jueves, enero 28, 2016

¿EN QUÉ RUMOR LEJANO SE HALLABA LA TERNURA?


*Dibujo de Erika Kuhn.









Elal *



Completada su tarea
se convirtió
en pájaro
y voló con el cisne
hacia un punto
en el este
donde el cielo se junta
con el mar.

En el camino
fue arrojando flechas
para crear islas
donde descansar.

Al llegar
al horizonte
subió al cielo
para aguardar
nuestras almas.


*De Robert Gurney. bob@verpress.com
-Poemas a la Patagonia.








¿EN QUÉ RUMOR LEJANO SE HALLABA LA TERNURA?











Estación al anochecer*


sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte
Xavier Villaurrutia



ha partido el último tren
solo quedamos mi silueta y mi gato
entre niebla silente como voces muertas
sin respirar los pasos acercan mariposas
y las manos desaparecen con cada aleteo

seguimos nuestro camino
danzando entre fantasmas calles nada
las historias ya no paren sueños
siquiera miradas despedidas solo muerte
y los pies desaparecen con cada ronroneo

nadie perturbará nuestro exilio
la distancia anochece una isla vacía
cada gota de sangre sobrevive un verso
no hay cuerpos solo epitafios eco en el humo
y los labios desaparecen con cada abandono

hemos llegado a la estación final
la música de un acordeón a la distancia
invoca el último suspiro del corazón
miro a mi gato, nada nadie siquiera el camino
y nuestras sombras desaparecen con cada silencio
quizá mañana amanezca el poema

y una mariposa anuncie nuestra muerte







Estación bajo la lluvia*



puente de pétalos
maullidos susurros
zigzag recuento de vidas
un corazón se pierde
bajo la sombra de una voz perdida
y tan solo una mirada fue raíz



¿acaso morimos a falta de espejos?


lápidas a la orilla del camino
un gato huye de sombras
he muerto de pisadas versos
al otro lado de la lluvia



¿estarán allí los latidos de la palabra?


amanece la flor
quizá la esperanza no ha muerto
y sigo viva



*Poemas de Ana María Fuster.



-Ana María Fuster Lavín. Puerto Rico 1967. Es escritora, editora, correctora, redactora de textos escolares y corresponsal de prensa cultural. Libros publicados: Verdades caprichosas ( 2002), cuentos, premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña. Réquiem (Ed. Isla Negra, 2005), novela cuentada, premio del PEN Club de Puerto Rico. El libro de las sombras (Ed. Isla Negra, 2006), poemario, premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña. Leyendas de misterio (Ed. Alfaguara infantil, 2006), cuentos infantiles. Bocetos de una ciudad silente (Ed. Isla Negra, 2007), El cuerpo del delito (Ed. Diosa Blanca, 2009), poemario, y El Eróscopo: daños colaterales de la poesía (Ed. Isla Negra, 2010), poemario, Tras la sombra de la Luna (Ed. Casa de los Poetas, 2011),  (In)somnio (Ed. Isla Negra, 2012), novela.

Fuente: Aurora Boreal®












EL IBYRÁ *



Estamos en enero y no ha florecido el ibyrá. No han aparecido esas flores amarillas que son el encanto de este barrio, podré decir sin ofender y para no abundar escribió David Viñas para siempre. Bien escoltado por añosos fresnos y un ceibo que plantó mi madre, es el más alto de todos este árbol —único en el pueblo— que debo a la bondad de mi amigo Roberto Cocco, entrerriano cabal que vive radicado en Santa Fe desde casi siempre. Allí está grabando música y el canto de los pájaros que viene a ser lo mismo.

Conocí primero al ibyrá en un poema de mi amigo Alfredo Veiravé hasta que su presencia real se me hizo acto justamente en la casa de Roberto y de su mujer, Graciela Fracchia, entrañables amigos de siempre. Enamorado de ese árbol  que abunda en las zonas húmedas, ellos me dieron una breve planta en una macetita, de no más de cinco centímetros, y lo demás lo debo a la sabiduría y el amor por los árboles y las plantas que tiene mi hermano, quien eligió una punta del terreno vecino a la calle y cuando creyó que ya el traspaso de macetas era oportuno, lo plantó. Hoy, siendo el árbol más joven está entre los más altos, incluso que los añosos sauces que ha plantado hace cincuenta años mi padre.
Desde el verdor pleno de los fresnos tomo mates y lo contemplo. Está realmente magnífico y atestigua en su majestad las peleas de las calandrias con todo pájaro que se acerque por allí. Pirinchas, benteveos, gorriones bullangueros, algún cachilo suelto y este casal de zorzales que vino no sé de dónde y pretende hacer nido en sus ramas donde este año hizo su aparición una viudita solitaria y donde rondan tacuaritas confianzudas y no conscientes de su brevedad sonora en este mundo de injusticias. Los únicos que no son molestados son los horneros, que bajan del ibyrá apenas mi hermano corta el pasto a comer esos gusanitos minúsculos que deben ser su manjar más apreciable. Los picaflores merecen otro capítulo en esta breve novela del ocio, según mi madre.
Si bien estamos en verano y tal vez el más tórrido en años, pareciera que no se hubiera hecho presente todavía porque no se ha oído una sola vez, esa monótona sierra que usan las cigarras, cortándolo todo en rodajas, para que sepamos muy bien qué es esta estación.
La novedad auténtica este año, ha sido la aparición de un grupo muy pequeño de mariposas, de diversos colores. Que eran las que en mi infancia abrían el verano, junto a las sandías del Gordo Ugolini atravesando el pueblo que recién nacía. El pueblo que aún no tenía quien le escribiera sus historias.
Es más, en aquel tiempo el pueblo estaba en blanco, porque estaba virgen de cualquier historia.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar













PRIMER AMOR*



*De Antonio Dal Masetto.


En  aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar con América.
Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.
Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo de la perfección.
El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor.
Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.
Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes,  cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”.  Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.
Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar.  Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que anotaba:
“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.
Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
—Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
—Dejalo ahí, sobre la mesa.
Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:
—Esperá.
Me detuve.
—¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.
Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista.  Me dije que no habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.
—Vení —dijo Renata.
La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa vecina.
—¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.
—Un rosal —contesté.
—Eso es lo que parece —dijo.
Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una historia:
—Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a crecer.  Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.
Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí  el chillido de los pájaros.
—Dame la mano —dijo ella.
Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al  rosal  para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar,  sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
—Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.
Ella volvió a hablar.
—Andate —dijo.
No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.
Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.



*De “El padre y otras historias”.









FRAGMENTACIONES*




1


Las garzas
pasan por ti como las nubes,
aprenderás
de lo que jamás has olvidado
aprender,
cuando ya no vueles.



2


Miras las aguas del arroyuelo
fluir
y sientes con nostalgia
los crujidos
de las piedras
despertar, a la que fuiste,
antes de conocer
a la que
ahora eres.



3


Eras la rosa que ahora florece
de aquellas manos
que
jamás aceptaron el filo
de tus espinas,
o pigmentaron tu color
con sangre.


*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es











PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR*



*Por Celso H Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar



I


Seguramente en los años cincuenta, Salta ya era “La Linda”, con sus cerros pintorescos tan vestidos de verde, rodeando la ciudad; sus caminos de cornisa donde uno suele humedecerse de nubes, ver los valles ondulados con aquellas vaquitas diminutas como pintadas, pastando; y saliendo de una curva angustiosa los reflejos de un prístino lago, con un dique de juguete.
Entonces ya, como siempre ha sido, el tierno corazón de una colegiala ensaya atropelladamente los primeros escarceos, de un galope estremecedor en un inmaculado pecho infantil, prendado de un primer amor. Amor que nace con la ilusión de ser amada, un amor que nace como un juego que casi no se puede ocultar, y al compartirlo parece que se agranda, que ocupa todo el mundo.
Eso le pasó a la pequeña Paola, aunque podría ser, o quizás era, a cualquiera de las demás de esa escuela, y de todas las escuelas del mundo; pero sucede que por esto que relato, aquello tan común e inevitable, pasó a trascender en el tiempo de este modo.

Podríamos decir que son cosas de chicos, que es un juego inocente que más o menos nos tocó a todos; pero para las monjas que regían el colegio de varones y niñas anexo a la basílica franciscana de la capital salteña, esas cosas eran censurables e impropias de niñas o niños de bien. Sería una travesura coquetear o presumir, y era posible que el objeto del deseo nunca llegara a enterarse, que no pasara de una sospecha pero aún así, no dejaba de henchir el pecho del elegido. Pero la aventura debía mantenerse sin que las celadoras lo advirtieran. Un caída de ojos, una mirada, una sonrisa; que a esa edad los varones, más lentos en estos lances, no terminaban de interpretar; por eso ellas en sus cabildeos, entre risas y secretitos se decían que los pobres eran unos “babiecas”.
Roberto, de quinto grado, no se daba por enterado, y Paola de cuarto, recurría a su grupito de íntimas para pergeñar nuevas estrategias, ya que al estar ellas en cuarto, sólo compartían el recreo, y siempre rigurosamente sobrevoladas por las miradas vigilantes; por lo que todo debía hacerse con el mayor disimulo.
Así que un día, en el aula, durante una aburridísima clase de historia, mientras el almirante Brown disparaba sus cañones en el Río de la Plata; Paola escribió una pequeña esquela de amor, arrebolada y temblorosa, muy lejos ella de la encendida batalla de nuestro máximo héroe naval, soñando más bien, en la hazaña que planeaban ellas: que una del grupito le alcanzara de sorpresa al desprevenido Roberto, aquellos dos renglones en los que confiaba que la advirtiera, que al fin él se avivara de una buena vez… y desde lejos, ver anhelante qué iría a hacer aquel encumbrado príncipe; seguramente la buscaría con la mirada hasta encontrarla, descubrirla, fijarse en ella, y seguramente, sonreírle amorosamente…




II


De esto y de lo que sigue lo conocimos mi mujer y ya por boca del antiguo sacristán de la esplendorosa basílica de San Francisco en la zona histórica de la ciudad, en una pletórica visita turística. Este hombre, no supimos nunca nosotros por qué estaba tan dispuesto aquella mañana, mientras nos guiaba por el suntuoso templo, uno de los verdaderos altares de nuestra historia; en la que se entrelaza con la campaña del general Belgrano, donde tras aquella gloriosa batalla, funden las campanas con el bronce de sus cañones, dejándole con fervor a Salta un legado y testimonio de su gran victoria. Campanas que suenan en el alto y pintoresco campanil, que tanto luce al frente en el conjunto barroco colonial del emblemático templo franciscano, de marcados tonos que remarcan sus elegantes líneas, volutas y ornamentos, propios de principios del siglo diecinueve.
En la sacristía, en el centro de una enorme sala, hay una mesa de grandes dimensiones, e inamovible, como enclavada; ya que luce un pesadísimo y grueso mármol que admitiría fácilmente veinte personas sentadas a su alrededor, traída de Europa durante la colonia y de Panamá bajada por el Alto Perú a lomo de mulas, y asentada en seis gruesas patas redondas, también de mármol…
Y este escenario, y por esta preciosa mesa, se desató el relato de la historia de la
notita de amor que Roberto nunca llegó a leer. O casi…
­_Ah..¡Sí! Ustedes no saben que pasó con aquel papelito que tenía grabados dos renglones de ansiosas palabras de amor inmaculado y juvenil…_
_¿En dónde habíamos quedado?..._



III


Roberto permanecía un poco retraído, casi apartado, ya que se sentía grandecito, como que ya ciertos juegos no le atraían tanto, y quizás un poco distinto a los demás. En eso una de las compañeritas de Paola se le acerca rozándolo y tratando de poner en su mano el mensaje. Como él no estaba atento, ella tuvo que insistir, haciéndolo más evidente… y ¡Zácate!... Cuando Dios no quiere… Una de las monjas estaba a pocos pasos y de reojo vio algo, y como si hubiera visto al mismísimo diablo, saltó como un resorte, gesticulando a voz en cuello, tratando de obtener aquel objeto que ya era al menos obsceno. Otras monjas corrieron en su auxilio, gritando también aunque no sabían qué ocurría… Pero Roberto, ya con el papelito se largó a correr, escurridizo como un mono por aquel patio de juegos, se metió en la sacristía y en dos segundos estaba escondido bajo la mesa. Sentía afuera el barullo del revuelo, donde todos se agitaban sin saber qué pasaba.
Vio que entre la pata y la mesada de grueso mármol había un intersticio, y apurado metió la notita tan doblada como se la dieron, y la introdujo hasta que desapareció allí escondido, el cuerpo del delito. Luego salió a enfrentar a la Santa Inquisición. Hubo amonestaciones, suspensiones y notas a los padres; las más severas a las niñas partícipes del delito. Salvo muy pocos aquel día, los demás imaginaron cosas, o las mal interpretaron; los colegiales llevaron el tema a sus casas y la cosa de pequeña pasó a crecer y a deformarse; las madres estaban horrorizadas, y la ciudad misma terminó escandalizándose de las vejaciones y quizás violaciones que impidieron las santas monjas del prestigioso colegio. La moral misma de algunas familias se mancillaba en voz baja en las tertulias y en las casas.
Tras aquel bochorno, Paola fue llevada por una tía a Córdoba, donde continuó sus estudios, fue desvinculándose de su ciudad natal, y casi no se supo más de ella.
Roberto pasado el revuelo volvió furtivamente bajo su mesa a buscar la nota, pero no pudo sacarla, por más que tratara. Otro día volvió con un estilete y otros enseres para recuperar la notita, pero al insistir sólo consiguió empujarla más profundamente en la ranura; y alzar la mesa, imposible, ni él ni diez como él… Más adelante también la vida lo llevó a él a vivir muy lejos de su Salta natal…
Pasaron décadas, al menos cinco; y Roberto pudo volver ya hecho un hombre grande y lleno de recuerdos. Nunca olvidó aquella esquela, y pensaba en que mientras envejecía con distintos logros, aquel papelito, quizá amarillento, estaría allí como esperándolo.
Tras los permisos de rigor, y con la ayuda suficiente pudo mover el pesado mármol, alzándolo tan sólo un par de centímetros, y él mismo con sus propios dedos obtuvo tras tanto tiempo, el pequeño trozo de papel, y leer por fin aquellas palabras de amor que tan ilusionada y temblorosa había escrito Paola, aquel lejano día, más de cincuenta años atrás…
Quienes estaban con él en la espaciosa sacristía, asistieron a la emocionada estampa de un rostro compungido, enmarcado por blancos cabellos, de blandas majillas, donde bajaron por un instante, dos gruesas y temblorosas lágrimas, y un hondo e imperceptible suspiro, fue el preludio de un largo y profundo silencio…
Yo me había transportado siguiendo el relato del afable sacristán, tan ensimismado, que también sentí mis ojos humedecidos y en el pecho el corazón como que se me derretía lentamente…
_¡Oh Dios!..._ exclamó, mirando alarmado su reloj, y llevándose una mano a la frente, como asustado…_¡Las doce y quince!..., ¡Y yo no toqué las campanas de las doce!..._ y agregó: _¡Sólo me había pasado una vez en treinta años!!!_
Y se fue presuroso a su repique de campanadas de aquel medio día, en que se retrasaron quince minutos… ¡Por una pequeña notita escrita por una jovencita enamorada, hace más de cincuentas años!



-Avellaneda, Santa Fe; 31/05/2011










*


La noche
se demora entre los pinos
sumisa
a la espera del viento.

Llegará
desde el mar
con la soberanía
de los viejos amantes.

Habrá un leve temblor
entre las ramas,
una música de agua
que conocen
los hombres
de la orilla.

Cuando llegue
la hora de la calma,
besarán
a sus mujeres
con bocas de sal.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com









LO PEOR*



Qué es lo peor, derrumbarse por una despedida, sentir que hay algo que se pierde para siempre y se lleva las propias entrañas, o saber pero saber de veras que uno va a salir adelante, que todo pasa, que el tiempo lima y desdibuja.

La pérdida de la inocencia, la definitiva pérdida de esa inocencia que nos hace creer que alguien es necesario y que nos hace preferir las historias en que la heroína toma veneno cuando muere el amado, en vez de hacer un prudente duelo y seguir vendiendo pan o sellando formularios mientras espera que aparezca otro hombre con el cual casarse y formar una familia.
De jóvenes preferimos las novelas con suicidios por amor. De adultos hemos visto ya muchas recuperaciones y descreemos de los excesos. Qué pena.
Es condescender a la realidad y sobrevivir a medias.
Somos quienes ya saben que todo pasa y se han inmunizado a fuerza de anticuerpos. Somos los sobrevivientes. Duros, eso sí. Y habrá que ver si, sabiendo que el amor no es eterno desde antes de la largada, somos capaces de querer de veras.
Lo peor es ver el circuito desde arriba. Uno sabe desde adónde sale, hasta adónde llega, no sufre demasiado porque el resultado es previsible. Pero no participa de la carrera.
Lo peor es hacer como que se corre, sin correr en realidad, por vaticinar la derrota. Darse por vencido de antemano para evitar el desgaste. No hay nada que mate más que una muerte aceptada de antemano.

Lo peor entonces no es sufrir la pérdida, sino nunca haberse animado a intentar el improbable trámite de realizar un amor.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com










*


¿en qué rumor lejano se hallaba la ternura?
en qué recorte de tu mundo, o en qué vacío
de mi cuerpo
podría renacer

un mínimo gesto

o apenas el recuerdo
improvisado
el rito de la voz
la danza que amanece
entre los árboles



*De Alejandra Alma. almaalma3h@gmail.com








InvenTREN






Esteban y Lucía*


Esta arriba de ese tren pero sabe que no va a ninguna parte, vagamente trata de calmar la soledad con el método que utilizaba su tío después de enviudar por segunda vez a los 85 años. "Contra la soledad del domingo no hay como un viaje en tren" —recuerda con la voz presente de su tío. Se levanta y se dirige al vagón comedor buscando una excusa para estirar las piernas, adelante va una mujer muy agraciada. Al entrar al vagón comedor la mujer casi se tropieza con un hombre que caminaba en sentido contrario sin verla. El hombre observa que de las disculpas ellos pasan casi enseguida a un abrazo. "Sos vos" se dicen, "pasaron 26 años". Como único testigo lamenta no tener mejor oído ni leer los labios. Los reencontrados buscan una mesa, se sientan. El hombre que viaja sin destino los sigue quizá por curiosidad, quizá por darle un acontecimiento rescatable a su vida en este domingo. Encuentra una mesa, puede verlos pero no escuchar. Debe seguir lo que ocurra desde sus gestos.

Los bautiza para poder imaginarlos mejor: él se llama Esteban y ella tiene cara de Lucía. Esteban tiene entre 55 y 60 años. Vive solo o con padres ancianos. Lucía aparenta una década menos que él. No esta sola de hombre aunque la soledad es la sombra de sus pasos.
Se ríen mucho. De pronto Esteban ha recuperado la postura de un hombre joven. "Llevo tu beso perenne en mis labios" quisiera decir Esteban. Ella le toma delicadamente la mano, la acerca a su boca y le besa ese dedo que transporta un hechizo compartido hace muchos años. No, no fueron amantes. Despliegan un cariño que solo puede dar una bella amistad. Hace frío, aun en este comedor donde hay vapores de café y tibiezas de cocina. Esperan el pedido tomados de la mano. Cuando la moza llega a la mesa desprenden sus manos con incomodidad. Después del café con leche aparecen ataduras, dolores expresados en el relato de los rostros.

—26 años es mucho tiempo—

Lucía le recuerda que "El lenguaje es una piel", saca un libro de su cartera. Le lee largo rato a Esteban. "La vida es un milagro". "Encontrarse vivos y mutuamente sensibles es aún más milagroso". Con los celulares se muestran fotos. Se brindan expresiones de ternura.
—Son las fotos de los hijos. Intuye el observador. El tren va a detenerse en una estación. Ellos se levantan. El hombre sabe que se van a bajar de ese tren. Hermoso día para refundar el mundo con sus propios pasos —deberían decirse.
El hombre se asoma por la ventanilla. Los ve irse tomados de la mano. Llevan una promesa de futuro.
Seguramente no les interesa ni el nombre de la estación, pero en el cartel se lee "San Sebastián".


*De Eduardo Francisco Coiro



***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 JOSE RAMÓN SOJO.

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:

PARADA KM 79

ENRIQUE FYNN.  PLOMER.  
KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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