domingo, octubre 14, 2018

EDICIÓN OCTUBRE 2018.


*Foto de Katrin Leydel.
Cliffs Of Moher - Galway, Irlanda.










Ayer soñé una vez más con la terraza.*


*De Daniela Camozzi



Pero no era mamá descolgando
con cuidado la ropa
para que nada rozase
la suciedad del piso.

Era yo la que subía
llevando en mis brazos
a un hombre
para ayudarlo a flotar
en un lago suspendido
sobre el techo gris
de nuestra casa
sin terminar.

Desperté con la sensación
del agua en el cuerpo
y pensé: este es
otro cuento de amor
total y puro, una variación
del sueño recurrente,
sobreimpreso en el paisaje
de mi infancia.

Ahora
que ya no siento esa agua,
me invade una nota nueva:
quizá no era un hombre
sino el hijo que no tuve,
al que nunca llevaré
flotando en una pileta
como hacen esas madres
tan distintas a la mía.
Esas que aprenden
a nadar con ellos,
los abrazan y después
aprenden a soltarlos.


(De "La brecha que existe entre los cuerpos", Baltasara, 2018).



-Daniela Camozzi Nació en Haedo, Provincia de Buenos Aires, en 1969. Publicó los libros de poemas: La felicidad ajena (Huesos de Jibia, 2008), Mones Cazón (Ediciones del Dock, 2015), El amor en Blade Runner (Espiral 6, 2016, con ilustraciones de Bruno Rota) y La brecha que existe entre los cuerpos (Baltasara Editora, 2018). Tradujo, entre otras obras: Canción de cuna y otros poemas, de Joseph Brodsky (Huesos de Jibia, 2009, con Walter Cassara), Donde sea que vaya y otros poemas, de Muriel Rukeyser (Viajero Insomne, 2015) y La cúpula de cristal de Amy Lowell (Mágicas Naranjas, 2018).

-Administra el sitio https://lareconstrucciondeldeseo.com/ y, con la traductora y fotógrafa Isadora Paolucci, el blog de traducción de poesía: https://siempreotrocielo.wordpress.com/.
-Integra el colectivo Espiral 6 y la organización social No Tan Distintas.













Una elección involuntaria*



*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com



¿Se puede adoptar a un gato o lo que sucede es que él te adopta a ti? La condición salvaje del gato, su independencia, sus regateos, apuntan a una elección del felino que, con el tiempo, se reafirma. Cierto, le abres la puerta de tu casa, le compras comida, sin embargo él no se entrega inmediatamente, tiene que pasar un tiempo de adaptación, de conjuntar costumbres y personalidades. En el gato hay mucho de sutileza y poco de obvio. Por esta razón no hay nada más artificial que acudir a la tienda de mascotas a observar gatos tras un cristal, sacar la billetera, contar el dinero y escoger uno como si fuera un nuevo electrodoméstico o un mueble. Un gato no está hecho para venderse sino para encontrarse por azar. Se adueña de tu territorio deambulando sobre las baldosas, durmiendo en un sillón, mirando por la ventana la inmovilidad de la tarde. Si el perro parece un niño con su ansiedad, sus ladridos sin control, sus saltos, el gato es un adulto que nos mira desde su escepticismo, su misantropía, su silencio. Esta característica lo convierte en objeto de odios y temores. El hombre, haciendo gala de su soberbia, ha creído durante muchos siglos que su destino es dominar a las bestias, explotarlas. El gato se resiste a este destino, incluso, aprovecha la fascinación que despierta para sacar ventaja y manipularnos a su antojo.

El gato, además de su transcurrir escurridizo, parece un animal hecho de silencio. La historia, en algunos casos, reafirma el imaginario popular que considera a los gatos como seres diabólicos, compañeros de brujas, que traicionan o que sirven como anzuelos para hechizar a los incautos. El historiador francés Jules Michelet lo pone como compañero de la mujer en su tránsito de sacerdotisa a bruja. Robert Darnton en su libro La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa habla de cofradías de sirvientes o artesanos que utilizaban a los gatos como chivos expiatorios: los personificaban como su fueran sus patrones y, en una inútil venganza, los sacrificaban metiéndolos en un saco al que le prendían fuego. Sin embargo, no todas las culturas han vilipendiado a los felinos, James George Frazer en su estudio clásico La rama dorada refiere que en muchas partes de Java para provocar la lluvia se bañan dos gatos, macho y hembra; a veces, para reforzar el rito, son llevados en procesión y con música. No está de más recordar la fascinación que despertaron en los egipcios al grado de embalsamarlos, costumbre reservada para los seres divinos.

Alguna vez le preguntaron al escritor estadunidense Ernest Hemingway por qué tenía tantos gatos. “Un gato te lleva a otro”, respondió. En su casa en Florida vagabundean los descendientes de sus gatos. Los turistas los distinguen por una mutación genética en las patas delanteras que cuentan con un dedo de más. Muchos escritores han adoptado gatos en la vida real y, también, los han convertido en protagonistas de sus historias. ¿Por qué esta relación? Aventuro una hipótesis: la literatura se construye poco a poco, como un gato que acecha a su presa. No se puede atrapar una buena historia sin antes asediarla, bosquejar sus primeros incidentes. También, como en el arte, hay un elemento lúdico que puede asociarse a las cabriolas de uno de ellos. Podemos imaginar al creador del ensayo moderno, Michel de Montaigne, contemplar el juego de su gata y, después, redactar estas líneas para L’apologie de Raymond Sebond: “cuando juego con mi gata, quién sabe si ella no me toma por su pasatiempo tanto como yo lo hago con ella”.

La literatura también da voz a los gatos en obras singulares como Opiniones del gato Murr de E.T.A. Hoffmann y Soy un gato de Natsume Sōseki; en ambas historias estos animales cuentan con ironía su relación con los humanos y descubren, inmisericordes, nuestros defectos. Incluso un monje tibetano, Lobsang Rampa, fue intérprete de su gata Fifí bigotes grises para que escribiera un libro. En otras obras que publicó hace varias décadas cuenta que en el Tíbet hay gatos siameses, fieros custodios de los templos sagrados que matan a los ladrones que intentan saquearlos. Héctor A. Murena es, quizás, autor de uno de los mejores cuentos sobre estos animales. En “El gato” aborda el exilio de un hombre en un pequeño cuarto de alquiler. En su nuevo hogar descubre un felino y comparte con él espacio y tiempo. Transcurren los días y el hombre se aleja cada vez más del mundo al grado de no salir a la calle. Además, su percepción cambia, se vuelve más receptivo a los olores, a los sonidos. Pasa días enteros echado en la cama, acompañado por el gato. Un día van a la pensión a buscarlo, tocan la puerta y el hombre, en lugar de hablar, emite un largo y perezoso maullido. La transformación se ha llevado a cabo.



*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.












Aquilina*



Ella viene en un barco pesquero, huye con su marido de la guerra. El temblor de las olas coincide con la incertidumbre de los que emigran con lo puesto. Dedos congelados, narices rojas, dientes apretados. La humedad hostil y gruesa del traslado compone un ambiente de alarma y sobresalto. El aire marino estruja la respiración.
Ella, a pesar de todo, no permite que el viento robe sus modales ni elegancia. Sus ojos de color turquesa noble, observan el tiempo para arribar a tierra.
No hay lágrimas, sólo acentos extraños en sus labios. La labilidad de su figura contrasta con su gorro de piel.
Ha dejado todo, sus parientes, sus siervos, y su altanería. Logra contentarse con el samovar que tiene su escudo real.
Su alma cristalizada en restos de rojo político y de supervivencia la han convertido en una foto.
Su imagen cuando llegue a su destino, por el momento incierto, caprichoso, escalará vital en sus hijos, con la ofrenda de libertad.
Ella es mi abuela, que no conocí.-


-A Aquilina Squiva de Akimenco.













ANNA*



*De Antonio Dal Masetto.


También esta noche, como siempre que el sueño no viene, el hombre sale a caminar sin dirección, fuma y sus pasos y sus divagaciones lo llevan lejos. Nubes fugitivas en el cielo nocturno, temblor de luna, reflejos de faroles en las calles empedradas, árboles podados, ramas apiladas sobre las veredas y, al doblar una esquina, una muchacha detenida en la mitad de la cuadra, una sorpresa, un descubrimiento para el hombre que deambula por la ciudad vacía.
La muchacha permanece vuelta hacia él, tiene flores en las manos.
También el hombre se detiene y ahí quedan, observándose. Y en esa pausa, en el silencio, el hombre comprende, como en una revelación, que el nombre de la muchacha es Anna y que las flores son para él.
Después ella da media vuelta y comienza a caminar y el hombre la sigue y no acorta la distancia, y avanzan por calles y calles, entre las casas mudas y los gatos, y siempre hay nubes arriba y temblores de luna, y de tanto en tanto la muchacha gira la cabeza, tal vez para comprobar si el hombre continúa detrás, tal vez para alentarlo a que no deje de escoltarla.
Y allá van.
Ahora el hombre sabe que el de esta noche no es un paseo gratuito, que la muchacha que lo precede ha venido a convocarlo. Entiende que es tiempo de balances, rendiciones de cuentas.
El aire está poblado de señales, voces rotas, llamados difusos, rubores de la memoria, nombres trabajosamente rescatados, enarbolados por encima de muertes, olvidos, desprecios e ironías, nombres que vuelven intermitentes con los rumores que el viento trae un instante y arroja nuevamente a las aguas de la noche.
Y el hombre, a la distancia, intenta comunicarse con la muchacha, y sus palabras son confusas y no pasan de ser un balbuceo lento, aunque confía en que ella, allá adelante, lo escuche. El hombre murmura: En esta tierra condenada, agobiada de pérdidas, tierra arrasada, tierra de miserias y de atrocidades, no me resultará fácil hablarte.
Y en eso se queda, no hay mucho más en su cabeza.
Y van.
Y hay más calles y faroles y jardines y plazas. Y de tanto en tanto el hombre reinicia su discurso entrecortado: En esta tierra condenada, agobiada, arrasada, no me será fácil, no me será fácil, no me será fácil. Y así. Una vez, dos, tres, muchas.
Después renuncia a las palabras. Ya no importa su pobreza, las ideas que no acuden o que la imaginación niega. Ya no importan la confusión, la falta de claridad. Ya no importa nada de eso. Porque ahí está la muchacha marcando camino, guiando, abriendo una brecha, despejando. La volátil y firme figura de la muchacha nocturna, imagen que no transige, que no sucumbe, que no habla de derrotas, pero sí de firmezas y permanencias, y de una obstinada libertad.
Paso ligero de la muchacha a través de la ciudad dormida, reverenciando, enalteciendo, rescatando cada hebra del tejido de esta hora. Entonces, una vez más, alrededor el aire vibra de sabor de juventudes. Caminar detrás de la muchacha por calles de nuevo familiares, en este setiembre cambiante, después de tantas voluntarias o forzadas renuncias, después de tantos voluntarios o forzados destierros, es retomar viejas sendas y descubrirse entero y dispuesto, sacudido por estremecimientos olvidados, inconsciencias, locuras, alimentos para raíces de días nuevos.
La noche se carga de certezas, aquella figura va opacando dudas, pone ráfagas de asombro en el silencio. Y nuevamente la muchacha gira la cabeza, muestra brevemente su perfil y todo el tiempo parecería decir: También éste, como siempre, como todos, precisamente éste, es el momento decisivo.


-El texto "Anna" pertenece al libro "Señores más señoras".













AUSENCIA DE COLOR*



Ya no habrá para mi cielo ocre, azules o rosas.

Ya no habrá pentagramas de luz. Mi cielo será negro


Amor, inmensa eternidad, llama candente.

Amor, barrera sin fronteras,

Pulmón de rosa azul.


Amor. Amor. Amor. No te puedo olvidar.

Sumergida en mares de destellos

En el verde, el topacio y el rubí.

Me abrazo incandescente a la página en blanco,

Devuelve, quemazón, abrazo,

Rojo malvón en flor.


En ausencias de luz, convoco al negro,

Negro sobre mí, rondando el aire,

Pecho de zorzal palpitando mi asombro.

Amor, espina que no duele,

Negro clavel del aire aferrando mi sombra.


En la noche estrellada vislumbro lirios blancos

Más crecen por doquier aciagos lirios negros.


Amor. Amor. Amor. No te puedo olvidar

y otra vez y otra vez,

Elijo la soledad y el negro.

Porque eres como él.

El negro no es color. Es su ausencia.

No es el color, entonces, es la ausencia

que duele.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com













Mi padre silbando en la noche*



Ahí va mi padre silbando en la noche. Es primavera. No alcanza con el canto cíclico de los zorzales. Mi padre se acompaña silbando. Es una melodía que alguna vez le escuche cantar en italiano, habla del amor perdido de una napolitana. Para mí cada vez que lo escuchaba silbar aquella melodía era como si hablara en él la tristeza que tenía adentro.

Mi padre un hombre de silencio. De pocas palabras, las justas y necesarias.

Ahora que volvió la primavera los zorzales cantan un enamorado insomnio. Mi padre vuelve a caminar a la madrugada hasta la avenida bajo estrellas o tempestad para ir a trabajar a la fábrica. Esta sólo. Se acompaña silbando su amor a una napolitana.



*De Eduardo Francisco Coiro.













Instrucciones II*



Para saber qué piensa una nube

En el almacén de las nostalgias azures
comprar hilo de Ariadna por dos monedas,
un globo rojo y grande como el deseo de un niño,
y remontarse preso del beso que solo la nube recuerda.


Para deshojar un ventilador

Tuve sueños de napalm y gritos,
vi una selva que era todo el mundo.
No me quité los brazos, me quité las aspas,
y fueron cayendo sobre mí las granadas, las balas…


Para ser rey de un día

De un día desde el olivo hasta el crepúsculo.
De un manto púrpura que se jugarán a suertes.
De un crepúsculo en sombras sobre el mundo,
cuando te coronen rey de un día.


Para no tomar café

Desbeberte, pero hacia adentro,
sentir como el río oscuro despuebla mis entrañas,
acunar en mi pecho el aroma místico y un grito,
hacia el sabor incomparable en mi boca, te has ido.


Para reconocer un replicante

El atardecer, su atardecer, estará vacío.
observará como su mano señala un pájaro elevándose,
mañana repetirá el mismo gesto, la hará,
y no pensará que la picadura de una avispa es una rebelión.


Para elegir un paladín

Alguien nos contó la historia de los monstruos.
Nos mirábamos inmersos en un horror nuevo,
elegimos al más valiente, sus alas brillaban,
y lo enviamos hacia el infame castillo de los hombres.



*De © Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
- 2018 -













Guiando la Hiedra*



*De Hebe Uhart.



Aquí estoy acomodando las plantas, para que no se estorben unas a otras, ni tengan partes muertas, ni hormigas. Me produce placer observar cómo crecen con tan poco; son sensatas y se acomodan a sus recipientes; si éstos son chicos, se achican, si tienen espacio, crecen más. Son diferentes de las personas: algunas personas, con una base mezquina, adquieren unas frondosidades que impiden percibir su real tamaño; otras, de gran corazón y capacidad, quedan aplastadas y confundidas por el peso de la vida. En eso pienso cuando riego y trasplanto y en las distintas formas de ser de las plantas: tengo una que es resistente al sol, dura, como del desierto, que tomó para sí sólo el verde necesario para sobrevivir; después una hiedra grande, bonita, intrascendente, que no tiene la menor pretensión de originalidad porque se parece a cualquier hiedra que se puede comprar en todos lados, con su verde tornasolado. Pero tengo otra hiedra, de color verde uniforme, que se volvió chica; ella parece decir: "Los tornasoles no son para mí"; ella responde creciendo muy lentamente, umbría y segura en su cautela. Es la planta que más quiero; de vez en cuando la guío, yo comprendo para dónde quiere ir y ella entiende para dónde yo la quiero guiar. A la hiedra tornasolada a veces le digo "estúpida" porque hace unos arabescos al pedo; a la planta del desierto la respeto por su resistencia, pero a veces me parece fea. Pero me parece fea cuando la veo con la mirada de otras personas, cuando viene visita: a mí en general me gustan todas. Por ejemplo hay una especie de margarita chica, silvestre, que la llaman flor de bicho colorado; no sé con qué criterio se la distingue de la margarita. A veces miro mi jardín como si fuera de otro y descubro dos defectos: uno, que pocas plantas caen graciosamente, con cierta frondosidad y movimientos sinuosos: mis plantas son como quietitas, cortitas, metidas en su maceta. El segundo defecto es que tengo una gran cantidad de macetitas chicas, de todos los tamaños, en vez de grandes macizos estructurados, bien pensados; porque fui demorando mucho esa tarea de tirar lastre, digamos y la misma expresión, tirar lastre, o sanear, referida a mis plantas, tiene algo de maligno. Fui demorando todo lo posible el uso de la malignidad necesaria para sobrevivir, ignorándola en mí y en otros. Vinculo la malignidad a la mundanidad, a la capacidad de discernir inmediatamente si una planta es flor de bicho colorado o margarita, si una piedra es preciosa o despreciable. Vinculo o vinculaba malignidad a desprecio electivo en función de algunos objetivos que ahora no me son extraños: el trato con gente, con mucha gente, los rencores, la reiteración de personas y situaciones; en fin, el reemplazo del asombro por el espíritu detectivesco me contaminó a mí también de maldad. Pero me siguen asombrando algunas cosas. Yo hace cuatro o cinco años había rogado a dios o a los dioses que no me volviera drástica, despreciativa. Yo decía: "Dios mío, que no me vuelva como la madre de 'Las de Barranco'". La vida de esa madre era un perpetuo aquelarre; invadía los asuntos de los que la rodeaban, vivía su vida a través de ellos, de modo que no se sabía cuáles eran sus verdaderos deseos; no tenía otro placer que no fuera la astucia. Yo, antes de ser un poco como la de Barranco, miraba a ese modelo como algo espantoso y una vez incorporado, me sentí más cómoda: la comodidad de dejar lastre y olvidar, cuando hay tanto para recordar que no se quiere volver atrás. Ahora a la mañana pienso una cosa, a la tarde, otra. Mis decisiones no duran más allá de una hora y están exentas del sentimiento de ebriedad que las solía acompañar antes; ahora decido por necesidad, cuando no tengo más remedio. Por eso otorgo escaso valor a mis pensamientos y decisiones; antes mis pensamientos me enamoraban; yo quería lo que pensaba; ahora pienso lo que quiero. Pero lo que quiero se me confunde con lo que debo y perdí la capacidad de llorar; debo distraerme mucho de lo que quiero y debo, o simplemente estoy en una especie de limbo donde se sufre un poco: algunas contrariedades (cuyo efecto puede ser previsto), pequeñas frustraciones (susceptibles de ser analizadas y compensadas). Descubrí la parte de invento que tienen las necesidades y los deberes: pero los respeto en seco, sin gran adhesión, porque organizan la vida. Si lloro, es más bien sin mi consentimiento, debo distraerme de lo que quiero y debo; sólo permito que aflore un poquito de agua. Los sentimientos hacia las personas también han cambiado; lo que antes era odio, a veces por motivos ideológicos muy elaborados, ahora es sólo dolor de barriga, un aburrimiento se traduce en dolor de cabeza. Perdí la inmediatez que facilita el trato con los chicos y aunque sé que se recupera con tres carreritas y dos morisquetas, no tengo ganas de hacerlas, porque envidio todo lo que hacen ellos: correr, nadar, jugar, desear mucho y pedir hasta el infinito. Últimamente me he pasado gran parte del tiempo criticando la educación de los chicos porteños con quien fuese, y sobre todo con los taximetreros. En general nos ponemos de acuerdo; sí, los chicos porteños son muy mal educados. Pero es un acuerdo tan triste, que a partir de ese tema no cunde ninguna conversación.

Pienso ahora que el motivo de la quema de brujas no fue ni andar por el aire con la escoba, ni las asambleas que hacían; era más bien el que picaran huesos, picaran sesos hasta dejarlos bien molidos. También dejaban orejas de cerdo en remojo y usaban el caldo para dar brillo a los pisos; de paso, podía ser que alguien patinara y se cayera, esto como un beneficio muy ulterior; ellas no le atribuían demasiada importancia. Las brujas mataban así tres pájaros de un tiro y ése era su poder. Rumiando reconstituían los pensamientos, los cocinaban y también cocinaban el tiempo para obtener el mismo producto bajo diferentes formas. Por ejemplo, el gato; la bruja no tiene antepasados, ni marido, ni hijos; el gato representa todo eso para ella, con el gato anula la muerte. La bruja trabaja como los jíbaros, para reconstituir un orden de lo semivivo; por eso remoja, hierve y mezcla perfumes con sustancias asquerosas: es para rescatar del olvido a las sustancias asquerosas; se las recuerda a los que quieren olvidarlas en nombre del encanto, de la estética y de la vida viva. No, no es por franquear las distancias por lo que fueron castigadas; fue por la trama secreta de la experimentación que podía alterar la inmediatez de los sentimientos, de las decisiones, de los seres, que la vida sostiene con las reglas que le son propias. Y no retrocede ante la cruz, como se dice, porque es un objeto inanimado; retrocede ante el cordero pascual.

Ahora, que soy un poco bruja, me observo una veta grosera. Como directamente de la cacerola, muy rápido, o hago lo contrario, voy a un restaurante donde todos mastican reglamentariamente seis veces cada bocado, para la salud y me produce placer masticar —así como si fuéramos caballos, me enamoro de las chancletas viejas, tiro demasiada agua a las plantas después de lavar el balcón para que caiga barro y ensucie lo lavado (anulo el tiempo, ya que vuelvo a limpiar), cocino mucho, porque encuentro placer en que lo crudo se vuelva cocido y desestimo totalmente los argumentos ecologistas; si el planeta se destruye dentro de doscientos años, me gustaría resucitar para ver el espectáculo. Cambio impresiones con algunas brujas amigas y nuestra conversación se reduce a fugaces comunicados, historias de obstinaciones diversas, controles mutuos de brujerías, para perfeccionarlas, por ejemplo, aprender a matar tres pájaros de un tiro, no necesariamente para hacer maldades, pero igual para ganarle al tiempo, para no gastar pólvora en chimango, para no dar por el pito más de lo que el pito vale, cuando en realidad un pito es algo muy difícil de evaluar.

Pero no siempre fue así, no fue así. Antes de que yo pensara en tirar lastre y en matar dos pájaros de un tiro, sufrí en dos años como nunca había sufrido en mi vida, una mañana lloré con igual intensidad por dos motivos distintos.

Entendí qué pasa con los que se mueren y con los que se van; vuelven en sueños y dicen: "Estoy, pero no estoy; estoy, pero me voy" y yo les digo: "Quedate otro ratito" y no dan ninguna explicación. Si se quedan lo hacen como ajenos, en otra cosa, y me miran como visitas lejanas. En esa región del olvido adonde han ido tienen otras profesiones y han adquirido otro modo de ser. Y todo lo que hemos peleado, hablado, comido y reído pasa al olvido y no quiero yo conocer personas nuevas ni ver a mis amigos; en cuanto empiezo a hablar con alguien, ya lo mando yo misma a la región del olvido, antes de que le llegue el turno de irse o de morirse.

Me despierto y percibo que estoy viva, amanece. No viene ninguna idea a mi cabeza; nada para hacer, nada para pensar. No pienso seguir fumando en la cama sin ninguna idea en la cabeza. De repente me agarran muy buenos propósitos pero sin relación a nada concreto: me lavo, me peino, caliento agua; me voy entonando y los buenos propósitos aumentan. Es un día de marzo y la luz va viniendo pareja, los pajaritos trabajan, van de acá para allá. Yo también voy a trabajar. Ya sé lo que voy a hacer: voy a guiar la hiedra, pero no con un hilo grosero, la voy a atar con un hilo vegetal. Ella está ahí, firme contra la pared: le saco las hojas muertas a la hiedra y a todo lo que veo. Podría decir que tengo un ataque de sacar hojas muertas pero no es adecuada la expresión porque es un ataque tranquilo, pero no pienso terminar hasta que no haya sacado la última hormiga y la última hoja que no sirve. Amontono todas esas macetas chicas, van a ir a otras casas, tal vez con otras plantas. Pasa un avión muy alto y de repente me agarran una felicidad y una paz tan grandes al hacer este trabajo que lo hago más despacio para que no termine. Me gustaría que viniera alguien para que me encontrara así, a la mañana. Pero todos están haciendo otros trabajos distintos, tal vez sufran o renieguen o se engripen; no importa, eso pasa y en algún momento tendrán alguna felicidad como ésta mía. Me siento tan humilde y tan gentil al mismo tiempo que agradecería a alguien, pero no sé a quién. Reviso mi jardín y tengo hambre, me merezco un durazno. Enciendo la radio y oigo que hablan de la onza troy: no sé qué es, ni me importa: arre, hermosa vida.










*


Una vez me dieron un premio que consistía en una clase magistral con Hebe Uhart.
Menuda, pícara, inteligentísima. ácida sin maldad. El aire se llenó de repente cuando ella empezó a hablar.
Tener una voz es tener un personaje, dijo, y a mí se me ordenaron todos los planetas.
Tener una frase, un modismo es tener un personaje, dijo. Tener ojo y oído.
Que alguien diga: está emproblemado, o, es una robacoches, ya lo define como personaje de pies a cabeza.
Y así siguió, larguísimo rato, compartiendo su conocimiento de la herramienta de la mirada, de la escucha, de la escritura. Cada tanto mechaba con un comentario tan de su estilo, risas, piel de gallina, y seguir con el placer de escucharla.

Salve, Hebe Uhart!
Buen viaje.



*De Flavia Pantanelli.



-FLAVIA PANTANELLI tiene 51 años. Es fonoaudióloga y cuentista. Vive en Buenos Aires.  Realizó la Formación Intensiva en Escritura Narrativa de Casa de Letras y frecuentó varios talleres literarios de creación, lectura y clínica de obra.
Publica sus trabajos desde 2014 en revistas literarias y  antologías de Argentina,  Brasil,  España, México y Estados Unidos.
Sus cuentos han recibido distinciones en concursos como Mujica Láinez, Consejo Federal de inversiones, Colegio de escribanos de Provincia de Buenos  Colegio de Abogados de Mercedes, Concurso Blaquier de la Fundación Victoria Ocampo, Concurso Federal de relatos, Cuentos para el Andén, Concurso Manuel Altamirano de la Universidad Autónoma del Estado de México, entre otros.
Participa de los proyectos colectivos, traduce del italiano y es editora desde 2016.
En 2015 publicó los siguientes libros de cuentos: HACEME LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015 y ed. Modesto Rimba 2016) y CARNE ROTA (Modesto Rimba, Buenos Aires, 2015, Segundo premio del Concurso de la  Fundación Victoria Ocampo).  Su libro  EL EXTRAÑO LENGUAJE DE LAS CASAS (editado por la Editorial Universidad Autónoma del Estado de México, México2017) fue distinguido en el Concurso Manuel Altamirano, Toluca, 2017.
En 2018 su cuento Carne rota, recibió el primer premio del concurso Cuentos a la Calle, organizado por Fundación Una Brecha.
En este momento se encuentra estudiando la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Tres de Febrero.







Inventren






SATURNO Y LA EXTINCIÓN*



Voy a Saturno. No es una broma. Me voy a Saturno. Me espera una estación sin proporciones, esto es, un edificio pequeño, flaco, como un cuzquito que se ha quedado en una adolescencia de adulto sin madurar. Una estación de tren en Saturno, sin anillos, sin estrellas fulgurantes, sin cometas cíclicos. Una estación baldía unos rieles sin paralelismo, un horizonte desvaído.

(Si, recuerdo mientras tanto la estatua, cómo no recordar mientras tanto esa estatua)

Me voy a Saturno, en tren. Ya no existe el tren, pero me voy en el tren a Saturno, un tren de vapores blancos, de traqueteo cinematográfico. Una estación de polvo y yuyo que huele a sequía y a deshoras muertas.

Hoy me voy a Saturno mirando por ventanillas sucias, en un asiento de madera, sin valijas.

(La estatua de mármol, los niños, el hombre tensionado, los músculos retorcidos, el grito, los chillidos, el intenso chirrido de la piedra)

Sé que me espera el edificio y que nadie ha puesto en hora el reloj.

Arribo. Saturno sigue devorando a sus hijos.

(Me devora el Dios, me devora el coloso a mi y a mis hermanos, o acaso soy yo quien devoro a mis hijos, quizás no importa quién mate y quién muera en medio de tanto dolor pétreo)

Llego a Saturno. No queda nada. Nadie. Todo, hasta el pasado muere aquí. Hay un grito en el cielo.



*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com





-Próximas estaciones de escritura:


JUAN ATUCHA.

–Por Ferrocarril Provincial-


JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.






***

-Por Ferrocarril Midland-



Km 55


ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.









InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.






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