sábado, diciembre 31, 2011

TAN LEJOS Y ESCRIBIENDO PALABRAS EN EL VIENTO...



*Dibujo: Ray Respall Rojas.
-La Habana. Cuba.




El Relojero Mayor*



Soy una de las personas más importantes del mundo. El tiempo de la gente despende de mi desde hace 36 años. Cuando me dieron en cargo de Relojero Mayor del Big Ben, pusieron en mis manos, no sólo la responsabilidad de mantener el reloj en marcha sino también la de impedir cualquier variación en el horario. A fin y al cabo todo el mundo se regía por la hora que daba mi reloj. Jamás se adelantó ni retraso un solo segundo en todo este tiempo.

Cuando me anunciaron una jubilación anticipada, el mundo se hundió bajo mis pies ¿acaso no había cumplido mi cometido? ¿No había sido eficiente y fiel? ¿Treinta y seis años de dedicación absoluta no merecían otra recompensa que una jubilación inmediata?. La excusa del cambio de los tiempos y del ordenador que controlaría la hora con "más rigor y seguridad" fue el detonante.

El último día de trabajo, empujado por la sed de venganza, adelanté el reloj una hora creando una cadena de despropósitos increíbles. La bolsa cerró antes con millones de operaciones a medias, los trenes llegaron antes de hora, las bodas se suspendieron, los juzgados no pudieron acabar sus juicios, los colegios dejaron los niños en la calle... El caos.

Con una sonrisa malévola cerré, por última vez, la portalada del Big Ben y me fui a casa. Ahora solamente me quedaba acabar de pasar el resto de mi vida con mi mujer, que pacientemente, se había sacrificado como yo en la exactitud de los horarios durante toda una vida. Cuando abrí la puerta alcance a oír al vecino de al lado que decía desde mi habitación. "Diana, ven rápido que sólo nos queda una hora"


*De Joan Mateu. joan@cimat.es









PALABRAS EN EL VIENTO*


Con este correo saludo al Lic. Eduardo Coiro , a los colaboradores de la Revista , a sus lectores , a los pájaros exiliados.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar



“No digas que no sé atrapar el viento y tú en la distancia,
alguien vino y violó la cerradura.”
CRISTINA LARCO



No, no me escribas palabras en el viento.
Se convierten en cuervos.
Picotean si piedad mis intensos girasoles.
Luego dices que no se atraparlas.


A veces se transforman en noche.
Descienden por mis hombros.
Mueren en la curva de mi espalda.
Luego me dices que mi nombre es Edith.


No escribas palabras en el viento.
El viento es un tristísimo extranjero.
No me condenes a ser mujer de sal.
A ser ángel de arena.


Borra la fecha, el lugar, la hora.
Quita a septiembre de tu calendario.
Sé, una vez más, mi casa.
Mi puente derribado, mi lirio blanco.


No digas que mi puerta está cerrada.
“No digas que no sé atrapar el viento”
La puerta de mi alcoba abierta está.
El aliento del viento, tan cercano.
Tan ardiente , tan ebrio , tan febril.
Y tú, tan lejos.
Tan lejos y escribiendo palabras en el viento.





*

LAS ENTREVISTAS DE CARLOS ALBERTO PARODÍZ MÁRQUEZ


Habla la morada de su sombra*


*Por CARLOS ALBERTO PARODÍZ MÁRQUEZ. parodizlaunion@gmail.com


Distinguida en tres oportunidades con la Faja de Honor de la Sociedad de Escritores, obtuvo el premio ”Platero”, otorgado por la UN, Ginebra, Suiza.”Este camino ya nadie lo recorre salvo el crepúsculo”. En algún lugar del cemento, llámese como guste, hay quienes vivieron con la puerta cerrada mucho tiempo, el viento, la lluvia, el sol, algún pájaro, curiosearon. La literatura de Emilse Zorzut parece hablar de un desatar y desatarse, aunque no haya certezas de esto.
Una importante pluma cuyos valores han trascendido las fronteras y su trabajo es material que habita distintas geografías y el cual ella accede explicar.
Una profesional que enlaza mundos y los cuenta como cuentas de un rosario que se desliza en la memoria. Veamos cuanto es posible compartir de su historia que es además parte del presente.


–¿Quién es Emilse, cuál es su pasado y cómo influyó en el presente?


–¿Quién soy? Bueno, nací en la localidad de Tolosa, Ciudad de La Plata, en la Provincia de Buenos Aires. Mis abuelos paternos fueron oriundos de Austría y los maternos de las regiones vascas españolas. Una combinación algo especial. Un recuerdo de mi niñez es cuando me columpiaba en la hamaca construida por mi padre mientras miraba aparecer las estrellas al caer la tarde.
Escribí mi primera poesía a los 11 años y fue una mala experiencia porque mi maestra no creyó que era de mi autoría. Con el tiempo, me di cuenta que no debía haber sido tan mala. Comencé a trabajar a los 16 como secretaria privada de la presidenta de una institución que ayudaba a enfermos incurables para luego pasar a un comercio y terminar, obteniendo por concurso, un puesto en la administración pública.
Pero mi sueño era ser periodista, por lo que me inscribí en la car r e ra que se dictaba en el Círculo de Periodistas de La Plata, pero c u a n d o cursaba las cuatro última s materias en la Facultad de Humanidades, por razones políticas, cerraron la escuela y bueno, nuevamente a buscar otro rumbo que terminó en la Facultad de Humanidades donde me recibí de Psicóloga Clínica.


–¿Cómo te formaste profesionalmente y dónde? ¿Tu carrera te permite trasladar información a la literatura, cuando se produce el cruce?


–Pertenecí a la primera promoción de esa carrera, aunque de todos modos mi vocación por la literatura seguía en pie y nunca abandoné mi inclinación hacia la poesía.
Mi carrera, el importante aporte que me dio, fue el conocimiento a fondo de la naturaleza humana que me permitió crear mis personajes cuando comencé a incursionar en cuento y novela.


–Publicaste varias cosas, sobre todo en papel ¿Podrías mencionar tu obra completa?


–Mis obras publicadas en papel son: Sobre mundos abismales –Poesía– (1990) compartido con la escritora Marta Beatriz Multini; Al compás de la ronda –Cuentos– (1995); Morada de los cuatro vientos –Prosa Poética– (2000); Morada de mi sombra –Poesía– (2001), con el cual obtuve el Premio Platero 2000 de Naciones las Unidas en Ginebra, Suiza; Caleidoscopio –Poesía Haiku– (2003) con el cual participé en un intercambio cultural Argentino- Cubano; Síndrome X – Cuentos – (2006); Moradas, una recopilación de ocho poemarios cuyos títulos comienzan con la palabra Morada (2010). También tengo publicaciones en Antologías nacionales e internacionales.
Colaboro con revisas literarias de Argentina, América y Europa. Además, publico en diversos sitios web. Con la escritora Marta Beatriz Multini incursionamos en guiones de cine y TV que están a la búsqueda de algún director que quiera llevarnos al cine.



– ¿ Cuáles son tus referentes literarios?


–En poesía fueron Lao Tse y Basho, por mi acercamiento a la poesía oriental. En nuestra lengua, Neruda y Alfonsina Storni son mis predilectos. En prosa decididamente Cortázar, porque su sola lectura me devuelve a las musas cuando éstas se adormecen.


–¿Qué es para vos la literatura, qué te provoca?


–Es la supervivencia del alma, y a través de ella canalizo sueños e ideales que me permiten sobrevivir en un mundo gris.


¿Estás trabajando en algo en este momento?


–Con la escritora Marta B. Multini estamos incursionando en guiones de cine y TV. Por mi parte estoy encarando el género novela.


Tres preguntas delirantes que sólo una autora con musas despabiladas puede responder:


–¿El sol tarda en salir en una época del año porque se siente avergonzado?


–Creo que el sol prefiere la noche para no ver lo que sucede en la tierra y que no puede modificar.


–¿Las marcas del tiempo, son heridas, cicatrices, espejos indeseados o qué?


–Las marcas del tiempo son enseñanzas que se deben capitalizar para lograr que el mundo interno sea una fuente de paz y goce de vida, una tarea que muchas veces nos cuesta asumir.


–¿Dios, el que elijas, puede ser olvidadizo?


–No creo que Dios sea olvidadizo, creo que recuerda para qué nos creó, tal vez lo hayamos decepcionado. Debe estar esperando que en algún momento cumplamos nuestra parte.


*Fuente: La Unión Espectáculos y Cultura 30/12/11 http://www.launion.com.ar/?p=76595








Carta por un nuevo año*



Estás allá,
lejana,
viviendo la ilusión tan bien soñada,
cargando a un Santa Claus,
cubriendo con guirnalda palma ajena.
Así eres feliz, a tu manera.
Yo sigo aquí,
renuente,
viviendo realidad,
soñando un poco;
encendiendo velas fuera de los altares,
esperando cualquier día pájaros negros,
cargando con flecha la ballesta.
Es cierto, cada cual es feliz a su manera.


*De Miguel Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
-Tomado del poemario “Fantasmas de Quijote” (2006)







Volver a casa*


*Por Juan Forn


Mi madre no quiere que le lean, desde que perdió la vista. Le ofrecí traerle audiolibros, le ofrecí conseguirle una persona que le vaya a leer, y ocupar yo ese lugar los días que voy a Buenos Aires. Le ofrecí que encarásemos juntos los siete tomos de En busca del tiempo perdido (yo leería cada noche
en Gesell hasta donde ella hubiera leído ese día en Buenos Aires, y en mis días allá podíamos seguir leyendo los dos juntos o comentar lo leído hasta entonces). Propuse Proust porque ella se ha jactado siempre de su ascendencia francesa y nada le gusta más que conversar sobre gente conocida:
"¿Te acordás cuando el Francés Dubois sobrevolaba con su avioneta la casa de La Cumbre, para avisar que lo fueran a buscar al aerodromo (ella pronuncia la palabra con el acento grave, en la segunda o) y que estuvieran los coloraditos listos cuando llegara?" (el coloradito era el trago de rigor en aquella casa: gin, campari y ralladura de limón). Pero mi madre me contesta en monosílabos que Proust era un snob; por un instante asoma su vieja personalidad, taxativamente pasional; es apenas un chispazo pero tiene su gracia escalofriante ver hasta dónde llega su influencia subterránea en mí
(¿por haberle oído decir eso alguna vez yo no he podido nunca leer a Proust?).
Traté entonces de tentarla con Los gozos y las sombras, perspectiva poco promisoria para mí pero sabía cuánto había disfrutado ella los tres tomazos de la novela y la miniserie (y me resultaba difícil imaginar una lectura que fuese más visual para ella, que creo que es lo que más añora). Pero tampoco conseguí interesarla. En cambio, para mi sorpresa, me pidió que le contara qué estaba leyendo yo, qué libro llevaba ese día en la mochila. Yo le he mentido descaradamente a mi madre a lo largo de la vida, me llevó su tiempo pero aprendí al fin a decirle lo que ella quiere oír. Y me pareció improbable que quisiera oír las impresionantes historias sobre trastornos de la vista que cuenta el neurólogo Oliver Sacks en El ojo de la mente. Pero ella se mostró interesada en los casos cuando empecé a contarle con cierta
vacilación de un trastorno llamado alexia, que es la incapacidad de leer.
Uno se levanta una mañana, abre el diario y es como si estuviera escrito en cirílico (puede leer la hora en su reloj, pero no por los números sino por la ubicación de las agujas; puede "leer" un durazno pero no por su aspecto sino por el tacto, el olor o el sabor). Un escritor canadiense llamado Engel se despertó un día así. Llegó desesperado al hospital y una enfermera le preguntó si podía escribir y Engel descubrió para su estupor que sí (pero no podía leer lo que había escrito). En una época se la llamó ceguera a la
palabra, hasta que Freud la bautizó agnosia visual. Engel miraba el cielo y veía azul, veía la calle y las personas como cualquiera de nosotros, pero como escritor era ciego: debió pasar de leer a escuchar y de escribir a dictar.
"Esa historia es más para vos que para mí", se limita a decir mi madre. Le interesa más lo de un profesor inglés de religión llamado Hull a quien le pasó algo peor cuando se quedó ciego, a los cuarenta, y su memoria e imaginación visual empezaron a escurrírsele entre los dedos: cada día perdía un rostro, un paisaje, un color. Estaba tan pendiente de esa pérdida que tardó en darse cuenta de cómo se le iban desarrollando los otros sentidos.
Hull dice que de a poco empezó a "oír" los objetos silenciosos, como los faroles de la calle o los autos estacionados: cuando pasaba junto a ellos era como si se espesara la atmósfera, los objetos le devolvían el sonido de sus pisadas. A una pianista húngara que sufrió una afasia a los sesenta le pasó lo contrario, pero a la vez lo mismo. El afásico se despierta una mañana y descubre que no puede hablar. Poco a poco descubre que también ha perdido el habla interna; ya no puede hablarse a sí mismo tampoco. De pronto
toda queda limitado a lo visual: sólo puede expresar sus pensamientos y sentimientos a través de gestos mímicos. Pero muchas víctimas de afasia son capaces de desarrollar una intensificación compensatoria de sus capacidades no lingüísticas, sobre todo la capacidad para "leer" las intenciones de los demás a partir de sus gestos faciales e inflexiones vocales: tienen un don para detectar cuándo la gente miente, por ejemplo.
El escritor canadiense descubrió un día que podía identificar las letras individualmente, si tenía un lápiz en la mano o dibujaba mentalmente el signo (lo entendía con la mano: sólo era capaz de "leer" al escribir). El profesor inglés de religión cuenta que cuando perdió la visión central y se quedó sólo con visión periférica descubrió cuánto la subvaloramos: lo que vemos con el rabillo del ojo es lo que vemos más distraídamente, pero es la visión periférica, "rodeando" nuestra visión central, lo que nos proporciona un contexto. Dice Hull que la identificación se basa en el conocimiento y la familiaridad se basa en el sentimiento. Y después se pregunta si la pérdida de imaginación visual no es un prerrequisito para el desarrollo pleno de los otros sentidos (Hull, como dije, es profesor de religión). Miro a mi
madre, que ha sido siempre muy religiosa, mientras digo esto. Ella está con la cara vuelta hacia la ventana, hacia la luz dorada de la tarde. Le digo que dice Hull que la ceguera lo acercó a la naturaleza (los sonidos, los olores, el tacto). Le digo que Hull tiene la costumbre de hacer preguntas cuando viaja, y que esas preguntas obligan al interlocutor a fijarse en cosas que había pasado por alto, lo obliga a ver mejor. El lenguaje sirve para ver, le digo a mi madre que dicen Hull y Oliver Sacks y el escritor
canadiense y la pianista húngara. Mi madre sonríe tristemente, gira la cabeza hacia mí y dice: "¿No se está haciendo ya la hora de irte, mi querido? No quiero que pierdas el ómnibus por mí".
Cuando Norman Mailer contestó el Cuestionario Proust, describió así cuál era su viaje favorito: "El de vuelta a casa. La visión desde el camino de las luces de mi casa de Provincetown". Yo vuelvo a casa cada vez que salgo de la residencia donde vive mi madre en Belgrano. Camino por esas calles arboladas
hasta el subte que me lleva a Retiro, donde espera el ómnibus que me trae de vuelta a Gesell. Esas calles arboladas son en cierto modo como la entrada a Gesell, el momento en que uno sale de la ruta por la rotonda, baja la velocidad, abre la ventanilla, siente que ya está en casa. Son hermosas esas callecitas de Belgrano. Sin embargo, no hay trayecto más triste para mí que ése, desde que salgo de la residencia donde vive mi madre hasta que el fárrago y el apretujamiento del subte me distraen misericordiosamente, a codazos.
Volver a casa. Eso quiere mi madre, eso queremos todos. Les deseo feliz año, les deseo que puedan volver a casa.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-184432-2011-12-30.html







Habitaciones*


Habitaciones que se bifurcan,
que se multiplican y no terminan.
Que son distintas y son todas la misma.


Pasillos que no conducen ni extravían.


Helados muros que devuelven, indiferentes,
el eco angustiado de mi voz que te llama.

Y en el medio de todo
mis pasos, quietos, sin destino,
mi alma yacente, precipitada
en el abismo de tu ausencia.



-De Destierro

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
https://www.facebook.com/Sergio.Borao.Llop






LA FORMA MÁS CRUDA DE LA SOLEDAD*


Lo cuenta Marabú, el joven de Senegal que vende relojes y cadenitas cargando con su valija por la ciudad.
Dice que entro en un bar casi desierto y que un hombre de barba candado lo invito a sentarse hablando en francés. Marabú habla francés y wólof. Apenas comprende lo elemental del español.
Le preguntó si había comido. Marabú, no tuvo vergüenza: le dijo que desde la mañana no había probado un bocado.
El hombre de la barba candado llamó al mozo, pidió un sanguche y una gaseosa para Marabú.
Y un café cortado para él.
Antonio, el mozo, avisó que ese día el bar cerraba temprano por ser fin de año.
El hombre, inmutable esperó que Marabú comiera tranquilo.

Mientras, se largo a monologar sobre la posibilidad de hablar y ser escuchado:

-Todos los años vengo a sentarme en esta mesa a la misma hora. No tengo respuestas. Sólo una profunda angustia.
-Entendeme Marabú: -Puedo hablar, pero no puedo expresarme con las palabras.
(....) y las palabras que tengo no pueden darle forma a lo que siento, a lo que me pasa.
(...) más de 53 años y no aprendí a liberar mi voz.

A veces pienso que es aun mucho peor.
Que no solo las palabras que dispongo no pueden expresar mis sentimientos, sino que además no están las personas adecuadas para escucharme.


Después el hombre quedó en silencio, siguió hundido en pensamientos que surgieron desde una historia imposible de imaginar para Marabú, que luego de una media hora se despidió agradeciendo el gesto.

-Que tengas un feliz año nuevo, le dijo el hombre de la barba candado.


-Pensé: Es posible que esta sea una de las formas más crudas de la soledad.


*De Urbano Powell. urbanopowell@yahoo.com.ar







Los puentes*


De los puentes enterrados
sólo asoma
un herrumbre inmemorial.
Los visitadores se preguntan
por una ciudad sin transbordo
sin pasarelas
ni emociones
ni encuentros.
Ruidos ferrosos responden
desde el centro de la arcilla herida
con voces
de viejas estaciones de sembraduras.
Pero el intercambio no se produce.
Las terceras personas
intuyen que el subsuelo oculta algo
tal vez
un pasado que no conocieron.

Soterrado el pasado pontonero
de la memoria
las manos muertas de la piel
lograron
despoblar el vínculo
olvidado.



*De Juan Disante. disante.juan@gmail.com
Buenos Aires - Argentina
www.teoriasyalboroto.blogspot.com





Correo:


A mis compañeras y compañeros de sueños*



*Por Nechi Dorado. nechi.dorado@gmail.com


(Mi deseo se extiende a mis compañeras y compañeros no sólo en “mi patria” sino también en las patrias hermanas)


Este año que termina dejó cosas.
Dejó huellas, heridas, alegrías, tristezas y esperanza.
Dejó las huellas de los seres a los que pude tener cerca y se convirtieron en inolvidables, imprescindibles ¡Tan necesarios que deseo tener cerca para siempre! Y los atrapo en el alma, me vuelvo ¿”carcelera”? de amores y de afectos.
Dejó heridas, esas que aparecen de pronto pero que con el tiempo se convierten en cicatrices que habrán de recordarme siempre el dolor pasado. También recordarán que pude superarlo y eso es lo maravilloso.
Dejó alegrías por toda la gente hermosa que fui recogiendo en el camino, por su ternura y apoyo. Por estar y por ser.
Dejó tristezas porque algunos se fueron a destiempo ¡Vaya a saber por qué cosas que algunos llaman destino! Son los que se van pero nunca del todo. Simplemente pasan a engrosar el arcón de los recuerdos más lindos y quedan allí dando vueltas sin encontrar la puerta de salida.
Otros se fueron para siempre, algunos porque cumplieron su etapa y hubo de los que partieron a destiempo, apresurados. ¡Vaya a saber, también, qué cosa cruel es la que decide cuando debemos irnos…!
Y no faltaron los que fueron arrancados, de prepo, sin lógica y sin excusa valedera.
¡Eran los insolentes, esos y esas a los que se les ocurrió soñar con otro mundo que es posible pero no les gusta a muchos!
A los adoradores de la muerte, sobre todo, que no aceptan que subviertan el esquema establecido aunque aniquile, aunque desangre, viole o torture.
El recuerdo tiene la propiedad de permitirnos dibujar sonrisas allí donde quedó una mueca.
El recuerdo hace que la muerte sufra su peor derrota.
Y el abandono también.
A todos esos seres que viven en mi corazón y seguirán latiendo hasta mi último respiro les digo GRACIAS.
A los otros también les digo gracias porque lograron de mí alguien más fuerte, totalmente convencida de que el camino elegido ha sido el que quiero y debo seguir transitando…
A todos y a todas mi deseo de un 2012 lleno de felicidad, de memoria para que no se vuelvan a repetir los errores, de compromiso para que el mundo alcance lo que no debió perder nunca: la JUSTICIA, la LIBERTAD, los CODIGOS hoy suplantados por algunos que vienen en “barras”.
Por un 2012 justo nos corresponde la tarea impostergable de despertar conciencias anquilosadas, repudiar lo imperdonable y sobre todo mantener viva la esperanza.
Esa que también nos deja el año que ya se aleja y nos toca acunar entre canciones de amor y resistencia…


*Nechi Dorado
Argentina




*

¡Hasta siempre, 2011!

Brindemos por los Indignados,
occupy's, manifestantes;
por los asesinados en cada plaza de la Libertad,
cada guerra imperialista,
cada tierra usurpada y río seco;
por todas las víctimas invisibles
y por las derribadas a flor de tierra y de llanto:
vidas sangradas, sangre sagrada.


¡Bienvenido, 2012!

¡Brindemos por los triunfantes
que derrocaron dictaduras,
que defendieron derechos,
que encarcelaron a asesinos,
que conquistaron libertades!

¡Salud, amor, coraje, conciencia
y tiempo para hacerlos realidad!


*De Eugenia Cabral. ecabral54@yahoo.com.ar



*

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jueves, diciembre 29, 2011

LA LUZ QUE NO VES...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu






TIEMPO*


Poesía Haiku


Podamos sueños,
cuando no volamos
matamos vida.


La flor de un día
goza en un instante
la eternidad.


Soy pasajera
del tiempo diluido
en la luz astral.


El breve ciclo
copia en el espacio
la luz interior.






INEXISTENTE*


Soñé utopías
corriendo como río
entre las piedras.


Las transgresiones
sutiles y sin saña
arman las fugas.


Creí en el amor
gestando los aromas
que tiñen deseos.


Soñé y soñé
un universo azul
inexistente...


*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar










SOMBRAS*



“La sombra no existe, lo que tu llamas sombra es la luz que no ves”
HENRI BARBUSSE



Porque te demoraste tanto amor.
Yo, te esperaba con el alma a la altura de la luz del alba.
Me hundía en la ventana abierta y aguardaba.
Había olvidado tu nombre.
Y tu sombra, ah, tu amada sombra.
¿Como llamarte entonces?
¿Como olvidarte, conociéndote tanto?
No, no era un sueño, los ojos se abrían al deseo.
Y no moría, y no vivía porque no llegabas.
Y llegaste. Por fin. Llegaste.
Pero aun ignoro la lentitud de tu sombra nocturna
Y tu llegada cava en mí una pena silenciosa.
Una pena que ignora, si ha de envejecer junto a tu cuerpo.
Pero me envuelve .Como el mar. El dolor. El goce.
Con un abrazo de oleaje furibundo.
Y me cubres de espuma hasta el borde del miedo.
Y eres mi tierra nativa. Mi amada soledad.
Y aunque la higuera ya ha dado dos cosechas al año.
Y el follaje ya anuncia el amarillo.
La higuera ha florecido.
Y no es dogma, ni virtud, ni pecado.
Y se que no te irás aunque te vayas.
Y puedo elevar y derrumbar mi cuerpo.
Porque has llegado, amor, y te bendigo.
Y consagro tu nombre…y tus sombras azules.
Y tus luces.
Tus luces tan azules y tus sombras.
Tus luces y tus sombras y mi beso.





*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar











LA VIDA SIN MENTIRAS*


Crónicas del Hombre Alto (n° 73)


Si no fuera por esos 20 minutos finales en que la historia pierde vuelo y termina enredándose en los clichés propios de las comedias románticas hollywoodenses, “La mentira original” sería una película impecable. No obstante, a esta comedia -codirigida por Ricky Gervais y Matthew Robinson y protagonizada por el primero- le alcanza con los méritos que exhibe antes de ese final anodino para erigirse como una película conmocionante y movilizadora.
Con un humor inteligente, notable agudeza y acertadas dosis de un sarcasmo que a veces recuerda al de “Los Simpson”, el guión plantea la existencia de un mundo utópico donde no existe el engaño por la simple razón de que todas las personas dicen siempre lo que sienten y piensan. Todo allí es transparente y explícito; nada se calla. No hay diplomacia, es cierto, pero tampoco hipocresía. En su primera cita, hombres y mujeres verbalizan sin pudores sus miedos y frustraciones al respecto en tiempo real. Los compañeros de trabajo se demuestran con naturalidad sus celos y antipatías. Los camareros critican con libertad los platos que eligen los clientes. Los jefes confiesan a sus empleados la incomodidad que les provoca despedirlos. Los médicos informan a sus pacientes que probablemente morirán en cuestión de horas, con la misma liviandad con la que se anuncia que va a llover.
En un mundo así, anclado a la inevitabilidad de lo verídico, no hay lugar para la desconfianza, claro, pero tampoco para la ficción. Las películas consisten en un actor que se limita a leer guiones que cuentan episodios históricos estrictamente reales. Y también las propagandas resultan muy singulares, al menos para nuestros ojos contaminados de marketing (en tal sentido, la ironía que destila la escena de la publicidad televisiva de Coca-Cola es demoledora).
El conflicto surge cuando, un buen día, el protagonista Mark Bellison, flamante desempleado y a punto ce quedar literalmente en la calle, siente un impulso irrefrenable que lo lleva a afirmar. por primera vez en la historia de la humanidad, algo que no se corresponde con la realidad de los hechos. Es un impulso al que no sabe cómo calificar ni describir pues, lógicamente, el concepto de mentira no existe; es él quien, sin saberlo, lo acaba de inventar. A partir de ese pecado original, Mark descubrirá que no decir la verdad trae muchos beneficios, sobre todo cuando uno cuenta a su favor con la credulidad absoluta de los demás. Pero muy pronto descubrirá también que, simultáneamente, la mentira puede ayudar a la gente a ser más feliz. Ha nacido el engaño en el mundo, sí, pero con él han nacido también la esperanza y –he aquí el sarcasmo mayúsculo- la fe religiosa. Y es quizás en la formulación y desarrollo de esta ambivalencia moral donde se asientan los mayores aciertos de la película.
“La mentira original” es divertida, y si bien se conforma con cumplir eficazmente su noble objetivo de entretener, se las ingenia, entre carcajadas y sonrisas, para embarcarnos en profundas reflexiones. En primer lugar, nos muestra un mundo en el que la comunicación humana carece de filtros morales y afectivos y, al hacerlo, por oposición, pone en evidencia la gigantesca red de ocultamientos y falsedades cotidianas en la que estamos atrapados y de la cual somos cómplices. Como en uno de esos teoremas cuya hipótesis queda demostrada por el absurdo, la exageración sirve aquí para desnudar cuánto de nosotros permanece sumergido en nuestra vida diaria, cuántas cosas callamos por conveniencia, compasión o buenos modales.
En segundo lugar, esa ácida confrontación entre el mundo utópico y el real nos obliga a imaginar cómo sería vivir en aquél y nos coloca ante la incomodidad de no darnos una respuesta unívoca. Es que, pasadas las risas iniciales, esa honestidad sin concesiones que se nos va mostrando empieza de a poco a volverse difícil de digerir. Es un mundo brutal el de la película, sí, pero la paradoja es que en él nadie se siente ofendido pues nadie conoce otra forma de relacionarse. Somos nosotros, los espectadores, acostumbrados como estamos a vivir en una sociedad regida por el doble discurso, los que sentimos que no podríamos sobrevivir demasiado tiempo en semejantes condiciones de sinceridad.
En tercer lugar, la película nos interroga acerca de nuestra propia credulidad y la inquietante posibilidad de que algunas -o muchas- de las cosas que damos por sentadas como verdades inobjetables sean, en realidad, la obra de algún gran fabulador. Si se piensa, por ejemplo, en las estrategias publicitarias que buscan convencernos de las virtudes de tal o cual producto, o en la manipulación constante a que somos sometidos por los medios masivos de comunicación, es imposible no preguntarse hasta dónde esa sociedad candorosa de la cual se aprovecha Mark Bellison no es un reflejo caricaturesco de la nuestra.
“La mentira original” propone con ironía un dilema sobre límites éticos. ¿Hasta qué punto es valiosa la honestidad? ¿Hasta qué punto resulta dañosa la mentira? Al exponer en paralelo el costado filoso de la sinceridad y la dimensión piadosa de la mentira no cuestiona, por lo tanto, nuestras elecciones, sino las posturas absolutas al respecto. A todos nos gustaría poder decir siempre lo que pensamos sin temer a las consecuencias. Y sin embargo, sospechamos que afrontar el reverso de esa libertad sería una experiencia acaso intolerable. El infierno sería -sartreana resonancia- la imposibilidad de sustraernos a la constante certeza del veredicto de los otros. Del mismo modo, a todos nos gustaría sabernos a salvo de las decepciones, pero ¿cómo soportar una vida en la que no hay lugar para la desilusión simplemente porque es imposible haberse ilusionado antes?
“No existe el mundo perfecto; toda opción tiene su precio”, parece advertirnos burlonamente la película. Y tiene razón.



*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar











DESMURAMOS*


“La poesía empieza allí, donde la última palabra
no la tiene la muerte”
ODYSSEAS ELITIS




Ya no quiero más muros, corazón
Pircas, de ideas, de silencios ¡Tantos muros, tantos!
Condenada al muro de lamentos:
A un campo santo de ausencias y distancias.
A una horda de olvidos. A manos separadas, a un pañuelo negro.
A la esquizofrenia. A un basilisco multicéfalo.
A la placidez embriagada de la adormidera verde.
A un yacuzi sin agua, con algas babosas y ojos de pescado.
A un galeote. Sin remos. Sin rumbo.
Sin bandera.
A un buitre con cara de rectángulo.
Convidada a comer entre los muertos.
A un viejo verso aprendido en mi infancia
“Piden pan, no le dan; piden queso, les dan hueso
y les cortan el pescuezo”
A una torre de Babel. Ignorado. Ignorante. Ignoto.
A un león domesticado, con su lacia melena peinada por Giordano.
A una vaca cansina con sus ubres repletas y el ternero muerto.
A una actual Sodoma en el mar muerto.
Sin Viagra. Sin Champagne. Sin siliconas.
A un pastor sin rebaño. A una noche sin luna.
A un poeta sin versos.


Desmuremos, mi sol.
Desmuramos.


*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar











Etimología*



Mucha gente opina que no es importante conocer la etimología de las palabras. Saber porque al huevo se le llama "huevo", a la tortilla, "tortilla" y a Don José "Don Pepe", es imprescindible en estos tiempos.

Stefen Plumkier que dedicó toda su vida al estudio del origen de las palabras, la razón de su existencia, su significado y su gramática, ejemplarizaba con su léxico, depurado y generoso, al público que asistía a
una de sus innumerables conferencias.

En la lección magistral que impartió en el Colegio de Astrónomos, cautivó al público con las aclaraciones que aportaba a un sin fin de preguntas relacionadas con la jerga científica del espacio. La mayoría tenían origen en las leyendas basadas en deidades, por eso sorprendió tanto que les hablara del Ogro.

Su voz resonaba en el claustro: "En Çatalhöyük, una ciudad que data del período neolítico, fue encontrado lo que se considera el comienzo de la historia de Anatolia. Se trataba de un fresco mural del año 6200 ADC, que presentaba en primer plano, las casas de la localidad, y al fondo, un volcán
humeante en erupción; se cree que el volcán era el Hasanda. Otro fresco, actualmente expuesto en Ankara, representa pictográficamente el mismo pueblo con sus ciudadanos atemorizados por la visita de un ser tan grande, que les tapaba la luz del sol."

"El estudio conjunto de ambos frescos nos identifica el pueblo, nos da el censo de sus habitantes y nos descubre el nombre del Ogro" - Siguió Plumkier - "Este Ogro, que sumía al pueblo en la oscuridad, se llamaba Eclipse y es quien ha dado nombre al fenómeno que se produce al interponerse un objeto sólido entre un punto y un foco de luz"

La Comunidad de Astronomía, desde aquel momento, incluyó un Ogro en su el escudo como principal símbolo heráldico. El escudo se oscureció automáticamente.



*de Joan Mateu. joan@cimat.es











*


"El amor es un tren que parte, un pañuelo saludando desde el andén, una lágrima que rueda buscando asirse al recuerdo, imborrable y eterno".


¿Dónde había leído aquella frase? ¿A quién se la había escuchado decir? ¿La habría imaginado? ¿Estaría escribiendo en el aire? ¿Cuántas cosas puede uno llegar a inventar cuando lo domina el dolor, cuando la única vía de escape hacia alguna de las formas del placer es la propia imaginación?
Quizá, lo sea también un vagón de tren, una locomotora desbocada, un par de rieles que se pierden en el horizonte.
Subió los peldaños del vagón con el peso de su propio desamor sobre los hombros. Se sentía vacío, como si le faltara algo dentro del pecho, eso que hasta no hace mucho le otorgaba consistencia a su propia persona. Y al mismo tiempo, estaba desbordante de recuerdos. Extraña sensación la de la pérdida,
pensó: te llena la cabeza de virtualidades, al tiempo que te vacía de materialidades.
Eludió a los pasajeros que se demoraban en el descanso, fumándose un pucho en un lugar prohibido, para encarar el pasillo y deambular apenas hasta encontrar un asiento vacío donde apoltronarse. Se recostó contra la ventanilla cerrada, cerrándose aún más el abrigo sobre el pecho, como si el frío interior le brotara por los poros, estremeciéndole con un escalofrío.
Un silbato se oyó en la tarde, el suelo del vagón crujió bajo sus pies, y la formación comenzó a moverse, como se movían las hojas de los árboles que circundaban el andén, retrocediendo dentro de su campo visual. Oyó el retumbar de la locomotora dándose ánimos para continuar viaje, y se abandonó a sus

-cíclicos- erráticos pensamientos.
¿Cómo seguir viaje desde ahora? El asiento que quedara vacío a su lado era algo mucho más concreto que cualquier símbolo que pudiese representar su actual estado de ánimo. Vacío de materialidades, vacío de cuerpos, vacío de afectos, vacío. Eterno y creciente dolor.
De pronto, descubrió que ya no recordaba ni su rostro. Sentía la ausencia de su figura, su perfume, su calor. Pero no podía recordar sus facciones. Su cabello, quizás, oscuro y lacio; más no sus rasgos. ¿Cómo era posible?
¿Estaría acaso comenzando a olvidarla? Lo dudaba; si así lo fuera, no sentiría este frío que le ascendía por el cuerpo como gélidas rachas de viento invernal. No: aún la recordaba, intensamente; este olvido sólo era otro ejemplo más de la constante presencia de su ausencia.
Clara. Su nombre apareció en su memoria como un oasis en el desierto.
Nombrarla, musitar ese familiar par de sílabas con un silencioso murmullo, no le hizo recordar aquel rostro que tantas veces contemplara extasiado, pero le abrió una puerta. Allí, hecho un ovillo contra la ventanilla del vagón, se abrió delante suyo un acceso hasta entonces velado por el dolor.
Ingresó de pronto en un pasadizo mental que velozmente lo condujo hacia terrenos inaccesibles para él durante mucho tiempo; terrenos anímicos que le parecían demasiado extraños, como si le perteneciesen a otra persona.
El paisaje se desplazaba hacia atrás, oscilando con el rítmico vaivén del tren; y por encima de él, emergiendo con una misteriosa luminosidad, apareció ella. Clara, recortada contra el marco de la ventanilla, como un tierno fantasma que quisiese penetrar en el vagón y sentarse a su lado, haciéndole compañía en este sombrío momento. Clara, extendiendo sus manos con ramalazos de un calor pleno de ternura, deseosa de ahuyentar para siempre esta devastadora languidez que le enturbiaba los afectos.
Su rostro se acercó al suyo, y aunque percibía el aroma de su piel, aún no conseguía discernir sus rasgos. Podría ser ella, u otra cualquiera. Pero era Clara, no había ninguna duda. Su corazón se lo afirmaba, más que su razón.
¿Razón? ¿Existía alguna clase de racionalidad en este momento dentro suyo?
Su mano derecha se aferró aún más a las solapas del abrigo, queriendo asirla, retenerla, abrazarla.
El calor se extendió por debajo de sus axilas, rodeando su cuerpo, mientras una boca respiraba ansiosa sobre su cuello. La calidez se desplazó hasta rodear sus muslos, mientras una leve pero creciente excitación comenzaba a dominarlo. El frío que sintiera hasta entonces parecía haberse extinguido.
Clara volvía a abrazarlo, a quererlo, a darle más de su calor.
Entreabrió la boca, buscando robarle un beso. Sus labios se encontraron con cierta torpeza, intercambiando sabrosas humedades que ya parecían no recordarse. Su mano quiso desplazarse, pero sólo consiguió aferrar apenas el hombro izquierdo, entrecerrando los párpados, mientras un brazo virtual, luminoso y protector, se desplazaba sobre la brillante piel de la espalda de Clara, y su boca se deshacía del encuentro labial para recorrerle un hombro, inhalando ese perfume que tanto deseara y lo embriagara durante días, semanas, meses.
Entonces descubrió, apenas registrando el escaso contacto que tenía con la realidad que lo circundaba, que el duro asiento del vagón había dado lugar a un mullido sillón de pana, iluminado por una tibia lámpara de pie, que le recordaba una agradable y soleada tarde de otoño. Clara se movía sobre sus
muslos, sin dejar de adherirse contra su cuerpo, con una indescriptible desnudez. Los besos recorrían infinitas distancias, procedentes de un ayer tan maleable que muy pronto se convertía en este presente, reactualizado, vívido, inmortal.
Los brazos de él la aferraron vigorosos, rodeándole la espalda y la cintura, impidiendo que se aleje, provocando que ambas caderas se refregaran entre sí, aumentando el imaginable caudal de excitación. Clara gemía sobre su oído, suspiraba entrecortada, le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, al desplazar sus tibias manos por encima de sus tetillas, rozándolas apenas con sus pezones al izarse y dejarse caer, volviendo a besarlo, hundiéndole la lengua, cerrando ambas piernas para apretarlo cada vez más.
La excitación de él cobraba vigor muy rápidamente, como hacía mucho tiempo no experimentaba. El frío lo había abandonado. Volvía a sentirse amado, deseado, efecto que retribuía con ardor, mientras el traqueteo del tren lo mecía a un lado y al otro, potenciando el vaivén amoroso que le imprimía Clara con sus ondulantes arqueos, sinuosos movimientos que alejaban de sí toda realidad.
Hasta que ya no pudo resistirse más y se dejó ir, liberando sus recuerdos, abriendo los brazos para recibirla y entregarle su savia, permitiendo un encuentro tantas veces negado, compartiendo ese calor inenarrable que siempre deseara retener junto a su corazón. Y así la recordó, sus rasgos afilados, los ojos claros, una nariz recta que prevalecía sobre unos labios pequeños pero carnosos, las cejas oscuras y tupidas, la tensa expresión orgásmica de un intenso amor que por siempre existiría dentro suyo.
Recordó la liviandad con que encaraba la vida al estar junto a ella, la etérea sensación de volar sobre las calles y las playas durante los extensos paseos que disfrutaran juntos, la trascendencia de cada detalle hecho signo, el calor que le transmitiera su mirada durante tanto tiempo, la consistencia de un vínculo que le otorgaba solidez e impedía que se desmembrara en su propia confusión. Comprendió el estatuto que había adquirido el peso de la propia angustia al estar alejado de ella, el horror que experimentara cada noche que se acostara a solas en una cama absurdamente vacía, con la noche
por delante y el sueño resistente a abrazarlo, para conducirlo dentro de ese mágico espacio que creaba cada noche para reencontrarlo con su deseo. Supo que, al convertirse el amor en algo tan leve y el desamor en algo tan pesado, aquello podía conducirlo a una locura tan adherente que jamás conseguiría apartarse de ella, al menos mientras viviera, cargando con aquel dolor hasta el final de sus días. Y el calor que recordara sobre este preciso vagón de tren sólo sería un vano espejismo de los momentos idos,
insustancial y evanescente.
Se resistió a recordar más, a enfrentarse con el dolor, a tolerar la realidad. La creciente sensación cobró una entidad casi física a lo largo de todo su cuerpo. Entonces se dejó ir, llevado en brazos por un orgasmo de raíces tanto físicas como mentales, arropado por una tibieza solar que provenía de sus profundidades anímicas más entrañables, abrazando a su propia Clara en un instante amoroso que él hubiera deseado no se acabase nunca.
Así, mientras continuaba alejándose del dolor de la ausencia, se dejó llevar por el traqueteo hasta la próxima estación, rogando porque siempre existiese una estación más en su camino, y esa extensa vía que lo conducía al recuerdo jamás tuviese un final.



*De ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar









“Feliz daño nuevo!” *


Martín Micharvegas (de "Parajodas (II)", 1998 (II)




En el daño que viene
seremos probable y comparativamente
más dichosos que en el daño actual

Este daño nos dejará resabios penosos
Como todo daño se irá pero no muy lejos
Nos merecemos otro daño
después de la seguidilla de desbarranques
de daños anteriores

Brindemos por un daño mejor
y despidámonos de éste:


¡Feliz
Daño
Nuevo!



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar







*
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domingo, diciembre 25, 2011

BAJO UN ARBUSTO DE NÚMEROS DESNUDOS...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu






*



Un personaje se escapó de mi novela
Era nítido y susceptible
No deseaba estar allí
Quería tener su propia vida
No me imaginaba que podía salirse de mis papeles
Pertenecía a mis locuras de la fantasía
Pero él se negaba a seguirla
Tenía su propio destino

Aunque intentaba aferrarlo entre signos de paréntesis
o lo engañara invitándole a participar en una estrofa poética
Él quería vivir su vida.

Como un globo soplado hasta la medianía
Tenía una gran flexibilidad
para escurrirse de mis ideas de vanidad
Entre soplos y sus desiguales formas
iba mutando para escaparse airoso
de mis impertinencias

Quería volar por los aires de la montaña
Se mecía intuitivamente franqueando las redes
Que intentaban envolverlo.

Con una viveza casi perfecta
Dejó su impresión en blanco y en suspenso…




*De Azul. azulaki@hotmail.com

14/12/11











PARLAMENTO DE LAS MONTAÑAS*




[para Mariel Sofía Maldonado Bonilla]




Eres caer del agua.


Eres subir de los árboles.


Eres tierra,
Tu piel es de flores.


Eres briza,
Tu piel es fruta dulce,
Tu corazón un conjunto abierto de semillas.


Eres luz de Luna y luz de Sol,
Tu piel son las calles,
Tu corazón el alumbrado público,
Tu nombre reposa hace años bajo el concreto,
Yo soy quien te escribe.


Eres canción de perfume entre lluvia,
Tu piel es el agua,
Tu corazón es el bosque que de ti se baña,
Tu nombre deambula y se encuentra entre estrellas,
Yo soy quien te sueña,
Yo soy quien te nombra,
Somos la madera que se cubre de musgo
Y que las hormigas convierten en su morada.


*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com










DOS MAESTRAS*



Lidia Manavella y Carolina Iglesis, i.m



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



De los veranos vienen las antiguas cosas.
De los amaneceres de cuando el sol iba recogiendo imperceptiblemente las gotas del rocío.
Del olor a romero, a albahaca, a limón partido sobre la tabla basta donde mi madre cortaba con precisión la panceta ahumada que serviría con pan casero y un café con leche humeante recibiendo ese mañana auspiciosa de frescor infrecuente, pero que se iría desvaneciendo a medida que el transcurriera el día, y cuando el zurear sostenido de las palomas que anidaban en los ceibos, presagiaban un calor intenso e insoportable al entrar de pleno en la siesta.
El olor sin embargo a pan tostado se recuerda, como una rémora interminable que somete a los inviernos.
En los inviernos era la escuela, la paspadura de los puños, los sabañones en las orejas: indefensas, la escarcha que nos esperaba en los charcos. Evitábamos romper ese hielo pese a nuestra tentación porque la leyenda popular decía que entonces se levantaba viento y tendríamos más frío.
La escuela traía, de suyo, más concentración y más disciplina pero otros placeres. Y sobre todo la sonrisa ancha de la señorita Lidia, con esa trenza tan rubia.
La señorita Lidia era rosarina y vivía en época de clases en la casa de los Juárez, es decir de doña Blanquita y don Laureano.
La señorita Lidia compartía su habitación con una mujer delgada, alta, que tenía la nariz imperceptiblemente en gancho, se peinaba con rodete y era de Venado Tuerto. La señorita Carolina se llamaba y murió muy joven. No llegó a ser mi maestra porque ella daba en sexto y yo apenas estaba en primer grado y mi maestra era su amiga, la inefable señorita Lidia, quien el primer día de clase nos esperaba en la puerta de la escuela, para darnos la bienvenida. Como yo empecé mucho más tarde tuve el privilegio de ser ese día el único a quien ella dio un beso en la mejilla, me tomó de la mano y me introdujo por esa puerta de arccos altos que todavía existe, y me llevó a través de aquella galería de grandes ventanales con vidrios amarillos y verdes hasta el salón donde un tumulto de niños de mi edad se corrían entre los bancos y los pupitres. Allí fui presentado, pese a que a muchos conocía porque eran de mi barrio.
Durante todo ese año, ella estuvo a mi lado, al menos eso siempre sentí, que era su único alumno y los grandes bolsillos de su guardapolvo impecablemente blanco y almidonado, ella sacaba una gran goma con la cual disimulaba, mis torpezas traslucidas en manchas oprobiosas que me ponían tan en desventaja frente a varios compañeros míos, muy prolijos. Esa no era mi virtud pero trataba de recomponer mi imagen al desorden con mis aplicadas dotes de lector, tratando de pronunciar con exactitud cada palabra nueva que aprendía.
Nunca fui de los primeros ni tampoco de los últimos, y trataba al portarme bien para que las quejas no fueran a mi padre, quien como todos en aquella época era muy severo. No siempre lo conseguía pero donde sí era el primero era en correr hacia el patio, en el campanazo del recreo para jugar ese partido breve con la pelota de trapo, que pese a su aparente inocencia también rompía de vez en cuando algún vidrio.
En ese edificio querido hoy funciona el Jardín de Infantes que no existía en mis tiempos de niño. Se cambiaron las tejas del techo por unas de chapa. Las tejas eran rojas, el nuevo fue pintado de verde. Tiene baños nuevos, a los vidrios de la galería los suplantó unas paredes que pintaron de blanco, pero los plátanos aquellos siguen en pie y las moreras que usábamos como arcos para jugar el fútbol, también. Ese patio de césped contra la Cortada Pascual Echagüe y la placita Sarmiento está igual. El frente que da al Club tiene unas inmensas lajas nuevas donde nosotros hacíamos la huerta y se me hace que el mástil es el mismo. No quedan las plantas de níspero en la casa de la directora, sobre la Cortada Mariano Vera.
Tampoco quedarán muchas personas que recuerden a esas dos maestras jóvenes -Lidia y Carolina- que en los recreos iban caminando, tomadas del brazo desde la puerta de entrada hasta la puerta del edificio, confesándose sus cuitas, mientras el bullicio de los alumnos con sus gritos y sus corridas se mezclaba con el canto de las tacuaritas y las calandrias y el arrullo de las torcaza que hacían sus nidos en esos ceibos que los años se llevaron para siempre.











El todo la parte*




*Jorge Santiago Perednik.

(1952-2011)




Uno, bajo un arbusto de números

desnudos, multiplicamos y dividimos

sin poder sumar o restar

en un diluvio persistente

que los árabes llamaban el cero.

Cero es eros

uno es error

dos equivocación.

Bajo ese arbusto estabas vos

y yo no podía acercarme.

Bajo ese arbusto estaba yo

y no me reconocía.





Dos, detrás de un árbol silencioso

a su sombra, desnudos

como aprendices de amantes cartesianos

anotamos la aritmética del mundo

(aritmeticae mundi), las medidas de la bola terráquea

y soplamos nuestros alientos

moviendo nuestras caderas

tibi

la tibia gimnasia que tienta

a que el mundo se haga.

Es extraño hablar en plural y en primera persona

y en esa extrañeza de uno mismo está lo siniestro

de un poema de amor, el yo plural.

El sexo no es la verdad

no requiere velos sino artificios

que no requieren ser velados salvo que...

La guerra entre los sexos no existe

sino la guerra entre tal o cual persona

contra este o aquel sexo

tu guerra en contra de algo

que no es yo pero me pertenece.

La guerra entre las personas y los sexos como abstracción

es una fase preliminar

calculada, de la guerra entre el adentro y el afuera o

sociedad perfecta.

Según la ley

de las pequeñas equivalencias las inversiones no son tales.

Me decís que la parte es igual al todo

sesenta y nueve igual a infinito, o mejor

que sólo existe el todo, lo que sería cierto

si la sociedad fuera una masa mística.

La perspectiva desde una plaza circular

muestra que no lo es

nos hace ver otro tiempo, compartir la charla

con filósofos que sueñan que existimos

desnudos detrás del arbusto

practicando la pequeña escena sin prisa.





Tres, mirando el cielo arranco al arbusto un número

y tengo parte de una cifra.

¿La atribuiré al cielo? ¿Al arbusto? ¿A lo que sumamos?

Tengo parte de una cifra.

Tengo un sí.

Sólo así puedo decir, en lenguaje cifrado

que odio significa amor

y que si te odio

te amo y no puedo. Que amor no significa odio

tortuga no significa perro

techo puede significar piso

y que si te amo no te odio.

Por la ley de las grandes simplificaciones

tu camisa de seda puede quitarse

y lo que sigue se puede callar.

Tengo tu camisa en la mano

y me la pienso poner

operación dudosa

que obedece a una ley distinta.

Las leyes no pueden obedecerse porque

una ley es menor que uno mismo

salvo que la ley sea uno mismo

y uno mismo seas vos, en cuyo caso...

Una ley no es una regla y las reglas te pertenecen.

Entre la ley y la regla está el abismo de tu persona

y a la vera del abismo, desnudo

termino ladeado por una tradición ajena

en la que estoy inmerso, detrás de los matorrales

mirando tu nombre mientras quiero mirar la cosa

y no soporto lo que permitiría

que éste no fuese un poema de amor.





Cuatro, vos y yo nos reconciliamos

en un tercero, porque el todo no puede

existir sin las partes.

Los dos ancianos están dormidos, están durmiendo

y ambas cosas significan lo mismo.

Roncan en su sueño el ruido de la pequeña piedra

que cae por la ladera sin provocar avalanchas.

El milagro del uno que avanza

y no arrastra a muchos.

Esa paz en sus rostros indica que la guerra

llegó a su fin y hubo victoria:

sentir que no hubo guerra.

Devenimos ellos para alcanzar

eso a raíz de lo cual estamos

desnudos detrás del arbusto

con tus cejas agresivas y tus ojos que calculan

si somos partes en esto

y el todo lo autoriza.

Sin ese todo no habría partes

no habría número

no existiríamos.




(de “El todo, la parte” de Jorge Santiago Perednik)

-Enviado para compartir por Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar







‘LA MUJER Y EL SEXO EN LA CULTURA OCCIDENTAL’, de James O. Pellicer. *


*Por Eduardo Pérsico. epersico@telecentro.com.ar



Abarcar en un comentario bibliográfico lo expuesto en este libro de James O.Pellicer, un argentino residente en los Estados Unidos desde 1963, sería simplificar un trabajo que además de seriamente intelectual abarca detalles históricos inusuales en estas investigaciones. Desde el matriarcado en la historia primitiva, cuando la mujer fuera centro del clan y alrededor de ellas se formara cierta primaria organización social, al siguiente paso de predominio sexista y violento del hombre, - esa instancia de dogmática cultura sagrada en que la mujer pierde casi todo derecho- ellas fueron erigidas en origen del pecado. Y de ahí a los cánones modernizadores de la cultura occidental que confiriera a las mujeres derechos y equivalencias jurídicas similares al hombre, a veces muy retaceadas, pasó mucho tiempo. Y este siglo veintiuno no solamente exhibe multitudes con mujeres de rostros más o menos velados postergadas como personas, según acontece en regiones no muy exóticas del planeta, se suma el crecimiento del femicidio como crimen sexista y cotidiano. Ese retorno tribal o réplica de la dominación machista sobre las hembras expresado con violencia, hoy por la acción de los grupos feministas recién conocemos más sobre los alarmantes crímenes de género en el mundo.

Con su documentado trabajo James O. Pellicer nos ilustra desde la Era Común, con la Venus Achelense, - una deidad femenina adorada varios cientos de miles de años antes de la sociedad patriarcal y dato inicial de la abstracción y el lenguaje primario de la especie humana- se demuestra una fértil tarea de investigación sobre épocas donde la mujer como expresión del poder cultural y religioso, no fuera considerada sierva del varón, señor y dueño de su cuerpo. Ya en el Antiguo Testamento el concepto de ‘esposo’ sería Baal, dueño, propietario, y ese Dios semítico se manifestaba entre varones y nunca en mujeres. Tan así que ‘algunos vigentes axiomas hebreos’ mencionarían ‘la bajeza del hombre es preferible a la virtud de la mujer’; y cuando al recuperar Sodoma los hombres quisieron abusar de los huéspedes de Lot, este le ofrece a sus hijas ‘que todavía no han estado con ningún hombre, pero no hagan nada a estos hombres que son mis invitados’. Una frase que según Pellicer no evitó que Lot continuara siendo un respetable personaje biblico, como igual nadie desaprobara al Rey David, autor de los Salmos, por adueñarse de tantas mujeres y concubinas de Jerusalén al retornar de Hebrón.

La descalificación en la religión católica hacia la mujer en general no pareció preocupar a la feligresía femenina por ese papel secundario durante siglos, y recién en el Nuevo Testamento Jesucristo violó algunas reglas que especificaban la desigualdad de los sexos fijados por los esenios y los fariseos, y se mostró enseñando a las mujeres que lo seguían en una actitud inusual para la època. Y si al incluir a María Magdalena, Susan y Juana en su círculo íntimo se erigió en un defensor de los derechos de la mujer, al prohibir al varón despedir sin causa a su esposa evitaría que una mujer pudiera ser condenada sin juicio previo. Pero claro, él era Jesucristo y el autor lo distingue de otros que hoy asombrarían a cualquier practicante del catolicismo: La mujer debe portarse como Sara, obediente a su marido Abraham, a quien llama su Señor’( San Pedro: I 3: 1-6). Las casadas estén sujetas a sus maridos en todo porque el marido es la cabeza de la mujer’ (San Pablo, Efesios, 5:23-24), y luego el mismo Pablo dice ‘La mujer aprenda en silencio con toda sumisión porque no le permito a la mujer enseñar ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Adán fue formado primero y después Eva, que se salvará engendrando hijos si permenece con modestia). I Tim. 2:11-15. Y siguen
las firmas emitiendo opiniones tan machistas y descarriadas que casi sugieren una sonrisa los dichos de personalidades notorias de esa congregación religiosa, como la expresada por San Clemente de Alejandría, (150-215, Egipto) ‘La mujer debe llenarse de vergüenza por sólo pensar que es mujer’, similar en intención con lo dicho por San Agustín, el más grande escritor y Padre de la Iglesia, cuando asegurara La mujer no está creada a la imagen de Dios. Es siempre Eva, la tentadora, de la que debemos estar siempre prevenidos. No veo de qué utilidad puede ser la mujer para el varón si excluimos la función de tener hijos’. Y en cuanto el libro de Jaime Pellicer prosigue con muchísimas referencias similares, elegimos un renglón antológico dicho por San Pedro Damián, año 1007 al 1072, ‘las mujeres, trampas de Satanás, basura del paraíso, veneno del espíritu, espada de las almas, fuentes de pecado, ocasión de corrupción, prostitutas, cortesanas, cerdos’, una definición que acaso por tratarse de un hombre tan Santo al Damián no le fuera bien con las mujeres. Pero claro, tal vez por esas cosas…

El mismo Pellicer que considera igualmente respetable a toda religión y un asunto de absoluta incumbencia personal, entiende que algunas definiciones ‘sagradas’ en todas ellas no dejan de ser el mejor testigo de sus ideas en todo trabajo de investigación didáctica. En síntesis, otro estudio más, consustanciado y fundamental, de un escritor que nos sorprende con sus aportes documentales y la amenidad inusual para desarrollarlas. Y nos incita a debatir sobre la mujer en la historia, esa cuestión que los sectores del Poder ocultaran durante siglos. Sencillamente dicho, hablamos de un libro magnífico y oportuno.



*



N.de Redacción: ‘La mujer… cuenta con prólogo de María José Binetti. Yel autor James O. Pellicer con varios doctorados obtenidos en Estados Unidos, publicó en Argentina en 1990 ‘El Facundo, Significante y Significado’, un texto sobre las ideas de Domingo F. Sarmiento.



-Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.








A la mierda*



No iré
ni aunque me manden
No me mandaré
Ya estuve allí demasiadas veces
También en el carajo

Renovaré mis puntos
(provisorios)
de destino.


*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar




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viernes, diciembre 23, 2011

TEÑIR EL MURO HASTA EL INFINITO...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




DESVELAR*


“Todo número es cero ante el infinito”
VICTOR HUGO



Tengo un número tatuado en mi frente.
Un código de barras en mi espalda.
Me horroriza mi ingenuidad.
Mi inocencia, mí obcecada tendencia a ser ilusa.
A ser más cándida que una infanta dormida.


Que hago yo, me pregunto, con este muro en blanco.
Con mi pupila ciega y mi mano dormida.
Tantas, tantas peleas con molinos de viento.
Tonta necesidad de reconstruir historias.


Un mundo de cosas me rodean.
El otro es no, nulo, inexistente, también yo.
Pozos en la memoria.
Resistir la tentación de levantar los velos.
De raspar mi frente y mi espalda contra el muro.
Teñirlo en sangre.
Teñir el muro hasta el infinito.
Solo un número hueco, solo, vacío.
Luego, partir.
Conjugar los verbos.
Desmurar. Desmorir. Desvelar.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar












DETENER LA INUNDACIÓN*


La escena transcurre en un salón de tercer grado, la maestra ha dado el tema de los seres vivos y no vivos. Una vez finalizada la explicación, indica a los niños que levanten la mano para dar ejemplos y comprobar si han comprendido.
Seres vivos: Los conejos, las plantas, las mariposas, dicen los chicos.
Seres no vivos: Las piedras, las casas..... los pobres.
¿Cómo los pobres? Cómo los pobres, pregunta la maestra que ha comenzado a reír. El nene, con seriedad, explica, “mi papá siempre dice que la vida de los pobres no es vida”.
No es un chiste, ocurrió realmente en una de esas escuelas donde la ciudad se mezcla con los basurales y se degrada paulatinamente en la miseria de las casillas de cartón y chapa, en una de esas escuelas donde no se entregan las libretas de calificación porque los chicos no tienen un lugar seco, no tienen un mueble donde guardarlos.
Tiempo ha pasado desde que Borges narraba la belleza de la ciudad perdiéndose en el amplio horizonte del campo, las últimas casas confundidas con el atardecer de un cielo limpio y gigantesco.
Ahora las ciudades, todas las ciudades, se rodean de un amplio cinturón de odio. Un odio que brota como el humo de las quemas, como el hedor de los desechos descompuestos y el vaho amargo de las zanjas. Y de gente que no sabe de dónde viene, que solamente posee la seguridad de que su destino la forzará a permanecer dentro de esos paisajes, marcada por la pobreza que la estigmatiza con sus signos.
¿Cómo eran los indios? Preguntó un niñito en el mismo salón. Cómo decirle que los aborígenes eran morenos como él, tenían el mismo pelo lacio, los mismos ojos rasgados. Cómo decirle que él es un descendiente de esos indios por los que pregunta, si decirle esto es una especie de insulto. Si ser un aborigen es un insulto.
Y cómo decirles que ni siquiera son pobres, que la pobreza pertenece a tiempos mejores, y que se ha añadido un peldaño más a la escalera descendente, se ha colocado un escalón suplementario hacia abajo, y tal como los basurales inconfesados rodean las ciudades, la indigencia rodea la sociedad. Y ninguno, ni el lugar físico ni el social tienen salida. Tal como en la caritativa Inglaterra de las leyes azules se marcaba la mejilla de los mendigos con la “s” de slave, esclavo, la indigencia marca el cuerpo y cierra la posibilidad de escapar.
Un adolescente era animado por sus profesores, que entusiasmados por sus logros lo instaban a continuar sus estudios. Demostrando su temprana comprensión del mundo, el chico les preguntó si realmente creían que valía la pena el esfuerzo, porque cuando fuese a buscar trabajo nadie lo iba a
contratar. No con esta cara, no con el dialecto de la villa miseria prendido en el habla.
No hay folklore porque lo que los arrasa es la desesperación. La postal pintoresca del niñito barrigudo y el perro flaco no nos debería provocar ternura sino vergüenza. Con horror pensamos en esos europeos que seguían su vida cotidiana mientras a unas cuadras salía de las chimeneas de los campos un humo denso. No entendemos que no hayan irrumpido en las barracas, que los pueblos no hayan derribado las alambradas para detener el espanto.
Nosotros tampoco hacemos nada. Nos condolemos por la suerte de los pequeños que nos ofrecen estampitas, algunas veces somos tan generosos como para depositar una moneda en las manos ávidas. Nos apena que no hayan tenido la fortuna de nacer en una familia con comida sobre la mesa, que no hayan
tenido una biblioteca en sus casas, que no hayan tenido casa. Qué pena. Pero consideramos con juicio la propiedad privada como un derecho inalienable, y nos parece natural que todo se nos haya dado por un nacimiento afortunado.
Es más fácil así, es más seguro para conservar la paz mental.
Y nos dan miedo. “Ellos”, los otros, nos dan miedo.
Quizás sea absolutamente razonable temerles, como los cortesanos temieron a las hordas de villanos que desató la revolución en las calles de París, como los habitantes de Río de Janeiro que saben que una avalancha de brazos y piernas finalmente enfurecidos, finalmente conducidos por su odio
puede descolgarse de los morros.
“Ellos”, los otros, nos dan miedo, porque sentimos que tenemos algo que les pertenece. En el fondo sabemos que disfrutamos de una situación injusta, que el haber quedado dentro de los muros es una suerte y no un derecho, porque sabemos que en algún momento la muralla puede caer como finalmente
caen todas las murallas, y esos hombres que despreciamos se tomarán la revancha de los esclavos. No nos engañemos, no son los pobres amables y simpáticos de Dickens, con sus mejillas sonrosadas y sus sonrisas serviles.
A los indigentes no les dejamos nada de nada, y no nos asiste el derecho de demandarles más piedad de la que les hemos demostrado.
Quizás haya tiempo. A lo mejor aún es posible desarticular la bomba que marca la cuenta regresiva en el cinturón de edificios degradados alrededor de París, desarmar los slums alrededor de Londres, desmontar Latinoamérica, ese gigantesco río que si se desborda puede inundar el mundo.
No será con caridad, será con justicia.
No será con represión y vallas de alambre y equipos especiales de la policía, será cuando se permita que cada hombre y cada mujer y cada niño acceda a la dignidad que requiere su condición humana.
Si no lo hacemos, si no comenzamos a favorecer el cambio, entonces
quizás sea mejor que suba la marea, que los volcanes que ya están secretamente encendidos liberen su fuerza devastadora, que los anillos se vuelquen hacia adentro y estrangulen los centros, que haya un cataclismo social para que se comience de nuevo.
Y que no hallen los alumnos a sus maestras, los mendigos a los dueños de las casas donde fatigan sus súplicas, los aborígenes a aquellos que les quitaron sus tierras. Porque entonces ya no habrá tiempo de explicarles lo que es la economía de mercado, el neoliberalismo, la globalización, de explicarles que nosotros no tenemos nada que ver con su hambre o su ignorancia. No habrá tiempo de explicarles que nosotros estábamos en nuestros asuntos, ocupados en nuestras cosas. No habrá tiempo de decir que
no sabíamos, de mentirles, de elaborar teorías, de culpar al orden mundial, al gobierno, a nuestros vecinos.
Si alguna vez el río de llanura, el río de brazos y piernas marrones se desborda, si alguna vez esto ocurriese, en el momento de ser arrastrados por las aguas vociferantes y de ahogarnos no podremos sentir que es una injusticia ni clamar por nuestra inocencia.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Octubre 2007-








Vivencias y recuerdos verídicos

LA MENTIRA Y SU TORMENTO.*


Ve a todos lados con la verdad,
La mentira pesa y ocupa lugar.

1950 Fue declarado “Año del Libertador Gral. San Martín”.- Recuerdo los actos a los que asistimos con el Colegio, el diecisiete de agosto, en la esquina de la Parroquia, frente al Edificio donde funcionaba la Biblioteca Popular y el Teatro Cultural, construido hacía apenas diez años, con aportes de la Nación.- En ese acto también se bautizó con ese nombre a la avenida principal del pueblo, veinte años antes de ser declarado ciudad.
Cuando iban a comenzar las clases ese año, un amiguito próximo a los diez, como yo, compañero de juegos en nuestro vecindario; al salir de misa, me inducía a anotarme como alumno en el Colegio Parroquial, donde él iba. Yo me negaba en principio, porque no lo había hablado en casa, pero él insistió: que igual podría decírselo después que estuviera inscripto, y que debía hacerlo ese día, ya que después podría no haber lugar. Quizás algo más me impulsó, porqué ante el hecho consumado mis padres terminaron aceptándolo.
De no haber sido así, nunca hubiera entrado en ese colegio de excelencia. Mi hermano mayor asistió todo el ciclo escolar allí, ¿por qué yo no?
Además mi amigo decía que no era caro.- Que su papá y mi papá eran compañeros de trabajo en la fábrica, y ganaban lo mismo, tanto uno como el otro…
Comenzaron las clases, y pronto advertí el gran cambio, Nuestros maestros eran todos profesores, sacerdotes católicos de la Orden Siervos de María, de gran formación y vocación por la docencia. Las materias eran avanzadas. El colegio tenía prestigio y había alumnos de otros pueblos, especialmente de
la vecina ciudad de Reconquista.
Había que pagar una cuota mensual, modestamente accesible.
Al concluir cada mes el “Hermano Vittorio”, que administraba la economía del Colegio, además de ser un verdadero cerebro en matemáticas, daba educación física, dibujo y manualidades; se encargaba de pasar a cada uno un sobre con el estado de cuenta de ese mes. Eran cinco pesos, más algún gasto extra
por útiles, u otro cargo. Al día siguiente, o en los días próximos, cada alumno devolvía el sobre con el dinero del pago adentro del mismo.
Era un Maestro de verdad, ya mayor, de cabello blanco, y su figura baja y muy gruesa no lo hacía muy agraciado. Pero lo respetábamos, y ya mayores, los que fuimos sus discípulos lo aprendimos a venerar.
Recibía de él una dedicación especial, aunque le éramos todos especiales, y trataba de potenciar las virtudes que cada uno podía tener; ya sea por el deporte, que le apasionaba, o las demás materias. A mí por el dibujo. Hizo casi milagros conmigo, lograba que aprendiera diversas prácticas y técnicas, y consiguió que yo mismo valorara la facilidad que manifestaba, descubriera mis dones y amara el trabajo en este campo y me esforzara en busca de la creatividad y la perfección, como meta.
El primer sobre mensual quedó en casa esperando la próxima semana, o la otra, o la de más allá. En el cole me sentía incómodo, y trataba de esquivar la situación, mientras reclamaba en casa tibiamente, porqué sabía que el salario era muy ajustado…
Vencido el segundo mes, volvió la ceremonia rutinaria de repartir a cada uno el sobre nefasto. Al dármelo a mí, me daba la idea de sentir una mirada interrogante pero silenciosa.
Esta vez mostré el sobre preocupado, pretendiendo lo regularizaran al día siguiente, o el otro, o el otro… Pero volvieron a pasar las semanas, y volvió a llegar el fin de mes. Qué rápido pasaban los días… Recibí el tercer sobre temblando. No levanté la cara, tampoco nadie me dijo nada, pero yo hubiera jurado que todos mis compañeros sabían lo que pasaba, y me miraban con una burla silenciosa, o al menos con lástima…
Papá dijo:
-En el colegio tendrán que esperar…- Lo mismo dijo al cuarto mes, y el quinto…
Yo veía que era el único en esa situación.
Recibía los sobres, seguramente con la cara colorada, y ahora estaba seguro que el Hermano se detenía conmigo, sin decir una palabra, un tiempo demasiado largo…,esperando algo de mí, y yo a que se alejara para volver a respirar, temeroso. Hasta que llegó el día que me llamó aparte, yo lo escuché apenas entre mis latidos acelerados, e hizo mención muy brevemente de que las mensualidades estaban pendientes. Yo no decía nada, lo sabía de sobra, y no atinaba a responder…, pensaba sí, e impotente me atormentaba, y
deseaba que un día encontrara, no sabía cómo, que todo se había arreglado, y volver a mirar a los demás sin esa tremenda carga…
En esos días papá me dio el equivalente a la mitad de la cuenta, el resto lo pagaríamos la próxima quincena. En vez de sentir alivio, sentí que se me caía el cielo encima…
-No, yo no puedo llevarle sólo esto, después de tantos meses… ¿Cómo hago?
¿Qué le digo? ¿Cómo le digo?
-Dale esto…, más no tenemos…, dentro de una o dos semanas le pagaremos el resto.- Papá fue terminante. Mamá miraba sin decir nada, pero seguramente ella fue la que consiguió al menos eso.
Yo resolví no llevar el dinero. Sentía que no me atrevería. No tenía el coraje y sentiría una enorme vergüenza ante el Hermano y los chicos. Decidí que dentro de una semana cuando papá me completara, iría con todo el dinero junto, y muy dignamente saldaría toda la cuenta. Si entretanto me reclamaban, obraría una vez más como siempre, total, en pocos días lo arreglaba…
Escondí el dinero en uno de los cajones grandes de la cómoda de mamá, bien al fondo, debajo de toda la ropa. A la vuelta del colegio, pasada la media tarde, merendé con apetito como siempre, pero sintiéndome distinto; como que tenía un secreto, algo que debía esconder, tomaba conciencia que había
mentido, y tenía que ocultarlo. Me encontré cauteloso y reservado, callando, como si de golpe hubiera perdido un grado de inocencia, y debía cuidar que no se me notara, y menos compartirlo con nadie.
Respondí a mamá sin poder eludirla, mintiendo a conciencia, necesariamente:
-Si mamá, está todo bien, no hubo problemas…-
Pasaron quince días, y algunos más. Papá no podía completar por ahora el pago…
-Esperarán al mes que viene…-
Resolví llevar entonces la parte del dinero y hacer la entrega, porqué no iba a haber más dinero por ahora. Era lo mejor. Peor era no llevar nada…
Antes de salir al colegio pasé disimuladamente al dormitorio y busqué en el cajón rápidamente donde había dejado el dinero… y no lo encontré… Busqué un poco más, y tampoco… Sería mañana… Hoy no tenía más tiempo. Al día siguiente, impaciente, esperé un momento propicio para volver y buscar mejor… Tampoco encontré nada. Busqué al regreso del colegio aprovechando que mamá estaba afuera… Busque removiendo la ropa… Busqué y rebusqué. El dinero no estaba, o al menos no lo encontraba… No quería aceptarlo. Debía seguir buscando, así varios días. De noche pensaba en el lío que tenía… Me despertaba desesperado… ¿Qué habría pasado? ¿Alguien podía saber algo? No podía preguntar, estaba en una trampa… La única esperanza era encontrar el dinero, y seguía buscando, ya no en ese cajón, sino en todos, y por todos lados… ¿Dónde estaba?
A fin de mes volvió el sobre de mis pesadillas. A la salida dejé a los demás y volví sólo, caminaba despacio, mirando sin ver las grevileas de la plaza recortadas contra el cielo. Esa tarde tardé muchísimo en llegar a casa.
Escondí el sobre y guardé otro secreto en silencio, sabiendo que estaba tremendamente solo. Casi no podía dormir. Seguí escondiendo el sobre… Hasta que mamá me preguntó, como nunca, si me lo habían dado… Casi me muero… Tardé un buen rato antes que me saliera un poco de voz…:
-Nnno…,Nno…, No-nno me lo dieron…- mentí al fin, una vez más…
Era terrible, evitaba a los de casa…, trataba de esconderme en el colegio…
Mamá y papá, supieron que algo no andaba bien. Me volvieron a reclamar el sobre… ¡Antes nunca me lo pedían!
Volví a mentir… Me exigieron que lo reclamara… (¿Para qué?...), y al fin el sobre apareció… A esta altura estaba dispuesto a mentir y seguir mintiendo, ya descaradamente.
El sobre estaba equivocado…: ¡No estaba descontado el dinero de la entrega!.
-¿Por qué? - ¿Entregaste ese dinero, no?, ¿Cómo no está descontado?...- me las tenía que ver con mamá, ya le tenía menos miedo, debía seguir mintiendo...:.
-¡Claro que lo entregué! …- Al otro día papá le dejó dicho que reclamara en el colegio… ¿Qué iba a reclamar? Yo tenía ganas de llorar y escaparme del mundo. Pero, sólo pensaba en intentar una nueva mentira; y terminé diciendo que el Hermano me dijo que no recordaba que yo le había efectuado la dichosa entrega…
Y allí entró a tallar papá. Al principio seguía sosteniendo que yo llevé el dinero y que en el colegio me lo negaban…, pero fue cuando resolvió…:
-Bueno, vamos a ir con vos a hablar con el Hermano Vittorio…- Y me miraban firmemente a los ojos, ya esperando que me retracte… Yo todavía resistía empecinado en sostenerme con más mentiras, tan encerrada estaba en el mundo que me había creado, que ni siquiera me daba cuenta que todo era inútil. El tormento de tantas noches me había vuelto insensible, y me había cambiado de tal manera, me notaba tan desconocido, que tenía la sensación que era un extraño el que hablaba por mí… y sabiendo que estaba descubierto, seguía y seguía negando.
Hasta que me largué a llorar, y lloré rompiendo por fin en pedazos la gruesa coraza, que me oprimía tan fuerte, desde hacía tanto tiempo…
Pasó un largo rato, y algo más calmado, vi que estaban todos reunidos alrededor, y me sentía tan destruido, que no me importó verme descubierto, ni reconocía la tristeza que me carcomía por dentro…, sólo yo sabía cuantos disgustos me había deparado…
Y todo por una mentira.
Mamá terminó aclarando todo:
Había encontrado el dinero sin saber de qué era, y necesitándolo, lo ocupó en cosas de la casa. Más tarde entendió lo que había pasado, pero no acababa de comprender mi actitud. Allí dije casi sin aliento, que yo no me animé a llevarle sólo una parte, y lo escondí entretanto, pero luego no lo encontré y traté de ganar tiempo mientras lo buscaba, y rebuscaba. Después fue tarde, una mentira, trajo la otra.
Fueron a hablar en el colegio, y finalmente se arregló todo.
Yo comprendí que la mentira lleva su propio tormento.
No vale la pena.
La mentira tiene patas cortas.
Me costó caro aprenderlo.
Pero nunca volví a mentir, al menos concientemente.



*De Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
–Avellaneda. Santa Fe;







¡A escena, actores!*



Helia Pérez Murillo, mi compañerita en las clases de interpretación, así como en las de expresión corporal, enseñaba literatura inglesa en un colegio religioso. Religiosa ella, rara avis, buen humor y mal aliento, no respondía a los cánones usuales de quien se prepara para ejercer de actor. Se anexaba
a los grupúsculos más laburadores sin desestimar a los que apuntaban hacia un destino de reviente. No todos la querían (nunca ocurre) y menos aún, la comprendían. Detalles simpáticos la adornaban: en substancioso revoltijo portabas tijerita, carreteles de hilo blanco e hilo negro, dedal, aguja, alfileres de gancho. Costurera ambulante, un botón me cosiste apenas nos conocimos. Por años trazamos un mismo derrotero estudiantil. Realizamos, a propuesta mía, los seminarios de maquillaje y de foniatría. Hicimos “de pueblo” (categoría “figurante”), bajo contrato, en la tragedia campestre “Donde la muerte clava sus banderas” de Omar del Carlo, en el Cervantes.
Vos, como “mujer ribereña”; yo, detrás de una decena de ursos también disfrazados de montoneros, en un cuadro secundábamos a Venancio Soria (Alfredo Duarte) peleando a facón con su padre, el general Dalmiro Soria (Fernando Labat), en el segundo acto. Se te veía en el escenario. A mí, en cambio, como dije, cubriendo las espaldas del pelotón, con barba y gorro, el más bajo, sólo se me hubiera distinguido con la perspicacia de la que mi padre y su primo Boche carecieron cuando recibíamos los aplausos. De ese saludo en la función del estreno, conservo una foto: allí estamos: vos, sobre la derecha, empollerada y con pañuelo en la cabeza; yo, en el otro lateral, inclinado, con poncho y lanza, respetuosamente.
Nunca olvidaré aquella friega entusiasta que me propinaras con linimento Sloan, antes de irnos a comer Traviatas al barcito de la galería de la Sala Planeta. Ese calambre fue de lo más genuino, y por mí la pantorrilla hubiera podido quedarse agarrotada. Me dulcificaste. De qué buen grado te habría ofrecido todo mi territorio recontracontracturado. Te deseé con continuidad.
Me enfebrecitabas al cerrarte el sacón de vizcacha o cuando te instilabas el colirio. Virginidad agazapada, Helia, vos, transida y amagante con tus treinta y cuatro años en ristra, mientras yo, con ocho menos, te alcanzaba mis versos esotéricos, mis silvas a la metalurgia y a la agricultura, mi única lectora, siempre una palabra amable, como una novia. También siempre tuviste hermanos mayores, todos machitos, y siempre confundía yo la voz de tu mamá con la tuya, por teléfono. Tu padre, siempre, además, fue un anciano delicado de salud. Vivías en una mansión de ésas que emputecen a un pequeño burgués que como yo la otearía desde afuera y de noche, a bordo de su Ami a dos tonos de colorado, bien de chapa, con vos sin terminar de despedirse ni de nada, en una callejuela de Adrogué, mucho árbol y parejo empedrado, mucho, muchísimo parque alrededor de la casona. Yo te dejaba, Helia, precisamente en el portón que se abría a toda esa manzana lóbrega y rodeada por ligustro.
Estuve casado durante los dos primeros años de tratarnos. La conociste a Viviana. Te amedrentaba su independientismo enérgico, y su desconcertante labilidad. Por entonces, con Antonieta y Alejandro concurríamos a los café-concert, previa presentación de nuestros modestos carnés de la Asociación de Estudiantes de Teatro. Sucesos que acontecían cuando te mandaste con Samuel Gomara esa atrevida improvisación en clase, incorporando los diálogos de Ionesco en “Delirio a dúo”. No te notamos más que ligeramente turbada cuando tu ducho partenaire te lamía a través de la malla amarronada y te besuqueaba en la nuca y se entretenía en tus nalgas y hasta en el perineo con los avispados dedos de su pie derecho, el mocoso. Nos quedamos boquiabiertos, y encima el texto no molestaba, abstrusas líneas que habían logrado justificar, ustedes, el adolescente aventurado y la ex-catequista. El recuerdo de tus desmandadas acrobacias me impulsó a la paja, admito, las nítidas imágenes de aquel recíproco adobe juguetón.
Durante un tiempillo disfrutaste de popularidad, pero tus remilgos, opiniones y falta de swing te remitieron a tu primitiva ubicación.
María Palacini me informó de tu presencia en una velada de gala en el Teatro Colón con un joven británico, alto y rubio, con el que platicabas en su idioma. Al salir, con levedad, él te había tomado del brazo, según la chismosa que los siguiera hasta una parada de taxis.
Nos extasiabas recitando en inglés los sonetos de Shakespeare. Y no te hacías rogar. Ya más nacionales (Dragún, Gambaro, Monti), nos divertíamos memorizando escenas, tirándonos almohadones, para automatizar la incorporación de la letra.
No me gustaba ni medio que te trataras con un psiquiatra, que fueras a recibir consejos y medicación de ese vetusto chanta catolicón, amigo de tu padre. Te costaba dormirte, tenías sacudidas en la cama, súbita sudoración, lipotimia y taquicardia de origen emocional. Circulabas también con la farmacia a cuestas, y el kiosco: pastillas de menta y mandarina, Genioles por las dudas, Efortil, antiespasmódico, Curitas, terrones de azúcar, saquitos de té. ¿Qué no he visto salir de tus carterones? ¡Ah, y el asma! El
asma que habías superado tratándote con ese doctor, lo que hacía que sintieras por él una gratitud incondicional. Eras, en cierto modo, su cautiva. ¿Nunca de una pasión descontrolada?... En tus jornadas de retiro espiritual te imaginaba incandescente, aunque fuera por el divino Jesús, y después retornando a mí, aún sin el alivio procurado. Retornando, digo, vos, la no siempre macilenta. Cada tanto algo ocurría y tu cabellera lucía limpia y alborotada, vestías una ropa fantástica, calzabas zapatos acordes y todo
así.
Remanida en expresión corporal, tus progresos fueron magros al principio.
Allí se expuso ejemplarmente tu confusión. El profesor soslayó la calentura larvada que resumabas. No por tus pies planos y jirones de pintoresquismo, menos eras un volcán. Gocé cuando me embadurnabas y desembadurnabas mientras realizabas las prácticas cosmetológicas y de caracterización: Ratón Mickey, villano, mariquita; cíclope, linyera, marciano, bucanero. Jamás desprovista de ahínco deslizabas tus algodones por mi cara.
Cuando en pleno auge grotowskiano, Guido y Jorge se desnudaron recreando las circunstancias de un cuento originariamente infantil, vos eras observada al menos por mí: impávida, simulando, negándote al impacto visual. Retaceaste, luego, el imprescindible comentario.
Vivía solo cuando me insinué y me disuadiste: nada cambiaría entre nosotros.
Yo, en broma atropellaba: “Soy el hombre de tus...” Y apelabas a mi compostura. Me descubriste besando a un minón por el obelisco; y ciñendo de la cintura a una espigada pendejita del Bellas Artes, en la esquina de Quintana y Libertad. Y de esos encontrones, ni una palabra. Astuto, te sugerí preparar para el fin del cuarto año lectivo una pieza corta de Tennessee Williams: “Háblame como la lluvia y déjame escuchar...”
Aceptaste de inmediato, conmovida. “La mujer alarga el brazo, un brazo delgado que sale de la deshilachada manga de su kimono de seda rosa y coge el vaso de agua, cuyo peso parece inclinarla un poco hacia adelante. Desde la cama el Hombre la observa con ternura mientras ella bebe agua.”
Ensayaríamos en mi departamento una vez por semana. Con el texto nos meteríamos cuando la etapa de improvisaciones estuviera avanzada. En los dos primeros sábados estuvimos trabados. En el tercero ubiqué mi cabeza en tu regazo y me amparaste. “En la ciudad le hacen a uno cosas terribles cuando
está inconsciente. Me duele todo el cuerpo, como si me hubieran tirado a puntapiés por una escalera. No como si me hubiera caído, sino como si me hubieran dado puntapiés.” En el siguiente sábado me acariciaste, no sin algún grado de entrega, breve, claro está. En el quinto, te retrajiste: previsible. “Me metieron en un cubo de basura que había en un callejón, y salí de allí con cortes y quemaduras en todo el cuerpo. La gente depravada abusa de uno cuando se está inconsciente. Cuando desperté estaba desnudo en una bañera llena de cubitos de hielo medio derretidos.” En el sexto sábado, como había mucho ruido en el palier, nos mudamos al dormitorio. Incluimos el borde de la cama (matrimonial). En el séptimo, y habiendo adoptado ya ese ambiente, apagué la luz y susurré, mi voz entrecortada, la tuya opaca,
neutra. “Recorreré mi cuerpo con las manos y percibiré lo asombrosamente delgada e ingrávida que me he quedado. ¡Oh, Dios mío, qué delgada estaré!
Casi transparente. Apenas real, ya.” En el otro fin de semana nos reunimos, además, el domingo. Vos arderías subrepticiamente, y yo, agitado sufría y cerraba la puerta, te invitaba a trastornarte con el auténtico temporal que zarandeaba la persiana, apagaba la luz y en completa oscuridad intercalaba
frases de Williams, mientras con impericia me libraba del gastado pantalón de corderoy (de bastones anchos) y de la polera. Algo se me anunciaba desde la médula, al tantearte; sofrenado me encimé y desgarré de indeseado semen, todo mi ser ridículo y perentorio, me ofrendé al slip de nailon. Destemplado justifiqué el recule, atiné a desdecirme y vos te adaptabas, Helia querida, módica, en lo tuyo. Me fui vistiendo con ocultado desdoro, encendí la luz, alegué desconcentración y desánimo, tomamos mate con bizcochitos de anís en la cocina.
Durante los días subsiguientes recobré ímpetus. Un tropezón no es caída. Mis antecedentes de eyaculación precoz habían sido aislados y en circunstancias atípicas o calamitosas. El ensayo de la obra, no obstante lo viciado del procedimiento, nos conformaba. Y fuimos consubstanciándonos con el texto.
“Tendré una habitación grande, con postigos en las ventanas. Habrá una temporada de lluvia, lluvia, lluvia. Y me sentiré tan agotada después de mi vida en la ciudad, que no me importará estar sin hacer nada, simplemente oyendo caer la lluvia. Estaré tan tranquila. Las arrugas desaparecerán de mi cara. No se me inflamarán nunca los ojos. No tendré amigos. No tendré ni siquiera conocidos”: tu largo monólogo final, el poético y enrarecido clima de la pieza. El punto era cómo enajenarte, cómo enajenarte y mandar, mandar la escena al carajo. “Sus dedos recorren la frente y los ojos de ella. Ella cierra los ojos y levanta una mano como para tocarle. El le coge la mano y la mira volviéndola, y después oprime los dedos contra sus labios. Cuando se la suelta ella le roza con los dedos. Acaricia su pecho delgado y liso, como el de un niño, y luego sus labios. El levanta la mano y desliza sus dedos por el cuello y el escote de su kimono a medida que se afirma el sonido de la mandolina.” Creadas las condiciones de río revuelto, pescar, arrebatar los numerosos peces, los peces de tu soterrada lujuria. Y así, otra vez a oscuras la escena, impregnado, mórbido, con suavidad te bordeo, nictálope, busco tu boca con mis dedos, rozo tu nariz, beso tus párpados con alevosía, me desenvaso de las incordiosas prendas, doy contra tus dientes
interceptando mi lengua, sin arredrarme aplasto tu mano con mi sexo, te aplasto, tenaz y corroído, te encepo los pies, girás la cabeza como que te dispararías, pero yo te sigo en el giro sin separarme, y resistís también con las piernas, aunque tu mano no pugna por zafarse de mi aplastamiento. Es más: me siento aferrado; advertirlo me nutre de renovadas ínfulas, no cejo, y tu boca y tus piernas algo se distienden; yo confío, me arrellano, tu lengua soliviantada no atina a organizarse; ¿qué es esto?: esto es mi nobilísimo tironeo de tu ropa, la cual desparramo, te quito las medias, te dejo en aros y en crucecita. ¿Y quién piensa en el inmenso dramaturgo norteamericano, si hiendo tus pezones y debajo te tenemos, transpirada y silenciosa?; “...el viento limpísimo que sopla desde el confín del mundo, desde más lejos aun, desde los fríos límites del espacio ultraterrestre, desde más allá de lo que haya más allá de los confines del espacio”; y tus brazos a los lados, como desmembrada, y a no distraerme, que esto en
cualquier momento se quema, ya adviene lo superlativo, y se quemó cuando subiste las rodillas. Costó un poquito pero percibí que me alentabas.
Respirabas mejor, acordáte, después de los espasmos.

Aún hoy, años después, ensayamos de vez en cuando la escena. Nunca presentamos en el curso nuestra versión libérrima. Nunca toleraste que encendiera la luz ni que subiera la persiana. Nunca me permitiste pasar a los papeles sin el ritual de “el suelo de aquel departamento junto al río...cosas, ropas... esparcidas... Sostenes... pantalones... camisas, corbatas, calcetines... y muchas cosas más...” Nunca te permitiste fuera de contexto un ademán extra-compañeril. Nunca aludimos al diafragma que aportaras a nuestros encuentros. Nunca me dejaste ni un mísero recado en la mensajería, en fin, ni un mísero recado de tinte qué ganas que tengo, y siempre arreglaste con prontitud para reunirte conmigo a ensayar cuando, como hasta ahora, te lo propongo.

Helia: siento urgencia por descristalizar esta trama. No te amo. Todo es perfecto. Quiero más con vos. Ansío secuestrarte. Variados argumentos. El epitalamio, el epitalamio. Pronto me mudo. Ensayemos otra obra. Proponé vos: Beckett, Jean Genet, Arrabal, Harold Pinter, Sartre, Schiller, García Lorca,
Osborne, Ibsen, Armando Discépolo, Strinberg, Pirandello, Eurípides, Valle-Inclán, Racine, Benavente, Adellach, Camus, Albee, Leroi Jones, Aristófanes...



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar








El hermano muerto*


*Por Juan Forn


Mark Twain tenía un hermano gemelo en su infancia. Para diferenciarlos le ataban a cada uno una cinta a la muñeca, de un color diferente. Un día los dejaron solos en la bañadera y uno se ahogó. El chapoteo en el agua había desatado las cintas, de manera que nunca se supo a ciencia cierta cuál de los dos había muerto. "Desde entonces no sé si yo soy yo o mi hermano", remataba siempre la anécdota Twain.
Philip Dick también nació con una hermana melliza. La llamaron Jane. La madre creyó que la leche que tenía alcanzaba para amamantar a los dos, que no iba a necesitar refuerzo. Los bebés pasaron hambre durante semanas, hasta que la pequeña Jane murió, y así fue cómo el pequeño Philip pasó a recibir
la ración de leche materna que necesita un bebé para sobrevivir. Déjenme agregar que la mamá de Philip Dick tenía una hermana que, años después, también tuvo mellizos. Cuando los bebés eran pequeños murió la madre. El viudo dijo haber recibido un mensaje de ultratumba de la difunta en que le pedía que se casara con la cuñada. Fue a informárselo a la madre de Dick.
Brevísimo perfil de la madre de Dick: era secretaria, era progre, crió sola a su hijo en el ambiente libertario de Berkeley, despreciaba en el marido de su cuñada todo lo que había despreciado en su propio marido (lo que ambos tenían de americano medio) pero, para sorpresa de todos, incluido el propio viudo, aceptó como una autómata la última voluntad de su hermana y hubo boda. Se celebró cuando Dick tenía 24 años. Desde entonces hasta que murió, treinta años después, Dick confesó a quien quisiera oírlo que su madre crió al más perfecto american style a los hijos mellizos de su hermana después de matar de hambre a uno de los mellizos salidos de su propio vientre y de repetirle al otro durante toda su infancia que quien debió haber muerto era él. A diferencia de Mark Twain, Dick tuvo desde su más temprana infancia quien le recordara cada día que él no era el muerto, que él era él y no su hermana.
Quizá no se deba a eso, o al menos no enteramente, pero Philip Dick es El Paranoico Que Tenía Razón: el hombre que entendió mejor que nadie las implicaciones del Gran Hermano de Orwell de una manera que ni el propio Foucault pudo hacer, y ni hablemos del pobre, heroico, admirable Orwell. En 1971, cuando llevaba publicadas treinta novelitas de ciencia-ficción y varios años sin escribir, Dick volvió un día a su casa y se la encontró devastada. Con el módico monto del premio Hugo por El hombre en el castillo, se había comprado un enorme archivador metálico con cerradura donde guardaba todos sus papeles, toneladas de papeles. Que se llevaran su adorado equipo de música y sus discos (Dick era un melómano terminal, trabajó durante diez años de vendedor en una disquería) no le importó tanto como que hubieran despanzurrado su cofre, su ataúd de metal, su caja de Pandora. No eran meros ladrones si habían usado esa clase de explosivo y se habían llevado sus papeles. Por eso, lo primero que sintió Dick al toparse con ese espectáculo no fue desazón sino una satisfacción eufórica, que le duró escasísimos
segundos, pero tuvo la potencia de un pico de anfetamina: "Yo sabía que no era paranoia. Yo sabía que tenía razón".
Por supuesto, el flujo de ideas no se detuvo ahí. Continuó, imparable, y acto seguido Dick ya estaba pensando que venían por él, que lo mandarían a un campo de concentración en Alaska, que Nixon era un rojo, un comunista infiltrado en las filas macartistas para llegar al poder y convertir al país de la libertad en una colonia criptosoviética. Nixon se había abierto paso como Stalin, eliminando rivales, ¿a quién otro habían favorecido los asesinatos de Jack y Bobby Kennedy y Martin Luther King y el atentado a Wallace? A Tricky Dick, a Richard Nixon, al hombre que reía como una hiena: su némesis. Como todos sabemos, el duelo entre El Hombre Que Ríe y El Paranoico Que Tenía Razón lo ganó Philip Dick. Ya no escribía, y creía que no escribiría más, cuando estalló Watergate. Ya se lo habían comido los demonios (había entrado en su etapa mística, para desazón de sus fans: ellos querían oírlo hablar de Ubik, de los clanes de la Luna Alfana, y él les decía que el Imperio del Mal era en realidad el Imperio Romano y que él era San Pablo y su misión era "contar la verdad"), pero igual celebró como un derviche la caída de Nixon, aullándole al televisor y hablándole a su doble, un cristiano de las primeras catacumbas llamado Tomás que habitaba en su interior y que, según Dick, era su coequiper en la tarea de difundir el mensaje, la verdad. Hasta aquel instante en que Dick desvió los ojos del televisor, le dijo: "Se acabó, ganamos". Y descubrió que Tomás ya no estaba, que no tenía con quien celebrar aquel triunfo, que tendría que ocuparse solo de pregonar la verdad.
Volvió a escribir. Ya no necesitaba anfetaminas, tenía adentro una droga más potente: el suero de la verdad, el verdadero Suero de la Verdad. Esas ocho mil páginas son sólo para los fans terminales de Dick, que por supuesto las consideran la cima de su obra, la verdad revelada. Y están quienes lo prefieren paranoico, antes de que supiera que tenía razón: esa especie de Kafka bestia, electrificado, corcoveando como cable de alto voltaje en la tormenta. Una vez le preguntaron cuándo y cómo había empezado a escribir ciencia ficción, y contestó que fue después de leer un cuentito de Fredric
Brown en que un grupo internacional de científicos construye la computadora más compleja imaginable, le almacena todos los datos del saber humano y, cuando está lista, le hacen la primera pregunta ("¿Dios existe?"). Y la máquina contesta: "Ahora sí".
Dick le adjudicaba a Jung una frase que en realidad era su propia conclusión de lo que había leído en Jung: "Los dioses de antaño se han convertido en enfermedades para los hombres de hoy". En Ubik escribió: "Lo real es aquello en lo que Dios cree" (ubik por "ubicuo": el que está en todas partes).
Cuando empezaron a admirarlo en los '60, dijo: "He escrito y vendido 23 novelas, y son todas horribles menos una, y no estoy seguro de cuál es".
Como dijo inigualablemente Pablo Capanna, lleva más tiempo leer sus libros que el tiempo que le llevó a él escribirlos. Pasa igual que con Arlt, dijo Piglia: no importa dónde uno tropiece con las torpezas, no se puede salir del trance. La última de las esposas de Dick le decía, en cambio, que era el nuevo Dostoievski, el hombre que lo había entendido todo.
Cuando Dick murió, en 1982, apareció el padre a retirar el cuerpo y se lo llevó a enterrar a la parcela donde estaba enterrada la pequeña Jane. Era una parcela doble y tenía una doble lápida, con los nombres de los dos hermanos. Sólo hubo que grabar la fecha de muerte en la que correspondía a
Philip. La doble lápida estaba esperando a su segundo ocupante con la fecha de deceso en blanco desde el lejano día en que habían enterrado a la pequeña Jane, cuando el pequeño Philip era un bebé de cinco semanas.

*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-179921-2011-10-28.html







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