jueves, noviembre 28, 2013

Y UN RELOJ INCESANTE QUE ASTILLA LA PENUMBRA...

 
 
 
 
*Dibujo de Erika Kuhn.
http://obraerikakuhn.blogspot.com.ar/
 
 
 
 
 
Carta para una solitaria*
 
 
 
Esta carta no tiene destinataria ni dirección.
La escribo, subo a lo alto de un edificio y dejo que el viento la deslice a su antojo por las calles o plazas, o quizás con mucha suerte ruede por la arena de alguna playa.
Y dice:
...a vos, a tu corazón llego, figura lánguida, ojos ardientes, boca sensual, manos inquietas llenas de urgencias.
Mírate bien, siente con pasión y comprobarás todo lo bueno que pasa.
Piénsate deseada, joven y vital.
Mientras leés esta carta estaré mirándote desde un átomo de aire. Enderazá tu espalda, poné con firmeza tus zapatos en la tierra sin acomodar tu pelo, que ondee libre.
Creé que lo que lees alguien lo escribió pensando en vos, quizás amándote.
Estoy segura que la desdicha de ayer, las lágrimas de antesdeayer y el hambre de amor de la semana pasada, se borrarán lentamente y esa sonrisa que se amplía y ese correr hacia no sé dónde, será la mejor posdata de ésta, mi última carta.
 
YO
 
Elsa.
 
 
*De Elsa Hufschmid. elsifumi@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
Y UN RELOJ INCESANTE QUE ASTILLA LA PENUMBRA…
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
 
habla el viento y a la vez
se abre la miel del espacio
 
tan apacible
la belleza asiste
a cada cuerpo que pasa
 
por el rayo de una voz
 
que Ahora surge en otro tiempo.
 
 
 
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
http://alejandraalmapoesias.blogspot.com.ar/
 
 
 
 
 
 
 
 
 
En el caudal espeso de mi sangre*
 
 
 
Te quedaste a vivir
en el caudal espeso de mi sangre.
Estás allí, escondida,
ciñéndote al redoble acompasado
de un corazón que lentamente va apagándose...
Mas, de pronto, te elevas
sobre el silencio inerte de la noche,
de súbito apareces, exultante;
un trote repentino despereza mis venas
y estás de nuevo ahí, llenando mi recuerdo
con el calor de tu palabra ardiente...
Y por un instante, creería que estoy vivo...
Pero pronto recaigo en el letargo.
Lo demás es quietud, desesperanza
y un reloj incesante que astilla la penumbra.
Te quedaste en mi sangre, a la deriva.
Yo
me he resignado a ser tu laberinto.
 
 
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
-Publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
 
 
 
 
 
 
 
 
El último tren*
 
 
 
*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
 
 
El tren no llega. Odio esperar. Este andén parece un cráter que se abre a mis pies y no paro de caer. Quiero irme ya ¿para que habré aceptado venir a este pueblo de mierda?, siguiendo un amor ¡que ingenuidad! Tendría que haberme quedado en mi ciudad, no sé si sería feliz, pero al menos no tendría esta grieta enorme que me atraviesa el corazón y llega hasta el andén para que me caiga. Encima de noche; con lo que odio caminar de noche estas calles, donde aún en la oscuridad los ojos siempre miran y juzgan. En cambio en Buenos Aires lo mejor es la noche, el anonimato, sus luces, su música, sus bares.
No te voy a negar que quisiera estar volviendo con vos. El rencor no me alcanza para mentir. Te odio y te amo tanto a la vez ¿Cómo es posible? −Dale vamos a vivir a provincia, necesito el aire limpio, el verde, la paz, Buenos Aires me agobia, me enferma ¿Cuántas veces me enfermé el último año? mis bronquios no dan más.
Sabías muy bien que no podía ir contra tal argumento, tu salud es lo primero. ¡Que imbécil! La primera vez cuando bajé del tren tuve que apoyarme en tu hombro porque casi me caigo del espectáculo que tenía en frente. Un puñado de negocios que no sumaban más que diez y un bar ocupando toda una esquina, algunas casas y el campo ¿Qué hago acá? Pensé, pero no te lo dije, y cuando te miré, esa sonrisa que me derrite el alma; entonces sonreí, y te dije que me gustaba que acá ibas a respirar mejor, que fue una buena decisión, que íbamos a ser felices.
Me esforcé ¡y como! Nunca me escuchaste quejarme, viajé cada día dos horas de ida y dos de vuelta a mi laburo, me fui cada mañana dándote un beso y sonriendo y volví cada día con otra sonrisa para vos.
La gente no me caía nada bien, chusmas todos viejas chusmas, hombres, mujeres, jóvenes o niños. Los primeros tiempos fuimos los extranjeros, hasta que empezaron a saludarnos por el nombre. Mostraban más afinidad con vos, te les metiste bajo la piel, se notaba que te adoraban. Siempre te hablaban amigablemente, a mi apenas un saludo con la mano o una inclinación de cabeza. Claro, yo nunca estaba y vos siempre pendiente de ayudar a los vecinos y adentro del club organizando una cosa y otra. Además, estaba tu enfermedad. Te encargaste de contarles los terribles tratamientos que habías pasado, que habías elegido el pueblo para recuperarte, lo importante que era para vos quedarte en casa y disfrutar de una vida apacible. Notaban que necesitabas todos los cuidados que yo te daba.
A pesar de todo, estos últimos meses empecé a acostumbrarme, y hasta un poco el gusto le tomé a esta tranquilidad avasallante. Incluso ansiaba la hora de volver a casa. Hasta que un día me dolió una muela.
Ya me molestaba cuando tomé el tren seis y media de la mañana, intenté no darle bola, un analgésico y listo. Bajé en La Plata, compré un agua y me tomé una pastilla esperando el alivio que nunca llegó. Para el medio día ya no aguantaba más, no podía ni pensar. Le pedí permiso a mi jefe y me fui. Llamé a mi dentista y conseguí que me atienda de urgencia. Terminé todavía con dolor esperando el tren dos horas antes de lo habitual. Bajé del tren en nuestra estación sintiéndome un poco mejor y hasta con cierta alegría de disfrutar un par de horas más de ese día juntos. Caminé las cuatro cuadras que separan nuestra casa de la estación, abrí el portón, la perra me saltaba y me movía la cola, fui por la puerta de atrás, cuando estoy a punto de agarrar el picaporte levanté la vista, a través del vidrio partido de la puerta, los vi: los dos desnudos bailando un tango, y te miro y se te ve feliz, como pocas veces te vi conmigo, siento que la cabeza me va a explotar quedo inmóvil ahí mano en el picaporte y pies estaqueados al piso por unos segundos que se hacen eternos, hasta que reacciono.
Me di media vuelta y me fui, le pegué una patada a tu perra pesada que pegó un grito que espero hayas escuchado. Volví a la estación como por inercia ¿A dónde iba a ir? Esperé el siguiente tren a La Plata, finalmente después de media hora lo tomé. A la tercera estación me bajé y me crucé a un bar a tomar un café y hacer tiempo. La cabeza me daba vueltas, no sabía que pensar, y tus palabras para convencerme de mudarnos no paraban de resonarme como un eco eterno, ¿habrá sido antes o después? ¿Cuándo empezaste a engañarme? No sé si quiero saberlo alguna vez. Calculé la hora y tomé el tren que me correspondía.
Llegué a casa y te encontré pintando como si nada. Yo igual, como si nunca me hubiese encontrado esa misma tarde con la imagen de la traición.
Cenamos como todos los días, te dije que me dolía la muela y me fui a dormir temprano, en realidad no pude pegar un ojo. Cuando me aseguré que dormías, me levanté y en silencio junté un par de cosas indispensables y me fui para no volver.
Acá estoy, esperando el último tren, no vuelvo más, no sé a donde ir, no tengo a donde ir sin vos, caigo finalmente en la cuenta que no tengo a nadie en el mundo más que a vos, sin embargo no quiero simular. Las luces del tren que se acerca se hacen cada vez más grandes, de repente tienen tu rostro y tu cuerpo desnudo, parpadeo. No es posible, y aun así, ahí estás, en esas luces, entonces, salto a tu encuentro.
 
 
 
 
 
 
 
Saltar*
 
 
 
llevar la contundencia de una flor
 
al vértigo
 
 
que nunca tuvo nombre.
 
 
 
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
http://alejandraalmapoesias.blogspot.com.ar/
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Aparecidos*
 
 
 
*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
 
 
 
Los aparecidos lo tomaron por sorpresa una noche y ya no lo dejaron nunca. Eduardo tenía sesenta años y llevaba muchos viudo viviendo solo en un departamento que le quedaba grande. Una noche después de cenar apenas un sándwich se fue al living a ver la televisión. Hizo zapping un rato, se encontró con una escena de película: Jack Nicholson frente a una mesa revisaba papeles y fotos, era una película que ya había visto y lo había conmovido, un hombre como él en una vejez solitaria. Apagó la televisión y fue a buscar sus fotos viejas que guardaba en aquel baúl que todos los que habían vivido allí sabían no se tocaba. Fue a su estudio, buscando primero sus lentes acercó una silla al baúl y lo abrió. Se encontró con las fotos familiares que él había tomado. Frente a sus ojos desfilaban sus hijos de bebé, sus hijos dando sus primeros pasos, en el jardín de infantes, en la escuela, en la universidad, fiestas de bautismo, comunión, cumpleaños, millones de momentos que el captaba con su cámara. Cuando miró el fondo del baúl asomaron muchos sobres prolijamente catalogados por mes y año: las otras fotos que sacaba con la misma cámara.
Apenas empezó su trabajo se decidió a tener un archivo personal, era una pequeña obsesiva compensación extra. Estaba haciendo Patria y quiso tener un registro de aquello. Entró en la SIDE por sus habilidades como fotógrafo. El año en que su suegro, militar retirado, le habló de la propuesta de trabajo era un año de mucha convulsión. Se necesitaban fotógrafos para tareas especiales de investigación, a él la idea le gustó de entrada, por fin iba a poder sacarse de encima esos trabajos que odiaba: las fiestas ajenas. No tenía ningún interés en ocuparse de buscar buenas tomas frente a gente que le era indiferente. Este laburo era otra cosa, estaba aportando la punta del ovillo para poder salvar a la Patria de esos que querían contaminarla, malditos bolches, siempre los había repudiado, no entendía de que se la daban ¿Qué se creían que Argentina era Cuba? ¡Que tentación tan grande! Hacer uso de su pasión para torcer el curso del país, el lente como un arma. Dijo que sí.
Ahora los tenía otra vez frente a frente, jóvenes mujeres y hombres, incluso adolescentes, en la puerta de la quinta de Olivos, Junio del 73 su primer trabajo, después vinieron miles: gente saliendo de universidades, clubes, departamentos, casas, encontrándose en estaciones, plazas, imágenes que lo llenaban de orgullo. Era imposible hablar con nadie de su pasado, el país estaba dado vuelta, aquello que treinta años antes fue motivo de medallas y honores, se había transformado en un riesgo de cárcel. Por suerte nadie lo había nombrado nunca en ninguna causa. Él trataba de no preocuparse por lo que podría pasar pero a veces era difícil controlarlo, cuando abría el diario o en el noticiero se hablaba de un nuevo juicio, el pulso le temblaba, y por un tiempo no lograba desprenderse de una sensación de inquietud difícil de sobrellevar. No se arrepentía, la guerra se peleó desde todos los frentes, él daba el primer paso, la investigación con su grupo de tareas, las fotos, los datos que iniciaban el principio del fin para los otros que había que exterminar.
Se detuvo en una foto en particular: las escalinatas de la Facultad de derecho, dos chicas bajan las escaleras, una de ellas le llama la atención, el nombre no se lo va a acordar, aunque de ella se acuerda muy bien. El pelo lacio largo, sus ojos celestes profundos, un cuerpo que lo hacía estremecer y su sonrisa amplia dirigiéndose a la otra chica que a su lado era insignificante. La sostuvo en la mano minutos eternos, sabía como había terminado. De ella se encargó de saber. Mucho tiempo quiso creer que podía ser una de las elegidas para la rehabilitación, hasta que le confirmaron su final: el río de la plata, un vuelo de la muerte, unos meses después de que él sacara esa foto. Todavía lo emocionaba verla, necesitaba prepararse un té. Dejó la foto en el escritorio y fue a la cocina. Cuando estaba a punto de entrar sintió un ruido, creyó que el viento habría entrado por la ventana y tirado algo. No recordaba haber dejado la ventana abierta, cuando abrió la puerta ahí estaba ella mirándolo fijo, los mismos ojos, apoyada en la mesada de frente a la puerta ¿podía ser posible? ¿Se estaba volviendo loco? Con paso apurado regresó al estudio, con la respiración agitada buscó la foto, cuando la tuvo en la mano, trastabilló, tuvo que sentarse de golpe en el sillón para no caerse: en la foto solo quedaba la joven insignificante mirando al vació y de ella en la imagen ni el rastro, dio vuelta la foto como si pudiera haberse escapado hacia la otra cara del papel, allí tampoco la encontró. Tomó aire con todo el coraje que pudo encontrar y entró a la cocina, ahí seguía ella en la misma posición sin hablarle, solo mirando delante de la mesada donde tenía que buscar sus cosas para el té. No supo que hacer, cerró la puerta y la trabó con una silla bajo el picaporte, decidió irse a tomar el té al bar, quizás cuando volviera ella se hubiese ido. Deseó que fuese una mala pasada de su mente, últimamente se olvidaba algunas cosas, no encontraba los objetos donde creía haberlos dejado, tenía que ir al neurólogo urgente.
Cuarenta minutos, un té cargado y una caminata más tarde, puso la llave en la cerradura para entrar, camino sigilosamente como si alguien durmiera y no pudiera ser molestado. No fue a la cocina directamente, primero fue a ver la foto, lo inesperado volvió a asaltarlo por sorpresa: las escalinatas de la facultad estaban desiertas. Corrió la silla y abrió, tal como lo imaginaba, las dos en la cocina lo miraban en silencio.
Se encerró en su habitación. Durante una semana no volvió a ver las fotos, ni fue a la cocina, bajó al bar para cada una de las comidas. Compró los mínimos utensillos que necesitaba para un té o un café y una pava eléctrica que instaló en su habitación. ¿Cómo seguir ahora? El neurólogo que lo vio de urgencia no encontró nada fuera de lo común en la batería de estudios y técnicas que le administró, en el motivo de consulta omitió hablar de los aparecidos, no era cuestión de quedar como un loco. Lo cierto es que aunque no los quisiera nombrar ahí estaban, permanecían.
Cada vez eran más, en cada foto que iba a buscar se encontraba con vacíos que directamente se convertían en presencias en cada rincón de su departamento. Recuperó la cocina e intentó vivir como si ellos no estuviesen. Los días pasaban y la convivencia era cada vez más complicada, no se puede vivir con gente que te mira a cada momento de tu vida. Salía un poco más pero no tenía donde ir, y salir presionado por los aparecidos era una forma de cobardía que lo abrumaba. Hasta que tuvo la idea de exterminarlos por segunda vez, la segunda muerte. Juntó todas las fotos en una olla grande, las roció con alcohol, mucho alcohol, buscó la caja de fósforos y le tiró uno al montón.
Los bomberos lograron apagar el incendio cuando para él ya era tarde, no hubo que lamentar más victimas.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Y SIN EMBARGO…*
 
 
 
Campanillas violeta,
ínfimos adornos,
enredaderas de ferrocarril.
 
Sobre las pilas de escombros,
entre las vías abandonadas,
tapando techos agujereados,
entre los hinchados cadáveres
de perros envenenados.
En la miseria última y final.
Sobre chapas, hierros y
pobreza desvencijada,
debajo de carrocerías deshechas,
se abre la flor inesperada,
maravillosa,
de la alegría.
 
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL DESPROMOVIDO*
 
 
 
*De Elsa Osorio. eov@elsaosorio.com
http://www.elsaosorio.com/
 
 
 
 
Cuando subió al tren en la estación de Luján, aquel tipo ya estaba allí. No lo eligió para recorrer juntos el trayecto hasta Once, fue el azar de cada domingo por la noche, cuando los últimos trenes llegan casi llenos desde Mercedes y resulta imposible encontrar un asiento solitario. Marcos había atravesado los pasos de un ceremonial que otros muchos pasajeros repetirían sin suerte: recorrió el pasillo central del vagón con el cuello estirado y los ojos muy abiertos buscando un asiento doble sin ocupantes.

No deja de ser desalentador que cientos de personas obligadas y dispuestas a viajar juntas se esfuercen por subrayar el interés en viajar solas, piensa ahora, refugiado en el balcón de su casa. No quiere que su insomnio despierte a Maite. Ella no sabe nada, Marcos ha decidido no contarle lo que le sucedió en el tren, como si fuera él ahora quien debe guardar el secreto, quien debe ocultarse.
Al llegar a la mitad del pasillo, Marcos se detuvo y paseó una mirada distraída con la que pretendía atrapar la persona más anodina, la menos llamativa, con quien compartiría la próxima hora y media de su vida. Aunque tampoco puede desprenderse de la responsabilidad de haberse sentado a su lado, y no al lado de cualquier otro, de alguna manera lo eligió entre todos los pasajeros del tren, reconoce mientras enciende un cigarrillo. Fue su cara neutra, esa expresión ausente en sus ojos, ni muy alto, ni muy bajo, ni muy joven, ni muy viejo, sin señas particulares visibles, como diría algún formulario. Y si Marcos no quería hablar con nadie, ¿por qué, cuando pasaron por Lezica, le respondió a su primera pregunta?
-¿Qué pone en el cartel? No lo he podido leer.
Podría haber hecho un simple hum, o alzarse de hombros como si no conociera la respuesta y perder su vista en la revista, pero no.
-Lezica y Torrezuri.
-Vale, gracias.
Sintió curiosidad cuando escuchó esas palabras: pone, vale, el leve ceceo. ¿No lo habrá invitado él, sin querer, a llenar de palabras esa hora y pico que faltaba? Tampoco podría decir que el hombre había insistido en hablar. Las frases se fueron encadenando naturalmente. Ahora, mientras camina impaciente por el balcón de su casa, se propone recordar frase a frase, hasta las más intrascendentes, para saber cómo llegaron a que Marcos le dijera su nombre y apellido, porque fue entonces que todo tomó ese disparatado curso. Fue él quien hizo la segunda pregunta.
-No sos argentino -lo tuteó-. ¿Gallego?
El hombre sonrió:
-No, no soy gallego, soy argentino, pero vivo en España, hace muchos, muchos años, tantos que ya ni conozco las estaciones de tren. ¡Tantas cosas han cambiado en estos años! -y entonces hubo un frenazo, como si lamentara haberse expresado demasiado, y como para cerrar agregó-: Bueno, es lógico, yo no hacía habitualmente este trayecto cuando vivía en Argentina.
En ese punto, cuando supo que el hombre, aunque afable, tampoco era de esos que le gusta andar contando su vida por ahí, parco como él mismo, Marcos pudo haberse callado, tan tranquilo y la vida como siempre. Aplasta el cigarrillo contra la baldosa con el pie, como si en esa fosforescencia roja estuviera lo que el hombre le contó.
Tampoco Marcos es de los que van haciendo negocios en los trenes, o en donde sea. Algo le cayó bien del tipo, debe reconocerlo, aunque no había nada demasiado especial en lo que hablaban, lugares comunes: el estado de los trenes en la Argentina, los de alta velocidad en Europa, los cambios que encontraba en la ciudad. A la altura de Moreno, cuando hicieron el trasbordo, el hombre le caía francamente bien, casi un cómplice. A propósito de la carne, Marcos le contó que había visto a unos turistas sacando fotos a la carne argentina en un restorán de Puerto Madero.
-¿Estuviste en Puerto Madero? -le preguntó.
Un escueto sí fue su respuesta, era prudente, pero Marcos adivinó en su expresión tensa, contenida, un leve disgusto, un cierto rechazo, el mismo que él siente por ese símbolo de los años noventa, por más bello y pintoresco que sea. Eso ya creó una alianza y Marcos entonces se olvidó de que lo que estaba buscando era alguien con quien no hablar, que no existiera, que lo dejara a él con sus pensamientos.
Tal vez por ese capricho hospitalario de los argentinos con los extranjeros -el otro era un extranjero aunque argentino-, o aún peor: para mostrarle al otro que tiene la precisa, esa porteñada, lo cierto es que Marcos le recomendó una parrilla donde hacían la carne como en ningún lado, barata y con una atención excelente. Decí que vas de parte mía, él, el piola, el amigo del dueño, Marcos Waissman.
Entonces el hombre abrió los ojos y le dijo muy lentamente, con una voz que parecía venir de muy lejos, del más absoluto asombro.
-¿Vos? ¿Vos sos Marcos Waissman? ¿En serio sos Marcos Waissman?
Lo primero que pensó Marcos es que el tipo se había confundido, porque él tampoco es nadie conocido, nadie de la revista Caras, ni de la política, ni de la farándula, ni del arte, nadie como para que un tipo que vive afuera hace años sepa quién es.
Y recuerda ahora esa sensación absurda que lo invadió, ese querer ser, aunque sea por un rato, el Marcos Waissman que el tipo creía, el que le emocionaba tanto encontrar.
-¿Marcos Waissman ? –insistió-. ¿De agosto del 47?
Pero ¿qué estaba pasando? ¿Por qué ese hombre sabía la fecha de su nacimiento? Y era auténtica emoción lo que mostraba, piensa ahora mientras enciende otro cigarrillo, pero cómo iba a imaginar Marcos a qué se debía.
-Pensé en buscarte hace tiempo -la voz turbada, conmovida-. Hace años que lo imagino, pero no lo hice, y de hecho, tampoco creo que te hubiera buscado ahora, en este viaje.
-¿A mí me buscabas? –le preguntó, y en voz más baja-, ¿y por qué?
Se arrepintió de inmediato, Marcos no quería saber. Había acertado la fecha de casualidad. Era un loco, o un homosexual que quería levantárselo con ese verso, y él, sin darse cuenta, le había dado calce. Debería haberse sumergido en la revista. Sin embargo, no pudo sustraerse a la mirada húmeda y agradecida fija en él, un absoluto desconocido tan queriéndolo, así, de golpe y porque sí. El hombre tardó un tiempo en responderle. No debió ser fácil confesárselo,  admite ahora, mientras se sirve un whisky en el living.
-Porque yo fui vos durante años -le reveló al fin, casi feliz.
Entonces Marcos abrió la revista, tratando de desentenderse, pero no pudo impedir que esa voz grave y susurrante se lo contara, haciendo caso omiso de la página abierta que Marcos nunca leyó.
 
-Yo militaba en Montoneros, pero tuve diferencias importantes con la línea que imponía la conducción, y lo dije. La organización me «despromovió». ¿Cómo explicarte? Ni adentro ni afuera. Yo no fui el único despromovido. El oficial responsable decía en una reunión: «Lo adecuado es que el compañero sea despromovido para que procese sus disidencias en la base, y no impida el correcto funcionamiento», y ya, la sentencia. Era duro ser despromovido: tus amigos -todos militantes a esa altura- desconfiaban de ti, eras el blanco fácil de cualquiera al que le caías mal por no importa qué motivo, no tenías más responsabilidades. Y María, mi mujer, era un cuadro importante. Nos separamos y yo le dejé la casa que alquilaba, sabiendo que allí se seguirían haciendo trabajos de prensa. Dejarles la casa era lo correcto. Y también una puerta abierta, un permiso a mi libertad, una buena manera de estar sin estar, y resolver mis contradicciones. Yo me sentía parte de la Orga, aunque no estuviera de acuerdo con la lucha armada.
»No podía ni imaginar lo que iba a suceder unos meses después. Y no fue por ellos que lo supe, lo leí en el periódico: en mi casa, en la casa alquilada a mi nombre, habían encontrado el cadáver de un hombre muy conocido. De María y de los otros compañeros ni palabra, el único con nombre y apellido era yo. Y entre hacer volantes y secuestrar y matar a un tipo importante hay una pequeña diferencia.
»Yo estaba en una pensión de Jujuy con Mirta, mi nueva compañera, cuando me sorprendió la noticia. Nuestro plan era seguir hacia el norte: Bolivia, Perú, y más, una Latinoamérica idealizada por nuestra juventud, que nos recibiría con los brazos abiertos para vivirla a fondo, y nos ofrecería trabajos temporarios para seguir recorriéndola. Pero qué frontera íbamos a pasar si, según el periódico, yo me “había dado a la fuga” y estaban persiguiéndome.
»¿Y ahora qué vamos a hacer?, me preguntó Mirta, mientras preparaba su bolso, con la intención de rajarse.
»De un teléfono público llamé a alguien de la Orga, tampoco a ellos les convenía que me detuvieran. Me ofrecieron seguridad, estaría escondido hasta que pudieran sacarme del país.
»Siete meses estuve encerrado, Mirta me vino a ver un par de veces, y en una de esas visitas... zas,  pero eso te lo cuento después. Al fin me trajeron tu pasaporte, mi foto, tu nombre, tu fecha de nacimiento, tu número de documento. Repetí varias veces los datos para hacerme a la idea.
»Mirta viajó con su propio pasaporte, ella no estaba fichada, y Lucila en su panza. Lucila Waissman, como la anotamos en México.
-¿Qué? -los ojos de Marcos desencajados-. ¿Tuviste una hija y la reconociste con mi pasaporte?
-Sí, tuvimos una hija, preciosa, tiene veintiséis años y vive en un barco, en Inglaterra. Y con tu pasaporte también me casé con Mirta.
-¿Pero cómo es posible? -Marcos no podía recuperarse del asombro-. ¡Entonces soy bígamo! Es increíble, aquel tipo, el que me convenció de que le entregara mi pasaporte y denunciara su pérdida unos meses después, me dijo que era para salvarle la vida a alguien, jamás pensé que lo iban a usar para casarse, para tener hijos. ¿Te das cuenta de los kilombos que pude tener si mi mujer se enteraba que tenía una hija en México, que allí estaba casado con otra?
-Yo también tuve problemas. ¿Qué crees? Tengo seis años menos que tú. ¿Ves esta calva? No es nueva, con el afán que puse en parecer mayor, en tener tu edad y no la mía, a los veinticuatro se me empezó a caer el pelo, a los treinta tenía esta... ¿cómo se decía?... esta bocha, esta bola de billar que ves ahora. Y con lo de tu apellido, ¡vaya historias que viví!
»Una vez en México, te vas a reír, había una chavala, una mexicana, en la facultad, que me miraba con ganas, o eso me pareció. Me invitó a cenar a su casa. Hasta perfume me puse. Cuando entré y vi la mesa puesta, las velas, no lo dudé: esa noche me la tiraba. Ella me anunció unos platos que había preparado, los nombraba como paladeándolos, y yo ni idea de qué me hablaba, pero antes, me dijo, tenía una sorpresa para mí, imagina lo que pensé. Pero no. Esther sacó libros, papeles, y me preguntó si mis padres eran de tal o de tal pueblo de Alemania. Ella también era judía. Y una experta. Me pareció imposible improvisar, ya bastante era inventarme una biografía con seis años más, le dije que mi familia no hablaba nunca de su pasado, que lo habían dejado atrás, seguramente porque no quería que nosotros, sus hijos, sufriéramos lo que ellos cuando emigraron a la Argentina. A propósito, Marcos, ¿fue tu padre o tu abuelo? ¿Huyeron de los progroms a fines del XIX, con la guerra o cuándo? Me lo han preguntado infinitas veces.
-Mi padre es un sobreviviente de un campo de concentración, la familia de mi madre, rusa, vino antes de la guerra.
-Yo, desde aquella noche en México, hice a tu abuelo ya en la Argentina, me daba no sé qué meterme con la guerra, aunque era más fácil, está el cine, la literatura. Pero si me encontraba con otra como Esther... Me soltó un discurso insoportable –aunque sensato- sobre el error de mis padres en ocultar sus raíces, y me tuvo horas, días, explicándome. Al fin se enrolló con Fishbein, otro argentino, judío pero de verdad. Eso es algo que tuve que aprender, atribuir los méritos de mi inteligencia, de mi constancia, de mis sesudas elucubraciones, a mis raíces judías. Pero en España, no sólo no me sirvió para nada, sino que perdí una chica con la que salía y que me gustaba mucho. «Lo lamento, Marcos, mis padres son muy católicos y me han prohibido que salga contigo», me dijo. Y eran vascos, como yo.
-¿También en España viviste con mi nombre?
-Sí, muchos años. Tantos que, al final, ya ni sabía quién era. Para regularizar la situación tenía que venir a la Argentina, blanquear, encontrarme con un pasado doloroso, todo muy duro. Pero lo hice, por Lucila. Hace cinco años que tiene mi apellido. Ondart. Perdón, no me he presentado, Juan José Ondart, mucho gusto, Marcos Waissman, estoy verdaderamente encantado de conocerte, y muy pero muy agradecido. Si puedo hacer algo por vos, no dudes en pedírmelo.
 
 
 
Fue una idea fugaz, que no alcanzó a tomar consistencia en el tren, apenas una frase: sí, lo mismo que yo hice por vos,  pero Marcos sólo le pidió que le contara más, necesitaba saber qué había estado haciendo su nombre tantos años en otras ciudades, en otros continentes. ¿Cómo él no se enteró nunca? Porque el otro Marcos Waissman no hizo nada raro, ningún desfalco, ningún asesinato -una risa simpática- no, te dejé bien afuera, quedate tranquilo, escribí artículos con un cierto éxito, eres bastante conocido en el medio publicitario, y en cine, una autoridad. ¿Te gusta el cine?, le preguntó.
Marcos se alzó de hombros, un poco achicado por la palabra autoridad, él va al cine, no mucho, porque discute horas con Maite que nunca entiende lo mismo que él de las películas. Le gustaría leer los artículos -y mostrárselos a Maite- pensó insólitamente. ¿Estarán en internet?, le preguntó. Juan José no sabía, probablemente, pero tenía fotocopias, ¿se las enviaba?
-¿Y la vida amorosa? -preguntó, aún repicando ese temor que había sentido de que el tipo fuera gay, que Marcos Waissman en Europa, en México, fuera gay. No podría decir por qué, pero no le gustaba la idea.
Dos mujeres formales, la primera, la que lo metió en el lío no la cuenta, Mirta y una alemana . De Mirta se separó, con la otra no hubo papeles, tampoco hijos. ¿Amantes? Ondart sonrió misteriosamente.
-¿Cuántas? ¿Muchas?
No puso ningún reparo en responder, una manera de reconocerle algún derecho, después de años de usurpar su nombre, su vida misma.
-Nunca las conté, lo normal, unas veinticinco, treinta, quizás alguna más... A ver si me acuerdo de alguna remarcable... Sí, una francesa que hacía películas porno pero de calidad, guapísima; una ecuatoriana militante y muy sensual, qué mujer maravillosa, a ella casi le cuento la verdad, pero me contuve, años de disciplina; la mujer del director de la agencia, una burguesa interesante; una directora de cine a quien le va bastante bien ahora; una... rara mezcla de ternura, erotismo, lucidez, pero una bruja que... No, qué estoy diciendo, ésa no, porque ya era Juan José. Tienes suerte -le dijo con acento gallego-, eran mejores las de Marcos que las de Juan José.
Y esta vez Marcos, orgulloso, lo acompañó en la risa. ¿Y dónde había vivido con su nombre? En México, en el DF, luego en Madrid, unos meses en Londres, en París, largos meses en Hannover, con su mujer alemana, en Praga, cuando fue por lo de los artículos y se quedó más de un año, pero cómo me olvidé: Tina, fantástica, lástima que no haya querido venirse conmigo a Madrid.
Y Marcos, una sola ciudad, Buenos Aires, de Lomas de Zamora al centro, ya de novio con Maite, uno que otro viajecito a Mar del Plata, a Mar de Ajó, Bariloche para los veinte años de casados, avión y autobús, todo un derroche. Le sobran los dedos de la mano para contar las amantes, cuando tuvo esa aventura con la contadora se moría de miedo de que Maite o su jefe se enteraran. Mientras tanto, este tipo, que quién sabe si no fue él quien mató al otro, por qué tiene que creerle, paseándose por todo el mundo, con mujeres espectaculares, diosas, y ganando seguramente mucha más guita que él. Y encima seis años menor.
Sin embargo, cuando le contó la primera parte de su historia, a Marcos hasta le dio pena, pobre tipo, sin comerla ni beberla, tener que exiliarse en una ciudad desconocida, sin un mango y con la nena que acababa de nacer, teniendo que fingir que era mayor y judío, y con la mujer que le pasaba factura por haberse ido con él, hay que ver las minas, siempre reclamando. Él no la obligó, Mirta fue porque quería, y embarazada encima en esa situación. Aunque valiente la piba, Maite no se animó nunca y no se movió de Buenos Aires.
Marcos, ya en el tercer whisky, mira a Maite dormida, y se pregunta por qué se ha quedado toda la vida con ella. La quiere, sí, no como cuando se fueron a vivir al centro, tantas esperanzas, pero tampoco le tiene bronca como en esos años en los que ella, siempre cansada, reventada, protestando, cómo vamos a tener chicos si no tenemos un mango. ¿Cuántas tienen menos y tuvieron hijos? Cuando Marcos se puso por su cuenta y se pudieron mudar a otro departamento y comprarse el auto, ya se habían olvidado de los hijos, ellos son así, solos, siempre tíos, y ahora resulta que una chica que vive en Inglaterra, en un barco, es, fue, durante años su hija, en los papeles.
Con el cuarto whisky, Marcos se convence de que debió haber renunciado al banco mucho antes, que tendría que haberse animado con aquella chica, que debió separarse cuando Maite se negó a tener hijos, que no debió aceptar ese socio. Pero él siempre inmóvil, como si algo lo retuviera en esa siempre misma vida, sin saber por qué. Ahora lo entiende, es porque Juan José Ondart se la usurpó.
El otro la pasó mal, cierto, no es para envidiarlo, pero vivió de todo, no es para compadecerlo tampoco, bien le hubiera gustado a Marcos estar en todas esas ciudades, y escribir en revistas y diarios y tener tantas mujeres. Y quién sabe cuánto más, porque apenas conoce lo que tuvo tiempo de preguntarle en el tren.
Ahora trata de recordar a ese compañero de colegio que le pidió su pasaporte para salvar a un amigo. Fue un encuentro casual, Marcos le tenía cariño pero ya no compartían nada en aquel entonces. Hablaron mucho en ese bar. No recuerda cómo logró convencerlo, sí que se lo ocultó siempre a Maite, sabía que ella no estaría de acuerdo. A él, en cambio, le produjo una secreta alegría que no se agotó -debe reconocer- el día que denunció en la policía el robo de su pasaporte. No, le duró años. Cuando se enteró por los diarios, durante el Juicio a las Juntas, de lo que no quiso ver, de lo que apenas lo rozó por azar, se felicitó. Era más algo suyo, un tímido orgullo, que la historia que le contó su antiguo amigo a quien no volvió a ver. Cómo imaginarse que la vida lo iba a enfrentar un día a su otro yo.
El quinto whisky, mañana no va a trabajar, hablará con Ondart. Si necesita algo, que cuente con él, le dijo. Bien, quiere sus papeles, su documento, su identidad, quiere irse del país, de su siempre misma vida. Ahora le toca a Marcos.
 
 
Tan simpático que parecía Juan José en el tren, tan no dudes en pedírmelo, y a la hora de los papeles, nunca mejor dicho, el tipo que no y que no. Que cómo podía ocurrírsele algo así, no estamos en dictadura, y Marcos no ha robado, ni estafado a nadie, según le ha dicho a Juan José, no tiene razón alguna para huir. Sí que la tiene, está harto, de todo.
Juan José le está muy agradecido, pero le parece de una frivolidad extrema -que lo disculpe pero no puede decirlo de otra manera- querer ser él, sólo porque está cansado de su vida. Que se vaya, que se lo diga a su mujer, a su socio, que lo deje todo. Pero querer que le pase lo mismo que a Juan José en 1975... no sabe lo que dice. Lejos ese gesto duro, esa voz crispada, del agradable que se emocionó nada más conocer el nombre de Marcos: ¿Tienes idea de lo que significa no vivir con tu propio nombre, estar disimulando, escondiendo, forzando, resbalando el día entero a una zona de peligro?
Claro que le contó esa anécdota de México jocosamente, mirado de lejos, hasta puede ser divertido. Podría contarle muchas otras que no lo harían reír: no poder volver cuando tu madre se está muriendo, regañar a tu hija de cuatro años porque dijo papá Juan, no, papá se llama Marcos, la niña llorando porque no entiende, escuchar una mujer enamorada llamándote con otro nombre, inventarte serio, un hombre seis años mayor, escribirte una historia que desconoces para no meter la pata otra vez, reservar todos tus recuerdos con candado porque cómo ibas a haber remado en Rowing, por favor.
Marcos pensó que Ondart tenía razón, pero él también a su modo, y ya no estaba borracho como anoche. Lo que Juan José le reveló de su vida con el nombre de Marcos, le mostraba todo lo que él no hizo, esos artículos escritos con su nombre, esas mujeres, esas ciudades, esos trabajos. ¡Una hija! Qué le costaba darle su documento, ponerle la foto de Marcos, y sobre todo prestarle ese pasado que Marcos ahora podría contar a quienes conociera. Le quedaba cuánto de vida, diez, quince años. ¿Cuánto tiempo usó Ondart su nombre? Años.
Juan José lo miraba serio, sin pronunciar palabra. Marcos supo que lo estaba escuchando, y negoció: Ni siquiera te pido el pasaporte, dame la cédula de identidad, el DNI, me voy a Brasil no más, y contame tu vida con mi nombre en Londres, en Madrid, en Praga.
 
 
Encontrarse con Sbartti después de tantos años y para pedirle un favor era una pesadilla para Juan José. Lo contactó por María, su primera ex mujer. Y ahí estaba, entrando en el café La Paz, canoso, rengo y con los brazos abiertos para estrecharlo. Los rencores fundidos en un abrazo. Tenía que pedirle un favor, Sbartti, no va a decirle por qué, lo mismo que alguien había hecho años atrás, pero al revés. Y no tendría otra que otorgárselo, que se las arreglara. Al fin fue Sbartti, Juan José se enteró años después, en Madrid, uno de los responsables del cadáver en su casa, la que le dejó a María.
 
 
 
-¿Vamos ao cinema, Joao José? -pregunta Berenice, acercándole una caipirinha.
-Cine no, ricura -responde Marcos, una sonrisa espléndida en su cara bronceada-. Demasiados años escribiendo sobre cine, ahora playa y amor. En Londres me harté de ver cine, pero allí llueve mucho. Aquí hay sol, playa. E você.
 
 
 
-Incluido en "CALLEJÓN CON SALIDA" de Elsa Osorio.
Editorial Planeta. 1º edición Buenos Aires. 2009
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
 
yo amaba (el uso del pretérito imperfecto
es solo una cuestión
de estilo) profundamente
las arterias que recorrían el dócil cuerpo astral
de esa mujer, la olía desde los pies
hasta la nuca
y en cada acuífero un olor diferente anhelaba
llenaba el aire de mástiles y de galpones y de ventanas,
desnuda era un edificio donde uno andaba descalzo
corriendo como loco, entrando en todas las habitaciones
apretando todos los botones de sus ascensores
era hermosa como una lámpara impura, sucia, lejana
tan mía que daba pena a veces abrazarla porque
sonaban entonces ampulosos estómagos de mandriles
violines rabiosos y tintines furiosos de llaves vivas,
yo amaba cada pozo o aljibe donde hundía mis ojos
porque uno se hartaba al final de tanto paraíso propio
porque si uno pateaba de pronto su boca con un beso
todos los pájaros muertos de frío se revelaban
abrían sus ojos espectrales y dulces
y comenzaban a darse las cabecitas grises contra los
muebles, entonces la habitación quedaba hecha jirones
que daban la impresión de vías retorcidas sobre cruces,
yo amaba (esto es imperfecto porque debiera decir amo)
caminar en sus tinglados, tocar sus patios,
comer de toda su animal hermosura la comisura reseca
de su sombra/
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
***
 
 
 
 
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