talentosos pintores en sus pocos años. ¿Qué sabían ellos de mis tardes en la tienda de don Catalino Esquivel aprendiendo la técnica del óleo? De mis murales en la iglesia, de mis anónimos "guernicas" de tiza en los pisos de la cancha de básquet del parque. De las horas en el taller de Manzur hasta que me aburrí del gran dios. De Sara y Mafer, de las noches heladas en la mansarda pintando hasta que los ojos no me daban más. Hubieran tenido que hacer hablar a Chagall. Pero Chagall como buen perro fiel jamás les hubiera dicho nada.
Creo que era una tarde de lunes. La exposición en la galería clave del Bosque Izquierdo estaba próxima a culminar. Lo vi entrar en la galería y ver toda la muestra. Como perro sabueso miró y olfateó con rapidez, eliminando y filtrando cuadros hasta sólo detenerse ante la calidad. Asombrosamente descartó a los pintores berlineses y su arte. Sorpresa la mía cuando lo vi detenerse más de lo normal ante mi obra y empezar a examinarla con el ojo del conocedor, el de un experto con lupa.
Pensé que por el aspecto debía ser italiano, entre los cincuenta y sesenta años. Pulcramente vestido, con diseños de Cerruti y Armani, de modales ligeramente amanerados, sacó de su bella gabardina color beige una libreta y empezó a hacer apuntes. Me moría de ganas por ver qué escribía. Estuve tentado a correr a decirle que yo era el pintor. Fernando Perdomo con "Pe" mayúscula como en el catálogo. Pero como aquella tarde en la que Sarita me había visto pintar en el piso del parque, me abstuve de interrumpirlo en su labor de reconocimiento, de examen meticuloso. Estaba observando, analizando. Escribía en su libreta frenéticamente. Estuvo en eso una hora, dos horas. Luego habló con una de las propietarias de la galería en italiano y me sonó a música maravillosa. Después partió tan súbitamente como había entrado.
Volví a casa y aunque no le conté ni a Sarita ni a Mafer el episodio, por no querer pecar de vanidoso, sí se lo confesé a Chagall en el tercer piso como a las tres de la madrugada, lleno de orgullo mientras pintaba el único bodegón que he pintado por encargo y que juré que jamás volvería a pintar, así estuviese colgado en una bella residencia en Suiza con una colección privada envidiable y a la diestra de un Obregón y a la izquierda de un Botero.
Pasaron dos semanas de aquel acontecimiento, espectacular para mí, de la galería del Bosque Izquierdo. Había terminado de almorzar y me disponía a subir a mi taller cuando sonó el timbre.
Abrí la puerta y ahí estaba parado con su bella gabardina color beige.
- ¿La casa del Maestro Perdomo? – , pronunció con un ligero y pegajoso acento italiano. Pensé para mis adentros, Perdomo con "Pe" mayúscula.
- En persona, ¿en que puedo servirlo? –
Se llamaba Renato Di Marzio. Galerista y marchante reconocido en Milán y con intereses en galerías de Milán, Quito, Caracas y Nueva York. Se instaló en mi sofá frente a la chimenea, entre mi colección de cuadros, antigüedades, esculturas y clarinetes. Hablamos de todo. Mejor dicho habló, habló, habló de mi obra, de su fuerza, de lo que había sentido, me llamaba maestro, maestro para arriba, maestro para abajo. Chagall le seguía la conversación atentamente y creo que fue el único que realmente captó la importancia y significado de sus afirmaciones. Mi ego había crecido y abrí mi reserva de vino tinto. Dos, tres o tal vez cuatro botellas. Cuando oscurecía lo invité a subir a la mansarda y en pleno le descubrí mi estudio, mis telas, mis obras en dinámico proceso, mis creaciones inéditas en viviente producción.
Cuando terminó de escrutinar mi obra, sacó de la gabardina un sobre. Me lo entregó y mis ojos no podían creerlo.
- Maestro cuéntelos por favor , son treinta mil dólares. –
Equivalía al cincuenta por ciento, el anticipo, el pie por los próximos seis cuadros que pintara. Otro sobre con otra cantidad idéntica, me sería entregado cuando le entregara la media docena de cuadros.
Se despidió con la misma cortesía con la que había llegado. Al darme la mano me dijo ,
- Maestro tiene cuatro meses para entregarme los cuadros. –
Cuando se fue, Sara, Mafer, Chagall y yo nos acabamos el vino tinto. Me desperté a los dos días pellizcándome la mejilla, que no lo había soñado. Ahí estaba el sobre. Trescientos billetes de cien dólares. Verdes. Efectivamente no lo había soñado. Me pegué una ducha de agua helada y no volví a aparecer por ninguna empresa multinacional. El teléfono de mi taller de publicidad no paraba de sonar. Sara, que pacientemente lo atendía, me confesó que mis amigos en las multinacionales preguntaban por "Don Perdido" mientras ella les inventaba excusas convincentes.
Yo me había recluido en el tercer piso. Había subido la música de Telemann y algunas de mis antigüedades más cercanas. Sólo salí para comprar material, telas, óleos, pinceles y un caballete nuevo. No volví a bajar. La barba me empezó a crecer y no bajaba ni a comer. Prohibí que nadie, absolutamente nadie subiera a mi buhardilla. Excepto Chagall, que no necesitaba ningún privilegio o permiso especial. Me empecé a malhumorar. Sara y Mafer me preguntaban cómo iba la obra y les pedí el favor que no volvieran a preguntarme jamás por los seis endemoniados cuadros. Me paraba frente a los lienzos y nada ocurría. Ninguna idea me llegaba o me salía del cerebro. En blanco como los lienzos.
Entré en un trance, una especie de fiebre de malaria, los labios se me resecaron, el día llegaba y pasaba y arribaba la noche y cruzaba sin preámbulos o necesidad para detenerse. Chagall subía y bajaba. Yo dormía arriba en mi buhardilla. Bebía vino tinto frente a los blancos lienzos y no se me ocurría nada como le debe suceder también muchas veces a los escritores frente a sus ordenadores, frente a una frase de dos líneas. La ausencia total de ideas, la amnesia, como si nunca hubiera pintado. Don Catalino Esquivel me acompañaba en mis pesadillas. Transcurrió el primer mes y todas las telas que había iniciado estaban de espaldas, contra la pared. Chagall mudo me miraba. Era nuevamente el único que entendía lo que realmente me estaba sucediendo. La inspiración divina se había esfumado aquella noche que Renato salió por mi puerta. El sobre con los treinta mil dólares estaba ahí. Equivalía a un tercio de la hipoteca de la casa. Durante el segundo mes estuve tentado a ir al banco hipotecario y cancelar parte de la hipoteca de la casa como para verme forzado a pintar. Pero no pasaba nada. Empezaba lienzos y bocetos que iban a parar al basurero. Nada me satisfacía. Era como si le hubiera vendido mi alma al diablo. ¡Qué pacto tan horrible y macabro! ¡Qué ironía! Treinta años esperando el reconocimiento, el gran momento, y ahí estaba el sobre como único testigo.
Empecé a odiar a Renato al tercer mes cuando telefoneó desde Nueva York para preguntar por los avances de la obra. Sonó el teléfono del segundo piso, el del estudio de publicidad. Sarita subió y me explicó que era Renato, larga distancia. Que era fundamental pasar al teléfono.
Me llené de valor. Bajé. Tomé el auricular del Ericson negro.
- Hola Renato. Estoy avanzando pero en cuatro meses no los podré tener listos. Necesito por lo menos otros tres meses. –
- ¡Estás loco ! –, pero logré convencerlo.
No se trataba de hacer un diseño para un nuevo chicle agridulce o un afiche para una crema dental con bicarbonato de sodio o silicato. ¿Qué se había creído? La intensidad y convicción de mis palabras lo debieron convencer. Finalmente aceptó prolongar mi agonía tres meses más.
Cuando colgué el auricular vi cómo las lágrimas rodaban por el rostro de Mafer. Mi hija, de doce o trece años, muda, lloraba en silencio.
- ¿Y a ti que te pasa ? – le pregunté calmadamente, ésa había sido tal vez la llamada más difícil de mi vida y la había sorteado con magistral autocontrol. Procuré demostrarle a Mafer que la situación estaba bajo total control.
- Papito estas como diez kilos más delgado. –
Tenía razón, ni me había dado cuenta. Sara me convenció de que me afeitara y salimos todos en la "renoleta" a un pueblo de la sabana de Bogotá. En un anticuario compramos desenfrenadamente nuevas máscaras y más clarinetes destartalados. También una nueva caja de vino tinto y pagamos parte de las cuentas atrasadas.
Esa tarde trabajé en los olvidados diseños de publicidad. Luego me dirigí a las empresas multinacionales, más orientado por la necesidad de cobrar cuentas atrasadas que por entregarles los trabajos.
Me recibieron como siempre: cálidamente. Mi amigo Diego me preguntó qué me pasaba. Le confesé, mientras veía atardecer, que era como si le hubiera vendido mi alma al diablo. Como siempre me apoyó y sacó los pagos de algunas facturas atrasadas. Lo suficiente para pagar las cuotas de un mes de la hipoteca de la casa, hacer mercado, pagar el colegio de Mafer y las cuentas más importantes de los servicios.
Volví a casa, destapé otra botella de vino, y me armé de valor después de una agradable cena. Prendí la chimenea y bebí el resto del vino. Subí a las dos de la mañana y esbocé un primer borrador que me dio energías. Bajé al cuarto y dormí con Sara. Le hice el amor como la tarde del parque. Frenéticamente, como cuando tenía quince o dieciséis años. Dormí plácidamente hasta el otro día. Me levanté temprano y subí a pintar mi bosquejo: un unicornio azul. Pinté sin parar, conducido mágicamente por el espíritu de don Catalino Esquivel. Todo un mes hasta que el lienzo estuvo terminado a entera satisfacción. El primer cuadro de la fábrica de Renato estaba listo. Antes, yo pintaba durante seis o siete meses un cuadro. A veces lo dejaba reposar, madurar contra la pared otra buena cantidad de meses hasta que volvía a él y empezaba a retocarlo hasta que una noche maravillosa Chagall y yo bajábamos a dormir satisfechos con esa sensación de haber terminado por fin. Estaba listo.
Pero este cuadro de Renato, este unicornio azul, había sido concebido y había salido mecánicamente. En el fondo sabía que no estaba listo, pero sí lo suficiente como para engañar al tal Renato que creía que se las conocía todas. Saqué cinco mil dólares del sobre. Bajé y se los entregué a Sara.
– Haz lo que tengas que hacer con este dinero. –
Casualmente Renato volvió a llamar. Amenazó con llegar a revisar los adelantos,
- ¡Los avances maestro! –
Le dije que si se aparecía por mi casa antes de lo pactado, le devolvería todo su dinero. Creo que la amenaza surgió efecto porque no volvió a telefonear sino dos meses más tarde cuando tenía otros dos cuadros casi listos. Un retrato de Don Catalino en un rincón oscuro de su tienda y una gitana de ojos tristes a medio definir.
Renato le confirmó a Sara que estaría en Bogotá a la semana siguiente. Habían pasado ocho meses desde aquella noche en que le había vendido mi alma por trescientos billetes de color verde.
Llovía a cántaros. Timbró y entró a la casa con su gabardina color beige como debían ser los recaudadores de impuestos. Esta vez la gabardina no me resultó tan bella. Su rostro me pareció la amplificación de la cara de una rata hambrienta de cloaca de color gris con cola negra. Con movimientos nerviosos y ansiosos por morder.
Quiso subir al estudio y lo paré en seco.
- No Renato, un paso más y muere el trato. –
Subí con calma y bajé los tres lienzos y se los entregué con cara dura.
- Aquí están los primeros tres. –
- Maestro – me dijo en su acento italiano, – son maravillosos. –
Sólo yo sabía que no estaban listos. Pero para él lo estaban. Era como si me estuviera devolviendo parte de mi mano derecha y el conocimiento de la técnica.
- Maestro, ¿ y el resto? –
- En otros tres o cinco meses. ¡Tómelo o déjelo todo! –
Antes de que partiera nuevamente, le alcancé el sobre del cual ya había sacado como unos diez mil dólares. Con seguridad le ofrecí el sobre.
- Pero Maestro Perdomo ...–
Perdomo con "Pe" mayúscula pensé, aunque por dentro estaba que me moría del susto. Me lo devolvió y me dijo:
- Yo le llamo a mi regreso de Quito. Voy a mi galería La Manzana Verde a inaugurar una exposición. Estaré de vuelta en un unas seis o siete semanas.
Salió por la puerta y yo entré al baño de emergencia . Vomité toda la bilis de un color amarillento con un olor asqueroso. Sara, Mafer y Chagall me abrazaron en silencio durante horas. Me llevaron a mi cama y me acostaron. Llamaron a un médico.
- A este tipo hay que alimentarlo sanamente. Podría ser tifus lo que tiene.
Me mandó una cantidad de exámenes médicos que me parecieron exagerados y que por supuesto no me hice. Al otro día nos fuimos en la "renoleta" a Chía con Mafer, Sara al volante y Chagall atrás conmigo, calentándome las rodillas. Comimos una rica carne con patacones y guasacaca. Y yuca. Ensalada de tomate, aguacate y cebolla. Me sentí mucho mejor. Una cerveza me devolvió el alma al cuerpo.
Volví a mi buhardilla y pinté el cuarto cuadro. Una escena similar del ballet de "Robert Le Diable" , un óleo de Degas de 76,6 x 81,3 cm. Un plagio. En la penumbra, las sombras tomaron forma gradualmente. De las profundidades, con un suave crujido como el del batir de las alas de una polilla, los cuerpos borrosos cobraron vida frente a unas columnas. Una fuerte luz eléctrica brillaba en los arcos haciendo que se destacará en el vacío azul los blancos sudarios de los cuerpos de las mujeres que brillaban con una sensualidad macabra, de una orgía bacanal en la que unas monjas vivas y muertas bailaban alocadamente a la luz de la luna en un monasterio en ruinas.
El colorido, con su simplificado claroscuro, poseía un enfoque monocromático. El grosor de la pintura, especialmente en la parte de las monjas, era lo suficientemente fino como para sugerir el ligero y casi imperceptible movimiento de las fantasmales figuras. En el foso de la orquesta, Camachín tocaba el clarinete. En la primera fila de butacas aparecía el rostro de Diego, mi amigo del alma, y el de Julio Aragón. Este último poniéndose de espaldas al escenario para observar con prismáticos los palcos. Tal vez a él no le impresionaba la maravillosa atmósfera del montaje que siguió atrayendo al Maestro Perdomo (con "PE" mayúscula), en parte porque era un clásico familiar dentro del repertorio de la ópera, y en parte porque mantenía algo de la fuerza romántica original. Era sin duda el tipo de tema que, después de todo, le debía encantar a Renato Di Marzio.
El quinto cuadro fue un tema de una mujer en vestido azul llamativo con el rostro de Sara rodeada y tapada por los objetos que se encontraban en su estudio. Las antigüedades, las columnas de madera, los faros de yodo, un pedazo de clarinete sin llaves.
El cuerpo de la mujer se apoyaba sobre un enorme sillón vacío. El rostro transmitía una sensación de tristeza y soledad como aquella tarde que vi a Mafer llorar en silencio mientras esa maldición de trescientos billetes me consumía centavo a centavo el alma. La pared y el extremo de la cabeza del cuadro generaban un conflicto entre el rojo cálido de la pared de fondo y el azul más frío del vestido que parecía retraerse.
El último cuadro, el sexto, que completaba la cifra maldita era un lienzo en donde una figura de sexo amorfo abrazaba a la muerte echada sobre una sábana de colores similares a los de la gabardina de Renato. Una danza macabra de los muertos que para mi simbolizaba el entierro de Renato y la liberación total del trato maldito. Renato llegó otra tarde de lunes, como si las tardes de lunes estuvieran preescritas en mi carta astral. Se le entregaron los lienzos y los enrolló cual vil mercader, como tapetes.
- Maestro Perdomo, genial, qué quiere que le diga, el comienzo de una fabulosa relación.
Sacó otro sobre con otros trescientos billetes.
- Cuéntelos Maestro.
- No hace falta –, le respondí.
Se metió las manos en el gabán y sacó otro sobre, el cual no le recibí por razones obvias.
- Es el mismo monto pero sólo por dos cuadros.
- ¡No Renato, no ahora. No otra vez ! –
– ¿Perché Maestro Perdomo?"–
No le respondí. Sólo me limité a pensar, Perdomo con "PE" mayúscula. No ahora. No otra vez. Nunca jamás.
Cuando se fue, me miré en el espejo y descubrí que mi bigote estaba canoso y también mis patillas enteras. Me veía como quince años más viejo. Era el costo de pactar con un Lucifer.
Tres semanas más tarde, un correo especial llegó con una invitación a la inauguración de una galería "clave" en Nueva York. Una corta carta escrita en computador en un bello papel reciclado me anunciaba la fecha de inauguración de la muestra y me aclaraba que el propósito de esos boletos aéreos, los pasajes, eran una cortesía de la galería para que me hiciera presente la noche de la inauguración en Nueva York. Jamás le respondí. Los pasajes reposan en una gaveta del taller de marquetería de Sara.
Chagall me acompaña tranquilo a estas altas horas de la noche en mi estudio mientras mi mano se desliza tranquilamente sobre una tela con un millón de ideas que brotan como nunca antes en mi vida. Me acuerdo de don Catalino Esquivel.
Escucho una pieza de jazz, mientras le prometo a Chagall que jamás le volveré a vender mi alma al diablo aunque me haya quedado sin conocer Nueva York o jamás pise las habitaciones de la tan afamada galería La Manzana Verde con sucursales en Milán, Caracas, Quito y Nueva York. Mafer está estudiando psicología en la universidad después de una temporada en Canadá aguantando frío. La marquetería de Sara va viento en popa. Yo nunca más volví a trabajar en publicidad y ahora pinto, pinto de día y de noche mientras veo el boceto de don Catalino Esquivel en su tienda de barrio pintando detrás del mostrador. Si volviera a nacer, volvería a la tienda de don Catalino y seguramente terminaría por tomar la misma decisión. Pintar hasta la muerte.
*Guillermo Camacho. Escritor colombiano. En
la actualidad reside en Copenhague.
Nota del autor: La historia, los
personajes, así como todas las situaciones y lugares aquí mencionados, son
ficticios. Este relato cuenta, como todos, una historia, que podría haber
ocurrido, pero su autor no da fe de que haya sido así. Cualquier parecido con
la realidad es amargamente pura casualidad.
La Manzana Verde enviado a Aurora Boreal® por Guillermo
Camacho. Publicado en Aurora
Boreal® con autorización de Guillermo Camacho.
FURGÓN DE
CARGA*
En el oscuro
furgón de carga,
repleto
de bicicletas
viejas y triciclos,
viajan
los cansados y
los desolados
del tren.
Hablan a media
lengua, en
un lunfardo
duro, en voz
alta, mientras
sube
un espeso olor
a yerba, que
comparten.
Pero en el
fondo, reina el
vacío,
que el país de
estos años
inventó.
Hay momentos en
que crece
el silencio,
que se hace de
piedra en los
rostros,
mientras las
estaciones van
pasando,
y es como si
todos dijeran
algo
íntimo y muy
triste a la vez,
que nadie
escucha.
*
¿Por qué iba yo a esa casa? Porque me llevaban, nada más que por eso.
Son esas amistades que se heredan de los padres, que por ahí pueden emanciparse
y volar, o cortarse de pronto cuando te das cuenta que no hay nada en común,
que nos sostenía el deseo de nuestros viejos. Más de una vez me vuelven las
tardes en esa casa, creo que era Villa Urquiza, para mí un lugar tan ajeno como
Chascomús. Casas antiguas, calle de adoquines, muchos baldíos. Justo al lado de
esta casa había uno. Eso agregaba un fondo tenebroso. Casa venida a menos, una
madre viuda, dos hijos chicos, un hijastro adolescente, una tía raquítica por
el cigarrillo y un ovejero alemán que no importa lo que hiciese, lo prefería
lejos. Yo parecía un personaje de Silvina Ocampo, parada con un paquete de
masas secas que compraba mi papá, detrás de la puerta de rejas, a punto de
entrar a la selva. Apenas cruzaba había un patio lleno de cachivaches (hierros,
maderas, sillas desvencijadas, juguetes rotos), meados por el ovejero. Los
cuartos olían a pucho con capas de incienso y polvo. Las dos mujeres de la casa
fumaban como escuerzos. Había en una biblioteca dos fotos en blanco y negro,
después supe que eran Evita y el Che. Esa rubia de pelo al viento me parecía
una linda mujer. Mi amiga era la hija mayor, teníamos la misma edad. No sé por
qué puta razón, siempre intentaba convencerme de que la acompañara al baño
cuando iba a cagar. Creo que a los chicos les gustan que los miren, no? Bueno,
a mí no me pasó y a otros amigos tampoco, pero a ella sí. Así que una vez
adentro, tenía que zafar del perro, de ella, de los malos olores, de un
desorden que me alteraba. La sensación siempre era la de estar a la deriva.
Como si de pronto me largaran en un país extraño, sola, en otro idioma. Yo
sabía lo que había pasado, sabía del secuestro porque me lo había contado mi
amiga cuando teníamos cinco años (ella vio todo), me lo contó como hacen los
chicos, sin tragedia ni dramatismo. Intuía que para mi viejo era importante
seguir visitando esa casa. Proteger a esas mujeres y a esos chicos. Dejarme a
mí como una ofrenda de cariño. Creo que si le hubiese contado lo mal que la
pasaba, no hubiese sabido qué hacer. Él deseaba que los quisiera tanto como
había querido a su amigo. Lo intenté. Pero la vida de los adultos es tan
distinta a la de los chicos. Yo no quería la selva, yo quería volver al jardín
de mi casa.
*De Alejandra Zina. alejandra.zina@gmail.com
Marzos*
Una madrugada
más
de este mes
que con las
manos torcidas
mueve la cuna
donde aquella
vez
puse a dormir
mi nombre
Noches en que
su mirada verde
regresa a
barrer
la infancia
atrapada
en la cara
oscura de mi almohada
Mal de mis
calendarios
en el poema que
guardo,
ese que me
define
como una
comedia de atajos
donde el
destino
siempre
aparentar ser
una puerta
nómade
Cruces y cruces
y cruces
los números
nunca logran
detenerme
Marzo a Marzo
algunas veces,
tal vez lloro.
*De Marcela
Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
Los no del todo
idos de marzo*
Lo que pasó en
la Argentina me recuerda las palabras de Hanna Arendt en
el juicio a Eichmann: "Lo inquietante en la persona de Eichmann fue
justamente que él era como muchos y que esos muchos no eran perversos ni
sádicos sino terriblemente normales. Normales que dan miedo".
El día se va acabando. Cercano al comienzo del otoño cuando con belleza descuidada se desandan las hojas de su abrazo de árbol.
La mañana del 24 de marzo del 76 caminaba Callao, hasta que vi esa sangre, expuesta pero no nombrada.
Busqué la noticia en el diario, no estaba. Fue el comienzo de la unión perversa de la exhibición y el silencio. El miedo entonces fue un vestido compacto, todas las formas del miedo, aún las que nunca habíamos conocido.
El miedo a lo que no se nombraba, la amenaza que no era posible disolver con palabras. Tomaba cuerpo, era cuerpo. Dolor de la garganta que no habla.
Sueño que se escapa, pesadilla, desamparo. Ningún interior era posible, seguro. Alma expuesta, fractura de los símbolos, de la lógica, del pensamiento que no puede con lo impensable. Andar calles infectadas de uniformes, un verde repugnante, tan distinto al otro verde-vida. No se sabía qué era lo que te podía perder o salvar.
País dónde todo estaba sospechado, ser joven, vivir, pensar, vestir de cierto modo, juntarse, algunas profesiones, estudios, lecturas, libros, cuadros. En fin, todo lo que quería y era mío. Para ser o estar tranquila habría tenido que no ser, no desear la libertad, no soñar otro mundo, no pensar, no haberme metido "Hiroshima mon amour" adentro de la sangre, no tomar café en La Paz, no caminar Corrientes entre librería y librería, en síntesis: NO. El miedo triunfaba aún sobre la tristeza. Si hubiera podido querer a los que enfermaban, destruían los signos vitales, enrarecían el aire. Si hubiera podido oírlos sin rebelarme, no darme cuenta de nada; hubiera esquivado el miedo, y esa sensación de desamparo, ese estar expuesta al capricho de un poder brutal. No pude, las manos del miedo tapaban la boca pero no los ojos.
Ese volcán estancado, interno, explotó una noche en cantos cuando esperábamos al día siguiente, el primer día de la democracia. Luego vino el llanto, lo acumulado se volcó en palabras y nos volvimos a adueñar de sentidos, sentimientos, sutilezas. Seguro que la memoria de la piel conserva ese terror.
En la presentación de un libro, los personajes de Ernesto Mallo de la novela "La aguja en el Pajar" estaban teatralizados y andaban por la librería, entre nosotros. Uno de ellos, un militar con su uniforme, se puso a mi lado. Le pedí que se fuera. Ni en ficción los soporto. Porque hicieron real lo que tiempo antes sólo podía ser ficcional. Nos trajeron esa helada certeza de lo que puede pasar entre normales. Tantos, tan normales que desvían la mirada y dejan a las víctimas solas, tan desnudas.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
El día se va acabando. Cercano al comienzo del otoño cuando con belleza descuidada se desandan las hojas de su abrazo de árbol.
La mañana del 24 de marzo del 76 caminaba Callao, hasta que vi esa sangre, expuesta pero no nombrada.
Busqué la noticia en el diario, no estaba. Fue el comienzo de la unión perversa de la exhibición y el silencio. El miedo entonces fue un vestido compacto, todas las formas del miedo, aún las que nunca habíamos conocido.
El miedo a lo que no se nombraba, la amenaza que no era posible disolver con palabras. Tomaba cuerpo, era cuerpo. Dolor de la garganta que no habla.
Sueño que se escapa, pesadilla, desamparo. Ningún interior era posible, seguro. Alma expuesta, fractura de los símbolos, de la lógica, del pensamiento que no puede con lo impensable. Andar calles infectadas de uniformes, un verde repugnante, tan distinto al otro verde-vida. No se sabía qué era lo que te podía perder o salvar.
País dónde todo estaba sospechado, ser joven, vivir, pensar, vestir de cierto modo, juntarse, algunas profesiones, estudios, lecturas, libros, cuadros. En fin, todo lo que quería y era mío. Para ser o estar tranquila habría tenido que no ser, no desear la libertad, no soñar otro mundo, no pensar, no haberme metido "Hiroshima mon amour" adentro de la sangre, no tomar café en La Paz, no caminar Corrientes entre librería y librería, en síntesis: NO. El miedo triunfaba aún sobre la tristeza. Si hubiera podido querer a los que enfermaban, destruían los signos vitales, enrarecían el aire. Si hubiera podido oírlos sin rebelarme, no darme cuenta de nada; hubiera esquivado el miedo, y esa sensación de desamparo, ese estar expuesta al capricho de un poder brutal. No pude, las manos del miedo tapaban la boca pero no los ojos.
Ese volcán estancado, interno, explotó una noche en cantos cuando esperábamos al día siguiente, el primer día de la democracia. Luego vino el llanto, lo acumulado se volcó en palabras y nos volvimos a adueñar de sentidos, sentimientos, sutilezas. Seguro que la memoria de la piel conserva ese terror.
En la presentación de un libro, los personajes de Ernesto Mallo de la novela "La aguja en el Pajar" estaban teatralizados y andaban por la librería, entre nosotros. Uno de ellos, un militar con su uniforme, se puso a mi lado. Le pedí que se fuera. Ni en ficción los soporto. Porque hicieron real lo que tiempo antes sólo podía ser ficcional. Nos trajeron esa helada certeza de lo que puede pasar entre normales. Tantos, tan normales que desvían la mirada y dejan a las víctimas solas, tan desnudas.
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