martes, marzo 31, 2020

EL DEMONIO DE LA ESCRITURA...


*Dibujo de Erika Kuhn.  https://obraerikakuhn.blogspot.com/











Los cuentos de John Cheever: una microhistoria estadunidense*




*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com




Estamos acostumbrados a que el cuento funcione según la sentencia de Julio Cortázar: una narración breve debe ganar por nocaut, es decir, fulminar al lector con un final imprevisto o mantener la tensión desde la primera hasta la última línea. Las fórmulas y los estilos varían, pero el cuento se pensó y escribió –durante mucho tiempo– como una historia que sólo era sostenida por una anécdota. Curiosamente, el mismo Cortázar –al menos en una buena parte de sus textos– no sigue su famosa recomendación. Uno de sus cuentos más recordados, “El perseguidor” –un homenaje al músico Charlie Parker–, no tiene la estructura clásica que practicaron los maestros del género. La narración tiene, como único anclaje, el retrato del protagonista y en las acciones que van y vienen, imitando las improvisaciones y variaciones de una banda de jazz. John Cheever (1919-1982), autor que ha ido ganando lectores a través del tiempo, sobre todo en Latinoamérica, también se rebeló contra la concepción tradicional del cuento y escribió historias que rehúyen el golpe de efecto definitivo y nos entregan perfiles, escenas, acciones cotidianas que funcionan por acumulación y no por develar una incógnita escondida entre la historia.

Hay un autor que emerge, casi de inmediato, cuando se habla de Cheever y sus cuentos: Raymond Carver. A menudo se comparan sus biografías, sus intereses e, incluso, la suerte editorial que han tenido en México y Latinoamérica. Carver, autor de culto desde hace varios años, ha sido difundido ampliamente por la editorial española Anagrama; Cheever, por su parte, ha sido comercializado a cuentagotas: a veces alguna novela como Crónica de los Wapshot publicada por el entonces Conaculta fueron algunos de los pocos títulos disponibles para el lector mexicano. Fue hasta el 2018 llegó a México la traducción de una gran parte de sus cuentos publicados por Literatura Random House; una reunión amplia con un texto adicional de Rodrigo Fresán. Más allá del manejo editorial de ambos autores, se pueden encontrar diferencias interesantes en sus apuestas literarias. Ambos, a primera vista, narran los entretelones de la vida en Estados Unidos. También recurren a una prosa directa, cercana a lo coloquial, muy útil para narrar entornos y situaciones realistas. Sin embargo, Carver centra sus historias en la clase media y marginal; Cheever se adentra en las familias de los suburbios asentados en la costa este de Estados Unidos en la década de los 50 y 60. Por esta razón la narrativa carveriana rezuma crudeza; la de Cheever es más sutil y, de alguna manera, ofrece esperanza dentro de la derrota: siempre es posible un nuevo comienzo. Por supuesto, Carver no es la única referencia para hablar de Cheever y tendría que hacerse una larga lista de narradores estadunidenses que practicaron el cuento a partir de la segunda mitad del siglo xx: desde los muy conocidos Saul Bellow, Salinger o Capote, hasta autores que siguen –al menos en nuestro idioma– siendo poco leídos como Erskine Caldwell o Flannery O’Connor. Todos usaron el cuento como un laboratorio de personajes, como un lienzo que representa distintos estratos de la sociedad norteamericana.

Cheever fue prolífico con el cuento. Varias decenas de narraciones forman parte de una obra que funciona como una sola gran historia, un mural conformado por textos que parecen, vistos a la distancia, variaciones de un mismo tema. Un primer nivel de análisis, centrado en el contexto, es el social. A través de cada uno de los relatos tenemos un telón de fondo común: el Estados Unidos de la posguerra, el próspero país que comenzó a extender su área de influencia y que disputaría, con la Unión Soviética, el control del mundo. En Cheever encontramos, de alguna forma, el retrato de una sociedad cuyos miembros más afortunados han capitalizado la expansión industrial y económica de la segunda mitad del siglo XX. Hay, casi siempre, el retrato o la intervención de personajes cuyo estilo de vida se parece a lo que, en aquel entonces, comenzaba a promoverse como el american way of life: grandes casas, autos último modelo, inversiones, vacaciones a Europa o a algún destino exótico y, sobre todo, el consumo que servía como indicador de estatus en un mundo que se volcaba, cada vez más, hacia la apariencia. Sin embargo, gravitando alrededor de ellos, hay otro grupo, un sector casi silencioso que no sale en las notas de sociales ni tiene dinero para ir a los grandes conciertos. Mayordomos, sirvientas, mucamas, desempleados que tienen la esperanza de, al fin, conseguir el ascenso o el empleo que cambiará el destino de sus vidas, representan otra realidad que interactúa con la prosperidad que se promociona en revistas y anuncios de televisión. Si los beats, por ejemplo, desmitificaron en la década de 1950 las promesas del progreso con sus libros que derrumbaban tabúes sexuales, además de describir con minucia el consumo de drogas y el vagabundeo, en Cheever podemos acompañar a los que se quedaron en el barco de la prosperidad, conformes con el paradigma marcado por el status quo.

Si se puede aplicar un concepto o idea para describir los cuentos de Cheever es aquella que refería el escritor italiano Alberto Moravia: una reunión de personajes y situaciones que intentan, desde el territorio del relato, capturar el espíritu de una época. De esta forma, Cheever es, al igual que Raymond Carver, heredero de cuentistas que transformaron el género como el autor ruso Anton Chejov. En estos autores podemos encontrar cuentos sin foco, es decir, cuentos que no dependen del peso de una anécdota y que tienen, como único objetivo, describir una personalidad, un escenario o acciones que, en apariencia, no resuelven nada. El cuento clásico, aquella narración en la que casi siempre ocurre algo sorprendente, es sustituido en el siglo XX por textos que experimentan radicalmente con el lenguaje o con la estructura. En el caso de Cheever la estructura es un territorio maleable en el que puede entrar casi cualquier situación siempre y cuando contribuya a dibujar un contexto: la llamada por teléfono quizás no anuncie un cambio radical en la vida del personaje, sino que contribuye a que nos hagamos una idea de él y, de esta forma, empatizar con su destino. De esta forma, el cuento se funde con una de las vocaciones de la novela: abordar la psicología de un personaje, describir las calles de una ciudad con minucia, olvidar una escena determinante para sumergirse en el día a día que se presenta ante sus ojos. Por esta razón los cuentos de Cheever se regodean en los detalles y en las descripciones: En “Adiós, hermano mío” tenemos un atisbo a la vida secreta de las familias. El autor nos presenta la escenografía feliz, de la normalidad de la clase acomodada. En medio de esa aparente tranquilidad, atestiguamos el odio que permanece oculto durante años y que se revela poco a poco hasta que explota por una situación, en apariencia, irrelevante. En “La historia de Sutton Place” el gancho que parece darle tensión a la trama –la desaparición de una niña– es sólo una especie de catarsis, no un dilema que tenga que resolverse o un cabo suelto que busque una solución. Gran parte de este cuento es una especie de crónica y un estudio minucioso de diferentes tipos de carácter. Cada personalidad, a pesar de sus problemas específicos, tiende a ser descrita a través de acciones que cobran sentido a través de la acumulación y no con un giro imprevisible del destino. Por esta razón, más allá de la desgracia que acecha o algún momento culminante en la trama, sabemos que el interés recae en el personaje y en los dilemas humanos que representa.

Hay otra virtud en los cuentos de Cheever: el tono confesional que logra transmitir. Más allá del uso de un narrador omnisciente o de la primera persona, el autor siempre se las arregla para que tengamos la impresión de asistir, tras bambalinas, a la vida privada de los personajes. En el cuento “Los Hartley” el lector parece estar representado por una camarera de un hostal en un centro de esquí que, sin querer, escucha el amargo soliloquio de una clienta que se pregunta, una y otra vez, la razón por la cual está ahí. La mujer había llegado con su esposo y su pequeña hija para disfrutar de unas vacaciones. Cheever deja, a cuentagotas, claves que rompen la imagen idílica de una familia que puede gozar de varios días en un complejo turístico invernal: la niña prefiere pasar el tiempo con el padre y la mujer siempre está distraída. No hay, en todo el cuento, una razón poderosa atrás de las grietas que tiene esa familia. Después de un par de incidentes menores y teniendo como antecedente la queja solitaria que escucha la camarera, la niña muere en un accidente mientras es llevada por un cable de arrastre a lo alto de la colina. El autor describe la escena desapasionadamente. Consigna en pocas palabras la escena y enfila el texto a un final en el que vemos al matrimonio en su auto, atrás de la carroza funeraria de su hija, pensando en el largo futuro que les espera. El clímax del cuento no es la muerte de la niña, es sólo la culminación de una serie de hechos en apariencia inocuos y que lentamente revelan su importancia. Por esta razón algunos lectores quizás encuentren las narraciones de Cheever carentes de tensión. Hay que saber leer entrelíneas para conceder el mismo peso a todas las escenas. “Clementina” es un buen ejemplo de esto: una mujer italiana, perteneciente a la clase trabajadora, viaja a Estados Unidos. Ahí se desempeña en las labores del hogar. Pronto conoce a un hombre mucho mayor que ella que le propone matrimonio. Esta especie de argumento, que quizás se puede explicar en escasas líneas, es desarrollado con lentitud por Cheever. Cuando la mujer le anuncia a su patrón que se va a casar con su pretendiente recibe un rechazo y la negativa a que continúe trabajando para él. Tiempo después ella, ya como mujer casada, se encuentra con él y, en medio de la charla, se entera de la muerte de su esposa. Si hay una especie de clímax en la historia sería, precisamente, la confrontación con el hombre. Sin embargo, no hay una construcción anterior que apunte a esa escena como un punto de resolución. Simplemente es una más de las etapas por las que pasa la mujer. Si entendemos esto quizás podríamos vincular este cuento –como tantos otros de Cheever– a una de las tesis más conocidas del escritor argentino Ricardo Piglia sobre el artificio de la narrativa breve. Él refiere que hay muchos cuentos que tienen un juego oculto tras la superficie. El lector lee una historia que es una especie de anzuelo. Sin embargo, las acciones cotidianas encubren algo más interesante. Por supuesto, no estamos hablando de símbolos obvios o, por el contrario, metáforas demasiado crípticas. En los cuentos de Cheever lo que transcurre atrás, lo escondido, es la vida de los personajes que se mueve silenciosamente a través del tiempo. Por esta razón la mayoría de sus historias se desarrollan en semanas enteras, meses o, incluso, años. La cuentista canadiense, Alice Munro, ganadora del premio Nobel en el 2013, escribe, al igual que Cheever, textos en continua expansión. Vidas enteras se describen en el espacio de 15 o 20 páginas. Por supuesto, hay cortes en el tiempo que funcionan como los capítulos de una novela en miniatura. El objetivo es narrar personajes más que anécdotas que definan, de un solo impacto, el destino de las historias.

Hay otra vertiente dentro de los cuentos de Cheever: Roma. En estos textos el relato se funde con la crónica e, incluso, el diario de viaje. A finales de 1956 el autor se trasladó a vivir con su familia a Italia, durante casi un año entero. Para entonces tenía ya dos hijos, Susie y Benjamin, y el tercero nacería en Roma. Esto se aprovecha muy bien porque la prosa del autor norteamericano es reflexiva, sondea dentro de sí misma para no quedar en la superficie. “Un muchacho en Roma” es, quizás, uno de los ejemplos más acabados. El cuento es, en realidad, una novela de iniciación en miniatura. El asunto central es la vida de un chico estadunidense en Roma, los amigos que hace y, por supuesto, la particular visión que tiene del mundo. Este muchacho, como sucede con otros protagonistas juveniles que aparecen en los cuentos de Cheever, comparten la visión desencantada de la vida. Esto no es fruto del azar o una simple coincidencia. En la época que vivió el autor los personajes adolescentes –propotipos del Holden Caulfield de Salinger– servían para hacer una crítica mordaz, aunque sutil del mundo de los adultos. Por supuesto, en el caso de los cuentos romanos de Cheever no estamos hablando de desheredados que, por razones del destino, recorren las calles italianas sino de gente acomodada que busca, en una especie de autoexilio, respuestas a su vida carente de un sentido profundo.

Cheever, en sus cartas, hablaba de la dificultad para escribir novelas. Quizás, al igual que tantos autores, el mercado le imponía una directriz que no estaba seguro de tomar. La novela, como se sabe, ganó importancia desde el siglo XIX hasta que, en el siglo xx, se volvió la reina de los géneros. La narrativa de largo aliento se transformó en un producto redituable y de consumo masivo. El demonio de la escritura hacía que, una y otra vez, reincidiera en el cuento. En las cartas, por cierto, se advierte otra similitud con Carver: el tiempo disponible para escribir y su relación con algunos géneros literarios. El autor de De qué hablamos cuando hablamos de amor, obligado a aceptar trabajos de todo tipo, disponía de pocas horas para una escritura sostenida. La redacción de textos relativamente breves para revistas como el New Yorker le permitía tener dinero inmediato en lugar de sumergirse en un proyecto de muchos años con el consabido riesgo de que no le redituara económicamente. En Cheever se advierte la misma condición. La diferencia más notable con Carver es que, si tomamos en cuenta sus confesiones del autor y la extensión y estructura de sus relatos, podríamos decir que, quizás, el aliento novelístico está disfrazado en la obra de Cheever. Si esta impresión es correcta nos encontraríamos, entonces, ante un género híbrido que captura lo mejor de los dos mundos: el relato como la visión microscópica de una sociedad que, además, vista en conjunto funciona como un fresco de la sociedad norteamericana de clase media y alta. Por otro lado, el germen novelístico que funda su poder en la exploración amplia de los personajes –habitualmente limitados por la anécdota de un cuento tradicional– y que nos permite leer un retrato íntimo y en ocasiones desesperanzado de los estadunidenses que experimentaron los inicios de la segunda mitad del siglo XX. Gracias a esta extraña conjunción podemos leer a uno de los cuentistas más interesantes que ha dado la literatura norteamericana.





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-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.















CAMINAMOS*



Por las obtusas calles de lo cotidiano
caminamos.
Sin nadie a los costados,
con una incomprensible guía en el bolsillo
y una no menos incomprensible fe en nuestro itinerario.

Alrededor hay rostros que nos miran con desconfianza,
acaso horrorizados
o interrogantes,
o indignados,
o con fingido espanto santiguándose,
y en todo caso, ajenos, del otro lado de la vía.

Pero en cualquier esquina nos asalta
el rostro cómplice que nos contempla con cierta admiración
y cuya sonrisa nos empuja a seguir dibujando senderos
para los pies descalzos del mañana.

Y entonces la nieve en los zapatos ya no resulta tan pesada
ni vacilamos ante los inclementes empujones
o las mezquinas zancadillas que se van alzando a nuestro paso.

Aun así, las calles son las mismas que nos vieron
echar a andar en una madrugada yacente en el olvido.

Tal vez no hagamos más que dar vueltas en círculo,
erráticos vaivenes en la oscuridad.

Y sin embargo, caminamos,
sin nadie a los costados caminamos,
con una obstinación quizá heredada
de aquellos otros que algún lejano día caminaron
forjando sin saberlo caminos útiles,
ciudades habitables y espíritus.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com














Contagio*


Los muertos atraen la muerte, simplifican la comedia, arrumban los papeles y sepultan los disfracen en los roperos.
Juan Benet



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



Llegaron en la tarde. Sus figuras deslumbradas en el quicio de la puerta. El filo del sol en los sombreros, con pinta de haber merodeado, hambrientos, por el pueblo. Sin embargo, inmóviles en la puerta, parpadeando al mismo tiempo, parecían tener todo menos hambre. El calor era redondo en la estancia. Chupaba los cuerpos. Fruto seco lo que tocaba. Las respiraciones de los hombres se amontonaban. El dueño del bar, somnoliento, sentía el aire caliente desprendido, en mayor parte, de ellos. Sus manos barajaban ases, tréboles, reyes. Dejó el mazo de cartas y miró el polvo que, al fin, se asentó en los hombres. Uno, el más alto, dio un paso adelante y dijo:
—Queremos cerveza.
La voz recorrió, leve, la estancia. Después se apagó en el calor, como lumbre en el agua.
—Pasen, pueden sentarse — respondió el dueño.
Los hombres se miraron. Consultaron en silencio al que había tomado la iniciativa. Éste movió los ojillos y carraspeó. Bajo el sombrero eran profundas sus meditaciones. Alargó un dedo.
—Está bien.
Los hombres se sentaron al mismo tiempo. El dueño sirvió seis tarros. El vidrio de los tarros reprodujo, un instante, sus figuras.
—Tardamos mucho en llegar —dijo uno.
—Eran fuertes las tolvaneras.
—No hay señales, ni indicaciones.
—Pudimos llegar a cualquier otro lado.
—Después veremos qué hacer.
El dueño los ignoró. En ese lugar todos llegaban por accidente y decían siempre lo mismo. Por eso la clientela menguaba en tiempo de secas. Y entonces mataba las horas entre las cartas, satisfecho mientras lo demás ardía.
Los hombres alzaron los tarros y bebieron. Solemnes, en el movimiento llevaron sus semblantes a la luz, también las narices, los afilados bigotes. El sonido del líquido en las gargantas, las lenguas chasquearon. En el silencio cualquier brizna se oía. Por eso, para no incomodarlos, para no atender su charla, el dueño encendió el radio. La música avivó a los de los sorbos. Eran vivos pájaros sus siluetas. Sus voces se enredaban en un murmullo que se comía las palabras. El dueño atisbaba el nervio de las figuras, las manos del principal que conducía el acto. Las cervezas pronto se acabaron y pidieron la segunda ronda. El dueño tuvo recuerdo de otros, merodeando en el pueblo, en las calles. A veces se asomaba y los veía ahí, perdidos en el llano, heridos de sol, aturdidos por sus estoques.
Destapó seis botellas y se acercó con la charola. Regresó a la barra y estuvo un rato ahí, escuchándolos, medrando con la venta del día. Los hombres, oscurecidos por los sombreros, seguían con su charla.
—Hay que apresurarnos.
—Sí, antes que anochezca.
—Pero, ¿a dónde vamos?
Y entre preguntas el vuelo de las manos, después en ristre a las cervezas, apagando el calor en las bocas. El dueño, aturdido por los sorbos, por el sopor y por el sol que le incendiaba la calva.
Entonces, un trueno en la estancia. El fuego derribó a uno de los hombres. Estrepitosa su caída. Pajarillo cazado al vuelo, pronto dejó de moverse. Un destello en los ojos abiertos y sorprendidos. La bala había hecho trizas la ventana. En su lugar afilados cristales, dientes en el marco. Abajo el polvo relucía, como la muerte en el convidado. Lo orbitaba una mosca que estuvo un instante en el gesto, alambrista entre los labios. En algún tiempo cundiría el hedor y llenaría las cosas de muerte. Y los hombres se acercaron y examinaron al inmóvil con gesto de disgusto.
—Te lo había dicho —dijo uno.
—Era previsible —dijo otro.
—Debimos abandonarlo en el camino.
—¿Cómo íbamos a saberlo?—tarareó uno.
—Una señal, una mancha en su ropa.
—Lo que sea.
El líder inclinó la cabeza. Sumidos entre nubes, sus pensamientos, sus imaginaciones. El gesto llenó la cara de arrugas.
Flanquearon al unísono al muerto. Dos de cada lado. Sin el líder. Una mancha en la camisa, agrandada por el incesante borboteo. Los ojos a la sangre, con miedo a la marea en el piso. El radio seguía ajeno con su sonsonete. El dueño emergió de su asombro y lo apagó. Se acercó a los hombres. La orilla de sangre tocaba las puntas de los pies. El muerto seguía con los ojos en el techo, el espanto en el gesto, como si presintiera el embate de las moscas, de los previsibles carroñeros.
—Va a oscurecer.
—Te lo dije.
—Quedaremos a mansalva.
El líder los calló con una mirada, se acercó al dueño y le preguntó:
—¿Cuánto dura la tarde aquí?
—¿Cómo? —respondió.
—Sí, ¿cuánto tiempo? —dijo impaciente.
El dueño sólo atinó a balbucear. El líder abandonó su indagación y se asomó por la ventana rota. Hundió la mirada en el llano. No había sitio para ocultar al posible tirador. Sólo tierra amarilla, sosegada por la falta de viento. Un cuervo entró en la desolación y picoteó maniaco el suelo. Después alzó la cabeza y un manojo de plumas, el destello de las alas, su vuelo.
El dueño, además de la muerte, sentía una perturbación en el ámbito, la sensación de muchos cuerpos diminutos quitando sustancia al aire. Intranquilo, dijo:
—Señores, deben sacar al muerto, no quiero problemas.
Los hombres lo miraron. Él miró sus figuras sin vértice, suspendidas en el fondo de un sueño. Y metido en el silencio el muerto, persistente con sus ojos abiertos.
—¿Qué hacemos? —dijo uno.
—No lo quiero aquí— arremetió el dueño.
El líder se acercó y le puso una mano en el hombro. Luego señaló el exterior y dijo con lenta voz, impregnado de veneno:
—Esta tranquilidad es falsa, ¿no lo sabe?
El campo amplio e inerte. En los límites de un marco las nubes, la tibia línea del horizonte. Los hombres, al unísono, como borregos a la contemplación. Y el vacío que iba del paisaje a sus cuerpos.
—Aquí no pasa nadie. Sólo extraviados como ustedes —dijo el dueño, manoteando.
—Entonces tendrá que acompañarnos.
—¿A qué?
—A dejar al muerto.
El dueño iba a replicar pero percibió en el otro un movimiento, una mano hurgando entre las ropas. Brilló la boca de una pistola. La boca fue tocada por la luz y osciló lentamente, advirtiendo. El dueño sintió un abismo frente a él y, sin asentir del todo, se apartó unos pasos.
El líder fue por los restos de cerveza y los bebió de un trago.
Sonrió.
—Vamos —dijo.
Los hombres sujetaron al muerto por los pies y por las manos. Su reposo había dejado una mancha uniforme de sangre. Y sobre ella una mosca, su ávido aleteo. Espantaron a la diminuta y, a una señal, caminaron hacia la puerta. Dos de cada lado y el líder al frente de la procesión; atrás el dueño. Pesaba la muerte en el hombre y lo sujetaron con fuerza del pantalón y la camisa. El triste bamboleo dejaba un reguero de sangre en el suelo. El dueño imaginó el lento arrastre de un toro, la derrota del cuerpo, los belfos dejando su huella en el ruedo.
El descampado en vivo amarillo por el polvo. Algunas huellas de animales. A lo lejos los tejados de unas casas. Los ojos bajo los sombreros, por el declive del sol, una ceniza apagada.
—Vamos al matadero —dijo uno.
—Tenemos una oportunidad.
—Apurémonos.
El líder, con un dedo en sus labios, los calló. La procesión se detuvo. Oteaba el horizonte. Ni un ruido había pero el dedo seguía ahí. Vacío de sangre el muerto, por el recorrido, por tanta espera. Como corderillo entre los hombres, los abiertos ojos al cielo.
—Escuchen —murmuró y dura la quijada, una piedra.
Un poco de viento en el polvo. Nubes entre las piernas. Las botas en el amarillo, sus puntas rojas. Un cuervo en círculos sobre todos, sobre ellos como una corona. Para el cuervo toda la atención de los hombres, a las plumas que dejaba, a su grajeo. Y el ave se perdió y los hombres volvieron al nervio:
—No es nada.
—Es sólo el pájaro.
—¿El mismo de antes?
—Quizá sea una señal.
—Es probable.
—No pasa nada.
—Sigamos caminando —dijo el líder.
El calor había menguado pero aún encandilaba. El resplandor vespertino sobre las piedras. Los hombres sudaban, dejaban sombras filosas. Sentían que cada paso, cada respiración, era un anzuelo.
El dueño caminaba tras el líder, a un par de pasos, tras la penumbra que proyectaba su espalda. ¿Hasta dónde llegarían? Porque más allá de las casas no había nada. Un barranco, más tierra amarilla, un sembradío de cadáveres, no sabía. Sólo los que merodeaban tras la ventana, los que entraban al bar y luego se iban.
Bajó la vista y se encontró con la pistola enfundada en la cintura del líder. Tan atento estaba al silencio, a la esquiva señal que no llegaba, que no atendía otro peligro. El dueño alargó la mano y con veloz movimiento lo desarmó. El otro sintió la ausencia y descargó con furia el puño. Pero el dueño estaba fuera de su alcance y el puño en el aire, de vuelta, como cosa imperfecta, inacabada. Intentó un nuevo embate, pero la pistola, su boca donde había estado la luz, sosegó al belicoso. La única violencia era la del sol, tras él, que lo coronaba. Los hombres detuvieron la marcha y sus voces bajo los sombreros, apagadas, como desde el fondo de una botella. El dueño aquietó las voces ladeando la cabeza. Pero entonces los hombres dejaron caer al muerto. Un ruido seco, el del cuerpo en el suelo. Y mientras la visión, mientras el caído encontraba su natural curso, los hombres desenfundaron sus armas. Brillaban todas. Todos con resplandores en las manos. En semicírculo los otros, en dirección al dueño, apuntando. La desventaja era clara. El líder le sonrió a la manada que se regodeaba pensando en el solitario, en su final en esa tierra de nadie. De nuevo el abismo para el dueño. Pero esta vez cerró los ojos para conocer la oscuridad que lo esperaba. Desgranaba  entre temblores una oración cuando escuchó el silbido de las balas. Y sus captores, como soldados de plomo, de un solo embate cayeron. Algunos boca arriba, otros de costado, como barcos encallados. Las ropas pronto anegadas, abrevando en la sangre; también las botas, los brazos.
El dueño se agachó y miró alrededor. Nada había cambiado. La desolación del cielo, naranja por la ruina del sol. Se acercó a los silenciosos, a la ofrenda de dispersos sombreros. Los cuerpos, a la distancia, como los peces después de la red, con las bocas abiertas. Y con el primero compartían, además del silencio, la mirada en el cielo.
El dueño miró la sangre que manaba y que aquietaba el polvo. Estuvo un rato pensando, las manos con nervio, el gesto. A lo lejos la puerta del bar, el perfil de las mesas y los vasos ahogados por la penumbra. Entonces, aguijoneado por la codicia, comenzó a esculcar a los caídos. Hurgó en las camisas, en los pantalones, en las botas. Tuvo particular cuidado con el líder, cuyo cráneo había sido limpiamente perforado. Y en el afán la sangre en las manos. Contó varios billetes, opacas monedas; incluso un anillo. Los dejó bien esquilmados. Un destello en sus manos era la sangre. Tan abundante que goteaba. Alzó las manos y las miró, leves hojas, a contraluz. Miró el bar y deseó estar ahí, frente al mazo de cartas, parpadeando. Y de vez en cuando, por la ventana, como en irremediable noria, los merodeantes.
Una línea en el cielo dibujó un cuervo. Tuvo presentimiento de algo en el aire. Olisqueó sus ropas. Lentamente comprendió y trató de limpiar la sangre de las manos. Pero sus esfuerzos fueron en vano y más cundido quedó: el cuerpo todo de diablo. Y el rojo corría como agua entre los dedos.
Aguzó la vista. Un brillo a la distancia.
Y esperó, paciente, el trueno.




-De La herrumbre y las huellas -



-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.














La habitación cerrada es mi condena.*



Las palomas ausentes mi destino.

Escribo como un envenenarme.
Como quien se arroja ciegamente
al fondo de un profundo precipicio,
contra la luz encerrada en las ventanas.

Como quien hunde el cuerpo en alta mar
sin esperanza alguna de regreso.

Como un prófugo a través de la nada.

En cada verso dejo
el sedimento espeso de la sangre.

Me voy crucificando en cada sílaba.

Como un cuchillo inverso me penetro.

poema
balcón
abierto a los infiernos.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
















Cuando la guerra*






1


Ella decía que había guerra afuera. Un ejército en las puertas de la ciudad, agazapado. Pero él esperaba la guerra en los muslos de ella, cuando la asediaba: el fuego que avivaban las manos.




2


“Cuando entren no dejarán nada vivo, ni el polvo”, dijo ella esa mañana, todavía entre sábanas. Las sábanas medio derramadas, por el acto de despertar, por el cuerpo que se movía, por las manos que palpaban. Y en ella la imagen de él, alumbrada. Las sábanas, esparcidas ahora, concluyeron el movimiento en el piso.




3


Bajaron a desayunar. Los dedos en las migajas. El ascenso del café, el frío de las manos cerca, en contraste, rodeándolo. Ella hizo una pequeña variación: “no quedará nada, ni el polvo”, dijo. Y él extendió las manos cerca de las migajas. Las puso en la luz. Un instante en las nervaduras. Una cesura, las manos, en el tiempo. Pero ella no lo advertía, sumergida como tenía la mirada. Y desayunaron en aparente calma. Alrededor el humo del café, el reciente sudor en las ventanas. Él pensó en una nueva variación: “devastarán todo, también el polvo”. Pero se quedó callado, indeciso, disfrutando del instante y de la espera. Y la luz pulía las tazas de café. Y las cosas del mundo —cucharas, sartenes, demás enseres —brillaban.





4


Cuando llegó el crepúsculo salieron de la casa. Escucharon murmullo de peces en las puertas de la ciudad. Los pensaban nerviosos, a punto de saltar del agua. Pero no para boquear, para entre coletazos encontrar la muerte. Una ira apenas contenida por las murallas. Y un rato, los dos, en el descampado, imaginando las volutas sobre los hombres, las sosegadas respiraciones, el último brillo en los fusiles. Se sentaron y contemplaron algunas piedras. Arriba el cielo. Y las nubes eran como las piedras: redondas y muy grises. Las nubes, también, sobre los otros. Pensaron que incluso la misma sombra proyectada, merodeaba por ahí, como una mano acercándose a un rostro. Y seguramente uno de los agazapados, del otro lado, tenía en sus ojos el ansia por superar la muralla y en la parte alta el destello de un cuervo. El ave se desprendió de su altura y su vuelo hacia ellos. Rodeados de piedras miraron todo: el oleaje de las plumas por el viento, testigos por primera vez de la maniobra. Y el cuervo, una vez posado, estuvo a prudente distancia de ellos, el nervio en el pico y la tensión en los ojos. Estuvo un rato ahí y después emprendió el vuelo.





5


Al día siguiente avistaron un hombre. Su silueta a lo lejos. La espiaron, curiosos, por la ventana. Después abrieron la puerta. Leve viento en los cabellos. En el quicio los dos, evaluando la distancia, imaginando si venía por su cuenta, si era un remanente de los otros. Después de un rato más clara la figura, un poco espantapájaros por la ropa. Incluso, si aguzaban la vista, percibían la premura, la diminuta nube que dejaba.
Entraron a la casa. Llenaron un vaso con agua y dispusieron del último pan de la alacena. Un plato, la silla y un mantel: casi naturaleza muerta. Y desearon que estuviera ahí, que en su boca hubiera alguna sorpresa, alguna señal de lo que acontecía tras las murallas. Transcurrieron unos minutos. La figura se acercó y pronto estuvo a unos metros. Los miró un instante, frágil desde el otro lado, y su saludo fue cosa lenta, dibujada apenas en el límite que imponía el silencio.





6


El hombre los miró desde el horizonte de la mesa. El sudor se esparcía en sus sienes y el olor era vivo en sus ropas. La acritud que desprendía su gesto. Una cuesta cuando respiraba, cuando removía los labios como si aún tuvieran polvo. Con boca árida, entonces, les dijo que habían pasado muchas jornadas, que la casa —a la distancia— parecía un desvío de la memoria. Pero conforme los pasos, conforme los días que eran piedra sobre piedra, comprendió que la casa era real, que sus paredes existían. En las noches, después de alimentar una fogata, miraba la casa e imaginaba una respiración, el temblor de una vela, unas manos que acompañaban. Indecisas sombras atrás, entonces, por el efecto; un vaho precipitándose en la ventana. Frágiles arañas y los muebles. La faena de los insectos en la madera. Entonces supo que en la casa era pleno el desasosiego y que intermitente era la impaciencia, como la luz, por su llegada.
El hombre hizo una pausa para humedecer la voz. Su mano hizo penumbra en el vaso. La sombra quedó ahí, un instante, como un despojo en el agua. Miró las puntas de sus botas y bebió un trago. Dijo que atravesó filas y filas de hombres, que muchos ojos, cuando pasaba, lo aguijoneaban. Le imaginaron el paso lento, caminar por ahí como en gran calma: el cielo gris, el sol, su desolación y su nada.
Le preguntaron cuándo entrarían, la fecha exacta del acontecimiento o, en caso contrario, si su paciencia era mucha y la ambición superaría el tiempo. Pero el hombre dijo que no había tiempo en ellos, aunque alzando los ojos, invocando una imagen de ellos, recordó una leve respiración, un siseo que anunciaba la lumbre de una palabra que no decían, quizás por su sustancia, por su filo. Recordó que, mientras avanzaba, percibía el silencio redondo en los fusiles inclinados, en las mandíbulas apretadas, en el odio entrevisto en los dientes. Y supo que no le harían daño, porque no lo miraban, porque en sus cuerpos el sopor y sus ojos eran animales absortos en el agua.





7


El hombre durmió en la casa. Bajaron un colchón y una cobija. Por si las dudas dejaron una vela y cerillos. La luna era un círculo en el hombre. Y éste, iluminado, les agradeció sus atenciones. Se quitó las botas y abandonó el sombrero en el piso. Estuvo un instante ahí, inmóvil, mirando el sombrero. Comprendieron que estaba inseguro de su presencia, que desvanecido por dentro tenía muerta la boca y las palabras. Un poco de descanso serviría. Le desearon buenas noches y subieron la escalera.







8


Los despertó un ruido. Fueron al inicio de la escalera. El hombre miraba por la ventana. La espalda encorvada, los ojos tanteando los objetos descubiertos. Giró el cuerpo y fue con dedos nerviosos a los cerillos. El nerviosismo perduró en el incendio, mientras la llama se retiraba de la vela. Absorto, no se dio cuenta que su labor tenía testigos, que figuras varadas seguían el humo, como maravilla su estela. Hasta el techo la nube. El olor de una brizna quemada. El rostro del hombre tornó amarillo. Pero la luz no abundaba y sólo arañaba una parte de la mesa.
Entonces se acercó a la ventana y movió lentamente la vela, como si mandara un mensaje a los convocados, como si les dijera, de alguna forma secreta, que era tiempo de la guerra. Pero la paz de su rostro vislumbraba otra posibilidad, repetir lo de las noches pasadas, ante la fogata. Y por eso cuidaba el temblor de la vela y su respiración cerca de su reflejo, también el vaho, como había imaginado.






9



Se despidió de ellos en la mañana. No contó más historias. Su sombra sobre la mesa. El último pan se había acabado y, como consuelo, antes de alzar su maleta, demoró la vista en las migajas. Después estuvo al lado de la casa, haciendo mediciones, calculando un imposible itinerario. Tanteó el viento con los dedos y después los llevó al filo del sombrero, a las alas. Afirmó el peso de su cuerpo. Hizo que su respiración pesara. Pero parecía indefenso, con la memoria desvalida por tantos días en el descampado, por tanto vértigo de piedras. Se caló el sombrero y emprendió el camino. Su figura en el atardecer, oscura como el pájaro que lo seguía. Los dos se alejaron. Y recordaron sus palabras.






10


Desde entonces tuvieron insomnio. Ella sufrió primero su agobio. Sentía que el sueño era una barca que se alejaba. Él sentía, además de la mente revuelta, la impaciencia del calor, el peso de las sábanas. Una noche, en la ventana, descubrió una constelación de insectos. La noche siguiente comprobó que sus cuerpos oscuros medraban en la luz, que su vibración espantaba, de alguna forma, su sueño. El ámbito saturado por la visión. Intentó espantarlos. Pero fijos en la transparencia, objetos incorruptibles, encendían su insomnio, sus pasos en la estancia. Vueltas y más vueltas. Ella, enfrascada en conciliar el sueño, apenas notaba el caminar.






11


Una madrugada, incapaces de conciliar el sueño, de estar en silencio en la cama, bajaron por las escaleras. Sin mediar palabra fueron a la ventana. Los dispersos cerillos en la mesa. Abierto un libro y las anotaciones, la vejez expuesta de sus hojas. Prendieron la vela. Medio derretida, el pabilo carcomido por las horas. Pensaron que la luz podría ser un anzuelo para otro viajero, recompensa para el nervio de un hombre, en el descampado, frente a una fogata. Y estuvieron un rato, por turnos, moviendo la llama, improvisando mensajes en la ventana.





12


Estuvieron impacientes en la cocina. Ella volvió a decir que había guerra, que los otros los encontrarían ahí, sentados, uno frente a otro. Él miró la ventana. Ella, esta vez, no mencionó el polvo. Pero estaba ahí, entre ellos, casi intangible, donde antes había estado el fuego. Y las figuras caldeadas miraban la superficie de madera, un pan inexistente y las vetas de luz en la mesa.





13


En la cama volvieron a hablar de la devastación. Él acercó las manos a su cuerpo. Ella miró el movimiento, percibió cómo perdía fuerza. Pero el impulso fue suficiente para llegar a su cuerpo y arder en el intento. El incendio fue breve en los dedos y, después de la cintura, acudió a los labios. Cerraron los ojos. Ella pensó en el descampado, en el combatiente que merodeaba en sus labios. Él mantuvo el contacto y quiso evocar una imagen, pero era precisar una forma bajo el agua. Ella sonrió con tristeza. Y pensaron un rato en la demora, en lo aburrida que era la guerra.






14



Menguaron los alimentos, más breve el humo del café. Preocupados por las últimas cosas, miraron el vacío en los platos. Las tazas sin uso, su disciplina en el estante. Los insectos en retirada. Las manecillas del reloj, desde hacía mucho, no avanzaban.
Llegaron otros viajeros. Todos tenían palabras similares. Todos mencionaban las filas de hombres, los fusiles en ristre y las miradas en lo bajo, como absortas en tinta derramada, en el cadáver de algo. Un viajero les dijo que habían avanzado posiciones. Otro mencionó que, en el polvo, bosquejaban distintas posibilidades de asedio. Añadió que, con el tiempo, los planes para tomar la casa se habían acumulado y ahora eran infinitos. Bajo las carpas los mapas de los generales, la tinta en los márgenes, las abundantes anotaciones. Los principales, entre los agazapados, conminaban con rabia a soportar la demora. “Su enemigo es el tiempo”, gritaban. Y la promesa de superar la muralla, entre las filas, sin poder apagar las ansias pues la pólvora estaba dispuesta y las miradas ya no tendían a lo bajo, sino enceguecidas todas, juntas como un rebaño, en la altura.






15


Pasaron los años. Siguieron visitando las murallas. El tiempo se acumulaba en la casa. La vejez en sus cuerpos, como el agua muchas veces, en el transcurso a la piedra. Dejaron de hablar de la guerra, pero seguían pensando en el asedio, en filas y filas de hombres en el descampado, con las banderas en alto, en dirección a la casa. Pasaron más años. El contagio de viajeros terminó. A veces, en la tarde, un bosquejo en la distancia. En las noches la luna y su luz que a veces hacía círculos o que temblaba como una fogata. Imaginaban a un hombre, pensativo, con luz de lumbre en la cara. Pero en las mañanas no había silueta, ni nube de polvo que acompañara. Comprendieron que morirían sin ver la guerra.






16


Una tarde ella hizo una última variación: “no quedaremos nosotros”. Él, a un lado, apenas tenía fuerzas para desear más palabras. Pero no alcanzaban para nombrar la guerra, para decir que entrarían y devastarían el polvo. Los dos en la cama. Se tomaron de las manos. Y tuvieron una feliz visión de murallas desmoronadas, de ansias rompiendo, al fin, silencio. En la muerte miraron el acero hundido en la madera, las risas en el brillo de las cucharas mientras las bocas volcaban su hambre en los platos. Los últimos restos de comida en el suelo.





-De La herrumbre y las huellas -



-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.














AVEJENTADOS CALCETINES*



Remiendo mis calcetines
como si la pobreza me estuviera mordisqueando los talones.
Es sábado y la noche se acerca
en cuatro patas
medio arrastrándose con su movimiento de lujuria.
Puntada tras puntada creo un hechizo
bastante débil, sin rima
invocando a las fuerzas del cosmos y la naturaleza.
Mis pensamientos reaccionan
mi corazón se arrebata
es la noche la que pulsa el ritmo de mi remendar.
Soy esa mujer que desnudó sus pies
confiando en que algo muy vetusto
recuperara su antigua forma.
Inclino mi cabeza, me muerdo los labios:
pretendo resucitar el tiempo.
Lejos, en la gran avenida
los sonidos se estrellan contra el pavimento negro
brilloso por el paso de la lluvia
mientras la trama de mis avejentados calcetines
se  me deshace entre  los dedos,
la aguja es un instrumento demasiado rudimentario
y mis dedos son torpes
hasta la extenuación.
La noche crece
crece, yo me aferro con uñas y dientes
a la trama frágil que mañana cubrirá mis pies.



*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com



-Irma  ha publicado los libros de cuentos: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán. En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y  “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.
















NÚMERO IMPAR*




Siete pétalos tiene la luna roja. Cirio que tiembla.
Siete lunas, la magnolia abierta… ah tu olor.
El cesto de naranjas fragantes esconde pan de hiel.
Un hombre falta o una mujer sobra. Fueron mías tus lluvias.
El camino de agua ardorosamente lame los pies.
El hombre acaricia, la mujer muerde la distancia.
El agua sucia purifica la niñez de hojalata.
No hay Nº par. Falta una media. He dado mi frescura de hembra.
Alguien debe venir…o irse.
Los cuernos de la luna son las cachas del diablo.
-No te vayas amor mío, aun no es hora-
-Mujer mía plena, ponte el vestido rojo-
El zorro cae en su propia trampa (Desnudo en otros brazos)
Ahora sobra una media naranja.
Cuatro mujeres mustias. Palomas agonizantes de ceniza,
Tres pesares tiene la luna roja. Los vientos la doblegan.
Oscuramente en magnolias, se fragua la nostalgia.
Solitariamente mía, mi pena, yace en mi corazón.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com











*


Hubo un tiempo en que después de escribir muchos cuentos de estilo carveriano, escribí una novela breve. Esa novela me atrapó por completo. Me tuvo años a sus pies, me fascinó con su plasticidad y, al mismo tiempo, su resistencia a ser escrita. Hubo un tiempo en que la narrativa tendió un puente entre la soledad y mi cuerpo. Después, dejé de creer en ella. Las palabras dejaron de hablarme como antes; ya no decían mi verdad. Me hundí entonces en un malestar silencioso. “Nunca más voy a escribir nada”, pensé. La revelación me atormentaba.
Entretanto, sin embargo, escribí algunos ensayos breves, y también leí libros, vi películas. Viví. De pronto un día me subí a un colectivo y me vi obligada a sacar un papel, a apoyarlo contra cualquier superficie y a empuñar la birome. No hace falta decir que el resultado de semejante impulso fue lo que tenía que ser: malo. Pero la mano, el cuerpo (no puedo describirlo de otra manera) me obligaron a usar la birome, el teclado –el instrumento poco importa- muchas más veces. Con resultados igualmente nefastos.
Meses después, luego de haber acumulado una buena cantidad de poemas muy malos, me levanté, me senté al teclado y la poesía ocurrió. Apareció sola, de la nada. No sabría a qué atribuirlo excepto a una necesidad física.
Había escuchado muchas veces una frase que me parecía hecha, fabricada, casi falsa: “El poema es tirano”. Pero es así. Es tirano, el poema. Pide ser escrito incluso en medio de la muerte, del accidente o de la desgracia. Aparece y hay que escribirlo de la misma forma en que se expulsa la orina o se tiene un orgasmo: no hay otra opción. Sucede. Adquiere su propia estructura. Cuando nace, imperfecto, respira ya por sí mismo. No es como una cría humana. Se parece más a una cría animal. A un potrillo que se para momentos después de ser parido, tambaleante, pero perfecto en sus formas.
Acerca de para qué escribir poemas, no tengo más respuesta que esa: no es posible hacer otra cosa. Acerca de por qué: probablemente porque la alternativa sea la locura.




*De  Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Febrero de 2015-


-Mercedes nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.
-Su libro de cuentos Grow a lover  fue editado recientemente por Pensamientos Literarios (www.pensamientosliterarios.com)





Inventren







GEOMETRÍA DE TREN*


Una línea recta
es demasiado
-digamos-
infinita.

Una línea de ferrocarril,
por el contrario,
se trunca y se olvida.

Despertamos
durante una ausencia
cotidiana:
sabemos de dónde venimos
y hacia a dónde llegamos,
pero el trayecto
que une ambos extremos
parece pertenecerle al vacío.

En la vieja estación lo sabían
e intentaron corregirlo:
construyeron
una representación del infinito
y le llamaron
“Lucas Monteverde”.


Tan sólo se trata
de una representación
-dijeron-
no es en verdad el infinito.

La estación abrió con gran alegría.
La gente hacía fila para comprar sus boletos,
entraba al pequeño espacio
que antecedía a la puerta del vagón del tren.
Dentro, y tras localizar sus asientos,
parados frente a ellos,
se encontraban listas para comprar sus boletos,
accedían al pequeño espacio
que les separaba de la taquilla y el tren,
subían a él y buscaban con gran emoción sus asientos,
una vez localizados y gustosos frente a ellos,
la emoción aumentaba al darse cuenta de que al fin,
después de formarse en la fila,
iban a comprar sus boletos.


Familias enteras, viajantes, gente que iba y venía,
todos se formaban en una breve pero continua fila,
caminaban,
subían al tren,
localizaban sus lugares
y llegaba
-al fin-
su turno
para adquirir
los boletos en la taquilla.


Daba gusto mirarles imaginar su trayecto,
hacer planes para disfrutar el viaje,
partir del punto donde iniciaban sus pensamientos,
llegar por fin a donde todo comenzaría realmente
y descubrir que allí
donde la vida puede tomarse de un solo trago,
no es diferente
del lugar donde la vida apenas puede ser imaginada.


“Todo lo sólido se desvanece en el aire”
Decía Don Carlos Marx.


*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com





-Próxima estación:

JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.



***


En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

ELÍAS ROMERO.

KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.
LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.





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