viernes, julio 27, 2018

TODAS LAS VOCES HABLAN EN LA VOZ DE LA LLUVIA...


*Dibujo de Erika Kuhn.









*



Y fue

el tiempo

para caer hacia la tierra.

Digo:

todas las voces hablan

en la voz de la lluvia.

Escucho.

No hay otra voz que cante

debajo de los talas,

más que el ruido del agua

rompiéndose

de a poco.

Es la hora

-pensé-

de persistir.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com









TODAS LAS VOCES HABLAN EN LA VOZ DE LA LLUVIA...









EL BAR EL CAIRO Y LOS POEMAS DE YANNIS RITSOS*



La librería en la que yo trabajaba en ese tiempo estaba en el número 950 de la Peatonal Córdoba. En un atardecer entró un señor mayor y, con gesto resuelto, me espetó a mí, que estaba cerca de la puerta:
         ¿Tiene algún libro de Juan Ritsos?
Lo delató un acento marcadamente extranjero; era, por lo que recuerdo, robusto, bien vestido y entrado en años, pero dueño de un señorío muy europeo.
En una mesa cercana, estaba la pilita del poema “La ventana”, que la gente de Lagrimal Trifurca había editado en forma de libro, traducido por Juan Laurentino Ortiz, con un prólogo de Elvio Gandolfo y unos hermosos collages en la tapa, obra e industria del poeta Hugo Diz.
Se lo ofrecí diciéndole que era —y en verdad lo era— la primera traducción hecha al castellano. Transitábamos uno de los pocos años democráticos de aquel tiempo: 1973. Hermosísimo año para todos nosotros.
El volumen era pequeño, y una joyita editorial, y con todo orgullo le digo: “es la mejor editorial de poesía del país”.
Sin hacer caso a mi argumento de venta, me pregunta: “¿y a quién pidieron permiso para editarlo?”
Caí en cuenta rápidamente de que mi entusiasmo me había metido sin querer en un brete, pero a quién se le podía ocurrir una cosa así.
Puse mucho empeño en defender aquello de lo que yo estaba convencido.
         Señor – le digo – quien tradujo del francés este poema es un gran poeta al que todos respetamos y él vive en una ciudad cercana donde vamos a escuchar las lecturas que nos hace de los poemas de Ritsos, a quien nos hizo conocer.
El gran poeta griego había sido preso político de lo que se llamó “la dictadura de los coroneles”. Después de décadas, la solidaridad internacional lo puso de nuevo en libertad y fue candidato al premio Nobel.
         Por Ortiz, hemos conocido a uno de los más grandes poetas vivos, y en cuanto a los editores, son un grupo de bohemios que aman la poesía.
         Haber empezado por ahí, mi amigo – me dice el señor con una carcajada – si son bohemios, son buena gente.
Entonces, se da a conocer: era griego y su hermano era amigo de Juan Ritsos, como lo llamaba él, y además era uno de los dueños del bar El Cairo.
         Véngase esta noche a tomar un café. Yo vivo en Buenos Aires y vengo los lunes.
Así fue. Al cerrar la librería, me fui hasta El Cairo y pregunté por él. Me invitó a una mesa y conversamos. Al parecer, el hermano de este hombre, el amigo de Ritsos, también era poeta. Pasado un rato, llamó al encargado y me lo presentó, aunque ya nos conocíamos porque yo iba mucho por ahí.
         Cuando venga este joven, no le cobre el café – le ordenó. – Es mi invitado.
Así fue como tomé unos cuantos cafés gratis en El Cairo, hasta que un día no lo vi más y me dijeron que era uno de los socios, pero el bar había cambiado de dueño. Entonces, seguí yendo, pero tuve que pagar.
La mesa de los galanes que inventó el querido Negro Fontanarrosa era todavía un sueño que no se le había ocurrido, porque él, como todos nosotros, tomaba el café en el bar Odeón, que era el bar de moda en ese tiempo. Estaba en la esquina de Mitre y Santa Fe; en esa ochava hoy hay un banco.
El gran poeta que vivía a la vera del gran río, conocía a Ritsos desde la época en que sus poemas se publicaban en la Nueva Revista Francesa, que es donde se hace conocer. Y Juanele estaba abonado desde la época en que estaba dirigida por Sartre, es decir, en la época de la Resistencia.
Nos comenzamos a interesar por los poemas que él iba traduciendo. Un día nos habló de un largo poema que se llamaba “La cárcel y las mujeres”, y creo recordar que su tema era el de la guerra. Lo seguí muchos años para conseguir una copia. Hasta que la oportunidad se dio. Yo iba mucho a Paraná en ese tiempo, allí estaban mis amigos los Volpe; Adolfo, el mayor, se había casado con una compañera de la facultad. El papá de Adolfo tenía un campito y un día observo fascinado un grupo importante de cañas de Indias. Pronto cortamos unas cuantas, como 50, y las metimos en el baúl de su Citroën. Al otro día, nos aparecimos en la casa del poeta. Yo había observado que usaba unas cañas de Indias para fabricarse unas boquillas alargadas. Cualquiera podía verlo. Son famosas las fotos con ese tipo de adminículo. Cuando empezamos a bajar las cañas, el viejo poeta no daba con su entusiasmo. Entonces, arteramente, le arrancamos las carpetas con los poemas, cuya ubicación conocíamos, y nos fuimos hasta los Tribunales donde funcionaba la única fotocopiadora de Paraná.
No pudimos publicar ese largo poema, porque nuestra revista dejó de salir. Y cuando los muchachos del Diario de Poesía en los ochenta me pidieron material de Ortiz, se los alcancé y salió en un dossier del primer número.
El griego me había dado la dirección de Ritsos, que ya estaba libre y vivía en Atenas. Le envié el libro editado por Lagrimal Trifurca y le escribí explicándole todo. Me envió un paquete con cinco libros en su versión griega y francesa: uno dedicado a Ortiz, otro a mí. A los tres restantes, los regalé; uno a Elvio que tradujo y difundió por varios países. Nosotros le publicamos un largo poema, Greciedad, que tradujo Alejandro Pidello, y publicamos también una hermosa foto de Ritsos a toda página, que está en nuestro último número de la revista La Cachimba.
Así fue como en un arrabal del mundo, nosotros, diez años antes que los mexicanos y veinte antes que los españoles, nos dimos el gran gusto de traducir a Ritsos y hacerlo conocer.

Así fue, creo, como sucedieron las cosas.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar













Hojas de remolacha*


                                                                                                                                 
En esa casa vivía la polaca. Si nos ponemos a describirla ahora, podemos decir que sobre el muro descascarado una Santa Rita se desborda en fucsia y espinas, con esa belleza traicionera de las enredaderas que dicen te abrazo y lastiman a traición con sus ferocidades ocultas. Delante del muro, una vereda estrecha de césped sin cortar y un basurero de hierro oxidado, que está hecho con una vara de cosa de un metro de alto y un canasto encima para que los perros no destrocen las bolsas.
Detrás del paredón se ven algunos pinos, naranjos y un limonero. Más atrás todavía otros árboles y el techo de chapa de la casa, con cenefas del tipo de las que tenían los andenes del ferrocarril, hojalata con recortes que recuerdan puntas de flecha vueltas hacia abajo.
La polaca había venido huyendo de la guerra, como tantos, y conservó el acento extranjero hasta el último día. La señora la conoció, en los últimos tiempos le hacía los mandados y la ayudó a la sobrina cuando hubo que hacerle la mudanza final.
Se queda un momento mirando el muro, la señora, recuerda.
La Polaca no tenía nombre, era La Polaca; tenía los ojos muy claros y unas manos con venas en relieve y callos como los de un albañil. El marido trabajaba en los ferrocarriles, ella hacía huerta y cosía para afuera cosas sencillas en una máquina negra, Singer, que funcionaba a pedales.
En la huerta lograba zapallitos, tomates, arvejas en sus chauchas de papel de felpa, pimientos, zanahorias. Se encorvaba trabajando, siempre en lucha contra los yuyos, los caracoles, las hormigas, las heladas. De día en la cocina y en la huerta, a la nochecita con los carreteles de hilo y las tijeras. Recuerda, la señora, las sopas de La Polaca, las tortas suculentas, el pan recién sacado del horno.
Había venido huyendo del hambre europea. Cuando vio la arena no podía creer que de este extraño suelo brotase la vida, floreciesen los naranjales y prosperasen los nísperos y las hortalizas. Asombrada y escandalizada veía cómo caían las moras, eran pisoteadas y se creaba un barro espeso. Eso es un pecado, decía, tirar comida es un pecado, y con las cáscaras de las papas hacía abono para las plantas, con la cáscara de los huevos disuelta en vinagre procuraba calcio para los huesos débiles.
Después fue que murió el marido. No se abandonó La Polaca, siempre con los batones limpios, el pasto cortado, su mantel en la mesa y las carpetas tejidas al crochet, blancas de toda blancura, sobre el bahiut de roble lustrado.
Pero el tiempo no solamente despintó los muros, desgastó las puertas, se le marcó en la cara, también y además de todo esto La Polaca se fue doblando. Despacio.
La señora se acuerda de haberla visto mucho tiempo con bastón, caminando cada vez más lentamente y con pasitos más cortos, la espalda cada vez con un ángulo más cerrado, hasta que quedó mirando el suelo. Y lo último ya fue que para trasladarse usaba dos botellas, se apoyaba con una mano en cada una y era casi como caminar en cuatro patas. Resultaba demasiado penoso y así ya no podía vivir sola.
Entonces vino la sobrina y la llevó al geriátrico.
La señora recuerda todo esto en medio segundo, porque contar lleva tiempo, recordar es un viento que pasa por el corazón. Cien imágenes cien sentimientos, una polka en la radio, el aroma de las flores de ligustro, levadura en una masa a contraluz, una fotografía en un marco oval, el chirrido de una mecedora, un gato en un alféizar. Fotos y fotos y fotos vistas todas a la vez, humo en los ojos, algo que parece nítido pero se desvanece entre las manos.
Saca la llave de la cartera, la señora, hace girar la llave en la cerradura, penetra en el predio.
La Polaca murió en el geriátrico.
La sobrina puso en venta la casa, y la vende con todo. No tiene el interés o el ánimo para enfrentar los objetos huérfanos. Hay demasiado silencio aquí, la tristeza de las cosas sin dueño es desoladora. Cómo defenderse de un peine con una hebra de cabello blanco, cómo no contagiarse de la angustia de la mecedora vacía junto a la ventana. Hay que huir, buscar una plaza donde jueguen chicos de risas agudas, ponerse una coraza de luz solar.
Con un estremecimiento, la señora habla al vacío, pide perdón por la intrusión, va abriendo los cajones y reuniendo todos los papeles, las cartas, las fotografías. A las fotografías las guarda en su bolso, a los papeles, sin desdoblarlos, sin leerlos, los quema en el asador de la galería. Después toma un objeto, sólo uno, de recuerdo, y vuelve a su casa.
La señora tiene sobre la mesada cinco remolachas con sus tallos y sus hojas. Toma la cuchilla, corta los tallos al ras de los tubérculos, limpia las hojas y las cocina con cebolla y morrón. Ves Polaca, dice. Ves, Polaca, no voy a tirar nada, Polaquita. Nada, viejita, hoy hay tarta de hojas de remolacha por vos, para no cometer pecado el día de tu entierro.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com












Monstruos en el placard*



—No tengas miedo, Mati —dijo el papá de Matías, y apagó el velador—. Es solamente una sombra.
Matías cerró los ojos, intentó dormir. Por supuesto que era una sombra, él lo sabía muy bien. Pero esa sombra, proyectada por la luna invasora, se transformaba. A veces cobraba vida de animal, otras se convertía en los extraterrestres de las películas. Y otras, se multiplicaba en bichos de patas largas y colmillos enormes.
Todas las noches lo mismo. Cada vez que Matías se acostaba, se quedaba mirando el techo, pensando en aquella sombra. Y la garganta se le secaba más y más. ¿Y si adentro del placard se escondían todos esos seres espantosos de cada noche? ¿Y si un monstruo esperaba, para atacar? ¡No, para nada! ¡Era una estupidez! ¡Qué iba Matías a tener miedo! ¡Justo él!
Sin embargo… ¿por qué cada vez que miraba el placard se le ponía la piel de gallina, eh?
Porque, según los vecinos, en la casa centenaria habitaban “extrañas presencias”. El abuelo las había visto, según le contó un día, poco antes de morirse. Y también papá las vio. En cuanto a él, aquello eran solamente cuentos que inventaban los grandes para controlarlo a uno. Al menos, quería creer que eran solamente cuentos.
Y en esos “cuentos” —de alguna manera había que llamarlos— se oían pasos por los corredores desiertos, se oían cadenas y quejidos del más allá, que no dejaban dormir.
¿Cuentos? No, qué iban a ser cuentos. Matías sabía que las presencias existían, porque las había visto una vez, ahí adentro, en el placard.
¿O eran solo sombras?
No estaba seguro, y esa incertidumbre era lo peor. Por eso tenía miedo. Por eso se tapaba con la frazada, como ahora, para no mirar. Cuando intentaba echar un vistazo, ¡zas!: ahí estaban, otra vez, las presencias.
Las presencias. Sombras funestas esperando tragárselo ni bien se asomara al placard a sacarse de encima aquella maldita incertidumbre.

La luna atravesaba la ventana, seguía poniendo en todo sombras siniestras. Pero Matías tenía sed. Debía levantarse a buscar un vaso de agua, debía salir a los pasillos inquietantes, donde cadenas solitarias se arrastraban como serpientes. Y debía, por último, entrar a esa vieja cocina de campo… en la que alguna vez habían asado a un hombre.
¡Mentiras! ¡Mentiras del abuelo!
Pero papá también aseguraba que aquello era verdad.
¿Y si era verdad? ¿Si aquellas presencias se alimentaban de carne humana?
Aunque tembloroso, Matías enfrentó la situación. Ahora la sed aumentaba.
Tanteó en busca de la perilla del velador. Al prender la luz, las sombras se desvanecieron: un problema menos. Sin embargo, esa luz parpadeante… en cualquier momento se apagaría —andaba fallando desde hacía semanas—, y volvería la oscuridad. Ma sí, él se apuraría con ese vaso de agua, y después volvería a la cama y se taparía de nuevo con la frazada. Bien tapado se taparía.
Salió a la oscuridad del pasillo. Entraba a la cocina cuando oyó horribles estallidos metálicos.
—¡Las cadenas, las cadenas!
Cerró de un portazo y echó llave. Ahora estaba fuera del alcance de las cadenas, pero adentro de esa maldita cocina. ¿Y si venían a cocinarlo a él? No, haría lo imposible por evitar ese horror. Se apuraría.
Abrió la heladera y sacó la jarra de agua. Con los nervios, se le resbalaba de las manos. Se servía un vaso cuando lo vio: a media altura flotaba algo nebuloso. Sin forma, fue convirtiéndose en un viejo. ¡Un viejo que asustaba, un viejo decrépito! Abrió una boca llena de dientes sangrantes y afilados, y se le vino encima…

Matías despertó en la cama. La pesadilla había sido… eso: una pesadilla. Pero muy real. Demasiado.
Se levantó y salió al pasillo. No había cadenas ni ruidos, así que caminó tranquilo a la cocina a buscar un vaso de agua bien fría. No prendió la luz. ¡Para qué, si él no le temía a la oscuridad!
Abrió la heladera y sacó la jarra. Se sirvió un vaso, mientras pensaba en la absurda historia del cuerpo asado. En la pesadilla, su papá le había contado la historia, pero no en el mundo real. ¿O sí? ¿Acaso el lunes pasado no le había prohibido la entrada a la cocina? Aquel mismo lunes dormía, cuando lo despertó un aroma particular: asaban un pollo, o algo así. Quiso salir de la habitación, pero su papá lo detuvo. Le dijo que durmiera, que él cenaría en la cocina con unos amigos.
Le molestó recordarlo, pero… ¿lo había soñado, o lo había vivido?
Encendió la lámpara. Se sirvió un vaso y guardó la jarra. Tragaba y tragaba, cuando oyó a sus espaldas un ruido extraño. Se dio vuelta y vio a su padre empuñando una cuchilla. Sin pies, flotaba a medio metro del piso junto con sus tres amigos. Todos abrieron sus fauces, mostrando espantosos dientes rojos y afilados. Se abalanzaron hacia Matías en el mismo momento en que la luz se apagaba.

Despertó.
—Otra vez las pesadillas —dijo.
Y otra vez la sed: señal inequívoca de que se había tratado de un mal sueño. Como antes, la pesadilla se esfumó en la oscuridad.
Matías sudaba, las gotas resbalándole por la frente. Pesadilla o no, lo cierto es que acababa de despertarse en cualquier lugar menos en su cama.
Qué extraño.
Un vidrio opaco de suciedad velaba lo que él apenas alcanzaba a distinguir: la alacena, el lavaplatos… y tres imprecisas formas que jamás había visto en la cocina.
La garganta seca pugnaba por agua. Él levantó una mano y chocó con algo metálico.
¿Un techo?
Lo envolvía una tenue luz rojiza. Le costaba respirar, los vahos ardientes en las fosas nasales. Y el vapor entraba en su piel.
Palpó paredes calientes, y ahora pudo notar que las formas del otro lado del vidrio… se movían.
Hubiera querido que fuese una pesadilla, pero no: cuchilla en mano, papá se acercaba al horno.
¡Se acercaba a él!
Los otros lo seguían, codiciando con ojos de ansiedad a ese delicioso ejemplar humano.
—En diez minutos cenaremos —anunció el padre.



*De Marcelo N. Motta. marcelusmottae@hotmail.com














Un análisis desde el Abismo de los Sueños Podridos.*




*Por Jesús Brilanti T. lugburtian@hotmail.com




Un Muerto ya no duerme, solo se limita a respirar, respira por la tráquea, y justo un poco más abajo desata batallas, tan salvajes que podrían romper los sueños, inclusive aquellos ya rotos, por que pareciese que un muerto no termina de romperse jamás.
Aquellos sueños que parecían inquebrantables e insuperables, se destazan los unos a los otros, pero ya no gimen, ya no lloran.
El Muerto, respira por la tráquea y parece que todo lo que inhala es azufre, extraño aire puro e irrespirable, pero, hay que absorber el gas  aquel, si no, se dejaría de ser un Muerto, un Muerto de costillas oxidadas, de estómago hecho nudo por veinticuatro horas continuas, un Muerto de podredumbre, que transpira y que suspira pasados y futuros luxados.
¿Qué es un Muerto? Un Muerto suele ser una “NecroRevelación”, por debajo de la almohada deshilada, donde moran piedras enmohecidas, carcomidas por las ilusiones.
Ilusiones, estampidas momentáneas de luz, esa luz que no le pertenece al Muerto, aunque por ahí se diga que “transita por lo largo y ancho de un túnel oscuro, y al final… la luz!”. La luz… la luz… ¡Eso no es cierto!, solo son cuentos de cuna, para no espantar al Ángel de la Guarda, que silente, siempre encuentra al Muerto, a veces por debajo, a veces por encima de la cama, y lo expía a lo lejos, para ver su auto disección.
Anoche me dejé crecer las pesadillas, y pude entonces convertirme en Muerto, afuera, en esa madrugada, había eclipse lunar, majestuoso, gigantesco, pero no menguaba el tamaño de mi pesadilla. Por primera vez me detuve a ver como la oscuridad devoraba a la luminosidad de la luna. La oscuridad como aparato devorador de luz, la implacable desamortización de los sentimientos positivos que devoran corazones con hambre de amar. ¿Sería el augurio de mi próxima “NecroRevelación”?
Anoche me atavié en tentáculos sin carne, solo de hueso, y sus astillas se infiltraron por mis córneas hasta caer abruptamente a las profundidades de mi Ser.
El alma se enferma, cuando uno se pone en el papel de Muerto, pero yo ya había estado ahí, cuando Enya se me escurrió entre los dedos de manera momentánea en aquella pesadilla plagada de insomnio, cuando la promesa falsa se internó en sábanas que no eran las mías, sino las del infame parásito calvo; y hoy, vuelvo a estar Muerto.
¿Qué es un Muerto? Es una amorfa semilla, que florece a pétalos de agua y de espinas, tan salvajes que se quedan sepultadas de por vida, o de por muerte, según se vea, según se sienta por debajo de las uñas, y éstas adoptan primero una cromaticidad verdosa, luego morada, hasta adoptar su perfecto tono falto de luz: negro. Negro, el color del luto en este lado del mundo, puesto que por  éste lado no hemos aprendido aún a reconciliarnos con la muerte, porque el Muerto duele, por eso al Muerto le arde y le despedaza el alma en fragmentos y en intentos de volver a respirar plenamente, pero, es que… el Muerto tal vez dejará de verdaderamente inhalar, pero no cesará de soñar, por que los sueños le impiden sentir la total oquedad, lo que le haría desaparecer por completo.
Un Muerto es la antesala a la locura, que se desnuda de cordura, se reseca la boca y se empapa los ojos… Un Muerto es cambio, es la desarticulación de las extremidades del croma más puro del espíritu.
Anoche mi cuerpo comenzó a temblar, a estremecerse sin control, y me brotaron larvas por la piel, esas larvas que trepan a mi pecho… parecieren de plomo, presionan mi caja torácica de una manera tal que llega el punto que se vuelve insoportable, es cuando te das cuenta de que eres un Muerto. Puedes ver tus brazos, y no reconocerlos como tuyos., es espantoso, es horroroso, es vacuidad total y plena.

Muchos pensarían que un cadáver es un Muerto, no es así, un cadáver es tan solo un cascarón roto, un argón en desuso, ¿materia a la que se le ha agotado el tiempo? ¡No! Un Muerto respira, camina, anda, medio conversa, medio procesa… un Muerto deambula, se va a la cama muy entrada la noche, por que ha extraviado sus almohadas, y se incorpora antes del alba, para lavar su cara con agua fría, para extraviarse en el baño, cepillar sus dientes sin notar que lo hizo, hasta que sangran las encías, después, calentar el motor del vehículo por diez minutos, posteriormente, manejar por las aún oscuras calles y avenidas con la vista empapada en lágrimas, con hemorragia de angustia y pérdida, inutilizando la sonrisa para su eterna obturación, claudicando a la fe; el Muerto vive en el tiempo, sin estar en él. Se vuelve atemporal.

En resumen, un Muerto puede ser, tan solo la reencarnación de un Pintor al que le asesinaron su Alma Gemela, al que se le ha gangrenado el espíritu y cae a palpitaciones incrédulas en un abismo donde los sueños se han descompuesto, donde aparece un cuadro destrozado con decenas de cristales rotos, sustituyendo a su propio marco, brutalmente inundado de odio y rabia.












*


Lo que se expulsa

no se sostiene en el interior de las entrañas

lo que se expulsa no queda pegado a los músculos

como la bocanada última del pez que recibe la muerte

siempre hacia adentro.

Morir de adentro hacia afuera es posible

y aun así, seguir vivo.



*De  Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com



-Mercedes Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato Grow a lover.













El rosario de plata*



La casa fue construida en parte con ladrillos comunes, en parte con bloques de cemento pero está sin revoque desde siempre, nunca es el momento, nunca sobra dinero para revestirla y queda como está. El techo de chapas se asegura contra los vientos por el peso de esqueletos de alambre para cargar botellas, cascotes, cubiertas viejas de automóvil. Al fondo del terreno hay un gallinero de alambre tejido, la soga con la ropa tendida, y varios perros hacen su vida desparramados por el predio, cada uno en su pozo excavado en la arena buscando la tierra fresca de más abajo en el verano, reparo contra el frío y las ráfagas impiadosas en el invierno.
La familia vive al lado de la defensa, ese terraplén elevado para evitar que el río entre en los pueblos cuando sube; pero la casa está del lado de afuera, ocupando tierra fiscal y sujeta a la inundación que inevitablemente sucede cada tanto. Entonces, cuando se viene el agua, levantan todo, y al volver hay que recomenzar. Los vecinos son un poco más nuevos, las casas no están completamente construidas de material como la de ellos, sino que todavía hay alguna pared de chapa o de maderas mal clavadas que dejan entrar el viento y los bichos por las hendijas.
Un letrero escrito a pincel “albañilería, corte de césped”, y la perita para mezclar el cemento debajo de una chapa adosada en forma de galería, nos dicen que son gente de trabajo. El hombre hace labores ocasionales que consigue por su cuenta, y lo que le va dando un contratista cuando lo necesita. La mujer limpia casas; el hijo mayor sale a trabajar con el padre o consigue changas como cargar y descargar fletes, podar algún árbol, pintar una pared. La hija mayor ya formó pareja y tiene un nenito, se fue a vivir a La Guardia con un muchacho que trabaja en una fábrica de tanques de agua; los más chicos van a la escuela, y Lautaro estudia en la Facultad.
A Lautaro, de llamarlo Lauti pasaron a decirle “el doctor” desde que comenzó a estudiar abogacía, y todos fingen que no les importa, pero están encantados con la perspectiva de tener una persona con título en la familia. La madre está segura de que cuando trabaje vestido con saco y corbata, la va a llevar a vivir a una casa con cloaca y agua corriente, calefactor y gas natural como las casas de sus patronas. El padre se le burla, pero se nota que está orgulloso del doctorcito.
No es fácil conseguir la comida para poner a la mesa todos los días. Los tres menores gastan ropa y zapatillas como si fuesen diez en vez de tres, comen como lima nueva y siempre hay alguna cosa para la escuela que hace falta sacar fiado del quiosco a último momento.
El Lauti, que va a la Facultad, no puede andar rotoso. El padre le alarga unos billetes enrollados sin decir nada; la madre, que se quedó unas horas más en una casa porque la señora tenía invitados, le pone la ganancia extra entre las hojas del libro; el hermano mayor, Ezequiel, le regala unos pantalones, una camisa, unos pesos para que cargue la tarjeta de colectivo.
Ezequiel el mayor, con sus veintitrés años ya sabe que la vida no le va a ser fácil. Él ya no es una carga sino una ayuda, la hermana hace su vida, pero están todavía los tres más chicos y el Lauti. Los padres, aunque todavía jóvenes, sufren el desgaste del trabajo duro, las temporadas de frío, calor y humedad eterna que se les acumulan en los huesos. Quisiera, Ezequiel, ser capaz de aportar más de lo que consigue llevar a la familia. Sale de la casa bien temprano con la gorra manchada de pintura y los pantalones de albañil, rasgados en las rodillas para que no tiren al agacharse, y cava pozos, encala postes, acompaña a un amigo a pescar y después venden las piezas a los puestos sobre la ruta, corta el césped de una quinta; pero es joven, y a pesar del agotador trabajo del día, al anochecer todavía tiene fuerzas para jugar al fútbol en un campito y se toma unas cervezas con los amigos, de parados nomás, afuera del quiosco. Debajo del farol, se ríen, y van perdiendo los dientes, y los cuerpos jóvenes se van poniendo duros y fibrosos por el trabajo.
Lautaro ya lleva dos años yendo a Santa Fe, a la Facultad. Por suerte la C verde lo deja justo en la esquina. Dice el Lauti que las clases son muy largas, que las aulas están tan llenas que a veces no alcanzan las sillas, que hay que memorizar libros enormes, que él estudia en la biblioteca porque los textos son muy caros. Muchas veces termina tarde las clases o se reúne a estudiar en grupo, y se queda a dormir en la casa de un amigo. Y dice Lautaro que los amigos viven en el centro de Santa Fe, que uno es hijo de un médico y tiene su propio automóvil, otro es hijo de un abogado y se prepara para entrar en el estudio del padre. Cuando se reciba, seguro que lo van a ayudar a empezar el ejercicio de la profesión, le van a allanar el camino, dice, y el padre se ríe y dice que la llana sirve para emparejar la mezcla, y le da un bofetón en broma que es una caricia.
Un día a Ezequiel lo llamaron para ayudar en una mudanza. Iban tres muchachos en la caja de la camioneta, sentados entre las cosas atadas con cintas. Ya habían subido todo, en Candioti, y lo descargarían en el barrio Sur, a pocas cuadras del parque.
Habían comprado una gaseosa que iba pasando de boca en boca. Cuando la camioneta pasaba un badén o un pozo, el que estaba tomando se derramaba gaseosa en la remera, y los demás se reían. Estaban mirando las chicas que salían de un colegio, cuando un grito los hizo volverse a los tres a la vez hacia la izquierda. Una mujer había quedado tendida en la vereda, y una moto pasaba a toda velocidad al lado de la camioneta. La motocicleta no tenía patente, un muchacho la conducía y otro, el de atrás, que había ejecutado el arrebato, llevaba la cartera de la señora y la estaba abriendo para hurgar en su interior.
El fletero se detuvo para asistir a la mujer, los ayudantes también bajaron. La mujer, sentada en el suelo, aturdida, se había doblado una muñeca cuando frenó la caída con la mano, pero no quiso que llamaran a una ambulancia. Les dijo que no hacía falta, aunque estaba llorando, un poco por el susto y otro por la angustia de haber perdido la cartera. Dijo que en la cartera tenía los documentos, dinero, pero, lo más importante, tenía un rosario de plata que había sido de su abuela. Lo decía y lloraba, como azorada por entender que nunca más volvería a pasar entre sus dedos, una por una, las cuentas pulidas por el uso.
Ezequiel no había descendido con los demás. Se había quedado en la caja de la camioneta, mirando todo desde arriba. Pensaba que la señora podría ser su mamá, que rezaba una decena del rosario mientras amasaba, o mientras tejía silenciosamente las tardes amables en que el sol la dejaba poner una silla debajo del naranjo. Y pensaba que el pibe chorro de la motocicleta, el de atrás, era muy parecido a su hermano el doctor.
Todo había pasado con rapidez, dos segundos y la escena había comenzado y dado fin, el de la moto iba mirando el interior de la cartera, él apenas había vislumbrado un perfil, a medida que los minutos transcurrían separándolo de la certeza, la necesidad de haberse equivocado lo hacían dudar, y al final del día casi había logrado convencerse de que el ladrón no era su hermano, que no había visto su cara, que los pantalones y las remeras se fabrican por millares, y son todas parecidas, fáciles de confundir.
Sin embargo, al llegar a la casa esa noche no pudo contar el incidente, de sólo pensar en lo ocurrido se le atenazaban los músculos de la garganta. Sentía una mancha oscura extendiéndose sobre la familia.
No fue esa semana, ni la otra.
Fue cuando vio el rosario de plata en el cuello de la madre, cuando la madre le dijo que el doctorcito lo había encontrado en una vereda en Santa Fe, al salir de la Facultad. Entonces supo.
No era muy difícil. Una vez que uno sabía, con dos o tres preguntas atinadas a la gente correcta se podía averiguar todo. Se pierde la inocencia, y se accede al conocimiento, pero claro, hay que perder la inocencia, y es un alto costo porque entonces ya no se puede ser feliz como un niño, no más.
Se enteró de que Lautaro había dejado de estudiar al mes de entrar a la Facultad, que se iba todos los días con un grupo de amigos que vivían en una casa tomada en el norte de Santa Fe, y que esos amigos lo habían introducido en los arrebatos y robos en viviendas. Ahora que sabía, podía dejar de negar el evidente olor a mariguana, y no culpar a la lectura por el enrojecimiento de los ojos de su hermano.
Ezequiel esperó que los chicos fuesen a la escuela, que la madre fuera a trabajar, que el padre hubiese dejado el patio rumbo a la obra. Sólo con Lautaro, le preguntó con la voz dura cómo le iba en el estudio, y escuchó con cara de ídolo tallado en madera la respuesta del hermano, sabiendo que le mentía.
No le dio ninguna explicación. Ya había visto cómo los padres de amigos suyos que se habían hecho delincuentes, se habían apagado como si les hubiesen extraído la sangre, el orgullo, la posibilidad de caminar con la cabeza levantada, la posibilidad de ser felices.
No le dio ninguna explicación. Una niebla roja le nubló la vista, y al golpe de pala el Lauti ni lo vio venir; después fue pasarlo por sobre el terraplén, y tirarlo al río que todo lo acalla en sus aguas marrones.
Pasaron varias semanas buscando hasta que por fin lo encontraron en un bañado, enredado en las cañas de la orilla. Lo pudieron enterrar y llorarlo. Se investigó un poco, pero la historia se fue olvidando.
La madre del doctorcito reza por las tardes con el rosario de plata, y, cuando está en la casa, Ezequiel mira con sus ojos oscuros cómo pasa las cuentas pulidas entre sus dedos, una por una, sin decir una palabra.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com












*


En el café de la mañana revuelvo la angustia. Le pongo azúcar y sabe bien. Los edulcorantes le dan a la angustia un cierto sabor a metal. Puedo colocarle una gota de locura para que la angustia no me duela en el estómago. Entonces está todo bien y salgo a la calle.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







Inventren








La Rica*


El hombre lee en su asiento una carta escrita sobre papel verde. Se inclina un poco tratando que el sol que ingresa por la ventanilla ilumine de lleno en esas letras de birome azul. Tiene sus ojos cansados y la presbicia lo obliga a distanciar bastante la carta, a punto de temer con incomodar con la extensión de su brazo a la señora sentada enfrente en la que puede ver una mirada curiosa detrás de esos anteojos redondos con bastante aumento.
Y además, que importancia tiene que esa señora sepa de su felicidad, de su ir y venir con el amor y la distancia.
Ella iba y venía, en su trabajo por los aires, en sus ensueños o en amores fugaces de cada aeropuerto que no lograban desplazarlo a él. Su hombre. Él, que iba y venia todos los fines de semana para compartir su lecho, sus labios. Para caminar con ella de la manito o en el abrazo de hombro de ella a cadera de él que tanto les gustaba, como a los eternos amantes, novios o compañeros de vida, aunque nunca supieron definirse, no les interesaba otra cosa más que llevarse de la mano o del abrazo por la vida que era una sucesión de instantes o una eternidad bajo una misma luz, pisándose a veces con mutua torpeza los pies en aquellas estrechas veredas del centro antiguo de la ciudad, para luego retornar al departamento de ella y fundirse en un solo cuerpo a luz de luna o estrellas, a sol que entibia la piel o a cielos de acero sin grietas. Aun parece sentir el ruido de la lluvia cayendo a gotones de sonido persistente por los techos, mientras adentro los cuerpos se encendían bajo cobijas del frío invierno.
Sentados en la cama, los domingos a la tarde él le leía cuentos de Dal Masetto y ella a él a Borges o Cortázar. Una vez, le leyó "Romance" y él sabía, que era apenas un pretexto para llegar a la frase final que tanto lo oprimía como presagio, como una anticipación acechante a la vuelta de la esquina, o en cada ir y venir a la estación de trenes, para llegar o partir de los brazos de ella, su amor, su compañera.
Recuerda haberle leído esa frase final del cuento de Antonio Dal Masetto que ahora ronda en su cabeza: “el destino es insondable y no existe felicidad que no este amenazada”.
Su piel lo enloquecía. Su blanca piel casi transparente en la que podía ver rutas celestes que no parecían venas sino mapas de cielo.
Él sentía cada encuentro y cada despedida como si fueran una misma imagen superpuesta de ese intento imperfecto de volver una y otra vez al placer, o al contacto de la piel, la fusión de los cuerpos, el orgasmo de cada cual a su tiempo y modo, la sonrisa del después y el dormir abrazados para entrar en la noche del sueño bien juntitos. Gabriela y su parecido a Bette Davis. Sobre todo la expresión de su mirada. Fue un descubrimiento mientras en una madrugada vieron “La extraña pasajera”. Como les pego esa frase que adoptaron casi como un lema propio: "tenemos las estrellas, no pidamos la luna".

*
Vuelve a doblar las tres o cuatro hojas de la carta sin dejar de echar una última mirada con los ojos húmedos sobre el encabezado, que seguramente la señora que esta allí enfrente ya ha leído, aun fingiendo desinterés y con la mirada perdida en algún punto de la estación que de una vez están por dejar cuando la fuerza de la máquina logre romper la inercia y el viaje se desate sin atenuantes.
“A los tristes no los quiere nadie” se dice a modo de explicación.
Entonces cunado el tren arranca el hombre rompe la carta en cuatro con expresión de angustia marcada en el rostro, aunque ya maldice su impulso, su inútil esfuerzo por doblegar ese pequeño hilo de ilusión que lo mantiene ahí, no queriendo preguntarse sin respuesta, y entonces guarda esos grandes pedazos en el bolsillo derecho de su campera, quizá ya mismo piensa en pegarlos con cinta transparente al llegar a su casa. Lo que no tiene remedio es el contenido de la carta.
Intenta disimular su rostro desencajado. Se levanta y se va al otro vagón, no quiere testigos, que nadie se pregunte por que él sigue yendo y viniendo en ese tren. Como si el tiempo no hubiera pasado.


*De Eduardo Francisco Coiro.





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JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-


JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






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-Por Ferrocarril Midland-



Km 55


ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.









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