viernes, febrero 19, 2016

EDICIÓN FEBRERO 2016



*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina










INDECISION*



No debía haber entrado en aquella pequeña habitación en la que se quedó encerrado. Al tacto se dio cuenta de que a pesar de lo reducido de la misma había una puerta en cada pared. A la luz del mechero descubrió que estas tenían un letrero colocado a la altura de los ojos y vio también dos puertas más, una en el techo y otra en el suelo.
Vio claro que era un punto sin retorno porque no había manera de identificar por donde había entrado. Y vio claro también que debería escoger una puerta jugándose su futuro a tenor de la que eligiera. Un dilema de cuatro puntos cardinales mas el techo y el suelo.
En la puerta Norte la leyenda decía:
"La guía, el punto magnético, frío en el alma"
La desechó por no considerarse un líder y por miedo.
En la puerta Sur rezaba:
"Vida escasa, temperatura extrema, soledad"
Ni pensar en esta, sentirse solo siempre fue uno de sus temores.
En la puerta Este se podía leer:
"Especies y aromas, sueños vanos, pasión culpable"
Rechazó esta posibilidad por temor a las culpabilidades, aunque no se sentía culpable de nada.
En la puerta Oeste había escrito:
"Ocaso, mares embravecidos, distancia infinita"
Esta opción le dio más miedo aún que la anterior. Miedo a lo desconocido, a lo oscuro. ¡No!
En la puerta del techo leyó:
"Solamente para almas puras".
Ahí sabía que no tenía opción alguna.
Miró al suelo buscando el letrero y no lo halló.
Supo que tenía que decidirse rápidamente y que no debía escoger el suelo, a pesar de no haber nada escrito y precisamente por eso. Estaba en un mar de dudas y los minutos iban pasando. Se dio prisa a si mismo consciente de que no le quedaba tiempo y tomó una decisión. Se giró y en el momento que estaba delante de la puerta escogida se abrió el suelo y cayó. Cayó irremediablemente en una caída sin fin, cayó hacia la nada infinita mientras pensaba que su indecisión le había llevado a un destino inconcreto y eterno


*De Joan Mateu. joan@zarca.es










El cuarto oscuro*


Uno de mis placeres
cuando era niño
era estar
en puntas de pie
al lado de mi padre
y verlo revelar
sus placas.

Pasábamos horas
así.

Había una luz roja
en el cuarto.

Al principio
no se veía nada,
luego unas manchas,
una formas,
hasta que al fin
toda la escena
aparecía:
una vista del campo,
un río,
una fiesta de Navidad,
futbolistas de Luton Town.

Parecían
pequeños milagros.

Cuando me pongo
a escribir,
el cuarto está oscuro
y no hay nada
salvo la luz azul
de la pantalla
y un rectángulo blanco
y un sentimiento,
una imagen,
la memoria de algo real
o soñado,
ideas
que poco a poco
toman forma.



*De Robert Gurney. bob@verpress.com
*Antología Poética de Robert Gurney, Lord Byron Ediciones, Madrid, 2016.











PRESENCIAS*



Queda la casa en el pueblo, y esa esquina donde me dijiste adiós para siempre. Los que no quedan son los plátanos ni sus hojas que regaban el suelo en ese Otoño que se fue para morirse, como los años encimándose sobre nosotros, impiadosos y crueles y siempre pegando en los límites de aquella adolescencia ya muerta.
De qué socavón oscuro de silencios puede guardarse ese perimido sentimiento, es pureza que percudió el oprobio de los años que nos arrinconan ante la luz que se apagó ante los ojos sin fe.
Pero siempre quedan los árboles, aunque no son aquellos añosos plátanos que es memoria de los más viejos a los que acompañaron con su sombra propicia, protectora y esperada.
Los árboles, quiero decir, los más nuevos, los que se interponen entre los duros rayos del sol y la desidia de la gente que presurosamente realiza sus trámites para huir cuanto antes de la canícula de este verano que no da un segundo de resuello y cuando llega el atardecer una nube literal de mosquitos acosa al viandante distraído o al incauto que sacó su silla a la vereda para “tomar fresco” con naturalidad, como era en otro tiempo. Pero esos son otros tiempos, y uno lo debe comprender.
Una pequeña población rodeada de verde, de árboles muy altos, algunos álamos, unas tipas empecinadas que resisten en las afueras, los paraísos que la comuna planta en las veredas, los pastizales que cubren los zanjones, los espejos de agua que festonean las orillas, todo contribuye para que el lugar sea realmente placentero. Si uno mira los bañados que las numerosas aves acuáticas sobrevuelan en amplios círculos apenas un ser humano se acerca, por más cuidado o sigilo que ponga, nada merece su confianza y ni qué decir si se produce un disparo que va extendiendo sus ondas sonoras por el confín de los campos.
El ruido imparable de los batracios permanece impertérrito como si no perteneciera a este mundo sino a uno paralelo donde cada cual produce su propio ruido que no es precisamente el tono de Mozart.
Cuando las calles eran de tierra polvorienta y sólo las iguanas y las mariposas cruzaban en días estivales donde el  sol caía a plomo esa quietud se quebraba con el paso de unos perros vagabundos peleándose o un carro que rechinaba con su negligente pachorra.
Ahora con el asfalto que cubre todas las calles del pueblo, que cruzan autos y chatas cero kilómetro, veloces, distintas maquinarias agrícolas y camiones con una altura que excede el piso superior de una casa, uno desearía por un minuto esa calle de tierra, ese silencio, esa modorra en que el pueblo se solazaba esperando el sulky traqueteante del viejito Ortali, con su sombrero que le cubría la cara angulosa con los huesos pronto a salirse de madre y rodar hasta las zanjas que cubren gramillas cubiertas de polvo.



*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar













ESPINO Y AVE*



Hoy quiero salir del peso de palabras sombrías.
Escapar de su prisión. Hacer el ejercicio
luminoso de decir el pensamiento
que sutura heridas.
Decir, por ejemplo
respiro.

Nombrar un milagro;
hijos.

Imaginar un imposible;
tener frente a mi casa, un río.

O sentir que puedo
modelar la arcilla de esta tarde
y hacer con ella, amorosamente
la silueta de quien fui; el espino y su ave.

Tan simple. Tan lejos. Tan mío.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar












Detrás de oscuramente fuerte*



*Por Antonio Dal Masetto.



–Había una vez –dice la narradora de historias de mi infancia, mientras nosotros sentados en el piso alrededor nos arrimamos un poco más al fuego y nos preparamos a escuchar.

–Una vez –dice el eco de la alta y gran habitación sólo alumbrada por el resplandor de las llamas del hogar.

–Había una vez un nadador –sigue la narradora.

–Un nadador –repite el eco.

–Avanzaba por un río de montaña, a favor de la corriente. Perseguía un pez rojo. No tenía en la vida otra actividad que ésa: nadar. Y ningún otro objetivo que la caza de aquel pez.

–La caza de aquel pez.

–El nadador era un ser altivo y solitario.

–Altivo y solitario.

–Avanzaba a grandes brazadas, firmes y regulares. No era buena época para nadar, comienzos de primavera, las aguas estaban heladas. De vez en cuando hundía la cabeza y atisbaba a través de la corriente. El pez huía allá adelante, lejos y rápido. Tenía un intenso color rojo que lo hacía visible aun en la espuma.

–Aun en la espuma.

–Aparentemente no había muchas posibilidades de alcanzarlo y el esfuerzo podría haber parecido inútil. Pero el nadador, aunque no pensara en ello, sabía instintivamente que hay un tiempo para la persecución y otro para la captura. Por ahora lo único que podía hacer era mantenerse en el centro de la corriente. Lo guiaba una certeza: algún día, alguna noche, todo cambiaría y algo nuevo debería ocurrir.

–Algo nuevo debería ocurrir.

–De vez en cuando se sumergía y volvía a indagar más allá de los remolinos. Y si en algún momento no lograba ver al pez rojo, se esforzaba por imaginarlo, trataba de que nada penetrara en su mente que no fuese aquella imagen.

–Que no fuese aquella imagen.

–Oscureció y siguió su carrera bajo las estrellas. Amaneció, volvió a oscurecer y así durante muchos días. Pero la mayor dificultad para el nadador era la cercanía de la tierra.

–La cercanía de la tierra.

–Debía apelar a toda su capacidad y concentración para evitar la costa que se le venía encima en cada curva. Sabía que si la tocaba estaría perdido, su voluntad flaquearía, se quedaría allí, elegiría la comodidad y el sueño, la imagen que había estado persiguiendo desaparecería, él mismo dejaría de sentir interés por el pez y olvidaría poco a poco la razón que lo había mantenido en el agua y nadando durante tanto tiempo.

–Durante tanto tiempo.

–Y había momentos en que las orillas ofrecían un aspecto realmente inocente y seductor. Para no sucumbir, el nadador se repetía que cuanto estuviese más allá del río era su enemigo, que no se tenía más que a sí mismo, su voluntad y su obstinación. Por lo tanto, buscaba siempre el centro y la turbulencia.

–El centro y la turbulencia.

–La corriente era su único refugio. Pero a diferencia de otros refugios, de los muchos que poblaban el mundo, el suyo no le permitía descanso, le exigía una actividad permanente, ingrata y agotadora. Y así seguía braceando, se sumergía y volvía a emerger.


–Veía desfilar paisajes cambiantes, casas aisladas, pueblos, días serenos, noches amplias y tranquilas. El seguía.

–Seguía.

–A veces, una figura detenida en la orilla o en la mitad de un puente parecía saludarlo o invitarlo a detenerse. Fue pasando el tiempo, fueron pasando las estaciones. Verano, otoño, invierno, nuevamente la primavera. Aquel era un río que recorría toda la Tierra y ese viaje podía no haber terminado nunca.

–Nunca.

–Sin embargo, un día la correntada disminuyó de intensidad, las márgenes se alejaron y el nadador desembocó en un remanso de agua transparente.

–Agua transparente.

–En el centro, en el fondo, quieto, luminoso, entregado, el pez rojo lo estaba esperando.

–Estaba esperando.



(Publicada el 13 de noviembre de 1990)












Grandeza*

(A mi padre)


Está tu corazón
en cada limonero
que sombrea la huerta,
en cada flor
que luce este jardín.

En la tierra sembrada,
en la mesa tendida
y en el fuego encendido
del invierno.

Y tu amor
confundido en lo diario,
cobijo permanente
que casi no se ve.

Llevas en tus raíces
pesares olvidados
y en tu sonrisa tibia
no caben otras galas
que las simples,
pequeñas,
grandezas de la vida.



*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell










*


Por las ventanas,
siempre entraba luz.
Mamá
tenía cierta obsesión
con el encierro:
se sofocaba
si cerraba los postigos.

La casa se abría
hacia los otros
en un orden aplicado
sin esfuerzo.
La mesa
y las seis correctas sillas
y el mantelito de chochet
sosteniendo las flores.

Nosotras
también éramos prolijas
con la ropa
planchada con esmero
y las trenzas perfectas
en la espalda.

Éramos
altas y delgadas
y sabíamos sonreír
a las visitas.
Papá y mamá
estaban felizmente
casados para siempre.

¿Cuál es la sombra,
entonces,
que oscurece mi memoria
cuando pienso
en la casa iluminada?


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com













Tras ella*

(A mi padre)



¿Cómo decirte adiós
si eres sombra en su sombra,
si se ha ido tu alma
detrás de la viajera?

Ya estás lejos
aunque pueda tocarte,
me lo dicen tus ojos
me lo dicen tus manos,
me lo dice la pena
con que miras las cosas.

Sus alas peregrinas
se lanzaron al vuelo
y te fuiste con ella,
para siempre te fuiste.
Solo quedó tu sombra,
mi querido árbol triste,
se murieron los pájaros
que tenías en el alma.

Si no sabes más forma
que teniéndola cerca
¿cómo encuentro yo el modo
de no pensarlos juntos?

Ya es hora, lo sabemos,
así son de inflexibles
los amores perennes.
Ve tranquilo, te espera,
amor mío, mi vida.



*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell











*


"El amo desdeña toda forma de amor: ni dar ni recibir. Está brutalmente solo y no sólo no lame sus heridas sino que las abre con absoluto desprecio".


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
(De mi novela "Hace miedo aquí", Página Doce, Literatura fantástica, Buenos Aires, 2004)







InvenTREN
http://inventren.blogspot.com/




Destiempos*



*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



Hace tiempo que perdí la cuenta de las veces que alguien me acusó de soberbia, sin más motivo que unas palabras leídas o escuchadas en alguna parte. Las más de las veces -no deja de ser curioso- fue por tratar de desenmascarar a cerdos con piel de cordero (en contra del dicho popular, no son los lobos quienes se disfrazan de cordero, sino los cerdos. Miles de mujeres de todos los lugares del mundo podrán corroborar esta afirmación). Nunca me defendí de esas acusaciones: probablemente no sean del todo infundadas. No obstante, siempre me he preguntado si esta soberbia que me achacan -y de la que soy culpable- es realmente un defecto más terrible que la falsa modestia de quienes lanzan dichas acusaciones. Cuestión de poca importancia es ésta, tienen ustedes razón. Si lo mencioné es porque de algún modo está relacionado con lo que vine a hacer a esta parte del mundo.
He viajado algo. No demasiado, pero lo suficiente para comprender que un viaje es algo que sucede dentro de uno, no fuera. Por eso, ahora, cuando me dispongo a bajar del tren que me ha traído hasta aquí, sé que el tren, el pueblo, los páramos atravesados, la tierra amarillenta, los viajeros sonrientes y los viajeros huraños, son algo que está dentro de mí, que forma parte de mí. Por eso, a pesar de todo, no tengo miedo.
¿Por qué habría de tener miedo? se preguntará quien hasta aquí haya llegado. Pronto iremos con eso. Pero antes deberé explicar los sucesos que se encadenaron para traerme hasta Indacochea. Y ahí es donde entra la soberbia.

Sucedió que un desconocido me envió un mail. Se confesaba argentino y detallaba la ubicación exacta del lugar donde habitaba, así como algunas particularidades del mismo. Tras estas formalidades, a las que presté poca o ninguna atención, de forma amable pero inequívoca me acusaba de haberle plagiado. Según su parecer, mi relato "La transición del hielo" se asemejaba sospechosamente a uno que él había escrito años atrás y cuyo título era "Labio mudo". Añadía una serie de datos complementarios, tales como fecha de publicación, editor, etc. Y como colofón adjuntaba ambos relatos, el suyo y el mío, en archivos de texto separados.
De entrada me indigné porque la acusación era falsa. Después pensé que no merecía la pena hacerse mala sangre y borré el mensaje sin la menor intención de responder a él. No obstante, tras una ducha, un buen paseo y el posterior descanso a la sombra contemplando los patos, me pareció que al menos debería leer su relato para saber en qué se basaba la ridícula infamia.
Y así lo hice nada más regresar. Recuperé el mensaje (por suerte siempre me demoro un tiempo en vaciar la papelera de reciclaje), descargué los adjuntos y leí. Ciertamente, existían un par de similitudes superficiales, pero nada más. Me pareció tan absurdo como si el tipo hubiese argumentado que la acción de ambas historias transcurría en una misma ciudad no inventada. Justamente así -con cierto grado de ironía- se lo hice saber en mi respuesta (que, después de todo, no podía dejar de producirse) añadiendo que ni lo conocía a él ni conocía su obra, por lo que sus acusaciones no sólo carecían de fundamento, sino que eran completamente descabelladas. También le rogaba que antes de calumniar a otra persona, en especial si esa persona era yo, leyese con atención y cautela para, de ese modo, no caer en el error de confundir una cosa con otra. Creí que mi mensaje era lo bastante severo para que el asunto quedase zanjado ahí.

Me equivoqué. Unos días más tarde, llegó su respuesta. En esta ocasión se trataba de otro relato: "Los días del perro", que según su versión yo habría convertido en mi "Ópera con lluvia". El tono del mensaje era seco y pretendía ser hiriente. Al principio me hizo gracia, la verdad. Pero en cuanto empecé a leer, me invadió una sensación de desasosiego que en algunos momentos se teñía de incredulidad. En efecto, ambos relatos se parecían. No se trataba ya de dos o tres detalles nimios como en el caso anterior. El lenguaje y el estilo eran diferentes, los lugares no eran los mismos, los nombres de los protagonistas eran distintos, pero lo que se contaba en uno y otro difería muy poco. Yo estaba seguro de no haber leído jamás aquel cuento. ¿O tal vez lo leyese mucho tiempo atrás y lo olvidase luego, como confiesa Borges en relación a un cuento de Papini? Eso me hizo pensar en la fecha, que me apresuré a comprobar.

Mi confusión no disminuyó al averiguar que en este caso su cuento era más reciente que el mío. Lógicamente (¿lógicamente?) sospeché que era él quien me estaba plagiando a mí. Pero entonces -era inevitable preguntárselo- ¿por qué me acusaba? Pospuse esta duda para más adelante y contesté al mensaje en un tono todavía más arrogante que el empleado por mi interlocutor. Le hice notar el detalle de las fechas y le acusé de ser él quien plagiaba. También manifesté mi estupor ante sus injustificables acusaciones y hasta insinué la posibilidad de presentar una denuncia contra él.

Su posterior respuesta (que apenas tardó un par de días) rebosaba incredulidad. Jamás -afirmaba- se le había pasado por la cabeza la idea de plagiar a nadie. Y menos -añadía- a alguien a quien estaba seguro de no haber leído nunca antes. Obviamente, había algún error en las fechas -el obviamente quedaba atenuado por el tono inseguro de algunas otras afirmaciones- pero lo que era seguro -insistía- era que si había un plagiador -no dejé de notar ese condicional que significaba una nueva vía de comunicación, ajena tal vez a la disputa que cabía prever teniendo en cuenta el curso que estaba tomando todo el asunto- no era él.

Porque la historia empezaba a cansarme, mi respuesta fue escueta. "Lo que vale para usted -escribí- vale para mí. Yo no plagio. Tal vez sí me haya leído antes y no lo recuerde" -brevemente introduje la anécdota de Borges y Papini- "En cualquier caso, le rogaría que retirase ese cuento que tanto se parece a mi "Ópera con lluvia" de la web donde se publicó. Atentamente."
Pasó una semana y creí que todo se normalizaba. Además, otros asuntos más agradables habían ocupado mis horas en esos días y tenía el tema bastante olvidado. Hasta que llegó el siguiente correo. En él se hacía referencia a otros seis cuentos (tres suyos y tres míos). Su "Endiablado fagot" era calcado a mi "Musa abandonada", salvo por el estilo, naturalmente. En los otros dos casos, los cuentos eran aparentemente distintos, pero poniendo atención a sus símbolos y al significado oculto, no quedaban dudas: Unos eran clones de los otros. Pensé que el tipo trataba de tomarme el pelo; pensé que lo hacía simplemente por aburrimiento; luego pensé que estaba loco y que mejor sería olvidarse de todo ese embrollo. Tomé un analgésico y me puse a navegar por Internet, tratando de borrar acaso la desagradable sensación que me había dejado la lectura de aquellos cuentos.
Después de un rato leyendo noticias increíblemente parecidas a las noticias del día anterior y del mes anterior (crisis económica, corrupción, tornados, USA planeando bombardear algún país, mucho deporte –eficaz antídoto contra el nocivo vicio de pensar– y más corrupción), sin darme cuenta puse el nombre del tipo en el buscador y comencé a adentrarme en su mundo. Comprobé que muchos de sus relatos habían sido publicados en revistas electrónicas o en páginas de contenido literario. Leí uno al azar, por puro aburrimiento (o eso me hice creer entonces). Ya sin sorpresa, fui redescubriendo mis propios relatos en los de aquel desconocido. Leí durante horas. Creo que ya sólo me movía la curiosidad de saber si ese reflejo era infinito, el anhelo de hallar un relato que rompiese ese patrón. No sucedió. Pensé (quise pensar) que alguien dijo –o escribió-  en una ocasión que todo ya había sido escrito y ahora sólo reescribíamos; que tal vez, después de todo, la originalidad no existe. Pero todo fue en vano. Se apoderó de mí una intensa tristeza, y melancólicamente me dije que también eso era un reflejo.

Rescaté entonces el mensaje original del desconocido y lo leí con atención. En él narra que vive en un lugar llamado Indacochea, en la provincia de Buenos Aires. Lo llama lugar, -aclara- porque "tal vez pueblo sea un término exagerado para definir esos escasos edificios bajos y esa estación abandonada". Dice que habita una casa de dos plantas que no comparte con nadie. Que las pocas personas que hay por allí se dedican a pescar. Pero él no pesca ni hace nada. Salvo escribir. A veces. O sentarse a la orilla del Río Salado y pensar. O simplemente contemplar las aguas y las riberas mientras transcurre el tiempo que se lo va llevando, igual que la corriente se lleva las ramitas que en él flotan río abajo. De su explicación se desprende la idea de que habita un desierto que es más grande que el nombre que lo define.
Yo vivo en una gran ciudad que se asemeja pavorosamente a un desierto. Escribo o me siento a la orilla del río Ebro a contemplar las aguas y los patos. Mientras el tiempo fluye. Al leer me doy cuenta: No somos dos personas diferentes, sino una misma persona viviendo dos vidas paralelas en lugares distintos. ¡Cómo no íbamos a escribir lo mismo, aunque de otro modo!
Mandé un mail expresando estas ideas un tanto confusas. Fui tajante. Había que solucionar esto de un modo u otro. "Sería conveniente (eufemismo que muy bien podría cambiarse por imprescindible) -aclaré- que nos viésemos. Allá o acá. Donde sea". El habló de la completa imposibilidad de emprender un viaje. Imposible para él conseguir la plata necesaria para el pasaje de avión. Demasiados kilómetros…
Mi dificultad no era menor; la única diferencia era mi resolución para zanjar el asunto definitivamente. Conté el poco dinero que tenía; vendí las dos o tres cosas de valor que me restaban; pedí prestado. Con todo, pude juntar la plata necesaria. Sabía que nunca podría devolver los favores ni el dinero, pero ¿qué importancia podía tener todo eso? Si alguna vez regresaba…
Escribir no es gratis -pensé mientras hacía el escueto equipaje-. Entraña un riesgo. Uno puede encontrarse de repente o perderse para siempre entre esas encrucijadas. Los pensamientos son trenes que se niegan a seguir el itinerario de las vías. ¿Puede haber algo más peligroso en estos tiempos?

Y ahora estoy acá. En Indacochea. La estación quedó atrás. Una vereda de tierra me conduce hacia donde debo ir. Es como si mi voluntad, ahora, no contase. Mientras camino no puedo evadirme al sentimiento de familiaridad que me despierta  todo esto. Los árboles son como los árboles bajo los que alguna vez he paseado; el rumor del río resuena igual que el río que pervive en mi memoria y que acaso es la suma o la yuxtaposición de todos los ríos que en mi vida atravesé o bordeé; los pájaros entonan las mismas melodías que en otro tiempo escuché...
-El lector atento no habrá pasado por alto un detalle: Lo que estoy contando, según las evidencias, sucede hacia los años finales de la primera década del siglo XXI o los iniciales de la segunda. Pero el último tren a Indacochea vino en 1977. Dejaré que sea ese mismo lector quien aclare este modesto entuerto, porque el tiempo ya no me da para más: Estoy llegando ante la casa a la que me dirijo.-
Me detengo a unos metros. Respiro profundamente mientras contemplo la fachada. Una inmensa quietud me rodea. Dejo la maleta en el suelo, junto al umbral, y golpeo la puerta.
Lentamente, como las campanas de las iglesias en el toque de difuntos, los golpes resuenan en la hoja de madera vieja.
Lentamente, con esa lentitud que sólo es posible en el Sur, la puerta se abre.




-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!





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