*Foto: Jorge Isaías.
LIV *
Deslumbrado
miro el pico
de ese pájaro
que robó un pez
en la tarde fría
cuando ya nada
sucede en el río
sin la luz menor
del crepúsculo
cuando la esencia
del mundo
se va diluyendo
en las barrancas
barrosas
turbias de niebla
de gramilla
y de ruinas.
*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com
-Esas ramas altas, Editorial Ciudad
Gótica, Rosario. 2013
CUANDO LA ESENCIA DEL MUNDO SE VA DILUYENDO...
-Textos de Jorge Isaías.
EL GOL QUE NO HICIMOS NUNCA
¿Cómo se hace para hacer rodar un relato? ¿Cómo se convoca a las
palabras, estas tan esquivas que están en el diccionario, y no? Las que vienen
amasándose desde lejos en el barro del idioma, este tan nuestro, tan querido,
tan apto, único, el materno que parece fácil. Lo hablamos desde que somos
niños, nos constituye pero siempre resulta esquivo, indiferente, lábil, como
que fuera un potro a domar, siempre, siempre.
Uno tiene siempre autores de su preferencia y quién no las tiene
diría Juan Gelman, como un hombre y una mujer con sus problemas. Edgar Bayley
decía (y escribía) que uno debe merecerse ese poema. Raúl Gustavo Aguirre
acotaba que esas palabras que uno echó a rodar hasta que se encuentra con su
lector que lo acune. Esa búsqueda puede resultar trabajosa pero siempre da con
el lector que lo espera, el que lo hará feliz.
¡Qué buena que es está quietud de esta ciudad dormida!. Uno esta
entonces esta valva silente esperando las palabras que no vienen, insistía Juan Manuel Inchauspe, mi amigo. Los
grandes poetas siempre se quejan de no encontrar esa palabra para su poema
perfecto, que, claro tampoco llega nunca.
A veces, cuando madrugo, mi felicidad me supera y puedo pasarme
horas imaginando los despertares de la ciudad que pronto se llenara de ruidos y
de cosas y de noticias tristes pero de pronto hay un nacimiento y la esperanza
renace y es como si la vida pidiera que le abran posibilidades plenas que no
todo es odio en este valle hondo de tanta intensa lagrima. Que de tanto dolor
parece que nunca acabara.
Uno sabe que puede interrogar aquella infancia de cielos abiertos y
de crepúsculos rodadores, girantes como grandes manos que quieren abarcar
la tierra ésta que nunca nos deja conforme, nunca nos da el reír
plenamente mientras tanto uno disfruta de esta ciudad que navega en hondo mar
de aguas tranquilas esas vigilancia atenta, ese abandono al que uno se rinde.
Como se rendía en el principio del anochecer en que habíamos tenido días de
cazas o de pesca con los otros chicos de ese lento barrio de aquel pueblo
del que alguna vez me vine, y que ahora busco todas las palabras para
volverlo vivo, palpitante como aquella sandia roja que robamos aquella siesta y
partimos sobre la tierra hasta arrancarle ese corazón vivo que recogían los rayos del sol del querido verano y
nosotros no lo sabíamos pero éramos imbatibles
en nuestra imaginación que mezclaba piratas, gauchos alzados contra la
injusticia, con la zurda perfecta de nuestro crack querido que hacía es gol en
ese ángulo imposible, ese o aquel que soñamos convertir en ese clásico
inexistente, en que sin quererlo nos metió la vida cuando ya era tarde y ese
día nos golearon para siempre.
Estas palabras son para Justito Pezzino, para Toto Miguez, para
Roberto Vega, para Miguel Correa, y para Víctor
Sánchez que me esperan en esa cortada de gramilla que el progreso
convirtió en una calle que saltea pasto hacia el Sur, la ruta y el mismísimo
camino del Diablo.
LARGO Y COLORADO EL DÍA
Unos atardeceres que daban pena sin embargo, largo y colorado el
día que no llegaba a difunto. Que no llegaba a ser cascabel si servil ni
andrajoso. Un día pleno de soles tuertos de un desvencijado duraznero que goteaba otros jugos, otros esplendores
que ningún estío desarmó, ningún dador del silencio ordenó plañir sus seguros
pareceres, árbol, inveterado en ese armado costado que da en reír, en gozar, en
oscurecerse denso como un brillantes fulgor.
Las caballadas con las crines al viento pensaban otras libertades,
otros colores de un pelaje que el sol cristalizaba en una inmodestia que no
condescendía en el perdón de los ardientes arenales, esos que no perdonaban ni
un gesto adusto de esplendor sereno. Los niños se adocenaban debajo de sus arboledas
que habían plantados sus mayores, los que cuando llegaron a estos márgenes
secos por la falta de sombras y de refugio donde guarecerse donde dar con sus
huesos firmes como estacas al caer la oración, cuando los rayos del sol
facineroso, que curva los huesos y los
inclina sobre la tierra dando el si, el no, el tal vez, cuando un día del
ultimo brillo en la vastedad de la llanura.
De donde venían esos atardeceres arrastrando la lentitud del alba
estremecida?
Los días lejanos de cuando esperaban la campana clara del sol lleno
de rayos, de peleas que se enredaban entre la ubicuidad del sol y del martillo
que entrecerraba con galopes muertos sobre la carne machucada e inerte. Cuando
las mamas duras se ponían para la avidez
del labio deseante que goteaban su acero expectante diciendo que si y que no.
Diciendo que si que si, hasta no dar más. Hasta dar el que si del niño cuando
los crepúsculos corrían rodadores contra los pinos y las caballadas se
encabritaban en el río entre espumarajos húmedos donde se extendía su manto de
un frescor.
Estos son recuerdos, lentos recordares que se encintan en mis
dedos, arduos deseantes de un claro verdor esplendente por que si, un esplendor
que da vueltas el mundo, tus ojos clavándose
en esa espalda blanca, el oscuro de la noche que montaba ese jinete que
se agigantaba en las sombras. Todo era un augurio nuevo, agreste, cuando la
alegría soñaba rodeadora del más lejano frescor de los molinos.
SI COMPRENDER UN NÉCTAR
Hacía rato que no mateaba debajo de estos fresnos viejos que plantó
mi padre.
En el Ibirá majestuoso, el más alto de todos los árboles ya no
quedan esas bellas flores amarillas que curiosamente aparecen en enero. Pero
entre sus ramas se desplazaban a
saltitos breves algunos horneritos, que por lo general caminan debajo de él
buscando su comida. Sobre todo cuando mi hermano corta el pasto. Andan de a
dos, nunca solos, seguramente la misma parejita que luego construirá con barro
esas casitas que siempre me llamaron la atención. Por eso nunca los matábamos
cuando de niños andábamos siempre con esas hondas asesinas de pájaros y aún
otros animalitos menores como cuises o gaviotas de cañada.
Ayer era una tarde rara o andaba raro yo. Estaba un poco fresco
pese al espléndido sol de otoño, el movimiento de la calle era exiguo, y había
como una paz no concertada, laxa, diría que esa paz constituía la esencia de
las cosas, de los seres, de los animales y hasta de todos estos verdes árboles
que aún no se vuelven cobre, porque en rigor no somos otoño, pero casi. Cambié
la cebadura, calenté más agua y proseguí con mi lectura, que a decir verdad
interrumpía cada tanto para gozar de ese espectáculo que nada tiene que ver con
el sarro de las ciudades y su tráfico, sin dejar de reconocer sus grandes
ventajas, que precisamente no están en ese ruido y ese apuro y esa falta de
árboles aunque allí también los haya, pero los árboles de las ciudades, lo he
pensado, están cansados de tinta como se lamentaba ese poema del gran Juanele Ortíz.
En realidad cometía aquello que Macedonio llamaba lectura salteada,
pero no porque leyera un libro de poemas, sino porque esas continuas
distracciones me llevaban constantemente
a levantar la cabeza y seguir con mi mirada el vuelo corto de ese
pequeño pájaro que yo no conocía, o el rasante vuelo de la calandria que a veces se tiraba de Ibirá como en picada
persiguiendo otro pájaro en el mejor estilo del avión de guerra. Barthes ha
escrito que uno lee incluso cuando levanta la vista del libro. Tal vez, pero la
verdad que me pasa siempre aquí. Con la pila de libros sobre la mesa de cemento
del patio que mis padres usaban para comer al aire libre, en especial ese asado
a punto del que mi padre se jactaba.
Cuando ya pensaba en cambiar la segunda cebadura cayó mi amigo
Mario Compañy que me relevó de la tarea, puso la pava a calentar más agua y nos
enfrascamos en una charla amena, entre
cambios de información que a veces nos damos por teléfono de manera más
sintética.
Se fue con la promesa de llevar a visitar las cañadas que se han
hinchado con las intensas lluvias recientes y para mostrarme esa maravillosa
fauna acuática que ha regresado y aún –me dice- enriquecida por algunos
flamencos rosados, venidos nadie sabe de dónde y que en paz se mezclan con las
gaviotas chillonas, las cigüeñas y algunas garzas blancas como un vestido de
novia que uno imagina con sus gasas al viento en lugar de esas grandes alas que
se baten suavemente por el aire.
Desde aquí se oye el croar monótono de las ranas felices que se
suman al concierto de tanto bicherio al
que no puedo identificar, pero que es un ruido agradable, y uno extraña de
pronto el ladrido de un perro lejano, muy lejano de un perro que ladra a la
luna, al sueño, a la memoria, porque nunca se sabía bien adónde se producía ese
ruido que era partido por el pito de un tren de carga que atraviesa incólume
hasta el último rincón de mi memoria tenacísima y de ese mismo magma ahondado
por los años aparece de pronto, límpido y certero un verso de Hugo Padeletti :
si comprender un néctar. ¿Por qué el poema, pienso, habrá trocado lo sensorial
para referirse a eso tan bello y lábil y perfumado por una operación netamente
ligada a la razón?
De todos modos fue un verso suyo que siempre me encantó y no sé por
qué.
En los lejanos tiempos de la Librería Aries –que fue cuando lo
conocí en la década del sesenta- es que leí este poema. Está en su primer
libro, que me obsequió él mismo. Y me dio tres ejemplares más:
-Para tus amigos –me dijo.
Quien no he comprendido ese poema soy yo, que me sigue gustando y
no se por qué. Tal vez porque en ese verso consiguió lo que pocos,
traernos la poesía para que la disfrutemos. Tengo conmigo otros poemas de
Padeletti, que voy leyendo, mientras
levanto la vista del libro y me distraigo mirando los pájaros que cruzan
erráticos el aire primoroso de este marzo en que no es otoño todavía.
Esta mañana amaneció lloviendo, motivo por el cual, se nos aguará
la salida, y nunca la expresión podrá ser más justa. Y la lluvia trae a mí
aquellos magníficos versos de otro grande, quiero decir, Raúl González Tuñón.
Entonces comprendimos que la lluvia era hermosa
Estamos tocados por el mismo destino.
Porque nos moja la misma lluvia.
Y yo comprendo entonces que cuando los poetas son importantes viven
con sus versos en nosotros, y podemos comprender el néctar y los secretos de la
lluvia esplendorosa porque habitan por suerte en un idioma y en una poesía.
Si al fin de cuentas Pedroni tenía razón: La gloria no es más que
un verso recordado.
VERDOR EN VILLAGUAY
En el sueño, como todo sueño que se precie, los padres eran muy
jóvenes, los árboles tenían sus hojas muy verdes, pero de un verde claro, con
el sol que le daba un color especial a las ramas tan jóvenes.
En ese mismo sueño me alegraba de haber tenido padres que me
enseñaron a amar los árboles que acarician las brisas y los vientos hamacan y
las tormentas sacuden y los altos
ramajes que sólo saben resistir con esa elástica fortaleza que es todo su
esplendor y defensa.
Recuerdo aquellos textos señeros W.H Hudson, el primero que vio tal
vez la gloria de Dios por estas tierras y amó el viento en los matorrales y
admiró los últimos pájaros libres del mundo y supo como nadie de aquellos árboles
que rodeaban su casa de los “Veinticinco
ombúes”. Pero eran cosas como de principios del mundo y aunque él ya se sabía
el último testigo de aquella gran maravilla que abrazaba los amaneceres y
derribaba los crepúsculos más bellos, fragantes y arrullados por todos los
pájaros que ya no volverían.
Con esa lúcida conciencia que usó hasta el final nos dejó páginas
memorables que podemos recordar porque en el recuerdo también mora el amor, y
esa es la única arma que se puede esgrimir contra el dolor, el desasosiego y la
pena que siempre insiste en ponernos de rodillas.
Es decir que todo este amor por los árboles fue inducido por la
pasión de nuestros padres, y con mi hermano hemos agradecido siempre todo
aquello que nos hunde en esa naturaleza propicia de verdes, de pájaros, de
vuelos libres de las abejas y las mariposas.
A la propuesta de mi amigo, el poeta entrerriano Miguel Angel
Federik, sobre el destino final de las nubes de mariposas en la infancia ya
lejana, no supe responder, en nuestras charlas memoriosas, gratas y fraternas en su hospitalaria casa de
Villaguay, donde vive bajo la mirada discreta y amorosa de María, su mujer.
Las charlas de esos días inolvidables, se sucedieron con pasión
sobre los poetas amados por nosotros y en la unción conque repasábamos esos
versos que ya están en el fluir hondo de la sangre.
El primero, como es obvio, fue aquel entrerriano universal que se llamó Juan Laurentino Ortiz, quien
según mi amigo Miguel, derribó todos los tabúes de la lengua y nos dejara a
nosotros un campo limpio para que armáramos lisamente “en la lengua”, según su
expresión un campo de entera libertad para que lo usáramos con toda libertad.
Se cambiaron anécdotas amables, risueñas y reflexivas, siempre
hondas de ese hombre que nos dio más de una lección de vida con su valentía y
resistencia en la soledad y su entrega de amor a la gente que habitaba su
paisaje, y lo hizo con humildad y su pasión conmovida.
También recorrimos las colinas que él puso en la poesía argentina
para siempre.
La erudita pasión de mi amigo nos llevó por los senderos de la
historia de su provincia, que es donde amaneció la Patria, en su sentido más
fundacional. Y me parece oír la voz del gran Juanele cuando relataba como si lo
hubiese visto o hubiera sido testigo de las caballadas de los ejércitos de
Artigas, con esos desarrapados que lo seguían en la victoria o en todas las
derrotas, en el albor primero y lejano donde se desangraron estas crueles
provincias.
Y también de las tragedias recuerda Miguel, de sus grandes
caudillos todos muertos asesinados. Porque Ramírez, Urquiza y Ricardo López
Jordán, no se fueron de este mundo desde una cama, sino bajo la crueldad de las
balas y los cuchillos.
Estas cosas y muchas otras charlamos en su casa de Villaguay, con
Miguel y escuchamos música, leyendo nuestros poetas queridos, dando cuenta de
nuestros afectos, de nuestras coincidencias mientras el vino oscuro bajaba en
las gargantas, y todo alumbrado con sus reflexiones justas y apasionadas, sobre
esa materia viva que es la lengua y sobre todo la poesía.
Creo no caer en un lugar común si digo que Miguel Federik, mi
amigo, es un libro abierto que se ofrece a la amistad y a la poesía, como un
pan caliente que se corta sobre una mesa de madera.
A orillas del río Uruguay, con María y con Miguel vimos navegar
unos barquitos lejanos, bajo el sol que inundaba las colinas tan verdes y no
pude dejar de citar ese bello poema de Juan Gelman,
Que dice:
“Quién paga los derechos del velero
que escribe adiós
en la tarde desierta”
DOS HILERAS DE SAUCES
La entrada a la casa de la chacra estaba precedida por dos hileras
de sauces, que partían de un camino interno, al costado sobresalía un gran
galpón de ladrillos con techo de chapa a dos aguas para guardar cereal y donde
dormía a veces un viejo tractor marca Pampa.
No era raro que en las siestas, en uno de esos sauces ataran un
caballo de andar. Para usarlo luego de la recorrida en busca de caballos que
pastaban en los potreros y que usarían en diversas tareas del campo. No era
raro que ese caballo, luego de horas de estar allí, entre le orín y las moscas
se mostrara molesto. Tampoco era raro que yo me acostara debajo de algunos de
esos sauces aún jóvenes, con mi espalda sobre la mullida gramilla y con una
revista de historietas dejara pasar morosamente las horas, mientras los mayores dormían su siesta.
En otras ocasiones dejaba a un lado la revista y miraba el cielo a
través de las ramas de esos sauces que filtraban el sol por las nervaduras de
las hojas, que gracias a la luz se pintaban de un verde muy pálido, más pálido
que el verde natural de esos árboles, que apenas movían esas hojitas con una
brisa tenue y quizás intermitente.
No era raro que los moscardones, atraídos por el acre orín del
caballo, revolotearan con ese zumbido
molesto.
Esos sauces, esos moscardones y aún las moscas más silenciosas, ese
pequeño vaho de orín y sobre todo esa quietud ha quedado flotando en algún
lugar no sé si feliz, pero agradable de
mis más remotos y lejanos recuerdos de esa infancia suspendida como
un brevísimo abrojo en la quietud solitaria de la llanura inabarcable
que fe la matriz-tal vez- de toda escritura .Que de algún modo también
inesperado aparece siempre en aquello que uno no elige a la hora de sentarse a
escribir. Son los núcleos que a uno “le han sido dados” (la frase es de Borges)
y que no puede eludir.
Inútil aclarar que esa casa, que rodeaban los mandarinos olorosos
ya no existe, ha sido
Tapada con tierra y se le ha
sembrado soja encima, pero no hay nada que pueda sacármela de la cabeza de seis
años, porque esa idea tira con la fuerza de cinco percherones oscuros, con los
garrones sin tusar, llenos de abrojos, con los inmensos vasos partidos, que
nunca tocaron el martillo y el punzón del herrero.
Porque la realidad puede ser modificada en lo real, pero nunca es
tan importante como para sacarla de cuajo de la percepción, que siempre es más
pertinaz y más esquiva a los avatares que traen los cambios. Y máxime cuando se
aloja en la imaginación de un niño.
Quedan otros recuerdos, un tanto más vagarosos, como éstos pueden
serlo pero también tienen la
persistencia de una cigarra que perfora el verano con su sierrita demoledora,
esas cigarras que nunca vi porque se metamorfoseaban entre las hojas de los fresnos o el follaje
de las parras que soportaban también esos racimos seductores y dulces que bien
valían un reto si uno se atreviera a robarse uno, a distraerlo de la rigurosa
contabilidad de la abuela o la más que laxa mirada de mi madre que más de una
vez disimuló el hurto y fue cómplice de sus hijos porque comprendía que ese
deseo imperioso alguna vez la vida se encargaría de troncharlo con mayor
violencia y desamparo con la impiedad de los años que vendrían, durísimos.
EL HABLA DE LAS MUJERES
"Si la escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese
camino que los separa del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca
de la escritura", escribió Tamara Kamenszain en "Bordado
y costura del texto".
Ahora, en un rincón muy alejado, aletargado tal vez de mi memoria,
lo recuerdo al leer estas palabras. Mi abuela materna, recién instalada en
Rosario, viajaba a mi pueblo para acompañarnos a mi madre y a mí, en esos meses
en que mi padre viajaba al Sur a cumplir con sus tareas de la cosecha fina,
como se llamaba a la trilla del trigo en ese tiempo.
Eran tiempos laxos para nosotros que descansábamos de esa especie
de Catón, que era mi padre muy adicto al autoritarismo y la censura.
Todavía recuerdo aquella noches en que yo recostaba mi breve cuerpo
de no más de cuatro años en la cama grande mientras mi madre y mi abuela,
acomodaban ropa, zurcían o remendaban, o directamente la cosían con esa máquina
que inventaba el ruido de la lluvia. En un momento, sólo oía sus voces cuyo
sentido no lograba descifrar porque venían en un dialecto dulzón del sur de
Italia. Llegaban esas voces protectoras y queridas como arropándome, como
bañándome de abandono, como produciendo en mis músculos esa laxitud que me
introducía en el sueño paulatino y lentamente, como si yo fuera un leve pájaro
que recibe sobre sí el peso de una montaña de plumas. Así de blando, así de
dulce era todo.
Al otro día despertaba en mi cama, justo debajo de una ventana que
daba a un ceibo pletórico por el canto de los pájaros y con ese despertar y con
ese ceibo que ya no existe, sueño todavía.
Del clarificador texto de Kamenszain digo solamente que es una
manera de explicar tal vez el origen de toda creación poética y cito luego unas
palabras de Eloisa, hermana de José Lezama Lima; que copio: "Las mujeres
de aquella familia invertían gran parte del tiempo en interesantes diálogos que
se interrumpían para proseguir la cotidianidad y se volvían a hilar con una
técnica perfeccionada. Esos diálogos dieron a los niños de la familia una
cultura insuperable..."
Y vuelvo entonces a aquella edad donde no recuerdo ningún día donde
no brillara el sol, donde yo no estuviera en compañía de mis amigos, donde el
cielo no fuera sino azul y los pájaros no fueran sino esas flechas veloces que
cruzaban el aire en aparente desorden y caos, pero nosotros sabemos que un
orden mayor, rítmico y señero seguramente tienen.
También recuerdo que en mis incursiones por la casa, o para tomar
agua, por un alto en los juegos, o ya porque mi madre me llamaba para la
merienda, yo oía los restos, las hilachas desvaídas o misteriosas que mi madre,
mis tías o mis abuelas compartían.
Muchas veces lo pensé, pero ahora estoy convencido al leer esas
palabras de Tamara Kamenszain: en ese lugar de bordado y de costura nacerán los
futuros escritores. De esos fragmentos de conversaciones a veces misteriosas, a
veces en un secreteo que implicaba una mirada dulce de mi madre como para que
yo comprendiera que no podía oír cosas que eran inconvenientes para un niño.
¿Un amor perdido de alguien tal vez? ¿La que fue abandonada? ¿La que se fue con
su amor? ¡Quién sabe! Pero en ese trasiego, en ese ir y venir ellas iban
armando esa "costura" de sentido, que se aposentaba en mí como una
mariposa, que luego volando me traería la poesía.
Creo haber leído en García Márquez alguna vez, que las mujeres son,
al fin de cuentas, las que arreglan el mundo que los hombres desordenan y
arruinan con sus desaguisados y sus guerras.
También aquellas reuniones, que no excluían el trabajo, y que tal
vez lo potenciaran, eran un espacio u ocasión para los mimos extras porque esas
mujeres siempre llegaban con presentes seguramente comestibles: pasteles,
tortas, buñuelos, esas exquisiteces de las que yo daba cuenta sin ningún rubor
ni ninguna timidez.
Esas voces, ese parloteo entusiasta me sigue todavía, cuando no
está ninguna de ellas viviendo sobre la faz de este planeta y ya sus voces y
sus risas se han acallado para siempre. No sin antes dejar a un hombre, ya con
sus años, que vive agradecido porque esa herencia llegó a transformarse con los
días que se arracimaron duramente sucesivos.
Nadie sabe cuánto daría por dormirme oyendo las voces de mi madre y
de mi abuela que acompañaban mi sueño blando al compás de ese dialecto dulzón
que atraviesa para siempre mi vida y mi escritura.
Y hoy, cuando despierto en las mañanas no están ni el ceibo, ni los
pájaros, ni aquella ventana pintada de verde ni la voz querida de mi abuela,
parándose en la puerta, preguntándome cómo había dormido y diciendo que ya
tenía el desayuno preparado.
TERNURAS LEJANAS
Fue en el atardecer en que admiramos más allá del crepúsculo las
últimas estribaciones donde reinaban los árboles.
Era cuando el mundo admitía su derrota no de golpe, sino de un modo
paulatino y sagaz, casi como si no quisiera darse cuenta.
Aquellos árboles, preguntaste, qué son.
Eran especies ajenas a mi conocimiento de entonces, y callé.
Volviste a hacer la pregunta de un modo un poco imperativo, sonriendo y con una
casi vehemencia que nunca había sido tu estilo. Sonreí cohibido, y volviste a
esa serena sonrisa con la cual volvías todo a su exacto lugar. Y me dijiste que
repitiera esos nombres: tilos, casuarinas, magnolias y palo borracho, de flores
blanquísimas que en mi memoria flotan como copos de algodón o de azúcar en esos
capullos de azúcar que comprábamos los domingos en la cancha de fútbol donde
merodeábamos curiosos antes de interesarnos por el juego que más temprano que
pronto iría a ser nuestra
pasión excluyente y el motivo de un reto paterno, por el temor que
el hijo perdiera interés en los estudios y pretendiera abandonar la escuela,
como ya habían hecho algunos chicos del pueblo. Entonces hubo órdenes rígida, como
toda regla del padre:”En esta casa sólo está permitido hacer comentarios de
fútbol los sábados y domingos”. Inútil protestar porque el castigo podría ser
mayor. Pero uno se desquitaba con los amigos en la escuela o en el campito de
gramilla mezquina que soportaba nuestras zapatillas rotas o nuestros pies
descalzos si era verano.
Pero vos, que todo miraba con esos ojos oscuros, que todo
comprendías, ahogabas una lágrima en tu delantal que olía a cebolla, y amasabas esos buñuelos repletos de azúcar impalpable
para el mimo que mi padre no percibía, en esa distracción y en su empecinado
autoritarismo. Y ese gesto que ofrecía siempre la arista más dura, obcecada e
intolerante. Y pobre si alguien osara contradecirlo en su orden que reportaba
con su andar mudo y taciturno, cómo saberlo si era real o un papel que debía
cumplir como hombre que no llora nunca.
No sé si es cierto papá que nunca lloraste.
Y sin embargo ella que era tan propensa al llanto llevaba en su
tímida risa todo el amor que cobija mi pena infinita en estos tiempos hostiles
como antes en la indefensión de los años.
LA BALADA DE HAROLDO CONTI
En los textos de Conti las estaciones predicen el destino de los
personajes y lideran las futuras acciones y peripecias de los personajes,
influyen en su ánimo, tiñen el valor y espesor de los recuerdos. Los colores
cambiantes van traduciéndose en percepciones para instalar leve y
paulatinamente el tono con que el relato se desplaza en un cono de luces que
cubren todos los sentidos.
Los diálogos son verosímiles y como en la saga hemingwaiana siempre
exponen un mundo interior que subyace detrás de la historia, que va más allá de
su laconismo y su economía de recursos expresivos. La diferencia entre el autor
norteamericano a quien admiró la generación de Conti y Conti mismo reside en
que el discurso de aquél nunca o casi nunca expone los sentimientos mientras que
el escritor argentino con similitud de recursos expone una afectividad
nostalgiosa y nunca ríspida, apegada al gran valor otorgado a las cosas y a los
seres que se pierden para siempre y que por algún motivo no preciso de la
memoria a él se le presentan asociados.
La escritura de Haroldo Conti se nos aparece humilde, morosa y
preocupada para retener aquello tan pequeño que a nadie interesa, solo a su
letra que no se resigne a dejar morir lo que se va. De eso, creo, se ocupa la
poesía de todos los tiempos porque tal vez Barthes tenga razón y los escritores
eternamente estarán tratando de responder a dos preguntas claves.
¿Por qué te amo?
¿Por qué le tengo miedo a la muerte?
No hay ningún tema fuera de esos porque el poder y la gloria no
permanecen indiferentes sino implicados en esos enunciados barthesianos.
La morosidad y el amor con que Haroldo Conti trabaja el devenir de
las vidas anónimas, marginales y muchas veces miserables de sus personajes, que
como en el caso de El Boga, de Sudeste, ni nombre propio tienen.
La morosidad de sus narraciones que el propio Conti eligió para
construir un mundo poético lleno de reflexiones donde duda permanentemente
sobre el poder representativo de la palabra, conciente que dedica sus afanes a
esos "antihéroes" que obviamente no son ni nunca serán ejemplares,
presentados
los párrafos con la ironía con que reconoce su propia dificultad y
su distancia, su desconfianza de ser tenido en cuenta en ese discurrir de sus
historias que como dice el narrador de uno de sus cuentos está contando una
historia que no es de él sino de otro, y que además le fue referida y "que
no interesan verdaderamente a nadie", como si fuera conciente de la
elusión que hace de los grandes temas que instalaron el prestigio de la
literatura de todos los tiempos.
Haroldo Conti apostó a una poética, esa visión de lo que falta, de
lo que siempre está detrás, este trazo que aparece donde nada existe.
La conjunciones disyuntivas, las frases indirectas, los reflexivos,
la progresiva incorporación y la preponderancia de las frases pocas seguras,
acentuaron la relación entre el narrador y su materia. Esas frases que ponen en
duda la historia que cuenta el propio narrador como si constantemente estuviera
dudando en esas infinitas mediaciones que hacen entrever lo que quiere contar
de una historia que conoce de oídas. Cumple con el consejo borgeano que dice
que uno tiene que contar las historias como si no las supiera del todo.
El río funciona en los textos de Conti como una metáfora del
tiempo, que no es sino el río que El boga trasiega incansablemente con la
excusa de la pesca o la del viejo del cuento "Todos los veranos",
donde el narrador-personaje niño relata las vicisitudes de su padre, un
pescador que navega las aguas enojosas o calmas del Delta en busca de pesca
pero en el fondo lo que busca es el sentido para su vida vagabunda y errática.
El tiempo, gran personaje de la narrativa contiana, tal como
aparece a lo largo de toda su obra, sirva como ejemplo esta cita de su cuento
"Los novios" de su libro Todos los veranos.
"A Hipólito le gustaba hablar del tiempo, lo
mismo que a su padre. En realidad, era todo lo que lo que recordaba del viejo.
Allí estaba en su recuerdo hablando las horas enteras en el Círculo Italiano o
en el bar Alsina. La verdad que era un tema inmenso. Se recordaban cosas, se
auguraban cosas, y uno se volvía cosa y tiempo también".
Quien recorra con atención (única manera de manera de leer
literatura) la obra de Haroldo Conti se encontrará con las recurrentes núcleos
de sentidos que va desplegando incesantemente, con frases que hacen de la
elipsis una retórica y en el énfasis sobre la ambigüedad semántica su pilar
donde funda
una estética. (aclaro que uso aquí la palabra estética en su
sentido clásico y no como se usa ahora, para hablar de una moda).
En Sudeste, El Boga es el río, pero también el tiempo, también la
conciencia de la indiferencia del hombre frente a los otros hombres donde ni el
río que buscó como refugio lo salva.
En esa indolencia, en ese vagabundeo en que El Boga se desplaza
buscándose inútilmente a sí mismo si saberlo o intentando intuitivamente un
sentido a su propia existencia se involucra sin quererlo, con indolencia, como
un héroe de la tragedia griega va a encontrarse con unos contrabandistas y al final
sucede lo predecible: la muerte oscura en un riacho bajo las balas policiales.
Como se ve, un final nada épico como corresponde a un personaje contiano.
Tal vez podría decirse sin exagerar que empecinadamente el
personaje no busca sino terminar con esa vida de eterno viajero sin sentido
para encontrar "su sentido" que no era otro que su propia muerte.
Como tantas vidas oscuras de la vida real, como tantos otros
personajes de la saga contiana.
Que el escritor trató con ternura sin igual, esa ternura que tuvo
para con todos los desclasados que pueblan la tierra.
En el cuento "Perfumada noche", del libro La balada del
álamo carolina, el narrador pone al lector en situación, cito: "La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de
tristeza que cabe en una cuántas líneas. Pero a veces, así como hay años
enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es
una luz deslumbrante. El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz".
Probablemente podríamos relacionar este párrafo con aquella
reiterada aseveración borgeana donde asegura que hay un minuto de la vida de un
hombre donde el sabe para siempre quién es.
Probablemente se necesita toda una vida para encontrarse con el
propio coraje físico, pero en el cuento de Conti el personaje encuentra la
felicidad en un amor platónico donde el platonismo es tan perfecto que el
objeto de su amor nunca se entera.
El clímax de su felicidad se produce cuando al pasar por la calle
Saavedra, donde vive la señorita Haydée Lombardi y ella lo saluda mientras él
el se quita el sombrero panamá en señal de admiración, galantería y respeto.
Pero esa insinuada o imaginada sonrisa de la señorita Lombardi dio
sentido y felicidad para siempre al señor Pelice, quien era el más reputado
cohetero de la zona y a partir de allí perfeccionó su técnica en honor de la
señorita. Desde entonces y durante los años en que la señorita vivió le
escribió una carta cotidiana que nunca le hizo llegar, salvo el día en que ella
murió, entonces le envió un ardiente y sentido pésame rogándole que lo espere
para descansar por toda la eternidad juntos, como no habían estado en la vida.
"Al señor Pelice le hizo un nudo el corazón y
la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron una palabra pero él desde
entonces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis
de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la
cabeza y casi sonreía".
Eso sólo le bastó al señor Pelice para ser el más feliz de los
mortales.
Los personajes siempre aparecen y actúan en ese centro de radiación
que se constituye en el discurso enunciativo, no como presencia viva sino como
sombras difusas y reminiscentes que presentan un aura de extraña y entrañable
morosidad donde es imposible no sentir afecto por esos seres desvalidos que en
el papel juegan una fantasmagoría de sombras, que a través de esa enunciación
termina siendo de una carnalidad vivida y consecuente, inolvidables criaturas
que uno como lector no puede dejar de amar y recordar: El tío Hipólito y la
señorita Adela en "Los novios", el señor Pelice y la señorita
Lombardi en "Perfumada noche", El boga en "Sudeste",
Silvestre y Milo en Alrededor de la jaula, el Oreste de En vida y el otro Oreste
de Mascaró y el cazador americano, el chico sin nombre del cuento
"Como un león" de Con otra gente, Basilio Argimón
en"Ad astra", el inolvidable viejo sin nombre, el pescador del cuento
"Todos los veranos" etc. etc.
La textualidad contiana ha participado con creces en la
representación de su literatura de aquella premisa de Cesare Pavese:
"Narrar es monótono. Y todo auténtico escritor es espléndidamente
monótono".
Haroldo Conti, lo es con creces.
En su estudio había colgado un cartel que decía: "Este es mi
puesto de combate y de aquí no me muevo. Los chacales que lo secuestraron el 4
de mayo de 1976 no lo leyeron. Estaba escrito en latín y como todos sabemos los
chacales no saben latín. Hoy integra la lista de los treinta mil desaparecidos.
LA LLUVIA COMO UNA PLUMA LEVE
La lluvia era tan tenue que recién tuve noticia de ella cuando pasé
a la cocina que tiene techo de chapa y entonces pude percibir sus piecesitos
húmedos garabateando alegremente sobre el lomo antiguo del óxido.
Espié primero, como lo hago siempre desde ese ventiluz cercano a la
llama de la cocina donde la pava se va poniendo a tono para merecer luego ser
volcada sobre la yerba del mate y la bombilla solitaria.
El espectáculo ?pese a la mezquindad del ángulo desde donde
observaba? era impagable.
Estaba el césped que recibía las gotitas, ávido, luego de meses sin
lluvia y más allá el magnífico pino de don Luis Carriedo era bendecido por las
gotas no tan generosas, pero al fin de cuentas, bienvenidas. El pino recibía
orondo esas gotas, luego de noches y noches de amagues de tormenta y de ver
pasar los nubarrones trágicos sin ninguna consecuencia.
Por lo tanto esa presencia nada austera del pino recibía el agua
como un rey al que se unge con los aceites más divinos, con la naturalidad y la
lejanía que sólo tienen los seres inmarcesibles que descienden de los dioses.
La visión no era plena porque estaba cercenada en parte por ese
gran galpón donde el hijo de don Luis guarda sus cajones de colmenares vacíos.
Ese espectáculo al que pocas veces puedo aspirar por simples
razones estadísticas: vengo pocas veces al año por el pueblo y encima tengo
necesariamente que acertar con una lluvia, pero cuando se da la casualidad la
disfruto. Me pone pleno, muy contento, me viene como una euforia atávica,
mezclada tal vez con recuerdos de la remota infancia cuando la veo a la lluvia
saltar sobre la gramilla extendida, perderse en esos tallitos ávidos y
silenciosos.
De todos modos, esta lluvia tan humilde no viene nada mal al campo,
me dicen. Las pasturas se extinguen peligrosamente, las vacas no producen
leche, las cosechas están con riesgo de perderse.
Las razones de mi interés por la lluvia son mucho más modestas y
menos crematísticas.
Simplemente me encanta verla caer, así, blandamente como hoy. Sin
otra consecuencia que por el simple placer de verla y sentir el olor a tierra
mojada, a todo verde que renace con sus gotas.
Mientras voy sorbiendo el agua de la bombilla caliente, me aproximo
a la ventana y desde allí tengo a mi disposición un ángulo mucho más amplio?
está, en principio, la calle. Sola a esa hora del amanecer, ya que la lluvia no
es trasgredida ni por los pocos perros vagabundos que a esa hora merodean en
busca de algún hueso que le tira algún humanitario que nunca falta.
Miro entonces hacia los árboles de la vereda que reciben gozosos
esa lluvia tantos meses esperada y hasta me parece ver en esas hojitas el mismo
regocijo que yo percibo en mí, algo como de alegría contenida y un poco
recóndita, que seguro tiene como todo ser vivo.
Me quedé mirando un rato largo el caer un poco lánguido aunque
parejo de la lluvia. Una chata pasó, lenta, con sus faros encendidos, en el
claroscuro del alba y atravesó la calle desierta.
Después caminé hasta el comedor y levanté la persiana del amplio ventanal
desde donde se puede ver dónde termina la calle y cómo ésta se hunde en el
campo transformándose con sólo cruzar la ruta, en camino rural.
En realidad la vista es parcial, porque un populoso arbusto que
crece inmanejable se cae casi sobre el ventanal, pero no obstante ello, queda
un espacio más que suficiente para mirar con ganas hacia el sur donde la ruta
peligrosa y veloz arrulla el sueño o lo interrumpe con sus bocinazos que parten
el silencio con sus estridencias histéricas.
Todavía no he abierto una puerta ni ninguna ventana, pero es seguro
que la fauna acuática de las cañadas cercanas estará inconmovible. Sólo se pone
eufórica cuando los chaparrones son generosos y el agua desborda los márgenes
que los juncos en forma irregular delinean.
Tal vez en su particular evaluación de la lluvia que se nos escapa
a los humanos, no se sienta motivada para tentar una gran alharaca, cuando la
lluvia es tan fina que apenas moja como una pluma leve a su paso como una
delicadeza femenina de hada que nos quiere acariciar.
LLANURA Y ESCAMPE
Los días de lluvia eran una aventura en la chacra. Se suspendían
las tareas en el campo, y más descansados los hombres ganaban los galpones y
cosían y reparaban los arneses que se iban deteriorando con el uso del tiempo.
Se reemplazaban las maderas rotas de las barandas de los carros y se ponían
clavos a las que estaban flojas .Las mujeres venían con sus pavas y sus mates y
sus frituras saltadas en fina grasa de cerdo para la delicia de todos,
empezando por la gente menuda, como nosotros.
Si era la época de la juntada de maíz las familias que habían
venido del pueblo o de otros o de otras provincias repasaban sus maletas y sus
guantes—quienes los tenían—o reponían el cuero del deschalador al que llamaban
“aguja”. Si el temporal tardaba días en irse había que aprovechar el escampe
para la caza de patos, perdices y hasta liebres. Se cargaban los cartuchos,
pues todo se hacía en la casa y con sólo silbarle a los perros la emprendían
hacia el cañadón más cercano. A mí en particular me gustaba acompañar a Pichón,
que se calzaba unas botas de caña alta y mientras iba pisando negligentemente
los charquitos que tenían un fondo de gramilla cantaba por lo bajo el tango
“Patotero sentimental”, mientras yo lo seguía con mis botines “Patria” con
suela de cuero muy grueso o de simple madera, el pecho se me henchía de
felicidad y excitación porque estaba en un lugar donde el rigor y las órdenes
estaban ausentes. Seguramente mi padre
había tomado otro camino, hacia el Canal Hondo, entre pajonales y espadañas que
escondían nutrias brillosas de agua.
Pichón tenía una ventaja muy grande sobre el resto de los hombres jóvenes como mi padre,
de todos modos su edad se estaría acercando a los treinta o tío Domingo más de
cincuenta o Nando o Sete, muy cercanos a él, y también estaba Chiquín, que
pasaba los setenta, pero Pichón era un adolescente muy sumiso y muy juguetón
que había sido criado por los tíos.
Esos días de lluvia eran los más lindos, con los pastos que
pisoteaban los perros y los animales estrenaban sus cueros nuevos: los caballos
corriendo hacia el sol que moría, las vacas llamando a sus crías con un mugido
triste, las gallinas que aparecían debajo de los palos donde dormían
Y los pájaros entre los alto sauces verdes que no habían cedido
esta vez una sola rama al fragor inusual de las tormentas que habría
estremecido el trigal y levantado la chapa de una parva donde se guarecían las
ancas de los caballos a su reparo que amparaba un ejército de pavos que fueron
sorprendidos en un alfalfar lejano con sus flores blancas cubiertas de agua.
Ese atardecer, es paz, ese silencio y ese escampe tranquilo como el
fin de un planeta al que por esta vez perdonaron las piedras y el furor
impiadoso del agua.
En esa paz íbamos Pichón y yo, protegido por sus años que eran pocos
pero suficientes para mí, porque pronto lo iría cobrar alguna pieza en el aire
en que un silbido hiende el espacio como un látigo presuroso buscando el
horizonte tan blando.
**
-Jorge Isaías nació en Los
Quirquinchos (1946), Santa Fe, publicó
más de 40 libros de poesía, narrativa y ensayo. Atesora en su haber una vasta y
prolífica producción de trabajos escritos. Muchos de sus libros fueron
traducidos al francés e inglés. Participó en innumerables antologías nacionales
e internacionales y fue galardonado, en varias oportunidades, por distintos
organismos privados y oficiales.
Recibió el premio José Pedroni que otorga la Secretaría de Cultura
de la Provincia y recientemente el Premio Internacional Dámaso Alonso de la
Academia de las Buenas Letras y la Fundación Andrés Bello, con sede en Madrid,
España.
Desde 1990, escribe en la contratapa del diario Rosario 12. En
1993, la Fundación Astengo premió su trayectoria en el género poesía. En 1998,
el Ministerio de Educación y Cultura de la Provincia de Santa Fe declaró de
interés educativo su obra “La persistencia del
canto”. Luego, en 1999, la honorable Cámara de Diputados de la
Nación Argentina declaró de interés cultural nacional su trabajo en prosa y
verso.
Isaías propone en sus trabajos un recorrido que nace en sus
recuerdos más profundos de su infancia en Los Quirquinchos y luego avanza hacia
una adolescencia que oscila entre la llanura y la proyección de su vida en la
ciudad.
Docente retirado, dedicó gran parte de su tiempo a difundir el
hábito de la lectura. Así quedó plasmado, entre otros, en su libro Las calandrias de Juanele (2009 – Ediciones Ross) que
recopila textos inspirados en recuerdos de la infancia en su ciudad natal, con
un fuerte sentido de la identidad, la pertenencia y con una rememoración
constante de las primeras emociones.
Las calandrias de Juanele representa el primer tomo de una
colección de compendios especialmente diseñados para trabajar con estudiantes
secundarios que cuenta con una serie de actividades detalladas al final de cada
capítulo para que maestros y profesores las apliquen en el aula.
Isaías dijo sobre aquel libro que su mayor interés al diagramar la
obra fue el deseo de recuperar todas aquellas historias que escuchaba de chico
en su pueblo: “Armar una especie de épica que parece estar
en vías de extinción y que no es justo que desaparezca”. Y para
sostener su postura sobre la necesidad de recuperar las historias de infancia
en el pueblo, el tiempo vivido y las propias identidades, citó una frase del
Martín Fierro que dice: “Hasta el cabello más delgado hace sombra en el suelo”.
La mayoría de los relatos de Isaías invitan a indagar sobre aquello
que de esencial que tiene la literatura: la permanencia, lo vivido y la
necesidad de interpelación en todos los ámbitos de la docencia, incluidas las
propuestas de talleres de los nuevos diseños de los planes de formación
docente.
Inventren
Cuando los tiempos eran
perfectos existieron los trenes*
La estación tenía las tejas rojas, la galería techada sobre el piso
de lajas oscuras y yendo hacia el sector de las cargas un ancho camino de
granza roja que crujía bajos los pesados botines que usaban los empleados del
Ferrocarril.
La construcción era copiada de las facturas inglesas, es decir:
aireadas, altas y seguras en todo sentido.
Los ingleses -como los alemanes- llevan el confort en las casas que
levantan en cualquier lugar del planeta, según comenta mi hermano, y es fácil
constatar. Gran parte de la vida social del pueblo pasaba por allí. Cuántos
noviazgos de entonces comenzaron en los momentos febriles en que la ansiedad y
el estrépito no dejaban tiempo a la razón y abría un sendero ancho a los
sueños.
Los minutos previos a la llegada del tren convertían ese minúsculo
reducto en una metáfora que representaba la efusión de la vida, que simplemente
daba vueltas, en un carrousel de sueños, angustia y deseo, pero sobre todo en
la carcaza de una presunta alegría.
En los minutos previos al arribo del tren todo era conmoción y
movimiento. El que siempre llegaba primero era Pepe Faravelli, el cartero.
Montado en una pesada bicicleta italiana, de anchas llantas que ruidosamente
interrumpían sobre la granza delatora, cruzada en banderola, una gran cartera de
cuero crudo para transportar la correspondencia, su uniforme del correo
argentino de entonces -azul oscuro en invierno (de lana) y color crema (caqui
se le decía) y de lino en verano- silbando sus tangos, eran una marca perfecta,
previsible y esperada antes de la llegada del tren. Porque en la oficina de
correo tenían un telégrafo que avisaba la hora exacta de llegada. Y no pocas
veces el tren se retrasaba motivo por el cual veíamos ese inmenso reloj bajo la
galería como un adorno. La hora exacta de llegada la daba Pepe, el cartero, ya
que dos minutos antes, sin desmontar de su bicicleta, subía el veredón alto por
una rampa que daba parte a la plazoleta y frenaba con un pie calzado en grandes
zapatones de suela de goma.
Había que asomarse entonces al borde del andén y espiar, apostando
cuando veíamos el humo y calcular dónde se encontraba. Si venía de Rosario: el
"Puente de la vía" y si lo hacía de Río Cuarto, ya en "La
Portada", era perfectamente visible. Antes no, porque lo tapaba la
hondonada que hacía el cañadón del campo de los Luppi.
Los que éramos mirones habituales nos saludábamos con una seña
imperceptible, casi como una secta de iniciados. Saludar efusivamente a
alguien, incluso iniciar una conversación con él, era signo de que el otro
venía a esperar un pasajero, tal vez un ignoto pariente.
Las caras más habituales las tengo en la memoria, otros rostros se
me escapan y otros, sencillamente los he olvidado.
Pero todos, quien más quien menos, bromeábamos con Juan Cúcaro,
empleado del Ferrocarril Bartolomé Mitre, como se bautizó al ex Central
Argentino, luego de la nacionalización en gobierno del primer peronismo. Cúcaro
-por lo que recuerdo- vivía allí mismo en un pequeño cuartucho cuya ventana
daba a las vías y era el encargado de las cargas. Cúcaro solía repetir "el
trabajo dignifica", y yo nunca supe si lo decía en serio o en broma, dado
el tono de ironía que siempre ponía en su voz.
En esos pocos minutos en que el tren se detenía en la antigua
estación de entonces, la nerviosa vida bullía, se concentraba alrededor de ese
edificio estrictamente inglés en el corazón de la llanura que también llamaban
"pampa gringa". Esos pocos momentos donde el pueblo se despertaba
como un saurio dormido: vendedores de helados, fleteros diversos, jóvenes en
busca de caras flamantes para soñar esa noche, curiosos de toda laya, y en fin,
toda esa densa inquietud que sacudía la modorra en que esa población aletargada
y fijada al duro trabajo bullía por breves minutos.
En todos los pueblos de llanura la gente iba a las estaciones a ver
pasar los trenes. Sin embargo los que siempre viajaban coincidían en que en
este pueblo de mi infancia la gente concurría ansiosa en gran cantidad para ver
llegar y partir los trenes sin que se supieran los motivos reales de tal afición.
Indagué a muchos mayores sobre esta inclinación ferroviaria de mis
copoblanos y obtuve diversas argumentaciones, hasta una que no desecho, pero
tampoco tomo demasiado en serio.
Según esta fuente, que me reservo, todo habría comenzado en los
años 20 del siglo pasado con la instalación de dos prostíbulos, popularmente
conocidos como "El Queco grande" y "El Queco chico", y que
estaba en un rincón del pueblo, apenas separado por una calle polvorienta por
donde nadie pasaba, salvo claro está, los ocasionales clientes, o algún peón de
estancia que enfilaba su oscuro hacia su lugar de trabajo.
Cada dos o tres meses venían prostitutas nuevas (que un eufemismo
piadoso llamaba "pupilas" y nunca supe por qué) que reemplazaban a
las que estaban.
Entonces toda la población femenina se volcaba a la estación donde
las esperaba un "coche de alquiler", como se llamaba a los pocos
taxis que había. Allí la "madama", o encargada del establecimiento
las retiraba y sin dejarla hablar con nadie, directamente las trasladaba al prostíbulo.
Tal la exótica versión que alguna vez me dio una persona mayor para
justificar esa tradición de "ir al tren", como se decía vulgarmente a
ese paseo a la estación del ferrocarril en mi pueblo de entonces. Tal teoría
nunca fue por mí compartida, pero me parece leal comentarla.
De todos modos, a mí esta costumbre me sirvió para sostener uno de
mis primeros sueños y que fue partir hacia otros lugares, conocer nuevas caras,
estudiar, y pulsar el nervioso existir de otras realidades.
Y también motivó un pequeño sueño hoy casi olvidado: el rostro
bello e impasible de aquella niña que tenía un lunar en la mejilla y que todos
los lunes me sonreía desde una ventanilla furtiva, para luego perderse en la
llanura infinita sin que yo supiera su nombre o cruzara con ella una palabra
siquiera y que hoy es como el símbolo de la fugacidad de la vida.
*De Jorge
Isaías. jisaias4646@gmail.com
-Próximas estaciones de escritura:
KM. 55.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO. KM.
38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
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