domingo, mayo 27, 2018

NADA DE ESTO TE DICE EL RÍO…



*Foto de Paula Novoa.









14*




Frente a Esquina, Brown cañoneó con éxito a
Garibaldi, pero dejó que huyera a pie, por el
respeto. El italiano había estado en Gualeguay
con un tiro en la garganta. Lo torturaron en
un almacén. Nadie diría que unos años más
tarde entraría con mil camisas rojas en el
Reino de las Dos Sicilias.
Nada de esto te dice el río. Nada del libre
heroísmo del piamontés, del irlandés que se
hizo combatiente de río. Naves de guerra
hubo que ya el río no recuerda. Y la perpleja
admiración por cuestiones que se engendraban en
las pulperías y en los ramos generales. La
tirria que se acumula por la ropa vista un
día y otro, y al día siguiente, como quien
comprueba el desgaste del poncho, el fiel trabajo de
la humedad y del vientito frío de otoño que
pule las cañas, doblega los juncos, cala en
las patas de las sillas, la arpillera, el adobe
profundo. Entradas del río cuyo remolino
harta. Ofuscamiento de lo cotidiano que de
repente cede cuando un cañón dispara contra
la isla. Cuando la historia llega como el mito y
cantan las cosas, brillan sin vileza, se dan
de una vez, aunque ahora parezcan de ausencia y
quién sabe qué hay debajo del río, blanquecino
a ciertas horas. Frío y querido. Él mismo un pez.



*De Jorge Aulicino, "El río", inédito









NADA DE ESTO TE DICE EL RÍO…








*



Escuche.

La luz del sol

que anda entre los tréboles

aún tiene voces de agua:

un río pequeñito y caudaloso

desborda en su jardín cada mañana.

Preste atención.

La sangre también es como un río;

el llanto, no,

es como la lluvia mansa,

que abre grietas sutiles.

El problema del agua

no es el desmadre,

no,

es la furia

atrapada en los vidrios de la superficie en calma.

Sospeche.

Siempre estamos al borde de una inundación.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com













El último día de septiembre*




*Novela de Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



(Parte 10 de 10)





Vino el primer golpe. El puño se volvió a cerrar casi al instante e intentó, por un segundo, ser una piedra. Quiso ser un movimiento que concentrara toda la desesperanza, la furia, el alcohol que, para ese entonces, ya había borrado su huella. También pudo ser un simple golpe, una bravuconada sin mucho tino. La sangre brotó en los labios de R. “¿Qué hacemos?”, dice Roberto. Nadie quiere ir a un cajero para sacar dinero con las tarjetas de crédito. Les digo que es muy peligroso. El alcohol ya no es prioridad. Ahora hay que ir por más. La violencia se interna en algún sitio de sus cuerpos pero aún no acaba de explotar. Es como si alguien dijera: “Somos nosotros los que estamos atrapados, todos juntos, como peces en una red que nos estrecha y hace que peleemos, que lancemos bravatas sin filo, que esbocemos planes que, de inmediato, se revelan como desastres”. Él nos dijo su clave antes del segundo golpe. ¿El número de alguna casa de infancia? ¿Su fecha de cumpleaños? ¿Cómo saberlo? Porque la facilidad con que dijo el número hace temer un trampa. Jonás le dice que lo golpeará, que hincará un cuchillo entre sus costillas, que su filo probará la profundidad de su vientre. Pero él se mantiene en su dicho. Vuelve a decir la cifra. Pronto nos damos cuenta de que podría repetirla toda la noche si es necesario. El hombre podría decir los números, una y otra vez, incluso después de muerto. Los números quedarán flotando en el aire. Los números son globos que revientan. Y sólo queda la voz del hombre, quebrada por el temor pero también por una rabia pálida y soterrada que nos condena.





***




Mira un rato la calle antes de ir a la oficina. En la mesa del comedor hay unos papeles por revisar. La soledad y el amargo destello de una cerveza en la cocina. Empieza la última semana de septiembre y su caudal de días lentísimos. Hay una nube que quiere volverse oscura, sin embargo aún no llueve. R cree que la ciudad, en escondidos minutos de la jornada, en instantes casi secretos, se transforma en un lugar más cálido, una ciudad entrevista en el sueño, una ciudad que retiene las huellas de los visitantes y las utiliza para escribir nuevas historias, vidas que mezclan sorpresa, desolación y lágrimas. Los pájaros son rastros dejados al azar y sus sombras se disuelven como un recuerdo desfigurado, como una fotografía que, con el tiempo, se transforma en una sensación que no puede recomponer sus elementos pero que anda por ahí, flotando bajo las copas de los árboles, en el globo que sostiene un niño en la plaza o en el anzuelo desesperado de una prostituta. El sol deja en la ventana el brillo escamoso de los peces. R se mira en el espejo y advierte unas canas en su barba. Septiembre es un pulpo que oculta su paso con tinta, es un cementerio de pensamientos, un día de horas varadas y de vasos sostenidos por manos torpes, que dejan su silencio como ofrenda a las palabras que nunca llegan, a las palabras que nadie pronuncia. R se prepara una taza de café para no pensar en ella. Sin embargo aún persiste el sueño de ayer, el sueño en el que ella camina descalza sobre la arena y mira un mundo blanquísimo desde la penumbra de un sombrero de palma. Le gustan sus pies. Le gustan sus parpadeos cuando habla y le gustan sus labios cuando se cierran y parecen una línea volátil, una marca vibrante y difusa. Por eso septiembre es una espiral que no acaba, una corriente nocturna que remueve la luz de la ciudad y la derrama sobre el asfalto. Septiembre deja su sedimento en el escritorio y R vuelve a examinar papeles, a dar un sorbo al café cuyo sabor permanece como un latido, como un atardecer que se consume, que acaba su luz hasta no ser más que un espacio lleno de insectos, de televisores encendidos, de botellas que se abren y cuerpos que buscan el frágil consuelo de las sábanas.





***




Vago por las calles oscuras. ¿Regresar a casa? Imposible. Ellos me pueden buscar y hacerme víctima de una revancha desesperada. Me buscarán. Me siento en una banqueta. Espanto moscos con las manos. Hay compactas nubes de insectos. Pienso en Jonás y Roberto años atrás, cuando los conocí por primera vez. Hay un orden que no puedo cambiar pero que está cerca de mí, rodeándome, interrogándome con lascivia. Un perro, impreciso en la oscuridad, me ladra tras una reja. Sus ladridos parecen una burla o, mejor aún, un reclamo. Los autos nunca se detienen y su rumor se escucha hasta estas calles casi desiertas. Es un flujo circular, un cauce que no se agota. Cuando eres niño piensas que puedes ser especial, que puedes lograr muchas cosas. Pero la vida sigue y los errores, las omisiones, los miedos, se van acumulando hasta formar una pared inmensa, imposible de franquear. Por eso las preguntas son muy grandes y el futuro es este camino sin rumbo, estos charcos, esta lluvia intermitente y esta basura. Quizás mi lugar está aquí, en las calles de esta colonia miserable que colinda con áreas de gente afortunada, hombres y mujeres que tienen empleos provechosos y vidas resueltas. Caminaré en círculos hasta que me agote o hasta que llegue la mañana. Caminaré hasta que la lluvia aumente y se convierta en un diluvio que borre nuestros rastros, nuestra presencia y transforme a esta ciudad en un esqueleto poroso, en entrañas abiertas que pierden fuerza y se corrompen. Pienso en el hombre y en la suerte que correrá. Pienso en la botella que no pudimos comprar y en la rabia acumulada que detonó todo, que echó a andar una carrera que aún no termina. En realidad, las últimas horas, los últimos años, los últimos instantes, están contaminados por algo que flota, algo que nos erosiona poco a poco. Busco un cigarro en los bolsillos del pantalón, pero no encuentro nada. Quiero creer que, con el cigarro, llegará la tranquilidad. Necesito el humo y tener la mano derecha ocupada. Necesito saber que este día tiene algún significado y no es producto del puro azar, de un caos que nos agita como si estuviéramos en el vientre de una ballena o entre los dedos de un dios de dientes oscuros, un dios con ojos hechos de vidrio molido que ríe, deja en libertad sus espinas y se retuerce hasta envenenarse con sus relámpagos.





***




El celular siguió sonando. Uno de ellos, el de voz más grave, le dijo a R: “¿quién es?”. El timbre siguió perforando el silencio. La vibración se extendía en el cuarto. Dio un par de timbrazos más y luego se calló. Uno reclamó: “Qué idiota eres, si era un familiar pudimos haberlo amenazado, decir que lo tenemos secuestrado y exigir una recompensa para esta misma noche. Luego, lo dejamos por ahí, dividimos el dinero y no nos volvemos a ver”. El otro respondió: “¿Y si es la policía? ¿Si alguien lo está rastreando? ¿Si este aparato tiene algún tipo de rastreador que está funcionando en este momento?”. La palabra “rastreador” se escucha con eco. Se acerca a la silla a donde está el teléfono e intenta tomarlo. El otro se interpone. Las voces se confunden: “No le hagas nada, pendejo. Es nuestra única opción para salir bien de esto”. “Necesitamos deshacernos del teléfono”. Afuera reinicia la lluvia. “El teléfono, el teléfono”. Se repiten las palabras. “¿Dónde está el teléfono? Está ahí. Vamos a destruirlo. Vamos a romperlo en mil pedazos. Vamos a desentrañar sus secretos. Vamos a leer sus mensajes”. Pulgares ansiosos, pupilas fijas en la pantalla. Un menú principal, luego otro y otro. Nombres que no dicen nada. Letras blancas y brillantes. Era como si R supiera de antemano lo que iba a ocurrir ese día, como si disfrutara, amarrado en la silla, el desconcierto, la estupidez de sus captores potenciada por la ansiedad y el alcohol que aún queda en sus cuerpos. “¿Y si llamamos a alguno de los últimos números que marcó? ¿Cómo saber quién es? ¿Hacemos una llamada al azar?”. Para ese momento todo es azar, todo es una montaña de caos que se desmorona con sus palabras, se deslava con la lluvia que no deja de caer y que parece un cerco invisible, una muralla que los obliga a tomar, por fin, una decisión. Uno deja el celular en la silla y el otro arremete contra R para ganarle al tiempo y a la mañana. Le dice que le retorcerá el cuello y su voz es una espiral que tiembla, un estremecimiento en un charco de agua. “Sabemos lo que hacemos. Tienes que cooperar o esto acaba mal. Piénsalo”. R parece una sombra sin voluntad, una esquirla que ha dormitado por años en el campo enemigo. Mueve los pies y endereza el torso. Ellos lo rodean. R alza la cabeza y busca la luz del foco con tranquilidad, como si estuviera tomando aire antes de sumergirse de nuevo en la oscuridad, tenue, que antecede a la muerte.






***




Cambio, me vuelvo más viejo. Me sentía un poco derrotado en las mañanas de la adolescencia. Desde aquellos años me preocupé por el dolor. Mi preocupación no se reducía a lo físico, era el miedo a sentirme finito, a abandonar mi cuerpo e internarme en un sitio del que nadie sabía a nada. Quizás, mi interés en los libros, en dejar registros escritos, era tratar de detener o, al menos, estabilizar la avalancha del tiempo, ese transcurrir que se metía en todos lados: en los pliegues de mis pantalones, en el tapete de la casa y en la jaula de los canarios cuyas voces se ramificaban en las tardes. Después hubo un momento en que el miedo se volvió demasiado sutil como para tomarlo en cuenta. Los años pasaron. La ciudad creció. Se abrieron nuevas calles. Pueblos, antes alejados, ahora eran colonias que cultivaban basura, pintas en las bardas, pobreza. Los autos formaban largas filas en los cruceros y parecían escarabajos ardiendo con paciencia en el mediodía. En la preparatoria me relacioné con más personas, hice algunos amigos, aunque seguí conservando una huella de timidez que emergía de cuando en cuando. Era bueno estar solo en las tardes, no tener citas ni compromisos. Era bueno pensar que no habría demasiados cambios en el futuro. En esos años la muerte se reducía a una noticia en la televisión o a un vecino de edad avanzada que un día, simplemente, ya no aparecía en la calle. Todo tenía un matiz natural, un desarrollo predecible. Gente va y viene. Uno se mete en una burbuja y deja que pase el tiempo. Los canarios se fueron, creo que mi madre los regaló a una señora de una colonia cercana. Sí, lo recuerdo ahora: era una casa pequeña, tres o cuatro habitaciones comunicadas por un estrecho pasillo. Al fondo, un patio con una especie de cuarto de servicio. Ahí había varias jaulas con canarios. Algunos eran de un color amarillo sólido, otros estaban salpicados con manchas negras, quizá alguno era totalmente blanco o naranja brillante. La luz era plena y entibiaba nuestras respiraciones. Ya no hubo animales en la casa. El jardín, desde entonces, fue un lugar poblado por la lluvia, ladridos lejanos, hojas arrancadas por el granizo y una tenue niebla en los días más fríos del invierno.





***




R dice un número cualquiera. Lo repite ante sus captores. Siente un golpe más, esta vez en la boca del estómago. Tose un poco. La saliva se adensa. El golpe no ha sido tan fuerte. Parece que el impacto no ha hecho demasiado daño aunque el dolor persiste como un recordatorio de que pueden venir más golpes. Uno repite el número y el otro lo anota. Lo celebran discretamente porque aún desconfían. R trata, también, de memorizar el número. Pronto comienza a interrogarse, a reclamarse en silencio por qué no dijo los números correctos. Se responde que es una pequeña venganza, una trampa que puede ser valiosa o un elemento definitivo para su condena. Tiene que repetir esos números para estar seguro frente a ellos, frente a esas voces que se mueven en el espacio cercano, que gravitan en la humedad y que sugieren ojos chispeantes, frentes sudorosas, vientres abultados, sombras que se retuercen como gritos encerrados en una caja. Repite el número en su mente para que no hablar con voz insegura, para no tartamudear o no contradecirse. De pronto alguien se acerca a su cabeza y murmura con una voz que intenta parecer serena: “Dinos más. ¿Dónde tienes dinero? No te haremos daño si cooperas. Necesitamos efectivo, nada que tengamos que cambiar después”. R percibe el aliento aún empapado de alcohol. Es un olor dulzón que se debilita pronto. Es un vaso que expulsa tranquilos reflejos. Alza la cabeza en dirección a su interrogador o a donde cree que se ubica. En su mente hay una borrasca, un rayo negro, un colapso de tierra seca. Entonces, de un solo impulso, repite los números.






***





Vuelvo a los papeles. Ayer soñé que volvía a mis apuntes. Escribir como una forma de caminar en un sendero cada vez más oscuro. Escribo “Mérida” con letras grandes, quizás para no olvidar el nombre de la ciudad. Después trato de describir el cuerpo de ella, hacer un retrato. Sin embargo, pronto cambio de idea y empiezo a buscar palabras al azar, sin conexión aparente. Intento que cada letra, cada línea que la estructura, tenga relación con cada parte de su cuerpo: con su cuello largo o con la redonda sombra de sus pezones. Es una utopía, lo sé, pero me gusta pensar en ella para llenar esos espacios que permanecen sin respuesta, las cosas que ignoramos de nosotros.






***





Escucho que discuten. Creo que a veces se olvidan de mí. Las palabras brotan en un caudal que se entreteje y se vuelve ininteligible. Hay muchos “pendejo, no lo voy a hacer, estás mal, nos va a cargar la chingada”. Me siento en la cubierta de un barco en plena tormenta. Hay un vaivén de cuerpos. Hay palabras arracimadas. Hay músculos en tensión. Estamos detenidos en un límite acuoso, un territorio lleno de relámpagos, un sitio de insectos cobrizos que danzan y revolotean. Empiezan a enojarse entre ellos. De pronto aparece el nombre de Ezequiel. Lo mencionan una y otra vez; después lo maldicen. Ezequiel, dicen, y pienso si lo escuché hablar una vez. “¿Dónde está Ezequiel?”, preguntan. “Quizás fue por algo. A lo mejor se asustó”. “¿Y si fue a denunciarnos? Es un maricón, no se atrevería. Vamos a buscarlo. Primero necesitamos saber qué hacemos con éste. Es peligroso. Carajo, no podemos estar así mucho tiempo. ¿Y si matamos a este?”. Uno ríe y el otro se queda callado. La posibilidad flota en el ámbito húmedo del cuarto. De nada sirvieron los números que les dije y que repetí hasta el cansancio en mi mente. No se atreven a salir. Están atrapados pero aún no lo saben. Imagino sus ademanes, sus gestos detenidos por la duda y la decisión metida en una secuencia en cámara lenta.





***





El gato dio un brinco y llegó a otra ventana, la que daba a la recámara principal. Ahí, una vez afianzada su posición, la miró entrar por la puerta. Ella prendió la luz y la zona fue invadida por un resplandor lechoso, como hecho de aceite. Los muebles comenzaron a emerger y a asomar su perfil de bestias dormidas. El gato la miró mientras entraba a ese espacio blanco. Ella se sentó en una orilla de la cama y miró a su alrededor. Había algunas cosas en desorden; parecían pistas dejadas para que ella encontrara un significado. Se levantó y pasó la palma de la mano sobre un buró de madera. Una huella quedó en la superficie. Parecía una niña descubriendo un mundo nuevo, probando las cosas que antes le eran prohibidas. El departamento de él le parecía extraño y, a la vez, conocido. Después del buró, inclinó el cuerpo y husmeó en una pequeña caja de madera. Sus dedos hurgaron entre clips, un tornillo oxidado, pilas y un par de monedas. El gato entrecerró los ojos mientras ella hacía más evidente su curiosidad y su extravío. El ámbito de la habitación era removido por la respiración de ella que seguía hurgando. El gato la miró mientras revolvía con paciencia unas fotografías y lo encontraba más joven, con un grupo de amigos en una feria atestada. Sonrió y siguió mirándolo en distintos escenarios, congelado su rostro con el mismo gesto: una media sonrisa que no mostraba los dientes, como si se avergonzara de estar ahí, como si supiera que ese no era su lugar, que debía estar lejos de ahí, en otro lado, quizás en Mérida o alguna otra ciudad calurosa, llena de insectos vibrantes, reptiles verdes y perezosos.






***





Ellos pelean. R escucha el forcejeo. La energía se desboca. El foco sostenido de un largo cable parece una polilla asustada. Las sombras migran al techo, a una pared, de nuevo al piso. “¡Qué te pasa!”, dice uno. “¡Dame la pistola, pendejo!”. Las voces son sustituidas por una lucha sorda. Uno parece ganar la batalla. Hay un momento en que ambos sujetan la cacha de la pistola. Las fuerzas se concentran en ese punto y, el más alto de los dos, trata de desplazar a su enemigo usando el antebrazo. El otro no se rinde e intenta una última acometida a pesar de que la pistola apunta a él. El tiempo se fragmenta. R prueba, una vez más, la sangre en sus labios. Puede oler el miedo disfrazado de humedad. Puede sentir a la muerte que emerge del piso y que forma una presencia casi humana que mira, con complacencia, lo que está sucediendo.





***





El timbre del teléfono sigue. Es una campana diminuta y persistente. Es algo que repica muy adentro, como una voz que reclama, que pide ayuda. El sonido agudo detiene el tiempo. Es un resplandor, una corriente eléctrica que se ramifica como las venas de un ojo inmenso cuyas pupilas se agrandan, nos absorben. En la silla, el teléfono vibra y suena. Y ellos están ahí, inútiles comparsas. El timbre es una mano sembrando incendios. El timbre es el brillo en los dientes de un dios diminuto, constelado de dudas, cuya risa revienta como los cascos de un potro asustado.





***





Hay un disparo. Nunca había escuchado ese sonido. Es como un trueno diminuto que, sin embargo, se expande, gana presencia conforme pasan los segundos. Es un sonido que rebota en las paredes, que parece tener vida propia. Escucho el metal del casquillo contra el piso. Es un tintineo humeante apenas, un salto de esquirla. Un cuerpo se desploma. Pienso, en medio de la incertidumbre y el hueco caliente que se abre espacio en mi estómago, en un avión que pierde altura hasta estrellarse en el mar. No hay gritos, ni súplicas, ni algún rastro de dolor. Sólo pienso en la sorpresa de la muerte que congela pupilas, las deja opacas, fijas, como si miraran una superficie estéril, un desierto. Se escucha la pesada respiración del otro. El muerto, imagino, conserva rescoldos calientes, como brasas ya débiles que intentan, con su resplandor, prender fuego a la noche. Trato de imaginar más cosas en mi ceguera, atrás de este trapo oscuro. Quizás siempre fueron dos hombres. Ezequiel es sólo un fantasma, un nombre que emergió por el veneno del alcohol, una presencia trabajada por la muerte. Ahora estoy con el ejecutor. No conozco su nombre. No se atreve a hablarme. Los instantes forman un plano cenagoso. Estamos en un pantano y, cada movimiento, cada decisión, nos hunde más. El disparo, la caída del cuerpo, las gotas de lluvia en las ventanas, son eventos simultáneos aunque con diferentes perspectivas. Lo escucho respirar y dar algunos pasos. Creo que camina en círculos. Creo que cada paso enreda más sus pensamientos y, quizás, lo acerca al borde de la locura. En realidad, para él sería muy fácil jalar el gatillo. Podría, incluso, jugar con el arma a escasa distancia de mi cabeza y comprobar si puedo percibir el peligro, si puedo empezar una cuenta regresiva o si soy un animal envuelto en la penumbra, un animal ignorante de que, en ese instante, está a punto de ser cazado.





***




¿Cuánto tiempo estuviste en esa cama? De la cama al sillón; del sillón a la cama. ¿Deseabas un final rápido, quizás inesperado, como ocurrió, o quisiste que los días se demoraran para buscar una esperanza? De la cama al sillón en las tardes enmarañadas y espesas. Quizás sentiste que estabas en una fila de condenados cuya secuencia es aleatoria. A veces desaparece alguien de atrás y luego alguien que está a la mitad. Todos están ahí, algunos ya con las cabezas desnudas, las venas congestionadas y los brazos como las ramas secas de un árbol; luego ya no están más y sólo quedan desnudas camas de hospital, crucifijos que bendicen un florero vacío. Tú, después de las primeras quimioterapias, después del primer encuentro con el río tóxico que degradaba tu cuerpo, sufriste también la caída del cabello. Después de un tiempo compraste una peluca y, cuando llegó la primera remisión, tu cabello comenzó renacer, a surgir con más fuerza, a brotar más grueso. En ese momento creímos asistir a una nueva vida surgida de un derrumbe en apariencia definitivo y así lo fue por más de seis años. Cuando volvió el cáncer en forma de una mancha oscura en tu pulmón derecho, después de las primeras sesiones de quimioterapia, decidiste dejar el tratamiento, tu cabello se mantuvo intacto, como una inútil bandera de victoria. No quisiste ser un puñado de huesos, uñas quebradizas, vómitos y quejas por el dolor. Quiero creer, a eso me aferro, que quisiste entrar intacta a la muerte, pura de alguna forma, para recuperar los años en que la rabia no existía y el desengaño era una orilla sin filo, una piedra que aún no brillaba.







***





R siente que, en efecto, el cañón del arma remueve un poco de espacio, desplaza aire para que perciba su anuncio, el frío del metal y el ardor de la pólvora, de la chispa que puede iniciar todo. Están en un duelo silencioso. Escucha el sonido de los zapatos contra el suelo y vuelve a adivinar los círculos, el tenso deambular de animal enjaulado, la calma que puede ser el prólogo de un incendio. R cree que es un clarividente, un profeta de su propia muerte. Por momentos está en un túnel. A veces siente que su boca, más allá de la sangre, tiene el sabor de las sombras. Trata de conservar la calma. El pulso se desboca y ya puede sentir un latido que trepa por su pecho y resuena en el cuello y en los oídos. El cuerpo del muerto debe estar enfriándose: sus miembros comienzan a ponerse rígidos; las hemorragias son una memoria en el piso. R piensa: “Si él acaba conmigo, ¿qué le quedará? ¿Acaso esta inmovilidad es lo único que lo salva? El celular ya no suena. Extraño el sonido, su espiral aguda. Me tranquiliza que no entre la llamada porque podría ser mi padre o mi hermana. Ellos, al otro lado de la línea, pensando que estoy en el departamento, mirando la televisión o dormitando con las luces prendidas”.





***





“Tú no lo vas a matar. Yo hago lo que quiero. ¿Estás pendejo? ¿Qué ganamos?”. Las voces ganan peso y se confunden. La fuerza y el odio se canibalizan. Ahora, la violencia, de manera sutil, secreta, se introduce en sus pensamientos. Las venas aumentan su caudal, los rostros se ponen rojos. “Yo hago lo que quiero”, repite uno en un inútil intento de argumentar. El más bajo de estatura no defiende a la víctima, sólo quiere evitar que su destino quede, por completo, en manos del otro. Por eso la discusión tiene tintes definitivos. No hay mañana.




***




¿4362? ¿6212? ¿8541? ¿1027? ¿0049? ¿Cuál fue el número que dijiste? Los números se te atragantaban en la mente como pesca fecunda, como un montón de frutos arracimados e imprecisos. ¿Cuántas combinaciones más? ¿1243? ¿0275? Cuatro números. Todas las combinaciones tenían un sentido anárquico porque tu mente no podía fijarse en algo concreto, una fecha, una secuencia que invocara algo. Tu mente era una borrasca, una memoria deslumbrada por el miedo. Tu madre recordaba muchas fechas importantes, pero no era un alarde de la memoria sino una venganza periódica, un ejercicio siempre explosivo, a veces imprevisible, que tomaba su lugar en las discusiones con tu padre.






***




Jonás sintió algo caliente en el pecho, algo que borboteaba. La vida, de repente, se le llenó de pólvora. La mirada se cubrió de rojo. Y el olor a quemado lo recorrió. El forcejeo había sido instantáneo. Midieron las fuerzas y se impuso el azar o el ingenio. Roberto tuvo control de la pistola. De repente, frente a él, rodeando a Jonás, hubo una galaxia, un segundo que giraba, giraba y giraba. Vino el viaje al suelo, la caída miserable y subterránea. Jonás asumió su condición de trapo, de figura sin hilos, de envase que retiene con desesperación sus últimos sedimentos. La cabeza en el piso: una fuerza que lo llevaba a la tierra pero que, al mismo tiempo, le abría los ojos para mostrarle señales desconocidas en el piso, mosaicos rotos, los zapatos con lodo del hombre que no conocía pero que su figura, las agujetas flojas, la orilla de los pantalones, sería su último paisaje, un escenario de agua que le arrebataría la última fuerza y lo conduciría, de una vez por todas, a la muerte.






***




¿Cómo empezó la mancha en el pulmón? Después de tu desvanecimiento en la cocina te pusieron un marcapasos. Tu corazón había resentido los químicos y ahora estaba débil para emitir un pulso correcto. A partir de ese momento le tuviste miedo al horno de microondas y a cualquier aparato que interfiriera con el triángulo de plástico que tenías entre la piel y el músculo. En las radiografías se veía como un animal prehistórico subiendo por tu pecho y apuntando hacia el cuello. Se acumuló el tiempo. Seguiste evitando los hornos y, supongo, no pensabas en el aparato que te ayudaba a vivir, acaso la enfermedad revivía cuando tenías que mirarte al espejo para mirar la zona que te habían extirpado, la piel maltrecha, los músculos desgarrados por el escalpelo. No sé si pudo haber, en algún momento, normalidad. El tiempo siguió así como las citas y análisis de control. “Uno nunca se cura del cáncer”, decías o recordabas que te había dicho un médico y lo repetías para demorar la esperanza. Era estar en la mira de algo o de alguien. Era sentir que, con cualquier palabra, con un leve cambio de clima o una gripe ocasional, podría reactivarse el fuego que acabaría por consumirte. Y llegó el día del cambio del marcapasos. Tu carnet médico estaba casi lleno: casillas con tu firma, renglones con fechas que dibujaban una genealogía de filas y esperas en aquellas sillas de plástico unidas por el respaldo; diversos registros de escritura y una fotografía. Ya te conocían las enfermeras que te saludaban por tu nombre y añadían una fecha más, un sello que confundía su tinta hasta volver la página entera una obra abstracta. Entraste al quirófano con esa sensación de salto al vacío, de mirar un abismo en las luces blanquísimas de la sala de operaciones. Entonces sólo quedaba esperar, subir las escaleras del hospital donde se arracimaban pacientes que sufrían todo tipo de enfermedades: en cada piso había un letrero que indicaba el área de atención aunque, en realidad, había tanta demanda que trasladaban a enfermos adonde hubiera camas vacías, sin importar que no fuera el lugar que les correspondía. Los familiares dormían en sillas improvisadas o en el suelo. En las noches algunos familiares, con los ojos rojos por el insomnio, contemplaban la ciudad y aguzaban la vista para registrar los recorridos de los transeúntes que, conforme pasaban los minutos y la oscuridad se hacía más profunda, se volvían más escasos. Parecía que esa observación llevaba implícito un deseo por intercambiar papeles, por estar afuera del edificio, en un día normal, con trabajo, con otras preocupaciones. En las madrugadas sólo se escuchaba el ruido solitario de una máquina de escribir y el murmullo apagado de las enfermeras de guardia. A veces, el quejido de un enfermo o el pesado arrastre de un soporte para el suero.





***





El celular suena. El tono es eléctrico y agudo. Por momentos su insistencia hace que el ruido sea un zumbido penetrante. Es un mosquito que hierve en la penumbra, una araña que destila poco a poco su ponzoña. El sonido parece reptar, moverse como una llama que baila acometida por un delgado hilo de viento. Suena el celular y perfora los segundos. Suena el celular y los pensamientos se revuelven como peces en agonía, como brillos desmesurados, como un grito histérico que suelta su coletazo de espuma y que se derrama de inmediato sobre la cubierta. Estamos en un barco todos, un barco de humedad y paredes blancas. Estamos en un barco que busca, por inercia, remolinos. Estamos en un barco que suelta su instinto contra las piedras y se va a pique como un animal que entierra su cabeza en la arena para ahogarse.





***





Ella, sentada en el sillón, imagina a los dos en Mérida, una ciudad de insectos hormigueantes, que cosecha humedad, casas muy blancas, paredes por donde reptan enredaderas y flores rojas. Ha sido mucho tiempo de espera. ¿Habrá encontrado a algún amigo? “Casi nunca habla de conocidos y parece que va del trabajo al departamento, sin otro cambio que ir de vez en cuando a un café para leer”, piensa. Sigue recorriendo con la mirada los objetos más próximos: un abultado diccionario, un frasco que alguna vez tuvo galletas. Tiene ganas de ir a las escaleras y asomarse a la calle para tratar de identificarlo. Le divierte pensar que él la descubrirá y que esa pequeña victoria, además de vulnerarla, los acercará aún más. Entonces, a partir de ese quiebre, los límites del cuerpo se expandirán hasta abarcar sus planes, la necesidad de conocer todo lo que hasta entonces han ocultado. Hasta el momento están cómodos, pero esa sensación, con el tiempo, será un lastre, los volverá monótonos, predecibles. Se levanta del sillón con la esperanza de que, ese movimiento, sea el detonante de su llegada, que en ese momento se abra la puerta y él entre para mirarla con timidez. Después empezará la indecisión, natural en él, para formular las primeras palabras, frases calculadas para no acrecentar la intimidad y que no muestren una preocupación evidente. Por eso, casi siempre, están serios y evitan cualquier inflexión de voz, cualquier rastro que deje viva una emoción difícil de controlar. Muchas veces fracasan, pero se sienten bien al intentarlo, como si estuvieran en una misión cuyo objetivo es desconocerse, olvidar los recorridos en la piel una vez hechos, meter reversa al peso de la carne y quedarse con las palabras despojadas de cualquier artificio.





***




Soy Ezequiel Linares Soy el que camina sin mucha convicción. La lluvia se ha detenido aunque el cielo parece latir, conservar una amenaza en su oscuridad. El último día de septiembre, pienso, y cuando me doy cuenta parece que estoy muy lejos aunque las casas son extrañamente conocidas. No hay identificación en las calles y se multiplican, como si fueran reflejos de casas de un solo piso, algunas con las varillas de acero descubiertas y bloques de construcción en los patios, grises testigos de un intento de ampliación que nunca prosperó. “Ezequiel, ¿qué vas a hacer?”, murmuro como si escenificara un lento regaño de mi padre. Quisiera que el alcohol regresara, que hubiera un mecanismo para inundarme de él y saber a dónde ir. De pronto llega la idea de entregarme, dejar a otros la responsabilidad de mi condena. Después viene la serenidad y pienso que sólo fui un testigo, alguien que, es verdad, contribuyó a un secuestro con su silencio pero que no quiso llegar hasta el final. Sí, soy un cómplice, pero ahora estoy aquí y tal vez pueda remediar algo, cambiar el destino que parece una enorme boca que nos mastica, nos engulle con deleite y desprecio. Camino y espero que me fallen las piernas, que me hunda en el lodo y que ese accidente, en apariencia mínimo, me indique la dirección a seguir.







***




¿Qué era la mancha que apareció en las radiografías después del cambio del marcapasos? ¿De qué materia estaba compuesta? Era una opacidad acuosa que, por la rapidez de su desarrollo, podría rodear al pulmón, convertirlo en una isla, en materia extraviada y aún viva. Después de varias quimioterapias la mancha comenzó a ceder. La metástasis parecía un ejército agotado, con las filosas armas en retirada. Sin embargo, el daño estaba hecho: la batalla había devastado a mi madre. Los huesos sobresalían en sus caderas; los hombros y las clavículas eran el andamiaje de un cuerpo sin fuerza. Después entendimos que la victoria había sido un espejismo, que el cáncer había optado por guardar silencio e infiltrar los huesos y órganos internos, tal vez el páncreas o el hígado, nunca supimos. Esta nueva transformación, este engranaje secreto y persistente, fue un goteo que se nutrió con nuestras esperanzas. El cáncer restringía, de alguna forma, sus dolores fosforescentes, sus señas de lava, sus arcadas al rojo vivo, los ácidos flujos en el estómago. Y volvió con más fuerza, muy poco tiempo después, seguro de que el cuerpo no estaría en condiciones de mantener por muchas semanas su defensa. Era empezar la partida, otra vez, pero con menos fichas. Era correr la misma cuesta pero ahora con cadenas sujetas al pecho. Era rehacer una pared inmensa desde el primer ladrillo. La voluntad estaba ahí, pero el cuerpo estaba bebido de insomnio, lleno de un tráfico amarillo, repleto de voces ciegas que le pedían claudicar porque que su piel era, desde hacía tiempo, un campo segado de trigo y, las venas, brechas abiertas, devoradas por la sequía.





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El 19 de septiembre se decidió el destino de muchas personas. Después del primer impacto vinieron, como en avalancha, las reacciones. La televisión mostraba filas de personas polvosas, con cubrebocas, acarreando piedras y ladrillos. En la radio anunciaban las calles y avenidas que no estaban abiertas a la circulación. La ciudad parecía sumergida en un septiembre atemporal. Las mañanas, a partir de esa fecha, fueron un poco más frías. ¿Ya habría nacido ella? Si su familia era de Mérida y ella había nacido allá, el terremoto habría sido un evento menor, un rumor lejano que no había trastocado la vida de las personas, habituadas a lidiar con el calor antes que preocuparse por otras cosas. Después del 19 de septiembre de 1985 muchos decidieron abandonar la ciudad. No fue algo que apareciera en los diarios ni en las noticias de la noche. Nadie documentó esta migración. A veces, incluso, las personas no eran conscientes de lo que motivaba su decisión y decían que se mudaban por un mejor trabajo, porque en la provincia había nuevas oportunidades. Sin embargo, atrás de cada palabra, de cada justificación, estaba el miedo, los segundos del temblor, el sonido de cosas cayendo, vasos rompiéndose, leche derramada en el piso, vidrios estrellándose, una vida sepultada por las piedras y el escombro.






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Ezequiel siente que una sombra arde en su garganta. Logra vadear un charco que parece una diminuta laguna con algunas piedras como islas. Los ojos se encienden. Los pies pesan pero aún se mueven. Entonces la mira a la distancia y cree que sus sentidos lo engañan. Ahí, varada en un páramo, rodeada de terrenos baldíos, está la casa. No sabe si ha llegado ahí impulsado por un instinto de autodestrucción. No sabe si lo guía una mano invisible. No sabe si hay un pulso inconsciente que late en cada una de sus decisiones. Es una falena atraída por una luz azul, por un resplandor líquido que demora el miedo, lo vuelve un murmullo, una voz humeante que lo llama por su nombre y le susurra eventos de su pasado. Caminó en círculos. El tiempo fue hacia atrás. Las posibilidades, en realidad, son casi infinitas. Tal vez fue el desconcierto, la lluvia que formó un escenario maleable, una atmósfera ambigua que lo confunde. Siente curiosidad. Es posible que no haya nadie, que la luz que sale de las ventanas, débil a la distancia, sea un anzuelo desperdiciado, una voz llamando a nadie. Quizás se llevaron al hombre. Los trata de imaginar saliendo de la casa, con su víctima a rastras, desmadejada, repitiendo la escena de hacía unas horas cuando el sudor y el forcejeo fueron sinónimos de una valentía que se diluyó con la lluvia. No hay señales de peligro o el anuncio de una emboscada. Todo está extrañamente tranquilo y lo único que parece tener movimiento es la lluvia y sus agujas que estrellan los charcos. Detiene la marcha. Trata de secar su frente húmeda.





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Siento que el cañón está cerca de mi cabeza. Entonces, comprendo que mi vida, con toda su lentitud, su pequeñez, su falta de aventuras, ha sido una carrera a ningún lado: acciones encadenadas, amaneceres casi iguales, edificios como espejos y simétricos recorridos en el supermercado. Una secuencia que no se interroga y que avanza, avanza, avanza. Ahora, amarrado a esta silla, puedo quedarme estático, sin ningún pensamiento acerca del futuro. La esperanza es un rebaño ciego que va con calma hacia el abismo. Estoy en un presente que se expande constantemente. La muerte y su hechura de pólvora y lamento aparecen como un horizonte que redime, el quicio de un mundo más redondo, con colores más profundos. Entonces, mientras el hombre da un paso y respira trabajosamente, mientras medita su decisión, regresa la última imagen de mi madre. Ahí está, en ese hospital casi deshabitado y eterno. Toda la escena se vuelve inestable: el rechinido de la camilla, las indicaciones de los paramédicos, el sonido del elevador, la máquina de escribir que empieza su monólogo amargo. Hay una violencia soterrada, como una mano que agita el agua de una pecera hasta enturbiarla con sus sedimentos. Llegaron los últimos instantes. Quizás el corazón empezó a colapsar o fue un mecanismo secreto que resquebrajaba arterias, apagaba el dolor y secaba la agreste superficie de los pulmones. El desierto avanzaba, la iba poblando de polvo y desenredaba en secreto los hilos de su memoria: su boda, su infancia en la ciudad de México, el nacimiento de sus dos hijos, la mudanza a esta ciudad de provincia e, incluso, el traslado al hospital, las enloquecidas luces de la ambulancia, la sensación de llegar al final, de un hasta aquí, ya no más, ya no más dolor, ya no más viajes de la cama al sillón y del sillón a la cama, ya no más transfusiones de emergencia, ya no más el arpón de la quimioterapia que acabó con todas sus venas y las volvió de papel, las cubrió con una ceniza blanca y efímera. En la habitación del hospital dirigió su mirada a los costados mientras mi hermana la tomaba de la mano y le decía que la quería, que nunca la iba a olvidar. Ahora, en este sitio, con mi vida en colisión, con la tibia amenaza de la pistola, descubro que, cuando el corazón de mi madre se detuvo, cuando se estremeció y su cuerpo moldeó una inmovilidad, un sueño profundo y vacío que fui llenando con mi llanto, pudo ver estrellas en cada una de las gotas de lluvia que resbalaban en la ventana, pudo comprender que había un paraíso contenido en los mosaicos de las paredes, y probó, con todo su esplendor, el sabor maduro de una fruta que llegó con el último impulso de saliva y que se fue perdiendo entre sus labios hasta desaparecer por completo.







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En poco tiempo comenzará a retirarse la madrugada. Hay una agria bocanada en los ojos de Ezequiel. Es un cómplice arrepentido, un peregrino encorvado que parece sufrir una vejez prematura. Recuerda las mañanas de su infancia: un árbol de hojas ambarinas y el balanceo de un columpio improvisado con una llanta. Llega a la casa. Rodea una pequeña montaña de piedras, ladrillos erosionados, el cadáver de una bicicleta y un par de cubetas. Hay fango por todos lados. Se mueve con mucho cuidado, como si vadeara los límites de un campo enemigo. Una ventana pulsa en la oscuridad. Mira atrás porque teme ser víctima de una trampa. Quizás hay personas asomándose en las casas más cercanas. Quizás hay una patrulla de la policía a punto de salir en una esquina. Lo golpearán y lo esposarán. Lo llevarán a un lugar en el que será asediado por flashes y miradas que mezclan condena y compasión. Se acerca a la ventana y, lentamente, se asoma.






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El cuerpo de Jonás está de costado. Yo, Ezequiel Linares, estoy mirando por la ventana. No sé cómo regresé aquí. No sé si esta casa devastada es un espejismo. Trato de recordar las calles que recorrí con la idea de alejarme. Pero no puedo hacerlo. Es como si la lluvia construyera murallas invisibles, laberintos que desembocan en esta única salida. No tiene caso alejarme porque llegaré de nuevo aquí. Es el alcohol mezclado con el miedo. Desde niño he sido temeroso. Soy un inútil espectador que sólo puede mirar y mirar. Ahí está Roberto, pero no puedo ver su expresión. Podría tener miedo. Podría tener los labios apretados y fríos. Muevo un poco el punto de observación para mirar mejor todo. Imagino que el teléfono del hombre suena. Casi percibo una pequeña vibración, un aleteo. Es como observar las arenas de un sueño profundo, un sueño que te hunde en la cama para evitar que despiertes con facilidad. Yo me siento impune en mi posición porque Roberto está entrampado en el hombre que tiene enfrente. Está decifrando un acertijo. Si mueve un poco la cabeza me descubrirá. Si gira un poco el torso quedará en mi dirección. Es cierto, el cristal empañado, la noche y la lluvia pueden evitar que me identifique.





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¿Cuánto tiempo podría esperarlo? Se sintió observada en la recámara. Miró la cama y lo imaginó entre las sábanas, despertando un poco tarde, desayunando para salir a ese trabajo del cual apenas hablaba pero que, por lo que podía contemplar en el escritorio, tenía que ver con ordenar papeles, clasificar archivos, supervisar proyectos. Lo sintió cercano. Volvió a mirar las sábanas y trató de encontrar rastros de ella, alguna influencia que confirmara los encuentros pasados, las palabras que intercambiaban después de hacer el amor y que resonaban en los pasillos vacíos del edificio. Se acostó en la cama y recargó la cabeza en una almohada azul. Después se puso de costado y comenzó a leer los títulos en los lomos de una pila de libros. Se preguntó si la espera era una especie de prueba, un examen para saber si podían pasar a un siguiente nivel. Escuchó, a través del oído derecho que estaba presionado contra la almohada, los latidos de su corazón.






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El cuerpo de Jonás está de costado. Yo, Ezequiel Linares, estoy mirando por la ventana del cuarto. Creo que el celular suena otra vez. Casi puedo sentir la vibración sobre la silla. Miro el rastro que deja mi cabeza en el turbio cristal de la ventana: es un reflejo extraño. Roberto parece entrampado en el hombre que tiene enfrente. Está decifrando un acertijo. Si mueve un poco la cabeza en mi dirección me descubrirá. Sin pensarlo mucho dejará que su dedo haga presión sobre el gatillo y una bala perforará mi frente. Estoy dispuesto a asumir el riesgo porque me convertiría, también, en una víctima. Mi muerte saldrá en la nota roja y algunos pensarán que intenté detener a Roberto y que él acabó conmigo cuando intenté entrar al cuarto. No tendría que seguir huyendo, sólo estar aquí, resistiendo la lluvia, esperando el amanecer que tarda en anunciarse sobre el horizonte de techos devastados, tinacos y anuncios.





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Roberto mira la pistola que sostiene por la cacha. Hay una conspiración en su rostro, un mundo que se agita y se serena. Algo que siempre ha sabido pero que apenas descubre en la resignación del hombre que tiene enfrente. A un lado está el cuerpo de Jonás. La mancha de sangre en su pecho y una curva de dolor en sus labios son las únicas señales que indican su muerte. Quizás tardó en morir y los segundos finales fueron de inconformidad, de una lucha sorda para retener la vida que se derramaba sobre el piso. Sin estos rastros, sin este pasado que lo inunda y lo congela, parecería que está dormido, que la estela de la borrachera lo ha arrojado a una resaca que inutiliza sus sentidos. Hay monedas en el piso, una botella vacía en una mesa y deshabitados vasos de plástico. Ezequiel aguza la vista y remonta la mirada a través de la luz amarilla del foco: su única guía. Roberto lleva el índice al gatillo pero no continua. Tiene el compás de las piernas abierto, como si quisiera asegurar el equilibrio ante la fuerza renovada de un segundo disparo. Apunta directo a la cabeza. El cañón es una boca a punto de abrirse, un dedo que delinea en el aire una palabra terrible. Sin embargo, Roberto no se decide. Ezequiel cierra los ojos desde su escondite. Recuerda, aunque sólo sea por un segundo, a su padre regañándolo, diciéndole con voz grave que tiene que salir, que no puede estar escondiéndose por siempre. Porque cuando era niño prefería ocultarse después de alguna travesura y esa costumbre permaneció en él, indeleble, como una exasperante mancha de tinta. “Eres como los gatos que se esconden en lugares pequeños, en cajas, entre la basura, en donde sea”, parece escuchar mientras la lluvia sigue y parece aumentar gracias al viento. Abre los ojos y su visión, empañada por las gotas y por la oscuridad, le permite ver. Por un instante cree que todo acabó, que Roberto cedió a la desesperación y le cobró al hombre la miseria que lo ha rodeado desde que tiene memoria.





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Recorrió su cuerpo. Miró sus pies, su cuello que, a veces, parecía demasiado largo. La ciudad, todo septiembre, se concentraba en su piel. Ella le dijo: “seguiremos siendo anónimos” y él no supo si era una pregunta, una reclamación o una propuesta. Le besó la nuca y la rodeó con sus brazos. Hacía un poco de calor, quizás uno de los últimos estertores del verano. Y mientras la volvía a besar pensó que, en efecto, eran seres anónimos, personas sin nombre, carentes de recuerdos y de pasado. Así sería más fácil: un reinicio constante y sereno; como perder la memoria a cada momento.






***





La respiración del otro ya no es una presencia sino una marea que regresa a su punto de origen. Por alguna razón ya no tengo miedo. ¿Estoy solo? No sé si lo estoy imaginando. No sé si estoy en el departamento, esperando los pasos de ella en la escalera. No sé si estoy en Mérida, descubriendo el verano en las alas de un insecto que no conozco. No sé si sigue siendo septiembre y mi madre está en el hospital con la quijada suelta y endurecida. Quizás mi tranquilidad es porque estoy muerto y mis pensamientos son un eco que persiste entre las paredes de este lugar. Tal vez soy mi última respiración, mi última palabra, mi último deseo que crea, gracias a un reflejo atávico, un instinto de cuerpo, un cúmulo desordenado de sentidos que se amoldan a una figura de aire, a un bosquejo de hombre. Mi cuerpo real, el que habité durante 37 años, está inerte en la silla. Mis ojos siguen atrás del velo oscuro pero, esta vez, iluminados por la muerte. Tal vez se mantienen abiertos, atentos a un nuevo escenario que aún no llega. Porque mi muerte fue demasiado rápida aunque no imprevisible. Sin embargo pasa el tiempo y la lluvia se mantiene. El frío en la piel es el mismo. El sonido de las gotas es nítido, cristalino. Si el hombre sigue aquí debe estar silencioso, respirando con cautela, abortando cualquier movimiento. No sé por qué. No sé si es un juego. Lo único que comprendo es que sigo aquí, que está por amanecer y que, desde hace un buen rato, ya no es septiembre.







***





Miro a Roberto. Parece que ha tomado una decisión y, sin embargo, se mantiene casi inmóvil. Estoy empapado. Los pantalones se adhieren a mis piernas. Mis labios gotean y mis dientes castañetean por el frío. Tal vez la decisión es estar ahí, en espera de la mañana, de un movimiento involuntario, un accidente. De pronto mueve el brazo derecho. La pistola no apunta al hombre sino a la pared de al lado. Puedo ver cómo la mano desciende y el objetivo cambia a la botella de ron vacía sobre la mesa destartalada cuyas patas están manchadas de sangre. No puedo el rostro de Jonás porque su cuerpo derrumbado me da la espalda. Parece un peregrino que no llegó a su meta y cuyos despojos, asediados por decenas de moscas, están en la orilla de un sendero. La ventana se empaña El hombre. Roberto sigue apuntando en varias direcciones, como si tratara de descubrir enemigos imaginarios. Vuelve a apuntar a la cabeza del hombre, pero el movimiento no tiene fuerza, su mano se balancea como un animal que ha perdido la orientación, que ha quedado ciego de repente. Y creo que está derrotado, que sólo puede estar ahí porque la muerte de Jonás lo inmoviliza. Es el punto final, el último trecho. Sólo le queda estar ahí, sin atreverse a salir, observando a su víctima hasta el amanecer. Tal vez, cuando acabe la madrugada, encuentre una solución o una ruta de escape. Yo, después de mirar, me alejo de la ventana. Me pongo en cuclillas y miro la calle enlodada. Quiero huir, correr con las fuerzas que me quedan, pero me siento atado a ese cuarto miserable, al cadáver de Jonás que reclama una respuesta. Me incorporo justo para atestiguar cómo Roberto baja el brazo y la boca de la pistola apunta al suelo. Entonces comprendo que él se va a quedar ahí, erguido y derrotado, mirando al hombre que parece saber lo que ocurre y que deja de luchar en la silla. Los dos están ahí, extrañamente iguales a través del cristal empañado, como dos negras sombras, dos siluetas similares. Estarán ahí, para siempre, como en una fotografía.






**





El gato bosteza desde su lugar al otro lado de la ventana. Ella no se percata de su presencia. Sigue revolviendo objetos con los ojos ardientes y el resplandor de alguna lágrima. Ha transcurrido demasiado tiempo. Va a un escritorio para revisar. No quiere contar más minutos. No sabe a quién recurrir en ese edificio deshabitado. Mueve una carpeta y caen hojas sueltas. Lee una anotación escrita con letra paciente y redonda: “La decisión final y la historia de las migajas sobre la mesa. Hay palabras adecuadas como bermellón o sincronía. Los lentos pasos de un gato y la luz que forma caras en el piso…”. Piensa en estas frases y, cuando se dispone a devolver la carpeta a su lugar, descubre un recibo de pago que se asoma entre un manojo de papeles en el escritorio. Es un estado de cuenta de celular y, ahí, en la parte superior, aparece un nombre y un número. Al inicio la sorpresa se concentra en el nombre que conoce por primera vez. Enseguida comprueba que la dirección del recibo indica ese departamento y ese edificio. La ciudad luce brillante por la lluvia y un vaho flota alrededor de las luces amarillentas de los postes. El cielo está veteado de naranja por el resplandor que emiten las casas y edificios. Se dirige a la sala y saca su teléfono de la bolsa. Con la mente en blanco, sin poder formular una expectativa coherente, le marca. Un par de lágrimas resbalan por sus mejillas. Nadie contesta. Una y otra vez marca. Vuelve a marcar.




(Fin de “El último día de septiembre”)




*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.













Nostalgia de las cascadas*


Nostalgia de las cascadas.

Incestuosamente rebotar
contra la roca altiva, acariciarla
en un abrazo de ardiente despedida.

De súbito estallar
en el éxtasis final de la caída,
en la revuelta apoteosis.
Desguazarme.
Salpicar el entorno y atronando,
partir veloz con rumbo insospechable
hacia nuevos descensos velocísimos,
hacia raudas corrientes y anchos cauces.

Siempre al final, el mar interminable.

Y no ser epitafio detenido
en la quietud sin tiempo del estanque
sucio
de las grandes ciudades.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Viñetas y recuerdos












Me duelen las distancias*



Se me escapa la memoria,
sobre peatones que se alejan,
sobre la piel pétrea de la ciudad,
queriendo retener los colores del ocaso.

Me duelen las distancias,
los reflejos en las ventanas,
las bocas negras de las puertas,
me arde en el pecho la noche misma.

Extravío los contornos,
de los edificios sepulcrales,
de las escaleras hacia el olvido,
me despojo de todo para sentir un poco.

Me lastiman los coches,
el arte que malgasta tiempo,
la velocidad de todo lo que huye,
lo sólido de las aristas que me laceran.

Me encandila el neón,
de un anuncio de otras vidas,
nada se refiere a mí mismo, lo sé,
espío los genios dentro de las lámparas.

Advierto todo el cansancio,
de poseer un demonio irreversible,
que atenaza mis miembros y mis voces,
y se fuga con los últimos gritos de la noche.



*De © Jorge Lacuadra.  jorgelacuadra@hotmail.com
- 2018 -









*


La niña lee, el libro calienta el alma y el pensamiento y la vuelca en la felicidad clandestina y sigue, es la mirada de un ciego, la que sube a un carruaje que la aleja de la grisura doméstica, es la voz ronca y llorada de Olga, más tarde, y la que entra en el mar y se sienta en las mesas de los cafés diseñada para la discusión literaria de los hombres. Es el sol que vio un barco de suntuosa frescura que resbalaba con el velamen ceñido sobre el mar azul, es el barco bajo el brillo frío de la luna muerta, es el mar que con una ola descomunal parecía hervir, es la espuma que restallaba, es el rugido ensordecedor de las aguas y los hombres que rodaban. Es esa primera noticia de los fusilamientos que le llegó a Rodolfo de manera casual cuando estaba sentado en un café. Es la fundación mítica de su ciudad en su barrio en Palermo y esa manzana entera tan cerca de su casa a dos cuadras de la calle que ahora tiene el nombre del poeta. Es Cortázar en esa plaza en la que se vuelcan los jóvenes en las noches, sin saber, a lo mejor, el nombre verdadero. Es el que fue a Comala a buscar a su padre. Es Rafael todavía marinero frente al cielo abierto del Museo del Prado.Es la que escribe sobre la transparencia del deseo lo que le sugieren las sombras detrás del cristal esmerilado. Es el humanismo sabio de Berger cuando se ocupa de la esperanza entre los dientes de los que no tienen nada que esperar. Es el había una vez y el érase esta vez y todas las veces donde las palabras se juntan y nos dan un mundo para habitar por un tiempo.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar








Inventren







Las aguas y los dioses*




En este lugar, aquí, en este hermoso lugar hay verde. Aquí, en este sitio existe el verdor. Aquí es bello, aquí hay plantas. Eso decíamos.
Nosotros, los mapuches, nosotros, los salvajes ignaros decíamos Carhué y era decir nuestra casa, era decir la tierra, era decir mi familia, mi ancestro más remoto, mi vida. Decíamos Carhué y decíamos amo la tierra verde.
Y el lago Epecuén nuestro lago Epecuén era salado. Salado como el mar más reconcentrado, tan salado como si el océano hubiese sido puesto al fuego en una olla de barro y hubiese hervido despacito hasta que el agua fuese casi sal. Así era el lago, así lo extendieron los dioses oscuros sobre la tierra verde. Y era el límite del verde. Mas allá venía la pradera que se tornaba páramo, hasta allí las pasturas y la facilidad. Hasta allí lo cálido y amable, a partir de allí ese límite, ese exterior, esa felicidad que se consigue con mayor dolor. Porque, debo decirlo, también esa era nuestra casa, y así como se ama al hijo obediente, se ama inevitable y dolorosamente al hijo que se eriza en espinas y baldío.

Era Carhué y era el lago de sal. Y fueron los hombres que ya estaban pero estaban todavía lejos. Eran los hombres del color de la blanca muerte, que nos habían dejado tranquilos hasta que su codicia los forzó a extender los brazos más lejos que el corazón. La codicia les dio hierros en los brazos y les dio hierros en los pies, y Carhué que era mi hogar fue mi tumba, y mis lugares tomaron nombres que nunca les casaron, nombres que se resbalan porque no los pertenecen. Pueblo Adolfo Alsina, lago San Lucas, nombres extranjeros, nombres que se desvanecen bajo el cielo de la América y que mi boca no puede pronunciar sin hacerse violencia.

Llegaron los hombres de hierro. Se quedaron los hombres de hierro.
Vinieron en su propia bestia humeante como quien llega montado en una pesadilla. Le dicen ferrocarril a la bestia de fuego, a ese monstruo negro y temible. En tres grandes bestias llegaban los hombres blancos y seguían trabajando para su codicia.
No les bastaba la laguna de sal. Ya no estábamos nosotros, yo era ya polvo de huesos bajo mi tierra verde cuando los intrusos que vendían baratijas y habitaciones y bañadores a rayas quisieron obligar a la tierra a dar más de si. No les bastó ver nuestra tierra, se la apropiaron; no les bastó apropiarse de la tierra, la quisieron doblegar con sus canales y sus terraplenes. No era suficiente con el nuestro lago, no. Hicieron un lago ellos, un lago dulce, trajeron el agua desde otros lados que no son este lado, que no pertenecen a este lado, y con ese agua extranjera hicieron ese nuevo lago y cambiaron la historia de la nuestra tierra.

Y el diez de noviembre uno de los dioses oscuros miró la tierra que era verde, abominó el lago dulce, tomó una palabra, pronunció una nube de ceniza, y el terraplén cedió, y la ciudad conoció el olvido del agua silenciosa. Y el agua avanzó como un ejército en marcha, y las puertas se hincharon en sus marcos, y el inexorable pasado se acumuló sobre los ladrillos de la ignominia. No tañe la campana bajo el agua, no acuden los niños a las escuelas, diez metros de agua se comprimen sobre las plazas y los tejados.
Me duermo en mi tumba ahora. Mientras me adormezco canto quedo una melodía que ya no encuentra cuerdas para sonar. Siento la luz de la luna quebrada sobre el pueblo sumergido. Descanso ahora. Los dioses juegan sus juegos, un pez desprende silenciosa, lentamente, una escama de madera de una silla que se pudre.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com







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LA PLATA.






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