*Obra
de Walkala. Luis Alfredo
Duarte Herrera (1958-2010) http://galeria.walkala.priv.at/main.php
-En Aurora Boreal. Walkala:
un homenaje in memoriam
MEMORIAS DE UN
OTOÑO*
La ventana daba
al recuerdo, apoyada sobre el vidrio húmedo sentía la llovizna suave y
silenciosa de la cordillera. La montaña estaba encendida con lengas y cipreses,
mientras los álamos desde la loma se deshacían en amarillo. Intacto y perenne,
el paisaje otoñal del Lago Futalaufquen, año tras año había sellado una porción
de sus ojos. Aunque ahora los cerrara y los volviera a abrir, la higuera
solitaria de su patio apenas podía borrar la resaca de su vieja mirada. El
otoño sureño volvía, de tanto en tanto, a traerle bolsas de hongos para pelar
hasta la madrugada. Ella los tomaba como una mujer fantasma para enhebrarlos en
un collar interminable, sin saber dónde ponerlos a secar.
Cuando las
imágenes del pasado llegaban tan sorpresivas, Mila apretaba las manos y
convocaba algún detalle de su entorno para volver al presente. Volvió a fijar
su cara a la ventana, obviando la reja, y la higuera se llenó de pájaros
ciudadanos.
Ya no iba a
nevar, lo sabía, pero tampoco el alma se le pondría fría y blanca, como entonces.
Mila puso la
pava e inició el ritual del mate para ella sola, en tanto tomó la agenda para
repasar la tarea del día. Estaba cargada de horas que le parecieron
inabordables. Movimientos hacia la calle la reclamaban y se preparó para
sumergirse en ellos sacudiendo el último recuerdo que se permitiría esa mañana.
Duró segundos
en su mente. A mí me llegó, hace ya mucho tiempo, por correo, en esta carta:
Mi extrañada y
lejana:
Te escribo para
tenerte cerca y para que, charlando con tu voz en mi memoria, pueda encontrar
una respuesta a lo que está ocurriendo. El temor de lo que presiento me
paraliza. Es muy tarde, ya no hay luz en la casa, apenas este farol que me
sirve de sol y me protege de la noche larga. Quizás la más larga de toda una
vida. Gerardo salió temprano en la lancha hacia el Lago Kruguer y no hay
noticias, ni en la radio ni en el cielo profundo, de su regreso. La nieve no
cesa y los kilómetros hacia el poblado son imposibles de transitar, aún
convirtiéndome en ave nocturna. Estoy atrapada en la cárcel más natural y
ridícula. No hay guardias ni llaves que me permitan salir de aquí.
Presa de
impotencia he intentado caminar hacia algún sitio, pero no hay hacia dónde
llegar. Estoy completamente aislada de todo ser humano.
Gerardo fue
siempre previsor y obsesivo con los imprevistos. Su presencia estuvo mucho
tiempo marcando el ritmo de nuestras vidas. ¿Qué ocurrió esta vez? ¿En que
rincón su mente está calculando todos los detalles del funcionamiento del
hogar? Su voz no llega para tranquilizarme.
Su ausencia no
es por la tormenta, lo intuyo. Conociéndolo, algo más profundo debe haber
ocurrido para que no esté aquí alimentando el fuego de la cocina. La noche y el
desconcierto no cesan. No volverá.
Mientras pasan
las horas, algo se desprende de mí: un brazo, una pierna, los pedazos de mi ser
van soltándose en este sitio. Gerardo está vivo en otro lugar , no hay regreso
de la sombra de su cabeza. Se ha perdido en las aguas de su propio lago. No hay
retorno.
Amanece y ya no
nieva, un vehículo se acerca con un pasajero.
- ¿Es él?- No
me reconoce, no me mira a los ojos. El chofer lo lleva a la ciudad.
- ¿Gerardo?,
desespero y no contesta. Me subo llena de preguntas pero él no reacciona. Habla
como un extraño. Gerardo desvaría. Se ha perdido de mi vida y de la suya. Está
aquí sin volver. El mundo que era el nuestro se ha quebrado, como su
conciencia.
Sigue navegando
hacia un lugar donde nadie puede penetrar. En el hospital insisto con
desesperación:
- ¿Volverá?- .
Nadie contesta. Las aguas del lago siguen fluyendo, el naufragio de nuestras
vidas es inminente. En el Kruguer se ha perdido un hombre, el mío. El calafate
que juntos no comimos seguirá madurando en el sur. Y nosotros buscaremos el
norte. Yo, todavía con preguntas y él, cada vez más silencioso.
Hasta el
reencuentro y el abrazo, te quiere,
Mila.
Observó el
reloj, apurada se vistió y salió a la calle donde la gente iba y venía
intentando no rozarse. La ciudad comenzaba a cobrar vida y los vehículos
aturdían en el asfalto. No había ni un retazo de silencio. Corrió hasta la
parada del colectivo y prolijamente sacó su boleto, buscó un rincón cerca de
una ventanilla para que el aire la despabilara. Hurgó en su bolso para sacar la
agenda y calcular los tiempos del nuevo día.
Amenazaba
agitado e interminable. La estarían esperando.
Mila sintió
cómo las ruedas salpicaban las hojas caídas. Quedarían sin crujido después de
la llovizna. Pero quizás – pensó-, como a ella misma, el sol las sorprendiera
nuevamente para devolverles el sonido más risueño y auténtico del otoño.
- 2001 -
LAS COSAS NO SON TAN SENCILLAS…
Poema de la
palabra en la boca ...*
cuando no
teníamos la palabra
las manos
redondeaban los objetos
el peso de las
cosas enunciadas:
ventanas,
martillos, espejos
todo sopesaba
la mirada
los hombres no
anhelaban el silencio
llevando en su
raíz la acantilada
longitud
piramidal del universo
los pájaros,
los roedores, el yeso
la madera, el
pan, el trigo, el agua
el lento pasaje
del gusano en la rama
el copioso
devenir de los misterios
la piedad azul
del viento en el alba
la desnuda
mujer, la rabiosa calma
del rayo
vertiginoso, del doloroso cielo
enconado,
libertado, agreste y ciego
ah! pero de
pronto vino la palabra
ah! de pronto
tuvieron nombre los cimientos
la rosa roja,
el cráter, la espina, el ala
el cordón
umbilical de las montañas
el incesante
parir agónico del viento!
llegó desde la
cordillera andina la palabra
y habitó las
bocas, y martilló el silencio
y supo la mujer
evocar la pólvora y el fuego
y supo el
hombre nombrar la espada
supieron decir,
al unísono, puñal de invierno,
buscaron un
nombre para la clase explotada
entonces pájaro
la llamaron, la llamaron pueblo,
espina de
Cristo, raza de puertas, de huertos
de fatigas, de
hambre, de quebradiza espalda
y de lamentos:
por eso no les daban la palabra
porque el
nombre de las cosas era ajeno,
perros de
máscara frágil, luces del puerto,
venga a
nosotros tu reino, oh, palabra!
*
En el
secundario tuve una profesora de literatura que sentía algo especial conmigo,
no me refiero al gusto por la lectura y la escritura, con varios compañeros
compartíamos ese gusto y creo que por eso ella había accedido a ser nuestra
tutora. Le prestábamos atención. Leíamos libros que nos gustaban. No nos
subestimaba. No nos maltrataba. Como era nuestra tutora, una vez por semana
teníamos encuentros a solas con ella. La idea de esas reuniones, creo, era
mejorar la convivencia, limar asperezas entre compañeros, apuntalar el
rendimiento, escuchar reclamos. Una vez se enteró de una pelea en la que yo
estaba involucrada y me citó para hablar. Con su voz suave me pidió mesura,
entendimiento, reconciliación. Me decía Alejandra, pero me trataba de usted.
Era una mujer de otro tiempo. Una belleza de otro tiempo. Pelo rubio casi
blanco, ojos celestes, piel blanquísima; usaba bufandas que parecían estolas,
sacos y polleras de terciopelo, maquillaje color pastel, aros de perla. Su
estilo renacentista no pegaba para nada con ese colegio reo venido a menos. Una
vez, en una de esas reuniones, me contó que siendo adolescente se había
enamorado de su profesor, los dos se enamoraron, y que vivieron juntos hasta
que él murió. El marido le llevaba veinte años, o más. No sé cómo vino la
confesión. Ella me veía a mí como lo que fue, eso quizá le dio confianza. Hoy
es difícil de entender. Que haya amor y no abuso, digo. Es cierto que pasan
cosas de temer, pero no es lo único que pasa. Los padres desean la normalidad
de sus hijos, la normalidad es lo más parecido al bien. Que hable normal, que
camine normal, que aprenda normal. Que sea como todos los demás. Hoy en la tele
un periodista muy suelto de cuerpo hablaba de depravación, crucificando al
tipo, paladeando el linchamiento. Porque de ningún modo un hombre se puede
enamorar de una mujer mucho más joven, y viceversa, pudiendo elegir otras de su
edad. Como dice Leonard Cohen, gracias a Dios, las cosas no son tan sencillas.
El ojo
colectivo*
Tal vez porque
he trabajado en una empresa de transporte en la que el jefe me miraba como si
yo fuera una planilla de seguro automotor y por mis venas no corriera sangre
sino la tinta mohosa de mi tarjeta de horario de entrada y de salida.
Tal vez porque
antes de ello trabajé en una clínica de pequeños animales y una vez tuve que
sostener a un perro viejo al que su dueño decidió sacrificar. Mientras entraba
el líquido letal en su cuerpo, por la memoria del animal pasaban, de manera
desordenada, escenas de su vida, desde los primero pasos como cachorro, hasta
el momento en que un Volkswagen Gol, color celeste, lo atropelló por detrás y
salvó su vida por milagro, por la operación de cadera y por los cuidados de su
amo. Estos recuerdos, que se mezclaban con retozos en el césped, ladridos de
alarma que le valieron el mote de guardián y su plato diario de alimento, se
transferían desde su retina color miel hacia la mía color del tiempo, como un
legado misterioso, hasta que las imágenes se detuvieron para siempre.
Tal vez porque
también trabajé en una agencia de publicidad donde los ojos se usaban
desesperadamente, con afanes que lucían el barniz del día y se exaltaban en la
noche falaz de purpurina.
O porque en
medio de una cosa y otra colaboraba en el aprendizaje de niños y adolescentes,
los cuales, después de las clases de lectura me ayudaban a envasar los dulces
caseros que más tarde les vendía a sus madres. Aquí también usé mucho los ojos.
Sea para mirar los niños, sea para medir el azúcar o macerar los frutos.
Tal vez porque
cuando tenía seis años mi padre me miró por última vez y no supe que esa mirada
iba a ser la última, por lo que pasé mucho tiempo buscándola en la memoria sin
encontrarla, pero a cambio hallé otras cosas que, si bien no tienen que ver
directamente con el recuerdo, tienen mucho que ver con los ojos.
O quizás porque
una vez tocaron el timbre de mi casa y yo abrí el postigo y quedé frente a
frente con la mujer que vino a informarme que mi hermano había muerto, y los
ojos de mi hermano, cuando los fui a ver, estaban cerrados. También busqué en
la memoria su última mirada, sin encontrarla, por supuesto. Por entonces, a mi
mamá los ojos le quedaron falsamente abiertos durante muchos años.
Tal vez porque
he mantenido demasiado tiempo las palabras fijas en el horizonte para verlas a
trasluz, o porque el horizonte me miró fijo, o tal vez porque las palabras son
ojos, o nada de eso, sino que las palabras fueron epitelios de espuma que me
configuraron el mapa de los ojos.
Tal vez sea
porque una vez me miraron como si yo fuera la única mujer en el mundo y otra
vez, como si fuera la última, y otra vez como si yo fuera un cristal que
atraviesa la pecera donde yace ahogada la ninfa travestida de pez, y otra vez
como si los dedos de mis pies pudieran andar por las puntillas de la bruma, y
otra vez como si yo fuera el reservorio de los ecos minúsculos, y otra vez como
si yo fuera producto de alguna realidad irrealizable.
Pero tal vez
sea porque desde temprana edad adquirí el hábito de mirarme en el espejo antes
de irme a dormir, para grabarme en la memoria y reconocerme en los avatares del
sueño, cuando yo es otra, o cuando otra es yo. O bien porque a los doce años
fui hipnotizada por una mentalista que me extraía los demonios y las gripes por
los ojos, o bien porque de tanto mirar la luna las pupilas se me hicieron
transparentes.
Tal vez, porque
nací en verano, aunque no creo que eso pueda ser motivo para descubrir los
vagabundeos de las estrellas fijas ni la quietud de las nubes peregrinas, pero
aún así, más de una vez le adjudiqué razones que daban sentido a mi vida al
hecho de haber nacido el día de mi nacimiento, como hito existencial, como si
antes de nacer nunca hubiera existido. En ciertas noches o días que se hicieron
noche llegué a sospechar que al abrir los ojos al mundo por primera vez en el
primer día del verano, el dorado esplendor del mediodía también delineó el futuro
de mis ojos. Pero también sé que el esplendor dorado fue y vino, fue y vino,
más como un detalle a ser descubierto que como una evidencia.
Tal vez porque
tuve un amante que me vendaba los ojos y yo andaba por su cuerpo como ciega,
descubriendo zonas viejas que se volvían nuevas. O porque tuve una gata con un
ojo violeta y otro verde que se llamaba Carmín y le temía a las tormentas.
Sin embargo,
tal vez sea porque ando mucho en colectivo y veo a la gente que miro. Sí,
quizás sea, sobre todo, por ello. Porque viajo en colectivo y el colectivo
siempre está lleno de gente. Y la gente siempre trae sus ojos consigo, y, ya se
sabe, los ojos son las ventanas del alma. Evité decirlo porque parece algo tan
banal, tan vaciado de sentido, pero yo, que tengo ojos y veo a la gente que
miro, digo que semejante verdad, tantas veces dicha, es cierta. Y ahí está el
problema. Hay días, en que el alma de la gente que viaja en colectivo tirita. Y
cuando bajo del colectivo, sigo viendo gente que baja de otros colectivos, cuya
alma también tirita. Sólo por mirarlos a los ojos sé bien quiénes bajaron del
colectivo y quienes del taxi. Por eso digo que al problema de mi escritura lo
tengo en los ojos. La gente que anda en taxi no suele diferir demasiado de la
que baja en colectivo, en cambio la gente que baja de sus autos, maneja otro
tipo de alma.
Pero lo cierto
es que hay días en que me quedo sin fuerzas para ver tantas almas titiritando y
a lo único que atino es a cerrar los ojos.
EL FRANCO DE
MARIA*
( una visión de
los siete pecados capitales)
*Un cuento
abreviado de Carlos Alberto Parodíz Márquez. parodizlaunion@gmail.com
El jinete ha
llegado, vestido de oscuro, con su guitarra al hombro y la opresiva y ominosa
sensación, para quienes se le aproximan, que su irradiación no es de este
mundo.
Su belleza,
extraña, seductora, suave, voluptuosa, se percibe en la ambigüedad, extraña,
que produce el confrontar las fronteras de lo indefinible.
El viejo,
sentado, a la puerta de la miserable barraca donde funciona el bar -
prostíbulo, siempre con el largo sombrero echado sobre los ojos, era una
referencia para cada habitante de la ¨serra¨.
- Para lo que
hay que ver -, se decía, porque en ”la pelada” los mineros, aspirantes a
buscadores de fortunas imposibles, tabicaban sus vidas en la prosecución del
intento supremo, hallar el oro salvador, del que muy pocos regresaban.
Por lo tanto
era, sin dudas, el lugar indicado para el hacinamiento de almas desesperadas,
desarboladas, que sólo uno, podía ir a buscar.
El viejo, al
verlo descender de su caballo, se sintió obligado a un gesto maquinal, a pleno
sol del mediodía tropical, se levantó el cuello del abrigo, por un frío
repentino, que su experiencia le obligaba a reconocer, entrecerrar los ojos y
persignarse, cuando Franco cruzó la calle, justo frente al viajero, en busca de
María, sin sospechar que su vida cambiaría de ahí en más.
Despreocupado,
Franco entra al bar sin reparar que el desconocido a sus espaldas, luego de
seguirlo, gana anonimato en la penumbra del interior del lugar, disolviéndose
entre los asistentes.
Franco, esta
urgido de hallar a María, pese a que derrocha indiferencia.
Uno de los
dormitorios, se abre y, en la puerta, aparece ella. Rara belleza. Salvaje
mezcla. Buscada, pero temida. Una verdadera esmeralda perdida.
Advierte a
FRANCO. Se miran. María lee su actitud imperiosa, pero tiene que atender.
Cuidar el orden, también allí, significaba conservar el lugar. Las
abstinencias, en esos sitios, valen una vida a veces. El se muestra impaciente.
Nunca aceptó aquella situación. Ella, para justificar su permanencia, transitó
las explicaciones probables y las atendibles. La necesidad terminó por
imponerse.
FRANCO almacenó
oscuras sensaciones y cada tanto estallaba. Ahora y por eso, continuaba
bebiendo.
Cuando MARIA
decide ir a su encuentro, alguien se atraviesa en su camino, viste de oscuro y
carga sobre su espalda el estuche de una guitarra, suave pero enérgico, se
explica ...
" ... es
mi turno ... MARIA...."
Ella lo mira
confundida, no lo conoce, nunca lo ha visto, sin embargo hay algo que no puede
precisar; recorre su larga y esbelta figura, pero no ubica ese inexplicable
detalle. Imprecisa, todavía, sostiene la mirada de aquellos ojos de miel ...
"...
perdón..."
El extraño,
gentil, persiste ...
"...
llámame "MONSIEUR" ... he esperado por ti, un largo tiempo ... MARIA
...
Ella se sintió
turbada y esto sí era extraño,
más la pausa
expuesta, tuvo costo. FRANCO se interpone. Forcejea. Sin éxito. El hombre lo
mira.
Desafío y
expectativa. El silencio colectivo se agudiza, como un filo.
MARIA, no se
explica su pasividad anhelante. Los hombres se miden. La incertidumbre
centellea. Finalmente, FRANCO, cede en silencio.
Hay entre él y
MARIA, segundos vitales, percepción de tiempos fracturados, sus miradas
procuran sostenerse. El dueño del local, con su severidad sin elocuencias,
había influido en el desenlace.
El hombre
vestido de oscuro y con la guitarra a la espalda, ha ingresado al dormitorio.
Al fondo de la
habitación, una cama, un balde y él, desvistiéndose. Se vuelve y sonríe,
enigmático, a FRANCO, quien no apartó su mirada de la puerta abierta de la
habitación, desobedeciendo su propia conducta.
MARIA cierra la
puerta y apoya en ella su espalda, buscando fortaleza.
No se pregunta.
No sabe por
qué.
Teme y desea.
Ella, que había
matado la experiencia, pareció temblar.
Quiso enojarse
consigo.
Rubor.
Eso, perdido,
había vuelto.
¿Quién era ese,
que sin tocarla ni hablarle, le provocaba vértigo?
Cerró los ojos
y se dejó estar.
Oyó el murmullo
de su respiración cadenciosa.
Le pareció una
brisa fresca.
No advirtió
sonido en sus movimientos.
Las yemas de
los dedos, de él, iniciaron una metódica y exhaustiva exploración.
Sus pezones,
erizados, viajaban rumbo al estallido.
Una ola de
placer, tenue al comienzo, comenzó a crecer dentro suyo irrefrenable.
Su resistencia
de ojos cerrados, comenzó a desmoronarse.
Se dejó
acariciar disfrutando voluptuosamente. Cada centímetro de su piel era
recorrido, gozado, con una combinación perfecta, que el hombre establecía,
entre su boca y las manos.
Se sintió
arcilla modelada.
Homenajeada.
Algo nunca
percibido.
Comprendió que
era una fiesta, la suya, hecha por y para él.
Destinataria de
un desborde indominable.
Las formas del
goce, infinitas, la habían elevado a alturas de placer alucinantes.
La boca de él,
era insaciable y no había lugar al que no pudiera llegar, para provocarle un
nuevo estremecimiento.
MARIA comenzó a
guiar sus respuestas.
Ansiaba
recorrerlo con la misma intensidad. Saborearlo, con idéntica ferocidad.
Dejarlo
exhausto, antes de fundirse en una sola forma.
Había dejado
atrás la última frontera de su control.
Se lanzó feliz,
al desenfreno sin límites.
Todo fue una
danza total, fuegos de artificio en cada estallido, ella nunca tuvo, nunca
supo, nunca vivió algo semejante, no podía privarse, crecía su apetito con cada
orgasmo, como si una vitalidad superior, inmanejable, los alimentara.
Sabía que el
éxtasis, venía de él, que algo desconocido trituraba sus reservas morales,
físicas y espirituales.
Gozaba
demencialmente, segura del nunca más, devolvía cada caricia multiplicando sus
cuidados y exploraciones ávidas.
No se daba
tregua.
Tenía la
imperiosa necesidad de eternidad en cada penetración.
Nunca suficiente.
Todos los
tiempos, un tiempo.
Había viajado
por el cosmos del placer infinito y estaba sedienta.
La eternidad se
había detenido.
Quiso aferrarlo
en un intento de fusión estelar. El, alimentaba todos sus gestos y los
completaba. La perfección de las formas, las figuras, las liturgias del sexo,
fueron un libro que ella aprendió, en piel, durante ese galáctico éxtasis. La
tregua del final, la encontró asida a él, próxima al desamparo inminente.
No habían
cambiado palabra.
Ella sabía que
algo irrepetible, había sucedido.
En el bar,
FRANCO bebe de más.
MARIA ha estado
demasiado tiempo con el hombre de la guitarra.
Se abre la
puerta de la habitación.
En el vano, el
hombre mira, silencioso pero intensamente, a MARIA.
Ella, con los
rescoldos del fuego consumido, en la mirada mezcla arrobamiento, embelezo,
temor y desesperanza.
Lo acompaña, a
medio vestir, hasta el pasillo. Algunas mujeres, en el bar, sentadas a una mesa
ríen y comentan.
MARIA retorna,
brevemente, a la habitación y luego desciende al bar. toma de un brazo a FRANCO
para decirle ...
" ...
salgamos ...Ӭ
En la puerta,
el viejo ha vuelto a persignarse al verlos salir, luego de comprobar que el
jinete, un minuto antes, ha partido, el detalle del frío repentino que acomete
al viejo, es que en el camino reseco, el oscuro caballo que conducía a su
jinete singular, no dejaba huellas sobre el polvo de la calle.
Por supuesto ni
Franco ni María habían reparado en ello, cabizbajos y casi definitivamente
separados, marcharon hacia la desolada plaza de la ¨serra¨ buscando que cosas
decirse.
*EL
FRANCO DE MARIA. UN GUION-CUENTO DE CARLOS ALBERTO PARODIZ MARQUEZ.
(versión
abreviada para revista del cuento homónimo, cuya estructura original se
encuentra bajo el archivo El Franco)
*
De sangre y
lejanía
es tu camino
que no recorro
…no conozco.
De llaga y de
cansancio es el mío
que no recorres
ni conoces.
Son campanas
mis palabras y mis manos
y las tuyas
pezuñas y
relámpagos
oscuro todo,
desnudo de
tiempos
Golpeado de
olvidos.
Con el olor de
hombre que sólo sabe decir te amo
mintiendo
amaneceres.
08/04/2013
* * *
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