jueves, julio 19, 2007

EL MUNDO HA VIVIDO EQUIVOCADO


*


"Hoy los diarios no hablaban de tí"

noble roble de madrugada insolente

no hablaban de tu obstinado grito

ni del químico insistente quebrándote el respiro...

no hablaban de tu fuerza milenaria

caminando brevísimos salarios

de frío, jornada, látigo y cansancio

ni de las penas que crujen,

que duelen,

que arden

que callan.

son mis manos las que hablan

de ella vena arterial en las venas del naranjo

de ella ternura

ella luz

ella reparo

de ella origen en brazos y el abrazo

de tí, dorsal y rostro caminando risas

canto alto en silencio de pájaros

de tu boca y mi boca temblándonos la calma

de nuestro beso en el beso

de nuestro beso de sol que nos está mojando.



*de Ana. analia_gattasz@speedy.com.ar







EL MUNDO HA VIVIDO EQUIVOCADO...





EL BOTÁNICO*



En ese lugar se siente Europa en Buenos Aires. Desde los perímetros resguardados por rejas de hierro hasta los faroles fundidos en negro, elegantes, recortando su sombrero de cristal contra el cielo celeste.
Los senderos proponen recorridos erráticos para paseantes sin apuro. Se acercan y alejan de los límites del parque, se entrecruzan, aparecen entre matas y desaparecen por detrás de las estatuas. Hay calma aquí, tan cerca y tan escindido el aire de las cercanas avenidas transidas de ferocidad.
La paz se traduce en gatos que toman sol con los ojos cerrados. Sentados, con las patitas juntas abrigadas por la cola, echarpe natural, tan hieráticos, tan delicados. Otros se enroscan en el césped, se estiran sobre el tejado de la construcción inglesa de ladrillo y teja, se acercan a la gente a restregarse contra piernas generosas o a buscar una mano para acariciarse a sí mismos pasando la cabeza de dientitos afilados, una y otra vez, los bigotes replegados por el placer. Gatos atigrados, manchados, negros, marrones. Gatos de a diez, de a ciento. Gatos. Gatos gordos y lustrosos, que aceptan o no la ofrenda de comida que por todos los rincones les dejan los fieles. Una anciana en un banco de tablillas de madera, dirige el rostro al firmamento mientras un gato duerme en su falda. No es suyo, se le presta. Dos sueños se entremezclan en melodía vegetal.
El jardín botánico es un campo felino, plácido, indiferente, replegado en su propia belleza, tendido al sol con su pelaje de árboles y arbustos. Nos deja admirarlo pero no tiene fidelidad canina. Somos visitantes en él. Apenas le pasaremos la mano por el flanco, pero sólo si él lo desea.
Belleza añadida, sumando al encanto natural el sensible empeño humano, las esculturas, las bellísimas esculturas en la foresta.
Las estatuas son de bronce o mármol. Los materiales son nobles. Ni flores de plástico ni esculturas de cemento. Y cada forma es pura, delicada, se recorta contra arbustos del África o árboles asiáticos. Un extraño helecho abre sus florecillas en la nervadura de las hojas. Una mujer aborigen se detiene para siempre en la fronda pétrea. Dos ninfas danzan para que el estanque con hojas flotantes les preste vida en sus reflejos que, ellos si, ellos también, bailan. Una figura despliega un velo que queda suspendido en el espacio, vela de navío fantasma; dos amantes sonríen y miran el futuro con ojos confiados; una muchacha grácil se enrosca en su íntimo dolor. Una mujer llegada de Sagunto ha matado a su hijo, y se clava para siempre el puñal en el pecho, para que los sitiadores de la ciudad no encuentren nada más que destrucción y despojos detrás de las murallas. El enorme grupo de bronce de las bacanales se ríe tontamente, eternamente, en la zona donde la borrachera aún es alegre, alguno ya caído en el suelo, otros abrazados, todos tan vivos en ese eterno gesto que allá en Roma, en 1904, fue primero cera y luego el metal fundido que aquí nos reclama y se mira en nuestra mirada.
Y el palacio acristalado, etéreo, transparente, abrigando a los retoños. El invernadero dibujado a tinta y plumón sobre las nubes. Qué belleza la de ese edificio de líneas filigranadas, tan elevado, tan frágil, contra la vastedad del cielo.
Por la noche las estatuas retendrán la luna en los ojos ciegos, los gatos pondrán en orden su universo, las plantas crecerán minúsculamente. Y alguna oruga trabajará en lo quedo preparando la dicha de la libertad alada. Tendrá en primavera sus joyas este jardín, y serán regias, movedizas, verdaderas.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com







El mundo ha vivido equivocado*



*de Roberto Fontanarrosa


—¿Sabés cómo sería un día perfecto? —dijo Hugo tocándose, pensativo, la punta de la nariz. Pipo me­neó la cabeza lentamente, sin mirarlo. Estaba abstraí­do observando algo a través de los ventanales.
—Suponete... —enunció Hugo entrecerrando algo los ojos, acomodándose mecánicamente el bigote, corriendo un poco hacia el costado el sexteto de tazas de café que se amontonaba sobre la mesa de nerolite-... que vos vas de viaje y llegás, ponele, a una isla del Caribe. Qué sé yo, Martinica, ponele, Barbados, no sé... Saint Thomas.
—¿Martinica es una isla? —preguntó Pipo, aún sin mirarlo, hurgando con el índice de su mano izquierda en su dentadura.
—Sí. Creo que sí. Martinica. La isla de Martinica.
Pipo aprobó con la cabeza y se estiró un poco más en la silla, las piernas por debajo de la mesa, casi to­cando la pared.
—Llegás a la isla —prosiguió Hugo—... Solo ¿viste? Tenés que estar un día, ponele. Un par de días. Entonces vas, llegás al hotel, un hotel de la gran puta, cinco estrellas, subís a la habitación, dejás las cosas y bajás a la cafetería a tomar algo. Es de mañana, vos llegaste en un avión bien temprano, entonces es media mañana. Bajás a tomar algo.
—Un jugo —aportó Pipo, bostezando, pero al pare­cer algo más interesado.
—Un jugo. Un jugo de tamarindo, de piña...
—De guayaba, de guayaba —corrigió Pipo.
—De guayaba, de esas frutas raras que tienen por ahí. Calor. Hace calor. Vos bajás, pantaloncito blan­co livianón. Camisita. Zapatillitas.
—Deportivo.
—Deportivo.
—Tipo tenis.
—No. No. Ojo, pantaloncito blanco pero largo ¿eh? No short. No.
Largo. Livianón. Bajás... Poca gente. Música sua­ve. Cafetería amplia. Te sentás en una mesa y... se ve el mar ¿No? Se ve el mar. El hotel tiene su playa pri­vada, como corresponde. Poca gente. Poca gente. No mucha gente. No es temporada. Porque tampoco vos vas de turismo. Vos vas por laburo. Una cosa así.
—Claro. —Pipo aprobó con la cabeza y saludó con un dedo levantado al Chango que se iba con una rulienta.
—Entonces ahí —Hugo estiró las sílabas de esas palabras anunciando que se acercaba el meollo de la cuestión—... a un par de mesas de la mesa tuya: una mina, sentadita. Desayunando.
—Sola —por primera vez Pipo mira a Hugo, frun­ciendo el entrecejo.
Hugo arruga la cara, dudando.
—Sola... o con un macho. Mejor con un macho ¿viste? Pero, la mina, te juna. Te marca. No alevosa­mente, pero, registra. La mina, muy buena, alta rubia, ojos verdes, tipo Jacqueline Bisset.
—Me gusta.
—La mina, poca bola. Marca de vez en cuando, pe­ro poca bola.
—Jacqueline Bisset no es rubia.
—¿No es rubia? ¿Qué es? Castaña.
—Sí, castaña, castañona.
—Bueno... Pero ésta es rubia. Remerita azul, pantaloncitos blancos. Cruzada de gambas, fumando. Ha­blando con el tipo, recostada en el respaldo del silloncito. Esos silloncitos de caña.
—¿Silloncitos de caña? ¿En una cafetería? —dudó Pipo.
—Bueno, no —admitió Hugo—. Uno de esos comu­nes. O como éstos —giró un poco el torso y pegó dos tincazos cortos contra el plástico de un respaldo—. Pe­ro con apoyabrazos ¿me entendés? Porque la mina es­tá estirada, así, para atrás, medio alejada de la mesa. Mirando al tipo, cruzada de gambas. O sea, queda de perfil a vos. Pero... ¿qué pasa?
—¿Qué pasa?
—La mina se aburre. Se nota que se aburre. El tipo chamuya algunas boludeces y la mina hace así con la cabeza —Hugo imita gesto de asentimiento— pero se nota que se hincha las pelotas.
—Y claro, loco...
—Entonces, entonces... —Hugo toca levemente el antebrazo de Pipo llamando su atención— Vos empezás a hacerte el bocho. Con la mina. ¿Viste cuando vos empezás a junar a una mina y no podés dejar de mirarla? ¿Y que entrás a pensar: "Mamita, si te aga­rro"? Vos te empezás a hacer el bocho. Claro, te ha­cés el boludo...
—Porque está el macho.
—No. Pero el macho no calienta. Porque está de espaldas. No te ve. No te ve. Vos te hacés el boludo por si la mina mira. Cosa de que no vaya a ser cosa que mire y vos estás sonriendo como un boludo, o que le hagás una inclinación de cabeza...
—O que se te esté cayendo un hilo de baba sobre la mesa.
—Claro, claro —se rió, definitivamente entusiasma­do con su propio relato Hugo, haciendo gestos elo­cuentes de refregarse la boca con el dorso de la mano y limpiar la mesa con una servilleta de papel—. No. No. Vos, atento, atento, pero digno. Tipo Mitchum. Ti­po Robert Mitchum.
—Bogart, loco. Vamos a los clásicos.
—Sí. Una cosa así. Fumando el hombre. Medio en­trecerrados los ojuelos por el humo del faso. Un duro.
—Sí. A esa altura yo ya estaría duro.
—También. También. Pero con dignidad —senten­ció Hugo—. Porque por ahí te tenés que levantar y te­nés que salir encorvado como el jorobado de Notre Dame y ahí se te va a la mierda el encanto. Cagó el atraque. No. Vos, en la tuya. Juguito, un par de sorbos vichando por encima de las pajitas ésas de colo­res...
—Los sorbetes.
—Los sorbetes. Una pitada. Mirando de vez en cuando al mar. Pero vos siempre atento a la rubia que balancea lentamente la piernita y a vos...
—A vos te corre un sudor helado desde la nuca...
—Desde la nuca hasta el mismo nacimiento de los glúteos. Y una palpitación en la garganta... ¿viste? como los sapos. Que se les hincha la garganta.
—Lindo espectáculo para la mina si te mira.
—No pero eso te parece a vos desde adentro —Hugo golpea con uno de sus puños contra su pecho—. No. Vos, un duque. Un duque. Y... ¿viste? ¿Viste cuan­do vos decís: "Viejo, si esta mina me da bola yo me muero. Me caigo al piso redondo" Y que medio agra­decés que la mina esté con un macho porque te saca de encima el compromiso de tener que atracártela. Pe­ro por otro lado vos decís: "¿Cómo carajo no me le voy a tirar, si esta mina es un avión, un avión?" ¿Vis­te?
—Típico.
—Pero vos, claro, perdedor neto, también pensás: "Esta mina, ni en pedo me puede dar bola a mí". Por­que es una mina de ésas de James Bond, de ésas bien de las películas. Un aparato infernal. Digamos, todo el hotel es de las películas. Con piletas, piscinas, par­ques, palmeras, cocoteros, playa privada...
—Catamaranes.
—Surf, grones, confitería con pianista, negro tam­bién. Una cosa de locos. Entonces vos decís: "Esta mina no me puede dar bola en la puta vida de Dios". Pero, pero...
—Al frente —indicó Pipo, con la mano.
—¡Al frente, sí señor! —se enardeció Hugo—. Al frente. Y por ahí, por ahí... el tipo se levanta.
—El tipo que está con la mina.
—El tipo que está con la mina se levanta y se pira. Le da un besito en la boca, corto, y se pira. A vos medio se te estruja el corazón porque pensás: "si el tipo éste la besó en la boca, es el macho. No hay duda".
Pipo meneó la cabeza, dudando.
—Porque uno siempre al principio tiene esa espe­ranza —prosiguió Hugo—, "Puede ser el hermano", piensa, "un amigo" "o el tío", que sé yo...
—O una tía muy extraña que se viste de hombre.
—También.
—Una institutriz de esas alemanas. Muy rígidas —documentó un poco más su aporte Pipo.
—Claro. Claro. Pero cuando el tipo le zampa un be­so en la trucha ya ahí medio que se te acaban las po­sibilidades —Hugo se corta. Se queda pensando—. Aunque viste cómo son los yanquis. Se besan por cualquier cosa —aclara—. Ahí viene una mina y te da un chupón y es cosa de todos los días.
—¿Sí?
—Sí. Bueno, bueno. La cuestión que la mina se ha quedado sola en la mesa. El tipo se piró. Se fue. Y la rubia está en la mesa, mirando el mar. Balanceando la piernita. Y ahí te agarra el ataque. Ahí te agarra el ataque. ¡Está servida, loco! Sola y aburrida. Rebuena, para colmo.
—¡Qué te parece!
—Claro, primero vos esperás. Te hacés el sota y esperás. Porque en una de esas vuelve el marido. O el tipo ése que estaba con ella y es un quilombo. Enton­ces vos te quedás en el molde. Y te empieza a laburar el marote de que si te vas y te sentás con ella. ¿Qué carajo le decís?
—Y además la mina habla en inglés.
—No sé. No sé. Eso no sé —vacila Hugo.
—¿La mina no es norteamericana?
—No sé. Porque vos no la escuchás. Vos la viste que está ahí chamuyando con el tipo pero no escuchás en qué habla.
—Y... si habla en inglés te caga.
—Sí, sí —admite Hugo, turbado— pero esperá...
—Bah. Si habla en inglés, o en francés o en ruso, te caga.
—Pará, pará.
—Vos inglés no hablás, que yo sepa.
— ¡Pará, pará! —se enoja Hugo.
—Porque nosotros, acá, porque manejamos el verso, pero si te agarra una mina que no hable castellano...
—Oíme boludo. Pará. ¿Vos sos amigo mío o amigo de la mina? La mina puede ser francesa, por ejemplo, y saber un poco de castellano.
—O española —simplifica Pipo—. La mina es espa­ñola.
—¡No! Española no. Dejame de joder con las espa­ñolas.
—¿Por qué no?
—Las españolas son horribles. Tienen unos pelos así en las piernas.
—Sí, mirá la Cantudo.
—No, no —se empecina Hugo—, dejame de joder con la Cantudo. La mina es una francesa tipo, tipo...
— ¿Por qué no la Cantudo?
—Tipo... ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo gol­petea con un dedo sobre el nerolite.
—Romy Schneider.
—No. No. Esta mina que canta...
—A mí dejame con la Cantudo y sabés...
—¡No rompás las bolas con la Cantudo! ¿Cómo se llama esta mina? —Hugo señala con el dedo a Pipo, ya cabrero— Mirá, el día que vos me vengas con tu día perfecto, muy bien, que la mina sea la Cantudo. Pero yo te estoy contando mi día. Además esta mina es rubia.
—Bueno —aprueba Pipo, reacomodándose algo en la silla—. La próxima vez que me cuentes tu día per­fecto, vos quedate con la rubia. Pero que la rubia esté con la Cantudo y salimos los cuatro. Así...
—Está bien, está bien —concede Hugo sin dejar de rebuscar en su memoria— ¡Françoise Hardy! ¡Françoise Hardy! Un tipo así.
—Tampoco es del todo rubia.
—Bueno, pero de ese tipo. De cara medio angulosa. Jetona. Más rubia, eso sí. Y con esa voz así... pro­funda.
—Oíme —cortó Pipo—. Si no la escuchaste hablar. Decías...
—La mina es francesa —se embaló Hugo—. Pero ha­bla castellano porque ha vivido un tiempo en Perú. ¿Viste que los franceses viajan mucho a Perú?
—¿Sí? —se interesa Pipo—. Se acomoda definitiva­mente erguido en la silla, gira y con un gesto pide otro café a Molina, el morocho, que está descansando con­tra la barra, aprovechando la poca gente de las once de la noche.
—Claro. Porque esta mina es una mina del jet-set. Una arqueóloga o algo así, que viaja por todo el mun­do.
—Una cosmetóloga.
—O dirige una línea internacional de cosmética. Una línea suiza de cosmética —sopesa Hugo—. O dise­ña moda. Habla varios idiomas. Y entonces habla cas­tellano con un acento francés, arrastra las erres...
—Como el dueño del hotel donde para Patoruzú —ejemplifica Pipo.
—Eso. Y tiene una voz profunda. Medio áspera. Co­mo Ornella Vanoni.
—Ajá, ajá. Me gusta —aprueba Pipo, dispuesto a co­laborar mientras se echa algo hacia atrás para permi­tir que Molina le deje, sin una palabra, un café, un va­so de agua, tire otros saquitos de azúcar junto al ceni­cero y apriete un nuevo ticket bajo la pata del servi­lletero.
—La cuestión es que la mina se quedó sola en la mesa, fumando —recupera el hilo Hugo— y vos estás ahí, haciendote el bocho, viendo cómo carajo hacés para atracártela. Para colmo todavía no sabés en qué carajo habla esta mina. Entonces, entonces, empezás a junar las pilchas, los zapatos, la remera, los ciga­rrillos que la mina tiene sobre la mesa para ver si di­cen alguna marca, algún dato que te bata más o me­nos de dónde es la mina. La mina llama al mozo. Pa­ga su cuenta. Vos ahí parás la oreja para ver si agarrás en qué habla, pero la mina habla en voz baja, como se habla en esos ambientes internacionales...
—Además la mina con esa voz profunda que tie­ne... —Pipo ha terminado de sacudir rítmicamente la bolsita de azúcar y se dispone a arrancarle uno de los ángulos.
—Claro. Agarra un bolso que tiene sobre otro si­llón y ahí... ahí... Primero... —se autointerrumpe Hugo— cuando se para, ahí te das cuenta realmente de que la mina es un avión aerodinámico. De esas mi­nas elegantes, pero que están un vagón. De ésas flacas pero fibrosas, ésas que juegan al tenis y que vos les tocás las gambas y son una madera. Entonces ahí, en tanto la mina se acomoda el bolso sobre el hombro y agarra los puchos y el encendedor de arriba de la me­sa...
—Los puchos son Gitanes —documenta Pipo.
—Claro. Los puchos son Gitanes y tiene ¿viste? ata­do a una de las manijas del bolso, un pañuelo de seda, fucsia. Bueno, ahí, cuando la mina se levanta. Se da vuelta. Y te mira.
—¡Mierda!
—Te mira ¿viste? —Hugo está envarado sobre la si­lla, tenso. Una mano en el borde del asiento y la otra sobre el borde de la mesa. Los ojos algo entrecerrados miran fijo en dirección a la ventana que da a calle Sar­miento—. Te mira un momentito, pero un momentito largón. Ya no es la mirada de refilón... eh... la mira­da de rigor de cuando uno mira a una persona que en­tra o que se te sienta cerca. No. No. Una mirada ya de interés. Profunda.
—Ahí te acabás.
—No. Vos... un hielo. Le mantenés la mirada. Se­rio. Sin un gesto. Como diciendo "¿Qué te pasa, ca­riño?". Claro, por dentro se te arma tal quilombo en el mate, se te ponen en cortocircuito todos los cables. "Uy, la puta que lo reparió, no puede ser", decís. "No puede ser. Dios querido". Pero le sostenés la mi­rada hasta que la mina da media vuelta y se va para la playa con el bolso al hombro.
—Y... —se sonríe Hugo— ¿Viste cuando las minas se dan cuenta de que las están junando, entonces caminan un poquito remarcando más el balanceo? —Hugo osci­la sus propios hombros y el torso— ¿así? La mina se va para la playa, despacito. Matadora. Claro. Vos estás paralizado en la silla, tenés la boca seca y si te mandás un trago del jugo te parece que tragas papel picado. Cualquier cosa parece. Te zumban los oídos.
—Te sale sangre por la nariz.
—No. No. Porque ya te recuperaste. Ya te recupe­raste —ataja Hugo—. Y ya empezás a sentir ¿viste? Esa sensación, esa sensación, ese olfato, esa cosa... de la cacería. ¿No? Para colmo, para colmo —Hugo vuel­ve a poner su mano sobre el antebrazo de Pipo para concentrar su atención.
—Ahá...
—Para colmo, la mina llega al ventanal, todo vidria­do. Porque la parte de la cafetería que da al mar es puro vidrio —asesora Hugo—. Entonces cuando la mina llega a la parte de la puerta donde ya sale a la parte de playa, que hay una explanada y después está la arena, se para. Se para en la puerta, ¿viste? Como deslum­brada por el sol. Y mira para todos lados. Busca algo adentro del bolso con un gesto como de fastidio...
—Los lentes negros.
—Algo así. Lo que pasa es que la mina está aburri­da. Y en eso, antes de salir ya del todo, gira un poco. Y te vuelve a mirar...
—Ahh... jajajá... —ríe nervioso Pipo.
—¿Viste cuando de golpe una mina te mira y vos no sabés...?
—Sí. Si te mira a vos o a alguien de atrás.
—Claro, claro, eso —se enfervoriza Hugo—. Que vos te das vuelta para ver si atrás no hay otro tipo, qué sé yo. Como para asegurarte.
—Sí, sí —se vuelve a reír Pipo.
—Pero no. La mina te vuelve a mirar a vos. Ya no tan largo, pero...
—Está con vos.
—Está con vos.
—La mina siempre seria —casi pregunta Pipo.
—Ah, sí. Sí. Seria. Juna pero ni una sonrisa. Los ojitos nada más. No. No se regala. Digamos...
—Insinúa.
—Eso. Insinúa... Entonces, vos, llamás al mozo. ¿Viste? —se divierte Hugo. Hace voz afónica— "Mo­zo"... No te sale ni la voz. Tenés la garganta seca. "Mozo". Firmás tu cuenta y ahí no más te mandás para la habitación. A los pedos.
—A la habitación.
—Claro. Porque vos ya viste que la mina se fue pa­ra la playa. O sea, la tenés ubicada y un poco la seguridad de que la mina se va a quedar ahí. Entonces vas a la habitación y te pones la malla, cazás una toalla. Una revista...
—Ah. Eso sí. Imprescindible. Un libro...
—Sí. Sí, sí. Un libro, una revista, cualquier cosa, para llevar debajo del brazo y salís rajando para la pla­ya cosa de que no vaya a aparecer algún otro y te primeree. Bajás y te mandás a la playa. Como siempre pasa, la primer ojeada que das, no la ves. Ahí te pu­teás, decís "¿Para qué mierda me fui arriba a cam­biar?". Y te desesperás. Pero por ahí la ves que viene caminando, entre alguna gente que hay, tomando una Coca Cola que ha ido a comprar. La mina te ve pero se hace la sota. Se tira por ahí, en una lona. No, en una de esas reposeras y se pone a tomar sol. Medio se apoliya.
—Ahí te cagó.
—No. Bueno. Al fin te la atracás —sintetiza Hugo.
—Ah no. ¡Qué piola! —se enerva Pipo—. Así cual­quiera. Es como en esas películas donde un tipo dice "me voy a atracar a esa mina" y después ya aparece con la mina, charlando lo más piola, encamado. Y no te dicen cómo el tipo se la atracó. Que es la parte jodida.
—Bueno. Pará. Pará —contemporiza Hugo—. Vos te quedás vigilando. Ves por ejemplo que no hay ningún peligro cercano. Ningún tipo, algún tiburonazo co­mo vos que ande rondando. O hay algún tipo con su mujer que vicha pero se tiene que quedar en el molde pero además vos viste cómo son estas cosas. Los yan­quis, los ingleses por ahí ven una mina que es una bes­tia increíble y no se les mueve un pelo. Ni se dan vuel­ta. No dan bola. No son latinos. Entonces vos ves que no hay peligro cercano y planeás la cosa. Vos tenés una situación privilegiada. Estás solo. Tenés tiempo. Tenés guita...
—No como acá.
—Claro. Además ahí no te juna nadie. No hay que­mo posible. Entonces por ahí te vas un poco al mar, nadás, hacés la plancha. Y cuando volvés ves que la mina está leyendo. En la reposera, pero leyendo. En­tonces vos, desde tu puesto de vigilancia, ni muy cer­ca ni muy lejos, te ponés también a leer. Por ahí te dan ganas, ¿viste? —Hugo busca las palabras—, de lar­gar todo a la mierda, cazar un bote, alquilar un cata­marán y disfrutar un poco en lugar de andar sufriendo por una mina que por ahí... Pero claro, cuando la mirás y por ahí la ves mover una piernita, sacudir un poco el pelo rubio se te queman todos los papeles. Te hacés el bocho como un loco. Se te seca de nuevo la garganta.
—Venís muerto.
—Lógico. En eso la mina se levanta y se va para un barcito que hay en la playa, muy bacán. Ese es el mo­mento, es el momento... Lo que vos me pedías que te explicara.
—Claro —parece que se disculpara Pipo— porque si no, es muy fácil...
—La mina va, se sienta en un taburete, debajo de esos quinchos, ¿viste?, como de paja, cónicos, pero grande, porque ahí está el bar. Y vos vas y te sentás al lado. Ya sin hacerte tanto el boludo, ya, ya en la lu­cha. Y ahí vas a los bifes. Le preguntás, por ejemplo "¿usted es norteamericana?" En un tono monocorde, casi digamos, periodístico. Sin sonrisitas ni nada de eso. Ahí la mina te mira un momento, fijamente y es cuando...
—Te cagás en las patas —dictamina Pipo.
—¡Claro! ¡Claro! Porque ése es el momento cru­cial. Ahí se juega el destino del país. Si la mina se hace la sota y mira para otro lado. O dice "sí" caza el vaso y se alza a la mierda, perdiste. Perdiste comple­tamente. Pero no. La mina te mira, dice: "Sí". "Sí ¿por qué?". Y se sonríe.
—¡Papito!
—¡Papito! ¡Vamos Argentina todavía! ¡Se viene abajo el estadio! —Hugo se sacude en la silla— ¿Viste esas minas que son serias, que no se ríen ni de casuali­dad, pero que por ahí se sonríen y es como si tuvie­ran un fluorescente en la boca? ¿Qué vos no sabés de dónde carajo sacan tantos dientes? Una cosa... —Hu­go estira la comisura de los labios con los dientes de arriba tocándose apretadamente con los de la fila inferior.
—Como la Farrah Fawcett.
—Sí. Que es una particularidad de las modelos —asesora Hugo— Están serias, de golpe le dicen "sonreí" y ¡plin! encienden una sonrisa de puta ma­dre que no sabés de dónde la sacan... Bueno, la rubia te mira, te dice "sí ¿por qué?" y...
—Te da el pie.
—Claro. Te da el pie, para colmo. Entonces vos de­cís "permiso", el barrio es el barrio, y te sentás en el taburete de al lado y entrás al chamuyo... —Hugo lle­va dos o tres veces el dedo índice de su mano derecha a la boca y lo hace girar hacia adelante como quien desenrolla algo. Pipo hace un gesto escéptico.
—Muy facilongo lo veo —dice.
—Lo que pasa es que la mina está con vos. Está con vos. La mina ya tiene decidido que te va a dar bo­la. No va a andar haciendo las boludeces de hacerse la estrecha o esas cosas. Es una mina que está en el gran mundo internacional y sabe lo que quiere. La mina va a los bifes. No se regala pero va a los bifes. Si le gusta un tipo le da pelota de entrada y a otra cosa.
—Eso es cierto. Esas minas son así.
—Entonces vos empezás el chamuyo. Ya tranquilo. Ya gozando la cosa porque sabés que la cosa viene bien, ya estás en ganador y medio que ya te estás ha­ciendo la croqueta pensando que te vas a llevar la ru­bia para la pieza del hotel y esas cosas. Ya entrás a disfrutar, ahí, vos, ganador. Garpás los tragos, tirás unas rupias sobre el mostrador al grone y te vas con la mina para las reposeras. La mina, claro, una bola bárbara. Y vos ves que los tipos te junan como di­ciendo "hijo de puta, se levantó el avión ése". Pero vos, un duque, fumás, te hacés el sota y la ves caminar a la rubia adelante tuyo, en la arena, ahí, el pantaloncito ajustado y pensás "Dios querido ¡Y esta mina es­tá conmigo!". Y bueno...
—Bueno —suspira Pipo, aflojando un poco la ten­sión. El peor momento ya ha pasado.
—En fin. Entonces escuchame como es la milonga. ¿No? La milonga del día perfecto. Al menos para mí. Primero, ahí, en la playa, con la rubiona. Un poco de natación, el mar, las olas. Alquilás un catamarán, te vas con la mina de recorrida. Y a eso de las seis, siete de la tarde, te mandás al bar y te das algún trago largo...
—Un ron Barbados.
—Puede ser. Puede ser. Fijate, fijate... —gesticula, calculador, Hugo—. Me gustaría más un gin-tonic. Un gin-tonic.
—Loco, eso pedilo en Mombasa, en algún boliche de ésos. Pero no te pidas un gin-tonic en un lugar así. Con esa mina...
—Grave error. Grave error. ¿Qué tomaban los tipos que aparecen en la novela de Hemingway, de ésas en el Caribe, Islas en el Golfo, por ejemplo?
—Bacardí.
—Bacardí ¡Y gin-tonic! Gin-tonic, mi amigo. Pero la cosa no es esa. No es que vos vayas a pedir tal o cual trago. No. La cosa es que no te des con algún tra­go que te tire a la lona. Tenés que tomar algo que más o menos sepas que te la aguantás. Algo que te achis­pe, que te ponga vivaracho pero que no te haga pelo­ta. Mirá si todavía que ya tenés la mina en casa te le­vantás un pedo que flameás o te descomponés y des­pués andás con diarrea, te cagás ahí en el lobby del hotel...
—Vomitás —se asqueó Pipo.
—Vomitás. Le vomitás las pilchas a la mina. Un asco. No. No. Por eso, por eso, pedís algo sobrio, que vos sabés que te la aguantás y que te ponga ahí, en el umbral de la locura para acometer el acto... el ac­to... el acto carnal. Además vos ves que el asunto viene sobrio. Sin espectacularidad. No te vas a pedir tam­poco uno de esos tragos que vienen adentro de un coco partido por la mitad, que adentro le meten flo­res, guirnaldas, guindas, que lo tomás con pajita. Eso es para las películas de Doris Day que todos bailaban en bolas al lado de la pileta...
—Doris Day. Qué antigüedad.
—No. Vos te pedís entonces un gin-tonic. La mina alguna otra cosa así. Ahí charlás un ratito. La mi­na muy piola. Muy bien. Muy agradable. Simpática.
—Muy bien la mina —certificó Pipo, como asom­brado.
—Sí. Sí. Una mina de unos 26, 27 años. No una pendeja. Casada. Bien en su matrimonio. Bien. Que sabe lo que está haciendo. La mina quiere pasar bien esa noche, y a otra cosa.
—Claro.
—Claro. Ninguna complicación. No es de las que te va a hacer un quilombo al día siguiente ni nada de eso. La mina sabe cómo son estas cosas.
—No. No se te va a venir a la Argentina tampoco.
—¡Nooo! ¡No! No es de ésas que agarran el teléfo­no y te dicen "Arribo a Fisherton mañana". Y se te arma tal despelote. No nada de eso. Entonces...
—Entonces.
—Entonces, son como las siete, las ocho de la tar­de —el relato de Hugo se hace moroso— Te vas con la rubia a la habitación del hotel.
—¿A la tuya o a la de la mina?
—A cualquiera. Allá no es como acá que por ahí te agarra el conserje y no te deja entrar con la mina en la pieza. Allá no hay problemas. Te vas con la mina a la habitación. No. Mejor le decís a la mina que vaya a su habitación. Vos vas a la tuya y te das una buena ducha.
—Te sacás toda la arena.
—Claro, te sacás la arena. Los moluscos que te ha­yan quedado pegados. Y te vas a la pieza de ella. —Hugo hace un pequeño silencio contenido. Y bueno. Ahí, viejo ¿para qué te cuento? —sigue—. Te echás veinte, veinticinco polvos. Cualquier cosa.
—¿Veinticinco, che? —duda Pipo.
—Bueno... Dejame lugar para la fantasía. Bah... Te echás cinco, seis. De esas cosas que ya los dos úl­timos la mina te tiene que hacer respiración boca a boca porque vos estás al borde del infarto...
—Sí. Que ya lo hacés de vicioso.
—Claro. Pero que te decís: "Hay un país detrás mío." No es joda.
—Muy lindo, che. Muy lindo —aprueba Pipo, que se ha vuelto a repantigar en la silla y manotea, distraído, el paquete de cigarrillos.
—No. No —le llama la atención Hugo—. No. Aho­ra viene lo interesante. Porque yo te digo una cosa. Te digo una cosa... eh... Pipo. Te digo una cosa Pipo: El mundo ha vivido equivocado. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé por qué carajo en todas las pe­lículas el tipo, para atracarse la mina, primero la invi­ta a cenar. La lleva a morfar, a un lugar muy elegante, de esos con candelabros, con violinistas. Y morfan co­mo leones, pavo, pato, ciervo, le dan groso al cham­pán mientras el tipo se la parla para encamarse con ella. Yo, Pipo, yo, si hago eso... ¡me agarra un apoliyo! Un apoliyo me agarra, que la mina me tiene que llevar después dormido a mi casa y tirarme ahí en el pasillo. O si no me apoliyo me agarra una pesadez, un dolor de balero. Eructo.
—Y eso no colabora.
—No. Eso no colabora —Hugo se pega repetidamen­te con la punta de los dedos agrupados en la frente—. ¿A quién se le ocurre, a quién se le ocurre ir a enca­marse después de haber morfado como un beduino? Es como terminar de comer e ir a darte quince vuel­tas corriendo alrededor del Parque Urquiza. Hay que estar loco.
—Sí. Es cierto.
—Por eso te digo. El mundo ha vivido equivocado. Yo no sé cómo hacían los galanes esos de cine que se iban a encamar después de comer.
—Es la magia del cinematógrafo, Hugo. Hay que ad­mitirlo.
—Pero en este día perfecto que te digo yo —pun­tualiza, orgulloso, Hugo— vos terminás de echarte los quince polvos con la rubia, te levantás hecho un duque. Te pegás una flor de ducha, cosa de quitarte de encima los residuos del pecado y ¿qué te pasa? Te­nés un hambre de la puta madre que te parió. ¡Lo­co! No comés desde el desayuno. Acordate que no co­més desde el desayuno que picaste alguna boludez. Y después no almorzaste porque un tipo que está de ca­cería no puede permitirse andar con sueño y hecho un pelotudo. Entonces, entonces... imaginate bien, eh. Prestá atención. Te empilchás livianito, la mina también. Ya es de noche, te has pasado cerca de tres horas cogiendo y la luna se ve sobre el mar. Está fresquito. No hay ese calor puto que suele haber acá. Ahí refresca de noche. Vos abrís bien las puertas de vidrio que dan al balconcito y desde abajo se escucha la música de una orquesta que es la que anima el bai­longo que se hace abajo, porque hay mesitas en los jardines, entre las palmeras y ahí los yankis cenan y esas cosas. Vos no. Vos como un duque, pedís el morfi en la habitación. ¡Imaginate vos! —Hugo reclama más atención de parte de Pipo— Vos ahí te sentís Gardel. Acabás de encamarte con una mina de novela. Estás en un lugar de puta madre, tenés un hambre de lobo. Sabés que tenés todo el tiempo del mundo para comer tranquilo. La mina es muy piola y agradable y no te hace nada, al contrario, te gratifica que ella se quede con vos después de la sesión de encame. No es de esas minas que después de encamarte tenés unas ganas locas de decirle "nena, ha sido un gusto haberte conocido; ahora vestite y tómatela que tengo un sue­ño que me muero y quiero apoliyar cruzado en la ca­ma grande". No. La mina es un encanto. Entonces te hacés traer un vino blanco helado, pero bien helado de esos que te duelen acá —Hugo se señala entre las cejas— ¡Bien helado!
—¡Papito!
—Porque también tenés una sed que te morís. Te has pasado todo el día en la playa, bajo el sol. Y ade­más después de un enfrentamiento amoroso de ese tipo si no tenés a tiro un buen vino blanco pronto ca­paz que te chupás hasta el bronceador.
—La crema Nivea.
—Y ahí te sentás con la rubia —Hugo se arrellana en su silla, hace ademán de apartar las cosas de la mesita— y le entrás a dar a los mariscos, los langostinos, la langosta, algún cangrejo, con la salsita, el buen pancito. Pero tranquilo, eh, tranquilo... sin apuro. Mi­rando el mar, escuchando el ruido del mar. Sos Pelé. Sos Pelé.
—Alguna que otra cholga —aventura Pipo.
—Sí, señor. Alguna que otra cholga. Pulpo. Mucho pulpito. Y siempre vino ¿viste? Le das al blanco. Sin apuro. Ahí es cuando entrás a charlar con la mina de cosas más domésticas. De la casa. De la familia. Cuan­do ya no es necesario hacer ningún verso.
—Cuando ya te aflojás.
—Claro. Ese momento es hermoso. Entonces le contás de tu vieja. De tus amigos. Que tenés un perro. Que de chico te meabas en la cama. La mina te cuen­ta de su granja en Kentucky. Que le gustan los hela­dos de jengibre. Pero ya tranquilo. Estás hecho. Estás hecho. Porque si vos morfás antes de encamarte —vuelve a la carga Hugo—, por más que te sirvan el plato más sensacional y lo que más te gusta en la vida a vos no te pasa un sorete por la garganta porque te­nés el bocho puesto en la mina y en saber si te va a dar bola o no te va a dar bola. Comés nervioso, para el culo, te queda el morfi acá. La mina te habla de cualquier cosa y vos estás pensando "Mamita, si te agarro" y no sabés ni de qué mierda está hablando ella ni qué carajo le contestás vos. Es así. ¿Es así o no es así?
—Es así.
—Entonces ahí, después de morfar como un as­queroso, después de bajarte con la rubia dos o tres tu­bos de blanco, vos vas sintiendo que te entra a agarrar un apoliyo ¡pero un apoliyo! Sentís que se te bajan las persianas.
—Ahí es cuando uno ya se entra a reír de cual­quier pavada.
—¡Eso! ¡Claro! —se alboroza Hugo por el aporte de Pipo—, que te reís de cualquier cosa. Bueno, ahí, te vas al sobre. Sabés, además, que podés al día siguiente dormir hasta cualquier hora porque vos te vas, ponele, a la noche del día siguiente. Y te acostás con la rubia, ya sin ningún apetito de ningún tipo, sólo a disfrutar de la catrera. Te vas hundiendo en el sueño. Te vas hundiendo. Está fresquito. Entra por la ventana la bri­sa del mar. Oís el ruido del mar. Un poco la música de abajo...
Hugo se queda en silencio, mordisqueándose una uña. Casi no hay nadie en El Cairo. Pipo también se ha quedado callado. Bosteza. Mira para calle Santa Fe. Hugo busca con la vista a Molina, que está charlando con el adicionista. Levanta un dedo para llamarlo. Molina se acerca despacioso pegando al pasar con una servilleta en las mesas vacías.
—Cobrame —dice Hugo.



*Fuente: http://www.abanico.edu.ar/2005/05/fontanarrosa.mundo.htm






Confines del equilibrio*



así lo heredamos

y lo enseñamos a todos

incluso a los hijos

por cierto tiempo

se nos aparta de un árido mundo

no se nos permite aprender el dolor

se nos ha vedado

preguntar sobre las luces al vacío

se nos cuida del omnidemonio

impalpable del miedo y la duda

inmaculados

sobre esta dulce cuerda floja

todos quieren sostenernos

protegernos salvarnos

de la caída

pero igual un día

todos caemos

con el hálito final

de aquel lejano paraíso.



*de Santiago Torales. nahrid@yahoo.com.ar






El doctor Lessel y mi padre*


*de Roberto Fontanarrosa


La anécdota es corta. Como solía contarla mi padre —apenas tres o cuatro veces que lo hizo— debido a que, sin duda, le dolía. Mi padre era un hombre muy formal, muy ceremonioso. Lo es, en definitiva, porque aún vive, aunque ya no atiende el consultorio de calle Arosemena. Mi psicoanalista, el doctor Espinosa, siempre me dice que yo debería estudiar las causas de por qué siempre hablo de mi padre en pasado, como si hubiese muerto. Pienso que tal vez sea porque me acostumbré a su ausencia (a las de mi padre, no a las del doctor Espinosa, que no ha faltado a una sesión en 15 años). Mi padre era un hombre de viajar mucho, empujado por un anhelo de conocimiento en todo lo que se relacionara con su especialidad, la cardiología. No recuerdo que haya viajado nunca por turismo o recreo. Ni siquiera cuando realizó el viaje de bodas con mi madre, a Canadá, al que hizo coincidir con un simposio sobre válvulas mitrales que se llevaba a cabo en Alberta, cosa que disgustó un tanto a mi madre, pues ella recién se enteró del evento al llegar al hotel encontrándose con que debían compartir la habitación con un médico hindú que viajaba con su mangosta. De allí en más, mi padre, Arnulfo Ramón Obaldía, viajó a cuanto rincón del mundo fuese escenario de encuentros o congresos sobre su profesión. Nos enviaba, eso sí, desde aquellos sitios, postales que mostraban cirugías de pecho, intervenciones a corazón abierto, los primeros by-passes, con algunas cortas y cariñosas frases al dorso dirigidas especialmente a mí y a mi hermana Creolina. Todo su desvelo, todo su frenético intento de conocer más, de perfeccionarse, de engordar su currículum, tenía un solo objetivo: poder, algún día, llegar a trabajar en los Estados Unidos. Para un panameño, lógicamente, Norteamérica es la Meca o algo similar, la Casa de Dios. La denominación puede sonar exagerada pero no debe olvidarse que Panamá fue creada por los Estados Unidos, el Gran País del Norte es el Creador de todos nosotros, los panameños. De no haber sido por la gestión yanqui nosotros hubiésemos corrido la triste suerte de muchos amigos que hoy son colombianos. Por eso, cuando mi padre recibió la confirmación de que había sido contratado para trabajar en el Massachusetts General Hospital de Boston, lloró por primera vez frente a su familia. Repito que era un hombre austero, muy medido, con un enorme sentido del ridículo, que evitaba en lo posible mostrar sus emociones en público. Pero aquélla fue una ocasión muy especial para él. No nos había contado nada —al menos a los hijos, Creolina y yo— sobre sus trámites para ingresar en el mítico centro asistencial bostoniano, temeroso de que su intento pudiese resultar estéril. Y cuando nos reunió en el comedor para informarnos se permitió, por primera y única vez, derramar un par de lágrimas de emoción que rápidamente enjugó con la manga de su saco. Nos contó, ya más calmo, que en el Massachusetts Hospital habían trabajado gigantes de la Medicina como el doctor Edward M. Donnelly, creador del primer calzado ortopédico para el pie derecho; Osiris Gravestone, a quien el mundo aún le debe la vacuna contra la conjuntivitis nerviosa, e incluso, Emma Nightingale, tía de la celebérrima Florencia, aunque Emma sólo tenía a su cargo en dicho nosocomio tareas administrativas. Pero donde más hizo hincapié mi padre, fue en el hecho de que el director del establecimiento que ahora le abría sus puertas era ni más ni menos que el doctor Spruce Lessel, eminente científico seis veces postulado para el Premio Nobel, dos veces para el Grand Barometer of World Health, y autor de libros tales como La aorta o un ensayo de nítido alerta ecologista: El ano contra Natura. Conocíamos la existencia del doctor Lessel pues no había almuerzo en que nuestro padre no nos contara algo sobre él —salvadoras decisiones en medio de una cirugía, ligamientos circunstanciales de arterias obturadas, bloqueos magistrales de hemorragias internas— que si bien nos quitaban un tanto el apetito nos ilustraban sobre ese hombre maravilloso cuyo rostro también conocíamos a través de las fotos de la revista Heart a la cual mi padre estaba suscripto. El doctor Lessel debía tener por ese entonces cerca de 70 años pero, sin embargo, la letra manuscrita con que había enviado la buena nueva a mi padre revelaba a un hombre de pulso aún firme y dedos de acero. Mi madre, también conmovida por el anuncio, le preguntó cariñosamente a mi padre cuánto tiempo se extendería la separación familiar. Mi padre la tranquilizó. Él viajaba ya, urgido por sus propias ansiedades y además por el reclamo imperioso del mismísimo doctor Lessel, quien reclamaba casi de inmediato su presencia dado que en un par de días comenzaba en Boston lo que él denominaba “La temporada del ventrículo”. Según Lessel, el imprevisto alejamiento de otro facultativo, el inglés Earl T. Wakelin, Jr., ante un confuso caso de “error médico”, lo ponía en la circunstancia de solicitarle a mi padre que viajara lo antes posible para tomar ese puesto. Pero según mi padre en un par de meses, tres a lo sumo, estaríamos en condiciones de viajar para unirnos a él, cuando ya hubiese conseguido una espaciosa casa para vivir y también comprado —el sueldo era más que jugoso— uno de esos enormes y suntuosos coches americanos para salir a pasear por Harvard y sus alrededores.
Dos días después, entonces, viajó nuestro padre rumbo a Boston. Lo vimos partir un sábado en un SuperConstellation y era tal su entusiasmo que nunca imaginamos que lo tendríamos de regreso el lunes en nuestra casa. Mi padre cuenta que llegó a Boston el sábado por la noche. Lo esperaba en el aeropuerto un abnegado asistente del Massachusetts Hospital, quien lo trasladó hasta un confortable hotel de la zona de Kenmore Square. Sería ése su transitorio hogar mientras realizaba los trámites de trabajo y residencia, muy facilitados por el contrato que ya llevaba en la valija refrendado por el mismo Hospital. Descansó bien y a la mañana siguiente, cerca del mediodía para no parecer impertinente, telefoneó desde su habitación a la casa del doctor Lessel, como éste se lo había solicitado por carta. Cuidadoso, mi padre procuró no interferir, con su llamado, la hora de la misa dominical ni la familiar privacidad del almuerzo. Lo atendió un doctor Lessel campechano y amable. Debo consignar que mi padre hablaba un inglés casi perfecto ya que lo había estudiado desde muy pequeño, aunque se le filtraba una ligera tonada chorrasquillera, propia de la gente nacida en la zona que bordea la ribera norte del canal de Panamá. Nos contaba luego, dentro de su desazón, que le paralizó escuchar la voz de su admirado Lessel, al punto que no pudo articular palabra. Lo volvieron a la realidad las protestas de su interlocutor creyendo que se había cortado la comunicación. “Yo había leído infinidad de trabajos de él —decía mi padre— pero allí caí en la cuenta de que nunca había escuchado su voz. Fue como una revelación. Una voz algo áspera y despareja que me decía que debíamos vernos ese mismo día en el Mayflower Grill.” Mi padre, fiel a su moderación, insistió un par de veces en que no quería molestar ni perturbar al doctor Lessel en su descanso dominical, pero el doctor fue de un avasallador poder de convicción y citó a mi padre en el restaurante a las cinco de esa misma tarde. “Para conocernos, hablar de lo que será su trabajo, transmitirle el espíritu del hospital e intercambiar ideas”, le dijo Lessel. Mi padre comprendió: con su admirado y flamante director eran almas gemelas, no conocían el descanso, no hallaban interés ni atractivo en los días lejos del quirófano y sólo se les encendía el pecho y la mirada cuando conversaban entre colegas sobre la especialidad. De una puntualidad poco centroamericana, mi padre estuvo en el Mayflower Grill a las cinco en punto de la tarde. El restaurante era grande, clásico, y había muy pocas mesas ocupadas a esa hora. Algunas señoras tomando el té, algún hombre de negocios apurando un trago. Y mi padre divisó en una de las mesas alejadas de la puerta al doctor Lessel, ya sentado, elegantemente trajeado de gris, hojeando una revista médica. Mi padre se acercó a él: Lessel le extendió la mano sin levantarse pero cordialmente, explicándole que acostumbraba a llegar siempre un poco antes a las citas por el temor a demorarse. Allí comenzó la charla, una larga recorrida por aspectos de la especialidad, menciones a amigos comunes, facultativos admirados, enhebrada por dos hombres entusiasmados por compartir gustos afines. Lessel tomaba whisky, lo que tal vez aumentaba su locuacidad. Y mi padre podía ser muy ameno en tertulias sobre temas que dominaba a la perfección. Eso sí, él se mantuvo fiel al té con limón o yerbabuena. En casa, recuerdo, solía beber un poco de cognac por las noches, cuando había tenido que afrontar alguna cirugía muy riesgosa, pero eran licencias que muy ocasionalmente se brindaba. Y allí, en Boston, frente a su flamante empleador, no quería demostrar vicio alguno.
Hablaron animadamente casi dos horas y, dentro de su entusiasmo, mi padre pudo detectar un par de cosas: que afuera ya había oscurecido y que el doctor Lessel bebía un whisky tras otro, sin solución de continuidad, pero con una impecable conducta alcohólica. “He aquí a un hombre —pensó en aquel momento nuestro padre según nos contaba después— habituado a llevar las riendas de una situación. Y que no vacila en gratificarse con un buen scotch tras el trabajo de toda una semana, conocedor de que puede controlar perfectamente sus pequeños vicios.” Advirtió, sin embargo, que Lessel lucía ligeramente despeinado —era casi calvo— y se manifestaba un poco más estentóreo que al comienzo de la conversación. Siguieron la charla entonces, mientras alrededor de ellos las mesas se iban poblando para la cena. Entonces el doctor Lessel invitó a mi padre a cenar allí mismo. Mi padre vaciló, no quería ser descortés, pero hubiese deseado no prolongar una conversación que, pese a ser interesantísima, lo sometía a una cierta tensión intelectual por saberse frente a una persona tan admirada. Balbuceó alguna excusa pero Lessel no le dio oportunidad para negarse. Le dijo que su familia pasaría la velada en casa de una hermana de su esposa y dedujo que mi padre, por supuesto, no tendría nadie con quien compartir la cena. Mi padre aceptó, finalmente. Ordenaron sus platos y ni siquiera entonces mi padre pidió vino o cerveza. Apenas agua mineral sin gas. Lessel, por su parte, y ante una ya incipiente incomodidad de mi padre, seguía con el whisky. Mi padre no quería distraerse de la conversación; Lessel le explicaba con lujo de detalles una de sus últimas suturas de válvulas sigmoideas, a la que denominaba “La Gran Lessel”; pero no podía evitar la tentación de calcular cuántos vasos de whisky había consumido su anfitrión. Estimaba que habían sido más o menos ocho. Cuando Lessel se limpió la boca con la corbata dos veces, y luego volcó torpemente un jarroncito con flores que decoraba el centro de la mesa, mi padre —nos contaba luego— ya se hallaba realmente desasosegado. Hasta que tuvo que admitir la cruda realidad de los hechos: el doctor Spruce Conrad Lessel, el reverenciado científico que lo convocaba a trabajar en su prestigioso nosocomio, estaba borracho como una cuba. Transpirando, contestando ahora con monosílabos, observando de reojo si desde las otras mesas se habían percatado del detalle, mi padre asistía a la debacle de Lessel, quien ya se había manchado tres veces la camisa con la salsa de su plato y pugnaba inútilmente en pronunciar en forma correcta la palabra “poplítea”. Mi padre entendió que frente a él la imagen tan amada de su ídolo se estaba resquebrajando lentamente. Intentó un par de veces detener al mozo que llenaba sistemáticamente el enorme vaso de Lessel ante el más mínimo reclamo de éste. Supuso que esa escena de alcoholismo descontrolado bien podía ser una constante dominical, que Lessel repetiría con otros colegas, con enfermeros y hasta con pacientes. Trató, por tanto, de no ser intolerante. Después de todo, quizás aquél fuera un vicio privado y civil del doctor Lessel que no alteraba su buen nombre ni su excelente pulso en la mesa de operaciones. Por fortuna, la conducta de Lessel todavía no había desbordado los límites de la mesa. Se le caía en repetidas oportunidades el tenedor, atrayendo la atención de los circunstantes, su discurso se había tornado totalmente caótico, pero no se había puesto aún ni violento ni melancólico. Muy alterado, mi padre contaba que sólo se le ocurrió rezar. Por ese momento, Lessel entró en un espacio de silencio, cerrando los ojos muy fuertemente, como si le doliese la cabeza. Se pasó entonces la servilleta por el rostro y se mantuvo así unos minutos, con los ojos cerrados. Habían llegado milagrosamente a los postres y mi padre dedujo que, posiblemente, su interlocutor se había dormido, lo que lo tranquilizaba en parte, pero complicaba la salida del restaurante. Pasaron así unos minutos más, que fueron eternos y tremendos para mi padre que asistía, paralizado, a esa suerte de duermevela de su compañero, sumido en el pánico de imaginar que a su alrededor, desde las otras mesas, habría ojos siguiendo tan extraña situación. De pronto, Lessel abrió de nuevo los ojos y con voz calma y profunda susurró: “Podríamos irnos”. Mi padre se apresuró a pedir la cuenta con un dedo en el aire. Pese a su obnubilación, Lessel manipuló en los bolsillos internos de su saco hasta encontrar la tarjeta de crédito. En un estado casi catatónico acertó a firmar su boleta y a adicionar incluso la propina. El mozo le preguntó al doctor Lessel su apellido y su número de teléfono, lo que indicaba que no era cliente habitual de la casa. Lessel contestó rápido y con bastante claridad. Mi padre tragó saliva. Quizás su flamante jefe se estaba reponiendo de tanto alcohol trasegado y ambos podrían marcharse con cierta dignidad. “Okey, vámonos”, ordenó Lessel. Mi padre se levantó observando por primera vez las mesas vecinas de un salón que estaba casi completo. Detectó muchas miradas curiosas siguiendo sus movimientos. Y en ese instante escuchó el estruendo. El doctor Lessel había caído al piso estrepitosamente, arrastrando en su caída la silla y parte del mantel. Mi padre y un mozo corrieron a ayudarlo entre los gritos de otros comensales y gestos de estupor. Tras duro esfuerzo lograron ponerlo de pie. Lessel era un hombre no muy alto ni corpulento pero su total estado de ebriedad lo convertía en una suerte de bolsa de papas difícil de enderezar. Mi padre asumió entonces el papel de capitán de tormentas. Tras reponer más o menos las ropas revueltas de Lessel, luego de lograr encasquetarle nuevamente los lentes, con ademanes firmes desestimó la ayuda de otros mozos. Calculó que podrían alcanzar por sus propios medios la puerta de salida. Lessel intentaba, por su parte, transmitir algo a quien quisiera oírlo, pero sólo alcanzaba a extender un dedo en el aire y le patinaban las palabras entre las dos hileras de sus dientes apretados. Estaba ya completamente despeinado y su aspecto era lamentable. Por fortuna, mi padre había asumido su responsabilidad. Aceptando la fragilidad y la debilidad de aquel ser tan querido y admirado, pondría el pecho a la contingencia haciéndose cargo de todo. Indicó a uno de los mozos que pidiera un taxi y cargó con Lessel hasta cerca de la puerta, sosteniéndolo por la cintura. El aliento del relevante médico junto a su cara era insoportable y —contaba mi padre— le hacía llorar los ojos. En tanto un mozo salía presuroso en procura de un taxi, mi padre acomodó a Lessel contra el pequeño mostrador de admisión de clientes, para arreglar un poco su propia ropa, desordenada por tanto forcejeo. Estaba enderezándose el cinturón cuando, otra vez, Lessel se precipitó a tierra como una marioneta a la cual le cortan los hilos. De nuevo hubo gritos entre la gente, que no les había quitado la vista de encima, y otra vez acudieron corriendo un par de mozos solidarios. Rojo por el esfuerzo, transpirando por el mal momento, mi padre maldijo la situación que estaba atravesando. Confesaba después que sentía una enorme compasión por sí mismo y que se hubiese puesto a llorar de buen grado, como una criatura. Lograron poner en pie de nuevo a Lessel, que canturreaba una serie de incoherencias. Se babeaba, además. Mi padre temió, en un momento terrible, que llegara a orinarse. Mantuvo a Lessel sostenido por la cintura hasta que llegó el taxi. En el trayecto hacia el coche Lessel volvió a caerse y casi arrastra en su caída a mi padre, que perdió un zapato entre los manotazos. En un último y titánico esfuerzo mi padre logró introducir a su amigo en el coche, rechazando, entre jadeos angustiosos, la ayuda del taxista. Cuando hubo recuperado el aliento, preguntó al doctor Lessel la dirección de su casa. Lessel barbotó, cinco o seis veces, una dirección complicada, hasta que el taxista, ducho, logró individualizarla. El viaje hasta la casa del eminente médico no fue muy largo. Cuando llegaron, mi padre pagó, rechazó la colaboración del taxista y prácticamente cargó sobre su hombro a Lessel hasta la puerta de una bonita y clásica casa bostoniana. Por los murmullos entusiastas de Lessel y algunos gestos de sus manos comprendió que aquella era la dirección correcta y que el eminente facultativo reconocía su hogar. Mi padre tocó el timbre, sin soltar a su compañero. Poco después se abrió la puerta y apareció la señora Lessel, quien miró la escena con gesto de relativo asombro. Corpulenta y decidida, recibió a su marido de brazos de mi padre, mientras desgranaba un sinfín de agradecimientos y disculpas. “Usted no sabe —aún recuerda mi padre que dijo la señora— lo mucho que le agradezco, doctor...”— “Obaldía”, le informó mi padre, aún jadeante.— “Doctor Obaldía... —siguió la mujer—, todo lo que ha hecho por mi marido...”
Y luego le preguntó así, a boca de jarro y naturalmente: “Pero... ¿dónde dejó la silla de ruedas?”
Cada vez que mi padre recuerda esta anécdota —y no son muchas las veces, lo juro— cuando repite las palabras de aquella señora preguntando eso, su voz se le altera y tiende a resquebrajarse. Luego traga saliva y queda mirando hacia un punto perdido en el espacio. Le sigue pasando lo mismo, lo aseguro, que le pasó aquel lunes cuando llegó de vuelta desde Boston, adonde se había ido apenas dos días antes, con intenciones de establecerse.


http://www.abanico.edu.ar/2005/05/fontanarrosa.lessel.htm






Correo:

En el dia del amigo, justamente*


Malas Nuevas: justo en las vísperas del dia del amigo nos enteramos de la muerte de un gran tipo que supo cantarle como pocos a la amistad.
Deberemos acostumbrarnos a extrañar al Negro Fontanarrosa, maestro de dibujantes, cuentistas y cuenteros...
Besos a todos en el dia del amigo.

*Udi. udi.cuatro.catorce@gmail.com


"Los momentos en que somos más libres e iguales en este sistema son aquellos que dedicamos a la consecución de la utopía. El resto del tiempo somos meros esclavos."
http://udi414.blogspot.com


*

Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).

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martes, julio 17, 2007

HASTA LO HÚMEDO DE TU CORAZÓN


*


La hiedra de tus ojos invade de rocío mi cuerpo
Siento fresco menta y citronella
Tus pétalos se deshojan en mis labios uno a uno
Desprendiendo un perfume que me llena
El de tu aroma
Las rosas envidian
Las ciruelas quieren ser mordidas
Y los azahares se desvanecen
Cavo profundo con mis manos en tu tierra
Voy hasta lo húmedo de tu corazón donde echo mis raíces
Y me nutro
Reverdezco
Y descanso



*de Iván Silvero untalivan2001@yahoo.com.ar






Hasta lo húmedo de tu corazón...









EL TIGRE DE AGUA*



Una extensa ciudad de calles de agua. Ciudad abierta, casas rodeadas de jardines agrestes, islas, puentes sutiles que unen las manzanas trazadas por el capricho de los arroyos.
Los juncos de las orillas danzando al paso de las embarcaciones, en oleadas vegetales que cambian el tono de verde al inclinarse bellamente, dulce, acompasadamente acompañando el hincharse del agua. Aguas marrones, se diría espesas, con el trazado complejo de los flujos y reflujos que le tejen una superficie de dibujo perfecto y móvil.
Las casas sobre pilotes, subidas a sus largas patas de garza. Casas con cenefas de latón, casas con tejados, casas de chapa y madera. Ricos y pobres, con correspondientes embarcaderos: embarcaderos de bancos lustrosos, embarcaderos de palitos atados con soga y clavos. Todos compartiendo el paisaje.
La lancha colectivo, el autobús que se desliza atracando donde la gente parada en la escalerita reclama transporte. Los perros que despiden o saludan con alegría canina, desbordante en saltitos, ladridos y corridas alrededor del dueño que retorna y camina con una mano que revolea una oreja o la indiferencia de la costumbre.
El conductor de la lancha que lleva una garrafa al lado del timón, y la pava siempre caliente para el mate imprescindible. La mujer y la hija al lado, los pasajeros en sus cosas, la maestra corrigiendo cuadernos mientras por las ventanillas se pierde el paisaje maravilloso. Pero ellos tienen los ojos llenos de agua, ya no necesitan mirar para verla. Son los habitantes de este extraño mundo donde todo ocurre en torno y sobre los ríos que ajedrezan la llanura.
Pasa la lancha almacén con las bolsas de papas y cebollas, las garrafas de gas, el aceite y la harina. Pasa la lancha ambulancia a todo correr, pasa la lancha basurera con sus bultos negros, pasa la prefectura, policía del camino que él también, el camino, pasa.
Las casitas con sus ropas tendidas y los patos en su corral. El cielo blanco donde el encaje de las ramas desnudas dibuja nubes difusas.
Y de pronto el Paraná. La enorme infinitud de un horizonte que se abre, y allá lejos un barco transatlántico. Da miedo la sensación de pequeñez que nos invade. Y, como hemos quedado sólo nosotros y el piloto con su familia, mi mamá manejando el barquito entre carcajadas. “Más a la derecha, ahora, mueva el timón más a la derecha”. La fotografía para capturar la magia, como si fuese necesario.
Y la vuelta mientras la luz se pierde, y el reflector sobre la cabina ilumina los muelles buscando pasajeros que retornen. Las casas con sus cuadraditos de luz en las ventanas. La lancha que llega a buscar a los obreros de una construcción. El día que se va como las aguas bautizadas con nombres para reconocer los cauces, aunque el río, los arroyos, el agua es la misma agua de tierra y juncos y relieve de melaza. Carapachay diremos, Guayraca, Reyes, Capitán. Le daremos nombres al agua para creer que es ella la que pasa y no nosotros los que nos vamos.
Volvemos en el tren, otra magia. Si existe magia en los transportes, cómo dudar de que trenes y barcos son los hechiceros de la imaginación y quienes se aferran a los recuerdos.
Hemos estado en una ciudad de agua. El Tigre le dicen. Cuando miro el mapa veo el espinazo del Paraná, y las rayas de los cauces surcando el lomo de la pampa.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com






Novios*



Temblequean las sillas, roñosísimos y quemados los mantelitos, las paredes, rugosas y coherentemente húmedas, así como el techo, con ondas. El olor ambiente casi se oye. Sobre el mostrador campean sándwiches de pan francés envueltos en un plástico transparente, aunque no lo bastante, y en otro envoltorio de idéntico material e inconfundible aspecto, se exhiben facturas apelmazadas. En la mesita aquella, fumando, mientras aguarda el comienzo del show, mi novio lee el capítulo onceavo de “Las Alas de la Paloma”. Soy una de las potras en bikini maquillándose en un cuartucho con insignificantes pretensiones de camarín.




*de Rolando Revagliatti revadans@yahoo.com.ar







Martes, 17 de Julio de 2007
La Protesta*



*Por Carlos A. Solero casolero_1@hotmail.com



Fundado en 1897, por dos proletarios Gregorio Inglán Lafargue y Antonio Pellicer Paraire, el periódico anarquista La Protesta siempre fue mucho más que una publicación. Fue un ámbito de iniciativas de organización para la lucha, un frente de confluencia de escritores, periodistas y una incandescente llama productora de ideas a la que nadie pudo ni puede detener.
Nacido como La Protesta Humana, el médico irlandés Juan Creaghe, antiguo editor de El Perseguido, compró nuevas máquinas que permitieron ampliar la tirada y le cambió el nombre para tornarlo más fácil al pregón de los canillitas, más de una vez efectuaba la distribución personalmente en su mateo para evitar las requisas de "orden social".
En la huelga de inquilinos de 1907, La Protesta fue el vocero de los desheredados, maltratados por las clases dominantes y sus lacayos de sotana y uniforme.
Los talleres de La Protesta padecieron múltiples atentados en las cruentas jornadas de huelga. A pesar de esto siempre salía puntualmente publicado por la valiente e ingeniosa labor de sus editores.
En la huelga de 1909, recordada por la masacre de obreros llevada adelante por la soldadesca de Figueroa Alcorta, su sala sirvió para el velatorio del marítimo Juan Ocampo, asesinado por las fuerzas policiales al mando del Coronel Ramón Falcón.
Escribieron en las páginas de La Protesta: Eduardo Gilimón, Alberto Ghiraldo, Florencio Sánchez, Rodolfo González Pacheco, Virginia Volten, entre otros.
La Protesta tuvo diversas etapas quizás la más prolífica fue bajo la dirección de Emilio López Arango y Diego Abad de Santillán, con dos ediciones diarias, de mañana La Protesta y por la tarde el vespertino La Batalla. Un suplemento semanal y otro quincenal con notas sobre anarquismo y sus tendencias, literatura latinoamericana y universal, sociología, filosofía y psicología. Además una editorial que publicaba libros y folletos de Bakunin, Proudhon, Malatesta, Luiggi Fabbri, etc.
La Protesta polemizaba con el periódico Cúlmine de Di Giovanni, sobre cuestiones tácticas de la lucha social, medios y fines. El uso de la violencia en las luchas de masas, los atentados, etc.
Desde La Protesta se denunciaron las matanzas de la semana de enero de 1919, las huelgas contra La Forestal, La Patagonia Trágica y los fusilamientos de 1500 obreros a manos de los esbirros de Varela y Anaya, enviados por Yrigoyen. Propulsaba la campaña pro liberación de Sacco y Vanzzetti.
Con el advenimiento en 1930 de la dictadura uriburista, en primer término y luego la década infame y la andanada fascistoide del 43, las dificultades de edición crecieron las persecuciones a los militantes ácratas, espaciaban las salidas del periódico.
El gobierno peronista con su férrea censura atacó a la prensa revolucionaria y La Protesta no fue la excepción. Luego la heroica huelga de los obreros navales, hallará a La Protesta junto a los trabajadores enfrentando a capitalistas y dictadores.
La década del 60, fue un renacer de polémicas ideológicas y acciones. Por aquel tiempo escribían en las columnas de La Protesta: Angel Cappelletti, Oscar y César Milstein, Eduardo Colombo, Herbert Marcuse.
Al finalizar al década del 70 un grupo de jóvenes extasiados con la lucha armada promueve un debate al interior de la publicación anarquista, pero el Grupo Editor marca con claridad la línea anarquista en desacuerdo con la vía del foco guevarista y la confluencia con las tendencias autoritarias del socialismo.
La Protesta denuncia las maniobras de la dictadura de Lanusse y alerta sobre la masacre en ciernes de la mano de la maquinaria estatal, los burócratas sindicales y las fuerzas armadas.
Un editorial de La Protesta de junio de 1976, titulado "Nosotros acusamos" elabora un certero y dramático análisis de coyuntura, denuncia la represión militar, los secuestros, torturas y desapariciones.
La noche negra se abate sobre la región con secuela de horror y espanto.
En junio de 1982, reaparece La Protesta, denunciando los asesinatos de Cambiasso y Pereyra Rossi, sigue hasta nuestros días la lucha y la prédica el insobornable paladín libertario, del vocero de los oprimidos que hace historia con sus páginas rojinegras, sin concesiones ni medias tintas con debates e ideas polémicas y reflexión en pro de una sociedad anarquista, sin explotación ni injusticias: socialista y libertaria.

* Miembro de la Biblioteca y Archivo Histórico Social "Alberto Ghiraldo".
-Fuente: Rosario-12







HAGAMOS COMO QUE EXCLUIMOS*




Excluyamos a los que se casan con alguien
por más o menos la única razón
de que los calienta
o de que los calienta advertir al contrayente
apetecido rabiosamente por otros

Excluyamos a los que se casan con alguien
por más o menos la única razón
de que el contrayente es "lindo" o "simpático"
o "trabajador"
o "presentable"
o "dispone de un buen pasar"
en fin, etcétera

Excluyamos a los que se casan con alguien
por más o menos la única razón
de que "no toleran la soledad", es decir, quedarse
en la horrorosa compañía que ellos
son para sí mismos

Si a todos éstos excluimos:
¿cuántos quedan?




*de Rolando Revagliatti revadans@yahoo.com.ar








Ecología | 17.07.2007
Bichos en la ciudad*

Großansicht des Bildes mit der Bildunterschrift: "Porcellio scaber isopod", conocida como cochinilla o chanchito de suelo.



Las bondades del trabajo de los insectos que pueblan las ciudades despierta el interés de los zoólogos. El valor ecológico de los habitantes de los suelos de ciudad es más importante de lo hasta ahora se ha creído.
Tan pronto como sale el sol no sólo los humanos queremos salir a pasear por los parques y alamedas de la ciudad. Mientras los citadinos hacen deporte, preparan un almuerzo o simplemente descansan al aire libre, hay armadas de animales que trabajan febrilmente debajo del césped que nos sirve de
almohada.
Según la bióloga Silvia Pieper, "en un metro cuadrado de una profundidad de 20 centímetros viven decenas de miles de animales cuyo hábitat es el suelo".
Cierto es que "la mayoría de pobladores del suelo y subsuelo son conocidos por nombre por los científicos, más no tanto su trabajo y, sobre todo, los bondadosos efectos que éste genera", continúa la zoóloga Pieper, en la página virtual de la Universidad Libre de Berlín.
En cooperación con el profesor Gerd Weigmann, director de Zoología de Suelos y Ecología, de la Universidad libre de Berlín, Silvia Pieper ha desarrollado el proyecto investigativo "Fauna" de la Sociedad de Investigaciones (DFG).

Pequeños grandes colaboradores de las plantas

Cochinillas, ácaros y gusanos cortan, recortan y digieren hojas de árboles que caen, aran los suelos con sus movimientos y le proporcionan alimento a bacterias y hongos. Estos organismos, a su vez, concentran los materiales orgánicos de tal manera que le facilitan a las raíces de las plantas la absorción de sustancias alimenticias.
Pero también para los insectos la vida puede ser dura en las grandes ciudades. La contaminación ambiental es mayor, por lo que las consecuencias de la polución también llegan hasta los más pequeños pobladores de los suelos. El agua además, está mal distribuida en las ciudades, por la profusión de las superficies construidas y pavimentadas.

La misión ecológica de las cochinillas

A mayor urbanismo, mayor contaminación y mayor "parcelación" de los hábitat de los insectos. El uso de los lugares públicos o privados para el ocio es también más frecuente en las ciudades. Una sola tarde de picnic y asado al aire libre interfiere enormemente en el trabajo de miles de insectos que favorecen, a su vez, el crecimiento de los árboles que ayudan a limpiar el aire en las ciudades. ¿Puede hoy una cochinilla de ciudad cumplir a cabalidad con su misión ecológica?, es por ello la pregunta de los
científicos, así la interrogante parezca lo más banal del mundo.
Seis años consecutivos investigó el grupo de zoólogos el acontecer en los suelos de Berlín, tanto en la realidad como en laboratorios. "Nos hemos sorprendido del grado de influencia de la fauna de los suelos", reconoce Silvia Pieper. Camas de paja o desechos orgánicos con presencia de insectos
se reducen dos veces más rápido. Los mismos insectos ayudan a producir 30% del nitrógeno que necesitan las plantas como fertilizante.

A menos asfalto, más aire puro

En laboratorio, por su lado, se demostró que son suficientes unos cuantos insectos para elevar en 40% el contenido de calcio en los sistemas ecológicos más pequeños. La fauna trae otra ventaja a los suelos: el agua permanece por más tiempo en la tierra, ofreciendo mejor y mayor irrigación.
Así se podrían superar etapas de sequía que, al parecer, son cada vez más frecuentes en los tiempos del cambio climático.
La fauna de los suelos es pues un factor no desdeñable de conservación de la naturaleza. No en vano algunas ciudades quieren reducir poco a poco las superficies cubiertas con cemento y asfalto. Un metro menos de vía asfaltada es un metro que no pierde la naturaleza para su proceso de autoreparación,
del cual nos beneficiamos todos.



*José Ospina Valencia.
-Fuente: http://www.dw-world.de/dw/article/0,,2695427,00.html?maca=spa-Titulares-640-html








Nota II y última
Viaje al punto más bajo de la línea de pobreza*

La familia que vive en las vías visitó Tucumán, su provincia


SAN MIGUEL DE TUCUMAN.– “Todo es más lindo en los recuerdos”, dice Elvira Robles, que llega a esa conclusión mientras recorre las empobrecidas calles del barrio El Colmenar, donde creció, en las afueras de la capital provincial.

Después de estar un mes junto con ella y su familia en el asentamiento de la curva que hace el ferrocarril San Martín entre Paternal y Chacarita, en Buenos Aires, LA NACION los acompañó en un viaje a la tierra de sus orígenes. Quizás, andar en sus zapatos un trecho ayudaría a comprender por qué, para ella, vivir al margen de una vía y con la muerte como vecina es mejor que volver a los pagos en los que están familiares y amigos.

El viaje se hizo en tren, con Elvira y Luis, su marido, y Kevin, de cinco años, que era el más ansioso por conocer Tucumán, aquella tierra de la que partieron sus padres en busca de una vida mejor. Tanto, que la adrenalina no lo dejó dormir.

Durante las 25 horas que duró el trayecto, el tren pasó por varios asentamientos junto a las vías. "Mirá, acá están peor que nosotros, más pegados a la vía", dijo Luis, cuando el tren pasó por Villa Constitución, cerca de Rosario.

La última vez que Elvira y Luis hicieron ese camino, Ivana, que hoy tiene once años, y Carolina, de nueve, eran bebas. Por eso, el regreso fue todo un acontecimiento para el barrio. Allí esperaban el padre de Elvira, Miguel Angel Robles, y Elvecia Dioque, su mujer.

También "Flopi", la hija de Elvira y Luis, que tiene tres años. Cuando era beba, Elvira enfermó de tuberculosis y quedó internada. "Flopi" se quedó con la bisabuela, que estaba de visita en Buenos Aires, y después se la llevó a Tucumán.

El reencuentro fue difícil. Elvira corrió a abrazarla; la nena se asustó y lloró. Sólo varias horas más tarde pudo alzarla y darle un beso. "Flopi" miraba con ojos de no comprender mucho. Pero fue sólo un breve contacto; después, regresó con la bisabuela a su hogar, en Alderetes, donde no sólo es la reina de la casa, sino la razón de vivir que tienen su bisabuela y el marido.

Desde que bajó del tren, Kevin miraba con el entrecejo fruncido. "¡Mentira! Esto no es Tucumán", dijo enojado. Evidentemente, la ciudad que tenía ante los ojos era distinta de la que había imaginado. Recorrer los barrios en los que Elvira y Luis nacieron y crecieron fue elocuente. Aunque cueste imaginarlo, existe un escalón más bajo en la línea de la pobreza que aquel en el que Luis y Elvira viven junto a las vías, en la Capital.

Margarita Poma es media hermana de Elvira y subsiste a orillas de un canal, en una casa de cuatro chapas. Hace tres años, tuvo a su último hijo, que no sobrevivió al parto. Lo tuvo en la Maternidad Nuestra Señora de las Mercedes, la principal de la provincia. Estuvo internada en la misma cama que otra mujer. Parada junto al canal, cuenta: "Hace un tiempo, vino ayuda del gobierno. Cuando fuimos a anotarnos, nos dijeron que era para gente más necesitada". Y pregunta: "¿Quiénes vendrían a ser gente más necesitada?"

Aquí, la falta de perspectivas parece escrita en la frente de los habitantes. A los 14 años, Lorenzo, el hermano menor de Elvira, ya no estudia. En cambio, trabaja pesando y embolsando carbón, y es el principal sustento de la casa. El padre es beneficiario de un plan social y la madre cobra una pensión por viudez, de su primer marido.

Cuando Elvira y Luis eran chicos, aquellas tierras eran parte de una finca. Hoy, el casco de estancia está en ruinas y adentro se instalaron varias familias, aunque el techo está a punto de caerse. Aquellas tierras en que crecían limoneros, había un tambo y se fabricaba ladrillo se convirtieron en barriada. Allí, la línea de pobreza desciende aún más, hasta niveles impensados.

En una casilla desvencijada, sin puerta, viven Jorgito, de 5 años y Lourdes, de 3. Están al cuidado de su tío. Dos veces por mes, el hombre viaja a Bolivia para pasar ropa en balsa y burlar controles aduaneros. El sujeto relata las peripecias del viaje por el que, según dice, le pagan 45 pesos. Mientras, los chicos comen arroz aguado, de una misma bandeja y con una sola cuchara.

Elvira y Luis parecen, en ese contexto, gente de otra clase, ubicada mucho más adelante en la escala social. Por eso sienten que, a pesar de todo, ellos progresaron. Y que Tucumán no es un lugar para volver. Ese fue su punto de partida. Ahora quieren hacer algo para que sus hijos puedan vencer esa falta de perspectivas que sume a la gente cada vez más abajo de la indigencia.

"Hija, ustedes tampoco pueden vivir así, junto a las vías. Tienen que salir, tienen que cambiar", les dijo el padre de Elvira. "Estuvimos hablando con Luis. Quiero que deje de cartonear. Porque el cartón da plata pero eso es estar en la basura y trae enfermedades", confiesa. Cuando regresen a Buenos Aires quiere buscar un trabajo en blanco. Una amiga le dijo que en Jumbo, de Soldati, estaban tomando gente para limpieza.

Ahora es el anhelo que tiene. El camino que cree posible para empezar a salir de la marginalidad. "Quiero cambiar de clase. Tengo que hacerlo por mis hijos, porque ellos preguntan, necesitan cosas y nosotros tenemos que darles el ejemplo de que se puede salir".


* * *

BUENOS AIRES.- Dos semanas después, el panorama es otro. Elvira tiene una tristeza muy grande. Se seca las lágrimas pero no puede contenerse. Del traslado que prometió el gobierno de la ciudad no hay noticias. Pero es otra cosa lo que la tira abajo.

Luis se fue de casa. En realidad, nunca volvió de Tucumán. El último día, antes de regresar, le dijo que no iba a volver. Elvira piensa que se fue con una ex novia. "Nos dejó que volviéramos solos", cuenta en un sollozo, y se abraza a esta cronista. No es el único que falta en la casa. Kevin se quedó con el papá. "Luis me prometió que iba a venir a buscar sus cosas y que lo iba a traer", dice, dolorida por tener lejos otro hijo más. En el fondo, Elvira piensa que Kevin presentía algo y que por eso no le gustó Tucumán, y que Luis no quería cambiar de vida, salir de la condición en la que viven para buscar una mejor.

El día anterior, Talía había cumplido años. Como Luis no está, en la casa no hay dinero y apenas algo de comida. "Hoy cumplo años, mami", le dijo la nena. "Sí, ya sé, pero no tengo nada para hacerte...", lamentó Elvira. "No importa, ya sé, pero igual es mi cumpleaños", respondió Talía.

A Elvira le duele la tristeza de sus hijas. "Quiero irme de acá porque tengo miedo de hacer una locura. Ayer estaba mirando el tren y pensé: «¿Y si me tiro? Voy a sufrir menos, pero los que van a sufrir son mis hijos». Entonces, tengo que juntar fuerzas para salir adelante yo sola y para irme de acá", cuenta. Esa noche, antes de acostar a las hijas más grandes, Elvira se sentó con ellas y les contó que su papá no iba a volver. Les dijo que a partir de ahora ella iba a salir por las noches con el carro a buscar cartones, que se iban a quedar solas en la casa y que se tenían que portar bien y no salir a las vías.

"Mami, no te preocupes. Vamos a salir adelante, vas a ver. Yo te voy a ayudar; voy a cuidar a mis hermanos", le dijo Ivana. Tiene 11 años y desde el martes pasado, por las noches, está a cargo de su familia.

Para el próximo sábado está planeando ir con la abuela a la feria del Retiro. Quiere vender algunos de los juguetes y cadenitas que su mamá encuentre en la basura. "Vas a ver, entre las dos vamos a salir adelante", promete.



*Por Evangelina Himitian
Enviada especial

-Fuente: La Nación.
http://www.lanacion.com.ar/EdicionImpresa/informaciongeneral/nota.asp?nota_id=926396





*

Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).

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miércoles, julio 11, 2007

LA CONCIENCIA DEL ADIOS.

La conciencia del adios...





Díptico: "Momentos"*



1)"Almidón"


Dos cuadras de almidón y la campana
de despertar los ojos a la risa,
dos cuadras de almidón, y la mañana,
cigarritos de nubes en las tizas.

Un ojo de retinta porcelana
moja la pluma fragil, y desliza
la presurosa letra que, a desgana,
deja después de clase a la sonrisa.

Un mar de figuritas imposibles
recrean los bizcochos jubilosos,
y embanderando un mástil, inasible,

hay en el patio un paño luminoso.
Dos cuadras de almidón, y vuelvo a casa,
perdido entre las flores de la plaza.




2) Las altas horas


En estas altas horas de la vida
miro ponerse el sol en mi ventana,
el sol, que fuera anuncio de mañanas,
es en mi frente luz atardecida.

¿Qué fue de aquel, que ajeno a las heridas
del tiempo y del amor - suertes humanas -
irguió su gesto de soberbia vana
y le jugó a los fuegos sus partidas?

En estas altas, ya sin prisa,
hago las cuentas, destituyo el llanto,
un hijo primordial me nombra en risas

y beso alguna flor, de tanto en tanto.
Por la ventana miro: ¡cuán precisa
pasa la vida! Y la acompaño. Y canto.



*De Abel Edgardo Schaller. abelnegroschaller@yahoo.com.ar
Paraná, noviembre de 2003.






BYE BYE LOVE*



Utilizaron una canción movida, hay una mujer que se desdobla, es muchas mujeres, baila, se esconde, se transforma en muchas porque se cambia el peinado, el color del cabello. Es un comercial de shampoo, invita a la diversión, el cambio, el juego. Nos advierte que permanentes o planchado o trenzado no afectarán al cabello gracias a ese producto milagroso que lo fortalece y repara.
La música es pegadiza y vital, como debe ser. Claro que si una la escucha con un mínimo de atención y algo de memoria puede advertir que es una versión de la que usó Bob Fosse en “All that jazz”, para ese fantástico número musical en el final, cuando se despide de la vida y saluda a cada una de sus amantes, a su hija, a sus amigos, y se alegra de haber sido perdonado por todos y alejarse hacia la muerte que sucede en otro plano, solo, sin ningún glamour, en una cama de hospital.
Toda la película es sobre la muerte, esa amante hermosa, la única de siempre, la fiel, la que lo recibirá finalmente en sus brazos y se burlará de los alardes y debilidades ocultas. La muerte, esa mujer elegante que proporciona la salida apoteótica en el escenario. La muerte, única confidente y única seguridad. Ella estará allí.
Y la canción dice adiós, adiós amor, adiós adiós felicidad, hola soledad, pienso que voy a morir.
Bob Fosse en ese film logró que casi todas las amantes fuesen sus amantes de la vida real. Y cuentan que cuando se rodaría la última escena, la ensayó él mismo en vez del actor que lo representaba, y al finalizar el ensayo se volvió hacia uno y dijo con lágrimas en los ojos “¿Viste? ¡Me perdonaron!”
Narrar la propia vida, exponerse, transformarla en ficción para actuar sobre la realidad. Hacerse perdonar con las líneas que él mismo escribió, ficcionar su propia defunción que ocurrió luego de la misma manera, cigarrillos, alcohol, pastillas, vida enajenante y el corazón que ya no soporta.
Un poco más profundo, con más significado que la propaganda del shampoo. La misma canción, diferentes aspiraciones.
Me pregunto cómo la escogieron los publicistas. Saben que en estos días pocos son los que no comprenden esas palabras en inglés, adiós, amor, soledad, muerte. Quizás saben, también, que nadie se toma el trabajo de pensar, que todo se acepta si tiene buen ritmo y hay colores y una mujer bella. Aunque esa mujer bella sea la muerte, y una muerte bastardeada.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com






la espera*




encontré un mensaje
dentro de una botella
era!!! que triste sorpresa
la huella de un pulgar
sellado de color azul
de un chiquito n.n.
de alguien que lo cuidaba
se animó a indidualizarlo.
Con su mamadera helada
sin canturreos o caricias
de su mamá o papa
se alimentaba, pero...
estaba desnudo de canciones
y sin saber, a la espera
de una familia única para él.



*de Azul. azulaki@hotmail.com











Intentos*



desmesurados intentos
los hago para envolverme en esto cotidiano
en las palabras de ocasión
buenos días, buenas tardes,
sin nada adentro, vacío total
salto al acantilado
me dejo caer al vacío de mi
en la búsqueda.







*de Miguel Ferreira melpoema@yahoo.com.ar









Todos los veranos*



*de Haroldo Conti



A veces pienso en mi viejo.

O es un barco que parte o esa gente vagabunda que trae el verano o simplemente una luz en el río. Entonces me siento en la costa y pienso en mi viejo.
Para todos, para mí mismo, la historia comienza el día que hizo volar en pedazos al Raquelita, en el 28. Era una chata de once metros con un motor Regal. El viejo tenía la maldita costumbre de mojar un papel retorcido en el carburador, luego quitaba el cable de una de las bujías, lo arrimaba al block y con la chispa encendía el papel y con el papel uno de esos cigarros que llevaba desparramados por los bolsillos. Recuerdo aquel olor pestilente y las grandes manchas marrones con dos y hasta tres aureolas en tonos más débiles donde tenía un bolsillo que había sido alcanzado por el agua. Esto sucedía bastante a menudo, de manera que en los viajes largos era común ver algunos cigarros secándose sobre el block. Echaban un humo más parecido al de una estopa empapada en gasoil que al de un auténtico cigarro.
Algunas veces el ruego se había contagiado al carburador pero mi padre no perdía la cabeza por eso. Sin dejar de encender el cigarro depositaba la otra mano sobre el carburador y ahogaba el fuego. Pero un día aquella mano llegó demasiado tarde. Poco a poco se había formado en la sentina un charquito de nafta que con el tiempo se extendió a todo lo largo del Raquelita. Eso, naturalmente, fue el fin. Con aquellos cigarros el viejo casi había perdido el olfato. Dos o tres veces, al inclinarse para buscar
cualquier cosa, había entrevisto aquel brillo movedizo que se extendía cada vez más, pero como no estaba en condiciones de reparar en el olor de nada debió pensar o prefirió pensar, si es que pensó en algo, que el barco hacía un poco de agua.
Un día, pues, encendió el cigarro de acuerdo con sus procedimientos y fue como si encendiera el mundo entero de una punta a otra. Instintivamente, el viejo alargó una mano hacia el carburador pero ni el carburador, ni él estaban más allí dónde debían estar. Sin saber cómo, se encontró en medio del agua con el cigarro todavía en la boca. El Raquelita, por su parte, o lo que quedaba de él, aparecía a unos diez metros. Después de todo, nunca había lucido tan bien, ni tan espléndido aquel barco de por sí oscuro. Cada tabla brillaba como una barra de oro. Cuando voló el tanque suplementario, el viejo tuvo más bien un estremecimiento de júbilo, como si se tratara del día del juicio para un justo o algo por el estilo. Fue todo muy breve y muy solemne, según dijo.
Eso ocurrió cuando mi padre tenía cuarenta y cinco años, apenas uno después que apareció en las islas. El recuerdo de los de la costa y mi propio recuerdo arrancan de ahí. Nadie tuvo noticias del viejo hasta el 28 y la verdad es que con lo que hizo o deshizo desde entonces hasta su muerte, en el 37, hubo de sobra. (Y con todo, también a él, tan denso y macizo, tan único, se lo llevó el tiempo. ¿Quién recuerda ahora a mi padre?)
Antes del 28, según parece, estuvo transportando pólvora desde Pernambuco hasta Río Grande do Sul a bordo del Isla Madre de Dens, que voló también en su tiempo entre el faro Mostardas y Solidao, sin faro por aquel entonces.
Pero éstas son meras conjeturas a través de brumosas y no expresas referencias porque el viejo hablaba poco y en un estilo complicado.
Después de lo del Raquelita compró uno de los botes salvavidas que habían pertenecido al Speranza, que se hundió en el Canal del Norte a la altura de Punta Colorada, en el 23. Era un casco tinglado de siete metros de eslora con dos tanques de aire. El viejo le colocó un Penta de 4 cilindros.
Por ese tiempo se instaló al fondo del Desaguadero, cerca de los bancos, en una casilla que armó con tablas de cajones de automóviles un poco apartada de la costa. Una zanja con la entrada disimulada por un sauce tumbado, que el viejo levantaba o bajaba a voluntad con un aparejo, permitía arrimar el
barquito hasta la misma casilla. Uno y otra estaban pintados con un color impreciso, entre el verde y el marrón, de manera que pasaban inadvertidos.
Al viejo le reventaba un barco de ese color y toda la vida se pasó soñando con uno bien blanco. En realidad mi recuerdo parte de ahí. Lo demás es incierto y fragmentario y parece el recuerdo de otro. Ahora mismo, a pesar del tiempo, lo veo sentado en el piso de la pequeña galena que daba al frente con el sombrero rumbado sobre los ojos y los pies apoyados en la baranda. Casi toda la semana se la pasaba echado allí fumando aquellos cigarros apestosos, con una botella de caña paraguaya al alcance de la
mano.
-Hijo -solía decir con esa voz profunda que le salía desde adentro y medio cigarro entre los labios-, la verdad que Dios hizo seis días para descansar y el séptimo para trabajar, ya que no había más remedio. A veces el sexto y el séptimo, según como vengan las cosas. Pero estos mierdas de ingleses han
dado vuelta todo el asunto...
Culpaba a los ingleses de cualquier cosa, aunque el motivo no era muy claro.
Con el séptimo día el viejo estaba aludiendo a aquellas misteriosas excursiones que realizaba una vez a la semana en el antiguo bote del Speranza, que había bautizado con el nombre de Arvoredo. A veces estaba afuera dos días y dos noches, con lo que también el sexto tenía ocasión de figurar entre los días laborables. A decir verdad el viejo se afanaba más bien durante la noche de manera que eso del día se refería exclusivamente al tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta sobre sí misma, que era lo que
tardaba en estar fuera de casa y más precisamente el tiempo que dejaba de estar echado en la galería del frente.
De vez en cuando volvía de aquellos viajes con un regalito. Una vez fue una navaja de Albacete y otra un rifle de un tiro calibre 12 chico, a cerrojo, para cartucho de munición. No recuerdo el fin de la navaja, que hacía un ruido siniestro al abrirse, pero sí el del rifle. Fue cuando el viejo le alargó la recámara para usar cartuchos 36-75, que algunos llaman 12 grande, y el cerrojo, no soportó la presión de la sobrecarga. Felizmente, lo había sujetado a un árbol y lo disparó a distancia.
A menudo el viejo alargaba la mano más allá de la botella de caña paraguaya y arrastraba una achacosa victrola que conservaba de su época anterior a las islas, y cuya bocina utilizaba a veces como embudo. Tenía unos pocos discos en un cajón de Cinzano junto con los dos tomos de Las batallas de siglo XIX, desde Marengo a la insurrección de los "boxers", una colección de postales de Río en color sepia, un catálogo de motores Gardner, un Manual del Capitán de Cabotaje, una Biblia protestante, el Digesto marítimo y un paquete de diarios de hojas amarillentas. Sin embargo, el viejo ponía
siempre el mismo disco, Praga Onze.
O' Deus en me acho táo cansada Ao vohar da batucada...
Cuando pienso en la letra no recuerdo nada más que el comienzo, pero a veces la música me sale desde adentro, sin proponérmelo, y entonces la recuerdo o la canto simplemente de una punta a otra.
O' Deus eu me acho táo cansada
Ao voltar da batucada
Que tomei parte lá na praga onze...

Era una música dulce y atormentada a pesar de su aire bullicioso. El viejo golpeaba las manos hasta el cansancio o bien la lata de aceite que usábamos como balde. Por fin la púa quedaba girando en el centro con una especie de chasquido alternado que terminaba por convertirse en el motivo central de ese ruido que producía mi padre contoneándose y gimiendo.
Al principio aquel alboroto podía parecer divertido, pero debajo había algo distinto, algo como una tristeza tal vez. Comenzaba despacio hasta apoderarse de mi padre por entero. Era capaz de pasarse horas así. Al fin quedaba tumbado sobre el piso, empapado de sudor, y se dormía allí mismo gimiendo y sobresaltándose entre sueños. Entonces le echaba encima una manta y me acurrucaba al lado.
No duró mucho esa vida porque con el viejo no había cosa que durase demasiado. Los viajes siguieron por un tiempo, pero se hicieron cada vez más espaciados. En uno de los últimos volvió con aquel perro taciturno que lo acompañaría hasta el fin de sus días.
Lo recuerdo como si fuera hoy. Oí el ruido del motor de la Arvoredo mucho antes, porque soplaba el pampero, un viento de tierra que trae el olor y los ruidos de la tierra. Me aproximé a la costa y entonces vi al perro sobre la cubierta, a proa, aunque la embarcación todavía estaba lejos, en mitad del
Desaguadero.
El viejo sonrió, agitó una mano y saltó a tierra. Era una de las primeras tardes de calor, al comienzo de la primavera. El perro se quedó a bordo, un poco indeciso, y desde allí nos contemplaba con ese aire tan serio que tienen los perros.
El viejo rió un poco y luego se palmeó una pierna al tiempo que decía:
-¡Vamos, Olimpio!... no te quedes ahí mirándonos como un idiota... ésta es tu casa, muchacho.
Era muy dulce la voz del viejo en esa ocasión, aquella tardecita de primavera. Y el perro meneó la cola y saltó a tierra y vino hasta él y le olió una pierna. Recuerdo todo eso.
Aquella noche encendió un fuego frente a la casilla y los tres, incluyendo a Olimpio, nos sentamos alrededor de las llamas. Siempre que volvía de la costa el viejo traía un poco de cordero y lo asaba sobre las brasas.
Yo esperaba que dijese algo sobre el perro. Y efectivamente fue lo que dijo.
-Hace rato que estaba pensando en esto... Un perro es más importante que una mujer por estos lados -reflexionó un instante, pensando que probablemente yo no supiera todo lo importante que es una mujer, y entonces añadió-: un perro es importante sin necesidad de compararlo con nada, así piojoso y todo. No
es necesario que te explique los motivos porque son muchos y porque el tiempo te los va a enseñar mejor que yo. En fin, ¿te gusta o no te gusta?
Olimpio estaba sentado entre los dos y nos miraba hablar con una especie de dignidad.
Alargué una mano y lo acaricié lentamente.
El viejo tenía ideas muy especiales. Con respecto al nombre de los perros había dicho una vez:
-No es cosa de tomarla a la ligera. Ponerle un nombre a un perro es casi como fabricarlo. Ya uno le da un carácter especial que no lo pierde en la puta vida...
Vaya a saber qué cosa quiso expresar cuando llamó a aquel perro con ese nombre un poco divertido. Olimpio aquí, Olimpio allá... Con el tiempo me acostumbré a él. Al principio el nombre y la cosa están uno frente al otro, resistiéndose. Uno dice el nombre y piensa en la cosa como distinto. Por fin se mezclan y confunden y resultan una sola y misma cosa. Sucede con un barco, cuyo espíritu resiste tan sólo con un nombre: Gemma, Speranza, Maca, Traverso, Recluta, Hillstone, Baldissera. El Baldissera desapareció en el año 13, mucho antes de que yo naciera... Sucedió con Olimpio.
En el último viaje, en cambio, el viejo apareció con aquel hombre que venía al timón de la Arvoredo. Desde entonces, cuando mi padre se refería a él decía "el Oscuro", y la verdad que no había forma de describirlo mejor. Era un tipo flaco, alto y oscuro. Tenía la cara de una anguila, así de lisa, incierta y oscura. Oscuro por fuera y por dentro. Hablaba menos aún que el viejo. Si uno le decía "¿Qué tal?" o "¿Cómo va eso?", por decir algo, él se encogía de hombros, entrecerraba los ojos y echaba la cabeza hacia un lado.
No salía de ahí.
Dejó al viejo en tierra y se volvió con la Arvoredo hacia el Canal Este.
Luego comenzó a aparecer una o dos veces por semana. Se encerraba con el viejo en la casilla y hablaban (mejor dicho, el que hablaba era el viejo) de cosas en las cuales, por lo visto, mi padre ponía mucha atención.
Una noche, apenas hacía medio día que había partido, la Arvoredo retornó de improviso con el Penta que golpeaba atropelladamente. El viejo saltó de la galería y corrió en dirección de la costa palpándose la cintura. Cuando estuvo cerca se ocultó detrás de un sauce y esperó a que apareciera alguien sobre la cubierta. El motor se detuvo un poco antes y la embarcación avanzó silenciosamente hacia la entrada de la zanja. Golpeó contra el árbol atravesado allí y quedó inmóvil en las sombras de la orilla. Al cabo de un rato, contra la claridad incierta del cielo vimos asomar trabajosamente aquella alta y delgada figura que permaneció inmóvil un instante, como suspendida de lo alto, y luego se desplomó sobre la cubierta con un murmullo lastimero.
El viejo trepó a bordo, se echó el Oscuro encima y lo trajo hasta la casilla hamacándose en la oscuridad como un borracho. Subió jadeando la escalera y lo tiró sobre el piso de la galería. El cuerpo se aplastó contra las tablas con un ruido sombrío y pareció que la casilla se iba a desplomar.
-No prendas ninguna luz hasta que yo te diga -ordenó el viejo por lo bajo.
Después lo oí revolver en la cocina. Al salir tropezó con el cuerpo del Oscuro, de manera que atravesó la galería de una punta a otra. Quedó un rato en el suelo puteando en ese estilo confuso y bastante licencioso que le venía a la boca cuando estaba fastidiado.
-No prendas ninguna luz... ¿me has oído? -dijo de nuevo su voz desde el otro extremo de la galería.
Yo asentí con la cabeza, pero como el viejo no podía ver lo que hacía volvió a preguntar lo mismo en un tono levemente enardecido.
Quitó el tronco, subió a la Anoreda y con un botador la metió lo más adentro posible de la zanja. Luego blandió una barreta y le hizo saltar una de las tablas del fondo. La embarcación tardó un poco en hundirse. El viejo había vuelto a la casilla y todavía estaba a flote como si no hubiera pasado nada,
apenas un poco escorada de babor. Podía oírse el gorgoteo del agua que ahora se mezclaba con los lamentos del Oscuro.
Lo alzamos del piso de la galería y lo metimos en el cuarto. Entonces el viejo encendió una de las lámparas de viento y la puso en el suelo, al lado del tipo.
-Se está yendo en sangre -dijo después de echarle un vistazo.
Tenía metidas dos balas del 38, una en el antebrazo y otra en el muslo del lado derecho. Otra bala le había atravesado una pantorrilla, de manera que ya no estaba allí. Pero lo más serio, y hasta cierto punto curioso, era que le faltaban dos dedos de la mano izquierda.
-Vamos a ir por partes -dijo el viejo, de rodillas, mientras se arremangaba.
Se metió de nuevo en la cocina y volvió con el cuchillo de monte, la botella de caña paraguaya y un frasco de bencina.
-Quiero la camisa más vieja -dijo- o cualquier otro trapo decente, si hay.
El Oscuro se había vuelto a desmayar.
El viejo se restregó las manos con un chorlito de bencina y empuñó el cuchillo.
El Oscuro lanzó un grito que se debe haber oído de una punta a otra del río.
Pero ya no tenía una de las balas.
-Yo te hacía muerto -dijo el viejo.
Y cuando el otro fue a abrir de nuevo la boca ya tenía afuera la otra bala.
Así y todo el Oscuro se sintió en la obligación de gritar. Pero como el viejo, ni bien abrió la boca, le metió el pico de la botella, apenas alcanzó a articular un murmullo burbujeante. Un rato después cantaba y deliraba dándole palmaditas a mi padre que forcejeaba para tenerlo quieto.
-Vamos por partes -decía el viejo-. No hay nada que más me reviente como esto de confundir y mezclar las cosas.
Al fin el Oscuro cayó en una especie de sopor y mi padre pudo terminar de curarlo. Todo lo que hizo fue limpiarle alrededor de las heridas con un trapo empapado en bencina y cubrirle cada una con un emplasto de sebo.
Después se las vendó como mejor pudo con los pedazos de la camisa más vieja y lo tendimos sobre una manta, ya dormido o inconsciente.
Cuando salimos afuera la luna estaba muy alta y la Arvoredo se había hundido todo lo posible. Aparecía ladeada de babor, con el agua hasta la mitad de la cubierta. Eso era bastante. A primera vista parecía un barquito abandonado allí hacía algún tiempo. Que era exactamente lo que mi padre quería que
pareciera.
Recuerdo esa noche con la luna alta y brillante y el Oscuro gimiendo entre sueños y la Arvoredo tumbada en la zanja como si acabara de suceder o estuviera sucediendo ahora mismo, mientras anochece sobre el río.
Al otro día cargamos al Oscuro en un bote y nos marchamos a un refugio que tenía el viejo en el Miní, entre el Diablo y el Juncal, cuando todavía no estaba el destacamento en la otra orilla. No había forma de llegar a ese lugar si uno no se guiaba por un pálpito. Así decía el viejo. El refugio en cuestión era una carrocería de un ómnibus de La Central (Liniers-Plaza de Mayo), uno de aquellos Brockway de color rojo. Todavía se podía ver el letrero en uno de los costados. La carrocería estaba montada sobre unos durmientes de quebracho y asegurada con unos puntales de sauce florecidos. Desde adentro le parecía a uno estar viajando por la costa.
Antes de entrar el viejo pateó las paredes a uno y otro lado con el propósito de espantar a las ratas, lo que obtuvo a medias. Luego descargamos al Oscuro y las cosas que trajimos del Desaguadero, incluyendo la victrola.
Cada semana el viejo volvía a la casilla para echar una mirada. Aparte de eso, sea para matar el tiempo, sea para matar el hambre, se dedicó a la pesca. Pero como sucedía siempre con cada cosa nueva que comenzaba mi padre, al poco tiempo estaba entregado a ella en cuerpo y alma. Ni dormía casi
entretenido como andaba en armar y complicar toda clase de líneas: de fondo, de flote, de semiflote, una para los bancos, una especial para bagres, una con balancín para bogas y una complicadísima de medio flote, con un cascabel de alarma, de su exclusiva invención.
Al principio fue cosa de él y de Olimpio. Yo los observaba desde la carrocería del Brockway sin tomar parte. Iban y venían por la costa deteniéndose en los sitios donde el viejo había enterrado una estaca para amarrar la línea.
Entretanto, el Oscuro mejoraba de sus heridas. Allí estaba echado en un rincón del Brockway sin decir palabra, hojeando alternativamente el Digesto Marítimo y las Batallas del Siglo XIX, que el viejo había traído de la casilla para que se entretuviera un poco.
Algún tiempo después andábamos todos metidos en aquel asunto. El Brockway apestaba con el olor a pescado. Y los días maduraban en el corazón del verano.
Estuvimos en eso más de un mes. Hasta el día en que un manguruyú arrastró el bote del viejo más allá de los Pozos del Barca Grande y cuando lo creyó acabado y lo trató de izar, lo cual habría sido para su entera perdición, el pez lo sacó del bote y medio le arruinó un brazo.
El viejo lo puteó y amenazó mientras trataba de alcanzar el bote. Y una vez arriba juró que iba a volver.
-¡Voy a volver! -gritó mi padre.
Y en un impulso agitó el brazo maltrecho, amenazando hacia el río, y lanzó un bramido de dolor.
Efectivamente, iba a volver. Pero con todo esto, sin al-canzarlo, mi padre estaba urdiendo la sustancia de sus últimos días.
Regresamos a la casilla del Desaguadero y reflotó la Arvoredo. Por el momento había dejado la caña paraguaya y los discos brasileños y daba muestras de un raro entusiasmo.
-He decidido cambiar de vida de punta a punta -anun-ció una vez sin dirigirse a nadie en particular-. En eso estoy.
Como primera medida cambió el aspecto de la Arvoredo, que desde entonces se llamó Ferrol, seguramente en memoria de su viejo, es decir, mi abuelo, que era de El Ferrol. Le alzaron la obra muerta, le colocaron un palo para una vela cangreja y la pintaron de blanco. De la botavara colgaban algunos metros de trasmallo y sobre la carroza llevaba tres o cuatro cajones para pescado. En esa forma el antiguo bote del Speranza volvió a las andanzas bajo la amable apariencia del Ferrol. La verdad que el procedimiento no era absolutamente nuevo. Algunos años atrás, antes de comprar la draga, Pancho Comercio había contrabandeado por el estilo. Mi padre le debía, además de "el sistema", la mejor caña paraguaya que inflamó sus entrañas.
El viejo realizó los dos primeros viajes, que fueron de tanteo. Salía con el Olimpio y una de la veces se quedó a pescar en el Víboras. De todas maneras, como él dijo, era una forma de reforzar "el sistema".
Por fin volvió a salir el Oscuro, que entretanto había llegado hasta la batalla de El Álamo, en el tomo II, y recién entonces mi padre estuvo en condiciones de entregarse a aquella nueva vida que había anunciado.
A primera vista seguía llevando la misma plácida existencia que comenzó en el refugio del Miní.
Pero lo importante fue el cambio espiritual que provocó en mi padre aquella placidez. Nada de lo que hacía parecía notable.
Sin embargo, si alguna vez el viejo fue algo o representó al menos alguna cosa sucedió en esos días. En todos esos largos días del verano que luchó con el agua como para arrancarle un secreto y luego en el rigor y la soledad del invierno, cuando mi padre era tan sólo una quieta llamita que se consumía sobre el río.
En el corazón del verano habita el dorado. De manera que para ese tiempo mi viejo concentró el entusiasmo en este pez, al cual engendra el sol del estío y es intenso y cruel como ese sol que inflama el aire y enardece la sangre.
Pero reservó una parte para otro pez, completamente distinto, que habita en el corazón del invierno.
Esa vez la temporada se anunció en marzo con unos fríos prematuros, pero como sucede invariablemente el pejerrey apareció en los primeros días de abril y, entre junio y julio, la temporada alcanzó su plenitud.
Cuando aparecieron las primeras señales en la tierra y en el agua el viejo, que desde hacía un tiempo se sentía inquieto, comenzó a trabajar de firme con miras al asunto. Fue como si estuviera esperando una señal. A principios de marzo dio por terminada la temporada de verano. Le gustaba decidir esas
cosas y tomar en cuenta el curso del tiempo.
-Ya falta poco para julio (se refería más bien al invierno en general, no a un tiempo preciso, como alguien que está en marcha y se anuncia)... Está en el aire.
Y se desparramó en la galería y esperó que muriese marzo con los ojos puestos en el cielo, más allá del horizonte, como si aguardase esa señal.
Los días pasaban lentos y todo era triste y alegre a la vez, en marzo. Le estaba creciendo el pelo a Olimpio. El viejo se lo había cortado a comienzos del verano y el aspecto miserable que tuvo desde entonces nos llenó de confusión. Los dos primeros días no quiso aparecer por la casilla y en el
tercero y el cuarto se limitó a rondarla.
-¡Vení aquí! -suplicaba mi padre en todos los tonos-. ¿Qué carajo tepasa?... ¡Vení aquí, te digo!
En el quinto día Olimpio aceptó su desgracia y volvió a acompañarlo en sus excursiones, pero de cualquier forma su dignidad se había resentido.
Volvió a crecerle el pelo en marzo y el viejo a fregarlo con aguarrás o con alcohol alcanforado como si se tratara de un perro importante, examinando con detenimiento las patas y las uñas después de cada salida según se hace con los grandes corredores, los pointers, los setters o los lebreles.
Llegó, pues, el frío.
Una tardecita el viejo alzó la cabeza como si hubiese escuchado un ruidito, luego se puso de pie, olió el aire y entró precipitadamente en la cocina.
A la mañana siguiente, con la primera luz, dio comienzo a los grandes preparativos para el pejerrey. Ante todo repasó las líneas que había fabricado especialmente para este pez, que deben ser en extremo sensibles.
Examinó en particular la punta de los anzuelos. Los probaba con las yemas de los dedos, mirando hacia otro lado, como si templara las cuerdas de una guitarra. Cuando no estaba satisfecho con alguna la retocaba con un papel de esmeril muy fino. Fabricó dos líneas más, de crin de Florencia, una de la
boyas negras para la pesca diurna y otra de boyas blancas para la nocturna.
Luego sacó el bote a tierra, le hizo una cajonada a popa, le removió el calafate, lo pintó de color amarillo con una franja de color rojo y lo echó al agua. Parecía nuevo y era visible desde muy lejos.
Fuera de los días en que aparecía el Oscuro con el Ferrol y se encerraban en aquel cuarto repleto de misteriosos cajones y de cachivaches, el viejo se pasaba el resto de la semana metido en el bote. Salían en la madrugada, él y el Olimpio, para regresar un poco antes del mediodía. Después de la siesta
repasaba los aparejos y volvía a largarse al atardecer, provisto de un farol. En lo más crudo del invierno, una o dos veces en la semana pasaba la noche afuera subiendo y bajando con el río sobre el cual se consumía su luz, sin despegar los ojos de la imprecisa línea de boyas.
Se ponía el farol de viento entre las piernas para calentarse, o el Primus con una lata desculada sobre el mechero para reparo de la llama.
Unas veces quedaba sobre los bancos, al fondo del Desaguadero. Otras entraban al Patí o al Raya o subía hasta el Víboras o bajaba hasta la punta del Canal Este o salía a los bancos, al fondo del Desaguadero. Pero otras la lucecita se perdía sobre el gran río. Algunas veces iba con él, pero
prefería quedarme en tierra y vagabundear por el monte. La pesca es una cosa de viejos. Precisamente yo había visto todo eso sobre el rostro de mi padre: esa serenidad y esa lejanía, esa especie de ausencia que aparece en los rostros de los viejos.
De todas maneras mi padre prefería, por su parte, que me dedicara a pescar mandufias con el mediomundo. El viejo empleaba carnada "blanca" y en especial la que proporcionaba la mandufia, que se saca cerca de la costa.
Por lo general pescaba "a camalote". Es más difícil, pero los piques son más francos y los pejerreyes más grandes. Todo esto lo había aprendido con los años y a su tiempo, yo lo aprendí de él. Solamente un viejo solitario podía saber tantas cosas acerca de un asunto que parecía tan simple:
-Por supuesto, es todo relativo y el río mismo te dirá cada vez lo que tengas que hacer... Hay que poner la proa al viento, como digo, y aguantarse suavemente con los remos. En un día calmo es más o menos fácil, pero el viento complica las cosas... La línea de boyas siempre adelante, es decir, por el lado de popa. Con un palito dibujaba en la tierra la silueta de un bote y luego, a medida que hablaba, una serie de flechas.
-Aquí la corriente... Aquí el viento... Aquí las boyas... o aquí, a la altura del bote. Pero nunca atrás porque el pejerrey pica cuando sube...
¿Está claro?
Recuerdo todo eso, su voz y su rostro de viejo, aunque todavía no lo fuera, y ese aire de ausencia que trajo del río.
Ya había visto una vez, a fines de otoño, aquel barco de aspecto tan singular que apareció lentamente sobre el río emergiendo con dificultad de la cerrazón que cubría el Canal Este. Era enorme y silencioso y parecía a punto de desvanecerse.
Según el viejo, se trataba de una goleta de carga de las que se ven entre Bahía y Río Grande do Norte, las cuales conservan el mismo aspecto que hace trescientos años. El tercio de popa parecía una casa. Se llamaba Alagoas. Su nombre, su aspecto y ese tiempo de otoño despertaron en mi padre una gran
nostalgia. El barco se desvaneció en medio del Canal, hacia el sudeste, con las tres velas firmemente desplegadas. Y fue como si al viejo le arrebataran el alma.
Por lo que recuerdo, jamás vi un tipo más estrafalario que el Cuervo Abelleira, incluyendo a mi viejo. La verdad es que lo vi esa sola vez, ese mismo invierno, pero era un tipo difícil de olvidar con su linda pinta de malevo, sus bigotes aceitosos y aquel raído palmbeach que le otorgaba una melancólica distinción. Debajo de los bigotes asomaba medio Avanti, por lo general apagado y que apuntaba con notable precisión hacia donde se le antojara señalar, ya que por lo común no sacaba las manos de los bolsillos
como no fuese para jugar al tute o al mus.
El Cuervo había hecho del Alagoas una especie de casa flotante. Colgaban por todas partes trasmallos y mediomundos y ropas puestas a secar y de cada lado de la carroza un par de macetas con culantrillos. La cubierta estaba repleta de cajones para pescado de los que brotaba un olor nauseabundo. El casco,
los palos y los costados de la carroza, que parecía una casilla o una serie de casillas, habían sido pintadas de blanco. La espiga de los palos y el botalón, de rojo. Aunque a decir verdad la pintura estaba tan deslucida y mugrienta que no se podía hablar de colores con demasiada propiedad. El
Cuervo vivía a bordo con dos tipos silenciosos y una húngara. Decían que era húngara. Recuerdo tan solo un rostro blando y redondo que cambiaba de ventana.
La historia del Cuervo Abelleira arranca mucho antes del Alagoas, desde los días del Flora. Primero oí hablar de ese barco en el estilo fabuloso de la costa y luego lo vi por espacio de varios años montado sobre tacos en el varadero de la Prefectura. Parecía navegar en el aire con ese porte invencible de las viejas embarcaciones. En realidad, lo habría podido traspasar con un dedo de reseco y podrido que estaba. Pero yo lo veía así, remoto y espléndido como una estrella.
Un buen día desapareció la obra muerta. Así y todo, con el casco pelado, seguía siendo el Flora y no había menguado su antiguo esplendor. Pero otro día, al cabo de otros años, desapareció también el casco. Fue un día de tristeza. Algún tiempo después descubría el casco y la obra muerta, apenas separados por unos metros, en el pequeño cementerio de barcos, del otro lado de la Prefectura. Pero no quise reconocerlos, por una especie de piedad.
En aquel entonces el Cuervo Abelleira tenía tres barcos dedicados al contrabando: el Navarro, el Dichosa Madre y el Torito, que pasaban por pesqueros. El Cuervo era un hombre con ideas propias y eso fue, en definitiva, lo que lo arruinó. Mientras los tres pesqueritos estaban en lo suyo, con el Flora, que era el más veloz y el mejor equipado, se dedicó a mexicanear. Ésa fue una de aquellas ideas, hasta cierto punto feliz, con exactitud hasta que se cruzó con el Verdi, de Pancho Comercio, y la cosa terminó en una batalla naval. El Verdi se incendió y el Flora fue apresado por la Prefectura, mientras las dos tripulaciones ganaban la costa a nado.
Así terminó el Flora y en cierto modo toda aquella época.
El Cuervo volvió cinco años después con el Alagoas, pero según el viejo para ese tiempo ya había perdido la garra. Aquellos ojos estaban ahora vacíos y todo su rostro respiraba una profunda tristeza. Detrás de sus palabras y de sus gestos habitaba la misma melancolía que en el corazón de mi padre. No
era la vejez, porque ninguno de los dos era realmente viejo, sino ese humor vagabundo que les viene del río y que los penetra como la humedad. Algo que se apodera de uno poco a poco y está en los barcos y las islas y la costa.
Sobre todo en ese ancho río que se pierde en el horizonte hacia el sudeste, contra el cielo impreciso del atardecer.
El Alagoas era pesquero, vivienda y barco almacén. Todo eso a la vez. En ocasiones, durante el verano, el barco pensión, como el Cheroga. Debajo de todo, naturalmente, su fuerte era el contrabando.
El viejo había oído hablar del Cuervo Abelleiras como de un ser fabuloso (no mucho después se hablaría en la misma forma de mi padre, aunque ahora nadie lo recuerda. Ni siquiera recuerdan al Cuervo), pero no lo conoció hasta aquel invierno. Esa vez el Alagoas apareció fondeando en el Canal Este. Se alcanzaba a ver desde el Desaguadero. El viento traía las voces que sonaban extrañamente claras, muy por encima del barco, como si brotasen de otra parte. Una noche escuchamos los resoplidos de un acordeón y estuvimos los dos echados en el fondo del bote con los ojos perdidos en las luces que se mecían sobre el agua, hasta que la oscuridad absorbió la última nota.
Al quinto día el viejo salió al Canal, tiró una línea de flote arriba del Alagoas y se dejó llevar por la corriente en dirección del barco. El Cuervo estaba en la cubierta jugando al tute con los tipos silenciosos. "Envidaba" o "quería" con una voz grave y reposada.
Lo debió ver cuando salía del Desaguadero y después cuando remontó el Canal y arrojó la línea y se vino despacito sobre el barco. Pero siguió "envidando" y "queriendo" como si no viese nada realmente.
Hasta que lo tuvo delante mismo de la punta de sus botines y entonces lo miró apenas por encima de las barajas y dijo sin alzar la voz:
-Lo estaba esperando. Estaba esperando un tipo cualquiera para echar un mus como Dios manda. ¿Quiere subir?
Jugaron hasta el fin del día. Al mus simple, al mus francés, al truco, al tute ordinario, al tute americano, al tute arrastrado, al tute de remate. En mitad de la tarde comenzaron con el truco "de gallo", de manera que desapareció uno de los tipos. Primero hicieron el gallo por turno. Pero después el viejo o el Cuervo hacían de "gallo fijo". Al caer la tarde quedaron solos. Entonces siguieron el resto de la noche también, sin cambiar palabra, nada más que "quiero" o "envido" o "flor" o "truco" o "paso" o
"envido y yo", bebiendo a traguitos de una jarra de loza que el Cuervo llenaba cada tanto, hasta que se levantó por última vez y trató de llegar a la cabina, pero se desplomó en medio del pasillo y se quedó dormido con la jarra en la mano.
El viejo se descolgó en el bote como pudo y volvió a la casilla. Tardó una eternidad en subir la escalera y otra eternidad en entrar al cuarto. Después volvió a salir a la galería y un poco antes del amanecer oí que cantaba Praga Onze.

O' Deus eu me acho tao cansado
Ao voltar da batucada
Que tomei parte lá na praca onze.
Ganbei no samba, oh! .
Un arlequim de brome
Minha sandalia quebrou o salto
E perdí o meu mulato lá no asfalto.

Ahora me acuerdo.

El final del invierno estaba en el aire por más frío que hiciera. El viejo vio las señales en el cielo y en la tierra. Y también sucedieron algunas cosas dentro de él porque todavía no estaba muerto. El pejerrey comenzó a alejarse de un día para otro, pero de todas maneras mi padre se había adelantado al tiempo y fijó la última salida justamente para entonces, para fines de agosto. Luego repasó las líneas, las enrolló cuidadosamente y las metió en un cajón, en el cuarto de los trastos.
-Ahora a otra cosa -dijo.
Y se pasó una semana tumbado en la galería observando aquellas señales del tiempo.
La proximidad de la primavera ejercía una influencia especial sobre mi viejo. Parecía rejuvenecer de pronto y lo poseía una extraña inquietud.
De un estado de placidez meditativa saltaba bruscamente a otro de incontrolada actividad, como si dentro de su pecho la vida y la muerte libraran un encarnizado combate.
Al término de la semana comenzó a preparar las líneas para los peces del verano. Pero su cabeza, o mejor dicho su corazón, estaba en otra cosa. Así fue que después de unos días abandonó las artes de pesca y con el mismo entusiasmo se dedicó a cambiar el aspecto de la casa como parte de un plan
más vasto destinado a cambiar su propia vida. Siempre que el viejo decidía cambiar de vida comenzaba por cambiar cualquier otra cosa. Generalmente no terminaba de hacerlo con ninguna de las dos. De manera que abandonó la casa por los canastos de mimbre. Subió hasta el Gallito con el Ferrol y volvió
con varios atados de mimbre "en jugo". Armó un "pelador" y peló los mimbres.
Después armó un "burro" debajo de la casilla y fabricó varios fondos de distintos tamaños. Eligió un fondo cualquiera y terminó el primer canasto.
Parecía realmente entusiasmado con el asunto. Pero tampoco en esto estaba su corazón, como no fuera en el cambio mismo, mientras la vida brotaba por todas partes a empellones cercándonos con una muralla verde poblada de extraños rumores.
Al principio todo parecía suceder un poco lejos y hasta en otro tiempo porque el invierno habitaba todavía entre nosotros y nos había penetrado el alma. Entre agosto y septiembre cayeron aquellas lluvias por espacio de cinco días, con algunos intervalos grises colmados de espera en esa rara laxitud que precede a las tormentas. Pero aún en medio de la lluvia el viejo escuchaba aquellas voces de fines de septiembre atravesando los últimos días del invierno.
El tiempo se había adelantado aquel año. La verdad que agosto estaba apenas maduro y ya habían florecido los sauces de la costa. Un día el aire amaneció ligeramente verde. Era una niebla muy tenue que se mantuvo inmóvil entre las ramas de los árboles. Los cinco días grises que siguieron después no
pudie-ron disimular ese alboroto de color que estallaba silenciosamente cada mañana y al quinto día exactamente, en una pausa de la lluvia, oímos a lo lejos, el dulce silbido del zorzal.
La primavera estaba ahí.
Mi padre, que confería a todas las cosas un sentido especial, bebió con el Oscuro una botella de caña paraguaya y escuchó con cierta unción Praga Onze.
Tendido en la galería, a la altura de las primeras ramas, uno creía flotar en aquella nubecita verde que fue cobrando intensidad con los días, como si brotara más bien de nuestro recuerdo, para fijarse en el tiempo usurpando aquel largo vacío del invierno.
También con los días el silbido del zorzal se hizo más frecuente y se fue aproximando. Nunca nos habíamos detenido a pensar que, por más lejos que sonara, el pájaro debía hallarse en algún lugar del monte. Por el contrario, nos sentíamos inclinados a pensar que se trataba de un presagio, de un
anuncio desde otro tiempo de alguna manera situado delante del nuestro y en marcha hacia nosotros. Era muy dulce aquella suerte de anticipo y aquella espera, fluctuando entre el invierno y el verano.
Si bien fueron unas lluvias un poco fuera de lo común (aunque en esto mismo se ve ya una señal del tiempo, ese momento de indecisiones, trastornos y desmesuras que acompaña a la primavera), el viejo no parecía prestarles atención. Veía más allá, detrás de ese velo plomizo que penetraban sus ojos,
los días fijos y deslumbrantes del verano que alcanzaba con su mirada de viejo.
Yo mismo, con distintos ojos, alcanzaba a ver una parte. Especialmente los días jubilosos de la primavera animados por esa misma ansiedad que se apoderó de nosotros después del letargo de agosto, cuando la claridad comenzó a demorarse en el umbral dé la noche y la luz y las tinieblas parecían indecisas, sin acertar con el paso.
Allí está mi padre, en el recuerdo, apenas desdibujado por los años, chapoteando bajo aquella lluvia al parecer interminable. Lo veo pasar ahora mismo, una y otra vez, cubierto con aquel capote que olía a humedad, atareado en cosas incomprensibles, deteniéndose de tanto en tanto para observar el cielo o escuchar un ruidito.
Recuerdo esos días, recuerdo el aire y la luz de esos días, porque fue la primera vez que sentí los mismos síntomas que mi padre, esa oscura ansiedad que me oprimía el pecho. Por primera vez, como mi padre, sentí la alegría y la tristeza de ser un hombre solitario, y ansié metas distantes y aguardé la
mañana seguro de grandes acontecimientos, y por la noche me estremecí de imprecisos deseos, percibiendo voces y ruidos remotos suspendidos como esferitas en la laxitud de las sombras, desplazándose según el viento.
A fines de septiembre oímos claramente la voz del zorzal y nos miramos confundidos. ¿Era una señal? Algo nos apre-miaba en aquella voz.
Había otra cosa y era esa leve fragancia que en determinados momentos llegaba del monte sin poder precisar su origen porque no era un olor único y reconocible, como el del jazmín del país, por ejemplo, sino un olor vago y general, un olor del tiempo. Y el río trajo sus cosas también. Sobre todo
aquel llamado que nos urgía desde todas partes, principalmente desde el río abierto que resplandecía cada vez más. Entonces nuestros pechos se dilataron como si les faltara el aire y se apoderó de nosotros un ansia desmesurada de partir porque la tierra debajo de nuestros pies se había tomado extraña y
todos los lugares estaban allí, de alguna manera presentidos, enviándonos sus mensajes a través del río.
En el quinto día alumbró el sol sin que dejara de llover y el viejo terminó los canastos. Fue una de las pocas cosas que terminó esa primavera.
Siguieron a aquellas lluvias unos días frescos y apacibles, durante los cuales fabricó una curiosa serie de plomadas antigiratorias o destorcedoras y dos cucharas de 120 gramos bastante parecidas a la "Gramajo". Era harto dudoso que fuera a emplear alguna vez nada de esto. Más bien toda esa profusa actividad constituía un fin en sí mismo. Después comenzó a preparar una línea para el "dorado", en la cual había meditado largamente. Era una línea formidable. Pero con todo lo formidable que era no la llegó a terminar.
Había llegado octubre.
Y en octubre decidió por fin aquella cosa que lo tuvo ocupado hasta el final de sus días.
-Óiganme bien -dijo-. Mañana a primera hora nos vamos de aquí. Vamos a cargar la Arvoredo (él decía siempre Arvoredo porque un barco nunca cambia de nombre y el nombre y el barco son la misma cosa) y nos vamos al Honda...
Hace tiempo que lo tengo planeado.
Hacía tiempo, en efecto. Un día, tres años atrás, me había dicho, señalando la punta del Honda desde el bote: -Quisiera vivir en un lugar así el resto de mi vida.
Cargamos, pues, la Arvoredo y a la mañana siguiente partimos llenos de proyectos hacia lo mejor del verano.
El viejo ya tenía elegido el lugar, después del Hambrientos, en lo que es hoy la isla YCA, con el Paraná y los grandes barcos que parecían venir hacia allí, hacia ese lugar preciso, antes de abrirse y doblar delante de la boya de bifurcación.
Trabajé con el Oscuro en la nueva casilla mientras el viejo echaba las bases de aquel proyecto suyo que nació de su corazón en mitad de la primavera.
La casilla estuvo terminada y octubre, con sus días templados y sus noches frías, también. Pero todavía ignoraba lo que se había propuesto mi padre.
El viejo era, así, sobre todo al comienzo del verano. Daba muchas vueltas antes de orientarse en firme, como si de tanto en tanto extraviara la pista de sus deseos. Pero ahora era evidente que estaba sobre ese rastro y si se demoraba antes de la cuenta era porque el asunto lo requería así.
En dos semanas todo lo que hizo fue un claro cerca de la costa. Y luego se pasó otras dos rondando por allí con las manos en los bolsillos, sin prestarnos ninguna atención. Recorría la isla en todas direcciones como si se tratara de un simple patio o de cualquier otro lugar despejado.
A veces reaparecía desde el monte con las ropas desgarradas y las manos cubiertas de tajitos enrojecidos. Pero él no reparaba en nada de eso. Tenía la cabeza en otra cosa.
Olimpio, por su parte, caminaba pegado a él con ese aire sumiso y reconcentrado con que lo siguen a uno, acaso en la creencia de que el viejo partía definitivamente cada vez que se alejaba de la casilla. Cien veces al día.
A menudo el viejo se paraba en medio del claro que había abierto o lo observaba desde lejos deteniéndose bruscamente en plena marcha, como si allí hubiese algo.
Entre tanto el verano progresaba. Una mañana cualquiera advertimos el distinto color de la luz, esas manchas espesas en el monte, ese brillo del aire sobre el río, y recién entonces supe cuan lejos estaba el invierno. Ya no había nada que esperar. Podíamos instalarnos sólidamente en los días placenteros del nuevo tiempo. Aquella dormida ansiedad bajo la luz macilenta de julio había desaparecido. Aunque sólo supe de ella cuando reparé en su ausencia.
El viejo partió una madrugada en la Arvoredo.
Se despertó en la oscuridad y partió.
Dos días después estaba de vuelta. No había pasado la boca del Arroyón, no habría pasado siquiera el surtidor, cuando oímos la tosecita pachorrienta del Penta.
-Viene cargado -dijo el Oscuro.
Así era, en efecto. Descargamos un rollo de madera y una caja de herramientas y algunas latas de pintura. Por último el viejo metió la mano en uno de los bolsillos y extrajo una brújula seca del tamaño de un reloj. A primera vista parecía efectivamente un reloj. Pero al viejo jamás le habría pasado por la cabeza regalarme un reloj.
-No se me ocurrió otra cosa -dijo encogiéndose de hombros.
Y esa misma tarde comenzó a trabajar en lo suyo.
¿En qué andaba mi padre de una vez por todas?
-Es algo que estaba dentro de mi corazón -dijo al cabo de una semana, cuando aquella cosa cobró forma en el centro del claro que había abierto cerca de la costa-. Hace tiempo que lo tenía ahí.
Lo examinamos en silencio, y la verdad que estaba bien hecho.
Había trabajado en eso día y noche, porque dormía muy poco y además estaba en él hacer las cosas en esa forma, de una vez. Apenas caían las sombras encendía una lámpara de carburo y seguía serruchando y martillando y taladrando con esa concentración que se apoderaba de mi padre siempre que comenzaba algo. No hablaba casi nada. Unas pocas frases, más bien incomprensibles, dirigidas a Olimpio. Prefería silbar o cantar y a veces maldecir.
Al cabo de una semana, pues, aquello salió de su corazón, y parecía satisfecho. Porque dijo:
-Un hombre como yo sin un barco como yo no está completo. He tardado un tiempo en comprenderlo.
De manera que estaba en eso: "un barco como yo". ¿Qué entendía mi padre por semejante cosa? Él mismo lo dijo, o trató de decirlo.
-Un barco así ha de salir completamente de mis manos... No hay ni clavo, ni madera que no tenga un sentido. Ni clavo, ni madera que desde su origen haya sido pensada para otra cosa...
La verdad que sonaba bastante raro.
Según entendí luego, un barco, para su gusto, debía resultar una buena combinación entre un barco de placer y un barco de labor. Líneas esbeltas, pero no rebuscadas. Ni viejo ni nuevo o, en todo caso, más bien un poco viejo. Sencillamente, tenía que ser marino. Esto es, pienso ahora, con ese aire errátil que asoma al rostro de un vagabundo, por ejemplo, esos tipos que trae y se lleva el verano... Sí, supongo que el viejo quería decir eso.
Eligió cada madera y cada tornillo y cada cosa de acuerdo a sus deseos. Por eso tardó una semana. Y ahora el casco estaba allí, o mejor dicho, tan sólo el esqueleto, de manera que podía descansar un rato porque había aprisionado a su deseo en aquella jaula de madera y lo podía contemplar cada día sin
sobresaltos, como a un pájaro. Ya no era un fantasma. Ya no era una sombra o una nostalgia que le rondaba el alma. Ahora estaba ahí de alguna manera.
Sin embargo mi padre había llegado tarde y su deseo era demasiado viejo. El verano maduró hasta enero y el casco estaba todavía allí, tal cual, con la proa apuntando hacia el río y las costillas un poco grises y resecas flotando blandamente en la penumbra del ocaso como si estuviera a punto de partir.
El viejo descansó unos días tumbado al frente de la casilla con las manos en los bolsillos y los ojos puestos en su obra, todavía canturreando un poco.
Pero cuando se puso de pie y pareció que iba a acometer de nuevo se limitó a rondar en torno a la armadura, como al principio, deteniéndose de tanto en tanto en plena marcha para volverse y observar por encima del hombro al barco de su corazón, que estaba mitad en su cabeza y mitad en el claro que
había abierto en la primavera, a pocos metros de la costa. Eso fue todo.
Al terminar enero vimos aparecer al Alagoas, desde el Urión. Pasó por el medio del río en la luz de la tarde y oímos sus voces en la cresta del viento. El viejo agitó una mano, pero tal vez no lo alcanzaron a ver. Fue la última vez que vimos al Alagoas, con su carroza parecida a una casilla y las macetas de culantrillos y ese aire lejano semejante al del Flora, porque desapareció para siempre. El Cuervo Abelleira y la húngara y los dos tipos silenciosos. Nosotros lo ignoramos entonces, yo y el Oscuro, pero mi padre lo presintió de lejos porque entendía a los barcos. Y el de su corazón había partido también, en cierto modo, y para siempre.
Ahora era evidente que evitaba acercarse al casco. Por más que algunas veces se detuviera y lo palmeara como a un viejo caballo y dijera sin quitarse el cigarro de la boca:
-Un día de éstos vamos a salir por ahí.
Fue el tiempo, en mitad del verano, que maduró en su rostro ese aire afable y desesperanzado que más tarde iba a descubrir en el rostro de otros tipos, aquí en la costa.
¿Qué había pasado? Mi padre estaba viejo, viejo por dentro igual que esos grandes sauces que un buen día amanecen en el suelo. ¿No era acaso un síntoma el hecho de que no le hubiese puesto un nombre? En sus buenos tiempos habría empezado por ahí.
Ahora, a la distancia, todo eso es evidente porque en alguna forma el viejo está en mí. Padece y busca su deseo, el nombre, que es lo mismo, a través de mí.
Cuando presintió el fin del verano, que para eso se pintaba solo (lo presintió en la plenitud del tiempo por esos signos sutiles de la madurez, cuando la muerte de tan remota parece imposible), volvió al asunto de la pesca.
Ese año los barcos de placer comenzaron a aparecer en los parajes que frecuentaba. No era gran cosa. Ni siquiera hoy es gran cosa. Si algo sobra en esta parte del mundo es donde estar solo. De cualquier forma el viejo comenzó a alejarse en busca de otros más solitarios.
-He oído decir que hay buena pesca adentro del Diablo.
Y otra vez:
-Voy a rodear por afuera hasta el Miní. Después subo hasta el Correntoso por adentro... Cuatro o cinco días. No más de cinco.
Fueron muchos más. Pero al viejo le resultaba como si se movieran las islas, no él, y el río le trajera esos lugares. De manera que no había más que cargar el bote y salir al medio del río y esperar. Las cosas llegaban solas.
Al poco tiempo olvidó el motivo inicial de aquellos viajes y comenzó a vagar de un lado para otro sin preocuparse demasiado por la pesca. Llevaba siempre consigo dos o tres cartas Neptunia y tomó la costumbre de anotar en los planos cualquier dato que el cartógrafo había pasado por alto. Al final,
en lugar de aparejos, salía cargado de planos y hojas de papel y lápices de colores y unos viejos prismáticos Krauss.
Hasta que esto perdió también su interés. Entonces enmudeció del todo y se limitó a vagar sobre el río las horas y los días.
La maleza comenzaba a cubrir el claro que abrió un día cerca de la costa y ocultaba en parte el armazón del casco. Pero él ni siquiera miraba ahora hacia allí y, de todas maneras, no estaba casi nunca en la casilla.
Dos o tres veces salí con él. No habló ni una palabra. Ya no decía "Hijo, esto", "Hijo, aquello", como tenía por costumbre y como a mí, después de todo, me gustaba oírselo decir. Ya no decía nada. Se sentaba en medio del bote y comenzaba a remar con esa pachorra propia de los viejos, sin proponerse llegar a ninguna parte. Por la noche nos acurrucábamos en el fondo del bote y dormíamos cubiertos con una lona, el perro entre los dos.
Muchas veces llegué a olvidarlo, pero otras me volvía hacia él impresionado de pronto por esa gran soledad que despedía mi padre, y contemplaba su rostro.
Fue una ilusión eso de olvidarlo. Ya para entonces el viejo había penetrado en mi vida de una manera lenta y obstinada. Ahora, en el recuerdo, revivo aquel aire taciturno, ese estar y no estar en medio de las cosas, esa turbadora presencia del cuerpo abandonado al tiempo, esa leve y remotísima ironía.
Pero, después de todo, no sé si eso sale de él o de mí.
Entonces no advertí nada expresamente, o casi nada, porque la vida pugnaba dentro de mí y estaba impaciente por mi estrella. Fue mucho más tarde, el día que me senté en la costa y me comenzaron a rondarlos recuerdos. Una tarde cualquiera de verano.
El último tiempo fue un largo y casi ininterrumpido vagabundeo sobre el río.
En realidad parecía buscar algo. Su corazón nunca estaba allí donde estaba el resto de su cuerpo. Siempre más adelante, o en cualquier otro lugar, pero no allí.
Una confusa ansiedad, apenas una llamita vacilante, lo apremiaba cada mañana con mansa, pero terca insistencia. Conozco ahora esa misma ansiedad. Esa congoja y esa alegría a un mismo tiempo, ese anhelo desasosegado por algo impreciso que le hace a uno erguir la cabeza y aspirar profundamente como si
le faltase el aire.
En el caso de mi padre había una meta, sólo que no acertaba con ella. Porque el objeto de su deseo estaba en casa, en el claro junto al río, dormido contra el cielo como un pájaro embalsamado.
De manera que dondequiera que fuese lo seguiría su ansiedad.
Hasta que partió por última vez, una mañana de marzo, cuando ya los signos del tiempo eran completamente claros. Lo vi cargar el bote, cada cosa en su lugar, y los aparejos de pesca en la cajonera de popa. Y partió.
Una semana después no había vuelto. Un mes después no había vuelto.
Alguien oyó los ladridos del perro, desde el río abierto, atropellándose y rebotando en la distancia. Era una cosa bastante curiosa que vinieran desde ahí. Luego languidecieron y cesaron en la placidez de marzo y el que los había escuchado pensó que efectivamente se trataba de una ilusión.
Pero el Maldonado, que un día se apartó de su rumbo, en la primera crecida de abril, encontró el bote boyando en medio del río, cerca de donde en el 34 se hundió el 1º Clara Donato. El viejo y el perro estaban acurrucados en el fondo del bote como si durmieran. Eso parecía, salvo aquel olor que nos
alcanzó de lejos cuando el Maldonado lo remolcó hasta el Honda.
El Oscuro cubrió el bote con algunas tablas del barco. El viejo había dicho:
"Para la tablazón, viraró. Para la cubierta, petiribí, que es la teca americana". De manera que lo cubrió con petiribí, aguantando la respiración mientras clavaba las tablas, y lo enterramos con bote y todo en el claro que había abierto cerca de la costa, al lado del esqueleto de madera.







Yo vengo a ofrecer mi corazón*



*Fito Paez.
-Se encuentra en los discos: Giros-




¿Quién dijo que todo está perdido?
yo vengo a ofrecer mi corazón.
tanta sangre que se llevó el río,
yo vengo a ofrecer mi corazón.

No será tan facil, ya sé que pasa.
no será tan simple como pensaba.
como abrir el pecho y sacar el alma,
una cuchillada de amor.

Luna de los pobres, siempre abierta,
yo vengo a ofrecer mi corazón.
como un documento inalterable,
yo vengo a ofrecer mi corazón.

Y uniré las puntas de un mismo lazo,
y me iré tranquilo, me iré despacio,
y te daré todo y me darás algo,
algo que me alivie un poco más.

Cuando no haya nadie cerca o lejos,
yo vengo a ofrecer mi corazón.
cuando los satélites no alcancen,
yo vengo a ofrecer mi corazón.

Y hablo de países y de esperanzas,
hablo por la vida, hablo por la nada,
hablo por cambiar esta, nuestra casa,
de cambiarla por cambiar nomás.

¿Quién dijo que todo está perdido?
Yo vengo a ofrecer mi corazón..



*Fuente:
http://www.euforia-paez.com.ar/modules.php?name=Content&pa=showpage&pid=4



*

Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).

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