sábado, mayo 31, 2014

APENAS NOS HA DADO PARA SOÑAR...

 
 
*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina
 
 
 
 
 
 
 
Muñeca rota*
 
 
 
 
*De Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
 
 
 
Apenas puede levantarse de la cama. Necesita confirmar que aún no esta vencida por el tumor que la come por dentro. Camina a paso lento. Llega a pararse frente al espejo que le devuelve una imagen de sí misma en la que no se reconoce. Mueve su pierna izquierda y siente una puntada que la inmoviliza. Tanto dolor, su pierna, piensa. Cierra los ojos y sus recuerdos, ligados a lo que siente, viajan al verano de sus seis años.
 
La pobreza de su casa aparece nítida, el mantel gastado, los pocos muebles y su madre siempre cosiendo en el único ambiente que tenía su hogar. Ella y sus hermanos  afuera con los únicos juguetes posibles: los que la naturaleza daba gratis. Faltaba poco para Reyes. Me van a traer la muñeca grande que les pedí le dijo una tarde a Elisa, su hermana mayor. Ella le acarició la cabeza sin decir palabra. Su madre pobre, sola y con cinco hijos no podía darle el lujo de los juguetes, pero los Reyes sí, esa era su certeza. Pidió una muñeca, la había visto una mañana cuando iba de la mano de su madre a repartir las prendas que cosía. Fue amor a primera vista, rulos negros para peinar hasta el cansancio y un vestido blanco con volados. Sin dudas era el mejor regalo que se merecía por ser siempre una buena niña.
La noche anterior a la llegada de los Reyes puso con cuidado y esmero pasto y agua para esos camellos hambrientos que transportaban parte de la aristocracia infantil. No pudo dormir hasta entrada la madrugada. Se despertó y sin desayunar corrió a ver que habían dejado para ella bajo el árbol. Encontró una caja enorme, con las tres letras de su nombre. Lo abrió rasgando el papel, sus ojos se encontraron un bello rostro de porcelana con unos grandes ojos negros y un pelo ondulado y largo. Cuando la sacó de la caja reconoció con pavor que a su muñeca le faltaba una pierna.  A los Reyes se les cayó del camello, te la trajeron para que la cuides y la protejas. Esas mágicas palabras de su mamá la convirtieron en la mejor del mundo, su muñeca la necesitaba, no podía abandonarla. Desde ese día fue su compañera privilegiada de juegos: la peinaba, la ayudaba a aprender a caminar con su sola pierna, la protegía. Toda su vida se iba a dedicar a ayudar y a proteger a pobres e inválidos.
Diez años después, ya en la adolescencia, le preguntaría a Elisa del porqué esa muñeca había llegado en esas condiciones a sus manos: ella supo develar el misterio, su mamá la había comprado apenas por unos centavos por su condición de rota. Después de conocer la verdadera historia de esa muñeca quiso a su madre aún más. Esa muñeca a la que ella había decidido bautizar con su propio nombre: Eva.
En aquel entonces no pudo imaginar hasta que punto se parecerían las dos: muñecas rotas, toda la vida manteniéndose íntegras, frente a tantos, que una y otra vez  trataron de arrebatarles la dignidad y la entereza
 
 
 
 
 
 
 
APENAS NOS HA DADO PARA SOÑAR…
 
 
 
 
 
 
LOS TIEMPOS DE SATURNO*
 
 
“...he aquí que retornan los tiempos de Saturno”
VIRGILIO
 
 
 
Insobornables nubarrones, tapan los cielos y la tierra.
El viento no ha cesado.
La noche ha llorado toda la casa. Toda.
Toda una lágrima viva, la casa.
El amor y la pena .La ira y la locura.
Heridas las penumbras más puras.
Las ventanas miran a la mujer niña.
Quebradizas escarchas en sus ojos.
Tapiada. El piso está descalzo.
En los hombros, todos los eneros pasados
Las puertas han flaqueado y los brocales y las sienes.
Un latigazo flagela el agrio espino de su pecho.
Toda una lágrima, la casa. Una pena viva.
Y no hay campanas, ni semillas, ni violetas nuevas.
La lámpara casi apagada y de aquella historia nada queda.
Las flautas y tambores opacan sacrificios y gritos.
Han partido la infancia, los siete mares, los amados muertos.
El dragón ha huido y las trenzas.
Saturno ha cantado tres veces.
 
 
 *De Amelia Arellanoamelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
ESCARCHAS*
 
 
 
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
Era cuando la luna sólo se reflejaba en la escarcha que paralizaba los charcos, cuando no había una mariposa ni por asomo, cuando reinaban las paspaduras y los sabañones.
Noches en que la luna brillaba como un gigantesco plato sobre los campos cubiertos de una helada pátina blanca, una luna que daba una luz extraña y fantasmagórica, como si se tratase del paisaje de un planeta lejano.
Con todo ese frío, sin embargo, las actividades seguían su curso. La única calefacción de la casa la constituían las cocinas económicas o en las casas más pobres el hospitalario fogón, con la exclusiva combustión de los marlos que se almacenaban en trojas familiares hechas de cañas y alambres. Eran en pequeño las mismas que había en las chacras y que guardaban las rojas espigas de maíz esperando que las visitara la máquina desgranadora y que luego pasarían a otra, donde  los blanquísimos marlos serían depositados. Según mi padre, los más ricos asados se degustarían con esas brasas.
La leña, que se obtenía de los árboles caídos en las tormentas, necesitaban mejor protección y toda casa tenía, aunque fuera precario, un galponcito que llamaban leñeras ya que por obvias razones no podía ese material tan valioso permanecer a la intemperie.
No sé por qué aquellos inviernos se nos aposentan en la selectiva memoria como excesivamente crudos. Pero no era obstáculo para que nuestra actividad escolar o mejor aún, nuestros juegos no siguieran su curso. Como anochecía muy temprano no era difícil que cenáramos casi a la caída del sol y poco después acatáramos la orden paterna de  irnos a dormir y desde nuestra cama oyéramos el ciclo cotidiano en la programación de radio El Mundo: “Glostora Tango Club”, con sus orquestas en vivo y sus tres tangos brillantes. Acabado el cual, mi padre apagaba la radio, mi madre recorría las habitaciones con la lámpara, una mano puesta sobre el tubo para defender la llama de las corrientes de aire, la depositaba sobre la mesa de luz, y nos arropaba, cubriéndonos con la frazada y apretándola sobre nuestras espaldas que ya comenzaban a calentarse y uno veía venir el sueño como una nube dócil y protectora sobre la pequeña humanidad que en silencio agradecía ese mimo, que no por repetido, no esperara entre abandonado y ansioso.
Al despertar, ya mi padre no estaba, había ido hacia el trabajo y mi madre me había preparado ya el desayuno, café caliente con leche muy gorda, porque venía directamente del tambo a la ollita donde hervía todo su espumoso blancor. Una galleta que rara vez se acompañaba con manteca o algún dulce casero, industria de su manos. Y luego sí, el corto camino a la escuela que muchas veces, sin ponernos de acuerdo, haríamos con mi amigo y compañero de grado Miguel Correa. Esas tres cuadras las hacíamos cascoteando gorriones que se atrevían por las zanjas llenas de escarchas, y en la calle cubierta de costrones de barro donde buscaban algún alimento.
Un día, casi de milagro se nos apareció un chimango, con sus alas enormes. Miguel, rápido de reflejos antes de que yo atinara a levantar un cascote, le arrojó con un flamante tintero de vidrio que llevaba en su mano agarrotada de frío. No dio en el blanco pero sí se estrelló en el cordón de la vereda de la escuela, de riguroso ladrillo bien cocido.. El bicharraco nos miró fijamente, en su cabeza terminaba en desagradable pico curvado y luego agitó sus inmensas alas y se elevó raudo sobre las plantas de moras negras que bordeaban todo el perímetro del terreno donde se levantaba ese edificio querido. Como el dinero no sobraba, y don Leandro, su padre, era muy severo, tal vez se ganó una paliza. Imposible recordarlo hoy y si le pregunto tal vez ni él mismo lo recuerde.
En ese tiempo, todos los chicos de mi barrio acortábamos camino. No entrábamos por la puerta principal. Al terminar la placita vecina, un desvencijado portoncito, que sorteábamos muy fácil, nos metía dentro del patio de la escuela. Era un gran patio de tierra con ralas gramillas, donde jugábamos breves partidos de fútbol en los recreos, Unos grandes plátanos, casi centenarios que aún subsisten,  hacían de arcos naturales. El balón era casi siempre de trapo, y de vez en cuando alguien traía una pequeña pelota de goma, roja, con listones amarillos. Sonada la campana de entrada, la escondíamos en un caño que desaguaba la lluvia del techo. Era una prevención para evitar la requisa de la maestra. Ella quería evitar que la emprendiéramos al jueguito “de cabecita”, como le llamábamos, en el aula. Los recursos de aquellos tiempos lejanos como el vuelo incesante de las golondrinas que buscaban su rumbo, eran incesantes y creativos.
Traerlos  hoy, aún con la crudeza del recuerdo, imprime en nosotros  un calorcito de  rojísimas brasas.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Manzanas*
 
 
 
Canté mi mejor canción esta noche:
A la luz de la Luna,
Silenciando a los grillos,
En la banqueta,
Tirado,
Sucio
Y convirtiendo en monedas
Las miradas de algunos.
Mi mejor canción
Se ha escuchado esta noche,
Y algo se ha conseguido para comer.
 
Se cantó esta noche
La mejor canción que alguien pudo entonar:
Y no hubo aplausos,
Ni anuncios publicitarios,
Ni firma de autógrafos;
Pero algunas monedas se lograron reunir.
Canté mi mejor canción esta noche:
Los pasos tronaban con el cemento
Y las horas pasaban
Como si fuesen algún animal.
 
La mejor canción de esta noche,
Apenas nos ha dado para soñar.
 
 
*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Pigmalión y Galatea*
 
 
 
¿Quién no comienza a enamorarse de su propia obra? ¿Quién no sucumbe al río impetuoso y quizás turbio de las vanidades? ¿Quién no contempla la belleza de lo que vislumbra primero como un significado y acaba convirtiéndose en objeto de sus pasiones? Construir un mito, empezar a dar forma a una leyenda, las claves de la interpretación de lo que surge para conformar una historia atemporal y el atisbo de un camino de anhelos y señales, quizás, compartidas.
Pigmalión, el célebre cretense, harto de mujeres anheladas y frustrado de inútiles búsquedas sociales, soñó un día con la escultura perfecta en delicados y exactos rasgos, que luego con el paso de los años y las labores, concretaría en el blanco marfil y en la soledad de su taller. Pigmalión, cansado de ausencias, se enamoró de su obra, porque ella tenía todo de sí mismo, era una prolongación de sus deseos y una extensión de su cordura, necesitaba creer en esa estatua para dar crédito a su osadía de engendrar lo más bello en ínfimos detalles.
Pigmalión dio nombre a su creatura, un nom de guerre que nunca sabremos, de otros artífices desconocidos nos llega el nombre marino, Galatea, y el arrebato de amor de una noche descabellada, el beso imprudente en los marmóreos labios, sopesando la frialdad del objeto. Lo sorprende la tibieza del marfil, lo fascina la tersura de una piel que es como la arcilla fresca del alfarero. Afrodita, la enamorada moradora de los olímpicos palacios, consintió esa unión inverosímil y otorgo vida a la terrenal estatua, poniendo fin a los días aciagos y vacíos de Pigmalión y concediéndoles a ambos una felicidad eterna.
El artista - mi yo creador - otorgó deiforme aspecto al talle y a la sonrisa de la muchacha, mi modelo, fue ese, el primer minuto de mi caída, donde dieron comienzo mis razones para conformarla a mi gusto y semejanza. Tarde, muy tarde luego, tropezarían mis errores uno a uno, soñaría sus mismas palabras y despertaría sobresaltado sin la huella de su nariz en mis almohadas o su figura reflejada en mi ventana. Ella fue mi proyección de lo mas deseado, fue mis miembros extendiéndose y multiplicándose en una sola forma, su cuerpo imaginado, una y mil veces en eléctricos momentos.
Este sueño mío, que también es un mito, es demasiado bello, es ambiguo, es baladí. Se asemeja más a la continuidad del sueño de Pigmalión que a la realidad del descubrimiento del mundo por parte de los ojos de Galatea, ella también tendría sueños a partir de su génesis como tentación de la carne, ella descubriría un entorno que iría alejando su brazo de Pigmalión y poblaría sus noches de otras voces. Solo aislándola a los ojos de todos, lograría el cretense su propósito egoísta, su felicidad mataría la historia de Galatea, su desarrollo como forma.
El interesado fin de Pigmalión, la posesión de la más bella estatua, mataría toda la personalidad de esta, como luego la Galatea real, sustancia de Afrodita,  sucumbiría a la sombra impresionante de su creador. Yo tampoco pretendía un amor confinado a una caja de cristal. Pero el derecho de conservar, de atesorar, de proteger se confundiría en mis horas grises con un grito de posesión.
El artista que habita en mí - mi yo no asumido frente a públicas miradas - se enamoró de la muchacha de marfil, su piel me rebelaba el brillo y la ondulación de la arena, sus cabellos replicaban la veta del elemento y la ondulación de la arista desbastada. La forme a imagen de la figura yacente en mis sueños, le entregué la perfección creíble en ellos, la belleza acumulada por mis ojos a lo largo de los años, y la forjé callada y dulce como una flor extraña en un jardín sencillo, sin saber que era un ser común pugnando por florecer en un mundo igual al mío.
Desperté una mañana y mi atelier era otro, más antiguo, menos ordenado, mas primigenio, en la ventana cantaba el pájaro de las indecisiones, el mirlo políglota del griego. Sobre mi mesa, vino oscuro de Creta en una cratera fenicia, en un trípode bajo algunas olivas y queso. A mi alrededor bustos incompletos, faunos de rostro calcáreo, pies sin dedos de apolíneos atletas, vides de mármol. En el pedestal una estatua, y ella en mi sueño, porque yo había soñado que despertaba, era tan hermosa como ella, y yo era un hombre maduro y ciego de amores.
Ella abrió los ojos y miró en derredor abarcándome a mí, a su pedestal doméstico y más allá el territorio que deslumbraban sus hermosas pupilas, su asombro y curiosidad la impulsaron lejos de mi abrazo de héroe antiguo, de mi mitología de vanidades. Pero mi nombre no era Pigmalión ¿Su nombre? Se llamaba Alicia, como la otra, también soñada por el diacono británico, una modelo de agencia. No pude, no insistí en retenerla. La muchacha caminó lentamente hacia la puerta del atelier, esbozo un saludo a mi solitaria perplejidad y parpadeo sonriente al nuevo sol, que para ella, comenzaba a mostrar sus colores verdaderos.
Desde la entrada me llegaron los modernos sonidos del orbe, los relinchos del metal, el pulso de lo mecánico. Luego la puerta se cerró, tomé arcilla fresca entre mis dedos y volví a soñar.
 
 
*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Estación Henderson*
 
 
 
Ahí esta el hombre. Tratando de volver al sueño. Ese sueño de película de acción donde se veía como un héroe en medio de una misión en medio de una balacera que no lo afectaba. Quizás esas balas lo atravesaban sin dejar huella como a un fantasma. Hasta que vio prenderse la luz de la habitación de su madre, una y otra vez. Y escucho la queja o la expresión de un malestar difuso de la anciana.
A partir de allí no pudo volver a dormir. Plena madrugada, a lo lejos se escuchaba el sonido de locomotoras haciendo maniobras traído por el viento Sud.
Desde la cama. Acosado por temores y preguntas sin respuesta una vez más, el hombre repasa como llego a ser el único hijo vivo. Como se llego a este presente dedicado al cuidado a su madre octogenaria.
 
 
Aparece una vez más la imagen de la placita enfrente de la estación Henderson del Midland. El, un niño aprendiendo a andar en bicicleta y Reynaldo su hermano mayor corriendo a la par de su bicicleta para prevenir que no perdiera el equilibrio.
Cada tanto veían llegar al tren.
Fue en 1977 el último tren. En septiembre porque fue días antes de su cumpleaños.
El que se ve corriendo al costado del último tren que se va a Buenos Aires.
La gente que agita las manos por la ventanilla, sopla besos.
Se cerraba el tren. Se llevaron hasta los rieles. Había sido testigo en una tarde a la salida de la escuela del paso de esa máquina levanta vías que a su paso solo dejaba marcas de ausencia en el terraplén.
Tarde o temprano hay mucho pasado en la vida de cualquier persona.
De la universidad le quedo aquella enseñanza que decía "la vida de las personas transcurre entre lo imprevisible y lo irreversible".
Y la ciudad de Henderson que se llama así en honor a Frank Henderson, el ciudadano inglés que desde su cargo en el ferrocarril completo las obras para que el Midland llegara a Carhué.
 
Frank Henderson que además jugaba al golf, al ajedrez y hasta tuvo tiempo en la vida para la fundación del club de golf en Mar Del Plata -El que pudieron conocer en aquellas vacaciones de familia en el 79-.
 
Después ocurrió lo irreversible, aunque aun hoy le cueste aceptarlo. Reynaldo fue sorteado para hacer el servicio militar en la Armada. Reynaldo destinado arriba del Phoenix CL 46.
 
El hombre se niega por un momento a llamarlo por su nombre a ese barco de guerra. ¿Porque no lo hundieron los japoneses en Pearl Harbor? Todo hubiera sido distinto, se ilusiona en vano, jamás hubiera llegado a ser el Crucero General Belgrano.
 
En algún limbo Frank Henderson golpea su palo de golf una y otra vez. Las pelotas se pierden al infinito cielo. Como en el azar, son un misil sin blanco.
Reynaldo sigue allí. En el barco, presintiendo o no lo que vendrá  sin poder cambiar el curso de las cosas.
 
El hombre preferiría que nada de eso hubiera ocurrido.
Que la estación siga siendo estación de trenes.
Que su padre no hubiera muerto de tristeza hace 10 años.
 
Que a nadie se le hubiera ocurrido poner en la estación una terminal de ómnibus y la bautizaran con nombre de su hermano: un héroe del pueblo hundido en el Crucero General Belgrano.
 
 
 
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
REGRESO*
 
 
 
El hombre de los ojos insomnes, duerme.
Duerme mecido, en rituales de viejas caracolas.
También duerme el deseo.
Lo despierta la noche y el penetrante olor a vida.
Los espejos. Los retratos vivientes. La estremecida piel.
Ha perdido su pasos, su insolencia.
Ah, si pudiera volver, recordar, regresar.
Pero es de noche y teme. Noche de terciopelo.
Acechan los pájaros del miedo.
Teme. Teme abrir los cerrojos.
Las ventanas pircadas. Las clausuradas puertas.
Teme y desea. El escozor se arrastra como felino en celo.
 
Es agosto y los almendros brotan.
También germina el fuego.
Se encienden las cenizas.
Las azules grutas tantas veces besadas.
El ritual del puñal que cincela y canta.
Y teme, y desea y excomulga las antiguas muertes.
Y regresa.
Regresa, sabiendo que un viaje es solo eso: un regreso.
 
 
 
 *De Amelia Arellanoamelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
*
 
 
duele mudar
duele partir
como partirnos
 
como si el espacio que dejamos
a la vez
fuera llenándose
del tiempo que fue nuestro.
 
 
 
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
 
 
 
***
 
INVENTREN
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