viernes, diciembre 16, 2016

LA BELLEZA DE LOS ESPERANZADOS…



*Dibujo de Erika Kuhn.








*


Hemos puesto las manos bajo el agua
y no logramos tener la suavidad
del alga que se lleva la corriente.
¿Quién nos quitará el don de la dureza?
Hemos puesto las manos sobre la tierra
y no floreció nada.
¿Quién se llevará el fruto de la espera?
La distancia
entre la mano y el cactus no siempre
es igual a la espina.
¿Quién sabrá cuánto nos duele?
Hemos elevado los brazos al cielo
y ningún pájaro reconoció nuestra intención.
¿En qué pozo se grita para decir estamos listos?
Ahora lo sabemos: el territorio puede
resultar hostil.
Sin embargo, querido mío,
estas manos inútiles nos han hecho felices:
no nadan, no crecen, no vuelan,
son piedra quieta, rosa muerta, esqueleto,
puro intento, un testimonio.



*De Valeria Pariso.









LA BELLEZA DE LOS ESPERANZADOS…







Presagio de luz*



En adelante
niña
soltarás tu vestido
y dejarás que el viento haga lo suyo
las sedas bailarán con soltura
y aflojarás la tensión de tus dedos
practicando caricias generosas
entregarás tu tacto a las pieles más amables.

De a poco
niña
la tela de tus ropas soltará sus arrugas
y secarán al sol la humedad acumulada
luego de tanto lodo
cuidarás tus bordados
el perfecto delineado sobre el blanco
y recordarás usar tus dedos
solo para acariciar.

La alegría te visitará
muy pronto
niña
y se quedará a vivir en el rincón
que escogiste para ella
—cuando salías de la cueva ¿te acordás?—
justo detrás de tu lóbulo derecho.

Encontrarás más espacio
entre tus pechos
niña
y la gracia se colgará de los altos de tus piernas
así
la locura anidará entre tus hebras erizadas.

Recobrarán el brillo los colores de tu casa
y las plantas harán fotosíntesis a la luz de la luna
sabrás niña
que el clima oscurecerá de repente
y sabrás también
que no hay que temerle a las tormentas
—las peores ya pasaron—

La amargura se escabullirá entre las piedras del suelo
y brotarán espinas en cantidades exponenciales
que no podrán lastimarte
tan lejos del suelo.

Las flores parirán hijos acuáticos
y nadarás con ellos en los espejos que formarán
las hojas
sudando aguas
los ríos subterráneos seguirán corriendo
pero esta vez conseguirás sumergirte
niña
sin ahogar el aire en tus poros.

Sabrás que el otro lado de tu mundo seguirá allí
avergonzado
y podrás brillar
en el intersticio entre el sueño y la vigilia
brotarán tus ideas más prodigiosas
intentarás extender este espacio
y crecerás como nunca
guardando en tu cartera estrellas inexploradas.

Entre tus brazos, burbujas enormes
oscilantes
te transportarán de un hogar a otro
y tu sensualidad cobrará fulgor
inspirarás a mil soles
recogiendo la luz de los que reconozcan tu encanto.

Serás más bella ahora, niña
evaporados de tu rostro los gestos solemnes
y tus ojos iluminarán como luna llena.

No podrás ocultar tus emociones
porque tu brillo será sincero, izará corazones
así encontrarás seis parejas que harán de ti
una mujer
niña
y serás niña mujer eternamente.



*De Lorena Suez. lorenarsuez@gmail.com

-Poema incluido en Intemperie.  Viajera Editorial. 2016








*

No quiero para mí
la eterna juventud.
No espero conservarme
dulce y serena,
con la belleza estoica
de una estatua de cementerio.
Envejecer es un privilegio
que el tiempo
nos talla en el cuerpo.
¿Acaso debería
resistir el embate
del cincel prodigioso?

Que la vida
me lleve donde sabe.
Que me cubra de canas,
que dibuje mi piel
donde tiene que hacerlo.

Sé que aún hago magia
cuando río
y reconozco mis ojos
cuando miro los espejos.

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com











El color de la verdad*


Dedicado a Eduardo Coiro



Se derrite en los valles y
en los ríos
se estremece en las cimas y
senderos
se evapora en la niebla
y despliega en los cielos
como un águila.
Pájaro de luz que se conforma
apenas
con el rito de la muerte.
Acostumbrado a ser sombra de la vida,
en la vejez se ríe, muerde, roza, cuenta, llora, duerme.
Y sobre todo, anhela.
Como el árbol deshojado
va perdiendo rubores
pero sigue cautivo
de las viejas pasiones.
Como brújula herida
que perdió su rumbo.
cela la vida.



*De Marta Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com
-Londres, frío de nieve y sol de fiestas navideñas 8 de diciembre 2016













VERANOS CERCANOS*




En los veranos de mi pueblo, los amaneceres siempre eran cercanos, el sol estallaba detrás del pino que supo tener don José Vélez y cuando se paraba sobre el eucalipto de don Faustino López comenzaba el concierto atronador de las cigarras sobre los fresnos que daban refugio a las calandrias.
El fresno –lo he escrito siempre– era el árbol preferido de mi padre, no solo por el ocre suave, pálido, como sosteniendo pequeños soles en sus nervaduras numerosas, sino porque él siempre agregaba un toque práctico a sus preferencias. “En otoño –repetía– esas hojas caen todas juntas”. Pero tal vez le gustara amontonarlas en un claro del patio para encenderlas con su Avanti, cuando todavía fumaba, y ver cómo las llamitas ganaban el aire y se hacían cielo sin quererlo.
Mi padre gustaba de los perros porque eran guardianes y de los teros (que nunca faltaban en casa) porque eran muy vigilantes. No quería a los gatos, pero siempre teníamos uno, porque espantaban a las ratas y mantenían el equilibrio ecológico. De las comadrejas se ocupaba personalmente, como de los gatos ajenos que entrampaba con un cajón y con un dispositivo que había inventado pasaban a una bolsa; el lector puede imaginar el fin de los pobres bichos. Cuando mi madre le reprochaba su crueldad, él se encogía de hombros y decía que le iban a comer gallinas, huevos y pollitos. Lo cual era verdad, pero la simpleza de mi padre no admitía ninguna sutileza.
Yo querría escribir sobre los amaneceres y cómo los pájaros caían sobre la hierba en busca de gusanitos, hasta que el gato, que estaba agazapado, los descubría y daba un gran salto en el aire. Ocasión en que alguien de la familia lo veía y pegaba el grito. Como un zorro, disimulaba y se iba a echar bajo una magnolia que era el orgullo de mi madre, como quien no quiere la cosa a esperar una oportunidad más propicia.
En verano, tempranamente me buscaban los amigos con sus tramperas, que íbamos a colocar en los tamariscos que rodeaban la quinta de don Juan Peralta, justo donde comenzaba el “Camino del diablo”, que era como la puerta de los bañados donde nos esperaban los bagres y las mojarritas que irían a ocupar la sartén diestramente dirigidos por las hacendosas manos de mi madre, siempre cercana al manjar con su imaginación de pobre para armar una comida que los productos de su quinta volvían más rico.
Nosotros en ese tiempo preferíamos el verano porque no íbamos a la escuela y ese largo claror que nos esperaba mucho tiempo era óptimo para los juegos al aire libre, era como vivir dos días en uno. Y cuando el llamado de mi madre nos instaba a la cena, hacía rato que el sol había muerto degollado detrás de aquellas vías amarillas.



*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar














DOS BOLEROS NOCTURNOS*



I


Bailamos
con los ojos puestos
en el pasado.
Ella era hermosa en la penumbra
cuando dió tres pasos
hacia su cuerpo
y la música me empujó
a la otra orilla.




II


El olor tibio
de aquellas manos
sobre mi boca;
el vaivén del flujo
que impulsa a lo desconocido,
que una vez
aprehendido, por el tacto
se hace carne, sustancia
que absorbe luz
en movimiento.



 *De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es












LATIDOS*



Cada pueblo tiene su propio ritmo; su ritmo de caminar, de trabajar, de poner la mesa. Los movimientos les son propios como lo son el lenguaje y la música, ese otro lenguaje que quizás venga de la gente, quizás de la tierra y del paisaje que brinda.
En Japón he visto las artes marciales que se repiten en la forma de golpear los tambores, de bailar esas danzas que aúnan la lentitud y una contenida violencia, en los sonidos breves y guturales. La misma tensión entre lo estático y la rapidez extrema. Las enormes banderas son agitadas por figuras inmóviles, la precisión de las ikebanas de proporciones perfectas, la belleza de los jardines, la posibilidad siempre del horror y sin embargo la infinita paciencia; la habilidad aprendida, ejercitada y trabajada de un hombre que mezcla la tinta, que con un pincel escribe, dibuja, pinta la palabra como quien hace una señal definitiva. Hay un ritmo, una marca, un acorde que abarca cada cultura y le imprime las notas y los silencios.
Una mujer daba a luz. Rodeada por su hijo, su vecina, su marido, daba a luz. En el suelo estaba la mujer, sobre un colchón delgado. Ella misma pujaba con un canto rítmico, todos la acompañaban y el acto de dar la vida de traer la vida era una canción. El niño encontraba el aire y el afuera traído, recibido, acunado ya por las voces y los sonidos que lo arropaban y le daban desde el inicio el ritmo de su pueblo.
La canción rítmica que se repite en lo cotidiano. En los pasos retumbantes de las sandalias de madera sobre el pavimento, en el ritmo de la danza de cuerpos que se deslizan y de pronto acaban en una pose de estatua, en el ritmo vertiginoso de la oración que también es comunitaria, y que crea la epifanía del ritmo de la vida que se repite circularmente.
Cerca del suelo, siempre. En comunidad. Y serán las sandalias, el martillito de metal que guía los rezos, los pujos de una parturienta; será la música, el ritmo, será la vida la que marque sus compases.
Y mientras tanto las historias son las mismas historias. El que muere, el que nace, el que crece y cambia, el que de pronto conoce una verdad oculta.
Así como imagino una voz distinta para las diferentes multitudes, una melodía propia para los paisajes de montaña, para los lacustres, para la selva. Así como los ojos rasgados del oriente y los ojos acuosos del norte.
Así como el sustento con maíz y batata o con arroz y verdura. Así como el sentido de lo cíclico o la creencia en una direccionalidad en la historia.
Así como todo eso crea culturas diversas, los ritmos se ajustan a los pueblos, los expresan, los definen.
Y con su propio ritmo todos los seres humanos bailan, nacen, mueren.
Sinfónicamente algunos, algunos discordantes, algunos solos. Todos, todos, llevando los compases heredados, aprendidos, amados u odiados. Cantando, si tienen esa fortuna, su propia canción.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com











ESTACIÓN DE LOS ADIOSES*


“La muerte hace ángeles de todos nosotros y nos da alas donde teníamos hombros, suaves como garras de cuervo”
JIM MORRISON




ESTACIÓN DEL LLAMADO


Fijamos un término a la angustia. Un vallado. Una empalizada.
Acaso se te olvidó la víspera. Medio cirio apagado y él me llama.
Voy a partir amado mío. Mi vértice secreto. Huir.
Desertar, muy lejos del umbral de tus soleras.



ESTACIÓN DEL LABERINTO


Te he visto ciego. Laberinto. Río. Ventana que da al fuego.
Aquí ya nada será igual. Los pulsos .Los latidos.
Medio cuerpo en sus parpados. La noche entre sus brazos.
Mientras miro partir la golondrina, tú, ríes con tus muertos.



ESTACIÓN DE LAS HUELLAS


Se, siento, has moldeado el surco de tu pié.
Yo, aun no borro los surcos de mi frente.
-Las huellas de la piedad son tan tenues. Tan frágiles-
Hacen llorar los ojos de los gatos. Sangre abierta. Año bisiesto.



ESTACIÓN DE LAS MUERTES


Has un gesto, uno solo, dijiste. Lengua de brizna y paja.
Mi barro tomó el contorno de tu pecho.
Has un gesto, uno solo, dije. Tristísimo temblor en tus vertientes.
Dios me apuñaló mirándome los ojos.

Mi atardecido amor. Mi silicio. Seis horas tiene la luna roja.
“Mis hombros, suaves como alas de cuervos.”
Como será el crecer de mis cabellos, allá, entre las algas.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com









*


Yo era linda

¿te acordás?

Tenía la belleza

de los esperanzados.

*De María Belén Aguirre.
(Tucumán – 1977)











InvenTREN






DE LA FUERZA DEL NOMBRE*




I


El Coiro me manda un enigmático y brevísimo correo donde dice: "¿Podés escribirme algo sobre Casbas?". El nombre no me suena de nada, por lo que abro el Firefox y busco en Internet. El primer enlace conduce hasta un pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía (Huesca es la provincia limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un pueblo pequeño hacia el este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí reconozco. Y puesto que nunca antes he estado allí, me digo: "¿Por qué no?", pensando que lo que mi amigo argentino quiere es información de primera mano sobre este pueblecito, y nada más natural, por otra parte, que me pida el favor viviendo yo tan cerca del sitio en cuestión.

Así que al otro día meto unas cuantas cosas en una bolsa de deporte y me echo a la carretera. Camino durante un buen rato, hasta que un auto negro, un Renault 5 con más de veinte años, se detiene junto a mí. El conductor, casi un adolescente, me pregunta: "¿Te llevo?". Por supuesto, acepto. Él tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es gallego. Con una sonrisa franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a los Pirineos, sólo por ver la cordillera. Le han hablado de parajes extraordinariamente bellos, aunque no recuerda bien los nombres o los mezcla o los confunde. Para no resultar redundante, le menciono sólo cuatro lugares (también escribo en un papel los nombres y la forma de llegar hasta allí) que en mi recuerdo crecen más y más conforme se aleja el tiempo en que me fue dado visitarlos. El primero es el Forau d´Aigualluts, en el Valle de Benasque, una pequeña explanada rodeada de montañas donde, a veces, se tiene la sensación de que llueve hacia arriba. Es lo más lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo llamado Aínsa. El tercero, aunque he de confesar que no me impresionó cuando estuve allí, es el Monasterio de San Juan de la Peña. No sé que es, pero hay algo desconcertante en la montaña donde está situado, algo feo y sin embargo inolvidable; tal vez -pienso confusamente- hago mal en recomendarle esa visita. Por último, escribo: Selva de Oza. "¿Qué es?", me pregunta. Es un valle hacia el oeste, por donde discurre el río llamado Aragón-Subordán. La vegetación tiene un color oscuro que produce sensaciones difíciles de describir, pero allí uno siente que está vivo, que de verdad pueden ocurrir cosas que te hagan sentir vivo, cosas maravillosas o atroces, pero en cualquier caso reales. El tipo asiente, acaso sin comprender del todo el sentido de mis palabras, y promete que irá a todos esos sitios. Luego se pone a hablar de su coche y, más tarde, de los grupos musicales que le gustan, cuyos nombres casi siempre me resultan extraños. No obstante, reconozco algunos, lo cual es motivo de alegría para ambos. Le recomiendo otros, que él no oyó jamás. “Te gustarán”, le digo.

Al llegar a Huesca, tomamos la carretera hacia Lleida. Unos kilómetros más adelante, nos despedimos con un apretón de manos. No tardaré en darme cuenta de que ni siquiera nos habíamos presentado. Somos dos extraños caminando en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo por casualidad han compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno de los dos encuentre lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre y no lo reconozca.

Por la estrecha carretera que conduce a Casbas apenas hay tráfico. Atravieso una población y sigo adelante. Según el mapa, ya casi estoy. Es entonces cuando, de pronto, me asalta una extraña idea: ¿Y si no es esto lo que quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para Inventiva un minúsculo pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra parte, ni siquiera yo tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo que se me escape en todo este asunto? Perdido en esa confusión y en esa carretera solitaria, unas palabras aparecen en mi mente, fosforescentes como un letrero luminoso en medio de la noche: Próxima estación Casbas. Me doy cuenta de que he metido la pata (el Casbas sobre el que debería escribir es otro, y está en Argentina y no sé absolutamente nada de él. Mi maldito despiste crónico me impidió recordar hasta ahora que es una de las próximas estaciones del Inventren) y lo peor es que está anocheciendo (es otoño y los días acortan). Por suerte, al fondo puedo ver las primeras casas. Advierto que estoy cansado. Espero encontrar un sitio donde me dejen dormir, porque hace un poco de frío y la manta que he traído es más bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.

Al fin, distingo un vago destello al fondo de una calle lateral. Se trata de una puerta iluminada. De no haber anochecido ya, no la hubiese visto, tan tenue es el resplandor que de ella sale. Hacia allí me dirijo, con paso lento y el oído alerta. No es natural este silencio. Sobre la puerta hay un letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse, pero se adivina que el lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me encuentro en un cuchitril mal iluminado donde parece no haber nadie. Al oír mis pasos, un hombre sale por una puerta situada al fondo y, con un perfecto acento argentino, me saluda y pregunta si deseo tomar algo.




II


Una sensación de irrealidad me atenaza. No acierto a responder. Sólo le miro como se mira a un aparecido o como se podría mirar el propio reflejo en un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él repite la pregunta, más despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese bien el idioma. No sé qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro esperando que el apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto embarazo, me atrevo a pedir una cerveza. Mientras me sirve, el tipo explica que el pueblo está desierto porque hay un concierto en las piscinas municipales, un grupo de pop, uno de esos que venden muchos discos donde las diez o doce o quince canciones son, en realidad, la misma. Añade que incluso ha venido gente de los otros pueblos cercanos y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí afuera, sin embargo, esa ausencia…). Al preguntarle dónde estoy, él me mira de arriba abajo y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente pregunta no es fácil de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita normal y éste es, como parece, un hombre serio y cabal, se va a acordar de mis muertos y suerte tendré si no me saca del establecimiento a golpes; si por el contrario, el temor que me aprieta el corazón resulta ser fundado, yo me volveré loco. Aun así, no queda otro remedio: "Pero ¿Casbas de España o de Argentina?" digo en un susurro. Al principio, pienso que no me ha entendido, y tal vez sea lo mejor; acaso en el fondo conocer ese detalle no importe en realidad.

Pasado un instante, levanta la vista del barreño en el que en ese momento estaba lavando unos cubiertos y dice: "¿Acaso quieres tomarme el pelo?". Entonces me atropello, intento explicarle lo ocurrido, nombro el Inventren y algunas otras estaciones, le cuento que soy poeta. "¡Poeta!" dice él. "¡Poeta!" repite. "No me lo creo. Nadie va por ahí en estos tiempos diciendo que es poeta. Usted es un aprovechado. Un sinvergüenza". Yo insisto. Mi sombra en el suelo gesticula como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona, idéntica a mí pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído un solo libro; de haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más peso. Entonces, sin explicación, hay por su parte como una sorda aceptación, no ya de mis palabras o de lo que ellas pretenden comunicar, sino de la remota posibilidad de que sean ciertas. Mirándome de reojo, con desconfianza aún, se dirige hacia un extremo del mostrador, levanta un trapo oscuro que cubre un ordenador portátil y sentencia: "Ahora lo veremos". Abre el explorador, busca el Inventren, busca mi nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece comprender que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en una mano y dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende un cigarrillo y se larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.

Así, me entero por fin de que nada extraño ha sucedido (si es que no es extraño encontrar de repente, en medio de un desierto, a un hombre que creemos habitante de otro desierto distante más de diez mil kilómetros). No hubo viajes astrales ni agujeros en el espacio. Estamos en Huesca. Con la voz plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi interlocutor) me habla de su niñez, de su adolescencia, se demora en detalles que tal vez hayan dormido ahí durante años, esperando esta noche y este vino; (afuera continúa el silencio, no hay ruido de pasos, ni de autos en marcha, ni siquiera el eco lejano del concierto. Si yo fuese otro, si fuese un tipo valiente, tal vez me asomaría un instante a la puerta, para mirar la luna, sólo eso: mirar la luna y saber que todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me habla de la barra, de una novia que tuvo y perdió, “¡qué linda era!”, exclama. Luego hay un silencio necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu buscando en su cartera y sacando de allí una foto cuarteada por el tiempo. La miro y hago un gesto de admiración. En efecto, la muchacha es guapa. (no sé si es entonces cuando comprendo que éste es cualquier lugar y cualquier momento, un retazo arrancado a mordiscos de la eternidad; tal vez por eso el obstinado silencio del exterior, la silueta en la pared de dos desconocidos conversando, dos latinoamericanos perdidos en cualquier parte, lejos y cerca de la vez, tenues fantasmas de sí mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches olvidadas, que viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde con otros muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo en el campo, del fatídico día en que se fue el último tren... Entonces algo parece romperse en el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos en los suyos. Sujeto el vaso que viaja hacia sus labios. Lo insto a continuar, con el leve asomo de una sospecha insinuándose en mi entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración: "...yo me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un poco de todo por todas partes. En Argentina, en Chile, en Colombia, en Bolivia y Ecuador, que es decir casi lo mismo, o de forma más breve, más certera, en Latinoamérica, que es mi patria... Nuestra patria" se corrige. Yo asiento. Luego continúa narrando las peripecias de una vida, una vida errante, como lo son todas. "Y, entonces, de pronto, llegué aquí" dice mientras vacía en los vasos lo que queda de la segunda botella. "De alguna manera, sentí que mi deriva había terminado. No es que la coincidencia del nombre y el cansancio acumulado me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión era anterior, fue ella quien guió mis pasos hacia estas tierras, ella quien me llevó de pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche, como ahora. Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe donde estaba hasta la mañana siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría aquí. No puedo explicarlo mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy desde entonces".

No hablamos más. Ambos estábamos algo borrachos y era muy tarde. Dormí allí mismo, en una pequeña habitación que servía de almacén y donde había sitio de sobra. Al otro día, después de un abundante desayuno, Manu estrechó mi mano y nos despedimos como dos viejos amigos. Ambos sabíamos que había muy pocas posibilidades de volvernos a encontrar. Eché a andar por la carretera, en dirección al sur, no a ese Sur que nunca vi y que mi corazón incansablemente anhela, sino al otro, al de todos los días, al sur prosaico donde la vida sufre una combustión tan lenta que ni combustión parece.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com





***
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