sábado, octubre 31, 2020

¿DÓNDE SE HA IDO TODO ESO?

 

*Foto de Marcelo Arcas.

- En Estación Villars de la Compañía General Buenos Aires el tren mixto a Rosario-

 

 

 

 

Estación Hortensia*

 

“Hermoso día para pasear”, piensa, mientras el sol les arde implacable sobre la piel, en esta calurosa mañana de enero. Su hermosa y vivaz hijita de casi tres años lo toma de la mano y no deja de relatarle lo que ve, excitada y con ojos asombrados.

—¡Papi, unos pajaritos! ¡Uuuh! —y agrega, decidida: —Yo voy a volar como los pajaritos.

—¿Y si en lugar de volar por el aire, volamos en un tren? —propone él, midiendo la distancia que les resta: detrás de la arboleda de araucarias se encuentra la estación.

—¡Un tren, sí! Me encanta viajar en tren —y ella se cuelga de su brazo, apurando la marcha.

Una suave brisa mitiga la temperatura en aumento de la mañana. Mire donde mire, estallan los colores bajo el poderoso sol del verano. Y al acercarse a los límites de la estación, contempla casi como al descuido, a un costado del camino de grava, un enorme macizo de hortensias que lo proyecta abruptamente hacia el pasado…

…¿Cuánto tiempo hace que no piensa en aquellas hortensias del jardín de su casa, en Mar del Plata? En aquel sendero de ladrillos húmedos que llevaban hasta el quincho, donde chirriaban las brasas de la parrilla, su padre acomodaba el fuego, y el asado con los chorizos se iba cocinando lento y parejo. En la sombra mohosa de aquel pino centenario, cuya frescura regaba hacia las tres casas vecinas. En las ligustrinas que se desbordaban, aferradas con firmeza al alambre tejido. En la ropa limpia colgada por su abuela en la soga que cruzaba el parque. En las rejas nuevas que su padre había hecho instalar pocos años antes, a raíz de los robos cometidos en el barrio, incluso en aquel mismo jardín, del que unos malditos rateros se habían llevado durante la noche un secarropas, algunas herramientas, varias reposeras plásticas, y la mesa de tablones de madera que conservaban desde hacía décadas.

¿Cuánto tiempo…? Los recuerdos le resultan extraños, como si perteneciesen a otra vida, o quizás a otra persona. ¿Acaso fuera así? ¿Cuántas cosas le han ocurrido durante aquellos años, desde la última vez que pisara aquel entrañable parque cubierto de hortensias? ¿Cuántas vivencias, compartidas o en soledad? Aunque a él le costara recordar momentos de soledad; siempre había preferido evocar momentos compartidos con sus afectos, tener más presente una risa que un silencio. Recuerdos de sus tres hermanos menores, recorriendo las parquizadas cuadras del Barrio Constitución hasta la playa, mientras cargan con el mate y a veces la sombrilla, comentando películas, libros e historietas. De su abuela, quien hoy ya no está, preparando las mismas tortas fritas con grasa vacuna que solían amasar y cocinar a la par en aquel campo de Entre Ríos donde veranease en su adolescencia, escuchándola decir que “al menos, con esto los chicos tenían un alimento para la tarde”. De su padre, acompañándolo a hacer compras a bordo de una vetusta camioneta Datsun, que continuó funcionando durante años de manera inexplicable, escuchándole narrar las mismas anécdotas de siempre, referidas a su pasado familiar o laboral –vinculado de por vida con el ferrocarril-, ayudándolo a terminar las frases y recibiendo como habitual corolario la pregunta: “¿Cómo: ya te lo conté?”.

“¿Dónde se ha ido todo eso?”, se pregunta, hipnotizado por las frondosas hortensias, oyendo muy a lo lejos el incesante parloteo de su hijita, aferrada de su mano mientras ingresan a la estación, recorren el pasillo de la boletería cerrada, se acercan al andén. “¿En qué me convertí?”

Imágenes sin conexión aparente se le presentan delante de los ojos; escenas editadas de diferentes películas conforman el caos particular de su propia película, la de su vida, tan errática y variada como la de cualquiera, con infinidad de detalles que la vuelven única. Recuerdos de sus afectos primarios, claro está, pero también de sus amigos, sus ex parejas, sus compañeros y compañeras de trabajo… Todos aquellos que alguna vez, en determinado momento, han sido significativos para él, dejándole una marca, que por pequeña que fuera, hacen la enorme diferencia de que hoy él sea de esta manera y no de otra…

—Ahí viene el tren —se escucha decir, al arrodillarse junto a su hijita y señalar con el brazo extendido hacia el horizonte, donde la inconfundible silueta del frente de una locomotora diesel se recorta contra la profundidad de la vía, haciendo sonar su estridente silbato en la distancia.

El se ha convertido en un padre de familia. Además de ser amigo inclaudicable de sus amigos, de atesorar el cariño hacia sus hermanos -aunque se vean poco, y ellos también hayan sido padres-, de agradecerle a sus padres todo lo que han hecho por él –con sus aciertos y sus errores-, de ejercer con su título profesional y poder vivir de eso –algo que al inicio de su carrera no le parecía tangible-, además de todo eso tiene una familia que adora, una hija que lo enternece y enorgullece como nadie -aunque a veces también lo saque de quicio-, una mujer a la que ama, considera un par, y en quien confía plenamente.

El, de alguna forma, ha dejado de ser hijo y se ha convertido en hombre. Y la evocación de las hortensias se lo recuerda de manera inexorable.

—Vamos a volar…¡en tren! —grita ella, agitando los brazos, dando emocionados saltitos a su lado.

—Si, hijita —murmura él, agachándose junto a ella para abrazarla, mirando hacia un futuro que seguramente lo sorprenderá. —Vamos a volar…

 

*De Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com

-Marzo de 2011 – Abril de 2020

 

 

 

 

 

¿DÓNDE SE HA IDO TODO ESO?

-Viajes por el tren literario de Alberto Di Matteo.

 

 

 

 

 

Estación Girondo

 

Vestido con una enorme capa negra que ondula a sus espaldas como las trágicas alas de un desorientado vampiro, con el cabello ensortijado y pálido semblante, Oliverio deambula sin rumbo, alejándose de la ciudad, atormentado por el siniestro recuerdo de la Dama de Blanco.

La había visto a la cara. Podría jurarlo delante de cualquiera. Fue durante una oscura y pegajosa tarde, donde la atmósfera parecía a punto de quebrarse bajo la feroz metralla de los truenos y desatar, a los pocos segundos, la peor de las tormentas que recordara Buenos Aires quizá en décadas. En aquel preciso momento, Ella se había dejado ver, atravesando los añejos muros del Museo de Arte Hispanoamericano Fernández Blanco, sito en calle Suipacha al 1400.

Por aquel entonces, Oliverio vivía con su esposa Norah en el terreno lindante al Museo, y los ocasionales encuentros con aparecidos ultraterrenos ya no los inquietaban como la primera vez. Una noche habían sido interceptados al regresar de un café literario por el hierático espectro de un jesuita encapuchado que les heló la sangre. En otra oportunidad, vieron cómo se descolgaba la oscura silueta de una esclava negra por las cañerías que descendían de los techos, buscando escapar de sus ya extintos captores. Más tarde, hasta un distinguido Lord británico de raigambre victoriana, con flamante galera y reloj con cadena de oro a la cintura, paseaba de vez en cuando por el patio de su casa en las noches de luna, insinuando acaso un leve gesto con su galera hacia ellos, a modo de saludo.

Sin embargo, ninguna de estas imágenes lo había perturbado tanto como el de la Dama de Blanco. Joven, hermosa, con una extraña simbiosis entre la sensualidad y la virginalidad… Se deslizaba fuera del Museo y entraba a su casa subrepticiamente, mirando en derredor con cierto temor, como si no reconociese el lugar por donde se desplazaba. Y a diferencia de las demás apariciones, Ella, exclusivamente a él, le hablaba…

Oliverio nunca había podido descifrar su lenguaje, entrecortado y confuso, compuesto por irreconocibles jirones de palabras que no alcanzaban a comprenderse del todo, como si le hablase desde el fondo de un pozo anegado, o a una distancia tan vasta que los sonidos no alcanzaran a ser alcanzados.

Pero su mirada, de una tristeza tan profunda como hermosa, era lo que más lo desconcertaba y fascinaba a la vez. Haberla conocido implicaba no poder olvidar jamás esos ojos claros. Quizá fuera eso lo que ansiara recuperar Oliverio luego de la muerte de Norah, hecho que lo dejara al extremo de la desolación: una mirada de amor, proveniente de unos ojos puros, diáfanos como un cielo de verano, que lo atravesaran con su ternura de lado a lado.

Consternado por llegar a concretar el encuentro imposible, Oliverio averiguó durante un buen tiempo acerca de la secreta identidad de la Dama de Blanco. Consiguió saber que había fallecido en 1925, y merodeaba desde un principio el Cementerio de la Recoleta, confundiendo a los incautos varones que la tomaban por una bella joven solitaria y desabrigada a quien cortejar durante las noches de parranda. Los avezados seductores le ofrecían sus abrigos para protegerla del frío, anhelando la posibilidad de un momento erótico y ardiente, pero terminaban desairados, mientras contemplaban incrédulos la manera en que Ella escapaba hacia las profundidades del Cementerio, perdiéndose entre las bóvedas, para luego de dar muchas vueltas en su persecución encontraran el propio abrigo yaciendo sobre uno de los cajones de las bóvedas, recientemente usado por el espectro de la dueña del ataúd…

Años después, la Dama de Blanco se había trasladado a unas diez cuadras, errando a lo largo de la distinguida Avenida Alvear y la calle Arroyo, ignorándose el por qué de semejante trayecto, para recalar en las proximidades del Museo, aposentándose casi entre sus muros y los de las construcciones vecinas. Allí la había descubierto Oliverio, deseoso por un reencuentro que jamás había vuelto a concretar, hipnotizado hasta el fin de sus días por aquella mirada inolvidable…

Muchos años han pasado desde entonces, sumidos en la bruma de los tiempos. Oliverio ha perdido, al fragor de sus poéticos retruécanos y versos delirantes, el sentido del espacio y la localización, extraviado en un lenguaje particular que carece de coordenadas compartidas. Desorientación que lo aleja de las letras y lo conduce hacia los lugares más remotos y estrafalarios, como éste en el que lo descubrimos, a muchos kilómetros de distancia de Buenos Aires y su aire recoleto, sorprendido al llegar durante una helada noche de luna llena a una desierta estación de ferrocarril, perdida en medio del campo, que misteriosamente lleva su propio nombre.

Los rieles se extinguen a pocos metros de allí, devorados por la oscuridad, con apenas un pálido destello lunar con el que delata su metálica presencia. La rústica silueta de la estación se confunde con las extrañas formas de los árboles del monte que la rodea, otorgándole al lugar un toque siniestro que impulsa con fervor a la huída del testigo ocasional. Sin embargo, Oliverio se dirige resuelto hacia allí, casi sin darse cuenta de las asperezas del terreno que lo circunda, causado por el más insondable y urgente de los presentimientos.

Una ráfaga de viento helado revolotea su capa al acercarse al derruido umbral de la ventanilla de la boletería, carcomido por la lenta erosión del tiempo. La reja que separaba al empleado de los futuros pasajeros se encuentra tamizada por mugrientas telarañas, aposentadas allí por espacio de varias décadas. El crujido que producen bajo su tacto las maderas podridas del estante para recoger los boletos no lo sorprende, pero le desagrada. Y entonces, en medio de la escalofriante lobreguez, percibe el níveo destello de una presencia dentro de la habitación, luminosidad que le puebla el alma de esperanza, desbocando su corazón.

Busca a tientas la puerta que conduce al interior del cuarto, y luego de un par de forcejeos con la cerradura oxidada, consigue que la pútrida hoja de madera le ceda el paso. Avanza trémulo hacia dentro, notando que aquel destello aumenta su intensidad, brotando desde la tortuosa grieta de uno de los muros, vecina a un polvoriento archivero. El milagro, informe cual volutas de humo, se expande dentro del cuarto, corporizándose con dificultad, impedido aún de mostrarse tal cual es. Oliverio extiende moroso los dedos de su mano derecha hacia él, alargando su brazo, esbozando una palpitante sonrisa luego de muchísimo tiempo, tan malacostumbrado al rictus de amargura que lo representase desde la triste muerte de Norah.

La aparición culmina de materializarse, definiendo a la recordada silueta de la Dama de Blanco, con un tenue y escotado vestido de nívea gasa que revela unos pálidos hombros delgados y la nítida curva de unos pechos jóvenes, apenas ocultos por los bordes de una rubia cabellera lacia que enmarca su rostro angelical. Y coronando esa dulce carita inocente, aquella perturbadora mirada de ojos claros, profundos e insondables, transportando a quien los contemple hacia territorios inexplorados de la psiquis y el corazón.

Oliverio se estremece ante esos ojos, sin dejar de sostener su mano abierta hacia Ella, extasiado ante la posibilidad de acercarse, abrazarla, acariciarla, besarla… Una sutil ráfaga helada se cuela entra las múltiples rendijas de la ruinosa boletería, ondulando su inquietante capa negra. Hasta que por fin Ella le vuelve a hablar; y para sorpresa de Oliverio, con palabras claras, de un lenguaje definido, con un mensaje inequívoco.

-Quiero que me hagas tuya –le sugiere u ordena.

Infinidad de sensaciones se abalanzan sobre él, confundiéndolo y decidiéndolo a la vez. El cálido y hasta fraternal amor experimentado en vida hacia Norah, el ancestral miedo ante lo desconocido, una inédita tentación al placer más lascivo que pudiera haber imaginado… En un instante las imágenes más representativas o banales de su vida desfilan delante de sus ojos, como si al escuchar esa frase de sus labios hubiese ingresado en el caótico vórtice de un remolino que lo deseara arrastrar hacia el más allá, aunque dejando en su lugar, ajeno a su propia persona, un nombre que le otorgue identidad a este lugar, perdido y quizá olvidado, más no por las evocaciones que pueda suscitar el apellido Girondo.

Entonces, Oliverio descubre en un inesperado rapto de lucidez -que atraviesa la maraña de imágenes discordantes que identifican su obra literaria-, que se le ha ido la vida buscando un amor semejante a éste, que su entidad humana parece haberlo abandonado desde hace ya mucho tiempo, que en un lugar de la Pampa llamado Girondo –dentro de su derruida estación de ferrocarril- parece haber encontrado su propio fin humano, más no el de la leyenda de una enamorada pareja de ultratumba…

Se acerca hacia la Dama de Blanco, quien le sonríe por primera vez, seductora y virginal. Oliverio le rodea los hombros desnudos con su capa azabache, que aletea a su alrededor como si quisiera izarlos en el aire y alejarlos de allí en un huidizo vuelo de murciélago. Y con un gesto aguardado por ambos durante decenios, se buscan las bocas con pasional sutileza, besándose en un abrazo que trasciende la muerte y los eleva hacia la noche.

Una imponente luna llena resulta el único testigo del encuentro, donde una capa negra y un vestido de gasa blanca se elevan por encima de las ruinas de una estación ferroviaria y se pierden rumbo a las estrellas, glorificando a los eternos amantes…

 

 

 

 

 

 

Estación Altamira

 

Hacía apenas tres días que Laurita se había mudado al campito de su abuelo, donde pasaría sus vacaciones de verano. Y la verdad sea dicha, ya se sentía bastante aburrida. Con sólo pensar en las semanas que le quedaban por delante para regresar a su casa, aumentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla de Pascua en una segunda, y acaso inútil, luna de miel? ¿Por qué, mientras sus padres simulaban la alegría que no transmitían, ella debía padecer aquel solitario tormento? Por más que lo rumiase, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus escasos once años de edad, le era imposible comprender cualquiera de aquellas decisiones.

Deambulaba por los alrededores sin demasiado entusiasmo. El paisaje la fastidiaba. Extrañaba ver televisión, jugar de vez en cuando con la computadora de su hermano, encontrarse con sus amigas para bailar y chusmear, como cualquier chica de su edad; o sólo quedarse en su casa, escribiendo en su diario, improvisado en un cuaderno universitario de espiral que le donase al descuido su papá.. Aquí, en cambio, alejada en exceso de su protectora cotidianeidad, todo la inducía al sopor. Por más que le fascinara la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, y gracias a quien llevase consigo de vacaciones varios libros de cuentos y alguna que otra novela, no conseguía concentrarse. Aquel había sido el último intento que su papá utilizara para convencerla de pasar aquella temporada con los abuelos: que disfrutaría de leer, trepada en las ramas del frondoso árbol de la estancia, sin realizar acrobacias, o quizá sentada entre sus mullidas raíces, cubiertas de vegetación.

No había caso: el campo la deprimía.

El abuelo había comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora estación, edificio que actualmente constituía parte de las edificaciones de la estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un purista; había mantenido intacto el carácter tradicional del inmueble, conservando ciertos detalles propios como las campanas, las inscripciones en determinados carteles, las ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se había transformado en su estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación en su propio dormitorio!

Aquellos detalles resultaban superfluos para Laurita. Ella era curiosa por naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie mucho tiempo. Se cansaba rápido de las cosas, por lo que se aburría seguido. Por eso, a los tres días de estar en el campo, ya había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo que la sorprendiese de verdad, a fin de no pensar seriamente en colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo de alguna manta o cajón, y fugarse hacia Buenos Aires, a la casa de alguna amiguita o pariente que la ocultase con excesiva discreción; ya averiguaría dónde.

El hecho sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar la mirada triste que Laurita lucía por encima de la humeante taza del desayuno, Teresa se le acercó por detrás y le susurró:

—Una niña tan seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que yo sé…

Laurita la miró, apenas motivada frente al conocido tedio que la aguardaba durante el resto del día. Teresa continuó:

—Y los secretos, si son compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven mágicos…

Aquello venció cualquier barrera de sospecha. Durante varios minutos hostigó a preguntas a aquella entrañable mujer, sintiendo cómo se desperezaba su inquieta curiosidad. Teresa, luego de hacerse desear, le narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias décadas.

A escasos doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran formando un protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de la trocha angosta del antiguo ferrocarril. Allí mismo, tiempo después de haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas. Misteriosas luces se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos de tren, locomotoras que se oían acelerar en medio de la noche… La peonada despertaba siempre asustada hasta los huesos. Todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes podían acercarse y jactarse de haberlo visto, a riesgo de parecer mentirosos. Pero para ello, había que llegar hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para convocar a los espectros…

—¿Y cuáles son? —exclamó Laurita, fascinada, olvidando el desayuno, mientras escuchaba atentamente a Teresa.

—Hay que pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, una de estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar los huevos en el corral, por ejemplo…

Con tal promesa, Teresa consideró que la mantendría ocupada durante unos días, mientras iban pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro espectral. A Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin embargo, ya conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto y la clave para acceder a él. Había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se hiciese de noche para escabullirse sin ser vista.

La emoción la carcomió durante toda la tarde. Las horas se demoraban pegajosas, y a diferencia de lo que Teresa esperase, la niña no volvió a mencionar aquel tema. Para cuando cayó el sol, la mujer creyó que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, así que mantuvo silencio.

Laurita aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, escapó de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo terreno, y saliendo de la casa por la puerta de la cocina. Se alejó varios metros, y recién entonces encendió la pequeña linterna que se había traído de Buenos Aires, caminando sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue mirada de las estrellas.

Soplaba una brisa fresca que apenas agitaba las ramas de los árboles. Aquel rumor la inquietaba, aumentando esa sensación de soledad que le sobrevino de golpe, aunque al mismo tiempo impulsándose hacia la aventura; como si lo desconocido muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable.

Avanzó entre los pajonales y la enramada del túnel vegetal, adivinando los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.

Aquello debía haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz oblicua, con sus letras aún legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo, expectante ante la perspectiva de lo siniestro. Fijó con firmeza el haz de la linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:

“Cuidado con los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se escucha……

La brisa susurró entre los árboles otra vez, quizá evocando alguna misteriosa conversación, proferida en un idioma incomprensible. Por un instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales, nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío. Se estremeció. Entonces, proveniente de territorios desconocidos, creyó escuchar el agudo silbato de un tren.

Contuvo la respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar de nuevo en ambas direcciones. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos de la enramada consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de un faro de locomotora.

Se le aceleró el corazón. Comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia travesura. El faro se acercaba veloz, demasiado como para que aquella luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en un violento ventarrón que agitó las ramas con violencia, asustándola aún más. El viento le golpeó la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número 0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la cabina, se le apareció a pocos pasos de sus propios pies, con el ardiente vaho de su motor diesel quemándole la cara.

Laurita gritó, pero no consiguió escucharse por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de algún otro ramal en servicio activo. El motor regulaba constante mientras la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo, con el clásico chasquido del entrechocar de los vagones. Y en ese último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada hacia el interior de la formación.

Dentro, hombres y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba sobre ellos, emergiendo hacia aquella virgen enramada pampeana. Los caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose lugar, girando sobre sí mismos, mientras hombres y mujeres, semidesnudos, con los brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir aquellos briosos cuerpos, deseando escapar de un destino prefijado de antemano. Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, junto al extraño entrechocar de sables y martilleo de armas de fuego, mientras una voz, amplificada por parlantes, ordenaba:

“¿Quiénes son tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés un poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”

 

Un destello eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos alaridos…

La cabeza de un caballo, con ojos desorbitados, ollares dilatados, y dentadura al desnudo, asomó por el hueco de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como una hoja, a punto de orinarse encima, sin dejar de iluminar con su linterna. El animal se debatía furioso, coceando contra los laterales, sin conseguir escapar del vagón, empujado a sus espaldas por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres, pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, otros con aspecto de tehuelches, y mujeres recién “chupadas” por algún grupo de tareas, todos ellos surgidos casi de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración criollo. Entonces, aún sin comprender lo que ocurría delante de sí, Laurita observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante.

Sangre.

Antes de que ella respirase lo suficiente como para gritar, la siguiente aparición la dejó sin aliento.

Forcejeaba con uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón. Pero su silueta, aunque de brillante uniforme -extraña mezcla de vestimenta de gala de fines del siglo XIX y ropa de fajina de fines del siglo XX-, era inconfundible. Y al reparar en Laurita, luego de dominar al pobre infeliz contra el suelo del polvoriento vagón, la miró de frente, con expresión de reproche y absoluta firmeza en la voz al gritarle:

 

—“¡¿Qué estás haciendo vos acá???!!!”

 

Y Laurita, antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia a bordo de aquel funesto tren fantasma de Augusto, su papá, quizá comprimiendo contra el suelo del vagón no a un miserable extraño sino a Susana, su mamá, dominándola con una violencia desconocida y motivos inconcebibles, sólo pudo chillar…

Treinta años después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama, respirando agitada, cubierta de sudor, rodeada de silencio y penumbras, mientras los fantasmas que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de… ¿un país que ya no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente abiertos, aunque cargados de pesadilla…

 

 

 

 

 

 

 

Estación Tomás Jofré


“No sólo de pan vive el hombre……también come carne”, ironizaba Julián Bustos mientras el último ternero trepaba al tercer y último vagón jaula de “FÉNIX”, la flamante locomotora del Nuevo Tren Provincial Bonaerense. El cargamento debía llegar esa misma noche a Mercedes, ya que desde allí partirían con rumbo urgente, aunque desconocido para Bustos. Más allá de donde finalizara su trayecto, probablemente a bordo de algún transporte automotor, el destino del ganado en pie sólo era determinado por los responsables del frigorífico “Santa Anita”, quienes aguardaban ansiosos aquel lote vacuno que Bustos, su encargado, les debía desde hacía ya tres eternos días.

Los terneros se agitaban inquietos a bordo de los vagones jaula. Con el correr del tiempo Bustos ya se había acostumbrado a tal cualidad. Con lo que aún no conseguía familiarizarse era con las expresiones taciturnas y distantes que presentaba en ocasiones Leandro Benítez, maquinista titular de “FÉNIX”, apagado y acaso rencoroso. Bustos había oído como al pasar que Benítez la venía piloteando bastante mal desde hacía un par de meses, cuando comenzaron a investigarlo por un delito que parecía no haber cometido -vinculado con el frustrado asalto de una caja fuerte británica del siglo pasado, que transportara a bordo de su propia formación-. La sospecha nunca se aclaró del todo. Sus compañeros habían ido apartándose de él, y Bustos sentía hasta cierta piedad por el pobre tipo. Sin embargo, ello no impedía que su talante sombrío le inspirara cierto temor, sensación que crecía a medida que compartían las horas transcurridas durante cada transporte.

Eran pasadas las siete cuando la formación, luego de una breve parada en Estación La Verde, reanudó la marcha hacia Mercedes, adentrándose en el atardecer primaveral. Bustos disfrutaba en silencio del paisaje, mientras cebaba unos regios mates, que Benítez aceptaba sin despegar los ojos de la vía, ni acotar palabra alguna.

Los hechos que ocurrieron a partir de la mitad del trayecto le evocaron a Leandro Benítez una siniestra repetición, que lo obligó un par de días más tarde a renunciar a su puesto, sin duda alguna, mientras que de Julián Bustos se apoderó un miedo y una indignación que no se le borraron durante el resto de su vida.

Al doblar una curva, lo primero que vieron fue un par de añejas y oxidadas camionetas Dodge que apenas si podían moverse, cruzadas encima de los rieles. Benítez movió la palanca con destreza, deteniendo a tiempo a “FÉNIX”, haciendo chirriar los frenos con un estallido de chispas. La locomotora se quejó en un último estertor al detenerse, rozando apenas con su enorme parachoques uno de los abollados flancos de las camionetas.

—¿Pero quién mierda…? —estalló Benítez, despertando de su letargo.

No consiguió terminar la frase. Una impensada horda de indigentes, entre quienes era muy probable que hubiera varias decenas de infiltrados, evidentes punteros políticos que comandaban toda la escena, surgió de la densa arboleda que se erigía sobre una de las cunetas y saltó hacia la formación, armada de filosos cuchillos, trepando hacia los vagones jaula aullando un colosal griterío de guerra, algunos con increíble agilidad, otros con notorias dificultades en la locomoción, producto de una vida carente de atención médica. Rostros desencajados, pieles escamadas, bocas desdentadas, miradas alucinadas… Todos parecían vampiros, aunque sin la menor cuota de palidez, ávidos de sangre. Y de carne, que deseaban llevarse famélicos, hacia la olla o la parrilla. El ganado olfateó el peligro en el ambiente y comenzó a mugir desesperado, pataleando contra los flancos de los vagones y haciendo vibrar la formación, que al momento de ser abordada por la horda amenazó con volcarse y descarrilar, arrastrando a “FÉNIX” consigo.

Bustos se asomó a la ventanilla de la locomotora sin conseguir hablar, boquiabierto, dejando caer el mate recién cebado al piso de la cabina de “FÉNIX”, intimidado ante tamaña aparición. Sabía que su misión era proteger el cargamento vacuno de cualquier contratiempo, pero jamás había imaginado algo por el estilo, menos aún había sido preparado para repeler un ataque semejante. Así como nunca se había sentido tan impotente frente a una situación de peligro como aquella. En cambio, Benítez reaccionó de manera inversa; con el pavoroso recuerdo del malogrado robo de la caja fuerte, se desbordó de furia, no tanto frente a la injusticia de aquel acto –su responsabilidad lo limitaba exclusivamente a conducir la formación hasta destino-, como ante su propia frustración, y el funesto panorama que imaginaba para sí mismo.

—¡Loco!!! ¿Qué mierda se creen que están haciendo!!! —chilló desde uno de los balcones laterales de “FÉNIX”, dando un par de pasos hacia la multitud, que ni siquiera lo oyó.

—Quedate piola, chabón, que la cosa no es con vos —le indicó a escasos cinco metros sobre la cuneta un tipo grueso, con una visera de la Municipalidad de Mercedes calzada hasta las cejas, mientras sopesaba un enorme palo entre sus manos, a manera de garrote.

—¡Pero me están cagando el laburo!!! —protestó Benítez, deseando que toda aquella gentuza desapareciese con sólo chasquear los dedos.

El tipo no le contestó, ni dejó de izar y dejar caer el garrote sobre su palma izquierda, mientras contemplaba con parsimonia el vibrante accionar de la gente que habían trasladado hacia allí desde territorios no tan vecinos. La emboscada había sido un éxito, producto de una brutal política asistencialista suscripta por el municipio; o por la provincia toda, quién sabe… Sólo que esta vez no les regalaban la carne empaquetada para el guiso o el asado, sino que se la tenían que procurar por sus propios medios, de la manera que pudiesen…

Los chillidos animales se parecían a los proferidos por los hombres y mujeres que asestaban cuchilladas a diestra y siniestra. La ferocidad de aquel ataque parecía expresar algo más que hambre; semejaba más una venganza muda, cuyo destinatario principal ni siquiera era una persona o una corporación. El tren no hacía más que vibrar; varios terneros agonizantes trastabillaban y caían sobre el suelo irregular, cruzado por las vigas de acero de todo vagón jaula, generando temblores y estruendos que le ponían al maquinista y al encargado del frigorífico los nervios de punta. Luego de unos minutos, comprobaron que varias mujeres ensangrentadas se alejaban de la escena munidas por toscos trozos de carne faenada, aún con el cuero peludo pegado sobre sus costados. La sangre se derramaba sobre los enrejados flancos de los vagones jaula, cayendo sobre los cantos rodados de la vía con un sello ciertamente horroroso.

Entonces, cuando la masacre parecía haber alcanzado su punto culminante, con el primaveral aire de la tarde impregnado por el fétido olor de la muerte, el miedo y la bosta, una abominación mayor tuvo lugar delante de los incrédulos ojos de Julián Bustos y Leandro Benítez.

Los ángeles vengadores del sistema surgieron casi de la nada, sobre la explanada opuesta a la arboleda. Cubiertos por el más cómplice de los silencios, habían llegado a bordo de sus patrulleros blancos y azules sin encender ninguna sirena o baliza, sabedores de su impunidad. Apostados en hilera, protegidos detrás de sus vehículos, todos ellos enfundados en sus uniformes oficiales, ejecutando en silencio órdenes tan precisas como los punteros que minutos antes comandaran el asalto. Como dos ejércitos enfrentados, uno de ellos probablemente financiado por el frigorífico “Santa Anita”, encargado de hacer un seguimiento muy próximo al cargamento, ante los reiterados rumores de un ataque de cuatreros, según los rumores de pasillo que Bustos consiguió milagrosamente evocar en aquel instante.

Alguien gritó, de pie sobre el techo de uno de los vagones jaula, queriendo alertar a sus compañeros en el último segundo. Aunque pocos lo supieran, en la barrabrava de Boca Juniors y en su barrio platense de Los Hornos lo conocían como el Gordo Nacho, muchacho dispuesto como pocos para el desorden y el beneficio sin esfuerzo alguno; extraña clase de gato salvaje que siempre caía de pie, cualquiera fuese la situación que le tocase enfrentar. Sólo unos pocos consiguieron escucharlo, demasiado tarde para reaccionar.

En aquel último instante, lo único que consiguieron distinguir el maquinista y el encargado del frigorífico, en medio del caos y la confusión generados por el griterío humano y animal, fue el sostenido pitido de un silbato, iniciando las maniobras para repeler a los invasores. Sólo que, evocando por su ausencia a las oscuras y anchas bocas de los lanza-gases antimotines, las decenas de cañones de pistolas y escopetas que se parapetaban detrás de los patrulleros, sumados a igual número de ojos fijos a través de sus miras sobre blancos móviles, presagiaban lo peor.

Las últimas luces de la tarde agonizaron en medio de un ensordecedor y sincopado estruendo de disparos, que vomitaron fuego a discreción sobre aquel malogrado convoy ferroviario. Cápsulas y cartuchos servidos volaron por doquier alrededor de las fuerzas del orden, impregnando el espacio de la cuneta de las vías por el acre aroma de la pólvora. Fue un fusilamiento casi a quemarropa, sin contemplaciones. Ningún uniformado se cuestionó nada; todos obedecieron disparando y recargando sin pensar. Mientras sus víctimas, humanas y –por desgracia- también animales, caían al suelo entre alaridos de sorpresa y de dolor, cubiertos de sangre de pies a cabeza, tajeados por las cuchilladas, agujerados por los balazos, con los brazos en alto en un inútil y póstumo intento de rendición, derramando vísceras sobre cada camión jaula y los cantos rodados de las vías, implorando en vano como sus congéneres entre los desolados muros del matadero.

Bustos se arrojó al suelo de la cabina ni bien sonaron los primeros disparos, que derribaron al tipo del garrote y la visera casi de espaldas, mientras Benítez se zambullía detrás del encargado del frigorífico, desde el balconcito lateral de “FÉNIX” hacia el interior de la cabina. Desesperados reptaron sobre ella, boca abajo, hasta alcanzar la puerta del otro lateral, abriéndola hacia la arboleda, donde parecían querer escapar los últimos asaltantes -entre ellos, un aterrado Gordo Nacho-, seguidos de cerca por el silbido de los proyectiles. Las balas arrancaban fragmentos de corteza de los árboles en busca de los recién fugados, mientras las fuerzas policiales avanzaban en bloque, abandonando la protección de los patrulleros sin dejar de apuntar hacia la ya abatida multitud, yendo a la caza de heridos y moribundos……y de todo aquel que pudiese oficiar como peligroso testigo del hecho.

Varios cañones los apuntaron cuando ambos se arrojaban desde “FÉNIX” hacia la cuneta de la arboleda. Sólo una milagrosa orden del oficial a cargo consiguió salvarles el pellejo, al reconocer en el último segundo a Julián Bustos como uno de los empleados del frigorífico “Santa Anita”. Algunos uniformados se adentraron entre los árboles disparando a ciegas, mientras la mayoría de los demás se encargaban de rematar a los caídos, y algunos pocos se ocupaban de levantar a empujones al maquinista y el encargado, apoyarlos de cara contra el costado de la locomotora y esposarlos con las manos a la espalda, a pesar de las vacilantes quejas de Benítez, sin apartar de sus cabezas los humeantes cañones de las armas.

Bustos se apoyó de espaldas contra la locomotora, dejándose caer al suelo hasta quedar sentado sobre el canto rodado, y vomitó hacia un costado, orinándose al mismo tiempo en los pantalones. Benítez temblaba, manteniéndose apenas en pie, con la mirada perdida a fin de evitar contemplar el rostro del horror, y el semblante desolado frente a su incierto futuro. La muerte también podía llevárselos a ellos en cualquier momento. Más allá, los últimos terneros mugían en estridente agonía, erizándoles la piel. Y decenas de cadáveres se desangraban sobre la pampa.

Los orificios de bala de distintos calibres fueron reparados en los talleres del Nuevo Tren Provincial Bonaerense, aunque algunos permanecieron sobre el lateral de “FÉNIX” durante el resto de su campaña ferroviaria, como cruel y mudo testimonio de aquella masacre. Sus eventos jamás se dieron a conocer en los medios de prensa, y sólo un par de aterrorizados testigos los recordaron por siempre, aunque incapaces de contárselos a nadie.

“No sólo de pan vive el hombre……también come carne”, recordó muchos meses después, con unas cuantas copas encima, como en un sueño, el empleado Julián Bustos. “Carne de res faenada”, musitó con inconfundible vaho etílico, sobre una mesa del restorán “Fronteras”, antiguo boliche restaurado para quienes se apeaban en la Estación Tomás Jofré, erigido dos o tres décadas antes. “Carne que nos alimenta a todos, acostumbrados a comer desde bien chicos”. Aunque rara vez esa carne con la que se alimenta una nación……termine siendo humana.

 

 

 

 

 

 

 

Estación Antonio Etcheverry


Una helada ráfaga de viento cruza el andén desierto, llevándose un caótico remolino de hojas secas. A lo lejos, se oye el perturbador golpeteo de un cartel metálico. Apenas consiguen verse aisladas luces de alumbrado público. Al notarlo, Don Tomás se estremece. Mala noche para quedarse solo, de guardia en la boletería.

¿Cuándo tendría el valor para decir que no? Ya es un hombre mayor, ¡qué joder! El reuma lo está matando desde hace rato, apenas si puede mantener el tronco erguido en este gastado banquito de madera, y la vista le falla cada día más. ¿Por qué no designan para este puesto a un muchacho? Sus días de "hacer mérito" ya han pasado, desde que descubrió que le seguirían pagando este magro sueldito, por más que se esforzara, hasta el día de su jubilación. Y aunque ese día estuviese cercano en el calendario, parecía no llegar más.

Sin embargo, en noches destempladas y borrascosas como ésta, Don Tomás se amarga intuyendo que ese día…… quizá jamás llegue para él.

—Estupideces—, murmura, mientras vuelve a acomodar sus elementos de trabajo sobre el mostrador de la boletería: los sellos, los cartoncitos, los lápices… ¡Como si hiciera falta! Don Tomás es el empleado más eficiente de la estación, y eso lo saben hasta en el barrio de los alrededores. Lo sabe Rosario, por supuesto, que es lo que más importa.

Rosario… El rostro se le ilumina con una sonrisa. Ese ángel de mujer, siempre alegre, desbordante de ternura, que regularmente suele traerle alguna confitura amasada en la panadería de su hijo, sólo para que él no pase hambre en sus largas horas de vigilia dentro de la boletería. Desde la muerte de su esposa, Don Tomás ha quedado escorado, como los barcos moribundos, tumbado anímicamente sobre el costado de la responsabilidad. El trabajo es su único sostén, y evita que caiga en la depresión. Claro que eso tampoco justifica que tenga que padecer este frío y esta incomodidad, sólo por no quedarse a solas en una enorme casa vacía. Treinta años de convivencia no son moco de pavo, solía decir durante el velorio, cuando la ausencia le pesaba hondo en el corazón.

 

Hasta que aparece Rosario, un poco más joven que su difunta esposa, a presentarle sus respetos, acompañados por una tarta de ricota. ¡Con lo que le gustan a él esas cosas ricas! La alegría por el regalo fue tan intensa, que recién cuando limpió las últimas migas de la tarta reparó en que era la primera vez que sonreía con sinceridad desde el sepelio de su mujer. Todo gracias a Rosario.

Ella también es viuda, aunque su viudez no sea reciente. Pero Don Tomás está criado a la antigua: no puede pedirle nada extravagante. Lo mirarían mal; y tampoco está seguro, además, de que Rosario fuese tan amable con él sólo porque oculte aviesas intenciones. ¡Pero cómo se le ocurre! Actitudes como ésas son propias de las jovencitas, cuyas hormonas estallan sin asidero, más no de una señora digna y respetable como ella. Por lo tanto, Don Tomás se contenta -y hasta aguarda ansioso- con verla aparecer por el pasillo de la boletería trayendo un paquetito envuelto en papel madera entre las manos, símbolo de su desinteresada amistad. ¿Acaso piensa en otra cosa? Son -simple y afortunadamente- amigos, y él le está eternamente agradecido por el favor que le hace. Alguna vez intentó retribuírselo de alguna manera, pero ella dijo que por favor, que para qué, que no la ofendiese. El vínculo establecido entre ellos se ha ido consolidando así, ¿para qué estropearlo, entonces?

Sin embargo, hay noches –como ésta, quizá- en que Don Tomás suele sentirse solo, y desea quedarse en casa, al abrigo de la estufa, saboreando una humeante taza de té, en compañía de una tierna mujercita que lo atienda y quiera tan profundamente como él a ella. Y abrazarse en el sofá, mirar la programación televisiva nocturna, quedarse dormidos uno junto al otro, y despertar pasada la medianoche para darse cuenta que ya es momento de irse a la cama. ¡Quedarse dormidos delante del televisor, habrá que ser cabeza fresca!

Un crujido en el pasillo le hace emerger de sus ensoñaciones. Presta atención. Un sonido apagado se vuelve reconocible: pasos. Consulta el reloj, aunque de memoria sabe que ninguna formación se desplazaría sobre los rieles hasta bien entrada la madrugada. Apenas han transcurrido unos minutos desde la medianoche. ¿Quién será? Una filosa ráfaga de viento ulula entre los aleros de la estación desierta.

Una oscura silueta se recorta contra los barrotes de la ventanilla de la boletería, y con la escasa luz imperante en el ambiente, sumado a su creciente falla visual, Don Tomás supone que se trata de un fantasma. Ahoga un grito, hasta que el recién llegado se acerca aún más a los barrotes, lo mira a los ojos y dice:

-¡Vamos, hombre! ¡No se asuste! ¿Acaso no me reconoce?

Al contemplarlo una vez más, e identificar aquella voz tan conocida, Don Tomás se relaja y suspira:

-¡Jefe! ¡Qué susto me dio! ¡Por poco me mata!

-Vamos, Don Tomás. No me diga que lo agarré cometiendo algún delito. Esas reacciones de temor son propias de quienes son apresados con las manos en la masa…

-No señor, para nada -, se apura a contestar él, asociando la masa del delito con el recuerdo pastelero de Rosario, pero sin agregar nada más. –Sólo que usted se apareció así, de improviso… Y qué quiere que le diga, las noches como éstas me ponen nervioso. Ese chiflido del viento, …las hojas que corren de acá para allá…… ¡Brrr, me aterra!

-¡No le puedo creer! ¡Un hombre grande! ¡Ni que le hubieran estado contando historias de aparecidos hasta reciencito nomás…!

-Tampoco es para tanto, pero… Capaz que ya estoy viejo para andar haciendo estas guardias. Muy……susceptible…, como dicen los que saben.

-No me afloooooje, Don Tomáááás -, canturrea el Jefe de Estación, con tono admonitorio. – Usted bien sabe que la función que cumple figura en el reglamento.

-Pero, Jefe… ¿Soy el único que puede quedarse? ¿No tiene a alguien más que necesite unos pesos extra?

-Por el momento, no. La guardia hay que hacerla, le guste o no le guste -. Se mete las manos en los bolsillos, mira hacia un lado y el otro en una especie de tic nervioso, arrebujado dentro de su abrigo, y luego agrega: -¿Se enteró de lo que andan diciendo en la Terminal?

-Últimamente se dicen tantas cosas…

-Parece que el rumor viene de arriba: dicen que van a cerrar el ramal.

-¿Cuál? -, se asusta Don Tomás. -¡¿Éste?!

-¿Y cuál le parece que puede ser? ¿El tramo que une La Plata-Constitución? No, ése rinde muchos beneficios todavía; es el nuestro, que sin tener reparaciones desde hace unos cuantos años, bien que les da pérdidas…

-Eso no puede ser -, se lamenta él. -Con la cantidad de gente que viaja todos los días al trabajo…

-Son cada vez menos, hombre. Y usted lo sabe mejor que yo. Entre la desocupación y los nuevos servicios de ómnibus diferenciales que cubren el mismo trayecto en menos tiempo, esto se viene a pique a ritmo parejo.

-Con todo respeto, Jefe, pero… ¿No le parece que exagera? ¡Cómo van a cerrar los ramales del ferrocarril! ¡Eso es una locura!

-Entonces dígale loco a nuestro flamante Presidente de la Nación, porque parece que la orden viene de allá arriba. De bien arriba.

Don Tomás enmudece. La jubilación es algo deseable, claro; pero nunca a este precio. ¿Qué pasará desde ahora con él? ¿Y con el ferrocarril en su conjunto? Si empiezan con este ramal, ¿con cuál se detendrán? ¿Dejarán al país incomunicado? ¿Quién ha sido el genio que despertara iluminado con semejante decisión? ¿Condenarán al servicio de transporte más seguro y económico del país a un olvido tan injusto como tenaz? Una sombra de muerte se posa sobre su corazón, y de pronto la ausencia de su finada esposa se le torna en extremo pesada para cargarla sobre sus hombros.

Siente que él, como tantas otras personas, pertenecen a este lugar. Cerrarlo será como ir matándolos poco a poco, dejando que todos ellos se vayan consumiendo muy lentamente en ese siniestro marasmo que significa el retiro voluntario. La idea de marchitarse encerrado en su casa le genera aún más escalofríos.

-¿Y para cuándo……se supone……que van a…? -, tartamudea, incapaz de formular la pregunta fatal.

-Pronto, aunque todavía no hay una fecha definida -. Hace una pausa, se mira los pies, y agrega, evitando el cruce de miradas con el boletero: -Habrá que ir buscándose otra cosa, para los que quieran seguir comiendo. O como en su caso, disponerse a descansar como jubilado.

-¡Eso jamás! -, exclama él, de pronto. El Jefe lo contempla, sin entender. Don Tomás agrega, con menor vehemencia: -Quiero decir, que me niego a ser un jubilado inservible. Mire lo que le digo: prefiero quedarme a vivir en esta estación, si es necesario. Aunque me tilden de loco.

-¡No diga pavadas, hombre! A todos nos llega el momento de declinar las fuerzas y abandonar lo que hasta ahora veníamos haciendo. Usted también dejará de existir como boletero, ya sea que cierren el ramal o no. Lo que haga con su vida fuera de esta estación, es asunto suyo Disfrútelo lo mejor posible, se lo aconsejo. Comida seguro que no le habrá de faltar: la panadería viene trabajando a pleno…

Don Tomás se niega a levantar el guante de la ironía. Pero muy dentro suyo, se siente desahuciado. El Jefe se estremece de frío otra vez, zapatea sobre el percudido suelo del pasillo, y saluda con un gesto de cabeza:

-Bueno, hasta mañana, entonces. Y no se duerma. Al menos, ya tiene algo en qué pensar hasta que llegue la primera formación.

Don Tomás lejos está de agradecerle semejante preocupación, mientras escucha alejarse los rítmicos pasos hacia la calle. Deprimido como está, se le ocurre imaginar cómo sería su vida si se cumpliera ese espontáneo y caprichoso deseo de quedarse a vivir allí, dentro de la boletería. Cómo sería que nada le hiciera falta, más que continuar con su rutina, y recibir cotidianamente la visita de Rosario con su milagrero y sabroso paquetito. Alejado del dolor de vivir en una casa vacía, sin hijos que lo vengan a visitar a uno los fines de semana, contemplando todas las mañanas la gloria ferroviaria de un país que parece estar extinguiéndose, y que, al igual que aquella estación, se iría desmoronando inevitablemente con el paso del tiempo……y la negligencia de sus gobernantes..

Pero quizás, ……él no. Quizás, de cierta extraña manera, sus deseos puedan llegar a cumplirse alguna vez…

Una ráfaga de viento helado penetra insolente a través de la ventanilla enrejada, arrastrando consigo vanos fragmentos de hojas muertas. Pero Don Tomás ya no se encuentra allí para estremecerse, ni para asustarse, ni para sentir nada. Don Tomás hace rato que ha partido.

La boletería, luego de aquella espectral visita, yace nuevamente vacía, como lo está desde que cerraron el ramal La Plata-San Eladio, hace ya más de diez años…

 

 

 

 

 

 

 

 

Estación Rosario

 

—La mejor carne del país, amigazo: se lo aseguro.

Al escuchar la frase, acompañada de un guiño cómplice, Sergio Cejas pensó que aquel barman del vagón comedor le estaba gastando una broma. ¿Turismo sexual en Rosario? ¿Promovido por el Nuevo Ferrocarril Santafesino-Bonaerense? Era de no creer. Y sin embargo, la otrora “Chicago argentina” gozaba de una fama indiscutida en esos temas. La primera imagen que se le cruzó en aquel momento a Cejas fue la del querido “Negro”, Alberto Olmedo, improvisando como siempre delante de una cámara de televisión, quizá sentado junto al inolvidable Javier Portales, o tal vez con alguna de las tantas vedettes que, una tras otra, se lucían y hacían fama a su lado.

La referencia “olmédica” no era casual. En los últimos meses, todo lo que lo rodeaba le parecía una farsa, algo artificial y paródico. Sus ritmos cotidianos, sus escasos placeres, las monótonas tareas que realizaba en esa oficina bancaria que parecía tragárselo día a día bajo toneladas de trámites acaso banales –simulando ser un personaje kafkiano casi contra su voluntad-, hasta su propia vida, parecía haber perdido todo sentido. En caso de haberlo tenido alguna vez…

¿Desde cuándo había notado que su existencia comenzaba a desbarrancar? La respuesta parecía ser la única certeza con la que contase por el momento: desde aquella traumática separación con Evelina durante el invierno pasado, denuncias policiales mediante. Una época negra de su vida que aún le dolía, cuyos detalles se desdibujaban en el ayer.

¿Por qué había decidido viajar en tren? Ni él lo sabía. Los acontecimientos de las últimas horas se le tornaban borrosos. Sólo podía precisar que su propia desilusión lo había conducido desde un departamento desordenado y con sobras de comida por todos lados, hasta las vías. Y que en vez de acostarse sobre los rieles en espera de filosas ruedas de metal que acabasen con su dolor, había trepado con un violento impulso al primer tren de larga distancia que partiera desde la piojosa estación en la que se encontraba. Trayecto salvavidas hacia Rosario –pasaje de ida solamente- durante el cual había conocido a Ernesto, un simpático barman que había comenzado a relatarle, casi por aburrimiento, sus desventuras a bordo, apuntando con especial detalle a la increíble historia del camarote embrujado, ocurrida el año anterior, durante una noche de tormenta.

Aunque no fuera compañía lo que buscaba, Sergio Cejas agradeció la consoladora presencia de Ernesto –además de la secreta botella de whisky, fuera de inventario, que ocultaba debajo de la barra-. Y descubrió que la espontánea oferta de sexo lo sorprendía gratamente. Pensándolo bien: ¿para qué trasladarse a Rosario para conseguirlo? Conocía algunas esquinas de Buenos Aires donde podía encontrar decenas de ofertas como ésa; nada de travestis, eso sí, no era su estilo. ¿Entonces?

Más allá de la azarosa perspectiva de sexo alquilado, la inesperada compañía del barman, junto a varias medidas de whisky, le había despejado sus ocasionales pensamientos suicidas… Aquello se sentía muy bien, transformando su ánimo, aunque quizá sólo por unas horas.

Ahora: ¿acaso ansiaba encontrar en Rosario algo más, imposible de precisar?

—Hágame caso, amigo —insistió Ernesto. —Aproveche. No se va a arrepentir.

Ni bien bajó del tren al llegar a destino -seguido de Ernesto, quien comenzó a hacer señas trepado al estribo en dirección a un borde alejado del andén-, se le acercó presuroso un gordo que lucía una larga y lacia cabellera, junto a una barba candado bastante espesa, y no dejaba de fumar cigarrillos negros, encendiendo uno al terminar el anterior.

—González Raúl, para servirle —saludó, en un susurro, mientras le daba un breve estrechón de manos. Y agregó: —“Canalla” de alma, para más datos.

Sergio Cejas consideró que no era momento de esbozar siquiera su leve simpatía por la “lepra” de Newell´s. Su interlocutor no parecía muy afable a las diferencias. Y él no tenía ganas de malgastar la poca energía que sentía bullir en su interior, a pesar de la bruma existencial que lo rodeaba.

—El señor busca servicio especial —le informó Ernesto, aún trepado al estribo, como si la oferta de sexo -ajena en absoluto al contexto ferroviario- fuese un extraño rebusque del barman para ganar un dinero extra. —No me hagas quedar mal…

—¿Alguna vez lo hice? —retrucó el gordo, y sin aguardar respuesta le masculló a Cejas cerca del oído: —Sígame.

Sergio Cejas, carente de todo equipaje, llevándose a duras penas a sí mismo, lo siguió sin saber muy bien lo que hacía. Todo le daba lo mismo. O tal vez no…

—¿Tiene plata? —lo interrogó el gordo, ni bien subieron a la arcaica camioneta Ika que los aguardaba en una calle lateral. Sergio Cejas asintió, un tanto trémulo, aunque sin estar seguro de la cantidad que llevara encima. El gordo no pareció muy convencido de la respuesta, por lo que disparó: —Revise bien los bolsillos, ¿eh? No lo llevo a ningún lado sin efectivo.

Sergio Cejas indagó dentro de su ropa. De manera incierta encontró un total de cuarenta y dos pesos con treinta centavos. ¿Cómo había hecho para salir con tanto dinero a la calle, si su idea inicial era tirarse debajo de un tren? ¿Y el dinero para el pasaje? Misterio…

—Por mí está bien —aclaró González Raúl, y puso la Ika en marcha. —Siempre que no se ponga exigente…

Tardaron unos quince minutos en llegar hasta un barrio semi marginal. Estacionaron junto a una casona bastante antigua, cuya elegancia había conocido épocas mejores. Un par de hombres de proporciones considerables conversaban entre ellos junto al portón de entrada. Sergio Cejas se atemorizó, y no supo cómo declinar la oferta. Pero González Raúl ya había dejado el vehículo y le indicaba junto a la puerta abierta de la Ika, sosteniendo el cigarrillo negro entre sus labios:

—Vamos; las chicas esperan.

Más que a una tarde de placer, Sergio Cejas parecía encaminarse a paso cansino hacia una ejecución. De pronto, el fugaz ratoneo con la fantasía de un encuentro sexual fuera de Buenos Aires se había disipado, dejando en su lugar la cruel sensación de estar siéndole infiel a Evelina. La imagen se le atropelló con el peso mortal de un ataúd. ¡Malditos vaivenes emocionales!

Pero siguió adelante, detrás de la espalda de González Raúl.

Los fornidos patovicas se hicieron a un lado al ver llegar al gordo. Ambos cruzaron el umbral para encontrarse con una habitación en penumbras, apenas iluminada por un par de trémulos veladores en los rincones, con el rumor de una cumbia proveniente de un cuarto del fondo. Sergio Cejas apenas vislumbró un par de siluetas femeninas caminando entre los sillones del cuarto, ajenas a todo. Casi como se sentía él.

—Venga —masculló el gordo otra vez por encima del hombro, sosteniendo el cigarrillo entre sus labios.

Atravesaron el cuarto, impregnado de perfumes baratos, hasta llegar a una de las mesitas iluminada por el velador. Recién al acercarse descubrió a la obesa mujer sentada a un costado, que se limaba las uñas con pasmosa indiferencia.

—Edith: el señor requiere de los servicios de las chicas —informó el gordo, y mientras se volvía le dijo a Cejas al pasar: —Lo espero afuera. Si no estoy, me espera Ud.

González Raúl salió de la casa, y la masculina voz de la tal Edith retumbó cerca suyo: —¿Qué le gustaría? ¿Bucal… vaginal… anal… completo…?

Sergio Cejas volvió la cabeza hacia la mujer obesa y no supo qué contestar. Una sola idea le cruzó la mente.

—¿Qué puedo hacer con cuarenta pesos? —preguntó.

—No mucho —dijo ella, sin levantar la vista de la rutinaria labor de la lima. —A menos que no le importe tratar con Isabel…

Él permaneció en silencio, sin entender.

—Las blanquitas y jóvenes son las más caras —comenzó Edith, casi resignada. —Cuanto más entradas en años, más baratas cotizan. Menores de edad no tenemos; si las quiere, búsquelas en los bulos de los políticos. —Otro silencio contemplativo hacia la manicura, hasta que por fin, recordando de qué estaba hablando, agregó: —Isabel es la tullida.

—¿P…perdón…? —balbuceó Cejas, incrédulo.

Edith ya parecía molesta por tener que hablar tanto.

—Se cayó del tren hace unos años —continuó, siempre sin mirarlo. —Ya se dedicaba al oficio, así que después de la tragedia seguía en lo suyo o pedía limosna en el cordón de la vereda. ¿La quiere o la deja? —terminó por impacientarse la mujer.

Sergio Cejas sintió el impulso de escapar, sintiéndose ajeno a la escena, aunque algo le decía que irse de aquel lugar sin haber alquilado algún cuerpo era similar a su propia caída en el abismo de la desesperación. Afuera lo aguardaba algún tren, impiadoso y pujante, al que ningún ruego podría detener mientras se lanzaba sobre él, y no precisamente para llevarlo como pasajero.

Le parecía estar escuchando la lúgubre sirena acercándose, estremecido por el escalofrío, cuando se escuchó decir:

—E-está… bien. Me quedo con la …t-tullida…

—¡Greeeeeetaaa!!! —aulló Edith, sobresaltándolo, siempre sin levantar la vista de sus uñas, más que perfectas. —¡Decile a Isabel que tiene visitas!!!

Sergio Cejas estaba a punto de acercarse a la cortina de cuentas de vidrio que separaba la sala en penumbras del pasillo hacia donde imaginaba que estaban las habitaciones, cuando oyó un chistido que lo detuvo en seco.

—Se paga por adelantado —anunció Edith, terminante. —–Son treinta pesos. —Cejas dejó el dinero sobre la mesa, con mano trémula. La mujer obesa aclaró: —Si es de los que se impresionan, lo lamento. No hay devolución.

Manoteó los billetes, mirándolos apenas, se los guardó en el escote, y ya no habló más.

La cortina de cuentas de vidrio cantó al abrirse. Una chica delgada y morochita, vestida con una solera de sarga, luciendo una amplia sonrisa rematada en dos enormes paletas de conejo, le hizo una seña para que pasara. Sergio Cejas la siguió, con paso vacilante. El rítmo de la cumbia sonaba cercano. Por debajo del perfume barato había un intenso olor a humedad. Caminaron hasta el fondo de un largo pasillo, donde la morochita golpeó un par de veces sobre una ajada puerta de madera.

—Pase. Está abierto —respondió una voz de mujer.

La chica abrió, empujó la puerta, y sin borrarse la estúpida sonrisa de conejo se hizo a un lado para que Sergio Cejas pudiera entrar. Una vez que traspuso el umbral, ella cerró la puerta a sus espaldas.

La imagen de la cama en el centro del cuarto con la mujer recostada sobre ella acaparó toda su atención, salvo por la silla de ruedas, antigua y maltratada, que yacía cerca del colchón, con una bata sobre ella. La bombita desnuda alumbraba desde el techo, develando a una chica de unos treinta y tantos años, de tez trigueña, bonitas facciones, cabello enrulado, hombros sólidos, pechos firmes, vientre un tanto abultado y amplias caderas. Varias cicatrices le cruzaban el abdomen, producto de varias operaciones. Se la veía bien alimentada, el tronco apoyado sobre varias almohadas, y aunque estuviese desnuda por completo, las sábanas le cubrían las piernas desde el borde superior del muslo hacia abajo.

O mejor dicho: donde deberían haber estado sus piernas.

—Hola —lo saludó ella. —Bueno… ¡Qué suerte la mía! Dale, vení… Acercate. No siempre me tocan clientes tan finos como vos.

Sergio Cejas pensó que la chica se burlaba de él, considerando la andrajosa imagen que presentaba desde hacía tiempo. Se detuvo a pensar en la clase de hombres que visitarían a esta chica a diario, y contuvo sus ofensas. ¿A diario? Algo le hizo pensar que, dadas sus condiciones, Isabel no debía ser muy requerida por los clientes del lugar. Y sin embargo, alguien con sus características hubiera sido muy solicitada por quienes gozaran de perversiones como éstas. Si hasta parecía bonita…

—Vamos, che. No seas tímido —lo incitó ella, tendiéndole un brazo para que se acercara.

Él avanzó tembloroso, sobrecogido por la imagen que contemplaba, sintiendo una honda vergüenza, como si quien estuviese desnudo fuera él. ¿Llegaría a tener una erección sabiendo lo que había –o no había- debajo de aquella sábana?

De pronto, deslumbrado ante lo inesperado de la sensación, avasalladora como locomotora desbocada, advirtió que lo único que quería obtener de ella era un fuerte y cálido abrazo que lo contuviera. La cruel indefensión que contemplaba sobre aquella mujer le parecía insignificante frente a su propio desvalimiento.

Caminó hasta el brazo extendido, se sentó sobre el colchón, y antes de que Isabel comenzara a quitarle la campera Sergio Cejas se derrumbó sobre ella, sin mirarla, abrazando esos hombros sólidos y musculosos como un borracho aferrado a un poste de luz. Y comenzó a llorar.

Un llanto agónico, profundo, de esos que emergen desde los abismos del alma y pronto se convierten en una caudalosa catarata, devastando cualquier falsa apariencia de normalidad.

Sorprendida, Isabel le devolvió el abrazo, con una calidez inusual, desconocida para sus cada vez más ocasionales clientes, y comenzó a acariciarle el cabello de la nuca, mientras murmuraba, casi a su pesar:

—Bueno… bueno… ya va a pasar… No te pongas así… Ssshhhhh…

Sergio Cejas se aferró aún más a ella, a su piel, a su calor. Ya no le importó saber dónde se encontraba, ni ante quién estaba, ni cuál era su condición. Sólo le importaba saber que existía ese abrazo, ese afecto momentáneo que desconocía la manera de calmarlo, pero que al menos intentaba hacerlo sentir un poco menos solo. Un oasis en medio del desierto, en el que sólo quería refrescarse y beber, de la manera que fuera…

Sin siquiera secarse las lágrimas, con la mirada enturbiada, comenzó a besarle el cuello, a incorporar a la chica hasta sentarla en la cama, a desplazar lentamente sus manos a lo largo de aquella espalda, descendiendo hacia una cintura donde comenzaba una zona cruzada de marcas, y ascendiendo luego hacia sus pechos, experimentando una ternura insólita, como hacía mucho tiempo no sentía al lado de nadie, olvidando por completo el contrato pactado con la mujer obesa.

Isabel recuperó parte de su integridad profesional, relegando aquel momento de tierna debilidad, cuidando de no caer en el peor de los errores que podía cometer: enamorarse ante los sentimientos de los clientes. Al tipo éste se lo notaba destrozado, aunque su cuerpo estuviese entero. Ella, ignorando cómo, parecía sentirle el alma partida en pedazos dentro del pecho, y sólo atinaba a abrazarlo y acariciarlo, como si con aquel contacto pudiese combatir sus propios temores. Hasta que volvió a intentar quitarle la campera, y esta vez él le ayudó, reaccionando como un autómata, desvistiéndose en busca de una mayor cuota de calor.

Una vez con el torso desnudo, y aún sin verla a través de sus lágrimas, que le bañaban las mejillas, volvió a abrazarla. La suavidad de su piel, junto al vibrante roce de sus pezones, lo estremeció, causándole una erección casi dolorosa que lo obligó a desprenderse violentamente del pantalón.

Tenderse sobre ella y penetrarla fue mucho más que un acto de placer; se convirtió en una desconocida necesidad. La prostituta tullida, acaso deforme, se convirtió en la mujer ansiada y amorosa, nutricia de ternura y contención. Y el orgasmo, inexplicable para ambos, los transportó muy, muy lejos, allí donde las palabras carecen de toda significación.

Las lágrimas se secaron sobre la piel y las almohadas. Los jadeos se extinguieron en una serie de acompasados suspiros. Y ninguno de los dos, sostenido de ese abrazo, atinó a quebrar aquel momento con palabras vacías.

Sólo después de un buen rato, ambos se irguieron muy lentamente, consiguieron mirarse a los ojos, y sin premeditarlo, preguntaron a la vez:

—¿Cómo te llamás?

 

 

 

 

 

 

 

Estación Riachuelo

A Martín Rébora

 

La madrugada se hacía sentir fría y ventosa dentro de los sucios talleres ferroviarios. Marcos Reed, camarógrafo free-lance, sabía que resultaría inusual aquella incursión planeada por Luis Quintana, un singular productor televisivo que ya le consiguiera varias “changuitas” en el pasado. Aunque nada le permitía presagiar esa noche, a bordo de esa vetusta locomotora diesel, lo que acechaba desconocido, más allá del faro frontal que horadaría la noche.

A Luis Quintana, sus amigos le decían Droopy, aquel personaje animado que solían proyectar junto con Tom & Jerry, porque siempre aparecía de improviso en todos lados; además, era un loco de la guerra. Mucho más que Marcos, lo cual ya era mucho decir… Recién un par de días antes, y vaya a saber dónde, Droopy había conseguido el contacto para realizar aquella travesía: filmar las villas miseria cercanas al Dock Sud, únicamente de noche, a fin de rodar las tomas iniciales para una serie de documentales referidos a la marginalidad urbana.

El asunto olía un tanto turbio. Droopy trabajaba cual mercenario para quien pagase, sin importar el producto obtenido, por lo que las condiciones de trabajo podían ser harto azarosas. Tampoco quedaba claro a nombre de quién operaba tal ramal, escondido y casi clandestino. Sin embargo, Marcos no se acobardó. Muy por el contrario, el detalle le daba a dicha incursión un sabor muy excitante. Además, necesitaba cobrar cuanto antes. Las deudas se agrupaban a su alrededor al riesgo del infarto.

Gastón Robles era el nombre del maquinista. Al momento de partir, desde algún impreciso punto geográfico situado entre los talleres de Lanús y Gerli, les puso un par de condiciones ineludibles: que jamás lo enfocara la cámara, y que su identidad nunca fuese revelada en los títulos de la nueva producción.

—Me juego el laburo, ¿viste? —fue su único argumento.

Eran pasadas las dos cuando la ruidosa locomotora se puso en marcha, rumbeando hacia las antiguas refinerías del Dock, rechinando aguda sobre los rieles, cuyo mantenimiento se adivinaba casi nulo. Remolcaba tres vagones, uno cargado y dos vacíos; Marcos y Droopy hicieron silencio al respecto. Pero al acercarse a los cambios de vías cercanos al Riachuelo, Robles les pidió que se agacharan dentro de la cabina de la locomotora, para impedir que alguien los viera.

“¿Quién podría vernos, a esta hora y con tan poca luz, en este lugar de mierda?”, pensó Marcos, intuyendo también que el solo hecho de opinar de manera diferente al maquinista podía llegar a ser peligroso.

En la semipenumbra, Quintana y Reed alcanzaron a divisar las sombras irregulares que identificaban a los emplazamientos del caserío, levantado a la vera misma de la vía, donde entre las precarias paredes de cartón y chapa apenas existían unos centímetros de distancia respecto del paso de la locomotora. Aunque disminuyese la velocidad, la máquina atravesaba aquel corredor conteniendo el aliento. A pesar de la estrechez, Reed pensó que aquel detalle también hablaba de la persistencia de aquel servicio ferroviario en la zona; de no ser así, la vía hubiese sido ocupada también por dicha precariedad.

—¿Cómo pueden vivir así? —llegó a decir Droopy, incapaz de creer dónde se encontraban.

—¿Cómo quiere que vivan? —respondió Robles, como si la respuesta fuese obvia. —Empezaron a llegar en tandas, sin importarles si había lugar acá para ellos, o no. Y así fueron levantando estas casuchas, como pudieron. Mire, mire: a veces las ponen tan cerca de la vía, que cuando vuelvo cargado y los vagones se bambolean, más de una vez me llevé puesta una pared y arrastré todo lo que venía detrás…

—¿Gente también? —bromeó Marcos, ahogado por la impresión.

—No. Cuando arrastro casillas, no. Pero me pasó que de pronto se abra una puerta que da a la vía, y aparezca alguien delante de mí. Imaginesé: un viejo, anciano, que ya no puede orientarse, ni siquiera dentro de su propia casa, se levanta de noche para salir al baño, tantea a oscuras las paredes, llega hasta la puerta, abre. Y resulta que se equivocó… Que la puerta que daba a la letrina común era la otra. Y sale a la vía, a ese pasillito que se forma ahí al costado, justo en el momento en que paso yo. Entonces, las luces lo encandilan, la sorpresa es tan grande, y todo pasa tan rápido, que no llega a reaccionar, ni amaga a tirarse dentro de la casilla. ¡Y “me lo llevo puesto”…!

—No me joda… —sonrió Marcos, incrédulo.

—¡Es la pura verdad! —afirmó Robles, mirándolo de costado, casi ofendido. —Si quiere le cuento pelotudeces que se cuentan por acá para que pongan en el programa. Pero me parece más justo que les diga lo que vivo cada vez que vengo, ¿no?

—Seguro, amigazo, seguro —terció Droopy, palmeándole el hombro a Marcos para que se calle y escuche, sin arruinarle semejante fuente de información.

—Ni le cuento lo que siento cada vez que la locomotora tritura los huesos… —acotó Robles, con un susurro sombrío.

La visión del pasillo a través del parabrisas o las pequeñas ventanillas de la locomotora, encajonando la vía, parecía de una película de terror. La sola posibilidad de que se abriese alguna puerta y alguien apareciera delante de ellos de improviso, a Marcos lo llenaba de espanto. Supuso que podría sentir algo de adrenalina al estar inmerso dentro de algo “clandestino”, pero esto superaba cualquier clase de expectativa.

De pronto, le pareció que aquel tren nocturno aparecía en medio de la noche como una irrupción infernal, casi de otro mundo, que quizá sirviera como “cuento del Cuco” que narraban los adultos para asustar a los críos que vivían en aquel lugar y mandarlos a la cama, sin que salgan de la casa. La idea le hizo sentir escalofríos, pero no por eso dejó de filmar algunas escenas de aquella vía encajonada, ajustando al máximo posible el lente de la cámara para utilizar hasta el último resto de luz, material que quizá sirviera para ilustrar los títulos del documental.

 

Una vez que traspusieron aquel villorrio, continuaron la marcha hacia el Dock. Los contraluces de la madrugada resultaban siniestros. Y el viento, cada vez más helado, no ayudaba a que pudiesen sentirse a resguardo del paisaje. El silencio se materializó entre ellos, apenas fragmentado por los sorbidos sobre la bombilla del mate amargo, que circulaba de mano en mano, cebado con una sola mano e inusual destreza por Robles, mientras continuaba operando con su mano restante la palanca del acelerador de la locomotora.

Al fin, luego de atravesar un ralo descampado, y oliendo el característico aroma putrefacto del Riachuelo, ingresaron en un ámbito de mayor pesadilla que el anterior. Las construcciones ya no eran desiguales, sino que parecían armadas por opacos bloques de material, aunque éstos no parecieran ser muy sólidos. Apenas se recortaba alguna torre, último vestigio de las refinerías que solía haber desperdigadas por la zona, antiguo reducto industrial de un extinto proyecto de país. Las borrosas siluetas estremecían gradualmente a Marcos –dudoso respecto de lo que continuaba filmando, a raíz de la escasa luz imperante-, aunque ni él ni su productor se animasen a decir nada.

—¿Dónde estamos? —consiguió decir Droopy, venciendo sus recientes temores.

—Supongo que para los planos del Municipio esta zona ni siquiera está urbanizada —comentó Robles. —Los vecinos la llaman “Villa Batería”, porque la construyeron como todas, con materiales en desuso. Y como acá hubo una fábrica de baterías eléctricas, los bloques de las casillas son eso: baterías en desuso.

Marcos y Droopy se miraron con espanto.

—¿Y la contaminación? —preguntaron al unísono.

—¿Qué contaminación? —repreguntó el maquinista. —Los que viven en este lugar ni siquiera saben que esa palabra exista.

“¿Sabrán que ellos mismos existen?”, se estremeció Marcos. Y la sola idea de imaginar la clase de gente que pudiese vivir en un lugar así, expuesta a los venenos y las radiaciones, desarrollando quizá hasta mutaciones inconcebibles, le generó náuseas. “¿Se sentirán desahuciados, respirando apenas mientras aguardan que les llegue la muerte, sin proyecto alguno a futuro, o tampoco sabrán lo que ese concepto signifique?”.

El panorama resultaba desolador, aunque quizá estuviese potenciado por la desbordante imaginación de aquellos hombres, temerosos de ver aparecer entre las montañas de baterías corroídas y apiladas cualquier silueta que pareciese deforme,  incluso teñida de verde y con algún ojo de más…

Robles avanzó otro centenar de metros y detuvo la formación, haciendo chirriar los frenos y resoplar el motor. Delante de ellos se extendían las oscuras y aceitosas aguas del Riachuelo, abundantes en petróleo, carentes de vida alguna. Se hallaban cercanos a la desembocadura en el Río de la Plata; aquella zona debería estar custodiada por la Prefectura Naval. Aquel era el destino final de Robles.

—Pueden bajar y trabajar tranquilos —les informó. —Yo tengo que esperar a que dentro de un rato llegue un cargamento, hacemos el intercambio de mercadería, y nos volvemos por donde vinimos.

—¿Cómo lo traen? —preguntó Marcos, aunque al terminar la frase sabía que había dicho una obviedad.

—Navegando —masculló Robles, mirándolo de costado, casi apenado ante su ignorancia o ingenuidad.

Indagar acerca de la legalidad de aquel cargamento resultaba casi una broma de mal gusto, por no decir una falta de respeto. Droopy le hizo una seña, y ambos descendieron de la cabina, transportando el equipo de filmación, mientras Robles encendía un Particulares.

—Estamos en pedo si pensamos hacer alguna toma en este lugar —le advirtió Droopy. —Y más en pedo por haber venido sin chequear en detalle las características del lugar. Que nos afanen todo sería lo más suave que nos pudiera pasar.

—Ese es tu trabajo —se atajó Marcos.

—Sí, ya sé. Pero el Gordo me repudrió con que tenía que traerle algo pronto para armar el programa piloto. Ni se me ocurrió que nos íbamos a encontrar con esto.

—¿Y por qué no se lo vendemos a alguno de estos tipos que hacen periodismo de investigación?

—Porque necesitamos algo más que esto para hacer una denuncia, boludo. Y porque con esa VHS del año del pedo no vamos muy lejos con la calidad de imagen.

Marcos miró la cámara que transportaba en la diestra y volvió a preguntarse qué clase de tomas podrían hacer con esa luz, sin quitarle “naturalidad” al paisaje cuando proyectaran los flashes de los focos que cargaba en la mochila.

—Vos quisiste venir hasta el Infierno a como diera lugar —le señaló a Droopy.

“¿Qué estarán contrabandeando?”, se preguntó. Aunque la respuesta tenía el mismo grado de certeza que preguntarse acerca del origen y destino final del alma humana: cualquier opinión era válida, y carecía de importancia.

Hicieron un breve rodeo, sin alejarse demasiado de la locomotora. El lugar les generaba bastante aprensión, casi como si hubiesen penetrado en una casa abandonada, famosa en el relato de los vecinos por encontrarse embrujada. Utilizaron la escasa luz de un foco de alumbrado para filmar apenas un rincón de esa lúgubre villa, sintiéndose vigilados por ojos insomnes. Sabían que debido a las pésimas condiciones de filmación cualquier material que llevasen sería descartado de plano en la “isla de edición”, pero preferían mantenerse ocupados antes que reconocerse transitando por aquel lugar. Y menos aún pensar que los acechaban los cuatreros…

La barcaza arribó a la media hora, piloteada por un marinero hosco y extranjero. Descendieron cuatro hombres, gruesos e inexpresivos, que los miraron con recelo. Marcos apagó la cámara de inmediato, intimidado por aquellas miradas. Pasaron junto a ellos y abrieron las puertas del único vagón cargado. Las cajas en su interior carecían de sellados o etiquetas, al igual que las que comenzaron a bajar de la barcaza. Robles se sumó a la tarea cuando terminaron de vaciar ese vagón; quizá también recibiese un porcentaje, aventuró Marcos. De a poco, los tres vagones de la formación se iban llenando con el transporte de la barcaza.

Y de pronto, la idea que tuvo fue tan clara que le resultó la mayor obviedad que se le pudiese ocurrir en toda la noche. Sólo faltaba que los misteriosos habitantes de aquel lugar les armaran un piquete con las ruinas de antiguos chasis de automóviles sobre los rieles, impidiendo la salida de la formación y “mejicaneando” el botín, para que toda la escena fuese el fiel reflejo de la cruel pauperización a la que los sucesivos gobiernos habían llevado al país. Un sistema carcomido por la corrupción, una población indigente y al borde de la muerte, un horizonte oscuro y sin atisbo alguno de futuro… Si no fuese por su constante y progresivo escepticismo, podía haber llegado hasta a sentir náuseas.

Entonces volvió a encender la cámara, sin que nadie lo notase –ni siquiera Droopy, absorto en el monótono ir y venir de los changarines-, y filmó como al descuido, sin llevarse la cámara al hombro, apenas enfocando con la lente desde la cadera, ignorando si alguna imagen nítida podría llegar a tomar la película, pero con el pecho oprimido a partes iguales entre la indignación y la naturalidad de una escena, que ocurría allí, más allá de toda descripción o análisis. Deseoso de testimoniar algo, de captar hasta el último detalle de una vivencia irrepetible, aunque supiera que tal vez no sirviese para nada, salvo para llegar a dormir tranquilo el resto de las noches por venir…

 

 

 

 

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-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.

Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios.

-Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.

Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".

 

 

 

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JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.

LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.

VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.

 

 

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