miércoles, julio 27, 2022

Y EL SILENCIO ESPARCIÉNDOSE EN EL AIRE

 


*Foto de Noelia Ceballos.

https://www.instagram.com/noe_ce_arte/

 

 

 

 

 

 

 

 

AMANTES*

 

 

Con ceguera de desahuciados nos buscamos.

Fuimos amantes de alas insaciables.

(Más aún que los que tanto amé y me amaron)

Tan extraño ver trepando tus noches en mis cruces.

¿Búsqueda de un instante de expiación consagrada?

¿Porque amarnos con la luz apagada?

-Vos cerrabas los ojos y absorbías las sombras-

Eras el Sahara, yo llovizna de mayo.

Entreabierta señal. Anterior al diluvio.

Vibran las cuerdas de la desesperanza.

(Es lo seguro en mí. Una catacumba gozosa)

El afuera es un grito. Garganta desgajada

El mar es el que nombro cuándo llamo tu nombre

La llaga se desliza. Ala de cuervo y ganso.

Ven. Agonía nocturna. Naufragio de esta pasión tan mía.

Doble frontera entre el nácar y el cuervo.

Un murciélago. La negación. El luto.

Sé. Las tinieblas, son para vos una velada muerte.

Muestras un elefante. Plumas de pavo real.

Delfín. Ven. Danza y dame tu fruición de mar.

Sé que tu fuerza se dirige hacia adentro,

No tengas piedad de mis rocallosas.

Sé, no te gusta el espejo trizado.

Caminaré descalza sobre el espejo roto.

-La pasión, en sí, lleva cierto grado de violencia-

El corazón, entre las piernas, gotea sangre.

La sangre. La vieja rebeldía, no es heredad de ángeles.

Mi carne, no es trivial es, apenas, un niño dormido.

Ven volvamos a las artes milenarias.

Siente las vibraciones de los cauces.

Soy. Seré flor de páramo. Pedregal. Erial con sed.

Vos. Amor, mi agua. Palabra oscura, luminosa, quiero.

 

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Y si un hombre no te quiere,

si no sabe,

si no puede quererte,

¿qué vas a hacer

con el amor

que le estaba destinado?

Un bollito en el corazón,

con el crujido

del papel al quebrarse,

eso es

abandonar

el amor.

Y la vida se vuelve

un tránsito de andenes

donde ruedan y ruedan

hojas secas,

los has visto

tantas veces

en las malas películas,

el zapato

que gasta la suela,

y el silencio esparciéndose en el aire.

Si un hombre no te quiere,

si no sabe, si no quiere quererte,

si cae sobre el telón

un cartel de The End

y aún querías mirar,

vas a llorar,

vas a volver a casa comiendo palomitas.

Vas a llorar en casa,

en la calle,

en las plazas,

vas a llorar descalza,

en la ducha,

en el subte.

Hasta lavarte toda

del dolor y ese hombre

y te den ganas,

otra vez,

de mirar otra película.

 

 

-Poema de Madura. Editorial Sudestada. 2021-

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)-

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA CANI *

 

 

*Por Horacio Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

A Mara le gustaba jugar al fútbol y cuando era más chica la ponían al arco, hasta que un día el Chano se dio cuenta de la velocidad de sus piernas de galgo. Entonces, le enseñó dos o tres cosas básicas: pasarla y acompañar, buscar siempre el claro, desborde, freno, y terminar con centro al medio del área. Luego todos descubrieron que Mara, además, tenía un equilibrio envidiable, y que sabía usar el cuerpo con una picardía de profesional. Mara recibía siempre en ventaja, se iba sola, frenaba de golpe y lanzaba unas bolas perfectas que el Chano, su tío, cabeceaba a la línea, junto a los palos, con una precisión de cirujano. A causa de eso la bautizaron la Cani, por el pájaro Claudio Caniggia.

Era su mayor orgullo que, en un juego de hombres, el Chano, cuando hacía pan y queso, la eligiera primero: “lo hago para cuidarte”, se justificó alguna vez. Pero cuando el que elegía era otro, el Chano después que lo nombraban a él, ordenaba: “La Cani, Bolú; la Cani, hacéme caso que ganamos”. A veces la Cani la retenía demasiado buscando la falta, sabía que, si le entraban algo fuerte, el Chano se enloquecía y quería pelearlos a todos: “es una mujer, animal”, les decía. Una mujer, no una nena, porque la Cani entonces tenía sólo trece años y ya estaba enamorada del Chano desde los diez.

“Es tu tío”, le dijo la Coqui, su madre, cuando se dio cuenta cómo lo miraba. Fue suficiente, en la casa de Mara todo se entendía con pocas palabras. Ellas eran las únicas mujeres de la familia: “la esperanza de mamá”, le repetía la Coqui, y era una esperanza demasiado pesada.

En realidad, el Chano era medio hermano materno del Toño, su padre, y este lo trajo un día, al regreso de una visita a su abuela en La Rioja, sin preguntar ni avisar, como todo lo que hacía. En aquel entonces el Chano contaba sólo dieciocho años y en el barrio lo apodaron el Tucu, porque peleaba a los cabezazos como los tucumanos, desde entonces los vagos debieron ir entendiendo, a pesar del perfil bajo y la timidez, que no era un chabón fácil de arriar o alguien del montón para hacer número.

Había sido un buen negocio la llegada del Chano, era más constante que Toño en el trabajo, siempre andaba con plata y ayudaba en la economía de la familia con más responsabilidad que el Toño, el hombre de la casa. Había hecho por su cuenta veredas y patios de cemento entre las dos casillas porque decía que andar chapaleando barro era cosa de negros. “Mirálo al menemista este, se mira en el espejo y se ve polaco”, decía el Toño, cuando la generosidad del Chano empezó a incomodarlo y la diferencia de voluntad adelgazó la sangre que los unía. No hacía falta mucho, a decir verdad la familia siempre se mantuvo de lo que la Coqui tenía depositado en el banco, es decir, la herramienta que Dios le puso entre las piernas. Pero la Coqui ya se estaba poniendo vieja y la hepatitis dos por tres la tenía de cama. Como el Toño nunca acusaba recibo de sus obligaciones, fue una bendición la llegada del Chano.

El Toño decía que algunos de los hijos de la Coqui no eran de él y estaba en lo cierto; sin embargo, se llevaba mejor con los que sentía ajenos que con los propios “con ellos no tengo obligaciones”, se justificaba. Pero Mara sí era su hija, la única mujer, y con ella nunca hizo un gran trabajo de padre, ni por acción ni por omisión. El Toño nunca supo qué mierda hacer con una hija.

Para los chicos el Chano era un hermano mayor desmesurado, con el que jugaban sin respeto y al que golpeaban a mansalva amparados en su edad, el Chano disfrutaba de esa exuberancia, los pibes en las provincias no suelen ser tan expansivos. Mara también lo buscaba; en esos revoleos, más de una vez se le subió encima y un día sintió claramente crecer algo entre sus piernas cuando estaba sentada sobre él, pretendiendo sostenerlo para que los chicos lo fajaran. El Chano se levantó incómodo y se fue a ver si podía hacer andar una moto vieja con la cual una vez lo estafaron al Toño.

Desde aquel día empezaron a mirarse de soslayo y al Chano comenzó a molestarle demasiado que alguno le metiera las manos adonde no debía cuando la cuerpeaban en la cancha. Bajaba la vista, la llamaba enojado y se volvían a las casas sin mirarse. Ella una vez no pudo con las ganas y lo besó en la boca, escapándose luego entre risas para disimular el amor que la desbordaba. Pero el Chano no reaccionaba; entonces, un domingo, cuando todos estaban durmiendo la sarna después del asado, Mara repitió ingenuamente las formas del Toño y la Coqui cuando se amigaban, le metió la mano dentro del pantalón y el tío se quedó petrificado. Sólo atinó a preguntarle cuánto necesitaba y le extendió un billete de cincuenta pesos. Mara se fue llorando y esa noche se lo dio a la Coqui que lo agarró sin pedir explicaciones y tomó nota de que ya era tiempo.

La madre le depiló a conciencia las piernas y las cejas, le pintó los labios de rojo y los párpados de violeta, le alargó la línea de los ojos y la mandó a la avenida Monteverde a plantarse a cincuenta metros de una parada de colectivos. Sólo le dijo dos o tres cosas básicas: “Que no te acaben adentro. Tratá de usar las manos y la boca. Si te sorprenden, no la tragues”

Esa misma tarde, caminando hacia su destino, se lo cruzó al negro Paloma que era repartidor de un correo privado, y quien al verla en ese estado la llevó al baldío que quedaba enfrente de su casa y la atendió con entusiasmo. Demasiado entusiasmo y poca generosidad: le dio a cambio de los servicios un billete de diez pesos. Todo fue tan breve que Mara ni se dio cuenta de que la habían desvirgado. Cuando vio la sangre bajar por sus piernas, volvió a su casa y le dio los diez pesos a la madre. Entonces a la Coqui se le zafó la cadena y salió disparada a hacerle escupir cien pesos al Paloma, a golpes y patadas en la puerta de la casa, delante de la mujer y los hijos y luego de tirarle la cartera con los sobres de la correspondencia enterita adentro de la zanja de agua podrida de la calle. Volvió furiosa y le dijo a Mara lo más importante: “Nunca, tarada, escuchá bien, nunca vuelvas a abrir las piernas antes de que te paguen”.

En la cancha, cuando la ven pasar para el “trabajo”, los vagos le gritan: “Cani, vení a patear un rato”, ella les sonríe, con esa sonrisa limpia en el esplendor de sus quince años. Ellos la miran, tan hermosa y contundente como se ha puesto, y ahí termina todo; un dejo de pena los acobarda, la Cani, después de todo, era un amigo, claro, esto si alguien pudiera olvidarse de todo lo que tiene ahora para llenar las manos.

Su tío ya no va más por la cancha, a veces, cuando sale para el trabajo y ella regresa de madrugada, se cruzan y él, con la muerte en la voz, le pregunta: “¿Cómo te va Marita?”

Ella lo mira con esa cara de nada que ha aprendido a poner ahora, y le responde: “Si te contesto, cuánto pensás pagarme”

El Chano se va con el dolor de un puñal en el pecho, pensando en buscarse otro sitio donde vivir. Con la certeza de que en algún momento y en algún lugar del pasado se mandó una macana grande. Intuyendo que se ha perdido algo bueno que la vida le puso adelante. Sabiéndose culpable.

 

 

*Fuente: REVISTA MONTAJE

https://revistamontaje.cl/index.php/2022/06/25/cuentos-de-rodio-la-cani/

 

 

 

-Horacio Martín Rodio (Buenos Aires Argentina, 1954), escritor. Ha publicado los siguientes libros de cuentos Palabras de piedra. Ediciones Baobab (1999), Media baja. Ediciones Dunken (2012), La insistencia de la desdicha. Editorial las Ruinas Circulares (2018) y El cinturón de Orión. Editorial del Municipio de Las Flores. Entre los varios reconocimientos que ha recibido se pueden mencionar los siguientes: Primer premio Concurso de cuentos J. L. Borges Ciberboock 1996, Primer premio Concurso de cuentos suburbanos 1997 Ediciones Baobab, Primer premio IV concurso de cuentos “Traspasando fronteras” Universidad de Almería (España) 2009, Primer Premio Concurso de cuentos El Zorzal. Argentina 2012, Primer Premio Cuento Concurso Mario Nestoroff 2013 San Bernardo. Chaco. Argentina, Primer premio Cuento Floreal Gorini, Centro Cultural de la Cooperación, 2015, Mención Cuento Premio Julio Cortázar La Habana. Cuba. 2015, Única mención de Honor IV Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo. Colombia 2020, Primer premio de cuentos Ciudad de Pupiales Fundación Gabriel García Márquez, Nariño, Colombia. 2021, y Primer premio libro de poesía. XV Concurso Nacional Adolfo Bioy Casares. Las Flores. Provincia Bs. As. 2021.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La víspera y el diálogo*

 

 

Lo había preparado todo

una dulce sensación me invadía

al mirar las copas de cristal

la botella de whisky preferida

mi traje negro impecable

la sobriedad y el buen gusto

que ella tanto aprecia

 

estaba igual que siempre

como cuando yo era un niño y nos conocimos

y forjamos una amistad indestructible

 

conocía mi vida, los que se habían ido

le contaron de mis cosas

los detalles más insignificantes

 

aproveché a preguntarle por papá

si seguía jugando al ajedrez

leyendo a Tolstoi y a Chejov

y comiendo picantes a escondidas

 

fue una noche agradable, charlamos hasta tarde

de nosotros, del mundo

de los buenos conocidos

 

luego quise saber de mi turno

pero ella es muy reservada

no mezcla el trabajo y la amistad

miró el reloj, era de madrugada

tenía mucho por hacer

 

me abrazó, me dio un beso en la mejilla

y antes de atravesar la puerta, giró y me dijo:

aún falta, pero yo en tu lugar viviría intensamente.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-De su libro MARGOT, LA PROSTITUTA QUE LEYÓ A BAKUNIN.

-Editorial Leviatán. 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

GUARDANDO EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES*

 

 

Mis cabellos matan el sol. Son negros mis cabellos; negros como la boca del traidor, como la nariz de un perro en el bosque, negros son como el centro de tus ojos.

Mis cabellos son negros.

Diría que ensortijados, diría que espléndidos en su derrame móvil sobre mi espalda y mis hombros desnudos. La belleza lisa y bruñida de cada cinta de resumida oscuridad es un fustazo de dicha nunca apropiada, nunca gozada por mortal.

Ah mis cabellos. Ondulo mi cintura blanca, tiendo acuáticos brazos fantasmagóricos. Observo con fascinación mi sombra arbórea y móvil. Y aguardo.

Junto a mis hermanas aguardo, y guardo la puerta del jardín donde los hombres no tienen cobijo.

Yo guardo y aguardo y espero.

Te espero.

Con los ojos del corazón te veo, y no con los del peligro. Detrás de los párpados, detrás de los velos te añora mi frágil corazón de hembra sola.

Te llama mi anhelo. Transparentes vahos de deseo te atraen hasta la puerta que no debes cruzar, que no debo permitir que cruces.

Sé que vendrás.

Sé que por tierra y agua marchas hacia mi destino. Y que más pronto que tarde tu sombra dibujará tu belleza sobre mi tierra yerma. Aquí estarás para cumplir la promesa de la muerte y las espadas. No ruego otra baraja ni otros dados.

Sé que vendrás. Me basta.

Sé que puedo recorrer tu cuerpo duro con mis manos, que puedo atrapar el hombre con mi boca anhelante. Pero sé asimismo que la dicha está contaminada de brevedad, que la fugacidad de la carne tibia se transformará en piedra contra mis senos ansiosos. Te matará mi amor, amor. Mi fatal mirada.

Mi amor te transformará en estatua de piedra. Sólo la dicha de contenerme en tus ojos es mi anhelo, y tal dicha, lo sabemos, sería tu sentencia. Mis cabellos de serpiente se retuercen y anudan en deseo e ira.

Mi amado, debieses comprender que Medusa te ama, aunque mi amor confluya con la muerte. No será para nosotros la ternura. Morir o destruir al objeto de mi amor, tal es la torpe suerte que me ha tocado.

Perseo, dejaré que me decapites y te ufanes de tu hazaña.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Otro hombre. Quizás él mismo. Vuelve a detenerse en la dedicatoria que inicia al libro del maestro Antonio Dal Masetto.

“A todos los que volvieron buscando lo que ya no estaba” (*)

Se estremece como aquella vez sentado en el bar que ya no existe. La quietud corporal del hombre contrastaba con el movimiento de las personas que pasaban presurosas.

Tan resueltas.

Intentando, si los acontecimientos lo permiten, volver o llegar de una vez a sí mismos.

 

*Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com

 

 (*) Cita en el lago Maggiore. De Antonio Dal Masetto -

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

Perdido*

 

 

*De Haroldo Conti.

 

 

El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para el, Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren.

Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella torre que de alguna manera presidia su vida, vista o entrevista a cualquier hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra vida, y ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre siempre allí como el primer día. Mientras cruzaba la plaza, pues, vió al tío por anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían Pacífico) encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de cartón imitación cuero a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas, manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que todavía seguía allí.

Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel Universo pero él estaba fuera y la muchacha entendió las cosas a medias. Después trato de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y los colectivos lo espantaban. Se había extraviado en algún punto de Leandro Alem y antes de perder de vista la Plaza Británica prefirió volver a Retiro y esperar el tren.

Hacía un par de años que Oreste no veía al tío pero estaba seguro de encontrarlo igual. La misma cara blanca y esponjosa salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos deslumbrados que se empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y grasiento, el mismo sobretodo

negro con el cuello de terciopelo, el chambergo alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines con elásticos.

La estación Pacífico se había empequeñecido con los años. Eso parecía, al menos. En realidad era un mísero galpón con un par de andenes mal iluminados. En otro tiempo, sin embargo, veía todo aquello coloreado por una luz misteriosa. La propia gente estaba impregnada de esa luz. Era espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la estación lucía como un circo. Pero la gente había cambiado de cualquier forma y la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un mísero galpón de chapas lleno de ruidos y olor a frito.

Vió al tío en un banco, debajo del horario de trenes. Parecía muy pequeño e insignificante. Tenía las manos metidas en los bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada perdida en el aire.

Miraba en su dirección pero no lo veía. No veía nada.

Reaccionó cuando lo tuvo delante. --¡Oreste!

Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja costumbre. Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato. Tenía ese olor familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres reservados de su infancia que le sonreían, con breve indulgencia, como el tío Ernesto, grande como un ropero y delante del cual tragaba saliva invariablemente, o el gran tío Agustín, la única vez que lo vio el día que vino de Bragado en aquel Ford A con cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador, o al propio tío Bautista cuando era el mismo por entero y no apenas está sombra.

Se apartaron y el tío pregunto sin soltarle los brazos:

- ¿Cómo va? --Bien, bien.

Se miraron y sonrieron un rato y después se volvieron a abrazar.

--¿Y usted, que tal? --Bien, bien.

--¿La tía?

--Y, bien….

Le puso una mano sobre un hombro y lo miró largamente. Oreste sonrió despacio. Estaba acostumbrado a aquel estilo.

--¿A qué hora sale el tren? --A las ocho y media.

--Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.

--No.… mejor nos quedamos aquí. ¿A dónde vamos a ir? Entre que arriman el tren, y enganchan la locomotora se va el tiempo.

Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo eso. Vamos.

--¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.

Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin lo convenció y se metieron en el bar de la estación. Consiguieron un lugar desde el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo del andén número 4.

Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza de insistir, un Cinzano con bíter.

--¿Cómo se largó hasta aquí?

--Eh!... hacía tiempo que lo tenía pensado.

El tío miró el reloj del bar y puso cara de espanto.

--Está parado --dijo Oreste sujetándolo por un brazo.

No parecía convencido. Saco y examinó el viejo Tissot con agujas orientales.

--¿Qué te decía?... Ah, sí! Vine a ver a mi primo, Vicente. Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo pueblo, Baigorrita. Le estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana. Sorbió un traguito de Cinzano.

--Esta viejo. Casi no lo conozco.

Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto abstraído que tenía cuando esperaba en el hall.

--¿Qué tal? ¿Cómo va eso? --volvió a preguntar con desgano.

--Bien, bien.

--¿Se progresa?

--Se progresa.

Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.

El tío había sido siempre así. El tío y todos ellos.

--Traje una punta de encargues. La tía me pidió unas latas de "Sal de Hunt". Hace más de un año que anda detrás de eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No.… en noviembre. Hace cuatro meses.

--¿Para qué sirve?,

--Para el estómago. Es una gran cosa. La gente toma ahora toda clase de porquerías, pero esto es realmente bueno.

Silbó una locomotora y el tío se alarmó.

--Falta todavía.

Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de Cinzano.

--Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí todo lo que quise. Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "¿Cuantos quiere?". Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?

Dentro de un rato iba a desaparecer en la ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo desapareció así un día y no lo vio más.

--¿Qué tal todo aquello? --preguntó Oreste después de un rato.

Todo aquello. Era un roce lastimero, un crepitar de años envejecidos, una pregunta hecha a sí mismo, a un negro hoyo de sombras.

--Igual.

--¿Los muchachos?

--Siempre igual.

Callaron otra vez.

El tío hizo girar la copa y sorbió el último trago.

--¿Qué hora es?

--Las ocho menos cuarto.

El tío saco el reloj y lo observó inquieto.

--Casi menos diez. ¿Vamos?

Oreste dudó un rato.

Vamos.

Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió los paquetes y la valija y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén número 4. Parecía haberlo olvidado.

Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró con extrañeza.

--Está bien, muchacho. No te molestes.

--Déle saludos a la tía. A todos.

--Gracias, querido. Gracias.

Corrieron a lo largo del tren tropezando con los tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera a caer encima y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para conseguir asiento. El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato sacó la cabeza

por una ventanilla.

--¿Cuándo vas a ir por allá -preguntó mirando mas bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.

--Apenas pueda.

--Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?

--Cuando pueda.

El tío se apartó un momento para acomodar la valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silencio.

Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:

--¡Oreste! . . .

Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del andén.

Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente medio cuerpo por la ventanilla.

--¡Chau, querido, chau! -dijo y lo besó en la mejilla como pudo.

Trató de besarlo a su vez pero ya se había sentado.

El tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó una mano y sonrió, seguro. Oreste corrió un trecho a la par del tren. Corría y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la infancia.

Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano que no encontró respuesta.

 

 

*Del libro "Con otra gente", Centro Editor de América Latina, 1972

 

 

 

 

Próxima estación por antiguo ferrocarril Midland:

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.

Queda renovada la invitación a participar en la última estación del Midland literario. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial.

 

 

 

InventivaSocial

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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

 

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