miércoles, agosto 30, 2017

¿HAY CENIZAS DE LA LUZ?


*Ilustración: Julián Alpízar Blanca











ELLA Y LA MANZANA*



Y entonces supo que el amor es así, algo imperfecto, difícil de atrapar, algo que nunca se nos ofrece en una sola pieza, o como lo soñábamos, sino dividido, fragmentado en pedazos que a veces tardan siglos en aparecer…

El último deseo
Enrique Pérez Díaz



Sintió un extraño vacío en su interior al no ver en el banco a quien esperaba... Entre ellos aún no había nada que pudiera ser llamado una relación, a pesar de que podía calificar cada encuentro de memorable. Algo inexplicable, cercano a la angustia, le decía que su ausencia de hoy, no era como para ser tomada a la ligera. Se acercó a una pareja de estudiantes que conversaba en el banco que le quedaba enfrente.
-Disculpen la interrupción –se volvieron hacia él, de pronto se sintió ridículo-. ¿No habrán visto, por casualidad, a una joven rubia, delgada, de boina gris?
-¡Al fin el lobo solitario advierte nuestra presencia! –exclamó la adolescente de cabellos de fuego y mirada azul, y miró a su amigo, que sonrió en silencio.
-No sé de qué hablan –insistió-. ¿No han visto a una joven de complexión menuda, que suele sentarse junto a la farola y conversa conmigo cada tarde?
-¿Está bromeando? –el muchacho dejó de sonreír y lo escudriñó con la mirada–. Reíamos porque nunca nos habla, ni a nadie. Ese banco lo ocupa usted, y nadie más… ¡Si viera la cara que pone cuando alguien se le acerca!
-Solemos decirle “el lobo solitario” –afirmó la muchacha-. Viene al parque cada día a la misma hora, se sienta a leer el periódico, se fuma un cigarro y se va...
-Me admira que conozcan mis costumbres. Así fue, hasta hace quince días, entonces conocí a Eva… tiene el pelo color trigo, largo, siempre usa boina ladeada, se mueve como una bailarina, ¡es imposible que no la hayan visto!
-¿En este parque, dice usted? –preguntó ella.
-Aquella tarde coincidimos en el banco, llegamos a la vez. Yo quería disfrutar mi soledad, discutimos quién tenía derecho a ocuparlo, nos dimos cuenta de lo ridículo de la situación y nos reímos, ese fue el comienzo... Desde entonces nos vemos a esta hora, sin falta, sin cita previa. ¡Ni siquiera sé dónde vive, no tengo su número de teléfono, ni sus apellidos! Hoy no está… les debo parecer tonto, pero me siento inquieto. ¿Están bromeando, es ella parte de esto y me está filmando desde algún escondite? Porque a mi vez, no recuerdo haberlos visto… es cierto que soy distraído -la muchacha negó con la cabeza-. Tal vez la vieron, hagan memoria… ¿No les habrá dejado algún mensaje?
El joven habló, tras intercambiar un gesto de asentimiento con ella.
-No pretendemos faltarle el respeto. A diario venimos aquí, también sin falta, y nunca hubo una mujer al lado suyo...
-Por favor, mírenme a los ojos: estoy cuerdo, soy profesor universitario, enseño física teórica, mi conducta es respetable… Les aseguro que esta mujer es real.
Tras unos segundos en silencio, ella le dijo con tono apenado.
-Considerando su profesión, ¿no ha escuchado hablar de mundos paralelos? ¿De realidades análogas, cercanas y al mismo tiempo inalcanzables? –él negó con la cabeza, después afirmó, ella lo miró compasiva y prosiguió-: Digamos que sí. Admitamos también que entre estos mundos hay sutiles discordancias, que son permitidas por un orden superior, mientras no generen una alteración de orden mayor. Es decir, usted puede tomar por esta o por aquella calle, comprar o no el pan del día, encender o no el televisor al llegar a casa, incluso conocer a una persona con quien sus dobles jamás tendrán interacción, siempre y cuando este encuentro no genere una futura vida no planificada: la nota discordante que no está en el programa del resto de los mundos… -hizo una pausa, el hombre la miraba consternado-. Este es un lujo que no puede ser permitido. ¿Puede calcular las consecuencias, las infinitas bifurcaciones del futuro que ocasionaría dicha desviación? Quizás leo mucha ciencia ficción, soy fantasiosa, pero... ¿Y si usted es el lobo solitario de otro mundo, que tuvo la suerte de encontrar el amor? ¿Si por una corrección del que escribe nuestra historia, intercambió hoy posiciones con su doble de aquí? No lo notó hasta el momento de enfrentarse a quien pudiera alterar el orden de los universos, si se les hubiera dado la oportunidad de terminar lo que comenzaron...
-Entonces, ¿qué sucederá en aquel universo? –preguntó su amigo-. ¿Qué pasará con la joven de la boina? ¿Y con el otro lobo, el que conocemos?
-Nuestro lobo solitario no la reconocerá, pues nunca la ha visto... Aquel día, ella ocupó otro banco, o no fue al parque. Hoy él está cansado, no quiere discutir con una desconocida, así que opta por romper su rutina y moverse a otro lado del parque. No para mientes en ella… como ha dicho, es distraído. Eva, herida ante el gesto de indiferencia de quien había empezado a admirar, tal vez a amar, decide no volver. Él, sumido en su lectura y en las volutas de humo, no advierte que ha restaurado el orden infinito... Jamás sabrá del cambio.
-¿Y que será él? –el estudiante mira al hombre de expresión desolada.
-No hay retorno –la adolescente habla en un susurro, como quien confiesa un secreto-. Quizás, en un arranque de compasión, el que rige nuestros destinos envíe a uno o dos de sus mensajeros para advertirle que no intente buscarla.
El hombre la contempla a través de las lágrimas. Pasa su mirada de uno a otro, sus pensamientos vuelan en desorden. ¿Cómo no guardar memoria de aquellos jóvenes de belleza celestial, frente a él, cada tarde? Escucha el dulce sonido de la voz, aunque tal vez la explicación que sigue no es necesaria.
-Ojalá nuestro lobo capte el mensaje... Se ahorrará el sufrimiento, el vano esfuerzo de intentar encontrarla. Optará por no contarlo, se dirá que todo fue un hermoso sueño y volverá a su diario vespertino en su banco solitario. Nada gana con caer en la desesperación. Es una ley: En una cifra N de mundos, esencialmente idénticos, Eva debe morder siempre la misma manzana.





*De Marié Rojas Tamayo.
La  Habana. Cuba










¿HAY CENIZAS DE LA LUZ?








*



Aquello
destinado a arder:
la luz, el fuego,
eso
que limitado por la sustancia
tiene un final.

¿Hay cenizas de la luz?

En mis ojos
tiembla la sombra siempre
como una premonición.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
















VEINTICUATRO MINUTOS DE SILENCIO*




*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar




"Un cortado", contesto y, apenas el mozo se aleja, vuelvo a abstraerme del bullicio del bar en el que me he refugiado huyendo de la lluvia. Me concentro de nuevo en el paisaje de la calle, en el vaivén nervioso de los transeúntes que, enmarcados fugazmente por los enormes ventanales, realizan apresuradas maniobras para evitar los efectos del súbito temporal que ha agrisado la mañana.
El escándalo de una taza al romperse contra el suelo en el otro extremo del salón me lleva a desviar la mirada por unos segundos hacia el interior del bar. Al hacerlo, mis ojos chocan en forma imprevista contra la pareja que está sentada en una mesa cercana a la mía. Me asombra verla, o más bien comprobar con tardía lucidez que ya estaba allí cuando llegué. Mis ojos miopes me tienen acostumbrado a jugarretas sensoriales de este tipo; sin embargo, intuyo de inmediato que aquí hay algo más, algo que excede mis dificultades visuales. Porque si bien es cierto que no había visto a la pareja, no menos cierto es que tampoco la había escuchado. Sí, esa es la cuestión: no los he escuchado hablar. Por reflejo, miro mi reloj. Calculo que debe hacer unos cinco minutos que estoy aquí. Cinco minutos durante los cuales ese hombre y esa mujer no han emitido un sólo sonido.
El mozo me trae el café. Le echo azúcar, lo revuelvo, bebo un sorbo. Miro de nuevo hacia la calle pero no logro desentenderme de mis vecinos. Me pongo entonces a observarlos con discreción. Él está recostado levemente en el respaldo de su asiento. Ella, en cambio, está apenas inclinada hacia adelante, las manos sobre la mesa, a ambos lados de su taza. Los dos están mirando hacia afuera, a través del ventanal. Tienen toda la apariencia de esas parejas que salen los sábados por la mañana a pasear por el centro. Treintañeros, estimo.
Termino mi café y miro la hora: siete minutos. No hay caso; la pareja no pronuncia siquiera monosílabos. Me viene a la memoria una película argentina con Pepe Soriano que vi en mi adolescencia, más concretamente una escena terrible en la que el matrimonio está cenando en medio de un silencio tan exasperante que se vuelve casi una presencia más en la mesa. Recuerdo haberme quedado azorado, preguntándome cómo una pareja podía llegar a semejante grado de descomposición. Pienso también en un cuento (que al final nunca terminé de escribir) donde la protagonista decide separarse la noche que va a cenar con su marido y descubre que, si no conversan entre ellos como lo hacen las otras parejas que están en el restaurante, es sencillamente porque ya no tienen nada que decirse. Abandono las digresiones cinematográfico-literarias y regreso al ahora: doce minutos.
Trato de imaginar el porqué de ese silencio tan desolador. Podría pensarse que los abruma un problema; quizás la existencia de un familiar enfermo, o la noticia reciente de una tragedia que los golpeó muy cerca. Pero no. No es preocupación ni tristeza lo que emana de esos rostros. Tampoco dolor. Podría pensarse entonces que están peleados. Tal vez discutieron un rato antes de que yo me sentara. O tal vez se están reencontrando después de una discusión para reconciliarse y han descubierto que no podrán hacerlo. Pero no, tampoco es enojo lo que revelan esas facciones imperturbables. Es tedio, un profundísimo, insondable tedio.
Quince minutos. Entiendo que no tienen ninguna obligación de hablar (no soy precisamente la persona más indicada para cuestionar la escasa locuacidad ajena). Pero se nota que están desinteresados el uno del otro, que no disfrutan de su mutua compañía. No se toman las manos, ni se sonríen. Su silencio, entonces, no queda redimido por el goce de ver juntos cómo llueve.
Diecisiete minutos. Recuerdo un caso similar del que también me tocó ser testigo involuntario. Era otro bar, otra ciudad, y era de noche. En la mesa contigua había una pareja que casi no hablaba. El hombre estaba entretenido mirando un teléfono celular presumiblemente nuevo y se limitaba a hacer cada tanto algún comentario sobre las virtudes del aparato. La mujer le contestaba con desgano, ostensiblemente aburrida. Recuerdo que ella levantó los ojos y se encontró con los míos. Debió haber adivinado que me parecía atractiva, porque desde ese mismo instante empezó a desplegar los gestos propios del coqueteo inconsciente: juguetear entre los dedos con el colgante que adornaba su garganta, retorcerse la punta de los cabellos como al descuido, acomodarse la melena con un movimiento suave de la cabeza. Cada tanto se volvía con disimulo hacia mí; era evidente que clamaba por una mirada masculina que la devolviera a su condición de mujer deseable. No parece, sin embargo, el caso de la pareja que tengo ahora cerca de mí. No se miran entre ellos, pero tampoco miran a nadie.
Diecinueve minutos. Conozco parejas que, de tan sociables, dan la impresión de no querer estar a solas el uno con el otro. Es como si necesitaran imperiosamente la presencia de los demás para no hastiarse, para no tener que afrontar el riesgo de un encuentro sin máscaras. Me pregunto si será ésta una de ellas, y la verdad es que me cuesta imaginarlos charlando animadamente con alguien, o riéndose a carcajadas en medio de un grupo de amigos. Hay un aura de inocultable fastidio con la vida o consigo mismos que ronda sobre sus cuerpos inmóviles.
Veintidós minutos. La lluvia ha cesado. Los paraguas se cierran y la peatonal recobra el aspecto que presentaba media hora atrás. Llamo al mozo. La pareja, no. ¿Entonces no entraron, como yo, para guarecerse del diluvio? El tomar algo en un bar, ¿formará también parte de sus salidas? Parecen estar allí sin la más mínima convicción, sin saber muy bien el motivo. Quizás sea esta su rutina de todos los sábados por la mañana pero, en ese caso, ¿por qué la reiteran? ¿Qué invisible pero inflexible mandato los obliga a cumplirla, si es evidente que no la disfrutan?
Pago. El mozo comenta risueño algo acerca del clima y se va. Miro mi reloj: han pasado veinticuatro minutos. Espío por última vez a mis vecinos. Por un momento, especulo con la caprichosa posibilidad de esgrimir una excusa endeble sólo para hablarles y poder oir sus voces. El pudor me obliga a desechar la idea de inmediato. Me pongo de pie, paso junto a ellos. Salgo.
Frente a la puerta del bar, un hombre cruza la calle de manera imprudente y el conductor que casi lo atropella le dedica una grosera reprimenda. El peatón retruca el insulto y sigue su camino como si nada.
Comienzo a remontar la peatonal, sintiendo que me sumerjo lentamente en un mar surcado por otras, muchas, infinitas, irreparables variantes de la incomunicación.


*Publicado en Crónicas del Hombre Alto. Editorial Palabrava. Santa Fe. 2013.














La noche de los caballos como seda*




A la mujer a veces se le encabritaba la mirada.

Era como si un río de caballos negros y sedosos la traspasara en la búsqueda del mar.

Un día se dejó ir desnuda, con pequeños adornos de corales rojos y negros.

Llegó hasta la orilla.

No sabía si seguir o volver a la blandura del sueño.

El cazador de gestos sabe el final.

Sea como sea que termine la historia, a la mujer nadie le quitará de los ojos el brillo de los caballos galopando su noche.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar















Contagio*



Los muertos atraen la muerte, simplifican la comedia, arrumban los papeles y sepultan los disfracen en los roperos.
Juan Benet




Llegaron en la tarde. Sus figuras deslumbradas en el quicio de la puerta. El filo del sol en los sombreros, con pinta de haber merodeado, hambrientos, por el pueblo. Sin embargo, inmóviles en la puerta, parpadeando al mismo tiempo, parecían tener todo menos hambre. El calor era redondo en la estancia. Chupaba los cuerpos. Fruto seco lo que tocaba. Las respiraciones de los hombres se amontonaban. El dueño del bar, somnoliento, sentía el aire caliente desprendido, en mayor parte, de ellos. Sus manos barajaban ases, tréboles, reyes. Dejó el mazo de cartas y miró el polvo que, al fin, se asentó en los hombres. Uno, el más alto, dio un paso adelante y dijo:
—Queremos cerveza.
La voz recorrió, leve, la estancia. Después se apagó en el calor, como lumbre en el agua.
—Pasen, pueden sentarse — respondió el dueño.
Los hombres se miraron. Consultaron en silencio al que había tomado la iniciativa. Éste movió los ojillos y carraspeó. Bajo el sombrero eran profundas sus meditaciones. Alargó un dedo.
—Está bien.
Los hombres se sentaron al mismo tiempo. El dueño sirvió seis tarros. El vidrio de los tarros reprodujo, un instante, sus figuras.
—Tardamos mucho en llegar —dijo uno.
—Eran fuertes las tolvaneras.
—No hay señales, ni indicaciones.
—Pudimos llegar a cualquier otro lado.
—Después veremos qué hacer.
El dueño los ignoró. En ese lugar todos llegaban por accidente y decían siempre lo mismo. Por eso la clientela menguaba en tiempo de secas. Y entonces mataba las horas entre las cartas, satisfecho mientras lo demás ardía.
Los hombres alzaron los tarros y bebieron. Solemnes, en el movimiento llevaron sus semblantes a la luz, también las narices, los afilados bigotes. El sonido del líquido en las gargantas, las lenguas chasquearon. En el silencio cualquier brizna se oía. Por eso, para no incomodarlos, para no atender su charla, el dueño encendió el radio. La música avivó a los de los sorbos. Eran vivos pájaros sus siluetas. Sus voces se enredaban en un murmullo que se comía las palabras. El dueño atisbaba el nervio de las figuras, las manos del principal que conducía el acto. Las cervezas pronto se acabaron y pidieron la segunda ronda. El dueño tuvo recuerdo de otros, merodeando en el pueblo, en las calles. A veces se asomaba y los veía ahí, perdidos en el llano, heridos de sol, aturdidos por sus estoques.
Destapó seis botellas y se acercó con la charola. Regresó a la barra y estuvo un rato ahí, escuchándolos, medrando con la venta del día. Los hombres, oscurecidos por los sombreros, seguían con su charla.
—Hay que apresurarnos.
—Sí, antes que anochezca.
—Pero, ¿a dónde vamos?
Y entre preguntas el vuelo de las manos, después en ristre a las cervezas, apagando el calor en las bocas. El dueño, aturdido por los sorbos, por el sopor y por el sol que le incendiaba la calva.
Entonces, un trueno en la estancia. El fuego derribó a uno de los hombres. Estrepitosa su caída. Pajarillo cazado al vuelo, pronto dejó de moverse. Un destello en los ojos abiertos y sorprendidos. La bala había hecho trizas la ventana. En su lugar afilados cristales, dientes en el marco. Abajo el polvo relucía, como la muerte en el convidado. Lo orbitaba una mosca que estuvo un instante en el gesto, alambrista entre los labios. En algún tiempo cundiría el hedor y llenaría las cosas de muerte. Y los hombres se acercaron y examinaron al inmóvil con gesto de disgusto.
—Te lo había dicho —dijo uno.
—Era previsible —dijo otro.
—Debimos abandonarlo en el camino.
—¿Cómo íbamos a saberlo?—tarareó uno.
—Una señal, una mancha en su ropa.
—Lo que sea.
El líder inclinó la cabeza. Sumidos entre nubes, sus pensamientos, sus imaginaciones. El gesto llenó la cara de arrugas.
Flanquearon al unísono al muerto. Dos de cada lado. Sin el líder. Una mancha en la camisa, agrandada por el incesante borboteo. Los ojos a la sangre, con miedo a la marea en el piso. El radio seguía ajeno con su sonsonete. El dueño emergió de su asombro y lo apagó. Se acercó a los hombres. La orilla de sangre tocaba las puntas de los pies. El muerto seguía con los ojos en el techo, el espanto en el gesto, como si presintiera el embate de las moscas, de los previsibles carroñeros.
—Va a oscurecer.
—Te lo dije.
—Quedaremos a mansalva.
El líder los calló con una mirada, se acercó al dueño y le preguntó:
—¿Cuánto dura la tarde aquí?
—¿Cómo? —respondió.
—Sí, ¿cuánto tiempo? —dijo impaciente.
El dueño sólo atinó a balbucear. El líder abandonó su indagación y se asomó por la ventana rota. Hundió la mirada en el llano. No había sitio para ocultar al posible tirador. Sólo tierra amarilla, sosegada por la falta de viento. Un cuervo entró en la desolación y picoteó maniaco el suelo. Después alzó la cabeza y un manojo de plumas, el destello de las alas, su vuelo.
El dueño, además de la muerte, sentía una perturbación en el ámbito, la sensación de muchos cuerpos diminutos quitando sustancia al aire. Intranquilo, dijo:
—Señores, deben sacar al muerto, no quiero problemas.
Los hombres lo miraron. Él miró sus figuras sin vértice, suspendidas en el fondo de un sueño. Y metido en el silencio el muerto, persistente con sus ojos abiertos.
—¿Qué hacemos? —dijo uno.
—No lo quiero aquí— arremetió el dueño.
El líder se acercó y le puso una mano en el hombro. Luego señaló el exterior y dijo con lenta voz, impregnado de veneno:
—Esta tranquilidad es falsa, ¿no lo sabe?
El campo amplio e inerte. En los límites de un marco las nubes, la tibia línea del horizonte. Los hombres, al unísono, como borregos a la contemplación. Y el vacío que iba del paisaje a sus cuerpos.
—Aquí no pasa nadie. Sólo extraviados como ustedes —dijo el dueño, manoteando.
—Entonces tendrá que acompañarnos.
—¿A qué?
—A dejar al muerto.
El dueño iba a replicar pero percibió en el otro un movimiento, una mano hurgando entre las ropas. Brilló la boca de una pistola. La boca fue tocada por la luz y osciló lentamente, advirtiendo. El dueño sintió un abismo frente a él y, sin asentir del todo, se apartó unos pasos.
El líder fue por los restos de cerveza y los bebió de un trago.
Sonrió.
—Vamos —dijo.
Los hombres sujetaron al muerto por los pies y por las manos. Su reposo había dejado una mancha uniforme de sangre. Y sobre ella una mosca, su ávido aleteo. Espantaron a la diminuta y, a una señal, caminaron hacia la puerta. Dos de cada lado y el líder al frente de la procesión; atrás el dueño. Pesaba la muerte en el hombre y lo sujetaron con fuerza del pantalón y la camisa. El triste bamboleo dejaba un reguero de sangre en el suelo. El dueño imaginó el lento arrastre de un toro, la derrota del cuerpo, los belfos dejando su huella en el ruedo.
El descampado en vivo amarillo por el polvo. Algunas huellas de animales. A lo lejos los tejados de unas casas. Los ojos bajo los sombreros, por el declive del sol, una ceniza apagada.
—Vamos al matadero —dijo uno.
—Tenemos una oportunidad.
—Apurémonos.
El líder, con un dedo en sus labios, los calló. La procesión se detuvo. Oteaba el horizonte. Ni un ruido había pero el dedo seguía ahí. Vacío de sangre el muerto, por el recorrido, por tanta espera. Como corderillo entre los hombres, los abiertos ojos al cielo.
—Escuchen —murmuró y dura la quijada, una piedra.
Un poco de viento en el polvo. Nubes entre las piernas. Las botas en el amarillo, sus puntas rojas. Un cuervo en círculos sobre todos, sobre ellos como una corona. Para el cuervo toda la atención de los hombres, a las plumas que dejaba, a su grajeo. Y el ave se perdió y los hombres volvieron al nervio:
—No es nada.
—Es sólo el pájaro.
—¿El mismo de antes?
—Quizá sea una señal.
—Es probable.
—No pasa nada.
—Sigamos caminando —dijo el líder.
El calor había menguado pero aún encandilaba. El resplandor vespertino sobre las piedras. Los hombres sudaban, dejaban sombras filosas. Sentían que cada paso, cada respiración, era un anzuelo.
El dueño caminaba tras el líder, a un par de pasos, tras la penumbra que proyectaba su espalda. ¿Hasta dónde llegarían? Porque más allá de las casas no había nada. Un barranco, más tierra amarilla, un sembradío de cadáveres, no sabía. Sólo los que merodeaban tras la ventana, los que entraban al bar y luego se iban.
Bajó la vista y se encontró con la pistola enfundada en la cintura del líder. Tan atento estaba al silencio, a la esquiva señal que no llegaba, que no atendía otro peligro. El dueño alargó la mano y con veloz movimiento lo desarmó. El otro sintió la ausencia y descargó con furia el puño. Pero el dueño estaba fuera de su alcance y el puño en el aire, de vuelta, como cosa imperfecta, inacabada. Intentó un nuevo embate, pero la pistola, su boca donde había estado la luz, sosegó al belicoso. La única violencia era la del sol, tras él, que lo coronaba. Los hombres detuvieron la marcha y sus voces bajo los sombreros, apagadas, como desde el fondo de una botella. El dueño aquietó las voces ladeando la cabeza. Pero entonces los hombres dejaron caer al muerto. Un ruido seco, el del cuerpo en el suelo. Y mientras la visión, mientras el caído encontraba su natural curso, los hombres desenfundaron sus armas. Brillaban todas. Todos con resplandores en las manos. En semicírculo los otros, en dirección al dueño, apuntando. La desventaja era clara. El líder le sonrió a la manada que se regodeaba pensando en el solitario, en su final en esa tierra de nadie. De nuevo el abismo para el dueño. Pero esta vez cerró los ojos para conocer la oscuridad que lo esperaba. Desgranaba  entre temblores una oración cuando escuchó el silbido de las balas. Y sus captores, como soldados de plomo, de un solo embate cayeron. Algunos boca arriba, otros de costado, como barcos encallados. Las ropas pronto anegadas, abrevando en la sangre; también las botas, los brazos.
El dueño se agachó y miró alrededor. Nada había cambiado. La desolación del cielo, naranja por la ruina del sol. Se acercó a los silenciosos, a la ofrenda de dispersos sombreros. Los cuerpos, a la distancia, como los peces después de la red, con las bocas abiertas. Y con el primero compartían, además del silencio, la mirada en el cielo.
El dueño miró la sangre que manaba y que aquietaba el polvo. Estuvo un rato pensando, las manos con nervio, el gesto. A lo lejos la puerta del bar, el perfil de las mesas y los vasos ahogados por la penumbra. Entonces, aguijoneado por la codicia, comenzó a esculcar a los caídos. Hurgó en las camisas, en los pantalones, en las botas. Tuvo particular cuidado con el líder, cuyo cráneo había sido limpiamente perforado. Y en el afán la sangre en las manos. Contó varios billetes, opacas monedas; incluso un anillo. Los dejó bien esquilmados. Un destello en sus manos era la sangre. Tan abundante que goteaba. Alzó las manos y las miró, leves hojas, a contraluz. Miró el bar y deseó estar ahí, frente al mazo de cartas, parpadeando. Y de vez en cuando, por la ventana, como en irremediable noria, los merodeantes.
Una línea en el cielo dibujó un cuervo. Tuvo presentimiento de algo en el aire. Olisqueó sus ropas. Lentamente comprendió y trató de limpiar la sangre de las manos. Pero sus esfuerzos fueron en vano y más cundido quedó: el cuerpo todo de diablo. Y el rojo corría como agua entre los dedos.
Aguzó la vista. Un brillo a la distancia.
Y esperó, paciente, el trueno.




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
-Del libro de cuentos "La herrumbre y las huellas".



-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.













Pan de utopía*



El adagio aparta el pausado tiempo

de los sonidos en esta madrugada.

Llueven esquinas y desvíos

y se abren andariveles oblicuos

por donde se acerca la mañana.


La llevo de la mano hasta mi casa

hablamos de cosas imposibles...

Soñamos –por ejemplo- tener el don

de leudar la esperanza...


No arreglamos el mundo

pero desgranamos

tibio pan de utopías.

-Y en los tiempos que corren me parece bastante-



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar










*


Aquí
comienza la intemperie.

Los días
que vendrán
-sabemos-
tendrán
el desamparo
de todos los inviernos.

Abrigame
en tu ternura.
Caminemos.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












*


El lenguaje es una extrañísima armadura (para defenderse de la intemperie como cualquier armadura) que está hecha de intemperie, pero de la intemperie de adentro.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







Inventren






Como agua de río*



Tremendamente bonita y frágil para que el guarda se preocupara de pedirle otra cosa que no fuera el ticket de ida y por una cuestión estrictamente imprescindible. Ni se le hubiese pasado por la cabeza recordar que junto al boleto, la empresa exigía constatar, a través de la verificación del documento, la identidad del pasajero. La joven meneaba como ninguna el gracioso culito y lo único que se le ocurrió al empleado fue ayudarle caballerosamente, a subir los petates y acompañarla hasta la clase turista.
Dos inocentes pestañeos le bastaron para regresar más tarde por si necesitaba algo y para preguntar si le resultaba cómodo el viaje.
Meiri da Silva no se explicaba cómo aquel adorado gigante rubio que conoció en la discoteca había sido capaz de fingir tan bien. Se había acostado con ella al segundo mes de conocerla luego de haber conseguido que le tuviera confianza ciega. Sin más, enamorada perdidamente, se había dejado llevar, como agua de río, por las ensoñaciones del amor adolescente.
También como agua de río había subido al ferrocarril aquel sofocante mediodía de lunes, en Brasil, Corumbá, su ciudad natal, con destino a la localidad boliviana de Quijarro. Veintiuna horas la separaban del arribo de modo que decidió acomodarse para disfrutar del paisaje. Un recorrido que sabía difícil por lo azaroso del camino, la precariedad de los vagones y lo rudimentario de los servicios.
Dos historias le habían contado acerca del tren. Una, que hace algunas décadas en estos mismos vagones, se trasportaba enfermos de fiebre amarilla muchos de los cuales murieron antes de llegar a destino y la otra, la que afirma que, en una trayectoria tan larga y accidentada, todo viajero que sube en él en realidad desea quitarse la vida.
Quitarse la vida era lo que había querido hacer Meiri cuando se dio cuenta de que era una chica abandonada que había dejado de creer en el amor y en la palabra de los hombres. Los primeros meses de relación fueron brillantes. Había descubierto el goce del sexo y el vértigo de una vida, dentro de las costumbres pueblerinas en las que se había criado, diferente.
Conoció gente nueva, participó de fiestas inolvidables a las que, poco a poco, se fue incorporando de la mano de su amor. La repetición de los viajes en su maravillosa compañía la alejaron, sin demasiada culpa, de los estudios y de su familia. El sentimiento era tan grande como el futuro luminoso que preveía junto al amor de su vida. La marihuana primero y luego el consumo de otras sustancias fueron solo un escalón para la conquista de la tierra prometida.
El traqueteo del viejo y sobrecargado tren casi impide que escuchara la voz imperativa de la obesa mujer:
-¡Señorita! ¡Señorita!- Abrió los ojos alejándose con dificultad de los recuerdos sin estar segura de que fueran ciertos o fueran un sueño estremecedor. Sueño que la acosaba cada noche y que le impedía dormir a no ser que se ayudara con grandes dosis de ansiolíticos, conseguidos a fuerza de condescender favores.
-¿Necesita agua? -¿Agua?- Sí, me quedan dos botellitas ¿las quiere? El polvo que se levantaba entre los pasajeros por el paso de los vendedores, la ropa colorida, los bultos que fuera de los buches para maletas llevaba la gente; el olor penetrante del cerdo guisado, de las verduras frescas que se vendían dentro mismo del vagón, los quesos, la algarabía que producían los que hablaban a los gritos, no le impidió notar la dudosa calidad del agua embotellada que le ofrecía la improvisada vendedora. Tenía la boca demasiado seca y sabiendo de la inexistencia de salón comedor donde aprovisionarse del preciado líquido, se apresuró a comprar las dos unidades ofrecidas.
El asiento del tren de madera dura, rígido en sus noventa grados comenzaba a endurecer su espalda sin embargo no dejaba de maravillarse de la cantidad de niños ofreciendo arroz con carne roja o pollo y agua envasada por ellos. Se trepaban cada vez que la estructura se detenía en las estaciones y con llamativa facilidad, luego de vender sus productos, saltaban del tren en movimiento, sin ninguna precaución.
Entre comida y comida que probaba sin pensar en las consecuencias que podrían traerle a su organismo, de hecho para nada dañinas pues eran sabrosas y recién cocinadas, volvía a sus ensoñaciones y a sus recuerdos.
Apoyada la cabeza sobre el vidrio de la ventanilla a medias abierta,
el calor era agobiante y el viento que se colaba sin pudor por las rendijas del tren no alcanzaba a refrescarla ni a evitar el mal olor que llegaba de los baños.
Todo había transcurrido asombrosamente rápido. El amor, los viajes, el conocer a aquellas personas importantes, el lujo. Un cauce encerado y vertiginoso del que no quiso ni hubiera podido abstraerse, a menos que hubiese tenido el espacio suficiente que le hubiera permitido pensar a tiempo.
El guarda pasaba de vez en cuando y la miraba con ojos pícaros mientras trataba de despertar a la gente que dormía en el piso mugriento. Con malos modos, los obligaba a levantarse y a quitar del camino sus molestas vasijas cargadas de mercadería.

Al atravesar la zona de pantanos maldijo no haber traído repelente de mosquitos y se extrañó que no hubiese aparecido un vendedor que se lo ofreciera. Protegió su frente con un pañuelo. No conseguía recordar en qué momento la habían obligado a tragar los globos de látex, conteniendo la mercancía que debía entregar llegada a destino. No conseguía recordar en qué momento habían empezado los dolores espantosos de estómago ni pudo evitar que la gente que la rodeaba no advirtiera sus estertores y gemidos.
Los gritos de alerta al guarda no demoraron. Cuando el hombre consiguió atravesar la barrera de bolsas y de personas de pie apoyadas contra los asientos, Meiri ya tenía el rostro lívido y la boca retorcida. No pudo responder a los insistentes llamados… no pudo.



*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell






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