lunes, febrero 21, 2011

HABITANTES DE LA RESURRECCIÓN..



*Foto: "Perlitas que iluminaban el día" de Maria Bar.




Poema sin nombre*


en desplúmao amanecer floreció
Con arrogancia vencía…
Un Fugitivo que muele poetas
Y Corona excepción a la trampa

embriágao de empezar por deponer
Y escupir los nervios de vocablos sin rumiar
embriágao de Avanzar sin echa los corozos pa atras
Móntao en desgracia y quimera
Colgao del crujiente lamento
Asqueado De no dar diente con diente y tragar saliva tirria
Irrítao de narrarme las pocas ficciones que me quedan
y no comprender los tápiales enfróntaos
Que al final del lábreo me han encérrao
De estar al corriente que al clarear la tronada
Mi savia desguarecía posara mis remos dormíos
Entre aliento de traidores adobando con bastones
En Las llagas de mi curso que no lograron curvar..

Arto de estrechar los pasillos y redundar
De tener los nudillos encallados en la cruz
Y De andar márcao mi empédrao, con migajas de tu amor
Ya gastado De caer como arenilla en EL reloj
Y jamás echa a ver pa dar tiempo al corazón
De esperarte fijando alambradas
y despintar de tu sonrisa a quien permita Escucha
De ver la balanza Traquetear suspirando de acuna tanta treta indiferente
de Consolar marejadas y ahogarme con las ramas
de escribir una y otra vez el mismo cuento sin final
y conciente del riesgo concebirlo real


*De Ricardo Rosales. ricardo_rosales78@hotmail.com







Los frutos*


Me levanté esta mañana, a las 10 horas, puse el agua para el mate, miré el patio a través del vidrio de la puerta de la cocina. Vi que había llovido, y de lejos parecía que las plantas aún tenían gotitas de agua, perlitas que iluminaban el día.

En las plantas y sus flores estaba la magia de un despertar distinto.
Me pregunté en medio de tanto disfrute si era necesario reflejar ese paisaje tan íntimo.
Siento muchas veces que no puedo compartir miradas en este mundo de guerras y abusos, (y recuerdo a Saramago y "La Ceguera"), tal vez por ello, muchos no pueden reconocer esas gotitas delicadas, tenues y frágiles...

Me quedé con la resonancia de Teté en lo verde.

Llegó la tarde, descubrí un poeta, Alberto Fritz.[1] Él me dio las certezas de la plenitud de ese momento.


Del final, transcribo:
–¿Qué cosas ayudan a entrenar el oído de un poeta?
Sobre todo la lectura de otros escritores que no necesariamente son poetas en el sentido tradicional que se le da al término: Marguerite Yourcenar, John Berger, John Cheever, Andrés Rivera, Ricardo Piglia... la lista sería extensa. Pero para responder de una manera más directa, recuerdo lo que decía un poeta, Alfredo Veiravé, también del interior: “Soy un provinciano absoluto, con búsquedas y convicciones universales”. El hablaba de la importancia que tenía para un escritor el contacto directo con la naturaleza, no el paisaje como algo pintoresco sino la naturaleza como generadora de energía, y contaba la anécdota de un vecino que antes de cortar unas paltas de su patio le había ido a pedir permiso porque se enteró de que Veiravé había escrito un poema sobre ellas. Si un vecino nos pregunta eso, sabemos que nuestro entrenamiento ha dado sus frutos.


*De Maria Bar. barmaria@ciudad.com.ar

[1] http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-20823-2011-02-19.html








DISCRIMINACIÓN*


Todos los miembros de la Asamblea firmaron la resolución que a partir de ese momento quedaba firme: "Plutón era un planera enano, no pertenecía a nuestro sistema solar".
Al día siguiente otros científicos que no asistieron a la Asamblea presentaron el reclamo por considerarlo una opinión parcial. Pero el mayor cuestionamiento partió de las Organizaciones que se oponían a toda forma de discriminación diciendo que por ser enano no correspondía que fuera expulsado del sistema.


*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar







Esta lengua es mía*


A Luisa Valenzuela


Me la donaron. Nací en su mar. Me incubaron de horror, de asco, de pasión, de placer, de risa, sus palabras.

También me la gané, desagregando de todos los textos y las charlas, las que quedaron en mi y me representan.

Ahora, estoy en los zapatos de mi lengua como si fuera a bailar un tango que está por comenzar.

Estoy con los compañeros del alma de mi lengua diciendo en voz alta un discurso de justicia, de verdad.

Abriéndome a la ternura de la palabra quechua que nombra a mi nieta, una brisa que junta.

Los sonidos del italiano, del iddish, del gallego, del árabe, resplandecen, suenan y se abren.

Acá tan chiquita para tanta historia, una mujer saborea en su boca, con su lengua, el lenguaje sin el que no sentiría lo que siente, ni pensaría lo que piensa.

Su cuerpo no sería el que es, sin sus palabras propias, las de su placer, las de su dolor, las de su rabia. Emociones.

Es su lengua, la arrancó a mordiscos para decir su verdad frente a las versiones de los poderes.
A veces suplicó una palabra de rodillas para expresar lo inefable.

Su lengua cobija al silencio como a un amigo que empuja a lo que dirá mañana

A todos los que leyó y escuchó y a los que escucharon y leyeron esos que ella leyó y escuchó, cadena infinita,

como una síntesis , un resplandor besado en la boca, gracias



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar

PD Algunos dirán pasó de la primera a la tercera persona para narrar, contentos de encontrar un error. Les contesto ¿creen que con la obediencia se conquista algo, un amor, un lenguaje, una creación?








Homenaje a Rubén Sevlever*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



Lo importante es que yo lo recuerde como si estuviera vivo.
Busco entonces en el polvoriento rincón donde hay rostros que uno se empecina en preservar porque tienen en un momento el valor de las cosas más queridas casi con seguridad.
Conocí al poeta Rubén Sevlever en 1967. Yo acababa de salir del servicio militar y no quise volver a vivir con mi abuela y mis tíos, allá en el corazón del barrio Las Delicias, como lo había hecho los tres años anteriores, recién venido del pueblo. Entonces busqué una pensión, primero, en Urquiza y Entre Ríos, pero al poco tiempo -nunca sabré cómo terminé viviendo en Sarmiento al seiscientos, casi al lado del viejo bar El Cairo, que era un bodegón con varias mesas de billar y sobre la entrada de Santa Fe
tenía un kiosko que lo separaba del cine y al lado de esa misma entrada había una victrola que funcionaba con una moneda de cincuenta centavos para accionar una palanca que ponía en la bandeja los pequeños discos de pasta de entonces. Allí íbamos los viernes a la noche con mis amigos el "Gallego"
Manuel Lara y el "Colorado" Reynaldo Trosset. Le dábamos hasta la madrugada con Cafrune y Julio Sosa.
En esta pensión compartía más que nadie el ocio con un grupo de estudiantes ecuatorianos: los hermanos Apolo, uno estudiaba medicina llamado Hugo y el menor Máximo que estudiaba ingeniería. Eran serranos y estaban enfrentados con el otro, Adolfo Pérez Compán, que era costeño. Allí me enteré de la rivalidad de los que viven cerca de los Andes y los que viven en la costa del mar, como Adolfo, nativo de Esmeralda, tal el puerto por él añorado.
Por este amigo conocí la librería Aries, que estaba en la calle Entre Ríos 687 y cuyo fundador Reynaldo Pappalardo había sumado como socio a Rubén Sevlever, con quien charlaba en mis incursiones de bolsillos vacíos pues sólo me permitía hojear libros y escuchar su experimentado consejo. Gracias a él ingresé a la gran literatura contemporánea. Me familiaricé con los grandes textos y los grandes autores que de otro modo me habría llevado mucho tiempo descubrir por mi cuenta y dejo en claro que curiosidad nunca me faltó.
Por él conocí a Vallejo, Pavese, el movimiento Poesía Buenos Aires, Juanele Ortíz, los surrealistas, y sobre todo desde esa librería podía atisbar ese mundo fascinante que sólo intuía borrosamente cuando transitaban las serenas calles de mi pueblo en las madrugadas en que volvía de jugar al ajedrez o al
billar en el Club.
Es muy necesario que yo haga toda esta introducción para despedir a un poeta amigo porque en los años iniciales de mi formación cumplió como ser humano y como hombre de letras un papel fundamental.
Pasado un tiempo, y como seguía sin trabajo comencé a comer salteado. Rubén, pese al poco tiempo de relación me inspiraba esa confianza que permite una confesión espontánea.
Rubén, hace tres días que no como le dije una mañana a boca de jarro.
Eso no lo puedo permitir- me respondió.
Y me invitó a almorzar en el bar "Provincia" que estaba a la vuelta por Santa Fe. Allí me propuso un arreglo muy conveniente para mí: yo saldría a cobrar todas las mañanas a los clientes morosos, por una comisión. Si el resultado era negativo, él me pagaba un almuerzo igual. Esto duró unos meses y un día me esperaba con una buena noticia.
-Te ofrezco -me dijo en tono teatralmente irónico como acostumbraba ser integrante de las huestes de Aries, se me fue un empleado (que no era otro sino el escritor Juan Martini).
Así fue como yo pueblerino atónito, vi entrar por esa puerta a la literatura viva de Rosario y aún la nacional: Hugo Padeletti, Aldo Oliva, Rafael Ielpi, Quita Ulla, Alberto Lagunas, Angélica Gorodischer, Ada Donato, David Viñas, Roa Bastos, Adolfo Prieto, Nicolás Rosa y un sinfín más. Hasta un día casi
como una aparición lo vi entrar a Ernesto Sábato, quien me encontró abatatado y sólo, porque Rubén había salido a hacer un trámite.
Lo cierto que la breve obra de Rubén Sevlever totalmente agotada hoy cumple el destino de transformarse rápidamente en clásica.
De ella escribió Mario Levrero: "La poesía de Sevlever fuertemente abstracta busca continuamente eludir el tiempo real, humano, para eternizarse en un tiempo propio; pero aquí la contratara de la vida no es la muerte sino un alcanzar el verbo en la instancia original que aún no se ha manifestado, en
su unicidad inicial".
Sus dos libros: Poemas. 1956 1964 y Enjambre de palabras fueron escritos con una minuciosidad de orfebre en una intención de evitar toda referencia humana como queriendo retener la palabra esencial que sólo los grandes poetas consiguen y seguramente Sevlever lo es.
"Nadie busque en la poesía u vuelo/una densa primavera obscura/ Nadie busque su torre invisible/su arcano rodearse en las almenas", escribió en su poema
Ars poetica de su libro Enjambre de palabras.
Sus libros fueron premiados vastamente y editados en extraordinarias tiradas, hoy casi fabulosas como la Editorial Biblioteca (dos tiradas de 6500 ejemplares cada una, en 1966 y 1968), de su primer libro.
Fue profesor de Estética, creador del Centro del Grabado y editor de la revista Pausa en los años que cursó estudios de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras (1958/1961).
Fue gran difusor de la cultura de Rosario mientras codirigió la librería Aries.
Desde Posadas mi amigo Negro Cárdenas me escribió ante la noticia de su muerte: "En cuanto a mí me enseñó el valor del silencio que no aprendí, quizás no quise o no pude y buscar libros y a leer también me enseñó".
Por su parte, otro amigo, Antonio Cofré desde Buenos Aires me expresó:
"Tengo y tendré un buen recuerdo de ese gran tipo, un poco despistado, pero atento a la necesidad de los demás".
Para concluir este homenaje que no paga la deuda de un amigo diré que siempre quiso pasar desapercibido, tanto que eligió para morirse el último de este enero al atardecer, como para no molestar demasiado a sus prójimos.
Una semana antes de su muerte lo vi desde un ómnibus, iba vestido con unas bermudas azules y en zapatillas, caminando lento y con ese aire distraído que usaba para andar entre la gente.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27369-2011-02-11.html








El caballero de la amistad*



Con su figura masculina
Anda por el cielo sobrevolando
En un silencio meditativo
En este momento de dolor
Su envoltura material
Terminó para hacerse invisible

Su ironía y su humor
Se han convertido en recuerdos
A partir de la tarde de ayer.
El egoísmo de perder a un amigo incondicional
Dejó a la magia con su música

Sigilosamente te has ido
Tus ojos de sal y picardía
Se cerraron en un instante de sorpresa
La muerte anunciada en un último esfuerzo
Contaminaron tus músculos
Y tu bienestar

Tu familia pretende llenar el vacío con aguas cristalinas

Tus amigos de siempre sembrados por tu forma de ser
Extrañaran tus palabras, tus gestos, tu perspicacia

Nos cuidaras desde el cielo que no está tan arriba
Como dijo tu hijo mayor

Palpo en cada palabra cuando te nombran
La sensación de un hermano elegido

Te nombramos en presente
En los rincones de los que te quieren
En el rostro de tus hijos y tu mujer
Te fuiste a otro universo, más sutil y aireado
Donde van los grandes de espíritu
Los que dan sin factura
El sueño de la extraordinaria amistad.-



*De Azul. azulaki@hotmail.com
-Para Carlos su hermano de la vida.-





La Casona’ de El siglo de las luces’ *




*Por Julio Pino Miyar isla_59_1999@yahoo.com



Puedo decir, quizás con rubor, que la primera vez que me dispuse a meditar con relativa fijeza en los temas de la cultura cubana, era ya un hombre de algo más de veinte años. Ese momento, acaso trascendental para la vida de un joven, en el que se apropia por derecho generacional de la lectura de los clásicos nacionales, resultó para mí bastante tardío. Y no es porque viniera de vuelta de los clásicos latinos y griegos. O porque me hallara envuelto en enjundiosas lecturas, dedicadas para mi enorme solaz, a alguna de las grandes islas literarias (Francia, Inglaterra, Italia, Alemania…) que pueblan la civilización de Occidente. No, no era así en modo alguno.
Yo venía de la triste imaginación. Había tomado muy en serio aquello que decía en el siglo XIX, el escritor ginebrino Enrique Federico Amiel, de que era menester inventar “una nueva manera de ser triste”. Fuera de eso, algunos repasos en mi adolescencia, leídos hasta la obstinación, como Las iluminaciones, de Rimbaud, traducidas por Cintio Vitier, y Vida de Don Quijote y Sancho de Don Miguel de Unamuno. Me resulta simpático hacer hoy el inventario, sobre todo cuando recuerdo que una vez ingresé a trabajar en La Habana, a principios de la década memoriosa de los años 80’, en la casona del “Centro de Promoción cultural Alejo Carpentier”, merced a no sé qué rara denominación burocrática que me daría algo de sueldo y un horario laboral con el que nunca cumplí, me decidí a estudiar... la obra de José Lezama Lima.
Por supuesto, tampoco fui fiel a ese cometido, prefiriendo divagar entre Lezama y Carpentier bajo el prisma lúdico de las luces y enrejados de la mansión habanera; las arábigas paredes blanco–azules de la Casona donde Carpentier situara imaginariamente los primeros capítulos de su novela El Siglo de las Luces. Disculpándome por ello ante los interlocutores que allí había, con la mención siempre paródica de algún opúsculo pascaliano. El viejo caserón de una antigua condesa, llamada en el siglo XIX “de la Reunión”, fue el lugar escogido por la gestión ministerial para que en ella sesionaran las oficinas de una institución cultual, y cuya localización urbana hacía feliz alusión al No–lugar de la literatura, en la que Carpentier describiera la trama vivida por unos adolescentes que reunidos hacían de las suyas como singulares vástagos de un padre tempranamente ausente, invirtiendo el tiempo e incumpliendo como yo con los horarios rígidos, las calendas históricas y las sacrosantas leyes del buen vivir. Hasta que una noche “de esas que no se olvidan” tocaron a las puertas con sólidos golpes de aldaba los fuertes vientos de una historia propicia: La Revolución Francesa de 1789 en clara sintonía de la novela homónima con el siglo denominado “de las luces”.
Existe lo que podríamos llamar una filosofía de la luz. Los pintores tenebristas antepusieron los juegos de luz y sombra a la luz positiva de una modernidad calvinista que se alzaba entre tanto. Una modernidad capitalista donde el nuevo ciudadano, haciendo uso de los nuevos tiempos –la plaza del mercado y la vida de salón– salía convertido en burgués del enrejado espiritual donde fue alojada la subjetividad humana por todos los siglos de la medievalidad cristiana. El siglo XVIII puede llamarse con razón “el siglo de las luces”, porque iluminó lo que hasta ese momento en la cultura europea se encontraba a obscuras y en el húmedo subsuelo de una identidad humana acuclillada; donde las nociones Dios, servidumbre, espanto y devoción componían la inevitable cuaternidad espiritual de una particular concepción del sentido de la existencia fraguada en la catacumba, en la gruta del eremita, en el claustro y en los ojos que miran sin ver.
Nuestra cultura nacional posee también su lugar más luminoso. Del mismo modo que coexiste, entre nosotros, una región de sombras al margen de la luz, y, a la vez, en constante rejuego con ella. Lezama y Alejo componen, de algún modo, dos miradas radicales de lo cubano, cada una cargada con sus respectivas sombras, y dominadas también por sus respectivas concepciones de la luz. Recurriendo a los esquemas, podríamos decir que en la región de las sombras habita nuestro gran imaginario; nuestro enorme y lúbrico bestiario –pintado por los tantos jerónimos y favelos que pueblan la pintura nacional– y que es el subsuelo donde arden las semillas de la época previa a toda gran germinación. A una imantación que llega desde el cielo y fuerza a la semilla a nacer; a verse convertida en vegetal bajo la luz del trópico más verborante.
Creo que del mismo modo que hay en la obra de Marcel Proust largas páginas dedicadas a la sexualidad de las flores, si Lezama hubiera escrito El Siglo de las Luces (permítanme esta paradoja) dos de los tres personajes principales de la novela jamás habrían salido de la casona habanera, se habrían quedado para siempre en ella trasponiendo el tiempo histórico en nombre de los juegos peligrosos de la noche. Luchando noblemente contra las acechanzas de los edipos y otros demonios del imaginario de Occidente, África, América y el Oriente. Dialogando con ellos como sombras inacabadas, en medio de la penumbra y como en los cuadros de un no tan hipotético Zurbarán cubano, condenados al sótano mental donde, para nuestro innombrable regocijo, todos nuestros deseos pueden llegar a verse cumplidos. Tal como si las traducciones del latín del joven Carlos –quizás el más efímero de los personajes de Carpentier– fueran vertidas a un idioma apócrifo e increado.
Los que visitan la casa de El Siglo de las Luces saben que allí domina una luz fuerte, esencialmente blanca, que sólo se va volviendo dorada por la magia bochornosa que crea la caída del sol, y que tiende a golpear con contenida fuerza en el mismo centro del patio rectangular. Y posada en los aleros, provoca breves y refrescantes espacios de sombras, las cuales son como reflejos que irrumpen gozosos en las salas y en el placer tranquilo de las tardes. Carpentier, en uno de sus ensayos, recomendaba al escritor latinoamericano que tuviera muy en cuenta eso que él llamaba “los contextos de iluminación”. Y decía que cada ciudad americana tiene su luz propia. De este modo, La Casa del Siglo posee la suya; luz que bordea, en su proliferación casi perfecta, a los cuartos contiguos que se encuentran en el piso inferior. En los que una vez –se presume– pudieron existir una cochera y un humilde camastro donde el adolescente Esteban, tirado a horcajadas, cual un asceta en posición sufriente, encontraba en las noches, para los espantos de su prima Sofía, y en medio del creciente olor a humus que infectaba las paredes carcomidas, la más profunda de sus crisis de asma.
“Respiración sistáltica”, le hubiera dicho el maestro Opiano Licario: “Todavía no podemos empezar”.
Alguien me afirmó que una vez al pintor Wifredo Lam se le ocurrió comenzar a pintarlo todo en blanco y negro, pues al mediodía en La Habana las cosas lucen de ese color, debido a una luz desmedida y sin matices que cae de plano sobre los transeúntes asombrados. No obstante, La Habana en mi opinión es sepia. La Habana es como un daguerrotipo viejo. Y hablaba Alejo de la luz del verano en La Habana tan distinta en la ciudad a la luz de invierno. La luz de invierno –me atrevería a decir, la del otoño– tiende a acercar mucho más los objetos y acentuar los contrastes, ya que la luz entonces es menos líquida. El verano, por su parte, en su excesiva transparencia, le entrega al ambiente mayores distancias por andar y agudiza las verticales. Las puntiagudas geometrías de un cubismo monocromo. Mientras el otoño se recoge en su sensibilidad intranquila de materia grácil, la cual sabe desatar el mejor tono para cada color. La mejor luz para iluminar los ambientes, y devolvérselos, una vez resueltos, al solitario viandante que los mira.
Pero, volviendo a Lezama, a Alejo y a la luz, la luz en Carpentier expresa su mejor posibilidad desde un caballete fijo, pues está construida desde el paradigma óptico de una perspectiva que tiene como fundamento la razón intelectual del gran siglo francés –el XVIII– y la gracia centrípeta de los grandes pintores neoclásicos. Por tanto, es una luz histórica, exegética, arqueológica. Como si encontrara su sentido manifiesto en un pasado perfectamente comprobado, como lo pueden ser en Italia las ruinas desnudas de Pompeya y Herculano.
Sin embargo, en Lezama la luz aparece solamente al final. Porque tiene la fuerza protoplasmática de lo aún no totalmente expresado y toda la abstracción de la fachada de una alta catedral en sombras. La casa de Lezama es como una gruta por lo obscura, allí la luz se intuye del mismo modo que fue intuida la verdad en el Mito de la Caverna de Platón. Porque adentro lo que está es la cálida luz de San Agustín. Que es como pronunciar, para el artista, la máxima de Doña Rialta dicha a Cemí después de que éste volviera jadeante de la gran manifestación política de los años 30: Hijo, adentro está lo más difícil. Y es como regresar a la luz, aunque cargado de todo lo maravilloso que se ha dejado entrever en las tinieblas y congojas del alma.
Mas debo decir que hay obscuros grabados del pintor de Nuremberg, Alberto Durero, que me recuerdan a Carpentier, del mismo modo que esos mismos grabados me recuerdan también a Lezama. Lo que sucede es que ambos me impactan desde ángulos distintos: los graves paisajes de desolación que abundan en determinadas zonas de la cultura, y el misterio de la encarnación que debe llegar a colmar, con su gracia, lo más desolador. Durero habita en el espacio cismático de la vieja cultura germana que se resiente dolorosa ante el impacto que produce en su alma la nueva modernidad capitalista. Carpentier, por su parte, habita gozoso el espacio del lenguaje de una modernidad muy bien disimulada, porque ha sabido insertar en ella el maduro disfrute por lo arcaico. Lezama, entre tanto, mezcla los olorosos aceites del pasado con el pescado lúbrico del porvenir. Lezama representa, en mi opinión –después de Martí– la apoteosis de la expresión criolla. Carpentier expresa el enorme grado de inserción fecunda de Europa en América. El autor de Concierto barroco opera por yuxtaposiciones y por la germinación que producen los mejores encuentros. Lezama opera por sobredosis. Lezama sabe a natilla con mucha canela y vainilla acabadas de traer del puerto en el último bergantín que ha burlado la tormenta. En Carpentier se degusta un cóctel de champiñones a la sombra surrealista de un tornasolado pavo real criollo. En ambos se realiza por igual la fiesta de la palabra y una exploración muy particular de lo cubano. Lezama es cubano por la palabra expresada. Carpentier lo es, además, por lo que la palabra expresa. En ambos habita la preocupación por un destino nacional puesto a hornear bajo la luz toda poderosa de los trópicos. En ambos, el alma de lo nacional teje para nosotros la mejor cuerda para el abordaje de la nueva época literaria que se prepara. Aunque debo decir que el alma lo que visualiza en su interior son paisajes rotos que la imaginación recompone, haciendo el mejor uso de la memoria fértil en cuanto creadora, y recreando aquello que, en la vida frecuente de los sentidos, ya no se puede ver: Allí un castillo. Acá una palma. Por aquí pasan las muchachas en flor camino del agua en sombras de la cisterna. ¿Surge así un nuevo lenguaje? No lo sabemos. Lezama opinaba que del mismo modo tan natural en que la verdad se intuye, la esencia se expresa. Todo radica en saber esperar.
Por el momento sabemos que la luz que habita tanto en las sombras como en sus reflejos, son porciones fundamentales de la luz americana. Aquí, sin embargo, la luz no hace otra cosa que crear inmensos paisajes de imposible lejanía; no tiende a unir las figuras ni tampoco a bocetarlas para la imagen, sino a segmentar los espacios hasta el cansancio. Tal como si la luz sólo existiera para acentuar la presencia de los límites, de los conos de sombras que te rechazan. Es un lugar de panoramas fijos. Una región de geometrías exactas. De escasos contrastes al margen de las formas. Es también como una gran campana de vacío que algún gran alquimista ha vaciado, y re-vaciado, con destreza de aire para dejarnos dentro sólo el éter metafísico. Donde, único, no cumple la luz su fatigosa labor es en el paso de aguas y en el puente que bordean el exterior subjetivo de mi casa. Algo humano creo que, por fin, ha aparecido para mi solaz en el interior de ese paisaje.
En resumen, creo que estas palabras un tanto caprichosas configuran solamente un pretexto para comunicarle, simbólicamente, al “Centro de Promoción cultural Alejo Carpentier”, y, en especial a Doña Lilia, en el cumpleaños número cien de su esposo Don Alejo, mi gratitud y mi afecto desde el polémico lugar en el que hoy me encuentro. “Hoy”, sin embargo, dos patrias tenemos muchos los que en esta “región más trasparente” nos tocara vivir, y donde poco podemos hacer. Dos patrias, dos ciudades, con esas luces y esos ámbitos tan distintos, aunque tan cercanas para mí debido a un extraño destino: La Habana y Miami.






Ropajes de luces en el pobrerío*


Atrás en el azulsol
Gente que le dicen personas
Allí…viven…
Paisaje de la villa
ah mi gente, tuya, humanos…
De barro suelo el casipatio
Los abandonados de la tierra
Los sin siquiera zapatos o pantalón
Con agujeros y con sin techo o sin nada…
Flota en el aire de la siesta…
Iluminado en el celaje: el roperío…
Allí… en la soga cuelga
pobrerío de luces …
Multicolores frazadas rotas, intimidades…
del que nunca compra y siempre acepta:
Terribles caridades de corruptas salvaciones.
Y ellos parece que todo lo pueden: sobrevivientes…
A la vera del barrio estampan su Arco iris…
Impávidos, soñando con otros tiempos de flores…
Acompaña la imaginería de vivas luces:
El gallo colorido…alguna verdiplanta
y tacho al fondo
EL Basural es parte de la cotidianía…

Esta es América latina danzante
No pujante ya vendida hasta el alma
Encinta morena frágil libertaria
De mil partos concebida
Liquidada entre las esquinas
De cada arrabal…
Cuya vestimenta es la historia despojada que nos dejaron…
Esta es patria escondida sin turismo local,
Verdecida en alegría de los pibes por un gol…
Y anochecida por el dolor del paco-mortaja de infancia-
La pequeña patria es ésta
Trasfondo de paletapintora
Que desfila hacia un bicentenario
De mentiras palaciegas – ciego poder oscuro-…
…Y sin embargo, algo canta atrás, todavía en
Las alas desplegadas de la tarde…



*De Mónica Laurencena. monilaurencena@hotmail.com









HABITANTES DE LA RESURRECCIÓN*


“Como en ese sueño, del que acabo de salir y quizás, despertar, me veo pedaleando por un camino de tierra y arena...”
EDUARDO FRANCISCO COIRO



Desde el silencio de lápidas subía.
Tempo manso de asombro


Brisa ciega. Tierra y arena luminosa.
Habitantes de la resurrección.
Nadie, salvo yo lo sabía.


Cruzaba el sobresalto de mi cuerpo.
Luego descendía como hierba secreta.
Hasta el tallo de la espina dorsal.
Un único latido. Hirviente abismo azul.
47 lunas conjugadas.
Una por conjugar.
Pretérito imperfecto.
Final del cuento.
Nadie, salvo yo lo ignoraba.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar

*Para Eduardo, amigo del alma, para los seguidores de Inventiva, para mis amigos que obtuve a través de este medio



*


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sábado, febrero 19, 2011

PALABRAS JUNTO AL CANTO DEL AGUA...




*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




CAPRICORNIO*



Es de noche. Tú sabes.
En los desfiladeros del silencio,
muerden fauces salvajes las violetas perdidas.
NORMA SEGADES



La muerte es un alacrán nocturno.
Capricornio, la ve llegar. Sin miedo.
Una estrella en el cielo. Ruega por ella.
Harapos. Mordiscones de ausencia.
Aun sin nombre. Hembra. Solo hembra.
Páramo. Desnuda niña. Desnuda luz del cielo.
Una grieta. Un desterrado padre.
Un grial con semen derramado.
Blanco mortal en medio de dos pechos inmolados.


Y bebía, por una urgente necesidad de vida.
Bebía... y se decía... no estoy muerta.
Es cierta esta tibieza.
Este zumo, este sabor a lágrimas.


Un descarnado enero, atrae lagartijas.
Aleja salmos y “violetas perdidas”
Ni un gemido la nombra.
Ni un rezo, ni una lejanía.
¿Acaso se ha caído en el río Jordán?
¿Naufraga en pilas bautismales?
La sagrada familia no la nombra.,
Nombra, si, al padre, al hijo y al espíritu santo.


Niña sin nombre extraviada en el monte.
Isletas, tigres y serpientes.
Lirio. Rehén. Frente de pan. Ángel desolado.
Alguien golpeó su pecho con una flor de almendro.
Allí supo su nombre, llevaría la a.
La a, de almendros.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar






PALABRAS JUNTO AL CANTO DEL AGUA...






CRÓNICA LÍQUIDA*


Crónicas del Hombre Alto (n° 64)


"El setenta por ciento del cuerpo humano está compuesto por agua", ha dicho Armando en el patio de mi casa. Lo ha dicho con rigor científico de médico, encauzando una sobremesa trasnochada en la que un debate sobre cierto documental del Discovery Channel, enmarcado en el habitual exceso de comida,
tabaco y alcohol, amenazaba con desbarrancarse hacia el delirio o la ciencia ficción.

"El setenta por ciento del cuerpo humano está compuesto por agua", ha dicho, y yo he recrdado o creido recordar un concepto extraído de algún remoto atlas de mi infancia: "Las dos terceras partes del planeta Tierra están formadas por agua".

Contundente mayoría de agua en nuestro cuerpo; contundente mayoría de agua en el planeta que habitamos. Agua por todas partes, dentro y fuera de nosotros. No en vano hubo en la antigua Grecia quien creyó ver en ella el elemento común a todas las cosas.

Debe ser por eso, pienso. Debe ser por la naturaleza eminentemente líquida de este mundo que la realidad de los hombres es tan inasible. Debe ser por eso que termina siempre por escurrirse entre los dedos de quien, ingenuamente, se esfuerza por capturar su sentido y esencia. Debe ser por eso que escapa invariablemente a nuestros torpes intentos de encarcelarla en sistemas de ideas. Debe ser por eso que parece burlarse de nuestras frágiles percepciones y mucho más aún de las sesudas interpretaciones que elaboramos en base a ellas.

La razón navega el curso de la realidad. Nada en él, se sumerge en él, bucea, y hasta practica saltos ornamentales sobre las acuáticas verdades humanas. Pero no consigue atraparlas ni, mucho menos, retenerlas. A veces parece que sí, que va a lograrlo, pero son sólo espejismos transitorios tras cuya efímera vigencia la realidad hace valer su eterna dimensión líquida, se deshace con asombrosa facilidad de las precarias hipótesis que hemos construido y continúa fluyendo, indiferente por completo a nuestros soberbios desvelos. Y su fluidez nos deja contrariados, con la vergüenza recurrente de una nueva derrota intelectual.

Deberíamos, tal vez, aprender a fluir con la realidad, dejarnos arrastrar por la corriente natural de la vida. Aunarnos con ella en la fluidez, ser congruentes con nuestra abundante proporción líquida, dejar de ser sujetos empeñados en mirar lo que no se puede ver, encaprichados en cazar lo intangible. Quizás así nos volveríamos más sabios. E incluso, más felices.

Claro que, si tal prodigio fuese posible, habría que resolver un problema: qué hacer con esta terquedad, conmovedora y absurda, de andar anotando palabras pretendidamente sólidas sobre páginas de agua. Siempre de agua.

Fatalmente. De agua.


*De Alfredo Di Bernardo alfdibernardo@fibertel.com.ar







Una sombría estación.*



*Cuento de Eduardo Pérsico. epersico@telecentro.com.ar



- Ella, Mariel, es un personaje inevitable que jamás deja de construirme la memoria – dijo el hombre y complacido repitió el renglón. Apreciaba sus palabras y su mujer, que a ratos desconocía, lo escuchaba hablar de esos seres que rodean a quien escribe, personajes despóticos con el ensueño y duendes de respirar junto al autor. Algo que los ajenos ven como locura del escriba, sin duda – redondeó el hombre y ella lo reacomodó de frente a la ventana.
.
- … al conocernos con Mariel los años no fugaban y pronto vivimos juntos, - prosiguió y la mujer no contuvo una sonrisa-. Entonces ella aún vivía con una tal Pilar, una cantante española que volvía a su país, y al juntarnos no guardaba olvidos ni recuerdos desprolijos como estos que yo digo. Entre nosotros cada inquietud era envuelta en felicidad; las tardes de aguardar juntos el anochecer, el fugaz desvelo de los faroles o una lluvia melancólica tras el vidrio del bar, nos adhería tanto como el beso más profundo – reiteró lo dicho y su mujer entrecerró los ojos-. Cualquier encuentro resumía nuestra dicha, rozarnos las manos era anhelar que la estación se despoblara para besarnos en libertad. Todo nos unía y sabíamos andar frente a la lluvia que barnizaba la calle yendo a devorarnos en mi cuarto. Y en el deseo de aparearnos nos divertía su actuación para afirmar que el amor sólo vale con alegría, y fingir la voz recitando ‘coger riendo es revolucionario, chico’ al salir de la ducha quitando el toallón a su desnudez.

La mujer ahí sonrió con ganas y murmuró su nombre al acariciarle la nuca. Y él prosiguió. .

- … jamás habrá otra mujer y sin borronear papeles que junto a ella jamás prosperan, sigo buscando los términos entendibles para confesar porqué quise abandonarla para siempre – y perdió su mirada en la ventana. La mujer volvió a ordenarle su flequillo en la frente y esperó la última parte. .

- No imagino como decirlo: ella, Mariel, esa mujer con quien tanto tiempo nos amamos íntegros y me enseñó textos que yo desconocía, y ahí mi recuerdo se adelgaza y desvanece en un turbión de irrealidad libresca. Territorio confuso y estación sombría desde cuando ambos soñábamos la misma situación y paisaje parecido cada noche. Obsesión indescifrable o delirio límite por dormirnos siempre en un abrazo, que al final me obligó a eso tan terrible…

- Por favor Carlos, te hace mal – dijo ella sabiendo que restaba un renglón y él no la escucharía. .
- … laberinto de incertidumbre y de olvido; Mariel, personaje, delirio y absoluta mujer que sin remedio, ya les dije, hoy no deja de construirme la memoria – cerró el hombre renglones que nunca publicara.

La mujer volvió a ordenarlo en el sillón; seguía siendo Pilar, su esposa que nunca conociera España, con quien él se casara medio siglo atrás y juntos tuvieron dos hijos. Que últimamente los visitaban muy poco.


*Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.






1º DE MARZO, LLUEVE*



Imagino un juego.
Suponer fórmulas
contrarias a las sombras.

Propongo radiosas claridades
a esta tarde de ceniza.
La lluvia es decidida y breve,
como un sueño en la vida de alguien.

Su respuesta es una pena derramada
que alucina en los cristales.

Intento cantar en su oído sabiendo
que el canto sería un viento extranjero.

Ella vacía su alforja de agua,
símil salmo solitario.

Abro sus compuertas. Palpo sus facciones.
Le presto mis recuerdos, enciendo
en sus huecos resplandores.
No transige.

Coincidimos entonces:
dar tregua a una paz mineral.
La tarde se salva
cegando el crepúsculo.

Y yo en la alquimia de mezclar
palabras junto al canto del agua.


*Miryam Colombotto de Seia miryamseia@cablenet.com.ar
-Del libro: NAVEGO PALABRAS








La iniciación del agua*



*Por Adrián Abonizio. abonizio@hotmail.com



Ahora mismo me está llegando el correo: fotografías de una costa de mar en la isla Feroe, Dinamarca, cubierta de sangre con jóvenes empeñosos con sus ganchos, carneando delfines Calderones, negros y pacíficos. Lo hacen todos los años para que los jóvenes entren al mundo adulto. Los delfines se
acercan como gesto de amistad y son alcanzados por los ganchos. No mueren al instante y agonizan entre su propia sangre. El cuadro los muestra con cortes profundos ante una multitud que se acerca desde los médanos para contemplar ese rito de iniciación. Pienso en los nuestros, cuando éramos jovencitos
como aquellos, pero no había mar, no éramos rubios y no había grandes presas para degollar: las hubiésemos decapitado, qué duda cabe.
Los ritos de iniciación no estaban determinados en el calendario pero incluían la pesca. Ibamos entonces en una canoa a remo para adentrarnos en el gran río frente al Espinillo, atravesando el canal por donde arrasan de espuma los tremendos buques y lo hermoso y lo siniestro conviven bajo el sol de fuego y el olor a carnada, a sudor y a maderas rancias. Se lo atravesaba de lado cortando la correntada fiera a puro empeño y acabábamos con llagas en las manos y las piernas acalambradas. Algunas veces llegábamos a Entre Ríos y otras desistíamos sin fortuna, resignándonos a que ese día el Dios Río nos era adverso y nos conformaríamos con vadear y volver a la islita frente a Baigorria, desde donde, a la sombra de unos cipreses, preparábamos las líneas. Caracol o masa para la boga, diablitos, mojarras, carnaza para
el dorado, corazón o cascarudo para el surubí. Sensación de un todo y un enigma a resolverse. ¿Picarán? ¿Tendremos paciencia? ¿Regresaríamos con la canoa ensangrentada y escamosa de los cadáveres ahuecados en el fondo? Quién sabe.
Alguien extrajo los Colorados y fumamos, bajo el viento oeste que arrancaba calores inauditos y una perpetua luz de níquel derretido sobre las cabezas.
Mario fue a mear y regresó a los saltos con la noticia: allí en un claro, en una hamaca dormía la Marcela, la puta isleña más renombrada. La había visto porque aleteó su mano espantando alguna mosca y entonces descubrió el bulto de pieles, la comida, su ropa en un horcón alto secándose de la humedad. Se había estado bañando desnuda y ahora se dormía entre la espesura, dueña de su alma, con la tetas grandes y negras echadas de lado, tal como ahora la estábamos espiando.
Durante mucho habíamos soñado con una sirena: cuando desde la lancha intentábamos arponear algo a la bartola deseábamos que nuestro bichero no coincidiera en modo alguna con el lomo de alguna de esas bellezas que sabíamos vivían en lo hondo. Ahora la Marcela, la puta más venerada, estaba ahí a veinte metros, los ojos cerrados, las tetas prodigiosas. Era grandota pero tenía dos años más que nosotros. La sirena. Fue tal nuestra emoción y voluntad en espiarla que se despertó y sin sobresaltos nos miró de frente a los ojos. Retrocedimos y se rió. Antonioni, ducho en las lides, agitó una mano. Instintivamente giré la cabeza avergonzado y distinguí la caña que habíamos enarcado en el jacarandá dando cabezazos. Pegué un salto para llegar y evitar que lo que había picado se la llevara.
Me lastimé al subir y empecé a recoger, lentamente, con riesgo de caer de un planchazo sobre la canoa que cabeceaba debajo bien atada, pero como borracha por el oleaje. Alcé como pude y un cachorro de surubí pesado como una bolsa de portland empezó a emerger del agua oscura. Pedí ayuda y sólo volvió
Ansaldi murmurando para no espantar lo que estaba sucediendo en lo oscuro de la islita: "Se está dejando con Luisito y con Antonioni". "¿A la vez?", retruqué yo que no sabía lo que contestaba porque me latía el corazón por el esfuerzo y la emoción de estar levantando un bicho que ya daba cabezazos en
la canoa y hasta metía ruido. Eso atestiguaba el peso. "Doce kilos", dije yo sin aire mirándolo debatirse. No podía hablar. "Yo ya vengo", oí a la vez que de un salto Antonioni y Luisito se abrazaban al pez arrastrándolo a la orilla y dando leves gritos empezaban a despenarlo con golpes de maza en la
cabezota.
La tierra en esa parte era dura y ennegrecida. Lo abrimos, vimos su tripas que eran un cuadro viscoso de colores, las tiramos lejos y lo colgamos de una soga por la boca a la sombra: nos metimos en la orilla que allí era clara y nos lavamos todo el cuerpo, ensangrentados, oliendo a pescado. "Este olor es de ella", dijo Antonioni y se chocaron los nudillos con Luisito. En ese momento regresó Ansaldi con los ojos abiertos y moviendo en silencio los puños cerrados, como festejando un gol. Nos tomó por los hombros. Deslizó su dedo bajo mi nariz. "Olé, olé". Pero lo empujé. Estaba desnudo y todavía llevaba el pito duro. Ese era nuestro rito, nuestra aurora boreal de la isla caliente fagocitados por un planeta altivo y moreno que nos enceguecía y enseñaba cosas secretas sobre la muerte y sus afluentes, sobre el más allá
que era el mas acá, en esta tierra feliz de olores, de sangre, de amor y de comida.
Llevé a la Marcela una jarra de agua helada que conservábamos, mientras que detrás mío sentía quebrarse las ramas más secas señal del fuego inminente.
Cenaríamos allí, antes de los mosquitos y la lluvia que se anunció de repente, mientras Marcela bebía del jarro volcándose el resto sobre su vientre y sus tetas con perlitas de sudor, entre las hojas sanas y un mantón en el piso, mientras me llamaba y lejos de ver y oler sangre sentía el poderoso enigma del perfume de selva y vi ante mi abrirse ese ópalo rosa que habría de ser la marca que se dejaba ver para algunos y era el sello distintivo de las sirenas negras.
Lejos, sobre el universo que anochecía, cayó un trueno.


*Fuente:http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27443-2011-02-16.html







*



Si no pude nacer los besos en tus besos
ni ser sombra de tu sol
o una forma de memoria o de cansancio
Ser piedra, tajo, mar en la cintura
serpiente, hendidura, madrugada
Semilla, tierra, mordisco, sal
demora en los orgasmos.
Si no pude ser todo eso
estallarán las nervaduras
y como navajas oxidadas,
penetrará tu voz hasta mi vientre
lastimando
lastimando.


*De Maria Manetti. dulcemariam6@hotmail.com







Dueña del agua*


*Por Aimé Peira.



La casa de doña María era la cuarta del pueblo. Desde la entrada de tierra de un camino perdido, y mirando entrometida hacia el mar, se elevaba de la arena como si estuviera saliendo del centro del planeta.
Su frente, que había sido colorado, parecía una pintura que imitaba al Sol, y cada mediodía cuando la costa se incendiaba de luz, el cielo parecía abrirse en dos para darle paso a la casa de doña María, como si fuera a salir despedida desde las cenizas de esa fantasía de fuego. Y era siempre minutos antes de ese momento, cuando la vieja jorobada salía con su palangana de madera, blanca de la sal del mar, a buscar tortugas de agua.
Cuando María la torcida metía sus pies en la orilla, se daba vuelta para mirar su casa. Sentía -como cuentan que cualquiera sentía si hacía lo mismo con el marlospieselsolylacasa- que el mar se secaba con ella dentro, y hasta los tobillos era prisionera de la sal, el calor y la luz del Sol. Pero dueña del agua. Aquel efecto sólo duraba algunos segundos. Luego María salía del agua, caminaba hasta un muellecito empedrado que se metía al mar, y esperaba allí a que apareciera la primera tortuga del día.
"¿Quién apareció primero, el huevo o la tortuga?/ Yo vengo de la tierra silbando el viento,/ Y a ti te espero en tu casa azul./ Yo vengo del viento silbando tierra,/ Y con gustito a barro te canto esta canción...".
Así cantaba, sentada sobre una piedra con su espalda de arco, tendiéndose siempre hacia el más allá, la vieja que de tan jorobada parecía una "C". Y esperaba entonces, hasta que de golpe atrapaba una tortuga y la metía en su palangana. En unas horas, no más, estaba siempre de regreso en su casa.
Nunca entraba por la puerta delantera cuando volvía de buscar una tortuga.
Se dirigía por el costado de la casa directamente hacia el patio, en donde se encontraba la magia de la bruja.
La gente del pueblo no tenía más que matorrales o cactus en sus terrenos.
Nadie lograba hacer crecer ni un yuyo cuyo verde se pareciera al de la chinche. Sin embargo, la vieja se adentraba en la selva cada vez que se metía en su patio.
Allí cepillaba a su nueva tortuga con la savia que largaba algún árbol, y la miraba fijamente a los ojos como esos hombres que hipnotizan gallinas. Luego le pasaba una soguita de fibra por el caparazón, y la ataba junto a una flota de tortugas de mar que se pasaban el día durmiendo sobre la tierra, que se mantenía siempre húmeda en lo de doña María.
Cuando anochecía, María se sacaba sus chancletas y su vestido de lienzo crudo, que quedaba encorvado sobre la cama como si la espalda de la vieja fuera un espíritu entre la tela. Entonces, con el pueblo dormido, ella tomaba la tortuga del día desde su liana y se dirigía a la playa con todas las tortugas en fila. Las ataba formando una balsa, subía en la que más o menos se ubicaba en el centro, y se acostaba allí apoyando su pecho sobre el caparazón de la tortuga, dejando sus piernas caer por la colita del animal, y abrazando fuertemente la cabeza.
La balsa viviente entraba al mar cuando éste comenzaba a bañarse de Luna.
María, mirando al cielo, dejaba atrás su casa que se ponía negra y se escondía de la noche sumergiéndose en la arena. Regresaba con su flota cuando arrimaba el sol y su casa empezaba a asomarse con su nariz
entrometida, para elevarse como ninguna otra y ser el centro del lugar.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27470-2011-02-18.html







LECCIONES PARA HACER EL AMOR EN UN PARQUE*



I


Si vamos a hacerlo
ni modo
la geometría
o el vértice
importan
lo que el viento vale
en ese instante.



II


Llegar al Punto G
merece desconfianza
si las sirenas
cantan a nuestro lado
en uniforme.
Sonríeles
con tus muslos
son lesbianas
les gusta
hacer tijeras húmedas
con los ojos.



III


Hago a un lado el hilo
te montas
a caballo doble.
No te preocupes
por los quejidos
de la banca
o del pájaro
que entra al ruedo
en pleno climáx.
Todo el paisaje
es un“sex museum
in motion”
y tus grabados,
las comidillas
de masturbadotes
lujuriosos.




IV


Ahora sólo cuenta
el ritmo
en tus caderas.
La ira de la pelvis.
Mi lengua
en geología mímica
descubre
un manantial
sabor a salitre
y a espasmo.



V


Dejamos los árboles
impregnados
de perfume,
sus hojas humedecidas
por tus senos
como hijas
del sexo
acercan mis labios
a tus lunas
y estallas.
Mis barbas
huelen a vapor
surgido
por la mecánica de Boyle
y a magnolias
húmedas.


*de Daniel Montoly© danielmontoly@yahoo.es







APLAUSOS*



*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com

A Ana S.


En una santa ciudad cuyo santo nombre no puedo recordar, no existió un hidalgo de los que lanzaran en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, pero era fértil en la propagación de poetas. Tenía la ciudad sus fábricas, sus molinos, sus autos de alquiler, sus monopolios, su virgen aparecida, su mundillo financiero, pero en lo que realmente descollaba era en la cantidad y la calidad de sus poetas.
Fragorosos versos nacían en los viejos cuadernos, en las noches aciagas, en los rincones oscuros. Palabras de amor prorrumpían en los paseos costaneros y en las plazas. Fieros versos de denuncia se agitaban desde el río hasta las vías. Versos de luz y de sombra brotaban entre las disámaras y los agapantos. Poemas de ruptura y de evocación bramaban con nuevas o viejas voces. Debajo de los puentes, en los consorcios y las bodegas, sobre las escaleras y en los zaguanes había en la ciudad más poemas que gente.
Pero todos los oficios tienen sus complicaciones. Del panadero al domador de fieras, del vendedor de oro a la coleccionista de suspiros últimos, cada cual en su tarea sortea un sinnúmero de escollos. Aquí, el problema de los poetas no era tanto la soledad de la escritura, la lucha cuerpo a cuerpo con el verbo que se envilece, ni el sangriento recorte de adjetivos, ni la caprichosa obstinación de las musas. La mayor vicisitud a la que se encontraban los creadores era cómo hacer para que sus versos trascendieran la mera hoja de papel, el comentario fraterno del amigo, la aprobación del colega y llegaran a la gente. Los poetas, deseosos de promulgar sus creaciones, desmadrados del mercadeo editorial, incomprendidos por sus vecinos y parientes, iban perdiendo toda esperanza de comunicación con los demás. Sus versos, cada vez más oscuros, se desangraban en la soledad muda y desamparada.
Pero en esa ciudad proclive a los milagros y con poetas atentos a sacar provecho de la adversidad, ocurrió el prodigio.
Sucedió que de todos los rincones del país comenzaron a llegar peregrinos en busca de una oración sanadora a los pies de una hermosa santa de marfil que había aparecido ante una humilde mujer. La venerable figura que causaba ensoñaciones en los niños, que llenaba de esperanza a los afligidos, que
renovaba las fuerzas de los abandonados, que fortalecía la resignación de los desposeídos, también cumplió los deseos de los poetas. Hasta entonces, la virgen iba por un carril y los poetas por otros, pero o bien por bondad de una o bien por perspicacia de otros, el milagro ocurrió.
En aquella ciudad, una vez al año la gente de todo un país se congregaba en torno a la imagen benefactora para recibir sus bendiciones. Ese portentoso afluir de público despertó un ansia especial en los artistas. Pensaron que a la generosa santa no le costaría nada compartir su gente y se sumaron a la festividad de la vigilia que se llevaba a cabo cada año, la noche anterior al magno evento religioso, con un fecundo recital de poemas.
El frenesí por escuchar los ansiados aplausos no cegó a los poetas sino que con muy buen tino se pusieron a revisar los versos. Para estar a tono con la ocasión les pareció apropiado borrar uno que otro exabrupto que al fin de cuentas, no hacían a la esencia de los poemas. La comisión de turismo, desbordada por la magnitud del evento, dio el visto bueno a la cultura y uno más uno dos, dos más dos cuatro, cuatro más cuatro ocho, ocho poetas se dieron cita aquella noche para difundir su obra y entretener a los fieles.
También fue de la partida, el viejo poeta del whisky, la calle y las putas.
Aquella noche, conmovido por tan extraordinario momento, ante un público masivo, el viejo hurgó entre sus papeles. Halló, otra vez, aquel poema que despertaba en él una emoción especial. Con buen tino advirtió que nada de lo escrito estaba a la altura de las circunstancias, entonces, pensó que a medida que fuera leyendo iría haciendo algunos retoques. Lo avalaba el axioma de un maestro de jazz: "cuando lo imprevisto se torna necesario".
Los colegas quedaron pasmados ante el anuncio del título del poema escogido por el viejo: "Un cacho de roca". En un instante temieron pasar del recital a la hoguera, pero el viejo apoyó la boca en el micrófono sin dar tiempo a ninguna reacción reparadora a la idea de que ese maldito estuviera allí
parado ante varios centenares de inocentes personas. Sin embargo el viejo, con toda compostura, donde decía: "Ella era la peor mujer/ que yo había conocido", murmuró: "Ella fue la gran mujer/con la que he revivido". Varios corazones descompuestos llegaron a una leve calma que se fue haciendo más estable cuando el viejo, donde decía: "Me robó una botella de whisky llena", optó por el robo "del alma plena". Confiados en que el poeta estaba en sus cabales, lo dejaron seguir leyendo. Así, pasaron a mejor vida los versos:
"¡Dame esa botella puta, /de mierda!", porque entre otras cosas, el viejo advirtió que los signos de admiración exacerbaban la violencia. En: "La tomé de los hombros /y le di una bofetada", optó por "Me abracé a sus alas". Para que el clima no se le fuera al demonio, se dio cuenta de que "ella empezó
a/bailar/con un vaso de whisky en la mano", debía ser reemplazado por algo más acorde a las beatitudes y leyó: "ella empezó a/orar/con un pedazo de cielo en cada mano".
Cierto era que el poeta se estaba sintiendo incómodo porque muy lejos estaba la puta de Nina de tener en la espalda algo más puro como un plumero. Pero a esa altura de la noche, sin nada qué beber, obnubilado por el desafío de encontrar en la más lejana santidad las más lejanas palabras, el viejo se
sentía un gladiador de la paráfrasis literaria.
El clímax textual llegó poco antes del final, cuando frente a sus ojos, los versos: "Después corrió hacia/mí/ cayó de rodillas/me bajó el cierre/ y ahí abajo estaba ella/ haciendo sus trucos" se hicieron más vívidos que nunca.
De pronto Nina, por obra y gracia de los espíritus santos, corrió hacia él, cayó de rodillas, pero no le bajó el cierre y ahí abajo hizo un juego de manos distinto a aquellos trucos, acercó la boca y tragó, "tragó saliva de Dios", dijo el poeta ensimismado. Nina cubierta con un manto blanco, se desnudaba ante sus ojos. Nina con el manto de la aparecida. La aparecida con la boca abierta de Nina, "bebedora de desgracias" musitó entrecortadamente el poeta. El viejo deliraba con un vaso de whisky en la memoria y el un endemoniado sabor de pubis en la boca. A su lado la santa imagen de Nina, venerada por tantos creyentes, le hizo arrepentirse de todas las veces que le dijo puta, de todas las veces en que la dejó con la garganta seca.
Convulsivo, envuelto en un sopor de inspiración y abstinencia, el viejo cayó rendido ante la estatua de Nina, dura y virginal como nunca antes la había sentido, mientras el público, conmovido ante esa demostración de fe, se deshacía en aplausos.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27485-2011-02-19.html





“Un buen polvo insignificante”*



Lo expresó
solicitándomelo
volcada hacia mí

Rehusar
no me caracterizaba
ni solía
dejarme confundir

Confundido rehusé, primero

De inmediato, repuesto
me abalancé

y la magistral insignificancia
concedí.




*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar

*Nota: Las palabras que conforman el título de este texto, se corresponden con un subtitulado de lo enunciado por la protagonista del filme “Transsiberian” de Brad Anderson.



*


Inventren Próxima estación: HORTENSIA



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El Inventren sigue su recorrido por las siguientes estaciones:


ORDOQUI.

CORBETT. / SANTOS UNZUÉ. / MOREA. / ORTIZ DE ROSAS. / ARAUJO.

BAUDRIX. / EMITA. / INDACOCHEA. / LA RICA. / SAN SEBASTIÁN.

/ J.J. ALMEYRA. / INGENIERO WILLIAMS. / GONZÁLEZ RISOS. / PARADA KM 79.

ENRIQUE FYNN. / PLOMER. / KM. 55. / ELÍAS ROMERO. / KM. 38.

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. / LIBERTAD. / MERLO GÓMEZ.

RAFAEL CASTILLO. / ISIDRO CASANOVA. / JUSTO VILLEGAS. / JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. / ALDO BONZI. / KM 12.

LA SALADA. / INGENIERO BUDGE. / VILLA FIORITO. / VILLA CARAZA.

VILLA DIAMANTE. / PUENTE ALSINA. / INTERCAMBIO MIDLAND.


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miércoles, febrero 16, 2011

UNO ES AQUELLO QUE VE...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




En el jardín botánico*


En el jardín botánico
son las seis de la tarde.
Dos jóvenes hermosos
(ella es morena, él rubio,
no habrán cumplido aún los diecinueve)
se besan bajo el Salix babilónica.

Recuerdo que hace años
yo también era joven
y estaba enamorado
en el jardín botánico
a las seis de la tarde
de un septiembre cualquiera.


*de Sergio Borao Llop. sbllop@aragoneria.com





UNO ES AQUELLO QUE VE...





“COSTURA”**



“Hay en tus ojeras luna diluida y olor a jazmines y triste cantar...”
CONCHA URQUIZA


Mujer que borda silenciosamente un grito.
Grandes costurones en su alma.
No hay cura para el rostro del hambre.
Caen hilachas de estaciones en blanco.
Inclinado rostro. Inclinada su mirada baja.
Tiempos inconclusos, puntos y suturas.


¿Será Ariadna en el laberinto de Creta?
¿La costurerita que dio un mal paso?
¿Penélope que desteje mortajas?
¿María Nadie que remienda sus retazos de vida?
Se ve tan resignada, tan mansa. Tan espera quieta.
Manos nudosas con callos de denuncia.
Poco se sabe de ella. Solo que cose y piensa.
¿También le habrán cosido la boca?
¿Los oídos, las entrañas? ¿Las sierpes y los frutos?
Muy lejos...no tanto, el paraíso arde... o el infierno.
-No hay costuras en las ropas de Cristo-
Mientras tanto, las rosas no quieren ser cómplices del miedo.
Escapan por la ventana en sepia.
Un objeto torcido de deseo oscuro la vigila.
Ella no mira, no vive.
Devana lentamente el ovillo.
¿El ovillo la devana a ella?
Encadena en punto cruz sus penas.
Ensarta uno a uno sus pesares.

Tira la aguja, el ovillo y el miedo.
Se suelta el pelo. Sale del cuadro.



** Pintura de ANNNA K BRONDUM ANCHER.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar






COMPLICIDAD MATERNA*


La hondura del llano es una sensación del estado sin límites. El frío o el calor se sienten intensamente. Al verano lo aliviábamos, en ese entonces, bajo alguna arboleda. No había piletas para todos. Las que había eran para un cerrado círculo. Al menos así era en ese entonces. Púberes, nosotros, la barra del barrio, la que corría detrás de la pelota, la que se juntaba a la noche en la esquina y junaba a las chicas que hacia su pasada; esa misma barra que iba a misa los domingos o a ver uno de los clásicos de la liga, esa misma barra de púberes, ese día de enero de 1961, a la siesta, en la ciudad de San Francisco, tenía calor.
Uno dijo: Allá, detrás de la cancha de Roque Saens Peña, esta la casa de campo con el tanque australiano lleno de agua. Vamos a bañarnos. No hay nadie en la casa.
Y la barra fue. El agua fue un alivio ante la canícula feroz. ¿Malla? No. No teníamos. Éramos todos varones. Hicimos un bollito con la ropa y en bola al tanque. Estaba todo bien. Frescos y a las risotadas. Era el límite de la ciudad. A cien metros o menos, el camino al cementerio. El sol partía el suelo. Eso no era motivo suficiente para que las viudas, todas vestidas de negro, vayan al cementerio a rendir culto a sus muertos. Y nos vieron.
Siguieron su camino bajo los pinos que marcaban el camino. Rezando sus rosarios. Alguna hizo seña con la mano. Ese gesto del chirlo. Pero estaban como a cien metros. Nosotros seguimos jugando en el tanque.
Alguien avisó: ¡La cana! Y salimos campo traviesa. En bola, con el ato de ropas bajo el brazo, entre la tierra arada. El jeep azul hizo una pasada y nos dejo ir. No podían corrernos con sus pesados borceguíes. Juego de chicos.
Más tarde supimos que fue una de ellas la que avisó a la policía. Me imagino: ¡Desnudos! ¡Están desnudos junto al camino de los muertos! ¡Es una vergüenza! ¡Ya no respetan nada! ¡Ni a los muertos!
Lo supe por que alguna de ellas me reconoció y se lo dijo a mi madre. Ésta sólo me preguntó: Ayer a la tarde ¿Estaba fresca el agua?


*De cacho agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar






El cielo tan deseado*


En mi cielo, las voces de los autores me leen sus textos en lo oscuro. En mi cielo estabas, te preguntaba algo y contestabas o consultabas los libros, esperaba tu explicación con la sonrisa de la que recibe una joya. En ese mismo cielo los picaflores tomaban de tu mano su leche de azúcar y vos plantabas flores cuidando los colores. Pintor - jardinero de lo efímero. El mundo se abría con viajes y libros, antes de las pantallas. En ese mismo cielo Benito, Uma y Huayra aprendían de vos la conversación, cierto arte íntimo para cubrir las paredes de belleza. Todos nos sentábamos a ver cuando por las noches les leías cuentos como salía a volar el pájaro azul que, ahora no tanto, se les pide a los hombres que no muestren .También estaba la plaza de Egipto. en el momento más alto de la alegría de la lucha. En ese cielo no pasaran decíamos y nunca pasaron. En las dietas era indispensable comer pizza .Trabajaba de leer diarios y desparramar a cada cual las noticias que les interesaban, el café salía de las canillas. En lugar de propagandas tiraban en el umbral poemas para que la mañana brille cuando se sale a la calle.. Siempre había una mirada enamorada, salía a festejar, carnavales, la libertad, el contacto. En mi cielo me acunaba en la plaza o lloraba con otros. El cuerpo vivía y contaba, las cirugías no modelaban a las mujeres, la vida si. Mirá esta es la voz, tan casi de niña, con la que dije mis verdades y mis dulzuras. Mirá con estos ojos, descubrí a Miguel Hernández, hace tanto, se me llenaron de rosas en la fiesta de crepúsculo de Kee West, miré caminar a mis hijas y las sonrisas del principio ¿El cuerpo es la perfecta foto de una estrella o ese recorte con forma de corazón en un vestido por el que se busca atrapar una mirada? ¿El arte es lo perfecto o lo que uno hace con lo que le falta?. El cuerpo es revolcarse, tirarse desde la montaña de arena que es un Everest para la mirada de la infancia, y la frescura del agua, alma acariciante, para flotar. Es un llamado, un regalo para otro. A veces uno se envuelve en papel celofán. Y es una fiesta si alguno sabe desenvolverla. En mi cielo una pequeña florcita blanca, se posa sobre el negro fondo de la taza de café olvidada en el jardín, muestra en su contraste, que hay también un luto esperando, un pequeño infierno que la flor de pétalos abiertos atenúa y sobrevuela. Desde mi cielo no se ve el cielo, como lamenta Monterroso, pero sí se lo escribe que es una manera de curarle las heridas o de verdad soportar que no exista salvo por llamaradas.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar








Docilidad*


*Por Paula Pérez Alonso



Estar afuera, afuera de uno mismo, liando el paisaje escandido de la memoria. Mínimos fragmentos de vidrio, biselados, octogonales, apenas menos delgados que una línea, atravesados por la luz. La trama es demasiado cerrada, y la ilusión de que se puede ver desde esa perspectiva y sorprenderse cae.
Una serie de puertas-ventana una al lado de otra, blancas, de hierro, idénticas, con ojos grandes de cerraduras sin llave que permiten ubicar el ojo humano en el frío hierro desoxidado y espiar. Los seleccionados son hombres jóvenes, sin instrucción, no se espera de ellos más que cierta naturalidad entre lo que ven y transmiten: (de las personas de mayor supuesto conocimiento se conseguiría el efecto falso de la palabra cargada de intención o de conciencia). La ropa los tiñe de semejanza; se parecen
pero no son uniformados. Se visten habitualmente de camisa clara y vaqueros, zapatillas o alpargatas. De pie frente a la puerta, se agachan hasta la cerradura. Las miradas alcanzan el horizonte. Lo escudriñan. El cielo, un blanco lechoso con algunas formas de nubes livianas que se deshacen y hacen
sin pasmo. El joven que está al lado verá otra continuidad, otro paisaje del paisaje, y así le ocurre al siguiente, su ojo captará una parcialidad, y el que lo sigue lo mismo pero otra cosa; todos y cada uno han recibido pocas palabras para dar cuenta de una parte, independiente, sin pretensión de totalidad. Lo que cada uno describa -sea acción o inmovilidad, paisaje puro, apariencia o sustancia- deberá ser articulado por alguien más -otro- que será fundamental en el relato de la visión. ¿Hay competencia? ¿Rivalidad?
¿Qué se ve? Un cielo sin fondo, formas con caras de animales, cuerpos, hocicos, ojos viejos. ¿Hace falta una conclusión? Elegir un punto de vista y mirar desde ahí, luego otro y seguir otra línea, un argumento con otro acento, tal vez la diferencia sea de matiz pero no es la misma historia ni son ya las mismas personas; se llaman de la misma manera y creen ser registrados por los demás unívocamente.
Se le hace difícil transmitir que no se trata de ponerse en la piel de otro sino de soportar la propia mirada, la más inocente o la más ignorante. A veces cuando se aclara se anega lo que ni siquiera había sido vislumbrado.
¿Quién quiere hacerlo? ¿Quiénes son los que miran? ¿Son ignorantes o tienen una mirada intencional, sesgada? ¿Cómo fueron elegidos? Los ojos glaucos, se pretenden ojos glaucos, pero ¿existen?
Hay alguien que hace un experimento y otros que se avienen a participar. No saben qué busca ese que convoca, si tiene una idea previa y viene rumiándola y quiere confirmarla, o si es tan sólo al voleo porque no tiene nada que hacer y la contemplación lo lleva a imaginar o a presumir que lo obvio -o natural- puede verse de otra forma. Unas miradas extrañadas puestas a avizorar con una consigna. Escudriñan con la ilusión de ver a través de lo ya visto. Revolver, revisar lo que está más a mano: el paisaje, el horizonte pueden ofrecer otra morada, cosas concretas. Se ve lo conocido. Nombrar lo que ven, eso es lo único que les ha dicho.
¿Quién es ese hombre? Un entusiasta con una espera no vacía de ansiedad. Es él mismo el que toma registro de lo que cada uno de los convocados dice.
Camina con sigilo detrás de la línea donde se paran y los graba: sus testimonios son breves, algunos tan sólo meras impresiones. No se sabe qué se forma en su cabeza cuando los escucha o si después, cuando esté solo, analizará el conjunto, sacará conclusiones, o si es un juego sin objeto. Los convocados responden con timidez pero no enmudecen y alguno se deja llevar por el ojo y la palabra con entusiasmo, sin buscar reinventar nada.
¿Qué se ha propuesto? Hace su tarea con afán; lo ha organizado con cuidado y los detalles parecen ser tenidos en cuenta. El lugar que toma, detrás de cada uno de los convocados, es a treinta centímetros de distancia. Les ha advertido que no deben cuidar el lenguaje sino más bien expresar lo que se les cruce por la mente, sin refrenarse ni intentar construir imágenes complejas; también deben incluir el oído: lo que les llame la atención de lo que oigan es parte del paisaje y de su visión.
¿Cómo no condicionarlos al darles consignas? El intenta que nada de lo que les diga los frene sino más bien los estimule, tampoco quiere que sientan el peso de una responsabilidad o que se carguen con cumplir una expectativa que no existe y si existiera la desconocerían, pero él imagina que ellos suponen que hay algún interés y quiere desviarlos de eso porque verdaderamente no importa. Lo que menos quiere es parecer extravagante.
¿De dónde vienen estos hombres? ¿De qué manera fueron seleccionados? En un primer momento pensó en que tuvieran la misma edad pero después, cuando empezó a elegirlos, se dio cuenta de que el registro más variado aportaría una visión más rica. El fue recorriendo los puestos y los almacenes, semblanteando a los más curiosos. Los distinguía enseguida porque sentía cómo las orejas de los desconfiados se encrespaban cuando lo escuchaban hablar de su iniciativa, lo miraban con recelo, y él sabía que aquellos que se hacían los distraídos o los dormidos no le servían: podían llegar a interesarse pero al final primaría su naturaleza desconfiada. ¿Qué pretende?
¿Desvaría? ¿Es un loco?
Hasta que uno fue y le dijo: "Oiga, don... usted... ¿qué anda buscando?". Y él lo miró a los ojos como tratando de encontrar la respuesta en la mirada del que preguntaba, y no le contestó porque no supo.
Eran los que preguntaban con naturalidad los que recibían su ofrecimiento de participar. Una distracción, un entretenimiento. Claro que esto no garantizaba que vieran algo de interés a través del ojo de la cerradura. Lo que el ojo de la cerradura garantiza es una limitación, pero justamente un
límite puede expandir una noción. Forzar el ojo para que no se acostumbre a la mímesis, a la docilidad.
Camina durante varias horas del día por las orillas de la laguna. La zona se anega fácil y la laguna en esta época del año se extiende unos kilómetros.
Muchos aprovechan para cazar gallaretas y patos y se organizan unas buenas salidas a las seis de la mañana, cuando los disparos resuenan diáfanos y la respiración se contiene sin dificultad, la apuesta es a la aventura tanto como a la limpieza del resultado. Los pescadores prefieren la ebullición de tarariras en las noches de verano.
Son campesinos. Payos, rústicos, rudos.
Los rezagados.
Hay varios chicos que vienen a observar: no se pueden perder la ocasión. Piensan que es un juego y están excitadísimos, fueron alertados de no distraer a los participantes mientras hacen su tarea de observación. Pero revolotean, se tropiezan, sofocan risas y carcajadas, se miran de reojo, o desde abajo, para disimular; bizquean, juegan entre ellos hasta que se hace la hora y se advierte un cambio en el clima. Alguien agita la mano para que se callen. Quedan inmovilizados como estatuas. El hombre, el extraño, es alto y delgado, fuma sin parar, está ahí conectado con el medio, pendiente de que su experimento salga adelante pero al mismo tiempo parece aislado, dirige pero no está con nadie. Es un hombre de cuarenta años con una boina gris. Ningún rasgo de su fisonomía lo distingue, podría ser cualquiera. La mirada inasible. Un suelo blando y arenoso, las botas se afirman con sencillez, camina encogiendo los hombros y mira sin ver. Los ojos son azules y las pestañas muy negras, la cara seca. Ahí va, y viene, con movimientos nerviosos y contenidos. Ligero.
Y ellos, que miran la noche y el día, el horizonte, el amanecer y la luna con absoluta naturalidad, que no oyen los pájaros ni las ranas, tienen que agacharse y mirar por esos ojos de cerradura y describir con el máximo detalle lo que sus ojos ven. ¿Qué ven? ¿Cómo nombran lo que ya conocen? ¿Ven algo nuevo? ¿Qué producirá este forzamiento en su percepción?
Un estallido, eso es lo que él sueña, que algo estalle, aunque sea un estallido apenas audible, inadvertido para la mayoría. No cree que todo esté dado y que no haya posibilidad de sorprenderse. Indolencia incandescente.
Hay que encontrar la manera de sorprenderse, hay que buscar, combatir el orden previsto. Evitar la mecanización en el encuentro con las cosas, los casilleros, los moldes que garantizan una forma, como cuando de chicos hacían tortitas y la masa cruda iba entrando en los moldecitos y se metía a
cocinar en el horno. Revolear, reanimarse, espectro que se mueve para no cristalizarse, para no petrificarse ni endurecerse. El corazón duro. Mejor lábil. Delicado. El hábitat más próximo puede revelarse como un reino extranjero. Cada uno de esos hombres, jóvenes y no tanto, se levantan y saben lo que les va a suceder ese día, no esperan nada nuevo ni lo desean, ni esa semana ni ese mes. Vidas que transcurren con un molde que nadie sabe dónde tiene su origen. Se concibió. El paisaje que no es paisaje porque nunca está inmóvil. El horizonte vive, no es un fin ni un espejismo ni un símbolo estrafalario. Se dibuja y se desdibuja, vibra con la luz y el asfalto, la carretera, las nubes, el sol o el atardecer. Espejea. Engaña.
Descompone la totalidad. El plano se extiende o se acorta. La línea blanca que debe ser infinita pero no lo parece, y la línea amarilla que se entrecorta. Las palmeras salvajes, los gansos salvajes, lo salvaje no se aquieta ni se aviene ni se domestica.
Inquietud. Soportar el vacío, la nada, la pregunta sin respuesta, la ignorancia.
Va, va la línea y se entierra en el horizonte hacia el infinito, quién
dibujó ese infinito, quién requiere de esa dirección y destino. Ese sinfín.
La abundancia de lo inconmensurable que tampoco se clasifica porque inunda los sentidos y la razón, los abotaga sin salida. Sin esperanza, en la inundación no hay orillas, no hay márgenes, no hay centro, no hay bordes. El todo informe.
Los caballos salen del potrero con sigilo, no quieren llamar la atención.
Caracolean. Cuando se dan cuenta de que nadie los va a sujetar, empiezan a correr, a galopar a grandes trancos para alejarse, miran a un costado o a otro para asegurarse de que nadie los sigue, y retoman el galope excitado. Y cuando ya hayan recorrido lo suficiente como para no reconocer nada, tal vez tengan hambre o sed.
Un hombre salvaje renuncia al destino, busca donde no hay, cree lo que otros no ven, no necesita pruebas, justificativos, ser comprendido, mirado, evaluado; no repite, observa y actúa. No reflexiona sobre sus actos, no es apropiado. Tiende con instinto y naturalidad hacia lo nuevo.
Va hacia el horizonte. El destello de las últimas luces. Un movimiento desde el silencio.
El sol ya no encandila, sólo una leve irradiación. Deslumbra y reverbera la claridad, la claridad del aire.
¿Cómo se va a producir el estallido? Para adentro, él quizá no vea cómo pero esos hombres ya no tendrán la misma percepción cuando miren y observen lo que los rodea. Sin mediación, podrán nombrar el mundo, de nuevo. Lo conocido también es enigmático. ¿Uno puede extrañarse para siempre a partir de una experiencia? Han sido tocados por su propia percepción, un tenue revuelo interno; algunos ya no serán los mismos, otros aplacarán ese desasosiego y lo olvidarán.
Tal vez nunca se muevan de allí, tal vez nunca sepan de la existencia de las Salinas Grandes o el desierto de Gobi, de la Selva Negra, el cerro de los siete colores o los lobos marinos en el Estrecho de Magallanes. Pueden vivir sin ambicionar ser otro ni imaginarlo. Pueden dejar sus huellas en el viento.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-162420-2011-02-16.html





El cuento por su autor*



En el embrión de este cuento aparece una foto de Henri Cartier-Bresson en la que dos tipos están ante una arpillera desplegada o estirada como red que cumple la función de una medianera, un tabique; uno de los hombres tiene gorra y el otro bombín, uno espía por un agujero de la trama y el otro, de bigotes, en primer plano, mira hacia el costado con intención. Las únicas referencias son "Brussels. 1932": es una de las primeras fotos de Bresson y él lo consigna en su libro de scrapbooks: "Une de mes toutes premières
fotos". Esta foto no fue el germen del relato, más bien estuvo presente de una manera borrosa: lo que pervivía con alguna insistencia en mi memoria era esa intención, la posición expectante del cuerpo y de la retina. Es una imagen, una foto, que no podría reproducir con exactitud sin recurrir al libro, en la que reconozco una actitud de curiosidad y de alerta que me hace imaginar y pensar estéticas y situaciones, historias nuevas, de naturaleza sintética, en su estructura y en su contenido. Alguien que se acerca a una "pared" de material blando para ver por un agujero no puede dejar de asomarse y espiar, mientras el otro lo cubre, vela por el acto de espiar (nunca expresamente vetado: ¿quién dijo que está prohibido espiar?). ¿Qué hacen? No se sabe. Espiar es siempre una enorme tentación. Hay otra foto de Bresson en la que en una calle de Berlín tres hombres muy correctamente vestidos se han trepado a un monolito para ver por encima de las puntas alambradas del Muro algo que los inmoviliza en ese extraño punto de mira.
Esta es otra forma de mirar, completamente otra. Me interesa la primera, es sugestiva y enigmática.
Cuando empecé a escribir este cuento de gran simplicidad sabía que en su mismo doblez llevaba una epifanía. La forma de mirar que incita no es la del que espía, el ojo de la cerradura opera aquí como restricción que puede provocar los sentidos o anularlos. Dice Joseph Brodsky en Marca de agua: "El
ojo de uno precede a la pluma de uno". Me gustaba pensar en una tensión en la forma del relato, que es la del momento que antecede a la captura de algo nuevo. El cuerpo se coloca de cierta manera -es la posición del cazador-, el pensamiento se suspende porque está dominado por el acto físico. Y hay ahí,
en la composición y en la secuencia, algo de luminoso y de oscuro, como un contrapunto. El contrapunto entre lo que se dice y lo que no se dice, lo conocido y lo nuevo, convoca a las fuerzas que crean un mundo cuya razón de ser desbarata la transposición de un pensamiento o un ojo fijo a unas palabras fijas. Mientras lo escribía, me preguntaba cómo darle algo nuevo al movimiento de la frase. ¿Cómo encontrar el pensamiento de la frase en el movimiento?
El lugar de la acción podría ser las hondonadas de Sierra de los Padres o Balcarce. Una vez más, no intento investigar una cosa que esté más allá de la realidad, sino el modo de manifestarla mediante ocultamientos. Estoy atenta y la llamada realidad aparece, puedo verla o no verla, elegir un aspecto y darle una forma, imaginarla en una huida hacia un limbo con una lógica propia, en el que nadie gobierna, y establecer ciertas relaciones no evidentes.
Uno es aquello que ve.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/162420-52007-2011-02-16.html





*


Cuando la lluvia te acerque hasta mi puerta
Será una fiesta de formas infinitas
no alcanzará el mantel de trigo y amapolas
y habrá sabor a tiempo
entrando en la ventana.

Traerás agua en los hombros
fisurando secretos nacidos del revés
mientras las nubes van pariendo mil campanas
adentro
yo
mirandome la sangre sofocada
esperando que el cielo se muera de arcoiris
y vuelvas
cuando la lluvia te acerque hasta mi puerta.



*De Maria Manetti. dulcemariam6@hotmail.com






*


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martes, febrero 15, 2011

LAS RUINAS DE LA CERTEZA...




*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.





FORMA DE BARRO*



“...Lo esencial es invisible a los ojos...” *
De “EL PRINCIPITO” (el zorro)



Es una naranja de ombligo, partida.
O un durazno.
Acaso una granada que sangra.
Es casi una crisálida.
O el Gran Diluvio ahogado en años.
Los pasos transpiran su mirada.
Corre. Se apuran. Se detienen.
Descalzan la mañana.
Le respiran la nuca. Bostezan.
Las mujeres lavan en el río.
Ella, vestida de poema oscuro, las contempla.
Las ama, y las envidia y las aspira.
Tiernas penas le cantan a la nana.
El niño lame el amarillo del ocaso.
No te duermas mi niño.
Ya habrá tiempos de dagas y de cruces.
Es la última mirada, el último regreso
Una lágrima callada, calladamente cae sobre el río.
El río toma su frágil sombra.
Cual si tomara un pájaro, un niño, un ángel.
El barro le da forma de silencio...y la ama.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar









Resurrección*


Maldijo la hora en que su mujer decidió sacarse el título de piloto de avioneta. Por alguna razón desconocida había tenido la premonición de que iba a pasar algo. Aún y así cuando se produjo el accidente quedó terriblemente afectado. La pérdida de su esposa en estás circunstancias y el hecho de encontrarse en un momento en que la vida de ambos era perfecta ayudó aún más a que no quisiera convencerse de que no la volvería a ver.
Pasó un mes deambulando cabizbajo por la oficina y su vida social se diluyó en noches de tristezas y recuerdos.

En una de estas largas noches de duermevela, en las que la televisión quedaba encendida, vio entre sueños una película en blanco y negro en la que un hechicero resucitaba, por medio de un conjuro, a un hombre que había muerto. Ni le pasó por la cabeza plantearse la imposibilidad del tema y se agarró a la opción como a un salvavidas. De forma compulsiva pasó una semana recorriendo librerías a la búsqueda de un libro de conjuros con la idea obsesiva de encontrar la fórmula para resucitar a su mujer.

Finalmente su búsqueda dio frutos. Lo encontró en un local del barrio viejo, en un compra-venta de libros, "Métodos de reanimación" de S.Plumkier.

Pasó dos días sin dormir leyendo los conjuros hasta que encontró el que precisaba. Compró todos los artilugios y materiales que necesitaba para realizarlo y armado de un pico y una pala, a las cuatro de la madrugada, se dirigió al cementerio.

Saltó la valla con facilidad y se dirigió a tumba de su esposa orientándose en la oscuridad entre los parterres y los cipreses. Empezó a cavar en silencio, con un ritmo continuado y sin hacer caso al cansancio producido por el esfuerzo, los días de vigilia y la tensión del momento. Al cabo de un rato, que se le hizo eterno, escuchó como la pala tocaba la tapa del ataúd.
Retiró la tierra de encima mientras le pasaba por la mente el accidente de avioneta y los días posteriores llenos de tristeza y soledad.

Abrió el ataúd con muchas dificultades, haciendo palanca en cada uno de los tornillos que lo aseguraban y saltando finalmente una endeble cerradura dorada. Miró dentro y vio aquella bolsa de plástico gris. Por fin podría verla ya que en el día del entierro no se lo permitieron. Con las manos temblorosas bajó la cremallera y a la luz de la linterna miró al interior.
No se atrevió a intentar el conjuro. Nunca había sido bueno con los puzzles.



*De Joan Mateu. joan@cimat.es






La de la buhardilla*



Entre yo y yo la extraña, la que no se coaguló en eso que me nombra. Entre yo y yo las ruinas de la certeza. Entre yo y yo, miro por la ventana de mi casa de la infancia una calle tranquila. Las señoras buenas con cara de malas. Las malas sonrien desde la enredadera por la que se suben a los sueños. Unos hombres hermosos llegados de la guerra lejana, de un país que ya no existe. La barrera de la lengua o alguna otra pone en la escena algo de lo prohibido. Cerca, una fábrica de chocolate, no una niña que come chocolates, el lugar donde nacen los chocolates. Esa cierta desmesura que guarda lo contenido. La calle, las veredas limpiadas con la fuerza de un verdugo que decapita al erótismo. Hay vecinas que hablan de las otras, con la escoba y la lengua como armas.
Entre yo y yo, veo en la ventana una de mi. La imágen se desgana, se deshace, aparece la protagonista de un cuento que todavía no leí, que me arrastra al Danubio .
Una en Pest la otra en Buda
Una en la vereda, la otra mira desde su alta buhardilla-cárcel

En la calle hay vida, vendedores, romances, juegos.

Por suerte la ventana se inclina a la vida, sin cables. Ningún botón podrá oscurecer la grieta en la cabeza ventana.Los golpes dejan sangre, pelos, abren fisuras en el muro. Por los libros se escapa la escritura. La grieta se abre, en la herida de lo establecido, un brillo resplandece.

Entre yo y yo, la palabra



*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar






SOLAMENTE PARA MÍ*



Amanecerá para mí.
Abriré mis entrañas
para que drene
lo depositado por la vida.
Tenderé al sol mis emociones
para recrear después
el escudo que me proteja.
Anochecerá para mí,
me abrazaré al sueño
sin culpas por egoísmos.
Por primera vez
y para siempre
me sentaré a esperar
la salida del sol
porque brillará para mí.

*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar






Hoy temprano*



*Por Pedro Mairal



Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.
En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso
que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo en el asiento hasta más adelante, cuando hace
demasiado calor o cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un poco.
Tomamos una avenida larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos despacio, además ya el Peugeot está medio roto, tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.
El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas
de Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos con la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la autografiada por Martín Karadagian.
Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto" y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan los pasacasetes para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart. Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro cántico filial favorito que dice "Queremos comer,
queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada...". Pero después Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio, cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo.
Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta con un bollo de papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar, porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la Rural Falcon que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.
Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en las que yo colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.
Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias para espiar a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá frena y me despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la ruta.
En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y latas de
gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene botones automáticos y, como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además, Duque los puede morder. Después, la excusa del aire acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los casetes que yo pongo de Soda o de Police.
El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si fuera un
efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad. Escuchamos "Wild Horses" y hay momentos casi espirituales en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar una
lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la madre de Gabriela, que por suerte es gasolero y no gasta demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos un rato.
Ya se está hablando el tema de la expropiación pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone unos vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los muslos con la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al oído que no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje. La quinta está allá lejos, inalcanzable.
Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás, también con
cinturón de seguridad. Los tres atados.
Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela dice que no importa, que podemos parar en el McDonald's. Discutimos.
Gabriela me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más.
Aprovecho el viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más despacio, después deja de venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo, escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts que suenan perfectos. El motor de la 4x4 no hace ruido. La autopista está terminada, con alambre a los costados para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el velocímetro: ciento sesenta y
cinco. Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde estaba la casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y construyeran arriba la autopista.
Siento que por una milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la
pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un malón
incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado, un publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde
frenar y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace mucho, acostado en la luneta de atrás.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-162315-2011-02-14.html





El cuento por su autor*



Escribí "Hoy temprano" en el '99 y lo publiqué en el 2001 en un libro de cuentos que tiene ese mismo título. No sé por qué me acuerdo de haber estado mirando las plantas del balcón de mi casa cuando se me ocurrió la forma en que tenía que contarlo. Las plantas se movían apenas con el viento y yo entendí que el cuento eran todos los viajes a esa quinta a la que íbamos de chicos pero contados en un solo viaje. Toda la vida de golpe. También me acuerdo de que me senté a escribirlo y al principio no salía, hasta que me di cuenta de que tenía que contarlo no en pasado sino en presente, un presente casi atemporal. Creo que la poesía me ayudó a escribirlo, el tiempo de la poesía, la manera rara en que un poema se instala en el tiempo. La pelota que arrojé una mañana en el parque / todavía no ha tocado el suelo, dice el final de un poema de Dylan Thomas. Acá está la vida entera en este instante, todo sigue sucediendo, la infancia está con uno. Toda la vida acumulada está con uno, y también el futuro. La pelota sigue en el aire. La
poesía logra captar ese continuo quizá porque trata al tiempo no de manera sucesiva y lineal como suele hacer la narrativa (aunque sea una idea un poco esquemática), sino de manera ovillada, simultánea, en una suspensión del tiempo casi eterna o constante. La transformación a lo largo de los años es quizás el tema que más me interesa. Cuando escribo me gusta alterar la velocidad temporal del relato. Me gustan esas filmaciones en time lapse de plantas creciendo rápido o de fruta pudriéndose a toda velocidad. El tiempo es la manera en que la naturaleza evita que todo suceda de golpe, dijo John Wheeler, el descubridor de los agujeros negros. En la poesía, todo sucede de golpe.
El patio del pozo de aire y luz que menciono al principio del cuento era en un primer piso sobre el garaje. Yo jugaba ahí cuando llegaba del colegio.
Años después me enteré de que el piso estaba pintado de verde oscuro porque se había tirado una mujer desde el séptimo y mamá no había podido sacar las manchas de sangre del cemento. La quinta quedaba en Cañuelas. Ibamos todos los fines de semana, había una casa antigua con palmeras, una pileta de esas
altas a la que había que subir por una escalera, un frontón de paleta, y unas vacas lecheras que nos asustaban. Cuando me contaron que habían expropiado la quinta para hacer la autopista, el recuerdo de ese lugar al que no iba hacía muchos años empezó a surgir y me acompañó varios días como un deseo, un eco de la infancia que quería ser contado. Tiempo después de escribir el cuento, pasé por ahí. No quise ir antes a ver cómo era, no necesitaba documentarme, lo tenía todo en la cabeza. La realidad fáctica y
externa me parecía menos real que la realidad de mi recuerdo y mi imaginación. Si hubiera ido antes quizá lo habría arruinado. Cuando pasé, noté que había cosas iguales a como las había imaginado. Todavía se ven -según me pareció, porque vi todo medio mal tratando de desacelerar- las palmeras y el frontón de paleta, que se usa para guardar maquinaria de la municipalidad. La autopista pasa justo por encima del lugar donde estaba la casa.
Al principio el título era Hoy temprano, hace mucho tiempo. Cuando empecé a buscarle título al libro, me pareció que este cuento era el que mejor representaba el tono del movimiento constante que tienen casi todos esos relatos. Una noche estaba con amigos repasando títulos posibles y me los iban bochando. Hoy temprano, hace mucho tiempo es muy largo para título de un libro, me decían. Hasta que una amiga, diseñadora gráfica y con buen ojo para lo que sobra, dijo: ¿Y si le sacás el hace mucho tiempo? Y así fue que, de un hachazo en favor de la economía tipográfica, cortó sabiamente lo que sobraba. Para terminar, puedo decir que el narrador soy yo pero un poco desplazado, o es un tipo que se parece a mí pero no soy yo. Escribí el cuento a los 29 años. Ahora tengo 40, la edad del personaje al final, y noto que esa historia tenía varios aspectos premonitorios sobre mi propia vida.
Pareciera que, por suerte, uno nunca sabe bien lo que está escribiendo hasta que lo leen los demás o lo lee uno mismo muchos años después.


*Fuente:http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/162315-51975-2011-02-14.html







Metapoema I*


La poesía es lo que queda
cuando el eco de la voz se extingue,
cuando se apaga el son de las palabras.


*de Sergio Borao Llop. sbllop@aragoneria.com




*


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MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. / LIBERTAD. / MERLO GÓMEZ.

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MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. / ALDO BONZI. / KM 12.

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