*Obra de Claudia
Marting.
Rosario.
Argentina.
*
Santa Fe, abril
2003
La Plata, abril
2013
Intensa, la
lluvia desnudó las pasiones.
Nada quedó sin
arder en el rescoldo:
todo junto
todo mezclado.
Y bombardeamos
al mundo con palabras
con gestos
con miradas
que desangran
lo hasta aquí andado.
Todo se fue con
el agua.
Queda la bronca
levitando en el aire
la impotencia
que ata las manos
la desnudez
absurda de trastos
un llanto que
llueve todas las lunas
una pesadez que
impide caminar.
Queda arroparse
en la propia sombra.
*De Oscar A.
Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
PAST AND
PRESENT…
THE LADY OF SHALOTT*
Sus ojos
atraparon su pensamiento. Deseó huir con ella en ese barco y esperar a que se
extinguiese la llama de la última vela que quedaba encendida. Sufrir tu dolor,
pensó Elizabeth. Vivir con intensidad el momento que precede al olvido mismo;
un instante de perpetuidad.
Los ojos del
cuadro no pedían nada, pero ella sentía, al observarlos, formar parte de la
historia, aunque supiese que aquella mujer no la necesitaba, que realizaría
sola su viaje. Se oyó decirle: «No sueltes la cadena, no lo hagas, por favor,
no lo hagas».
«Basado en el
poema de Alfred Tennyson The Lady of Shalott», leía, «sobre la leyenda
artúrica de Elaine of Astolat, que encerrada en una torre un hechizo la obliga
a mirar el mundo a través de un espejo. Cuando Elaine ve a Lancelot se enamora,
mira por la ventana y...» Tener el valor de mirar la vida de frente, sin
reflejos falsos, mata, pensó Elizabeth. El paso de la inocencia a la madurez,
mata. El paso del yo al tú, mata. Se acercó al cuadro; dos pájaros volaban
cerca de la cadena que Elaine tenía agarrada. Juncos partidos, el rojo de la
tela. En la proa, el crucifijo, tres velas y un candil casi apagado.
Unos cuantos
pasos más, más atrás. Elizabeth miró esos ojos marrones, caídos, bajos, y la
expresión de esa boca; desaliento sereno, resignado. El barco, los árboles, el
ruido del agua, los pájaros y, antes de llegar a Camelot, la muerte.
Encontrar algo
que le salve. Pero no se podía hacer nada, la vela que quedaba encendida se
apagaría. La ventana, si no hubieras mirado…
La luz en un
cuadro, en la pared de enfrente, le hizo acercarse. La luminosidad en los
colores, las plantas, el cielo, en el pelaje de las ovejas, que le parecía
tocarlo, ¿cómo lo habría logrado? Minucioso en las ramas, en los nervios de las
hojas, que de tan perfectas se hacían irreales; un aura onírica, un sueño en el
que se adentraba como personaje de la obra. Olía el mar, las ovejas, sus
balidos. Algunas de ellas la miraban directamente a los ojos, haciéndole
participar en la escena. «El prerrafaelismo», leyó, «tiene un solo principio,
el de absoluta y obstinada veracidad en todo lo que hace, alcanzada gracias a
trabajarlo todo, hasta el más mínimo detalle, del natural y solo del natural.
Cada fondo de paisaje prerrafaelita se pinta hasta la última pincelada al aire
libre, a partir del propio motivo». Lo consiguen, se dijo, ¿y la sensación de
ensueño?
Ophelia también
tenía algo de irreal, una capa traslúcida filtrándose en cada detalle; en los
juncos, las ramas, las hojas. Elizabeth se detuvo en la boca de Ophelia,
entreabierta, y esas manos, en espera de algo que nunca llegó. Sus ojos,
vacíos, no veían; eran muerte en sí mismos. Quería oír el rumor de la corriente
del río, oler las flores, pero nada de eso ocurría. Ophelia la abandonaba.
Pronto, le dijo, soñarás tu sueño. Pronto, muy pronto, te unirás a Lady Shalott
y juntas remontaréis la corriente.
Miró alrededor.
Fragmentos de figuras y colores se mezclaban. Sintió que los brazos le pesaban
mucho, como si fuesen péndulos que sujetaran unas manos engrandecidas.
Pinchazos en los hombros, los músculos tirando. Continuar, debo continuar.
The Death of
Chatterton. La muerte persiguiéndola. Ahora, un poeta. La curva de su brazo
señala hacia el frasco, ya vacío, de veneno. El rostro de cera, su cuerpo, el
pelo rojo, el baúl, papeles rotos; la belleza de una muerte prematura.
El punto de
fuga, la ventana; esa ventana entreabierta que da a la ciudad. Elizabeth
observó la cara de Chatterton; sosiego y algo de felicidad escapándose de los
labios. La muerte como salvación.
De ese ático
oscuro pasó a una sala abigarrada. En el centro, una mujer; los ojos abiertos,
muy abiertos, y la boca en actitud de acogida, de entrega. «La mujer se levanta
del regazo de su amante cuando su conciencia despierta. Mira por la ventana y
esa mirada al exterior la salva».
Lo externo, se
dijo Elizabeth, acoge o mata. Y mientras lo decía sintió una especie de
trasformación. Como si el oculista le fuera cambiando de lentes; cada lente, un
cuadro. El observarlos la enfrentaba a sí misma y aunque punzaba; seguir,
avanzar.
Al fijarse en
la serie Past and Present Elizabeth advirtió que los cuadros oscurecían.
En el primero, de colores algo más vivos, el marido recibe una carta; su mujer
le ha sido infiel. Pasan cinco años. Los otros dos lienzos reflejan una noche,
quince días después de la muerte del padre. En el uno, las hijas, en un
dormitorio humilde, rezan por su madre; la mayor mira a la luna. En otro, la
madre, con un niño en brazos, bajo un puente; los ojos sobre esa misma luna.
La última frase
dando vueltas. «El espectador es el que decide si debe o no debe sentir
compasión por ella». Como una lavadora cuando centrifuga Elizabeth dijo: «se
ríen de nosotras, siempre lo han hecho».
Después de dos
o tres cuadros, le atrajo uno color siena. Oyó música, en su interior,
Beethoven, pero no se acordaba, hasta gritar: «Sonata para piano nº 14». El
primer movimiento envolvía a La Pia de Tolomei. La música narrando. Una
mujer rodeada de hiedra, mirada inerte, cabeza baja; un rostro que refleja
desengaño. El marido la ha encerrado; después la envenenará. La mujer, pensó
Elizabeth, con esa carga real, innata, de resignación. La música sigue sonando.
Adagio sostenido.
Se sentó. Le
dolía la cabeza. Demasiada pintura, se dijo. De pronto, surgieron las caras,
agolpándose. La de Medea, la de Isabella, la de Proserpina. Elizabeth sentía
que la culpabilizaban. Luego, las risas. Las manos de Medea intentando
agarrarla. Ella, se encogía. Los ojos de Proserpina sobre los suyos. Las palabras
de Isabella, «lo mataron». Ella, se encogía.
Se apretó las
sienes hasta conseguir acallar las voces, alejar las imágenes. The Lady of
Shalott, frente a ella. Lo miró. Sus ojos clavados en esa cara que le
contaba, le contaba. Como una revelación, los rostros de los cuadros formaron
una sola cara, la de Elaine. Todo imaginado, vivido en imágenes, en esa torre
donde la realidad era sombra.
Se escuchó como
si esa voz no fuese suya, como si viniera de siglos atrás, «que el morir solo
sea el final, no el principio». Miró a Lady Shalott y le dijo: «Yo también
estoy harta de sombras».
*
La espera es
una espiga
en el ojo de
una cebra
y sin embargo
es sinónimo
de la esperanza
Una luz limpia
va aclarando mi vaso,
mis dedos están
húmedos
Esperan
Cada rincón me
toma en sus brazos,
mis piernas son
largas y han combatido el silencio
Esperan
Detrás de las
pantallas los ojos se desnudan,
mi cuerpo se
repite en la marca en su pared.
Desde aquí,
el mundo parece
entrar en reposo.
Lo veo solo,
y no se confunde;
Solo espera
*De
Marcela
Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
El precio de la
normalidad*
Crónica nº 4:
(julio 2003)
La primera
certeza que conseguimos hilvanar los santafesinos después del 29 de abril fue
que el concepto de normalidad, tal como lo entendíamos antes de la inundación,
se había disuelto por completo. El avance del río canceló nuestra cotidianeidad
en cuestión de horas, mutilando rutinas y costumbres, borroneando nuestros
puntos habituales de referencia. La anécdota real de quien despertó en medio de
la madrugada y, al bajar de la cama, no encontró sus pantuflas, sino un
insólito mar que invadía su casa, opera como elocuente metáfora de lo que nos
sucedió a los habitantes de Santa Fe. Porque en menos de 48 horas, nos
encontramos viviendo en una ciudad desconocida, con otro ritmo, con otras
urgencias, con otros sonidos, con un paisaje casi onírico, compuesto por
postales inverosímiles. Y en el vórtice de la catástrofe, abrumados por lo
descomunal del desastre, sentimos que no habría retorno, que Santa Fe jamás
volvería a ser la de antes. O que, en el mejor de los casos, ese regreso a la
antigua normalidad llevaría muchísimo tiempo.
Evidentemente,
las previsiones fallaron. A dos meses y medio de la inundación, Santa Fe ha
recuperado casi todos los síntomas de normalidad. Volvieron las clases, los
espectáculos artísticos, las reuniones festivas, los encuentros deportivos.
Miles de familias retornaron a sus hogares, los centros de evacuados se
despoblaron. Ya no hay gente en los techos de sus casas, ni montañas de basura
en las calles, ni helicópteros sobrevolando la ciudad. Conductas cuya sola
enunciación a principios de mayo -especialmente a quienes no nos inundamos-
sonaba casi a sacrilegio, han vuelto a poblar nuestras horas. El tema de la
inundación ha perdido protagonismo; ya no es el eje excluyente de nuestros
pensamientos y nuestras acciones.
Una lectura
superficial de los hechos podría conducirnos a conclusiones optimistas, tan
apresuradas como injustas. Porque basta correrse unos centímetros de la
comodidad mental de pensar "por suerte, ya pasó todo", para que
surja, insidiosa, una pregunta elemental: ¿qué santafesinos son los que han
vuelto a la normalidad? ¿Los que perdieron todas sus pertenencias y ahora deben
empezar otra vez de cero pero no tienen con qué hacerlo? ¿Los que, por falta de
alternativas mejores, se ven forzados a habitar viviendas virtualmente
inhabitables? ¿Los que, además de los daños materiales sufridos perdieron a
algún familiar? ¿Los que quedaron traumados por la experiencia vivida y todavía
se despiertan a la madrugada en medio de pesadillas acuáticas? ¿Los que
infructuosamente claman por un justo resarcimiento? Evidentemente, ellos no.
Somos los no inundados los que disfrutamos de ese regreso a la normalidad. Para
todos los otros santafesinos, el drama sigue.
* * *
Paradojas del
agua, el mismo río que cubrió un tercio de la ciudad, sacó a la luz vastos
fragmentos de realidad que desde hacía demasiado tiempo permanecían sumergidos
(y no precisamente por el agua). Mejor dicho, no sólo los sacó a la luz, sino
que además los arrojó como una bofetada sobre el resto de la ciudad. Fue como
si la parte oeste de Santa Fe se elevara y, plegándose sobre una bisagra
imaginaria en dirección al este, cayera en forma estrepitosa sobre la
"zona de bulevares", provocando temporariamente la forzada
yuxtaposición de las dos ciudades: la Santa Fe que todos conocemos y esa Santa
Fe oculta que muchos prefieren ignorar. El agua expuso ante los habitantes del
centro todas las miserias que éstos nunca habían visto, o que sólo habían visto
de lejos, a través de la lente desenfocada del prejuicio y del recelo. De un
día para el otro, las estadísticas de la marginalidad dejaron de ser meros
números, se humanizaron y adquirieron rostros concretos. Los anónimos
protagonistas de oscuras historias de vida se instalaron a la vuelta de la
esquina.
Por supuesto,
esta inédita convivencia dio lugar a las más variadas reacciones. Hubo quienes
mostraron un asombro rayano en la ingenuidad. Hubo quienes ejercieron
activamente la comprensión y la solidaridad. Hubo también quienes incurrieron
en el desprecio y se dejaron ganar por un pánico exacerbado ante la
"invasión". Frente al surgimiento abrupto de esa porción de realidad
hasta entonces sumergida hubo una sola actitud que no se pudo adoptar: seguir
ignorándola. Era imposible. No había cómo esconderse, ni dónde esconderla.
En ese contexto
-motivados, según el caso, por convicción ideológica, por sinceras razones
humanistas, por demagogia, y hasta por súbitos sentimientos de culpa- hubo
entonces quienes pensaron y declararon que habría un antes y un después de la
inundación en la historia de la ciudad, que la catástrofe nos brindaba una
inmejorable oportunidad para enmendar errores y fundar una nueva Santa Fe,
erigida esta vez sobre bases más solidarias.
Sin embargo,
casi tres meses después, da la sensación de que aquello fue sólo un intervalo
lúcido. El efecto paradójico del agua ha vuelto a operarse, pero esta vez en
sentido inverso: el río se retiró del tercio inundado de la ciudad y,
paralelamente, los fragmentos de esa realidad postergada volvieron a quedar
tapados. Como antes. Como siempre. Sólo que esta vez, en su retirada, el río
sumó a esa realidad nuevas porciones, y ahora hay miles de víctimas más de ese
síndrome colectivo de invisibilidad.
Retornar cuanto
antes a la normalidad perdida es una aspiración lícita y comprensible, pero el
precio no puede ser el olvido. Trescientos mil santafesinos hemos vuelto a la
normalidad, sí, pero al costo del retorno lo están pagando los otros cien mil.
Ésos que, alejado ya el peligro de estar inundados por el Salado, corren ahora
el riesgo de quedar sumergidos por la amnesia y la ceguera del resto.
Vidas
prestadas*
Alba lloraba
cuando le dio la espalda, estaba casi seguro que sería la última vez que la
vería. Ella se fue en silencio, sin echarle en cara nada, pero con una infinita
tristeza en el rostro que le dolió mucho más que si lo hubiese insultado.
Sabía que el
adiós era definitivo y no hizo nada para detenerla, ni siquiera intentó alguna
mentirosa promesa para que ella no sufriera con la ruptura. Podría haberle
dicho la verdad, posiblemente Alba hubiese comprendido y hasta perdonado, pero
sabía que era imposible.
Su trabajo lo
obligaba a viajar hoy, sin ninguna demora, ya que algunos acontecimientos
habían precipitado un conflicto en el que debía intervenir secretamente.
La vida de
Marcos estaba jugada, dependía de órdenes que venían de lejos y que no podía
discutir. Vivía vidas prestadas en las que no cabían sentimientos, familia, ni
futuro, su nombre cambiaba según las circunstancias, igual que su ocupación y
nacionalidad.
Caminó hasta el
hotelito en donde se alojaba y pagó la cuenta. El conserje curioso, preguntó
por la señorita que lo acompañaba habitualmente y contestó con fastidio.
- No creo que
sea de su incumbencia – Eso fue suficiente para que no le preguntase nada mas.
Cuando pasó por
el bar retiró un café que llevó el mismo a la habitación, pobre y despojada,
casi sin muebles, ideal para alguien de paso y que además, desea pasar
desapercibido. Una vez allí, se tiró en la cama con la vista fija en el cielo
raso blanco, recordando imágenes de días y noches inolvidables, que había
vivido junto a Alba en el último mes. Demasiado tiempo, para alguien que
siempre está al borde del peligro, pero muy poco para poder resignarse a una
nueva pérdida. Por mas que lo pensara no encontraba una simple excusa para
mandar todo al diablo y comenzar a vivir como todos.
Mentir
continuamente, era un trabajo extra que cada día le costaba más, sobre todo por
el temor a equivocarse con los nombres que asumía. Las veces que cometió este
error, debió utilizar toda su simpatía y pergeñar una salida elegante o simular
una broma.
No bien le
llegaron las nuevas órdenes, supo que todo debía terminar pero no podía evitar
pensar en esa vida soñada, simple y predecible, pero que era una quimera.
Muchas cosas dependían de la exactitud con que se manejara y ya era tarde para
dar marcha atrás. Lo que mas lo atormentaba, era cerrar los ojos y sentir que
su perfume aún impregnaba las sábanas y la almohada, como si no quisiera
dejarlo todavía.
Después de
quince años de trabajar como agente especial, se sentía agobiado; de su familia
no sabía nada y tampoco podía ponerlos en peligro con un acercamiento, ni
siquiera con un contacto telefónico.
¿ Si estaba tan
seguro de haber hecho lo correcto, por que se sentía tan mal,? ¿Porque ya la
estaba extrañando? Era la primera vez que le sucedía, todas sus relaciones
habían sido ocasionales, intranscendentes, casi un divertimento o una excusa
para que nadie sospechara. Pero ahora era justamente, su trabajo quien lo ponía
en un dilema y la vida de ella, en un peligro inminente.
El día que Alba
quiso que conociera a la familia, fue el detonante que lo decidió a salir de su
vida. Un coche los había seguido todo el trayecto y estacionó lo
suficientemente cerca como para que se diera cuenta que lo estaban siguiendo.
Su superior inmediato, a quien creía haberle ocultado de su relación, fue el
primero en advertirle de los peligros a los que la estaba exponiendo, además de
darle órdenes estrictas que no pudo discutir, sabía que tenía razón. Por eso,
esta mañana había tenido que tomar la determinación mas dolorosa en su
aventurera vida y se mostró cínico y hasta cruel para que fuese ella la que
decidiera dejarlo.
Preparó su
bolso, revisó los pasaportes y eligió el que usaría en esta oportunidad. Las
fotos y datos de quien debía encontrar en París, las visualizó hasta
memorizarlas y luego las quemó, tirándolas por el inodoro.
Golpearon
suavemente la puerta y se sobresaltó, buscó el arma en el interior del bolso y
pegado a la puerta preguntó quien era.
- Lo buscan en
el hall- contestó el encargado
- ¿Quién me
busca? ¿Es una mujer? – preguntó esperanzado
- No, son dos
hombres que parecen extranjeros –
- Dígales que
no estoy, que ya me fui – dijo en voz baja, deslizando un billete por debajo de
la puerta. Espió por la ventana y los vio en la vereda de enfrente, dispuestos
a esperarlo todo el tiempo que fuese necesario. Eran extranjeros y aunque
tendrían órdenes precisas, querrían evitar llamar la atención y lo que hiciesen
sería en forma discreta.
Marcos,
descolgó el abrigo de la única percha que pendía de un clavo y dio un sorbo al
café que se había enfriado en la mesa de luz. Aún era temprano, pero la llegada
de los dos hombres era suficiente para que saliera del hotel lo antes posible.
Apagó las luces
y decidió esperar a que anocheciera para poder salir, mezclado entre los
hombres y mujeres que regresaban a sus casas después del día de trabajo.
Habían pasado
dos horas, estaba oscuro y desde la ventana ya no se veía a los hombres que
supuestamente lo vigilaban, por eso se sobresaltó cuando golpearon
repetidamente la puerta.
-¿Quién es? –
preguntó mientras intentaba ver desde la ventana la vereda de enfrente. Nadie
le contestó y nuevamente golpearon la puerta.
Sabía a quienes
se enfrentaba y que estaban decididos a cualquier cosa por abortar su viaje y
volvió a preguntar. Al no obtener respuesta desenfundó el revolver y vació el
cargador, atravesando la delgada puerta. Era su vida o la de ellos.
Un largo
silencio le anunció que había dado en el blanco y abrió suavemente la puerta.
Un grito desgarrador precedió a un ruido sordo de un cuerpo que se estrellaba
en la calle. El conserje que había subido las escaleras detrás de la mujer que
regresaba, no tuvo tiempo de nada, solo de tirarse al suelo al primer tiro.
Cuando llegó la
policía, el conserje en medio de una crisis nerviosa no pudo explicar la muerte
de dos personas que hasta hoy, se habían amado.
*De Mirta
Alicia Gisondi mirtagisondi@yahoo.com.ar
*
Amiga mía, en
mi casa las paredes no revientan embriagadas por el agua; el barro no me ha
robado los colores del recuerdo; los libros alientan otros sigilo, hablan de
pan y lágrimas, de locos y profundidades, de pinceles y amores apurados, pero
no están humedecidos.
Tu casita se
metió en la guerra, silenciosa, con su herrumbre pegada a las proclamas; guerra
que despelleja espadas y ata las manos; guerra sucia que manda azotar contra el
suelo aquello que más amamos.
Amiga mía, me
duelen tus lanitas llorosas, tus ramitas adormecidas, el tacho que se traga tus
banderas; me duele la calle, que no ve lo que aquí ocurre, la ciudad lejana que
ya comienza a olvidar; me duele rasgar, como un déspota, estos racimos de
versos apelmazados por el agua.
Pero , sabés
una cosa, las caras de las fotos buscan salir a la superficie, hacen fuerza por
mantener un costado sano, y gritan, y preguntan, y son cientos de personas
surgidas de tus entrañas que gritan: ¿Dónde estas, no ves que le estamos
ganando a esta serpiente color marrón, color tristeza, color injusticia, color
abandono, color furia e impotencia, color desidia, color revancha?
¿No ves que tu
casa se va limpiando a oscuras, con lucecita de velas, como un pesebre?
En la puerta
están esperando las ganas de decir, pensar, surcar; a pesar de esa marca del
agua que parece un estigma.
Allá , muy
lejos de las casas, de las canoas y los gemidos nocturnos, están ellos, los que
ordenaron barbijo y guantes; ordenaron el miedo y su correspondiente lavandina,
ordenaron el hambre y la súplica.
No supieron
ordenar las últimas migajas de un muro.
Vos amiga mía,
ordenaste los duendes, y están esperanzados, arriba, en el techo.
Estás poniendo
de pie tu casa, lavando tus heridas. Otro día comienza, tal vez el mejor, ya no
estás tan sola.
*De Eduardo
Russo
17 /5 /2003
Llora conmigo,
vecino*
Llora , vecino,
llora
porque hemos
perdido
parte de
nuestra historia,
nuestros
recuerdos, parte de nuestra esencia.
Estaba en
papeles, cartas, fotos, documentos,
muebles,
libros, años de trabajo.
Perdimos la
belleza de nuestras flores,
las mascotas
compañeras.
Despide con
dolor y rabia
cada pedazo
que amontonas
en la calle.
No intentes
desembarrar ese diccionario,
ni el Martín
Fierro,
ni aquel primer
poema tonto a la luna.
Llora vecino,
te espera gran trabajo.
No volverá la
emoción
de mirar las
fotos de tu boda, la primer sonrisa de tu nieto,
los rostros en
sepia de tus abuelos.
Llora, las
lágrimas salarán tus penas
pero darán
fuerza a tu espíritu.
Y renaceremos.
Hoy el agua es
enemiga sin culpa.
Si sino es
avanzar
pero también
enriquecer la tierra.
Guarda en su seno
el mayor tesoro.
No la odies.
Vuelve a la
lucha-
También es
nuestro sino.
Estamos vivos.
No falta más.
(Santa fe, año
2003)
Textos del
Bar-roco*
Uno: ir y venir
La dulcinea se
movió con el tic tac de unos maravedís que caían de los bolsillos, pero de
ninguna manera iba a enamorarse de ese sancho panza si no usaba condón.
Probablemente debería dejarlo solo y marcharse. Sin embargo, ninguna dama del
Toboso tiene los pies tan fríos y el corazón tan corto:
"Algo más
podremos hacer", dijo, con una ese agallegada y una zeta en el lugar de la
ce.
Al sancho las
cosas le parecieron de locura.
"¿Tengo
que quitarme el sombrero?", preguntó.
Pero a esta
altura la dulcinea sin calzones ya no lo escuchaba y caminaba sobre sus
plataformas para mejor tendencia al entusiasmo.
El día ya no
era día sino la máscara rubia de la noche. La habitación ya no era habitación
sino un espacio remotísimo.
El sancho
prendió un cigarrillo para mejor ejercer su tarea de mirante. Las mariposas de
la noche se estrellaron contra el tejido mosquitero del ventiluz. Los grillos
arrullaron a las luciérnagas en los rincones rancios del piringundín o venta y
los molinos otra vez se convirtieron en gigantes.
En el camino de
regreso las dos campanas de la dulcinea hacían música para los ojos. Sólo eso
hacía la mocosa. Un ir y venir. Un dejarse ver sanísimo, que volvía moroso el
párpado y ágil el regurgitar.
Dos: la
fermosura
En una ciudad
de South West England, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo
vivió un anarcopunk graffitero, hijo de un técnico de fotocopiadoras, que se
formó como carnicero en un comercio de Bristol, pero se vio involucrado en el
graffiti, durante el boom del aerosol, hacia el final de la década del 80.
Es, pues, de
saber que ese sobredicho mancebo, los ratos que estaba ocioso se desempeñaba
como jugador amateur de fútbol en Easton Cowboys and Cowgirls. Dícese que en
2001 visitó fermosa ciudad de Chiapas, y allí jugó contra los Luchadores por la
Libertad Zapatista, a quienes les pintó un mural que ilustraba la lucha por la
independencia. Will Simpson, secretario del club de Bristol, dio fe que el
artista comenzó a presentarse a entrenamientos en 1990 "antes de brincar
al estrellato".
Que su
iconografía anticapitalista choca de frente con los trabajos remunerados que
hace por encargo de grandes firmas internacionales como Puma y la cadena MTV.
Quieren decir también que tiene el nombre de Robert Banks o Robin Banks, pero
este rumor podría haberse originado a partir de una broma por la similitud
fonética entre el nombre "Robin Banks" y "robbing Banks",
que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben,
aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que su seudónimo es Banksy.
Tres: los giros
Góngora se
acercó donde estaba fumando Quevedo. Apenas se saludaron con un movimiento de
cabeza. A simple vista, uno podría pensar que bajo las siete capas de cielo
azul, Quevedo ignoraba la música cuajada en la escarcha del soneto culterano.
Que el culterano no se interesaba por las consecuencias del concepto. Pero lo
cierto era que ambos se pisaban los talones y estaban incómodos, esperando en
el mismo hall, una habitación vacía en el abarrotado telo.
En lo alunado
de la recepción se transparentaba el élitro de libélula de la recepcionista,
que se daba aires de Juana Inés, avezada en todas las contorsiones barrocas.
La amante de
Góngora parloteaba, desinhibida, jugada ya, a esta altura del partido. El le
seguía la corriente y se hacía el piola. Quevedo, por su parte, se dejaba
distraer, y oscilaba en los cablecarriles neuronales de su enamorada, menos
parlanchina que la de don Luis, y de lo más concentrada en su BlackBerry. De
vez en cuando le hacía husmear al conceptista las fotografías y comentarios
posteados por sus seguidores, a los que don Francisco aprobaba con un gesto sin
frenesí.
Luego de diez
minutos de tensa espera, la recepcionista llamó a los caballeros y entregó en
mano, llaves y control remoto.
Cada cual hizo
sus giros poéticos y se dirigió a los aposentos. Puertas adentro se dedicaron a
lo suyo: la poesía desnuda, sin etiquetas.
Inquilino
urbano.*
En los últimos
recodos urbanos
todo parece
diciembre:
se quiebra el
sexo del alba,
y las tardes se
agigantan
escaneando los
ojos miedosos
de los árboles
callejeros.
Los transeúntes
acorralan
sus ánimos con
cigarrillos
caóticos, tras
los muros
abarrotados con
dolores
de matices
crudos y muertos.
La luna
voluptuosa exhuma
su savia
aviesa: alcohol
para las
junglas del cemento,
y los pobres
murciélagos
hacen de
parabrisas
en los
cristales de la noche.
Es viernes: los
sueños
se alargan como
lágrimas
sin
pasamontañas de vergüenza,
y con dos
piernas nocturnas
en las esquinas
melancólicas
alquilan sus
sonrisas ya enfermas.
Recojo mi
aliento triste,
el frío
reluciente avanza
por mis
médulas,
arqueo mi
rostro cansado,
y duermo en los
titulares de los periódicos
como un eco
débil y solitario.
* * *
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