jueves, abril 25, 2013

UN PUENTE SOBRE EL OCÉANO TURBULENTO DE LA MEMORIA...



*Obra de Claudia Marting.
Rosario. Argentina.
http://www.facebook.com/#!/pages/Claudia-Marting-pinta/313325418684014?fref=ts
 
 
 
 
 
 
HEREDEROS DE AUSENCIA I*
 
 
 
No ha heredado el color de mis pasos
Ni la intangible penumbra de mis ojos.
Ni siquiera mis garras fieles a su especie.
Ni mis risas de monigote loco.
Lleva, sin embargo una heredad de ausencia.
Un hueco enorme inclaudicable. Un sueño mutilado.
Termitas anidadas en la piel de aquella, mentida primavera.
Cargamos con la heredad de ausencia. Con la brújula atávica y secreta.
Con la escondida y negada certeza del tajo
El desmembrado cuerpo a cuestas. In eternun.
 
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
UN PUENTE SOBRE EL OCÉANO TURBULENTO DE LA MEMORIA…
 
 
 
 
 
 
 
El hambre que alimenta*
 
 
El deseo  busca refugio en los laberintos del placer.
El hambre que alimenta el deseo es una apuesta. Asociaciones,  variaciones, vaivenes, el dios de la vida creando combinaciones.
Luces para arrinconar lo gris, lo que se estanca.
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Hoy estuve nombrando a mi abuela, en diferentes mails y posts. Me preguntaba por qué aparecía su recuerdo a cada rato. Acabo de darme cuenta: ella cumpliría 110 años hoy, si estuviera viva. En su homenaje comparto un texto que escribí el año pasado y salió publicado en la revista italiana Oltreoceano n° 7. "Donne al caleidoscopio". La riscrittura dell’identità femminile nei testi dell’emigrazione tra l’Italia, le Americhe e l’Australia, a cura di Silvana Serafin. (2013).
 
 
 
*Texto de Alejandra Laurencich.
 
 
"Pasábamos los veranos en Mar del plata, en la casa que durante el invierno cuidaba mi abuela. El jardín tenía siete clases de árboles de ciruelas, un nogal inmenso, y el huerto donde crecía la acelga y la radicha, esa ensalada amarga que trataban de forzarnos a comer porque la Nona decía que depuraba la sangre.
Había canteros de flores, geranios, azucenas destinadas a perfumar el comedor y el altar de la Virgen en la capilla. Adentro, había que tener las luces apagadas hasta que se pusiera el sol, no fuéramos a derrochar electricidad. En las muchas camas que había, las sábanas eran de hilo, pero zurcidas a mano, los almohadones tejidos al crochet, igual que las agarraderas de la cocina o la bolsa de los mandados que había que dejar colgada en el segundo gancho en la despensa y no en otro, porque el orden que mantenía la Nona era estricto, y era claro que para ella, nosotros los veraneantes, veníamos a romperlo, sobre todo los chicos.
Aunque no eran sus nietos la peor invasión que tenía que soportar mi abuela sino sus propios recuerdos. Cada vez que sentada a la cabecera de la mesa miraba con ojos agrandados hacia el jardín y veíamos de pronto sus iris grisverdosos cargados de pasmo, sabíamos que no eran los ciruelos lo que estaba mirando, sino alguna de las escenas que había visto en la Güera (así la pronunciaba, con su acento de la Primorska), y que después nos relataba con detalles, como si confesara culpas antiguas, sin quitar la vista de la ventana.
Allí, reflejada en su mirada, entre el nogal y el recorte de cielo azul de esa casa marplatense, podíamos ver entonces el tacho en el que ella lavaba la ropa de sus tres hermanos y su padre mientras lloraba y pedía: Mama moia, mama moia. Doce años tenía esa nena que refregaba los uniformes y había perdido a su madre después de que el médico le diera esa inyección en medio del pecho, así lo contaba ella, como si fuera el médico quien hubiera matado a su madre y no la miseria, la esperanza que se había llevado la guerra, la invasión.
Una vez nos contó del gato que luego de una semana de enterrado fueron a buscar para saciar el hambre. Muchas veces hablaba de la carreta tirada por un buey flaco que ella, una adolescente, ayudaba a empujar cuesta arriba, de Doberdob a Lubljana escuchando los bombardeos. La sed que la obligó a tomar el agua barrosa del costado del camino, y que la puso al borde de la muerte por tifus en un hospital donde escuchaba cuatro idiomas y veía llevarse tapados por sábanas a sus vecinos de sala. Ustedes no saben los que es la güera, decía con su tono de imperio austrohúngaro, ustedes no saben, chicos.
Y no. Cómo íbamos a saberlo si vivíamos en un país en vías de desarrollo, Argentina potencia le llamaban en esa época en las propagandas de la televisión.
El granero del mundo estaba ahí, bajo nuestros pies. Esa América a la que mi abuela llegaría en el 35 junto a sus dos hijos chiquitos, para reunirse con el Nono que la había mandado a llamar después de cuatro años. La Güera era un fantasma que nos silenciaba, quizá tanto como la miseria de los años que la siguieron habrá silenciado a mi papá y mi tía cuando esperaban bajo una mesa de sastre sobre la que su madre cosía para otros a que les cediera su porción de comida: medio chorizo para los dos. ¿Medio chorizo? pensábamos nosotros, acostumbrados a los asados argentinos, donde se repartía al menos uno para cada chico mientras se esperaban que se asaran los cortes mejores para sentarse a la mesa.
Europa era eso en nuestra infancia, imágenes de mi papá con su pantalón corto juntando balines en la nieve, para llenar un tachito y poder venderlos, fragmentos inmateriales de la carreta del desfile que lo hizo caer, ataviado con su uniforme de camisita negra para un desfile popular, como todos los chicos de su escuela, y lo puso al borde del coma; un paisaje de bueyes flacos, el fascismo al acecho, los astilleros que se cierran y los hombres que parten en barcos de inmigrantes para no afiliarse a un partido que daba o denegaba los permisos de trabajo. Europa, un lugar del que casi no se hablaba y al que nadie quería volver, un tiempo al que mejor no tocar con la memoria, como si fuera un cable de alta tensión que ha quedado pelado, y cuelga allí, en algún lugar del pasado, y trata de taparse con las alacenas llenas de cada casa que habitábamos acá, diez paquetes de harina, seis o siete de azúcar, latas de conserva, como si en cualquier momento pudiera volver a ocurrir una guerra mundial.
En esa costumbre de alacenas atestadas crecieron mis hijos, que no saben cultivar la tierra ni limpian el plato con el pan, que no escuchan acordeones de pueblo ni rezos a la Virgen sino sus mp4 con bandas de rock, que dejan encendidos los veladores cuando salen para ir a la playa a tomar sol, que piden hamburguesas o pizza delivery mientras ven series en la pantalla de sus computadoras.
Ellos se conectan a otros cables, unos a otros, cables a los que tampoco me atrevo a acercarme, pues siento que entre el pasado y el presente he quedado yo: un puente sobre el océano turbulento de la memoria, la conexión improvisada entre dos energías que han producido el gran cortocircuito de mi generación.
 
 
*Texto publicado en revista italiana Oltreoceano n° 7. "Donne al caleidoscopio".
La riscrittura dell’identità femminile nei testi dell’emigrazione tra l’Italia, le Americhe e l’Australia, a cura di Silvana Serafin. (2013).
 
 
 
 
 
 
 
DISOLUCIÓN DE LÍMITES*
 
 
 
El aroma del río trae voces remotas
enjaezadas
 
... vegetales de ignota savia
pájaros emparentados
 
sin fin de viajeros hacia la mar.
 
 
 
*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
ADIÓS, BISABUELO, ADIÓS*
 
HEREDEROS DE AUSENCIAS II
 
 
Nunca sabré si el color de sus sueños inmigrantes.
Era del azul sepia de los míos.
Nunca sabré si el tiempo de sus ojos
Era del acre sabor de mis mareas.
Nunca sabré Porque vinieron. Porqué partieron.
¿Los trajo el hambre? ¿La esperanza?
¿Encontraron el pan y los anhelos?
¿Cumplidos fueron sus secretas voluntades?
¿Como fueron barajadas las cartas Mendelianas?
Ella. Mi abuela Hija de gringos. Heredera de exilios.
Con su trenza criolla enterrada en la tierra ¿Lo sabría?
Hasta ahora no he descifrado el lenguaje de esa heredad perdida.
(¿Dónde llegarán sus cabellos?) (¿Habrán cruzado el charco, buscándolo?)
Solía recordar sus pasos en la noche furtiva.
Recordaba las lágrimas oscuras de su madre.
Yo, sabía que él era el hijo expulsado por su madre.
Yo, aprendí que él era hijo de la puta madre.
No volvió de la guerra Ella no ha vuelto de la muerte.
Tampoco ha vuelto la niña de trenzas coloradas.
Sola. Sin raíz cosmogónica.
Con un caleidoscopio ignorado de razas.
No sabiendo a quien amar. A quien odiar
Entre la puta madre patria y la madre América
Entre castañuelas y guitarras. Entre guitarras y pañuelos.
Con una puta soledad
de tierra
doliéndome
en las morenas manos
Sin rumbo, sin origen, sin madre.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Por arte de magia*
 
 
 
*Por Víctor Maini. victormaini_@hotmail.com
 
 
 
Era el que más hablaba de todos nosotros. Parecía más grande, como si hubiera llorado lo necesario y en su debido momento. Mediador con los adultos. Ocurrente y divertido a la hora de los juegos. Equilibrado y medido en la crítica. Pero de lo que Néstor no hablaba era de su sentir profundo. Nunca contó lo que lloró cuando vio el mar por vez primera. Tampoco confesó cuando veía chorrear agua desde la luna cada vez que aparecía por detrás de las islas.
Menos aún detalló las distintas músicas que escuchaba según el viento. Creo que sabía que eran cosas imposibles de transmitir oralmente y que por lo tanto eran intransferibles, lo cual lo llevó a despreciar el dinero desde pibe, sabiendo que lo esencial no era mercancía que se podía comprar ni vender. En el único lugar en donde se descontrolaba era en el circo. Venían seguido al barrio. Acampaban detrás de la terminal de ómnibus y siempre nos ingeniábamos para conseguir entradas gratis. Tratábamos de sentarnos separados del resto de la gente porque sabíamos lo que iba a suceder. Al llegar el número de magia, se paraba y comenzaba a silbar al mago, lo insultaba e intentaba adivinarle los trucos en voz alta. En una matiné colmada de gente, un señor gordo de anteojos le pidió que se callara o que se fuera de la carpa. Lejos de obedecerle originó una discusión con el público en donde resaltaba que lo que hacía ese chanta era trampa, manipulación pura, que nada tenía que ver con la magia, que lo mágico estaba dentro de uno mismo, que no había que perderlo ni cambiarlo por sucias artimañas. El lunes era el día que más acudíamos a la pista, por ser el día de descanso.
Nos metíamos sin permiso, con la impunidad propia de la infancia, veíamos a los payasos tomando mate, le dábamos de comer al elefante, tratábamos de reconocer a la bailarina de la que estábamos enamorados, nos divertía ver camisetas diminutas de River y Boca colgadas, secándose al sol, perteneciente a los perros futbolistas y nos entristecía el final de un rey enjaulado, flaco y rodeado de moscas. Disfrutábamos del paseo hasta que Nestitor localizaba la casilla rodante perteneciente al mago, piedras, "venenitos" de paraísos o bolitas de barro eran las municiones con las que la atacaba. Tratábamos de escapar por calle Castellanos pero más de una vez tuvimos que saltar el tapial que daba a Santa Fe. Nunca faltaron estas anécdotas en las mesas de los primeros viernes de cada mes en las que nos solíamos reunir. El tiempo fue dilatando los encuentros, Mario cada tres o cuatro años se encarga de juntarnos, siempre para recibir algún año, nunca para despedirlo. Me costó distinguir su voz cansada, casi una voz falta de voz, aquella mañana que me llamó desde una cama del Hospital Alberdi.
Cuando acudí, estaba el médico a los pies de su lecho haciendo chistes, hablando en voz alta y haciendo desaparecer y aparecer su estetoscopio una y otra vez. Cuando se retiró, mi amigo me dijo con voz muy débil "mi vida está en manos de un idiota importante, ayer se vino con una nariz de payaso, quiere hacer reír, pero lo peor de todo, es que no deja de hacer trucos, justo a mí, vos podés creer". Su hija más chica, la más parecida a él, me hizo una seña para que nos alejáramos del paciente, tenía prohibido hablar. Ya en el pasillo me dio su diagnóstico, "a mí que no me vengan con cuentos, que un virus, que una infección o neumonía, mi viejo desde que se fue mi mamá se fue entregando despacio, le bajaron las defensas, antes, cuando no esperaba nada, podía ver lo fantástico, ahora, carente de magia, sin brillo, sólo espera la muerte". Confieso que me fui de la ciudad por cuestiones laborales con el peor de los pronósticos. Al volver, después de veinte días pude ver un cuadro completamente distinto. Al enfermo en plena recuperación, sentado en la cama, con la misma sonrisa de felicidad que tenía después de saltar aquel tapial.
"Me equivoqué con el médico, era un fenómeno al final", fue lo primero que me dijo con su voz recuperada. "Mañana vuelvo a casa y lo primero que voy a hacer es un asado para toda la barra", agregó. Lo encontré al doctor en la sala cuatro, mostrando sus habilidades en globología. Me reconoció enseguida y me confesó la gravedad del caso, por suerte se había dado cuenta a tiempo y le había podido cambiar el tratamiento. "¿Alguna droga nueva, doctor?", lo interpelé. "No, para nada, la medicación sigue siendo la misma, es más, le bajé la dosis en alguna pastilla, me refiero a la terapia, los trucos eran contraproducentes, su amigo es un puro, tuve que aplicar magia directamente y sin anestesia". Cuando le pregunté cómo había hecho, me estrechó su mano a modo de despedida y me dijo: "muy fácil, comencé a leerle poemas de amor".
 
 
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-38409-2013-04-10.html
 
 
 
 
 
Hijo: *
 
 
 
Tenés ya vía regia
de escape o de ingreso:
cumpliste
saltimbanqueaste con los requisitos
formularios rellenaste
superado el descomunal escollo que yo te he sido
firmada la libreta
el pasaporte plenipotenciario te habilita:
alcancé mi fecha inusitada de vencimiento:
ves que mi declaratoria final es haberse
mi cuerpo –en su informidad-
desligado de la abstrusa continuación
al punto que podrías, exhausto
pobrecito, único, descalibrado, recalibrado
vos también muriendo:
festejar.
 
 
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
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