*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina.
MAR*
“… ¿Quién es el
mar, quien soy?
Lo sabré el día
Ulterior que sucede a la agonía…”
JORGE LUIS
BORGES
Bayas de saúco.
Semillas que
bostezan.
No se como han
llegado a mi boca de arena.
A nadie espero.
Nadie me espera.
Pero gansos
salvajes me llaman y me llaman.
Me llaman y
jadean.
Pronuncian un
nombre que no es mío.
Traen tabulas
rasas.
Carcomidas por
vientos.
También allí
está escrito mi nombre.
Un desgastado
nombre que no es mío.
Que no
descifro.
Yo, solo quiero
mar. Mar en mí. Yo, mar.
Mar abrazo
muerte entrega apasionada.
Mar útero
henchida soledad.
Mar.
Sólo mar. Mío.
Yo mar.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
*De Eva María Medina Moreno. relojesmuertos@gmail.com
La
puerta de la habitación se abrió. «El desayuno», gritaron. Daniel, tumbado
sobre la cama deshecha; sábanas y colcha en desorden. Se levantó con dolor de
huesos y arrastró los pies hasta el comedor. Tenía el vaso de leche sobre la
mesa. Una enfermera le dio las pastillas. Mientras se las tomaba, clavó los
ojos en el hule azul claro. Recordó la primera vez que vio el mar; un niño
frente a ese azul impenetrable. Por la noche, soñaba que su cuerpo y el de sus
padres chocaban contra las rocas, despedazándose. La madre se quedaba con él
hasta que se volvía a dormir; regustillo a melocotón entre las sábanas. En el
desayuno ella le guiñaba el ojo, como si lo ocurrido durante la noche fuera su
secreto.
Por la
tarde, la luz era tersa, acogedora. La madre le contaba historias en el porche.
El aire, con olor a mar, impregnando su piel, y el cuento del gato con botas
mientras lo acariciaba. «Mi señor el Marqués de Carabás», oía desde una
distancia de treinta y cinco años.
Tras el
desayuno, iba a la consulta del psiquiatra. Era un hombre pequeño, serio,
ordenado. Le pedía que recordase. Daniel lo miraba desde unos ojos grandes en
una cara consumida. Le costaba articular palabra, como si algo en su interior
se lo impidiese, una voz que le decía «no lo cuentes, si lo haces nunca saldrás
de aquí».
Aquella
tarde salió al jardín. Se sentó en un banco de madera y fijó la vista en el
suelo. Había hojas secas, piedras de distintos colores, unas grises, otras
azules. Detrás de las hojas, distinguió una hilera de hormigas. En la fila, una
de ellas arrastraba una hormiga muerta. Miró hacia la izquierda y vio el
cadáver de otra. Lo cogió. La hormiga estaba seca y al tocarla se deshizo como
si fuera polvo. Un olor extraño se apoderó de él; era una mezcla de aguas
estancadas, árboles frutales y salitre. Olor que abrió una herida que supuraba.
Recordó
un domingo en el parque. Los padres le animaron a que jugase con chicos de su
edad. Daniel se apoyó en un árbol, detrás de los columpios, y esperó a que el
tiempo pasara. Unos minutos más tarde notó un picor. Miró al suelo y vio muchas
hormigas. Algunas subían por las piernas; otras estaban en los zapatos. Gritó
con fuerza. Una de ellas había llegado al brazo. Tres bolas negras a punto de
reventar y unas patas de hilo. Se imaginó que las aplastaba, triturando su
ligero caparazón; el jugo gris bajo las suelas. No se dio cuenta de que el
padre estaba allí. «Están nerviosas porque has pisado el hormiguero», le dijo
mientras le quitaba los insectos del cuerpo. «Acuérdate, ve con más cuidado, es
su territorio y lo defienden». Después, le cogió la mano y caminaron juntos.
Mientras
Daniel se duchaba, las hormigas se adentraron en la retina. Esas figuras negras
ahora corrían por los azulejos. Brotó de nuevo aquel olor extraño. Un olor que,
aunque lo aborrecía, le cautivaba. Cerró los ojos con fuerza y escuchó caer el
agua. Ese ruido lo llevó a la bañera de patas de la infancia. Le gustaba
llenarla hasta arriba, con agua muy caliente; después llamaba a la madre para
que le enjabonara el cuerpo o le frotase la espalda, pero ella, «ya eres mayor
para que te bañe, tu padre está al llegar y no tengo la cena, termina pronto».
Cuando ella se marchaba, cogía su esponja y la retorcía entre las manos hasta
dejar trozos muy pequeños flotando en el agua.
Aunque
las horas se detuvieran, el tiempo pasaba rápido. Daniel fue al comedor y se
sentó a la mesa. El blanco de la leche le repugnó. Fijó la vista en el cristal
de una de las ventanas. Las esquinas de abajo tenían vaho. La imagen de una
noche muy fría. Nadie probó bocado. El padre gritaba a la madre. Ella intentaba
calmarlo, pero él no quería escuchar. Se levantó bruscamente y dio un portazo
al marcharse. «A la taberna», dijo la madre, «eso es, vete a la taberna», y
salió de la cocina llorando. Pasaron minutos hasta que Daniel subió las
escaleras. Se quedó junto a la puerta del dormitorio de los padres, y, tras su
respiración entrecortada, oyó sollozos. Vio la figura de una mujer que en ese momento
se le hacía pequeña, indefensa. Un cuerpo encogido sobre la cama. Se acercó, le
acarició el pelo y le dijo «no te preocupes mamá, es un borracho». Ella se
irguió mostrando un rostro severo. «¡Hablar así de tu padre!». Él se quedó
inmóvil. Cuando salió, no sentía el peso de los zapatos. Parecía un personaje
de ficción desdibujado. Entró en su cuarto y clavó los ojos en la fotografía
que estaba frente al cabecero: la madre con un vestido de lino azul claro. Su
estómago comenzó a girar y girar. «¿Por qué me haces esto?», le dijo. Notó
pinchazos y olor a peces muertos; como si tuviera larvas de insectos en los
intestinos y segregasen un líquido ácido. Los pinchazos eran agudos, su cuerpo
se retorcía formando un ovillo. «¿Por qué me tratas así?», decía mientras se
acunaba. Cuando los mordiscos de la tripa cesaron, se acercó a la ventana.
Apoyó la cara en el cristal helado y sintió que su piel quemaba.
«Las
peleas eran cada vez más frecuentes», se escuchó decirle al psiquiatra, «él
estaba menos en casa, y mi madre empezó a beber. No quería verme, como si mis
ojos la delataran». ¿A quién llamaría?, pensó. Siempre que la madre hablaba por
teléfono, sentada en el sofá del salón, él vigilaba receloso detrás de la
puerta. ¡Cómo le dolía ese tono de voz tan falso, tan ingrato! Cuando salía,
ella se inquietaba, ruborizándose como si la hubiera descubierto. «¡Déjame en
paz! ¡Déjame!», y esas palabras, cuñas en el cerebro.
«Algunas
noches iban juntos a la taberna y volvían a casa borrachos», le dijo al
psiquiatra. Él veía, desde la ventana del cuarto, como los padres se
tambaleaban. Luego, las risas al subir las escaleras; latigazos en su piel
desnuda.
Al
terminar la consulta fue a la habitación y cayó en la cama. El sueño lo abrazó.
Ahora se encuentra en un lugar árido. Está en el suelo, boca abajo. Arrastra un
cuerpo roto. Las piedras rasgan su piel, pero no siente nada. Sigue adelante.
Las vértebras dibujan el camino como anillos de gusano. «No te pares», le dice
una voz débil, ahogada. Trozos de arena se incrustan entre las uñas. El polvo
se mete en sus ojos; una capa fina los nubla. Sigue recto. Se adentra en unos
arbustos. Avanza despacio. Los pantalones quedan enganchados en unas ramas.
Tira de ellos con fuerza, pero no logra desprenderse. Impulsa el cuerpo hacia delante.
«Inútil, es inútil». Huele a sudor y sangre. Las ramas lo oprimen. «Quiero
salir», grita. Al abrir los ojos, dos enfermeras lo sujetaban. Notó un
pinchazo.
Sala de
televisión. Imágenes en la pantalla. Daniel miraba al techo. El sol se filtraba
a través de la cortina. Como aquel día, pensó. Se vio tumbado en el sofá,
apoyando la cabeza en las piernas de la madre. Notó la calidez de los muslos.
Ella lo empujó irritada. Daniel se levantó con brusquedad. Subió las escaleras
con gangrena en la boca y mordeduras en la tripa. Los insectos lo invadían.
Sintió que las hormigas se apoderaban del hígado, recubriéndolo de una capa
negra. Las chinches despedazaban los intestinos. Tarántulas venenosas sobre los
pulmones. Le costaba respirar. Las patas de un ciempiés salían por la nariz.
Supuraba los olores fétidos de la putrefacción.
Llevaba
tres días sin dormir. La cabeza le pesaba como si las distintas partes del
cerebro fuesen de acero y no se comunicaran. Ansiaba el vacío, la nada. Las
palabras «a levantarse, el desayuno» lo violentaron. No quería desayunar, pero
le obligarían. Tardó en incorporarse; los músculos se aferraban a la cama, como
si estuvieran atados al colchón con cuerdas transparentes. Se levantó a coger
la ropa, que estaba encima de una silla, junto a la ventana. Miró tras el
cristal. El jardín estaba sereno. Su vista empezó a nublarse.
Se vio
con catorce años en la cocina. No estaba solo. La madre, sentada en una silla,
con la cabeza hacia delante, dormía. En el suelo, botellas vacías. Daniel la miraba
con desprecio, con odio. Fue hacia la llave del gas, la abrió y cerró la
puerta al salir. El golpe de la puerta se unió al silbido de alas de insectos.
Se tapó la cabeza con los brazos, pero el ruido era cada vez más fuerte. Abejas
y hormigas voladoras zumbaban en sus oídos. El crujido de alas se adentró en el
tímpano hasta llegar al cerebro. Olía a pantano, melocotón y mar. Olor que hizo
brotar esas olas que engullían unos cuerpos descuartizados. «No me dejes aquí,
no me dejes aquí», gritó golpeando la puerta hasta caer al suelo. «Ese olor nos
separó, mamá, ese olor nos separó».
PERFIL POSIBLE*
Nací del
vientre de las mujeres del mar,
tengo un
cabello marino,
salitroso,
yodado.
Nací de las
mujeres expatriadas,
me arraigo a la
geografía sin nombre,
al punto
cardinal del miedo.
Nací del
vientre de las mendigas,
toco dedos que
a tientas buscan
una forma de
sueño, algo que no acabe.
Nací de las
madres de los jueves,
agito manos que
llaman al pasado
y empuñan la
memoria como un sable.
Nací del
vientre de la isleña
y tengo los
ojos mojados del Paraná.
Nací de la
madre aborigen,
silencio
sagrado en la boca pagana.
Nací del
vientre de viejos poemas,
camino piernas
de reloj,
piernas de
piano, piernas aladas.
Persigo
senderos que llevan
a donde ninguna
rosa de los vientos
podría señalar.
La importancia
de un buen masaje*
No podía creer
que el chino atendiera los domingos. Tampoco podía creer que yo me hubiera
pedido un turno para masaje el domingo, y menos aún estar levantándome a las
8:30 para ir. Pero esa pelota en el borde interno del omóplato izquierdo estaba
destrozando mis nervios y mandando al diablo mi calidad de vida.
Dos días antes
-el viernes- me enteré de que había llegado mi primo Ariel de Canadá y por ese
motivo el domingo se haría un asado para toda la familia en casa de la tía
Angélica.
Un día antes
-el sábado- supe que Darío no pensaba acompañarme al evento familiar, que
estaba muy cansado, que tenía que terminar un escrito para la facultad. Que me
fuera sola, propuso. Otra vez. Estaba harta del “sola”. ¿Para qué estaba de
novia? En mi definición de noviazgo estaban incluidos el amor, la compañía, la
amistad, el sexo desenfrenado, la posibilidad de proyectar cosas lindas juntos
y el hacerse el aguante cuando uno tuviera un compromiso de esa índole. Pero
varias de esas cosas no estaban sucediendo y toda nuestra relación de pareja
fue replanteada a eso de las 22:45, mientras devorábamos un jugoso bife de
chorizo en la parrilla de la vuelta de casa. Los cinco años de noviazgo
parecieron quedar allí, con los restos de la provoleta y un poco de ensalada
mixta. Volví sola y enojada. Yo, que no fumo, me compré un atado de 10 en el
kiosco. Un buen whisky en el balcón; charlas telefónicas con una amiga tras
otra intentando calmarme mientras aspiraba el humo de media docena de
cigarrillos; cuatro horas de llanto y nada ayudó.
Dormí mal,
entrecortado. Soñé que me arrancaban el corazón, que me decían que lo
intentarían arreglar, que tratara de sobrevivir así, que si no exageraba en los
esfuerzos aguantaría… pero lo peor fue despertarme y darme cuenta de que la
pelea con Darío era tan estúpida como real, y que ya no sabría si tendría nenes
pelirrojos correteando por el jardín de una casita en Quilmes. A pesar de todas
nuestras diferencias, empezando porque él es varón y yo mujer, y de ahí en más,
muchísimas, no me imaginaba la vida sin él.
Sonó el reloj
8:30. Yo ya estaba despierta. Desganada tomé unos mates, comí una medialuna del
día anterior y salí a esa fría y húmeda mañana deshabitada por humanos, aquel
domingo de fines de junio.
Esa vez llegué
súper puntual a lo del chino que me recibió con su habitual sonrisa y pacífica
reverencia y me hizo pasar al final del pasillo donde tiene su consultorio.
Como siempre, quedé en ropa interior, y me acosté boca abajo en la camilla.
Nyoko cubrió mis encantos con la manta de seda blanca a través de la cual me
toca siempre y desabrochó el corpiño. Empezó muy suave por ambos omóplatos,
luego fue a los pies, de ahí subió por mis pantorrillas. Siempre conversamos
mientras hace el masaje, y se ve que la última vez ya le había contado que las
cosas con Darío no iban del todo bien, porque mientras sacudía mis muslos me
preguntó si seguía de novia. Llegó a mi cadera hablando de la importancia de la
buena sexualidad cuando tocó algo en mi glúteo derecho que dolió tanto que
gemí. Continuó más suave y siguió subiendo. Ya habíamos pasado a la crítica de
las últimas películas que habíamos visto en el cine este mes, y cuando regresó
al omóplato, me largué a llorar desconsoladamente. “Valeria estar triste, muy
triste. Por eso tanta tensión. Nyoko curar tristeza de Valeria”
Ya sé que es un
conocido recurso el tirarse en los brazos de un hombre diciéndole con lágrimas
en los ojos “mi novio últimamente no me toca”. Ni qué hablar si estás tirada,
desnuda, en una camilla, donde el tipo te está amasando uno a uno todos los
músculos. Pero les juro que no fue mi intención. Nyoko, que es tan bueno y
generoso, puso muchísima voluntad esa gris mañana de domingo para sacarme todo
el estrés. Primero me dio un pañuelo para secar las lágrimas, y después empezó
a jugar con la tela de seda blanca, con la que me había cubierto. El roce de la
seda en mi piel me hizo cosquillitas y después dio lugar a un sinfín de
sensaciones al principio suaves y luego muy intensas. Me maravilló su
creatividad, su inventiva para sacarme la angustia. Después fue levantando la
seda con la que me acarició desde la cabeza hasta los pies. Tardé en darme
cuenta de que había quedado sólo en bombacha, y recién lo hice cuando Nyoko
empezó a quitármela. Mientras con su boca besaba y daba calor a mi espalda, sus
manos la iban retirando suavemente.
Increíblemente
todo me parecía súper normal. El chino recorrió con sus manos mis glúteos,
ahora desnudos, y comprobó con sus dedos que ya estaba lista. Me dio vuelta con
sumo cuidado y ahí lo vi, ya sin pantalones colocarse un preservativo,
abalanzarse sobre mí y penetrarme. Puro arte oriental. El mejor masajista del
mundo, pensaba, mientras todo su cuerpo me daba más y más placer. Deliciosa
mañana de domingo. Inesperada y deliciosa.
Cuando llegué a
lo de la tía, fresquita como una lechuga, con una sonrisa de oreja a oreja y
una serenidad propia del zen, todos elogiaron la paz que irradiaba, e
inmediatamente preguntaron por Darío. “Está ocupado hoy. Él tiene sus cosas y
yo las mías. No nos molestamos por ello, intentamos ser abiertos…”
Lo de aquel
sábado con Darío fue sólo una pelea más. En junio del año siguiente nos
casamos, y de regalo, además de las alianzas me dio… ¡¡¡Una camilla alemana de
masajes con piedras de jade!!! No quería que siguiera gastando tanto dinero en
ir dos veces por semana al masajista, dijo.
***
*Elsa Osorio,
presenta a la autora:
Verónica Eggers, ex-
bailarina, licenciada en expresión corporal y flamante escritora, trabaja duro
y parejo en el taller de técnicas. Como experta en técnicas corporales,
encontró el equilibrio entre la seriedad con que se aplicó a la escritura y el
humor que siempre está presente, en los cuentos que nos cuenta y en los cuentos
que escribe. Rigor y humor están presentes en “La importancia de un buen
masaje”
*
qué haré con
tanta alegría
con tanto
alboroto de pájaros
abriendo sus
ojos
en las
articulaciones
de esta hora
infinita
qué hacer con
tanto oráculo de sangre
con este sexo
tuyo que sonríe
detrás de mi
mano
como un
animalito temeroso y fugitivo
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
LA MARCHA*
Le había
prometido amor eterno y una vida feliz, pero últimamente pasaba más tiempo de
viaje que en casa, vivía en otros mundos, desaparecía a la velocidad de la luz
y volvía medio hibernado.
- ¿Bafg
pkfiibd, Plumkier? ¡Bazlugg ingrfhu daa gorjmekk! * - le dijo con los ojos
anegados en lágrimas.
Sin embargo él,
partió de nuevo.
__________
* (Traducción)
¿Por qué me dejas, Plumkier? ¡Todos los extraterrestres sois iguales!
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
*
Cierro las
puertas
que tus pasos
no avancen,
juego a que el
mundo solo existe
adentro de esta
jaula.
Cierro ventanas
que ni un
suspiro se fugue
que los
jazmines se duerman extramuros
y que no entres
en mi,
vos ni tu luna.
Cierro las
manos
porque no se me
vayan,
que se asfixien
los pájaros,
que se estrangulen
las alas.
Cierro los ojos
y finjo que no
veo
el grito de mi
sangre.
Cierro los
labios
los aprieto con
saña
muerdo las
vocales de tu nombre
hasta
sangrarlas.
Cierro.
Me encierro.
Mujer muralla
*De Alejandra
Morales.
LAS DELICIAS*
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Hacia las
quintas era más cercano el cielo, el verde más intenso y la explosión de
pájaros un regalo que tal vez en ese tiempo no valoráramos.
A veces, al
atardecer, como quien va hacia Puente Gallego, nos llegábamos con las tramperas
para cazar pájaros a un hondo callejón que en los planos municipales figurarían
como calle Battle y Ordóñez o tal vez Muñoz, o alguna otra cuyo nombre olvidé.
Por ese callejón había algo que tiraba como un imán, como un regalo preciado,
la quinta de Imperiale, y allí nos esperaban las mandarinas y naranjas en
hileras sin fin, donde nos hartábamos de comer sus pulpas de dulzor jugoso.
Otros chicos, como el "Diente", "el Chueco", los hermanos
Fregapane, llevaban una bolsa de arpillera y confiscaban unas cuantas docenas
para salir a vender casa por casa o se paraban en Oroño y Arijón a vocear su
mercadería. En especial los Fregapane, a cuya madre viuda -flaca, seca, morena,
áspera como un látigo- ayudaban.
Los hurtos eran
tan inveterados y populosos -quién de mi edad y en aquellos años puede decir
que no distrajo una mandarina de la quinta de Imperiale- que los quinteros
hartos, nos tiraron un par de escopetazos. Oigo aún el ruido de las municiones
en las hojas inocentes de los mandarinos que brillaban, verdes, muy verdes,
bajo el sol de aquel atardecer de Octubre.
Aún no estaba
la avenida de circunvalación y hacia Puente Gallego todo eran quintas u hornos
de ladrillos y caballos sueltos con su pájaro en el lomo. El balneario
"Los ángeles" estaba abandonado (¿quién le habrá puesto tan hermoso
nombre?). Nosotros tomábamos el colectivo número 61, un hipante Leyland de la
segunda Guerra, de color verde aburrido o en bullanguera barra y a pie nos
íbamos a bañar al arroyo Saladillo, justo debajo del puente por donde Ovidio
Lagos se hunde en el campo o en las barrancas cercanas hacia donde prefiguraban
los potreros con vacas, luego de sortear los primitivos basurales que hoy son escarnio.
Allí íbamos los
domingos con mis padres -mi viejo era amante del agua y gran nadador- cuando se
llenaba de familias con sus canastas de comida y sus fueguitos para el asado o
el mate, yo me extasiaba admirando aquellas muchachitas con sus mallas de baño,
sus muslos de peces fríos, que en ingenua seducción, mostraban.
Si había alguna
que llamara nuestra atención y en aquel tiempo, para ser sincero, su condición
de belleza inesperada no nos hacía muy exigentes, la tarde estaba perdida para
el chapuzón torpe y el baño, porque nuestras miradas iban hacia allí,
mecánicamente y sin ningún disimulo. Mirábamos esos grupos chillones de
muchachitas que con seguridad esa noche nos quitaban el sueño.
En los
atardeceres de aquellos veranos remotos nos reuníamos en la esquina de Caburé y
Cortada Catalina (como se dice hoy: Madre Cabrini y Cortada Arangreen) o en
Arijón y Lagos, frente al Restaurante de Pinatti, con los hermanos Ferrari
-Carlitos y Raúl-, con el nieto del verdulero Fagotti, cuyo nombre olvidé, allí
veíamos pasar el tranvía 26 con su estela esplendente de luces que cruzaba por
Lagos como un barco ebrio, a los barquinazos, hacia el cruce de Muñoz donde
terminaba el recorrido, justo frente a la cancha del club Peñarol.
En ese núcleo
de Arijón y Lagos, con su esquina donde había una serie de puestos de verdura
que llamaban La Feria, hecha de maderas y chapas y pintados todos de verde
furioso, allí nos sentíamos a nuestras anchas, allí no dejábamos de
encontrarnos y desde allí observábamos con sumo interés lo que nosotros
creíamos, era "la vida".
Cerca estaban,
el cine Venus, la bicicletería de Temperini, uno de cuyos hijos jugó en las
inferiores de Central, la fábrica de frenos de bicicletas de don Pepino Basile,
papá de Paulita quien sería con los años mi compañera de facultad y mi amiga,
pero en aquel tiempo faltaban "muchos camellos en la edad de orar"
como diría el Cholo Vallejo.
Allí se
juntaban otros chicos: Pascualito Dimarco, los hermanos Anelli, los Lajara y un
muchacho rubio, a quien llamaban "Larita", que murió aplastado por un
camión en esa misma esquina, estúpidamente, mientras esperaba la "F"
para ir a una escuela Técnica donde estudiaba.
El recuerdo
flota allí a veces denso como una mancha oscura, a veces luminoso como en las
noches de carnaval donde acudíamos con los pomos arrojadores de agua y los
globos repletos para hacer estallar en la espalda de alguna muchachita
distraída, aunque la mayoría se rompía en las chapas solitarias a esa hora, de
la Feria.
Los corsos
abarcaban desde esa esquina hasta Arijón y Oroño, de tierra en aquellos tiempos
en que ese barrio se llamaba "Mercedes de San Martín", según rezaba
una placa en un monolito de cemento que estaba justo en la esquina.
De cualquier
modo, cuando el recuerdo me visita como un perro fiel no puedo dejar de pensar
que en ese tiempo, el "centro" para nosotros era como un imán remoto,
ya que el objetivo máximo era -con el permiso paterno- la esquina de Tupungato
y San Martín, donde llegábamos con el 61 antes nombrado y que allí terminaba su
recorrido y en mi memoria viene también, como un tropel de otros recuerdos de
esa esquina, que hoy discretamente callo, porque pertenecen a otra época de mi
vida que por hoy no me interesa relatar aquí.
*
Mira las
estrellas
centellean
sobre el pasto.
Hoy no me
atrevo a pisar la tierra
que parece
cielo
ni a salirme de
los caminos.
*De Mauricio
Escribano. mauricioescri@gmail.com
* * *
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