sábado, diciembre 31, 2022

TEORÍA DEL VIAJE

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

 

https://obraerikakuhn.blogspot.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Soñé con una casa elevada sobre pilares, pura madera. Sin esfuerzo llegaba a ella. Amplitud, luz tenue de sol, mis hijos y otras pocas personas alrededor.

Yo caminaba y descubría rincones brillantes. No era una casa nueva, pero estaba reluciente de vida.

Más allá de las ventanas, todos los tonos del verde. Crujido de madera bajo mis pies y dos pianos. Uno a cada extremo de la pared, en el medio algo así como un sillón.

Uno era un piano antiguo, envejecido, que intenté tocar pero que apenas sonaba, al hacerlo sus notas eran opacas, casi mudas.

El otro piano, al que descubro con asombro, es algo más pequeño y me causa ternura. Subo la tapa y parada me dispongo a tocarlo como si supiera. El sonido fluye. Estoy haciendo música, una melodía improvisada y envolvente, recorro la extensión del teclado con soltura, mis dedos bailan y lloro de felicidad ante mi nuevo talento. Aparece mi hija y pienso que voy a mandarla a clases de piano.

En medio del silencio que sobrevino, un silencio extenso y alto, gigante y verdadero, reconozco, una vez más, lo que soy.

Ahora, despierta, recupero la emoción por mi modo de hacer música.

Este regalo es para mí. Un sueño que habla de mi propio sonido, de mi ritmo a veces mudo o distorsionado y otros de armonía, tanto que suena a milagro.

Ahora entiendo, una vez más, que mi capacidad de recrearme y de redescubrirme me hace mejor.

Algo realmente nuevo espera, con ellos como siempre y desde mí, desde mis ganas de tocar el piano o lo que sea, viviendo lo que palpita y creando con asombro, descubriéndolos a ellos y a sus propias ganas, que espero saber ver y acompañar.

Este es mi deseo. Reconocer mi propio ritmo y acompañar el de los demás. Conectarme con mi sonido y hacer canciones con silencios, cada uno el propio, y un sorprendente juntos.

 

 

*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Anaís*

 

 

Llegué a Sallent de Gállego el jueves. Pretendía hacer la Ruta de los contrabandistas, un paso montañoso entre Huesca y el sur de Francia. Una buena caminata.

El viernes, al amanecer, ella introdujo la cabeza por la abertura de mi tienda de campaña. Me miró. Esos ojos verdes. Ese silencio. Pero todo había cambiado. Cuando volvió a dejarme solo (entreveía su silueta ahí afuera, a través de la tela), me encogí de hombros, guardé mis escasas pertenencias, pensé que tanto da un lugar hermoso como otro. 

Metí tienda y mochila en el maletero del automóvil. Ella se había instalado en el asiento del copiloto, con la mayor naturalidad. Antes de ponernos en marcha, pronunció una palabra: “Anaís”. Su nombre, supuse. No pregunté adónde íbamos. Solo conduje. Como si ya supiera el lugar de destino. Cruzamos Biescas, Sabiñánigo, Fiscal, Boltaña... Sentí un sopor agradable. Perdí toda noción de realidad.

Creí despertar de un sueño. Me encontré en la Plaza Mayor del pueblo llamado Aínsa. Ella no estaba, aunque algo alrededor delataba su presencia. Una idea repentina: el nombre -Anaís- era un anagrama de Aínsa.

Y me pareció, por un momento me pareció que esas piedras milenarias, esos muros, el empedrado, eran una muchedumbre de ojos verdes, fijos en mí, como esperando o solicitando algo que no me era posible comprender. Sospeché que, de algún modo, ahora ya formaba parte de eso. Y respiré, allí en el centro de la plaza cerré los ojos y respiré, sabiéndome, al fin, completo.

 

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 



 

 

 

 

YELLOW SPRING STATION*

 

 

Mis ojos disfrutan el deleite

impávidos, y sobrecogidos

por la inusual belleza

se adentran en el torbellino

de la magia de colores.

Mientras el tren de la noche

se desplaza, y los amantes

se dicen adiós. Mis ojos no

saben cómo sobreponerse

al fugaz hallazgo. Recuerdo.

Presencio cómo los colores

del arco iris atraviesan

mis pies y el corazón adusto

de la estación de tren.

 

*De Daniel Montoly.

 

 

 

 


 

 

 

 

 

La Casa a Medio Camino*  

 

 

Llevo mucho tiempo interesado

en los nombres que los concejales

otorgan a las calles.

Entre Luton y Dunstable

en Bedfordshire

hay un pub adonde íbamos de adolescentes

para escuchar Rock and Roll.

Se llama Half Way House,

“La Casa a Medio Camino”.

Hay calles a su lado

que llevan los nombres

de Browning y Wordsworth,

de Shelley, Byron y Shakespeare.

Es un barrio poco transitado.

 

 

*De Robert Gurney

 

 

 

 





 

 

 

CLARIVIDENCIA*

 

 

Le pregunto si esta noche no debería ser llamada con la palabra noche, "noche, noche, venga, noche" porque esta palabra impone muchos verbos cuánticos de conjugación levitante que humedecen el lenguaje hasta hacerlo gemir. Calculo si es previsible la frecuencia imprevisible, mientras admiro el resplandor del atardecer. ¿Ves cómo en cada una de las letras de la palabra noche se refleja la luz?, pregunto. Y la cosmonauta de ojos invisibles dice que soy clarividente desde antes del principio de mi vida. Yo le digo que simplemente reordeno los hechos para que sean más interesantes y, a veces, más significativos. Una palabra es dos palabras y tres y cuatro y todas. Por aquí y por allá la cosmonauta me pide palabras peregrinas para confirmar su paso por esta vida.

 

*De Miriam Cairo. cairo367@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

LA BALADA DE LA BAHÍA DE LOS TRES PICOS*

 

 

No sé por qué Dylan me empujó

supongo que fue una broma

de esas que él sabía hacer

 

es poco lo que recuerdo de aquella noche

salvo mi caída al mar, la ropa mojada

los cigarrillos flotando en las algas

el rumor del mar

el fuego improvisado entre las rocas

y la vieja petaca corriendo entre los dedos

 

quisiera volver a esos días

donde devorábamos eternidad

donde el sueño de vivir no nos había aniquilado

donde yo era feliz

aún flotando ahogado en el mar.

 

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

 

-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.

Editorial leviatán. 2017

 

 

 

 





 

 

 

 

HONRAR LA VIDA*

 

 

En el noroeste de Mongolia todo el mundo se muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el papá a Nansa, una niñita de ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.

El budismo los provee de un inagotable círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.

Pero no todas las vidas son iguales. Las personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables. Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro dormido. Somos capaces de amar.

Volver a pisar el mundo como un ser humano es un privilegio.

Una anciana recibe en su yurta a la niña que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el milagro acontezca.

La pequeña mujer arrugada y sonriente le cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es inapreciable.

Ha de celebrarse, entonces, la vida humana. Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de la noche.

Lo dicen los mongoles, allá por donde China y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso que su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y explicar el universo.

Ellos, los mongoles budistas que creen en un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros. Mancillamos el milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar historias; entonces es nuestro deber hacerlo y, por tanto, como lo cantó Eladia Blázquez, honrar la vida.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Ese día en que todo lo perdido vuelve*

 

 

*Por Leopoldo Brizuela.

 

 

   La juventud termina, dice Isak Dinesen, cuando comprendemos que nuestro destino es exactamente igual al de los otros. Entonces empiezan a importar los ritos.

El año pasado, para las fiestas, yo me fui, solo, a Lisboa. Anduve largamente por callejones empinados, bajo guirnaldas de lucecitas; me sentaba melancólico a tomar café con la estatua de Fernando Pessoa; veía pasar familias con regalos y coros de niños que interrumpían sus villancicos bajo el abucheo de la llovizna y, aunque me preguntaba qué cuernos hacía tan lejos, no conseguía comprender. Hasta que una mañana, mientras buscaba la salida del laberinto del barrio árabe, se desató una tormenta y sin saber bien lo que hacía me refugié en la Iglesia de la Concepción, la más antigua de la ciudad, la única que se salvó del terremoto de 1775. Estaban celebrando misa. Como era día laborable, en la inmensa nave en sombras y ante un cura vestido de dorado y blanco, tiritaban sólo unos cuantos ancianitos. Pero cuando uno de ellos avanzó hasta el púlpito y empezó a leer las Escrituras, tratando de imponer su voz por sobre el trueno y el diluvio, de pronto, digo, comprendí. Arrullado por la música de los versículos me distraje de lo que decían; y pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en la tormenta y en la ciudad inhóspita, pensé en los barcos azotados contra el muelle y pensé en el mar que más de cien años atrás habían cruzado mis bisabuelos portugueses. Pensé, en fin, en ese rito que como durante siglos seguía acogiendo a ancianos y extranjeros, a aquellos que no tienen con quién compartir su memoria, y me dije, de pronto: "Esto es la poesía". Y no me pregunten por qué, pero también pensé: "Esto soy yo". Comprendí, digo, y fue mi forma de comulgar.

Por favor, entiéndanme: aquí, en la Argentina, Jamás piso una iglesia: soy, si Borges no me engaña, agnóstico. Y la mayoría de los curas me parecen similares a aquel sacerdote lisboeta que se impacientaba a cada vacilación del viejito lector y que luego recitó la liturgia con la desgana de cualquier burócrata. Tampoco hablo de las ceremonias patrióticas. Después del genocidio, de la guerra de Malvinas, de las leyes que consagraron la impunidad, me repugna toda fiesta que incluya a los culpables, y si alguna vez me llevan por confusión o por fuerza, seré aquellos que arriman la silla vacía a la mesa de los saciados, quienes devuelven a su fuente "la fruta podrida con que lacayos quieren envenenar mendigos".

Hablo de los ritos privados, secretos, que inventamos cuando volvemos de los pocos sitios en que el recuerdo revive, un jueves en Plaza de Mayo, una madrugada en el boliche cuando nuestra misma conversación parece una manta de retazos, el cumpleaños de un hijo huérfano que se vuelve, de pronto, la celebración de un antiguo deseo de dos. Hablo, en fin, de esos ritos que nos inventamos para que en nuestra soledad, como en el día de la creación, vuelva a escucharse el Verbo, porque nos sentíamos perdidos y estalló la tormenta, porque acabó la juventud y ya no tenemos con quién compartir nuestros recuerdos, y porque sólo volver a actuar como antes da sentido a esto que somos.

Sé de gente que pone a girar viejos discos de vinilo, y hay quien arregla su jardín y reparte en macetitas gajos de árbol antiguo. Hay quien prepara pan dulce tan sólo para resucitar una antigua artesanía y hay quienes se preocupan por conseguir uvas para comerlas una a una a las doce del 31 al ritmo del viejo reloj de un abuelo gallego que inició la tradición. En cuanto a mí, este año que tengo menos dinero y menos trabajo también, he estado desarmando y limpiando, pintando y volviendo a armar una cajita de madera balsa, tapa de vidrio y fondo de corcho, que un estudiante de zoología fabricó para clasificar insectos hacia 1975, y que su madre me ofreció hace un tiempo y yo acepté para guardar mis lápices. Bajo la caricia de la lija, tantos años después, la madera estuvo soltando para mí, como un secreto, su perfume de savia, y yo me acordé de aquel fin de año en que él y sus compañeros se preguntaban cuál sería la bandera que empuñarían el día de los grandes festejos, el Día de la Revolución, y un amigo proponía izar el delantal con que su madre, cada mes, limpiaba la silla donde se sentaba brevemente el patrón que venía a cobrar el alquiler. Yo, en cambio, para la fiesta eterna elijo, no el dolor que protejo en mí con el pudor del amor y el cuerpo, sino la breve fajita de letras blancas que identifica a la caja con un nombre científico: Familia Chrisomelidae.

La elijo como bandera, digo, sin saber si la cajita guardó insectos o mariposas, porque siento que es una buena forma de nombrar esta nueva familia que fuimos construyendo, este lazo que nos reúne en la tormenta como un templo disperso, este rito en el que todo lo perdido vuelve, vuelve, desde allí en donde esté. Familia Chrisomelidae, sí: vos, yo, nuestros muertos y nuestros hijos, nuestra poesía y nuestro inmenso silencio. No un museo: un antiguo deseo en marcha. Familia Chrisomelidae, y ya no importan nuestros nombres.

El año pasado, en Lisboa, conocí mi primer fin de año en invierno. Mientras iba solo, recorriendo monumentos llovidos con una guía turística y un paraguas maltrecho, comprendí con cierta envidia para qué se sirven turrones, nueces, chocolates, en las fiestas: para esperar, para invitar, para acoger a las visitas ateridas de frío y de misterio. Y ahora que dejo de escribir y vuelvo a poner mi lápiz en la caja, ahora que cierro su tapa de vidrio, siento que escribo, sí, para volver a esperar, que acabo de tender mi mesa y la fiesta recomienza.

Y llaman a la puerta.

 

-Publicado en Clarín edición del viernes 29 de diciembre del 2000.

 

- Leopoldo Brizuela.

(La Plata, 8 de junio de 1963 - Buenos Aires, 14 de mayo de 2019)

https://es.wikipedia.org/wiki/Leopoldo_Brizuela

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el desierto*

 

 

Un hombre mira al cielo,

agita sus brazos

en busca de alivio.

Dios lo observa compasivo.

No sabe –y se lo pregunta-

si él mismo es un espejo del hombre

o un capricho del destino.

 

                                Al fin, los ojos de ambos

se encuentran

y se ven pequeños,

ilusorios.

 

Tan agudo es el dolor

que sospechan haber sido soñados

por una misma alma solitaria.

 

 

*De Jorge Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar

-De “La incomodidad” Editorial Huesos de jibia. 2015.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Finisterre*

 

 

Hay en mi cabeza un nudo que me ata

desde siempre. En vano he tratado, una

y mil veces, de desenredarlo, sospecho

que su trama es obra de la maldad. Sólo

duele del cuello para arriba y, a veces,

desesperado, sueño con un macedonio

que lo corte con la espada. Porque esto

es un tormento sin lenguaje, bloqueado

intransferible. Nadie entiende, tampoco

nadie escucha, nadie se sale de su nudo.

Nadie advierte lo que hablan los demás

ni lo que dice su mensaje; ni adivina ni

calcula las consecuencias de su propia

idea confusa. Todo es un caos blindado

y sin ninguna posibilidad de cura, en él

navegamos bajo un manto de nubes que

cubre el firmamento y no tenemos guía

que nos salve de caer al abismo final

libres de la soledad y la locura.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 


 

 

 

 

*

 

Lo intenso es lo que ahora está frente a nuestros ojos. De nosotros depende que se licúe, desaparezca o relumbre hasta enceguecernos.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

Crónicas terrestres*

 

 

La gente de antes no hablaba mucho o casi nada de su vida pasada, estaba demasiado ocupada en vivir el día a día. A mi edad ya soy parte de la gente de antes, de aquellos que están “más cerca del arpa que de la guitarra”. Aunque los hechos tal cual ocurrieron son imposibles de reconstruir para mí. Siempre quise saber porque llegamos con mis padres desde Tucumán a Elías Romero.

Ya no hay testigos vivos. Ni mis padres ni parientes de aquel entonces en Tucumán.

Nací en Campo Rouges. Mis padres eran cañeros. Todo el mundo era cañero, se vivía de la zafra. Antes y después de la zafra había que cultivar la parcela, criar gallinas. La familia que tenía un caballo con carro para moverse podía sentirse rica. Era muy chico cuando Evita bendijo con su visita al ingenio Santa Rosa. Lo guarde con mis ojitos mientras me acompañen la memoria y la vida. Las dos juntas porque la vida sin memoria no sirve.

Por Estación León Rouges pasaba el provincial de Tucumán que se perdía hacia el sur hasta terminar en estaciones que no conocí ni de nombre. Mi madre era de La Cocha. Ella cuando se juntó con mi padre se vino a vivir a Campo Rouges. Hasta La Cocha viajábamos en tren cada tanto a visitar familia. La gente tenía muchos hijos. Mi madre solo quería dos. Decía que traer más hijos a casa de pobre era hacerlos pasar necesidad. Mi hermano menor murió a poco de cumplir un año de una enfermedad repentina. Fue esa desesperación. Esa tristeza irreparable la que empujo a mis padres a venirse conmigo a Elías Romero.

El abuelo de mi madre estaba establecido en este descampado, puro campo, pero sin cañaverales a la vista ni montañas cercanas. Les mando decir –él no sabía leer ni escribir- que aquí había futuro. Trabajo asegurado. hospital cercano para atenderse.

No mintió. En Marcos Paz había trabajo. Mi madre limpiaba casas. Mi padre aprendió el oficio de albañil. Yo tuve una buena escuela. Había médicos, lugares donde atenderse.

Un día intente escribir en un papel el recorrido que hicimos los tres hasta llegar hasta aquí. Cambiamos cuatro veces de tren. El que llegaba desde San Miguel hasta Retiro tenía la vía ancha. Y no viajamos hasta Elías Romero en el Midland que ya se llamaba Belgrano. Se conoce que no tenía frecuencias, así que el bisabuelo nos esperó con su jardinera tirada por la fiel petisa en la estación del Sarmiento.

Crecí. Aprendí el oficio de carpintero. Trabajé por mi cuenta mientras pude. Hasta el Rodrigazo se podía trabajar en el oficio de cada cual. El trabajador era un señor, no una pieza descartable.

Voy a evitar relatar como el país acompaño mi recorrido desde carpintero especializado y lustrador de muebles al viejo de 70 años que junta latas de aluminio mientras espera la pensión.

La calle de tierra que pasa por la estación muerta del Midland se llama Discépolo. Ese hombre sí que la vio venir. La vida fue nomas “Cambalache”.

Aquella vez –por el 2001 o 2002- cuando todavía tenía trabajo vi a un hombre viejo sentado en la vereda de la calle comercial. Vendía sus libros para poder comer me dijo.

Le compre dos libros que me acompañan en esta soledad. Los releo seguido: “El corazón de las tinieblas” de Conrad. Y “Crónicas Marcianas” de Ray Bradbury.

Los dos libros hablan a su modo del triste mundo de la explotación que alguna vez llegará a Marte y mucho, pero mucho más allá.

Comprendí de Hataway que la soledad es universal. No es una maldición personal inexplicable. Por donde vaya el ser humano llevará su soledad o su soledad acompañada que suele ser aún peor.

No tengo la capacidad del personaje de Ray para recrear robóticamente a su familia perdida. Y esperar un rescate los largos años noche por noche mirando al cielo.

Tengo las herramientas mínimas para que mi casa de ladrillos asentados en barro no se derrumbe conmigo adentro. Sabido es que la condición de pobre solo permite reparar con tus propias manos.

Por eso, quisiera ser el ingenioso Hataway.

No “Don Pere”, un viejo que ha perdido su primer nombre y la z de su apellido.

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

 



-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial.

-Próxima estación:

 

FUNKE.

 

LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO. 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

GOBERNADOR OBLIGADO.

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. GOBERNADOR GARCIA.

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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