martes, diciembre 29, 2015

COMO BELLAS BESTIAS QUE HUYEN…


*Dibujo de Erika Kuhn.









Lienzo de la memoria*


*Natalia Litvinova.



Las aguas perturbadas de la memoria
no se alisarán.
Todos los días me iré de mi niñez.
Regresaré sucia antes de que anochezca
y me sentaré a la mesa.
¿Viste si floreció el lino? preguntará mi padre.
Mi madre le ofrecerá té con descuido,
molesta por algo que desconoce
o desatenta con lo humano, como si se imaginara
danzando entre las hermanas flores.
El tiempo se mueve en ríos subterráneos
y las aguas turbulentas del recuerdo no descansan.
Esa madre servirá té para siempre,
ese padre se irá una y otra vez.
No levantaré la mirada para verlo,
lo reconstruiré como una ciega,
como las imágenes salpicadas
en los lienzos de Pollock.



-Natalia Litvinova. Gómel, Bielorrusia, 1986. De Siguiente vitalidad, Audisea.











COMO BELLAS BESTIAS QUE HUYEN…







Caperucita*



giros del aire
las hojas del otoño
vienen y van

crujir de pasos
una niña recoge
frutos del bosque

que viene el lobo
ya lo ha dicho aquel cuento
y ella no escucha


*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell







*


Todo lo que se mueve
dentro y fuera del aire,
tiene un nombre que evoco
en la memoria
del lenguaje.

Todo fue nombrado
antes de mí
por alguna azarosa
sucesión
de convenciones.

El pan es pan.
Y sin embargo
pan también es el olor
de la cocina de mi madre,
y la mano pequeña de mi hija
en la iniciación de un rito,
y es cuántas veces hambre.

Las palabras
son de sustancia indócil
y crecen a escondidas
de la lengua,
como bellas bestias que huyen
de la mano del amo.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com









TRENZAS*


“Si la lluvia llega hasta aquí voy a limitarme a vivir. Mojaré mis alas como el árbol o el ángel o quizás muera de pena.”
LUIS ALBERTO SPINETTA


Noche de martillazos lastiman mis insaciables fauces.
Mastico el silencio de cera de mi palabra huérfana de ti.
En mis manos de lata cabe un mundo de arcilla morena.
Solo un mundo posible, Solo uno, triangular
Un hombre, una niña y una anciana
Desde la alborada lo buscaban.
- De la mujer no hablamos, ella es él-

Sangre adentro vertía en el cáliz, palabras. Palabras.
Los sueños de la niña, se enredan en sus trenzas de lluvia.
En las trenzas de anciana-bendita seas- hay copos de sal y rebeldía-
Solo un mudo posible, uno de sombra, otro de ausencia.
Pedro trabaja la madera con pasión y fervor.
Una pena grandota le sabotea la astilla de la rueca, el amado huso.

Tras la puerta del alba, obsesivamente, ese animal violento.
¡Ay! Uñas, rasguñan, tocan, escarban. Ay amor quiero y no quiero.
-El sexo es el salvavidas de los náufragos-
Un macho con fervor vigoroso. Piso de cristal.
Un macho, solo, por elección. Ilegítimo. Expósito.

Pasa un hombre con su Biblia en su mano.
Una mujer con pollera cortona. Otra, sueña, este sueño no es sueño.
-No Madre ¡! No cortes mis cabellos de agua! No.
¿Donde se enredarán los sueños y las penas?
La madre no escucha, ni mira, solo muere por él.
Las trenzas ruedan por el suelo.

Desde ese día los ratones se esconden en la nuca.
No quiero saber porque desde mis ojos salen hiedras.
No quieras saber porque las trenzas degüellan el furor de la noche.
Es tarde, recuerdo, el galope de un caballo en mi sangre.
Las guayabas, también, ruedan por el piso. Ah, tu olor.
Trenzas de almendras y una doliente niña. Adiós.
Lo amé en esa mesa. Me amó. Eso fue todo.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar











Veinte centavos de níquel*



Esto fue en el tiempo en que todas las chacras estaban pobladas y la vida rural existía con un sinfín de cultivos que por aquí no se han visto más. Quiero decir, aquel tiempo remoto en que la tierra no era del que la trabajaba y sudaba, con ese fervor y esa disciplina que traían del otro lado del mar, sangre inevitable que llevo porque por rama materna soy primera generación de argentinos.
La anécdota que voy a referir está lejana en el tiempo, y es tan pequeña, tan nimia que de algún  modo es metáfora de mucha injusticia que sobrevive en el mundo y por lo que uno ve, y yo he vivido mucho, digámoslo con dolor, no parece cambiar y tengo la sospecha de que se irá agravando. Como si tanto avance tecnológico en lugar de ablandar el corazón de los hombres se lo volviera muy duro, como si estuviéramos en la época de las cavernas, y estoy repitiendo un concepto de Roberto Arlt, publicado en uno de sus Aguafuertes del año 1928.
Un día soleado de mayo, una madre inmigrante, joven, viuda no hace mucho, madre de dos varones y una niña, trabaja en una chacra como cocinera; en realidad está con una hermana y su familia y trueca su trabajo, que también se extiende a algunas tareas rurales, por comida, escuela y poco vestir para sus hijos y para ella misma.
Un domingo de otoño sus hijos varones solicitan el permiso de su madre para asistir a la fiesta de la escuelita rural donde son alumnos. Hay una kermese, con sus típicos juegos —carrera de embolsados, tejo, rayuela, sapo y seguramente fútbol para los varones—. Ante los ruegos y la insistencia de sus hijos es obtenido el permiso y, como es fácil suponer, no puede darles una moneda, aun la más mínima, porque simplemente no la tiene, no hay ni en la más remota fantasía quizás. Pero allá van esos dos gringuitos felices de asistir a la humilde fiesta de la escuelita rural que emerge entre altos maizales amarillos y pletóricos de mazorcas. Son retraídos por naturaleza, pero al alboroto y las carreras se inhiben aún más. De pronto un chico trae a otro sobre sus hombros, en un juego tal vez inventado allí mismo, y del bolsillo del que viene cabeza abajo cae de pronto una moneda que brilla en el patio pisoteado. Siguen su juego sin percatarse de la pérdida. El mayor de los hermanos se acerca con disimulo y pone su pie, que calza una humilde alpargata recién estrenada. Levanta esa esfera de níquel que huele a plata y a gloria, la desliza en uno de sus bolsillos y ordena con una seña a su hermano esperar un rato. Cuando están seguros de que la maniobra no ha sido descubierta, se acercan al puesto de dulces donde los esperan pastelitos rebozantes y las botellas de las gaseosas de entonces, tal vez una naranjada previamente refrescada en un barril de bolsas con hielo.
Esa noche cuentan la travesura a la madre, mi abuela, quien les da tremendo reto y les pone penitencia de un año sin salir de la chacra. Y en verdad no sé si cumplieron porque un año es una eternidad en la vida de un niño, aun los hijos de los chacareros tan pobres.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar














INEXISTENTE*



Soñé utopías
corriendo como río
entre las piedras.


Las transgresiones
sutiles y sin saña
arman las fugas.


Creí en el amor
gestando los aromas
que tiñen deseos.


Soñé y soñé
un universo azul
inexistente...


*De Emilse Zorzut. zorzutemilce@gmail.com












Esa que habla*



Esa que habla por medio del poema
y ensaya ilusiones como coreografía
de una nueva danza.
Esa que finge no oír lo que te pasa
y bebe a sorbos el jugo fresco del amanecer.

Esa que espera cada día un porvenir
desmemoriado
de antiguos remordimientos.
Esa que canta una canción
y tiene mucho de vida y otro tanto de su oponente.
Esa que se disfraza de viajes, barcos y trenes
y te habla de los puertos a los que nunca arribaste:
esa no eres tú.

Aunque la escuches dentro de ti
cayendo sobre tus días.

Ella es lo imposible del mundo que soñó
de lo que quiso ser...

y te roza las sienes.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar













NUESTRA INFELICIDAD*




Nuestra felicidad no nos pertenece. La creamos no con las herramientas que nos son propias, sino con las que nos prestan. Y no depende como el siglo quiere hacernos creer de lo que poseemos, sino de lo que damos.
Puede ser una ingenuidad, pero ciertos antiguos saberes son tan ingenuos como el que un abrazo es más necesario que el pan, y que la sonrisa del amado calienta el alma en el invierno.
La felicidad no es una carcajada necesariamente. Sucede en una capa más profunda y es capaz de serenar los océanos del infortunio.
Para ser feliz es necesario ser generoso. Saber dar y saber recibir.
Una mujer que cocina para su hombre, el padre cansado que se fuerza a estar un ratito más a pesar del dolor de cintura, el muchacho que resigna unas tardes a acompañar la tragedia de su amigo. Hallan todos ellos una felicidad de melodía a media voz, la tranquilidad de estar donde hacen falta.
Pero necesitan, para poder ejercer su cometido de acompañantes, la retribución del reconocimiento.
Trabajar por la felicidad de alguien que nos ignora es un sendero que desemboca en la angustia. Y aquí acostumbramos considerar tonto a quien no requiere alguna clase de paga, y acostumbramos denigrar los trabajos desinteresados. Si no se pide nada a cambio, pensamos que debe de ser algo que no tiene valor.
Es cierto, no tiene precio. Es inapreciable lo que unos hacen por otros cuando se atreven a dar desde las entrañas, cosa nada fácil.
Una mujer que acaricia a su hombre dormido es feliz. Una señora que pone la mesa con las mejores tazas para recibir a sus amigas. Un hombre que enseña a su vecino cómo cambiarle el líquido de freno al automóvil es feliz.
La felicidad florece bajo los techos de chapa, estalla en el patio de una escuela, se enciende en una oficina. No tiene edad ni condición social. La llevan los privilegiados que son capaces de convidar con lo que tienen.
Quien es feliz porque lo envidian, retrasa unos momentos el salto hacia el abismo. Quien se alegra por el llanto de alguien, detiene un minuto solamente el roer de las orugas. Mentirá ser feliz el malvado, se mentirá a si mismo, hará la pantomima, montará su obra teatral. No hemos de darle fe. No le creeremos.
Pero mientras tanto todo nos lleva a la desdicha. La veneración del cinismo, la confusión de maldad con inteligencia, el mandato de arrebatar lo que no está fijado al suelo. Todo nos lleva al blindaje y la desconfianza. O somos ladrones, o tememos ser despojados.
Creemos que poseemos lo que guardamos, y somos esclavos de lo que nos negamos a dar.
La mujer no quiere ser usada, y se niega el privilegio de atender a su hombre. El hombre no quiere que la mujer lo domine, y se niega el privilegio de atenderla. Aferrados a nuestras mezquinas posiciones, amurallados todos, profunda, dolorosamente infelices. Pero eso si, indiscutiblemente dueños, patrones y propietarios de nuestra infelicidad.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com











Si los tiempos*



Amábamos las hojas que el rocío
besaba en las mañanas.
Amabamos sin saber siquiera
que todo era tan efímero
tan sin cielos por delante.
Eran tiempos
en donde un vendaval de hojas secas
caía a cegar alcantarillas
a quebrarse bajo el paso
solitario
de un viejecito comido por la noche.

Los juguetes eran de verdad escasa
o inexistente.
Amábamos la muchacha rubia
con su trenza flotándole en la espalda,
la pienso como era: esquiva, clara, desgarbada
y con sus manos inquietas de jazmines y de rosas.


Luego vinieron dudas
resquemores
odios
sospechas
y un porvenir plagado de agujeros
y botellas rotas.



Otoño, 1999

*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
-A los amigos y otros poemas. Editorial Ciudad Gótica.












Desconocida mía*



Espalda,

desconocida de mí.

Aún si quitaran el mapa de la piel

quedaría la luz inexplorada.

La incertidumbre de soles que no fueron.

El aroma plural de los jazmines.

Un mar sin farallón donde romper sus olas.

No te conozco sin auxilio de espejos.

Pero sé que en ti se deslizan alas de silencio

silencio que grita sin saber de vuelos.

Acotado territorio con historias dispersas

ansioso de sentir la conjura del velo que la abrigue.

Y el beso innumerable de la noche que arrope la soledad

para abolir este pacto de intemperie.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar










*


El cuerpo,
ese cuerpo frágil de mujer,
se debate
indómito
contra la tensión del agua.

La piel trasciende al ala.
Se extiende,
poderosa,
en jirones
de luz
arrebatados
al oleaje.

La mujer,
esa pequeña bestia sola
vacía de eternidad,
confirma la inmensidad
y la sustenta.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com






InvenTREN






SAN FERMÍN*



No hay nada que hacer aquí, ni toros ni plazas atiborradas, ni caballos enjaezados ni toreros de brillo y coleta. Nada de nada aquí. Una estación, vías brillantes, la sombra inexistente de una zorra que se atisba por el rabillo del ojo.
Una zorra que avanza por los rieles si una está descuidada y mira un poco al costado, un poco al horizonte, un poco así mirando sin mirar con la típica expectación de quien atrapa fantasmas sobre fotografías desvanecidas.
No multitud, no agitación, no clamores. Sólo dos hombres sudorosos y un tren que eternamente los persigue en un sueño, acaso en una pesadilla, en la zona que es la zona, ese lugar alejado de la realidad y sin embargo tan allí, tan aquí, tan próximo.
San Fermín y la resonancia del nombre pero ni banderillas ni trajes de luces ni rosas rojas entre los dientes apretados. Ni una trenza moruna, ni un tablao ni un atestado lugar que huela a circo y a muerte roja sobre negro.
Solamente estos rieles relucientes que trazan las paralelas eternamente unidas en un horizonte imaginario. Sólo esta planicie, esta llanura, estos yuyos repetitivos estos fantasmas que sudan, que mueven la zorra a riesgo de tren y a riesgo de desaparecer finalmente aplastados por el peso, el tremendo peso del firmamento que vira al violeta.
Por qué San Fermín. Aquí, en medio de la América. Por qué el recuerdo borroso de santos católicos, de iglesias barrocas, de cuerpos torturados de santos de imaginería en madera policromada y ojos vítreos para traer todito el dolor intacto, casi real. Por qué aquí, en medio de la nada es decir en medio de la América, este tren que no existe y esta estación sin toros, hecha de fantasmas y de la única zorra que se apresura en ese viaje eterno de llegar a ninguna parte.
San Fermín. Reloj detenido de estación abandonada. Fantasmas.
No hay toros aquí, ni toreros. Hay, si, la sangre en los rieles, la sangre y la agonía del toro es decir la muerte del ferrocarril. Y el inmenso el inabarcable el marítimo clamor de las multitudes rugiendo frente a la ajena muerte.
Ha muerto el toro de hierros y vapores de ollares sudorosos. San Fermín, señores. El carro lo engancha y arrastrando se lo lleva. Otros se regocijarán en la ignominia de celebrar sangres y derrotas. Cierro los ojos para no ver. Para respetar la muerte de rieles y edificio de cenefas airosas.
Al cerrar los ojos perdura apenas, allí entre las luces de párpados clausurados, la imagen de la zorra y los fantasmas. Nada queda de más. No hay nada, nada que hacer aquí.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com




***


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sábado, diciembre 26, 2015

CUANDO SE HAYAN ROTO LOS ESPEJOS DEL MUNDO…



*Dibujo de Erika Kuhn.











PÁJAROS Y MEMORIA*



Laurie Anderson escribió en su espectáculo "Homeland" una historia con la que comienza el show. En ella los pájaros, que existían antes de que el mundo exista, vuelan sin tener más que aire y ningún lugar donde posarse. El problema surge cuando el padre de una de las aves muere, y no saben qué hacer con el cadáver ya que es una nueva cuestión, algo que los sorprende por ser la primera vez que algo así les ocurre. Finalmente, un pájaro decide sepultarlo en la parte trasera de su propia cabeza, y ello marca el inicio de la memoria.
Magnífica poeta, maravillosa creadora Laurie, que nos muestra los cadáveres de nuestros padres en las nucas abultadas.
Historias, olores, sabores de antes, pasado y putrefacción, dichas que ya fueron y dolores que retornan. Las voces que no murieron, los asombros, las caricias de manos que no conocimos. Todo detrás de la cabeza, todo allí apretadamente emplumado, tibio y gélido, maravilloso y atroz.
El cadáver del padre. El cuerpo muerto de las generaciones. Los días que gastaron otros, los que pasamos sin advertirlos, las tramas sobre lo minucioso cotidiano, los hilos que conectan continentes, las palabras de las que desconocemos el significado y sin embargo siguen allí, en la nuca, peso y alivio.
Tan cerca que lo sentimos detrás de las orejas, tan lejos como esa propia nuestra espalda que no podemos ver. La memoria.
Cuántas veces habrá deseado el pájaro arrancarse el cadáver de su padre.
Tantas como las que le llevó comprender que ya no hay retorno cuando el hombre comienza a conocer cuando reconoce.
Y llevamos, es cierto, más cadáveres de los que sabemos detrás de los ojos. Alegrémonos si nos ayudan a mirar.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com








CUANDO SE HAYAN ROTO LOS ESPEJOS DEL MUNDO…








Pertenezco a estas calles*


                                                A Kafka


Pertenezco a estas calles.

                                                       Sin embargo

a veces siento como si estas calles

                                                     y yo mismo

también formásemos parte del rechazo.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Por si mañana no amanece











La foto - The Photograph*



Me senté
en la playa
en Port Eynon.

Puse la foto
en la arena.

Era de un amigo
y su padre
a orillas de un lago.

Dormí.

Cuando me desperté
el mar había subido
y la foto
desaparecía
bajo el agua.



*De Robert Gurney. bob@verpress.com
-El cuarto oscuro, 2008.









*


Estoy internada en mí/ No puedo/ recibir visitas


Ambulo
por los pasillos de mi infancia.

"La niña que fui", digo
con afectada voz de poeta lírica,
era una anciana
abandonada
por su padre
en un hospicio.

Sólo mi vejez tengo.
Ella me narra historias
que parecen argumentos
de una película irreal.



*De María Belén Aguirre.
(Tucumán – 1977)












Espejos*



-déjate vivir-

se dijo un día

y se miró a un espejo

donde una flor lozana

se mostraba marchita.


algún día

tal vez

cuando se hayan roto

los espejos del mundo

le escribiré un poema.


*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell











Si tu deseo es lo suficientemente pequeño
y tu necesidad lo suficientemente grande.*



Pedir un deseo
con los ojos apretados,
un momento de extrema concentración,
un acto tan solitario como los que van al almacén del barrio
no con la intención de adquirir algún producto
sino con el íntimo deseo
(nadie confiesa los goznes de la soledad),
de encontrar una palabra amable
de intercambiar un saludo en la transacción comercial,
un resguardo para estar un poco menos solos.
¿Alguien recuerda todos los deseos que pidió,
y si todos fueron cumplidos?
Pedir un deseo,
pero no de un modo literal.
Se trata de la inocencia ante el desamparo.
Un momento para creer
en lo que no sabemos si es real
pero igual confiamos en secreto,
como aquellos que van al almacén
con el monedero bajo el brazo.


*De Cecilia Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com













BESA LAS LETRAS DE TU NOMBRE*



“..Mientras tanto adentro mío tu mirada vive, muy intensa, amorosa y cada vez más pura, la beso y me despiertas...”
MARTA ZABALETA



Si sientes que el mundo te ha mareado.
Y si te sientes rara .O que no cabes en el mundo.
Y que el mundo gira en tus campos desiertos.
Y no cruzan calandrias, ni sauces, ni rebaños.
Y ha partido el jardín y el jardinero.
Si sientes, como Fausto, que viven dos almas en tu pecho.
Y una tira hacia el simio y otra al homo sapiens.
Si no puedes contar, y cuentas hasta dos, acaso tres.
Y la pena no es una, ni tres, ni mil, ni cien.
Son infinitas penas. Innumerables penas.
Cáscaras de cebolla. Compleja trama.
Ovillos de serpientes. Encarnaciones.
Mortal angustia. Vidrio molido. Crucifixión.
Entonces, lirio mío. Paloma, ojo de tigre.
Mareáte con polen fecundado. Bebe.
Respira en amarillo. Vuelve.
A la cigarra, a la hormiga, a la retama.
Sé fogata. Limonero en flor. Narciso.
Párate en el brillo del puñal del miedo.
Transforma en bermellón la ansiedad de cartas que no llegan.
Deja, que te acaricie el aura de tu madera noble.
Piratea la risa, los besos y los soles.
Besa tu nombre.
Besa. Una por una, las letras de tu nombre.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar










*


Sobre esta hora atardecida

ellos son figuras negras, aladas

contra un cielo que aún destila luz.

Yo, entre ellos, ensayo despedidas

buscando la posibilidad

de encontrar

el aire

que me falta.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar










Carisma*



Las manos
con algo
de un hálito
de la sabiduría
se posan
La chalina flamea
en el cuello decorado
El instante
es acompañado por los gestos
Las cuentas
husmean los dedos
La utopía
es engalanada por las plegarias
El canto hierático
auxilia
La sanación
irradia la abadía
Barnizada
se desploma
ante la vestidura.


*De Ana Romano. romano.ana2010@gmail.com










*



habito lo arrancado

de nuestra vida juntos

y aún no sé qué voz

podría alojarnos la tristeza


hay nada de silencio

en plena hondura,

solo
el vacío
arde



*De Alejandra Alma. almaalma3h@gmail.com






InvenTREN




De paso*



Lo pensó así en el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.

Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.

Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna...

Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.

Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.

Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero -atinó a pensar más o menos confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.

Los desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:

"Hablar de nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.

¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.

Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?

Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.

De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.

Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:

- ¿Qué estará haciendo ahí?

Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:

- Está esperando.

El joven le mira, incrédulo.

- ¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle...

- Probablemente él sabe.

- Pero si supiera, entonces...

El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.

- Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.

Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 JOSE RAMÓN SOJO.

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PARADA KM 79

ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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