martes, noviembre 21, 2023

EN EL TERRITORIO DE LO PROFUNDO.

 


*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam

http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160

 

 

 




 

 

 

 

Algunas noches*

  

En la opacidad del sueño el canario ocupa toda la jaula,

como un globo de plumas su cuerpo se le ha atascado

entre los barrotes y no le permite ni un leve aleteo,

sus pulmones colapsarán de sólo intentar un trino.

Sin luz no hay piso ni palo ni columpio ni bebedero,

tampoco el agujero para sacar la cabeza y comer.

La pajarera ha dado a su vida forma cuadrada

como una sandía crecida dentro de un molde.

Estar en la jaula ha dejado de ser un gerundio

y se está volviendo un participio de pasado.

Lo que era un pájaro se ha transfigurado

en un turbio adverbio de consecuencia.

Cuando amanece los canarios cantan

su alivio por el final de la pesadilla

que en la nocturnidad los altera.

  

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 





 

 

IGNORANCIA DE LA NUCA Y EL PERFIL*

  

Juan tiene un nombre común, un nombre casi anónimo por multiplicación de individuos. Juan, a quien le vi un rostro difusamente conocido, me pidió que le firmase un libro y le hiciera una dedicatoria.

Yo no soy una autora famosa harta de halagos y expeditiva por hartazgo.

Hablé con Juan, le pregunté "¿Y quién sos?". Me contestó que no sabe quién es. Le respondí que eso es algo que nadie sabe, que nadie sabe quién es, y dije esto siendo poco original, aunque sea efectivamente cierto. A Juan, que no sabe quién es, escribí.

Nadie sabe quién es, cuál es su esencia, aquellas cosas de las cuales es capaz pero no hace por falta de oportunidad o por no estar lo bastante motivado.

Nos percatamos de que es difícil conocer nuestro interior, creo que podemos acordar con cualquiera en que hay una rápida coincidencia en que sentimos esto, pero rara vez notamos que, al ver el mundo, (el universo, si queremos ser muy abarcativos), al ver el universo no nos vemos en él a nosotros mismos. Todo lo vemos, menos a nuestra propia presencia. Alguna vez un vidrio, un espejo, alguna superficie brillante nos muestra nuestra imagen, pero esa imagen nos mira de frente, alerta y posando para nuestra mirada.

Conocemos al detalle los pormenores de cómo nuestros amigos caminan, sonríen, se enojan. Podemos describir cómo éste se inclina hacia atrás, cómo ella sacude la cabeza aseverando lo que dice, cómo se pierde la vista de él cuando en medio de la reunión súbitamente se sumerge en las profundidades de su propio reducto.

Pero a nosotros, a nosotros mismos no podemos describirnos con propiedad. Cómo caminamos, cómo nos paramos, cómo cambia la mirada cuando una oscuridad nos ensombrece. Son otros quienes nos descifran y reconocen.

Nosotros estamos condenados a ver sin vernos. Nuestra mirada va hacia delante, hacia lo exterior, lo que tenemos enfrente. Nosotros no estamos en ese mundo que nos rodea.

Cuando Myriam se topó de pronto con su imagen chocando en un comercio con un espejo, pudo verse como a una señora un poco confundida que se hacía a un lado, y por un segundo pudo darse cuenta de cómo la ven los demás. Por qué alguien le cede el asiento en el autobús, si en sus sueños sigue apareciendo la muchacha que fue y que quizás eternamente siga siendo en el territorio de lo profundo. Myriam ve una señora, y por un segundo de extrañeza vislumbra la imagen elusiva que se refleja en los ojos ajenos.

En las fotografías y en las filmaciones nos quejamos de lo mal que salimos retratados. No podemos vernos, no queremos vernos, no deseamos modificar ese personaje que vagamente se nos parece, pero es una construcción de nuestra imaginación.

Entre los objetos y los seres, uno hay que no podremos conocer jamás.

Para nombrarlo, le damos el más común y el más engañoso de los apelativos.

Le decimos "yo".

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Crónica Salvaje*

 

La gente atrás de la Inteligencia Artificial

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

En el mundo de hoy se ha exacerbado la distancia con la realidad. Las cosas que consumimos vienen de lugares que nunca conoceremos. El proceso de extracción, fabricación y transporte también es algo que ocurre fuera de nuestro horizonte cognitivo. El tráfico de mercancías, por ejemplo, se realiza por medio de un denso entramado de circuitos protagonizados por barcos inmensos —ahora llamados “portacontenedores”— cuyas rutas, invisibles para el consumidor común, llenan los mares de gran parte del mundo. La periodista Rose George en su libro Noventa por ciento de todo (Capitan Swing, 2014) describe muy bien las rutas comerciales que nos visten, nos dan de comer y nos divierten, pero que casi nadie conoce. A bordo de estos edificios flotantes, además de productos para vender, se concretan los efectos más perniciosos del capitalismo global: combustibles fósiles ultracontaminantes, explotación laboral, ilegalidad y fragilidad de un sistema cada vez más complejo. Otro aspecto de la sociedad de consumo que ocurre tras bambalinas es, precisamente, la gente que echa a andar los engranajes para que todo funcione. Quizás, una de las representaciones más emblemáticas de ese mundo vedado para casi todos es el que muestra la película clásica de Fritz Lang, Metrópolis. El filme de 1927, para quienes lo recuerdan, aborda el conflicto que surge entre los obreros que viven en una ciudad subterránea y la élite que despacha en el exterior. Los habitantes de abajo hacen funcionar, con grandes esfuerzos, la gran ciudad, paradigma del capitalismo industrial de las primeras décadas del siglo XX.

Al igual que los trabajadores de Metrópolis, condenados a mover engranajes hasta el colapso para la vida de arriba, las personas atrás de la Inteligencia Artificial (IA) cumplen un papel fundamental y mayormente desconocido para la implementación de una tecnología que, según sus propagandistas, cambiará para siempre a las sociedades que la implementen. Algunos, incluso, plantean que la IA se fusionará con el ser humano para dar un salto, quizás definitivo, en la evolución de nuestra especie. Sin embargo, estas ideas —pertenecientes al dogma tecnoutopista y al pensamiento místico— tienen fuertes lazos con una realidad que, tarde o temprano, terminará imponiéndose a las fantasías que rodean a la tecnología.

La IA tiene muchas vertientes para analizar. Kate Crawford, investigadora principal en Microsoft Research Lab de Nueva York y en la cátedra de inteligencia artificial y justicia en École Normale Supérieure de París, describe en su libro Atlas de la inteligencia artificial: Poder, política y costos planetarios (FCE, 2022) las capas que componen esta tecnología: la tierra, el trabajo, los datos, la clasificación, las emociones y el Estado. Todos estos elementos desmienten, como afirma Crawford, el concepto de “Inteligencia Artificial”, pues esta tecnología depende del trabajo humano para “pensar” y, en segundo lugar, está profundamente vinculada a elementos naturales cuya intensa extracción pondrá en riesgo el uso masivo no sólo de la IA, sino de Internet y sus bases de datos.

El trabajo, en este caso, es uno de los elementos más difíciles de desmitificar en la IA. El usuario común puede creer que ésta funciona automáticamente, tan sólo impulsada por una serie de comandos. Sin embargo, las cosas no son así. Carl Franzen, en el portal VentureBeat, publicó este año el artículo “The AI feedback loop: Researchers warn of ‘model collapse’ as AI trains on AI-generated content” (“El circuito de retroalimentación de la IA: los investigadores advierten sobre el ‘colapso del modelo’ a medida que la IA se entrena con contenido generado por IA”). La investigación destaca un problema fundamental de la llamada herramienta del siglo: la alimentación de los algoritmos con datos generados por otros algoritmos —y no por humanos— provoca sesgos irreversibles en la IA. El frenesí de las plataformas que usan esta tecnología llenará la red de contenido basura que se reciclará para pervertir aún más el sistema. Una posible solución —difícil de realizar según los especialistas entrevistados por Franzen— es “reconducir” la IA por medio de un “mecanismo de etiquetado masivo” hecho por humanos. La tecnología que, en el papel, genera contenidos sin ayuda de nadie sería como las máquinas automáticas en los estacionamientos que necesitan a un empleado como apéndice para corregir las numerosas fallas que se presentan a diario. Este trabajo, como se puede suponer fácilmente, sería un paso más en la alienación laboral para muchas personas.

No hay que esperar, sin embargo, al esfuerzo de cientos de miles de subempleados evitando el colapso de la IA. En la actualidad ya existe un ejército de “etiquetadores” —trabajadores que entrenan a los algoritmos identificando imágenes, entre otras cosas— que pertenecen a un submundo invisible que mueve los engranajes atrás de nuestras computadoras. En junio de este año, el periodista Josh Dzieza publicó en el portal The Verge el artículo “AI Is a Lot of Work. As the technology becomes ubiquitous, a vast tasker underclass is emerging — and not going anywhere” (“La IA supone mucho trabajo. A medida que la tecnología se vuelve omnipresente, está surgiendo una enorme subclase de taskers, que no irá a ninguna parte”). En el texto, Dzieza describe las vidas de los taskers, es decir, los etiquetadores que refinan o filtran la información para que funcione la IA. Esta clase subutilizada se somete a largas jornadas tras la computadora por magros salarios. Reclutados globalmente, sin conocer en persona a los otros trabajadores, realizan una inmensa cantidad de tareas minúsculas y repetitivas. Esta fuerza laboral funciona como las muletas de una tecnología que se vende como autónoma e infalible. Incluso, nosotros formamos parte de este grupo —aunque sin cobrar un peso— cuando realizamos tareas de identificación en portales de Internet o subimos fotografías e información personal que servirá para nutrir con datos a las máquinas.

Lewis Mumford, el gran crítico de la tecnología y de la sociedad industrial, acuñó el término megamáquina para referirse a un sistema de dominación cuya estructura depende de un complejo sistema burocrático. Los miembros de este sistema participan de él coaccionados de diferentes maneras: por medio de la alienación religiosa o diferentes ideologías que han surgido a través del tiempo. En la actualidad, la megamáquina va más allá de cualquier concepto trascendental, pues se sostiene en una generación de trabajadores que sólo tienen como meta sobrevivir. Son las vidas de los etiquetadores de imágenes o “anotadores”. Uno de ellos, en el artículo de Dzieza que cité anteriormente, afirmó: “Nos tratan peor que a los soldados de infantería. En el futuro no seremos recordados en ninguna parte”. 

Este vacío existencial, propio de los trabajos del capitalismo de nuestro siglo, es una de las características más desesperanzadoras del mundo que existe atrás de la tecnología actual: trabajar sin ningún fin concreto más allá de la paga. En el caso de la gente atrás de la IA, no compromete su vida para crear una sociedad más justa o, al menos, colaborar en agendas puntuales como la adaptación al cambio climático. Sus horas frente a la computadora sirven para desinformar, erosionar los empleos de otros o mantener a la sociedad global atada a estímulos que degradan su comprensión de la realidad y que, a la postre, representa un gasto exponencial en recursos materiales —además de los humanos que ya he mencionado— como han advertido los especialistas. Françoise Berthoud, investigadora en el Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), ha estudiado cómo el mundo falsamente etéreo e inmaterial de Internet —potenciado por la IA— acelera el consumo no sólo de mercancías, sino de interacciones que requieren ingentes cantidades de energía contaminante. Esta dinámica forma parte del mundo invisible que existe atrás no sólo de nuestras pantallas, sino del dogma tecnológico con el que nos han educado. Sólo dándonos cuenta de la realidad que hay atrás de la IA podremos gestionar las herramientas del siglo XXI de manera democrática y, sobre todo, no asumirlas como parte de un proceso irreversible.

 

 

-Fuente: REVISTA COMÚN

https://revistacomun.com/blog/la-gente-atras-de-la-inteligencia-artificial/

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

 (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 






 

 

 

La poesía es un ratón que escapa del mundo*

 

Mirando la televisión, un viejo dibujo animado muestra un ratón en fuga interminable de sus perseguidores. Escapa de todas las formas pensadas de un destino llamado muerte, mientras a su paso se derrumban las paredes de una mansión siniestra, habitada solo por sus victimarios. Huye y se esconde todo el tiempo para sobrevivir.

A la poesía, le sucede algo parecido. Objeto de culto desde el origen del hombre, alejada de los mecanismos de institucionalización y despreciada por no formar parte de los bienes transables de la época que fuese. Su hábitat, como el del ratón, es un territorio oculto y un refugio para los que intentan sobrevivir a un impresentable hogar llamado mundo.

Los buenos ratones siguen escapando, su adn lleva el peso de la historia y no creen que haya otra forma de pensar la vida que no sea de esta forma. El instinto del ratón y del poeta

se afinan. Mientras el ratón respira tranquilo en la noche, sabiendo que ese es el momento de visitar la ciudad y sus restos, el poeta se desliza en la oscuridad buscando palabras para componer su texto.

Algunos ratones y algunos poetas se equivocan y deciden salir a la luz del día. En el caso del ratón, este error de cálculo suele provenir del hambre y le costará la vida. En el caso del poeta, el error radica en una patología llamada narcisismo, que lo acercará a los salones de la vanidad y lo alejará del objetivo primario: la poesía.

Ratones y poesía se parecen mucho más de lo que pensás.

Los buenos ratones, al igual que los buenos poetas no son fáciles de atrapar. Los otros, ya fueron asimilados por un mundo que los seduce, los atrapa, los alimenta y luego los vomita, arrojándolos al basural de las cosas efímeras.

El cerebro del poeta, está condenado a adulterar la realidad y falsificarla. Lo que absorbió durante el largo día será fragmentado y distorsionado, todo lo que sus neuronas de poeta le dicten. Nada de lo que ve es a través del cristal de la reproducción, sino por una especie de laberinto de espejos que perforan y retuercen los sentidos. Este procedimiento es natural en ellos, no así en los narradores, cuyo cerebro es como el de una vieja Kodak de 35 mm o el de los pintores de naturalezas muertas: ambas maquinarias de fotocopiado.

La voz que susurra al ratón y al poeta les dice: escapa, escapa todo lo que puedas.

Llega la noche y estamos escondidos. Mi ratón y yo comemos un trozo de queso mientras pensamos un poema. El mundo nos olvidó creyendo que nos había cazado o que estábamos muertos por sus venenos. Nosotros también lo olvidamos.

Pero no sus garras.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ECOS DE LA CALLE BREWER*

  

Desde la ventana del piso alto

del edificio

de la esquina, no tan lejos de

la bulliciosa

calle Oxford, el viejo Marx

derrama

unas pocas flacas lágrimas

por las cosas

de la historia y por los

ensueños

desvalidos, mientras consume

su momento

mirando hacia la calle.

Engels,

ya muy serio, lo acompaña,

entre los ecos

de lo que parece una

asamblea

de obreros, que se acercaron

desde

Shoreditch y otros barrios

para saludarlo y

escucharlo

con sus miradas heridas y

sus boinas viejas.

Porque la historia ya pasó,

y está pasando,

como un tren repleto entre

la noche,

que nunca puede saberse

adónde va.

  

*De Eduardo Dalter.

-Del poemario "Dos cigarrillos para Eliot" (2015)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un corazón que late en los pies*

 

 

Eres tu propio cielo,

Tu propia luz,

Tus propios colores.

 

Eres tu propio cielo,

Con sus divisiones armónicas,

Con sus milagros cotidianos.

 

Eres tu propio cielo,

Con tu piel llena de estrellas,

Tus mejillas sonrojadas hasta la nariz.

 

Con tristeza en tus ojos

Muestras a los hambrientos:

Dominados,

Pero no convencidos de esa dominación.

 

Eres tu propio cielo

Azul y negro,

Sonriente y ocurrente.

 

Eres tu propio cielo

Que cuando se rebela con sangre y sueños

Recupera su existencia.

  

Eres tu propio y amarillo cielo,

Que cubre adornando sus orejas

Con la caída entre cascadas de tu cabello.

 

Eres tu propio cielo

Con los bolsillos desgarrados,

La miseria sosteniendo a quienes dicen:

“Esto es vivir en paz”.

 

Eres tu propio cielo

Que añora mirar el día

Que ponga de pie a los oprimidos...

 

Eres tu propio cielo,

Tu propia tierra,

Tu propio mar,

Que apachurro fuerte entre mis brazos

Para que la deuda externa

No te arranque también de mi lado.

 

*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com

Coyoacán. México

 

 

 






 

 

 

TRES ESTACIONES Y UNA MENOS*

 

 

Es de noche y hace frío.

El hombre mastica escarcha.

En sus manos tiembla el viento sur.

Es interminable el camino de la soledad.

 

Es de día y el calor es bochornoso.

La boca de la mujer es un desierto salino.

El viento zonda se enrosca en sus pies.

El camino de la soledad termina en el horizonte.

 

El hombre entibia su boca en colinas pródigas.

Su cabeza descansa en valles fértiles.

La mujer refresca su boca en el pico de un pájaro.

Sus cabellos mojados se adhieren a su rostro.

 

El hombre y la mujer exploran.

Una geografía de carbón y obsidiana, los alberga.

El camino de la soledad es una anaconda quieta.

 

*De Amelia Arellano.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

Quimeras*

 

 

En cada calle de cada manzana había lotes vacíos

a veces dos o tres juntos que creíamos uno solo.

Se fueron llenando de modo aleatorio, con casas

mejores o peores. Pasada la curiosidad inicial

nos fuimos habituando a las nuevas formas

de la soledad y la tristeza, de la resignación

de las repeticiones, de los mismos resultados.

Esas casas y esas gentes se fueron asimilando

y envejeciendo como lo anterior ya conocido.

Las improntas novedosas se hicieron rutinas

y las paredes chorrearon el mismo abandono.

Hasta que con los años se perdió la noción del

orden de llegada y todo fue una sórdida masa 

de fracaso. Entonces, inesperada, se nos rebeló,

una extraña noción de la belleza y fue recordar

los viejos lugares baldíos. Y, a la vez, supimos

que una forma de la felicidad era todo aquello

que es imaginable y nunca pasa a los hechos.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

-Horacio Rodio es autor de los libros “Palabras de piedra” Ediciones Baobab. Argentina. 1999 / “Media baja” Ediciones Dunken. Argentina. 2012 / “La insistencia de la desdicha” Editorial Ruinas Circulares 2018 / “El cinturón de Orión” Poesía.  Ediciones Las Flores Argentina 2022 / “Ausencia y Error” Novela (Aparece en octubre 2023) Avant Editorial. Madrid. España. 2023

- Autor del libro de poesía “El libro de Hopper” Pierre Turcotte Editor. Quebec. Canadá. 2023 / Autor de la novela “Una sed extraña” La voltereta Almería España 2023

- Primer premio IV concurso “Traspasando fronteras” Universidad de Almería España 2009 - Primer Premio Cuento Concurso “Villa de Errenteria” España. 2013 - Primer Premio Cuento Ciudad de Azul Argentina 2013 - Segundo Premio Municipal CABA Eduardo Mallea CABA Argentina. Bienio 2011/2013 - Primer premio Cuento Floreal Gorini, C.C.C. Argentina 2015 - Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana Cuba 2015 - Primer Premio Poesía Ciudad de Azul 2015 - Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo 2020. Colombia. -Primer premio de cuento Fundación Gabriel García Márquez. Colombia 2021.- Primer premio libro de poesía. XV Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares. Argentina. 2022

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Cuidar que nuestro amor por la profundidad y lo complejo no nos haga olvidar la belleza de lo simple y escamotear la vida. Pero a no preocuparse: lo haremos siempre. Es parte de nuestra condición.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

LA ESTACIÓN INEXISTENTE*

 

En el compartimento había un hombre vestido a la antigua, con un sombrero algo raído sobre su cabeza. Pensé que no se descubría porque el pelo ya empezaba a ralear. Tenía las cejas espesas y de un gris que ya era casi blanco. Le saludé con amabilidad y me senté frente a él. Puesto que su contestación fue apenas un levísimo movimiento de las pobladas cejas, tardé un buen rato en decidirme a hablarle. Todo viaje es más ameno si en él se mantiene una buena conversación.

- ¿También va a Los Eucaliptos? – pregunté.

Él abrió los ojos, que hasta ese momento había tenido entrecerrados, como si le molestase la luz y no contestó. Lo hizo después de escrutarme de arriba abajo.

-Es posible. Con nuestros ferrocarriles nunca se sabe.

Esas enigmáticas palabras se quedaron bailando en mi mente un buen rato. ¿Iba o no iba a Los Eucaliptos? ¿O se trataba de uno de esos viajeros crónicos que nunca saben con certeza adónde van? ¿Me había equivocado de tren? Debía aclarar cuanto antes este punto. Si tenía que escribir sobre esa estación, no podía arriesgarme a que el tren me llevase a cualquier otra.

- ¿Qué quiere decir? ¿Cabe la posibilidad de que este tren no vaya a ese lugar?  El hombre suspiró y echó un vistazo al paisaje visible a través de la ventanilla.

-Nada es imposible, joven. Cuando se llega a mi edad, uno ya ha visto de todo.

Vaguedades. No me servía. Necesitaba más concreción.

-Mire: Yo necesito ir a esa estación en concreto. Se me ha encargado la redacción de un artículo sobre ella. Si este tren no va allí, debería bajarme ahora mismo.

Percibí entonces que ya estábamos en movimiento. Si había cometido un error, ya no había forma de arreglarlo. O tal vez sí. Podría bajarme en la siguiente estación y regresar de algún modo o bien tomar desde allí un tren que sí fuese a Los Eucaliptos.

-Este es su tren. En efecto, pasa por allí. Pero…

Calló y se frotó los ojos con las yemas de los dedos. ¿Qué era lo que me estaba ocultando?

- ¿Pero?

-Hace mucho tiempo que no se detiene. De hecho, esa estación ya no existe.

Esta revelación constituyó un mazazo. ¿Entonces? ¿Me habían enviado a escribir sobre un edificio abandonado? ¿Tal vez una reliquia histórica? Como si me estuviera leyendo el pensamiento, el hombre se ajustó el sombrero, que se le había movido un poco, y declaró:

-Incluso el edificio fue demolido. Allí ya no hay nada. Pero nunca se sabe

Asentí. Me quedé pensativo. Eché mano a mi teléfono móvil y llamé al periódico, con intención de esclarecer el asunto. Pero no daba señal.

-Eso no le servirá. Una vez que el tren se pone en movimiento ya no funcionan. Es lógico.

- ¿Lógico? No le encuentro el menor sentido. Nunca he tenido ese problema. A veces me he pasado todo el viaje charlando animadamente con alguien por teléfono.

Entonces, por primera vez, sonrió.

-Ya lo entenderá-dijo escuetamente. Luego se recostó en el asiento, echó la cabeza hacia atrás, se colocó el sombrero sobre los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho. Al parecer, se disponía a dar una cabezada. Me pareció que antes de quedarse dormido musitaba estas palabras: “Disfrute del viaje”.

Intenté comunicar un par de veces más, pero sin éxito. Me resigné. Todo el asunto iba a ser una pérdida de tiempo, pero no pensaba renunciar a mis honorarios. Hubiera o no hubiera algo sobre lo que escribir, yo presentaría la factura correspondiente. No era responsabilidad mía que me hubiesen enviado a un lugar ya inexistente.

Puesto que no había con quien conversar, me dediqué a mirar el paisaje por la ventanilla. Era curioso: Mientras avanzábamos, el terreno iba cambiando, pero de una forma que yo no había visto nunca, como si el crecimiento o la decadencia de las plantas y árboles tuviese lugar por tramos o como si se produjese con una aceleración desconocida.

La visualización del horizonte despejado me tranquilizó. Empecé a pensar con mayor claridad. Podría ser, especulé, que el tipo del sombrero me hubiese mentido, o que estuviese en un error. Me dije que todo se aclararía al llegar al sitio. No había por qué preocuparse. Sin embargo, los constantes cambios de luz en el exterior me desconcertaban. Tan pronto estaba nublado como lucía el sol. Un par de veces, mi compañero carraspeó, pero no daba señales de recuperar la consciencia.

Atravesamos un par de pueblecitos, pero el tren no se detuvo. Me fijé en que ahora parecía viajar a mayor velocidad, pero lo achaqué a un error de mis sentidos. Extraje el teléfono del bolsillo de la americana, para entretenerme con algún juego de los que venían pre instalados, ya que, según comprobé, tampoco funcionaba mi conexión de datos móviles. Era como estar viajando al pasado, pensé.

Sin saber muy bien lo que hacía (ahora el paisaje había vuelto a cambiar, los colores eran más opacos, el cielo parecía diferente), abrí la aplicación de mensajería. Ante mí surgió el mensaje que el director del periódico me había enviado dos días antes. Iba a cerrarlo y pasar a otra cosa, cuando algo me sobresaltó. Leí el texto atentamente: En ninguna parte se mencionaba el nombre de Los Eucaliptos. La estación que se me había encargado visitar y sobre la que debía escribir era otra. ¿Cómo había podido confundirme? ¡Si ni siquiera se parecía el nombre! Debía bajar en la primera estación y regresar. Salí del compartimento con intención de buscar al revisor para exponerle mi problema. Al pasar junto a él, me pareció sorprender en el rostro de mi compañero de viaje una leve sonrisa, pero debían de ser solo imaginaciones.

Recorrí todo el tren, pero no pude encontrar al revisor. No solo eso: Tampoco había viajeros. Fui hasta la parte delantera, tal vez allí hubiera alguien a quien poder explicar mi problema. Estaba igualmente vacío. Llamé con los nudillos y al no obtener respuesta empujé la puerta de comunicación con la locomotora. Se encontraba sólidamente cerrada. Al parecer, no tenía más remedio que permanecer atento para apearme en el primer lugar posible. Volví a mi sitio y esperé.

Sin embargo, el tren no se detenía. Atravesamos algunas estaciones, pero en ninguna de ellas paró. Seguimos adelante. El hombre del sombrero ahora estaba despierto y me miraba, divertido.

-Ya pronto vamos a llegar. No se preocupe. - dijo.

-No estoy preocupado. - respondí, algo desdeñosamente.

Hizo un gesto con las manos, como diciendo: No me dispare, solo soy el pianista*. Yo me asomé a la ventanilla para no tener que enfrentarme a su rostro rubicundo que ahora, misteriosamente, parecía más joven. Supuse que lo había mirado con escasa atención al subir.

-Tendrá su reportaje. Verá que el lugar le va a gustar.

No respondí. Sin duda me estaba tomando el pelo. Volví a comprobar mi teléfono. Ahora ya ni se encendía: La batería se habría agotado, intuí. De pronto, noté que la velocidad disminuía. Estábamos llegando a algún sitio. Miré a través del cristal. En efecto, un poco más adelante había una estación. Conforme nos íbamos acercando, percibí la antigüedad del edificio. Ya no se construían cosas así desde más de medio siglo atrás.

Y entonces vi el cartel.

Abrí y cerré los ojos varias veces, para asegurarme. Pero la leyenda no podía estar más clara. Decía: LOS EUCALIPTOS, así, en letras mayúsculas. Cuando el tren se detuvo, pude ver al jefe de estación, ataviado con uno de esos uniformes de los años cincuenta. Unas pocas personas ocupaban el andén. Parecían felices. Miré a mi compañero. Sonreía.

-Aquí estamos. - manifestó. - ¿no era esto lo que quería?

-Pero usted dijo que ya no existe esta estación.

-Es cierto. - dijo el hombre agarrando el sombrero con ambas manos por delante de su tripa. - Ya no existe. – Y al decir esto, el sombrero y más tarde el hombre empezaron a desvanecerse. Y lo mismo pasó unos segundos más tarde con el tren que me había traído hasta aquí. Yo me quedé allí parado. Comprendí de golpe. Supe que no había forma de regresar. Una vez aceptado esto y para que nadie me tildase de anacrónico, empecé a charlar animadamente con cualquiera que se aviniese a unos minutos de conversación insustancial.

 

*Por Sergio Borao Llop.  sbllop@gmail.com

*No me disparen, solo soy el pianista o Don't Shoot Me, I'm Only the Piano Player es el título de un disco de Elton John.

 

 

 

 

 

-Próxima estación:

 

LOS EUCALIPTOS.    

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.

 

 ARANA.

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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