miércoles, octubre 26, 2016

COMO LA FRÁGIL CENIZA SUSPENDIDA ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA...



*Obra de Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010)

-Ver galería en Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam








*


Si hemos de volver
que sea después
asidos
de una mano
invisible:

hoja en el viento
pluma del ave
rama caída
diente de leche
fruto maduro

todo

lo que carezca
de una voluntad
que el imperio
de los otros
pudiera detener.



*De María Belén Aguirre.
(Tucumán – 1977)








COMO LA FRÁGIL CENIZA SUSPENDIDA ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA…








La memoria del mundo*


Cada palabra que traemos al mundo
muere en el mundo
y suelta
acaso
la luz
un perro
una bicicleta oxidada
deja de sí
una estela de animal que se arrastró
hasta
vaciarse
con nuestro horror ante la muerte
cabe preguntarse
si el mundo
es algo más
que un enorme osario de cosas dichas
que se sueñan que se dicen
si nosotros mismos no somos más que
[un compendio de fantasmas
reunidos en torno a una memoria
prodigiosa
que pregunta
por ella misma.


*De Jotaele Andrade. elcomensal@yahoo.com.ar

-Poeta. Nacido en La Plata. 1974
Le han publicado:
El salto de los antílopes - Editorial El Mono armado, Capital Federal, 2012
El oleaje del mundo – Editorial Azul, 2013
Elefantes con anteojos (selección) – Ed. de bolsillo, Editorial Morosophos, La Plata, 2013
La mano del verdugo – Editorial Ediciones de la Eterna, Tucumán, 2014
Los metales terrestres – Editorial Añosluz, CABA, 2014
Elefantes con anteojos, tomo I – Editorial Ediciones de la Eterna, Tucumán, 2015
El psicólogo de dios – Editorial Qué diría Víctor Hugo, CABA, 2016
La Rosa orgiástica – Editorial Añosluz, CABA, 2016

-Coordina el Festival y Acampada poética de la Ciudad de Azul.
-Coordina el Taller de literatura de La Coop.

***











Tierra en la boca*



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



Es agosto y tocan la puerta. Mi madre se levanta del sillón y se acerca a la entrada. Está unos segundos indagando por la mirilla hasta que escuchamos la voz de un hombre. Dice que encontró a mi padre. Mi madre no le cree y le pide una prueba. El hombre le muestra algo pero ella, aún dudosa, no quiere abrir. El hombre le dice que dejará a mi padre en la puerta y se va corriendo. Escucho su carrera nerviosa. Estamos un rato, indecisos, mirándonos en silencio. Es peligroso salir y asomarse a la calle. Los balazos son cosa de todos los días. Sin embargo, puede más la curiosidad, así que abrimos con mucho cuidado y, casi al instante, cae el cuerpo ensangrentado de mi padre. Aún tiene la gabardina con la que salió en la mañana. Su camisa amarilla está roja y llena de agujeros por donde entraron las balas. El pantalón hecho pedazos y la pierna derecha, medio descoyuntada, indican que fue arrastrado. Imagino sus piernas atadas por una gruesa cuerda a la defensa de una camioneta. Imagino, también, las sordas risas de sus ejecutores. Mi padre salió muy temprano en dirección al pueblo vecino. Le dijimos que no lo hiciera. Salir, caminar o asomarse por una ventana son, desde hace mucho, actos muy peligrosos. Pero a él se le metió la idea de ir con su madre. Soñó varias noches que ella agonizaba y, ante la imposibilidad de comunicarse por el corte de las líneas telefónicas, decidió visitarla.
Lo arrastramos por el pasillo y lo llevamos a la cocina. Resoplamos por el esfuerzo. Mi madre siente alivio cuando comprueba que el reguero de sangre no ha llegado al tapete que está en el centro de la sala. Ese tapete, dice con frecuencia, es uno de los pocos regalos de bodas que aún conserva. Recupera el aliento, su pecho se estremece y me dice que no podremos enterrarlo. Me encojo de hombros. Después mira las baldosas blancas de la cocina y se sienta en una silla de madera. Me acerco al cuerpo de mi padre. Aún sale un leve flujo de sangre; pequeños borbotones en el estómago, coágulos que ceden y comienzan a vaciarse. Pienso en los autos viejos, que siempre tienen fugas de aceite o de anticongelante. Hay que limpiar este desastre, sin embargo, no tenemos cloro y el agua que queda hay que racionarla. Así que, quizás para no verlo y suponer que no ha pasado nada, subimos las escaleras y nos metemos en nuestros cuartos. Me tumbo en la cama y escucho las detonaciones que retumban en las calles aledañas. Es tan natural como escuchar el agua hervir o los truenos que anteceden a una larga tormenta. Explosiones grandes y pequeñas. Oscuros fuegos artificiales.
No puedo dormir. El insomnio me atenaza la cabeza. Me pregunto si la abuela ha muerto. Mi madre dice que no existe el pueblo vecino. Está segura. Todos, animales y personas, han ardido. Quizás somos el único lugar habitado del mundo. Recuerdo la necedad de mi padre y las palabras que le dijimos para disuadirlo de su empresa. Pero él nos miró, se puso la gabardina y enfiló por la calle desierta. Trato de recordar más cosas, detalles que hagan vívida la escena. La noche gana en temperatura y en balazos. A veces se oye el motor de un auto. A veces un alarido. No sé de dónde salen tantas balas. Es como si hubiera, en algún lugar del pueblo, una bodega inmensa con armas de todo tipo. No me explico de dónde salen tantos muertos. Tal vez muchos habitantes han sido reciclados y ahora son pólvora que flota sobre los tejados de las casas. Sus voces son humo. Sus almas, quizás, están atrapadas en el olor a carne quemada. Tal vez los muertos recientes, aquellos que aún están de una sola pieza, son apilados como sacos de arena y fusilados una y otra vez, para que nosotros, escondidos bajo nuestras camas, creamos que sigue la fiesta.
Renuncio a dormir. La única ventana del cuarto está clausurada con unas tablas de madera. No hay electricidad desde hace varios meses. Hemos aprendido a movernos en la penumbra. Mi madre y yo tenemos un mapa mental detallado de la casa. Sabemos la disposición de las sillas, de la mesa del comedor y los pasos que hay que dar desde la cocina hasta el pequeño escalón que conduce a la puerta de la entrada. Ahora tendremos que añadir a mi padre como una nueva referencia. En verano, cuando se desplazan por el cielo nubes pesadas, cargadas de lluvia, pienso en que dejarán de arder los esqueletos que se apilan, como llantas viejas, en las esquinas.
Salgo de mi cuarto y trato de averiguar si mi madre duerme. A veces la escucho sollozar, a veces su voz se sumerge en monólogos agrios que parecen retar a los que se solazan con la sangre. Me acerco a su puerta pero no escucho nada. Bajo por las escaleras y me dirijo a la cocina. La luna apenas deshace la penumbra; boquea entre las nubes como un pez que está muriendo. Aprovecho para inspeccionar: aún se percibe el rastro de sangre en el pasillo. Es como un brochazo que se ramifica hasta desaparecer. Miro a mi padre: tiene los brazos rígidos y la cabeza echada hacia adelante. Sus cabellos parecen húmedos. Supongo que seguirá engarrotándose hasta quedar en una posición definitiva e imposible de modificar. Será muy difícil enterrarlo pues son pocos los momentos en que menguan las balas. Lo arrimo un poco más hacia la esquina. Me siento observado por él a pesar de que no pueda verle los ojos. Las calles están oscuras y la luna apenas sirve como referencia. Bebo un poco de agua. Desde hace mucho recolectamos la lluvia en cubetas que dejamos en el patio. Salimos por ellas a pesar del riesgo que entraña alguna bala perdida. Después llenamos un par de garrafones de plástico. El agua está tibia. Bebo sin dejar de mirar a mi padre. El sabor del agua es metálico y pienso que, en este momento, estoy probando la sangre de innumerables muertos. Afuera regresan los tiros dispersos, las granadas y el fuego. La cadena de estruendos es tan cotidiana que, cuando llega el silencio, parece algo ajeno, impostado. Una sustancia artificial. Me asomo por la ventana. Algunos árboles son iluminados por la luna. En la parte superior izquierda, muy cerca del marco, está el agujero dejado por un balazo. Por alguna razón desconocida –mi madre dice que es un milagro– el impacto no ha estrellado la superficie. Ahora tenemos un agujero por el que se cuela el viento. Por las noches se puede escuchar una especie de silbido que se mete en la cocina, sube por las escaleras y llega a los cuartos.
Me siento en la silla de madera. En una pequeña mesa, amontonados, están nuestros últimos bastimentos: un par de latas de atún y un paquete de galletas. No hay nada más. Salimos de casa cuando pierden intensidad las balaceras para buscar comida con algún vecino. Llevamos cosas para intercambiar. Mi madre primero se deshizo de sus aretes de perlas y de algunos electrodomésticos que habían sido obsequios en su boda. Después fueron muebles y algunas herramientas. El último sobreviviente que podrían codiciar es el tapete de la sala. Es color verde y sus contornos ya están deshilachados. Me pregunto para qué querrán los electrodomésticos. Supongo que los guardan por avaricia y que piensan venderlos cuando acabe la violencia. También me gusta pensar que los desmontan para tratar, inútilmente, de fabricar aparatos nuevos, máquinas que no necesiten electricidad. Por eso, en las noches, intento descubrir si hay algún fogonazo de luz en las ventanas de los vecinos. Pero las probabilidades son escasas. Cada vez quedamos menos y es frecuente que, atrás de cada puerta, haya un montón de cuerpos endurecidos, aún calientes.
Me acerco a mi padre. Los arroyos de sangre ya se han secado. Algunas partes de su camisa amarilla se han fundido con la piel. Huele a chamuscado y a una incipiente descomposición. ¿Qué haremos con él? Con el tiempo llenamos el patio con fosas improvisadas en las que enterramos a tíos, primos y a cualquier transeúnte que fuera abatido cerca de casa. Pero conforme se agudizó el intercambio de balas optamos por prenderles fuego y dejar que se consumieran. A veces las personas alcanzadas por la metralla tardaban en morir. Las veíamos retorcerse en el piso, con las bocas llenas de polvo. A veces perdían el conocimiento y quedaban varadas a la orilla de la muerte. Cuando anochecía arrastrábamos a algún caído a la parte trasera de la casa, pero ya no era posible quedarnos mucho tiempo. Simplemente encendíamos un pedazo de cartón y lo metíamos entre sus ropas con la esperanza de que el fuego contagiara todo el cuerpo. Después ya no nos quisimos arriesgar y ahí estaban, náufragos en la calle, mientras nosotros espiábamos.

Me sirvo otro vaso con agua. Por un instante creo que mi padre está dormitando o que ha sucumbido a una espesa borrachera. A veces sueño con una máquina que llora a los muertos. Una caja metálica que activa una grabación de gente gimiendo y lamentándose. En las noches le cuento a mi madre de una máquina aún más sofisticada que proyecte hombres y mujeres artificiales. Le digo que ellos irán vestidos de negro y que enterrarán a los que mueren todos los días. Subo a mi recámara. El agua dejó un latido en mi lengua. Un aire metálico se mete en mi garganta. Me acuesto e imagino que en los próximos días lloverá tanto que el suelo del pueblo se reblandecerá. Entonces saldremos a escondidas, sin llamar la atención, a dejar a mi padre en el patio. Quizás, con un poco de suerte, comenzará a hundirse. Parecerá un barco atrapado por corrientes lentas, algas pegajosas, raíces submarinas que lo llevarán, después de varias jornadas, entre el fuego que nos rodea, a la profundidad de la tierra.










*



Olí el fuego,
en los bosques
donde habitaban
las hembras de mi especie.
Sé que ardían los árboles.
He visto los pájaros huir hacia la estepa;
los escuché cantar.

Me cubrí los ojos
con hojas secas.

Todo es tan sereno,
ahora,
como la frágil ceniza suspendida
entre el cielo y la tierra.
Mi mano
desanda el laberinto
de mi cuerpo sin dios ni cicatrices.

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












Una casa inclinada*



Me contaron sobre un hombre ciego,
que trataba de acariciar las montañas
con sus dedos, tratando de alcanzarlas
y agitando su nariz hacia las cumbres.

Las había visto cuando era un niño,
luego todo fueron eclipses y niebla.
Pero recordaba aún un cielo de acero
bajo otros cielos que también perdió.

Habitó siempre en una casa inclinada,
cuyos crujidos le hablaban en sueños
de cuadros olvidados en las paredes
que jamás le describirían su historia.

Su juventud fue de a poco diluyendo,
el recuerdo de las nieves y el silencio.
Pero él sabía que ellas seguían por allí
esperándole, regalándole su frío aroma.

Con el tiempo, ya diestras sus manos
en el dócil arte del mimbre y el tejido
aprendió a ignorarlas durante los días
y a recordar su aliento por las noches.

Su padre durmió de frío junto a una vid
en sus manos había un puñado de tierra.
Su madre se entregó a una fiebre blanca
de una fría lavandería y llegó su tiempo.

El viento siguió bajando de la montaña,
como las cosas sempiternas y comunes.
El llamado de los pastores, los pájaros,
el golpe del martillo, el mimbre partido.

Caminó entre viñas mustias y marchitas
y un día aciago conoció el tacto sediento
de una mujer que era totalmente sombras
y que transitados unos años lo abandonó.

Se fueron cubriendo sus horas de quietud
de silencios suaves como viejas cenizas.
Se fue amortiguando el eco de sus pasos
y cayeron los últimos pétalos en el jardín.

Las noches se fueron haciendo más frías
y más blancos sus cabellos y sus vigilias.
Aprendió a comer poco, a dormir menos
y lleno de viejos recuerdos sus bolsillos.

Un día la puerta de aquella casa inclinada
quedó abierta a un cielo que era de otros
y sus viejas huellas se fueron tropezando
hacia las alturas que siempre lo llamaron.



*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com












HOY, EL FUTURO*



Lo hemos visto en los filmes más antiguos de ciencia ficción. Era ese futuro lejano de plexiglás y personas uniformadas. Mientras tomábamos el café con leche, alguna tarde de sábado nuestros ojos infantiles se asombraron frente a imágenes de atrayente y repulsiva limpieza, donde los hombres y mujeres sonreían con dentaduras perfectas y viajaban en vehículos de cristal.
Pero ese futuro ya está aquí.
La Défense es un sitio donde los lisos edificios de acero y vidrio se elevan sobre explanadas de cemento; imponente como las catedrales de la contrarreforma, con el deber de transmitir desde su concepto estético un orden del universo.
Bradbury en los años cincuenta se quejaba de que los arquitectos habían quitado los porches a las viviendas, para que la gente no pudiese declinar el ocio en charlas con los vecinos, en la contemplación del árbol de la vereda, en la suave magia de un ocaso. Las casas sin porche llevaban a la sala, al televisor, a la soledad. Individuos aislados, virtualizando ya entonces el contacto con el resto del mundo.
En los edificios de la Défense no existen cambios de humedad ni temperatura, se han abolido las estaciones, los olores, el polvo. Y la gente demuestra su pertenencia a ese contexto con la extrema contención; no vestirán telas estampadas, renunciarán con minucia a los colores llamativos, ordenarán sus cabellos lacios, y solamente se permitirán fragancias sutiles. Son los que se quitan los olores, se cepillan las lenguas, aspiran a la delgadez para emular la bruñida superficie que los contiene. El caótico mundo de la diversidad no ingresa en esas salas, donde se maneja el mundo.
Cifras y estadísticas, fantasmas de la realidad, datos y porcentajes. Ese es el universo que digitan los operadores, quienes llegan en el tren aerodinámico, brillo plateado y velocidad. La rapidez, la asepsia, la falta de asideros nos anuncian que todos están de paso, que cada uno es una pieza reemplazable.
En el filme de Jean-Marc Moutout “Violencia en tiempos de calma”, el joven ejecutivo no ha completado su formación. Se vincula a una mujer común, y vemos a Philippe tan extraño en un departamento abigarrado, pleno de colores y objetos, muebles antiguos y adornitos. Demasiado humano ese departamento, demasiado humana esa mujer con una hija, con una madre, con la calidez de quien se siente conectada a personas con peso y besos e historia propia.
Lo envía la consultora a Philippe a la provincia; a una fábrica de verdad, con el encargo de refuncionalizarla y despedir al personal sobrante. No hay lugar para las antiguas fábricas donde se conserva al empleado que es viejo y ya no produce óptimamente, ni hay lugar para producciones diversificadas u operarios problemáticos. Hay que comprimir. Y Philippe se debate entre los dos mundos, entre las torres de la Défense y el cuarto de su novia, entre las personas reales y las estadísticas.
Existe la transición desgarradora, la culpa, el sufrimiento.
Pero en el final lo veremos descender de su automóvil sin aristas, con su nueva novia sin aristas, y habrá alquilado una vivienda amplia y blanca, despojada. Habrá ingresado plenamente al relato de la realidad del poder, una realidad lisa y matemática, virtual.
El resto del mundo continuará sobreviviendo con historias particulares, con personas que se debaten con el desempleo y la explotación, en casas con fotos y cuadritos en las paredes. Pero no serán la realidad. Aportarán, eso si, un número en alguna planilla.
La Défense se clona en Tokio, en Dublín, en Buenos Aires. Las nuevas catedrales de acero y vidrio nos explican estéticamente el relato de nuestra época. Y vemos, con asombro y horror, hombres y mujeres que sonríen con dentaduras perfectas, lisos y bruñidos, de acero y cristal.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com












Suaves entredichos entre el ojo y la voz*



Eran muchos los dioses y las diosas enlazados en las danzas de la creación. Esa palabra en la boca, a punto, caía en gotas. Al principio, no hubo oscuridad, hubo rojo y sus matices. Las diosas desvariaban en telas con forma de almohadones de algún palacio árabe inexistente aún, incrustaciones de espejos pequeños o brillos o sueños con resplandor. Los dioses al besarlas con su poder centrado, daban lugar al movimiento.  Ellas y ellos se fusionaron en todos los matices de lo femenino y lo masculino. Surgieron los verdes y azules, las gotas, los círculos, los huevos con sus frágiles cáscaras pintadas, suavidad del círculo dónde la boca se abrocha a la vida.
Todo  se nada y saltan las gemas, los rojos, los relieves,  ellos y ellas, dioses efímeros,  se dejaban  hacer por el amor.
Saltan las gemas como burbujas de champagne, sonrisas, plumas en el interior del cuerpo.
Las gemas saltan, se deslizan, abren.
Los botones del cuerpo  desabrochados.
Uvas,  pezones, ojos
¿Puede la creación no ser colectiva? ¿No ser amante?
¿Pueden tantas gemas a punto de expandirse ser fruto de una sola cabeza, mano, alma?
En los  encuentros se fecunda lo por nacer.
Gemas de vida


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar












ESTACIÓN DE LOS TEMBLORES*

“De vez en cuando la vida nos besa en la boca”
(Serrat)


De vez en cuando el crepúsculo nos besa las manos.
Y el presagio se cumple. Y la rosa se prende en el costado izquierdo.
Y se juega el último suicidio. Tiemblan peces de plata.
Atrás las brumas tristes y mujeres dolientes. Atrás los jirones de patria.




ESTACIÓN DE LOS CUERPOS

Hay un esencial rumor entre los cuerpos. Galopes.
Y aprieta la carne una ronca voz comprimida.
Y el elixir de dioses que deshace la boca… se derrama.
Y el cuerpo toma la forma de sus manos y arrasa cicatrices.



ESTACIÓN DE LAS FABULAS

Y él recuerda las viejas leyendas de su infancia.
Y comprueba. Es fábula. Mujer. Panal. Desvelo.
Y le duelen las manos yertas de la piedra.
Y la busca. Y la sorbe. Y la encuentra.




ESTACIÓN DE PUÑALES

Ella mira las líneas de sus manos. Canción que asoma.
Y febrero le trae golondrinas nuevas. Brevedad de puñales.
Y sabe: La canción y la herida son la misma cosa.
Ay .Y le duele en el pecho la sed. Y el pan. Y los cipreses.

Ay, no demores la ciudad sumergida te espera.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com








InvenTREN






SATURNO Y LA EXTINCIÓN*



Voy a Saturno. No es una broma. Me voy a Saturno. Me espera una estación sin proporciones, esto es, un edificio pequeño, flaco, como un cuzquito que se ha quedado en una adolescencia de adulto sin madurar. Una estación de tren en Saturno, sin anillos, sin estrellas fulgurantes, sin cometas cíclicos. Una estación baldía unos rieles sin paralelismo, un horizonte desvaído.
(Si, recuerdo mientras tanto la estatua, cómo no recordar mientras tanto esa estatua)

Me voy a Saturno, en tren. Ya no existe el tren, pero me voy en el tren a Saturno, un tren de vapores blancos, de traqueteo cinematográfico. Una estación de polvo y yuyo que huele a sequía y a deshoras muertas.
Hoy me voy a Saturno mirando por ventanillas sucias, en un asiento de madera, sin valijas.
(La estatua de mármol, los niños, el hombre tensionado, los músculos retorcidos, el grito, los chillidos, el intenso chirrido de la piedra)

Sé que me espera el edificio y que nadie ha puesto en hora el reloj.
Arribo. Saturno sigue devorando a sus hijos.
(Me devora el Dios, me devora el coloso a mi y a mis hermanos, o acaso soy yo quien devoro a mis hijos, quizás no importa quién mate y quién muera en medio de tanto dolor pétreo)

Llego a Saturno. No queda nada. Nadie. Todo, hasta el pasado muere aquí. Hay un grito en el cielo.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com





***
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miércoles, octubre 19, 2016

EL BESO INTEMPESTIVO DE LA VIDA…

*Dibujo de Erika Kuhn.
http://obraerikakuhn.blogspot.mx/









*


Dos o tres palabras en el lugar correcto
son capaces de iluminar un cementerio.
Una vez prendida,
no hay viento capaz de tirar la lámpara.
Las flores se vuelven brillantes
y empiezan a tener sentido
los nombres, los cuerpos.
Dos o tres palabras en el lugar correcto
tienen la ferocidad que abre un jardín.
No importa si está vivo o muerto.

Ahora estas son mis manos.
Todos los fósforos buenos fueron tirados al mar.



*De Valeria Pariso.








EL BESO INTEMPESTIVO DE LA VIDA…










 YO SERÉ UN TERREMOTO*




*De Patricia Suárez. cazadoraoculta@gmail.com





1, Introducción.


Hoy es 22 de enero de 1944 y yo soy Eva Duarte, actriz y la Presidenta de la Asociación de Artistas de Radio.  Estoy segura de que ustedes saben qué día es hoy; pero puede que se les haya abierto la tierra a sus pies, como a estos sanjuaninos, y que la tragedia les haya confundido la cabeza. Una no siempre está en sus cabales; una no siempre tiene los pies sobre la tierra. Tengo 24 años. Nací en un poblado de la provincia de Buenos Aires, Los Toldos. Antes, cincuenta años antes o menos que yo viniera al mundo, vivían ahí los indios de la tribu de Coliqueo. La toldería a la que hace referencia mi pueblo, es a la de Coliqueo. Después me trasladé a Junín y de allí vine a la Capital. Debuté en el teatro con la obra “La señora de Pérez”, en la Compañía de José Franco, hace de esto ya ocho años. Mi parlamento era muy cortito: “La mesa está servida”. Los comienzos siempre son muy duros. Si lo sabré yo, que vengo de un hogar humilde; somos mi mamá y cuatro hermanos. Nuestro padre… Digámoslo así: mi padre falleció dejándonos huérfanos cuando yo tenía tan sólo siete años. Por estos días se cumplen dieciocho años de su muerte. No puedo decir cuánto lo siento, ni si lo siento. Era mi padre y punto. Lo respeto hasta donde se puede; dicen que en eso consiste ser buena hija. Mi madre entonces tuvo que salir al toro con la máquina de coser, una Singer; hacía costura día y noche, día y noche; al principio, bombachas de paisano para un almacén que se las entregaba cortadas. Dedicada a la costura salimos un poco adelante, aunque yo tengo la idea de que los pobres nunca salen adelante sino exprimen a los que tienen para que los ayuden. Algunos me dicen que estoy equivocada; yo no estoy equivocada. Sin ir más lejos: hace justo una semana, en sólo un minuto, la tierra se abrió en San Juan y murieron diez mil personas. Más doce mil heridos. Lo perdieron todo, las casas, las pertenencias, muchos, la vida. Cuando pasó me quedé fría; temblé de pies a cabeza, y aunque me gustaría decir que pedí a la Virgen de Itatí, de quien soy devota, que protegiera a los más débiles, mentiría. Porque me fui de boca y largué unas palabras fuertes. Me vino una puteada a la boca, como si regurgitara hiel. La puta que lo re parió si será canalla el Destino que te obliga a soportar estas miserias. No dije canalla, sino cornudo. En la radio se quedaron mirándome como si yo hubiera sido una estatua de yeso. ¡Es que la injusticia me provoca una rabia sofocante! ¿Cómo quieren que me calle? Por eso estamos andando por la calle Florida, con este calor del diablo, voy con una hucha recolectando fondos para ayudar a los terremoteados.
¡Una ayuda para los huérfanos de San Juan! Vamos, señores, ¿una ayudita por favor?




2, Nudo



A mi mamá la compró mi padre por un caballo y un sulky.
Se la compró a mi abuela.
Mi mamá se llama Juana Ibarguren.
El estanciero que compró a mi madre se llamaba Juan Duarte, el vasco, mi padre. En Chivilcoy tenía su estancia, su otra familia, la familia legítima.
Yo nací Eva María Ibarguren.
Después Duarte. Bastante después.
Una vez me cambié el apellido para actuar en Montevideo, cuando fui con la Compañía de Pablo Suero. Por ver si cambiaba de suerte: Eva Durante. No me terminó de gustar, no me convenció.
Mi padre se mató en un accidente de coches cuando yo tenía siete años. Igual, para ese entonces, ya nos había abandonado. Creo que él no me quería, no estoy segura. Mi madre, nos llevó al velatorio, para que le diéramos el beso de despedida. Yo no me acuerdo si quería o no quería besarlo; fue un escándalo, fuimos todos señalados con el dedo de la ignominia.
Los críticos me califican de actriz discreta. Y ¡qué destino!, vengo aquí, delante de ustedes, nomás a sacar estos trapitos al sol. Igual, somos todas mujeres; seguro que también ustedes sufrieron el escándalo alguna vez, el abandono de un hombre. Siempre hay alguno yéndose sin decirte hasta la vista y parece que te hundís en el desamparo. ¿Verdad?
Lo que yo me pregunto es: ¿las mujeres vivimos en el desamparo porque no tenemos un hombre que nos proteja o porque no tenemos voz?
La carrera de actriz no me consuela de estos pensamientos.





3, Final



Vienen otras actrices conmigo para la colecta, la Comisión de Artistas: Luisita Vehil, Olinda Bozán, aquella retacona es Angelina Pagano, Pierina Dealessi, Aída Alberti, la casi enana: Niní Marshall, Blanca Podestá, Libertad Lamarque, Iris Marga, Mecha Ortiz, Silvana Roth, Enrique Muiño, Angel Magaña, Manuel Alcón, Pepe Arias… Cómo me hace reír el Pepe Arias! Y más gente, más artistas, los artistas siempre parece que somos pocos pero somos muchos. Yo no soy muy buena para las tablas, pero en la radio sí. En la radio hago programas valiosos; de todo, programas históricos, sobre reyes y reinas, sobre santas. La señorita Radio, me llaman. Jabón Federal y Aceite Cocinero auspician mi programa. Un jabón que lava bien y un aceite que fríe las milanesas que comen todos, todos los argentinos, en sus casas. Viendo a Norma Shearer quise ser actriz. Un día, en el cine. Norma Shearer, la que bailaba con las zapatillas embrujadas. Bailaba, bailaba…
Me gusta la radio, me gusta ser artista.
Igual, a veces dudo.
Dudo, sí. Dudo.
Dudo si el arte alcanza, si el teatro alcanza. Si llenarse la cabeza de pajaritos en el cine, desde una butaca, los martes, porque es más barato, alcanza.
El Subsecretario de Trabajo organizó una Cruzada Solidaria, para ayudar a los pobres sanjuaninos. Mandaron aviones, trenes… Hoy, aquí la colecta y más tarde irá al Festival en el Luna Park, a beneficio de los terremoteados también. Es un hombre encantador, quiero que me lo presenten. Me gusta cómo sonríe. Tengo unas cuantas cosas para decirle. Ideas, ideas que me puso la injusticia en la cabeza desde que era chica. Una idea en especial me está dando vueltas. El voto femenino. Ya sé, ya sé. Es una utopía.
Le digo a Dorita, le digo a Sarita:
-Che, ¿vos no creés que también las mujeres estamos capacitadas para votar?
-Dejáte de embromar, Eva –me contestan.
Esas dos tienen la cabeza nomás que para irse atrás del primer pantalón que les gusta. Y eso que no soy feminista.
-Che, Blanquita –le digo a mi hermana que no es ninguna tonta; es maestra- ¿vos no creés que es cuento eso de que las mujeres somos incapaces según el Código Civil? Que digan que necesitamos estar bajo la tutela de un hombre para elegir Gobierno? ¿Quién escribió el Código Civil? ¿Ellos, los hombres? Le dije a Pablo Rapiocci, justo antes de grabar: “Conmigo, Pablo, todos los hombres quieren lo mismo”. ¿Y a ellos les voy a creer a ellos, que piensan con la bragueta la mayor parte del tiempo, que me digan incapaz a mí!?
Todo eso le largo a mi hermana y conste que no soy del Movimiento Feminista.
Blanquita me mira y me hace (seña de que le falta un tornillo)
Pero yo no estoy loca.
Pasa que a mí el arte no me alcanza. Aunque mañana la Virgencita de Itatí me hiciera el milagro de convertirme en la mejor actriz argentina, por encima de la Zully Moreno, encima de la Eva Franco. Aparte, entre nos: con la Eva Franco no me hablo más. Por un asunto con un ramo de flores. Mandan unas flores, cuando hacemos Madame San Gené, en la tarjetita está medio doblada y dice “Para Eva”. Y la Franco, que ya está baqueta, se abalanza encima de los claveles, porque cree que son para ella. Pero eran para mí.
Después, me tuve que ir del elenco.
Me pasé a la Compañía de Pepita Muñoz.
Me fue más o menos. Porque el arte no alcanza. ¡No sirve llenarse la cabeza de pajaritos en el cine, no alcanza! Las mujeres de mi Patria tienen que votar, las mujeres de mi Patria tienen que poder ser Presidentas de la Nación. Dicen que hubo un proyecto de antes que yo naciera, pero no llegó, no se sancionó, le faltó fuerza.
A mí, no. A mí, que me faltó de todo, siempre, la fuerza no me falta.
Yo soy Eva Duarte, ya les dije. Van a ver, esperen a que esta noche me acerque al Presidente Ramírez o al Subsecretario de Trabajo que tiene, Perón. Ya verán en cuanto yo llegue a sus oídos. ¡Me les voy a pegar como un tábano!
Porque yo, Eva Duarte, muchachas, ¡yo seré un terremoto!












Lucy*



Hay algo inminente que nos mantiene alerta.
Y entonces nos movemos con la cautela
de un animal agazapado.
Y somos susceptibles a los sonidos
que parecen inaudibles,
y a la noche, cuando cae silenciosa.


Todo lo que se mueve
pasa por nuestro registro
y somos capaces de distinguir
con admirable precisión
el sabor intenso del romero,
entre todos los demás sabores
que plantamos en la huerta.


Y después está la lluvia,
la lluvia que cae desde hace miles de años
sobre los sembrados y las casas,
y sobre la tierra y las plantas
que esperan con paciencia.
Y se filtra con agilidad
entre los resquicios de escaleras milenarias,
que conducen a lugares ocultos.
Esa lluvia
tampoco cae en vano
sobre nuestro cuerpo.


Así es la estirpe de las mujeres
que habitamos esta tierra.



*De Cecilia Figueredo. ceciliafigueredo@gmail.com

-Inspirado en "Lucy", un film de Luc Besson.
Noviembre de 2014










Hijos míos:
es hora de contarles
que mamá
no es la Mujer Maravilla.
No escondo la capa en los placares,
ni me levanto
a medianoche para sobrevolar la casa.
No tengo visión de rayos X,
ni la habilidad de teletransportarme,
sino, apenas, ay,
un carnet de conducir
y una pereza inconmovible,
a la que derroto algunas noches
para ir en busca de mis niños.
No amaso. No tejo. No coso.
Escribo
y me gusta
sentarme a ver pasar los pájaros.

Quedan avisados.
Entiendan
que no voy a ser una abuela competente,
de nietitos los fines de semana.
Es probable
que el abuelo y yo tengamos
cosas para hacer.
Pero eso sí, les juro,
los voy a amar cada día de mi vida
con este único infinito amor inabarcable
con el que las madres
queremos a los hijos.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
http://temblor-esencial.blogspot.com.ar/










FÉNIX*



Ardo en oscura llamarada,
Sólo los eternos conocemos del fuego
Que devora las entrañas de la tierra.

Renazco, vivo mi ocaso, muero...
En este existir interminable
Atravesando eras,
Eternamente renovado.

He vivido tanto,
Tanto he vivido:
Tempestades y calmas,
Maremotos, playas, presagios,
Batallas, cantares, caricias,
Eclipses, amor,
Celebraciones, duelos,
Adioses y retornos.

Entre equinoccios y solsticios
Continúan naciendo aquellos
Que al morir vuelven a la tierra
Para ser abono de flores del mañana.

Mientras yo permanezco
Inflexible, armonioso, sin mácula,
Esperando ese día
En que alguien, por azar,
Disperse de un soplo mis cenizas al viento
Y éste las torne tan distantes
Como estrellas fugaces.

No vale la pena vivir para siempre.



*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba












EL ÁRBOL Y LA CRUZ*



El patrón la llevó hasta el río en una jardinera. Ella se dejó llevar sin preguntas, sin protestas, de la misma manera que se dejó violar treinta años atrás, cuando don Felipe se hizo hombre, montándola como a un animal. Tampoco entonces ella preguntó nada ni se quejó ni emitió protesta. Se limpió su sangre de virgen de entre los muslos y continuó con sus tareas de sirvienta, aceptando que eso era lo que demandaba el orden natural de las cosas.
Entonces don Felipe padre le había dado una palmada en la nuca a su varoncito con satisfacción, y María había limpiado su sangre, y después de terminar de fregar el piso lavó su vestido con esmero. Silenciosamente, sin nada que contar sin nada que decir al respecto.
Cuando se cruzaba con el patroncito María bajaba los ojos y sonreía, limpiando el piso mientras él le miraba las nalgas firmes de niña. Cinco o seis veces más Felipe la llevó para los yuyos, pero el padre le dijo que ya estaba bien de andar cogiendo indias, y lo llevó a la ciudad, y en una cama de bronce una prostituta francesa lo introdujo en los primeros goces más refinados.
Hubo un tiempo cuando a Felipe se le arremolinaba el corazón cuando María pasaba cerca, con ese olor a limpio y a hembra joven. Era menuda, toda color canela con una trenza negra que le llegaba a las corvas. Felipe trató de dibujarla, y María sonreía con los ojos bajos.
Después el hijo del patrón se fue a estudiar, hizo amigos, conoció más placeres, perdió un poco de tiempo y mucho dinero en Europa, se casó con una chica de buena familia, sentó cabeza, se estableció en una casona de Adrogué.
Los capataces, medieros, el administrador se encargaron de la estancia.
Y ahora Felipe retornó como don Felipe, la barbita cuidada ya canosa, un carretón con libros, cuatro hijos y algún problema político que hizo le aconsejasen alejarse de la Capital hasta que se aquietasen las aguas.
Cuando volvió, primero fue la emoción de volver a ver los lugares de la infancia y la alegría de mostrar a sus niños la inmensidad del cielo en el campo, la negritud de la noche, el terrible bramido de los toros en lo obscuro, la maravilla de los ocasos rojizos, el griterío de los pájaros.
En esos días retornó el olor olvidado de la cocina, la variedad de matices de naranja y rojo en las tejas, el chirriar de la puerta del frente, la sensación del cuerpo del caballo entre las piernas, todas esas cosas que habían seguido existiendo mientras que él las había depositado en el fondo de su mente. Ahora de pronto todo ese pasado le tironeaba de la ropa con manos pegajosas, real y tangible.
A María la recordaba, pero no a esta india de vientre chato y caderas anchas, el pelo gris y la cara arrugada, de fríos y calores y fuegos y años. Sus manos eran las de una anciana, y la sonrisa sumisa dejaba ver una cavidad casi sin dientes.
Don Felipe se había interesado, en Buenos Aires, por la historia de algunos grupos aborígenes. Era hombre de su época. Un caballero discutía sobre todos los aspectos de la ciencia y la incipiente técnica, exquisita e inteligentemente, fumando en el club o en los entreactos del teatro. También en las sobremesas, claro está, en la que algunos descastados lograban introducirse si contaban con conocimientos de interés o hacían escandalizar a las señoras para diversión de los maridos.
Justamente un antropólogo había charlado sobre las creencias de los indios, entre los que abundaba un politeísmo curioso y un animismo enternecedor. Esa noche había un cura entre los invitados, y los hizo reír contando anécdotas de sus días de misionero, y aludiendo a las disparatadas creencias de los pobres salvajes.
Ahora, don Felipe llevó a María hasta el río en la jardinera. Le ordenó que baje, la mujer acostumbrada a obedecer aguardó con rostro impasible lo que vendría.
El patrón le preguntó si en su tribu, allá donde ella había nacido, adoraban a los árboles. María soltó una risita cortés. Don Felipe volvió a preguntarle, y María otra vez rió con su boca desdentada.
Fastidiado, el hombre volvió a preguntarle si allá donde nació adoraban a los árboles, ya con la voz dura y un ceño de enojo, lo que motivó que María siguiese sonriendo pero silenciosamente. Aguardaba sonriente pero sin dar muestras de haber comprendido la pregunta.
Armándose de paciencia, don Felipe inquiría si los árboles eran dioses para los mayores de su sirvienta, quien asentía con aspecto de no comprender y la sonrisa invariable. ¿Es que era tonta acaso? ¿No entendía lo que se le preguntaba, no deseaba responder?
Finalmente el patrón le indicó un árbol –era un ceibo- y le ordenó que le mostrase los ritos de su tribu.
El árbol al que la madre de María le dedicaba sus plegarias y agradecimientos era, justamente, un árbol retorcido de flores rojas con forma de pájaro. Pero no era este árbol. El árbol al que le cantaba la madre de María era el que tenía una cicatriz en la segunda rama, herida hecha por su abuela, era el árbol que estaba al lado de un espinillo y cerca de un bosquecito de totoras, era el árbol sagrado en suelo sagrado que se veía desde el sagrado río en el que pescaban. El árbol de María no era un ceibo. Era ese el su ceibo, en otro lugar, en otro tiempo, en otra vida.
Ahora María llevaba, como todos, un crucifijo al cuello. Un símbolo. No llevaba la cruz de Jesús sino una reproducción manejable del símbolo del Dios que anda por todos lados y sirve para todo el mundo, como una moneda que pasa de un bolsillo a otro. Una cruz igual a otra y sin embargo diferentes, oro, plata, madera, dos trazos perpendiculares y cada iglesia con su campana.
Pero el árbol de la madre de María era ese árbol individual en ese sólo recodo de ese único río en ese mundo sagrado que se les volvió ajeno.
¿Qué hacer cuando el patrón le ordena que cante, que baile, que haga algo para mostrar la religión de la tribu de sus ancestros? La tribu no existe, la religión estaba unida a la unicidad de cada hombre en su paisaje. No se puede exportar.
María sonríe y sonríe mirando el suelo. Espera que ese hombre se calle para volver a fregar los azulejos del patio andaluz.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com











SANGRE DE LLUVIA*



Amo la lluvia. Enamorada de la lluvia. Soy.
En tiempos de vendimia, sabor a rocío tempranillo.
Me viene desde lejos este amor.
La he visto crecer desde las terrenales nubes.
Desde la pasión cosecha de mis padres .Tan breve .Tan violenta.
De mis manos descalzas.
De los gastados espejos de los charcos.
Desde la lágrima a detenida en mi frente.
Desde el vaso y la siesta.
A veces asemeja un hastío, un rostro repetido.
Sangre de una culebra que la anuncia.
Relámpagos iluminando los tristes palos santos.
Estruendos parados en los postes.
Alguna vez no llega.
Se aleja en pasos furtivos con los álamos.
Otras, cae en los techos de chapa, se posa en el vidrio sin ventana,
Baja las pendientes de barro.
Besa los pies al niño que no ve la luna.
Camina hasta llegar a los villorrios fundados a la vera del río.
En los rieles. El tren se va con ella. El hambre queda.
Capa pluvial que se evapora.
Amores y risas en enero.
Crueles vestiduras del invierno.
Desborde.
Quiere parar su caminar de agua y no puede.
Roca y valle. Paraíso e infierno.
Enamorada. Enamorada de la lluvia.
Lluvia. Yo, sangre de lluvia
No encuentra, aún, el legendario grial que la contenga.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com










 *


Mientras la arena crece, una sensibilidad que no sabe a donde va, no cesa de escuchar lo que no existe:
un hálito de luna sobre el mar, la torsión de un pez espada, el beso intempestivo de la vida, que pulsa en el desierto.



 *De Alejandra Alma. almaalma3h@gmail.com







InvenTREN
http://inventren.blogspot.com/






Feria*




*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



Poco antes de mediodía, Mariano bajó del tren.

Siguiendo una vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de la corbata que nunca fue capaz de ponerse.

Pero ahora ya estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte, Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su legítimo dueño.

Cuando salió de la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..." pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo suficiente para comer algo.

Luego, por la tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados, tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.

Al entrar en la habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó, perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí, entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.

Tras la cena, escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo, una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a mirarle fijamente.

—¿No vas a invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.

—Me gustaría mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.

—¿Es más guapa que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.

—Las dos sois muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.

Algo pareció agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que volvió a hablar.

—¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?

—¿Qué más da?

—Dímelo, por favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.

—Bueno, aquí le dicen "Visi".

Un repentino silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:

—La "Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...

No pudo seguir hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.

Las otras también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte, apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia sucedida.

Se recordó veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo. Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo, en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi". Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.

Mientras él se pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar, por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.

Los padres de Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.

El pueblo entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura, hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo que decir al extranjero.

La vida en el pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su rival.

El tiempo fue pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.

Mientras apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole, como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo, sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.

El descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico, a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído tiempo atrás y ya casi olvidado.

Aquella primera vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo durante todo el fin de semana).

Durante la mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma, sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que, después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.

¿Cómo no evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los clientes.

Un camarero le había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas exclamaciones y ruidosas carcajadas.

Habían pasado siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados. Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto, la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar" musitó.

El cambio de expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar? ¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local, donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una cita para el día siguiente.

Pero ése fue un ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo. Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño. Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió otra. Al menos el anís era bueno.

En ese momento, al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Sólo quiero estar contigo —respondió él humildemente.

—Deberías irte. Aquí no hay nada bueno para ti.

—Estás tú. Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.

Increíblemente, a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor, volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo: "Llévame a tu hotel".

Los detalles de ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).

Mariano regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo. Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir, siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces, sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.

A causa de algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras, con idéntica resignación, los viajes de Mariano.

También la "Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además, había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la última Feria y la esperanza de la próxima.

Durante catorce años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más extrañas.

Y ahora, la "Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los años en las calles de la Ciudad.

Se percató de que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.

Pagó las copas y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó. Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.

Esa noche, en brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior, el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas partidas de cartas, al lecho frío.

Al día siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó, hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación, sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente, seguía.

Pero he aquí que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre, extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión diferente. La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho del viajero, una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.

Ignoramos el texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su equipaje y se apea en la primera estación.

Más tarde tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente, pertenece.



-Sergio Borao Llop publicó “El alba sin espejos”







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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:


ÁLVAREZ DE TOLEDO



POLVAREDAS.  JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.



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Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:


ENRIQUE FYNN.



PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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