domingo, junio 25, 2023

ESE MOMENTO ABSURDO E IMPOSIBLE DE ETERNIDAD.

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com

 

 

 

 


 

 

 

*

 

 

Fui yo quien

desanudó

una a una las hojas

la enredadera del patio grande

hebra por hebra

como un hada

frente al muro de lianas

verde retorcido

tentáculos colgando de ladrillos.

 

Fui yo quien

con mis manos diminutas

de ser misterioso

desenmascaró la humedad

la pared me miraba

y yo

absorta niña poseída.

 

Me hice grande

empecinada en lo imposible

y el verde desterrado anidó en el suelo

y los ladrillos transpiraron aire denso

y las cáscaras de pintura sofocada

en el sopor

cayeron sobre el nuevo jardín

yo seguía retorciendo

suavemente las hojas

como un juego milenario

se formó un prado

se liberó la pared de su opresión añosa

y yo sonreía como si

hubiera sido

algo de todos los días

algo tan habitual

como si

lo hubiera hecho

toda la vida.

 

Y lo hice.

 

La niña que fui

surge de una voz

que me dice

ya es hora

ya está

la enredadera seguirá trepando

(siempre trepa la enredadera).

 

Y yo

crezco

entierro mis pies en el barro

me salen flores

de las orejas

debajo de las uñas

ramitas negras

las piernas

troncos

mis ojos verdean

y el amarillo de mis párpados

florece en pétalos turquesas

y ya no sé cómo

liberarme

cómo

desenredarme de mí.

 

*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com

(De Intemperie, 2016 Viajera Editorial.)

 

-Mentoría de procesos creativos

-Taller de escritura y emociones

-Lic. en Ciencias de la Comunicación / Psicóloga Social

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Saber *

 

 

El pichón ya es adulto y canta en su árbol,

avisa, llama, busca reconocer a las hembras

de su especie entre tantas otras que lo ven,

alguna se posa en su misma rama, lo evalúa,

la rama acepta el peso de los dos, es seguro

que él árbol aceptará y ocultará el nido, ella

reconoce el árbol que él ha elegido, lo rodea,

aun puede marcharse o regresar arrepentida.

Él está atento a las cosas que ha aprendido:

el viento frío, la lluvia. Sabe buscar comida,

sabe encontrar agua para beber y bañarse,

todo lo demás lo ignora. Las cien variantes

de la muerte que los acecha para acabarlos,

pero la intuición de su fin les fue negada.

Todos desean y merecen ese momento

absurdo e imposible de eternidad.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

A veces me acuerdo de todo lo que hice

mientras creía en vos.

 

Crucé el bosque, toqué la nieve,

vi las aguas cristalinas de la Bahía de los muertos.

 

Imaginé el amor.

 

Preparé las valijas

convencida de que estaba viviendo en el lugar errado.

 

No me importaron los años

ni las cicatrices que dan cuenta

de los pactos amorosos que hicimos.

 

Aprendí los secretos del té:

la nieve derretida es el agua más ligera.

 

Bebí como si fuera cierto

que no duele juntar nieve con las manos,

pasarla entre los dedos,

dejar que el calor del cuerpo

la haga correr hasta la taza.

 

A veces me acuerdo.

 

Yo, que viajé por países fabulosos,

y fui amada por seres exquisitos,

yo, que amé sin reparo bajo las noches frías,

creí en vos.

 

Me da risa.

 

Fui expulsada del bosque de las flores.

He caído demasiado lejos.

 

 

*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

-De "Flores para no regar".

 

 

-Valeria (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)

 

-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021).

- “Final francés”, AqL ediciones, 2023

 

 

 

 







 

 

ON THE ROCKS*

 

El dolor se tragó mis ideas, mis proyectos, mis locuras.

En su lugar quedó un hueco, una cala donde el mar se acomoda por las noches, despacio.

Cuando hay luna, descontrolado, sube a buscarla.

Entonces me despierta una sirena.

 

*de Esther Andradi. esther@andradi.de

 

 

 

 

 



 

 

 

 

 

Zapatos*

 

 

Tengo propensión a mirar hacia abajo mientras camino. Ignoro si es una especie de introversión peatonal o un intento inconsciente por evitar aquellas cosas que aparecen al nivel de nuestra cabeza. A veces, por supuesto, mirar hacia abajo evita que tengamos algún accidente o, por el contrario, nos expone al riesgo por nuestro ensimismamiento en baldosas, asfalto, charcos y otros elementos de la geografía urbana a ras de piso. Caminar, a pesar del caos de las ciudades modernas, sigue siendo una exploración, una manera de estar solo mientras llegamos a nuestro destino. Dickens narra, en un ensayo titulado Night Walks, sus descubrimientos al caminar por las calles de Londres para combatir el insomnio. La soledad del paseante está en permanente diálogo con objetos efímeros, pero trascendentes por unos instantes. A veces es una dinámica continua, pero en ocasiones está llena de pausas que sirven para asomarnos a una puerta entreabierta o captar el evanescente olor de la comida callejera.

Las huellas dejadas por nuestros pasos están mediadas por los zapatos. Convertidos en objetos de consumo, es difícil entender su función más allá de la moda. Uno de los testimonios que más me impresionó sobre su importancia es el del escritor italiano Primo Levi en su conocida trilogía sobre Auschwitz. Prisionero en el campo de Monowitz pronto comprendió que, sin unos zapatos adecuados, las heridas en sus pies no cicatrizarían y, tarde o temprano, sería catalogado como una pieza desechable, lista para el exterminio. Los zapatos son la diferencia entre la vida y la muerte. El reportero polaco Ryszard Kapuściński narra en su libro La guerra del futbol y otros reportajes la confrontación armada entre Honduras y El Salvador entre 14 y el 18 de julio de 1969. En un pasaje del texto describe cómo un soldado arriesga la vida para ir a campo abierto y rescatar, en medio de la refriega, un par de zapatos abandonados.

Hay, por último, una idea que me perturba sobre los zapatos: la posibilidad que sean nuestra última huella en el mundo, nuestro último testimonio. Quizás, haciendo memoria, me encontré con ese detonante cuando, aún adolescente, leí las crónicas sobre la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Los testimonios mencionan decenas, cientos de zapatos apiñados en la Plaza de las Tres Culturas. El fotógrafo Jesús Fonseca de El Universal relató, años después, el encuentro con los zapatos de los manifestantes asesinados esa noche. Se preguntó por qué se habían zafado y le dijeron que, por el miedo, los dedos de los pies se encogen entre dos y tres centímetros y al correr quedan abandonados en el piso. El historiador sueco Sven Lindqvist describe un hecho similar en el cruel bombardeo aliado a la ciudad de Dresde, en Alemania, entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, cuando la guerra ya estaba decidida: zapatos desordenados en el piso mientras las calles y casas arden en la noche. Los sobrevivientes describieron una “tormenta de fuego” sobre ellos gracias a las bombas incendiarias que redujeron a cenizas manzanas enteras. Los zapatos —en medio de la barbarie— quedaron como resistencia ante la muerte, un último recurso ante la desaparición de sus dueños.

 

*Fuente: https://www.capote.biz/post/zapatos

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

 (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tambores y Cascabeles*

 

 

Déjalo caer, tu corazón de murciélago,

devorador de frutas,

que dé un golpe y se desplome…

 

Ha llegado el momento en que sepas

cuál es la sustancia que compone la noche,

contemplarás lo sorprendente:

se puede bajar a ese mar lleno de nidos

donde cantan las estrellas

fulguraciones de un amasijo celular.

 

¡Te habían mentido!

no es aquel un vitral

donde ha pasado todo

lo que está por venir:

Aquí no hay aves de viento,

aves de sombra,

aves de plumaje encantado.

 

Baja y baila sobre el espejo

de colores apagados,

que irá encendiendo sobre tu cara

una a una las promesas que te hice:

ya no hay más.

 

Esos bellos animales

que llamábamos sueños

nos han tragado.

Íbamos a devorarlos primero:

ahora nuestros cuerpos

irán a formar parte de su pelaje,

del brillo de sus ojos,

del filo de sus dientes…

 

Y bailan y danzan

y tu corazón seguirá siendo dulce,

como un abrazo en una tarde lejana.

 

Dulce,

como la voz

que ha quedado clavada en silencio.

 

*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com

Coyoacán. Ciudad de México

 

 

 

 

 

 




 

 

 

 

EL CABALLO DE NIETZSCHE*

 

 

Nietzche fue un hombre que armó delicadas construcciones mentales, sistemas de alambre verbal, vastos edificios con columnas, basamentos, frentes ornamentados, entradas de servicio ocultas por la hiedra. Su aparato filosófico es en parte pétreo, con zonas resbalosas y jardines ocultos. Convengamos en que la mirada de la posterioridad siempre halla rajaduras, aun en los muros con mayor apariencia de solidez, y los intérpretes, divulgadores, comentadores, discípulos, esa horda que se forma en torno al cadáver filosófico desnaturaliza, suele potenciar los defectos u ocultar con andamiajes agregados la pureza lineal de las formas originales.

Pero no recuerdo hoy a Nietzsche por su teoría del superhombre o sus afortunadas especulaciones; tampoco por su estrecha o remota relación con las raíces dispersas del nazismo. Hoy invoco la figura retorcida del filósofo que, en su cuarto de alquiler, trabajado ya por la angustia, cuando sale a la calle se topa con un hombre que castiga a su caballo. Veo la imagen que construí la primera vez que tomé contacto con la historia, y se me aparece un hombre quebrado que, en medio de los transeúntes, despeinado y enloquecido, interpone su cuerpo entre el látigo y el caballo, se aferra al cuello del animal y se echa a llorar. Siento la desesperación de la impotencia, esa cosa de ser testigos de lo injusto, de lo atroz, de lo innecesario, y carecer de potestad para lograr que se abra el cielo y mandar legiones de ángeles con espadas flamígeras que impartan justicia, o, en su defecto, legiones de demonios que tomen venganza por la llama y el anatema de los malditos.

Visión apocalíptica la mía, a cuento de un minuto de video en una aplicación para teléfonos móviles, destinada al esparcimiento.

Con las angustias acumuladas de las noticias sobre el mundo, después de constatar que la gente empieza por el insulto y sigue con los gritos para evitar escuchar lo que dice quien se encuentra hablando en otras habitaciones. Con el mal sabor de boca producido por desgracias superpuestas, con el desgarramiento de saber que afuera hay poco abrigo, la enfermedad anda suelta, hay razones para llorar hasta que los ojos duelan. Con la adversidad y la noche alrededor, he buscado unos segundos de inconsciencia como quien entra a descansar en un jardín donde sólo se sienta la brisa y el olor de los jazmines.

En la pantalla voy pasando los videos de loros que cantan, perros que corren pelotas, mujeres que se transforman con maquillaje, paisajes, árboles cargados de nieve, un hombre que actúa un chiste, dos muchachos que bailan. Voy aquietando el corazón, olvido por unos minutos que mi madre sufre dolor en el cuarto contiguo, y una sonrisa me va ganando de a poco el rostro.

Entonces, aparece la imagen de un animal asándose, crucificado en una estaca. Al lado, un corderito muy pequeño, que apenas se sostiene sobre las patas, alumbrado por el fuego, temblando ligeramente, mirando ese animal que es la madre, o al menos quien filmó el video quiere que pensemos que es la madre. La cámara toma el holocausto, el animalito tierno y desvalido, vuelve a la madre abierta en cruz.

Entonces, el caballo de Nietzsche. No puedo bajar las escaleras y echarme a la hoguera de la maldad humana, pero algo se me quiebra dentro y estará roto por mucho tiempo. Pena, dolor, asco, decepción. Ni siquiera me pregunto por qué alguien creyó que hacer eso sería cómico, si al abismo nos habita a todos. Me pregunto, sí, si al fin y al cabo valemos la pena. Y el corderito es el caballo de Nietzsche, un agudo dolor, la pérdida de la razón, porque sin tener fe en la bondad humana se nos escapa el alma.

Entonces lloro, lloro por el cordero, lloro por mí, por lo que no podemos ser, por nuestros crímenes y porque la inteligencia y la sensibilidad son carne de cañón, y los látigos siguen golpeando los caballos, y la injusticia es tan alta que tapa el sol. Nietzsche sufrió un colapso, no habló más por diez años. Nadie sabe qué cosas se desencadenaron para que se sumiera en la demencia. El caballo en Turín fue un instante catalizador. Cuando todo diálogo se prefigura estéril o acaso imposible, luego del llanto acaece el silencio.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 






 

 

 

 

REGRESO*

 

 

El hombre de los ojos insomnes, duerme.

Duerme mecido, en rituales de viejas caracolas.

También duerme el deseo.

Lo despierta la noche y el penetrante olor a vida.

Los espejos. Los retratos vivientes. La estremecida piel.

Ha perdido sus pasos, su insolencia.

Ah, si pudiera volver, recordar, regresar.

Pero es de noche y teme. Noche de terciopelo.

Acechan los pájaros del miedo.

Teme. Teme abrir los cerrojos.

Las ventanas pircadas. Las clausuradas puertas.

Teme y desea. El escozor se arrastra como felino en celo.

Es agosto y los almendros brotan.

También germina el fuego.

Se encienden las cenizas.

Las azules grutas tantas veces besadas.

El ritual del puñal que cincela y canta.

Y teme, y desea y excomulga las antiguas muertes.

Y regresa.

Regresa, sabiendo que un viaje es solo eso: un regreso.

 

 

*De Amelia Arellano. 

 

 

 

 





 

 

 

 

Utopía*

 


 *De Wislawa Szymborska

 

Una isla donde todo se aclara.

Ahí se pisa la tierra firme

de las pruebas.

Hay un solo camino, el de la llegada.

Los arbustos encorvados se pliegan bajo el peso

de las respuestas.

Ahí crece el árbol de la Hipótesis Adecuada

con las ramas desenredadas desde siempre.

El árbol de la Comprensión, deslumbrante, recto,

junto al manantial que susurra: "Es así."

Más se interna en el bosque, más se abre

el Valle de la Obviedad.

Si surge una duda, la desvanece el viento.

El eco, sin que nadie se lo pida, toma la palabra

con ganas,

y aclara los misterios del mundo.

A la derecha, una cueva donde hay sentido.

A la izquierda, el Lago de la Profunda Convicción.

La verdad se desprende del fondo y ya flota en la

superficie.

La Seguridad Intocable domina el Valle.

Desde su cumbre se contempla la esencia de las cosas.

 

A pesar de tantos atractivos la isla está despoblada,

y las pequeñas huellas de los pies, reconocibles

en la orilla,

se dirigen todas, sin excepción, al mar.

Como si sólo se hubieran ido desde allí

para volver a sumergirse, sin remedio,

en una vida inconcebible.

 

 

 

 



 

 

 

 

Historia de Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

Me hallaba errando como un extranjero en la Tierra, abrumada mi paciencia por la tiranía, la sofística y la hipocresía, cuando llegué a las costas de un país desconocido. Descendí de la nave que había sido mi hogar durante innumerables jornadas. Un ave miró mis pasos vacilantes en la playa. El calor inundaba con su fiebre las cosas: mi alforja, un catalejo medio oxidado y un montón de hojas amarillas, olorosas a humedad, pero que aún servían para anotar las incidencias de mi viaje. Caminé guiándome mientras el clima cambiaba, se hacía más frío, se enturbiaba. Estaba atento a cualquier estímulo: el lento fantasma de una nube o el primer bosquejo de una ciudad. Atrás quedaba la voz del mar, su vida blanca que me había llevado hasta esa zona.

Después de dos jornadas de viaje, a punto de agotar mis provisiones, llegué a una casa solitaria. Llamé a la puerta de madera. Escuché una voz de mujer murmurando algo ininteligible. Después hubo pasos que se acercaron a la puerta. Le dije que era un viajero fatigado, harto de los espejismos del mundo, y que necesitaba un poco de comida y descanso. Entonces, desde el otro lado, la voz de mujer se aclaró y, liberada de su peso, me dijo que había llegado a Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Añadió que, a partir de su hogar, había otros más, separados convenientemente para evitar contagios entre sus habitantes. No podía dejarme entrar, pero me ofrecería un poco de comida y agua para que pudiera seguir mi camino. Le agradecí extrañado y con vivos deseos por saber más de su historia.

Se abrió la puerta y una mano temblorosa empujó un par de frascos con conservas y una botella de vidrio con agua. Esperé a que la figura, embozada por la penumbra que proyectaba la casa, desapareciera. Imaginé que la mujer pasaba largas jornadas en soledad y que mi compañía, aunque lejana, la aliviaba. Al acabar un par de tragos que calmaron mi sed, la voz volvió: me dijo que en una edad antigua una feroz epidemia asoló todos los rincones de ese mundo. Los sobrevivientes de esa región, ancestros lejanos de ella, después de enterrar a sus muertos, trataron de seguir adelante con sus vidas. La enfermedad que había originado todo, siguió la voz, se había salido de control, como una bestia que embosca después de haber estado presa por muchos años. Quizás fue la soberbia de los hombres que subestimaron los contagios. Quizás fue que la humanidad de ese tiempo había llegado a un límite. Los que quedaron tuvieron periodos breves de prosperidad. Sin embargo, cuando creían que la maldición había terminado, la enfermedad regresaba para diezmarlos. No había medicinas ni estrategias para derrotarla. Cada vez que los últimos náufragos de la fiebre –unos puñados de dolientes– pensaban que había llegado su fin, el contagio se interrumpía y recobraban la salud. Varias generaciones vivieron para sufrir un exterminio que solamente se detenía cuando ya no había esperanzas.

La voz pareció menguar. Imaginé a la mujer recolectando, en silencio, los restos dolorosos de su pasado. Continuó su historia desde el otro lado de la puerta: sin más conocimientos que las leyendas orales dejadas por sus ancestros, confiaron en el destino y, acaso, en la frugal interpretación del clima y de los fenómenos celestes. Sin necesidad de acumular bienes pues la muerte podía llegar en cualquier momento, los avariciosos comenzaron a repartir los excedentes de su comercio. La única constante, para toda la población, fue la terrible certeza de que la pesadilla los seguiría. A pesar de eso, habitaron la ciudad sin interrupciones y reconstruyeron algunos edificios esperando que la labor les hiciera olvidar, aunque fuera por un momento, la amenaza que pendía sobre sus cabezas. Para entonces ya habían olvidado el primer nombre de la urbe y comenzaron a referirse a ella como Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Algún habitante escrupuloso grabó, en una de las calles centrales, que la enfermedad repetida una y mil veces era, en realidad, un mecanismo regulador, una cosecha de muerte necesaria para evitar que los habitantes de Epidemiópolis se fortalecieran, pensaran que Dios estaba con ellos, y salieran a conquistar el mundo. Era un equilibrio autoritario, es cierto, pero aceptado paulatinamente por todos.

La voz de la mujer se desvanecía e imaginé a una viajera luchando contra violentas rachas de viento. Antes de extinguirse, contaminada por una tranquila locura, alcanzó a decirme que la epidemia era la vuelta matemática de los astros, el eco monstruoso de una gota, la línea del mar que siempre vuelve, que erosiona la memoria y que desbasta las piedras hasta darles formas prodigiosas y continuas. La gloria sea con Aquél que no se nombra.

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las

novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza

 (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 



 

 

 

 

*

 

Siempre hay algo que no queremos saber de nosotros mismos y que de intuirlo muy brumosamente no lo compartiríamos jamás con nadie, porque ni siquiera sabemos demasiado de qué se trata, pero a la vez una parte de nosotros siente que es fundamental. Lo escribimos sin saberlo en historias o poemas (hasta ensayos) y sale con una nitidez que nos deja pasmados. Sale para volver a escaparse de nuestra lógica y nuestras explicaciones.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

EL DESPERFECTO... *

 

 

_Oiga don… ¿no sabe qué pasó?

Francisco miró con fastidio a su compañero de asiento.

El tren se había parado, nuevamente, en medio de un desolado campo de pastizales secos. Ya hacía catorce horas que estaban viajando.

Él había creído que era la forma más directa y rápida que tenía para llegar a Tucumán. No imaginó estas demoras, ni semejante compañero de asiento. El viaje parecía interminable.

Cuando el hombre se sentó a su lado, lo observó disimuladamente. Un pobre tipo, con un saco enorme (seguramente prestado para la ocasión), el pelo mal cortado. Un par de zapatos viejos y un aroma fuerte, dulzón, de colonia barata.

“Al menos el perfume no va a durar más de 15 minutos”, pensó.

Pero duró un poco más y el hombre, que dijo llamarse Eusebio, lo había molestado durante todo el viaje preguntando y contándole cosas. Un casi analfabeto que no sabía nada. Justo tenía que tocarle a él.

“Eso te pasa por apurado” diría su mujer. Y tenía razón, aunque el no lo admitiría nunca. Pero quería terminar este negocio antes del fin de semana. Sacarse el problema de la cabeza, para empezar a solucionar otros.

Su hijo no le hablaba desde hacía ya varios días, porque habían perdido un cliente por un error suyo. Un desagradecido, su hijo. Él le había dado un puesto privilegiado en su empresa, cuando otros lo merecían más. Pero era su hijo.

Qué mala suerte, pensó, este compañero viaje. No lo había dejado en paz desde que salieron. Le buscaba charla y él no quería hablar. ¿De qué podían hablar, salvo del tiempo? ¿De política internacional, acciones en la Bolsa? Francisco sonrió ante su propio sarcasmo. Ese pobre hombre, a su lado, podía ser estafado hasta por un niño.

Pero después de tantas horas ya se sentía cansado y de pésimo humor. Tenía hambre, se le había empezado a arrugar la camisa y no sabía cuánto tiempo más duraría el viaje. Un bebé lloraba desde hacía rato y aumentó su molestia.

Y ahora este hombre que le preguntaba por qué el tren se había parado, como si él tuviera todas las respuestas.

Imposible hacerse el dormido. En cuanto abría los ojos, el otro volvía a la carga.

Fastidiado, respondió;

_ No sé, por los ruidos que se escuchan, deben estar arreglando algo.

El hombre mostró preocupación:

_Yo voy a Colonia Dora…y ya estamos atrasados dos horas…

Francisco no contestó.

_ ¿Sabe qué pasa, don? Murió mi padre y lo entierran a las 6 y yo quería llegar antes de que lo entierren, Para despedirlo, vio?

A pesar del silencio de su vecino, Eusebio siguió hablando.

_Yo me fui de mi pueblo hace 40 años. Tenía 17. Éramos muy pobres y un primo mío, de Buenos Aires, me dijo que allá podría conseguir algo. Mi viejo, mi vieja y mis hermanos fueron a despedirme a la estación. Mi vieja lloraba, pero yo estaba contento. Le dije: “A fin de año vuelvo para visitarlos y hacemos una fiesta!”. Ahora que lo pienso… yo era casi un chico...

Pero cuando llegué a Buenos Aires me di cuenta de que mi primo no estaba tan bien. Me fue a esperar a Retiro y nos fuimos en colectivo hasta su casa, que quedaba muy lejos, en un barrio fuera de la Capital.

No me gustó como vivía mi primo y, sabe… andaba en cosas raras. Yo no quise. Al mes me fui de ahí y conseguí empleo en la cuadra de una panadería. Un compañero de trabajo me presentó en la pensión donde vivía y así seguí.

No volví a mi casa, en Colonia Dora, en estos cuarenta años. No sólo no tenía para el pasaje, no podía volver. Todo el pueblo sabía que me había ido a vivir a Buenos Aires, a buscar mejor vida. ¡Cómo iba a volver así, derrotado, peor de lo que me había ido! Al principio les mandaba cartas a mis viejos, mintiéndoles, después no preguntaron más.  Muchas veces me arrepentí de no haber terminado la escuela… tal vez hubiese conseguido algo mejor, hasta una mejor compañera, porque la mía me dejó al poquito tiempo de casarnos.

Ahora quisiera…solamente quisiera, despedir a mi padre. Decirle que lo siento, cuánto pensé en él, cuánto lo quería…

Francisco se sintió sumamente irritado por el relato del otro. El calor, la inmovilidad del tren, la demora, los reproches de su mujer, la indiferencia de su hijo, ese diálogo no buscado, todo se unió para explotar en su respuesta:

_ Ahora es tarde, Eusebio. Muy tarde. Su padre ya está muerto. Aunque usted se quede parado dos horas junto al cajón y le hable, él ya no lo escucha. No oye, no siente. Está muerto. Las cosas hay que hacerlas en vida. Después, ya no sirven.

En el instante en que terminó de hablar, Francisco se arrepintió de haberlo hecho. La dolorosa mirada del otro le atravesó el pecho, como una filosa navaja.

Pero las duras palabras habían conseguido silenciar a Eusebio. Volviendo su cara hacia la ventanilla, perdió su mirada en el lejano horizonte.

En eso el tren empezó a moverse.

Unos kilómetros más adelante, llegó a la estación de Pinto, un pueblo medio perdido en medio del campo.

El guarda avisó que estarían allí por lo menos media hora, para terminar de arreglar el desperfecto, y luego se reanudaría el trayecto con normalidad. Todos bajaron en la pequeña estación.

Algunos caminaban, otros fumaban, el niño corría y había parado de llorar. Francisco vio a Eusebio sentado solo, en el final del andén, de espaldas a la gente. Sus piernas colgando, el enorme saco rozando el suelo.

Algo en sus movimientos le llamó la atención. Trató de acercarse, sin hacer ruido. Sólo veía la espalda del hombre, moviéndose.

Unos metros antes de llegar a él se detuvo, sorprendido.

Eran sollozos. Eusebio estaba llorando.

En ese momento Francisco se dio cuenta de que quien estuvo catorce horas al lado suyo era un ser humano, igual a él.

Catorce horas a su lado. Próximo. Prójimo. Como el prójimo del que hablaba el cura, los domingos en la misa. Él ayudaba al prójimo. Daba limosnas siempre, ante la mano tendida. A los descalzos, mal entrazados, gente que era el prójimo. Siempre pensó que el prójimo era algo lejano, que no tenía cara ni nombre, algo anónimo. No era ni su hijo ni su mujer, y menos este pobre infeliz que le había tocado en suerte como compañero de viaje.

“¿Adónde está tu corazón?”

La pregunta se la había hecho su madre muchos años atrás.

Sintió también él ganas de llorar.

Pero no podía. Un hombre elegante, bien vestido, no podía llorar en el medio de un andén, como un chico. Alguien se acercaría para preguntarle si le pasaba algo, si se había descompuesto.

En cambio nadie, excepto él, había reparado en el llanto de Eusebio.

Fue al baño y se lavó la cara, justo en el momento en que el guarda gritaba que se reanudaba el viaje y el tren empezaba a ponerse en marcha.

Eusebio pasó delante de él para sentarse y lo miró con una expresión tranquila, sin encono.

Francisco celebró esa mirada que no tenía rencor. Era como la de un niño, con la inocencia que él había perdido hacía muchísimo tiempo. Por primera vez en todo el viaje, se dirigió a Eusebio con amabilidad:

_ Vamos a llegar a las tres a Colonia Dora. Va a tener tiempo.

Eusebio sonrió suavemente.

Dos horas después, el tren llegaba a la estación Colonia Dora, en Santiago del Estero.

Eusebio agarró fuertemente su pequeño bolso y le tendió la mano.

_Adiós, don. Disculpe si lo molesté con mis preguntas.

Francisco se paró y lo abrazó.

_ Suerte. Y decile a tu padre todo lo que sientas. Tal vez, desde algún lado te pueda oír. Ah!.. esperá.

Sacó una tarjeta de su bolsillo y se la dio.

_Cuando vuelvas a Buenos Aires andá a verme a la empresa. Tal vez pueda conseguirte algo mejor de lo que tenés.

La sorpresa y la alegría iluminaron el rostro de Eusebio. Le agradeció calurosamente y bajó corriendo la escalerita.

En el andén, un pequeño grupo de personas lo esperaba sonriendo.

Francisco pudo ver algunos abrazos antes de acomodarse en el asiento.

Le quedaban algunas horas para dormir, tranquilo, hasta llegar a Tucumán.

 

 

*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

Santo Tomé. Santa Fe.

 

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial.

-Próxima estación:

 

ESTACIÓN FUNKE.

 

LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

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