viernes, diciembre 20, 2019

EL VELO DE OTRO CIELO...



*Dibujo de Erika Kuhn. https://obraerikakuhn.blogspot.com/








*


Anhelante no es
respirar
ni el pecho colmado
tan feliz de tenerte
sonrisas
no es
dormir tranquila
esa calma
ni sosiego ni paz
ni sueño ni paz
no es tranquila en ausencia
no es despreocupada
es boca ahogada entregada al aire
la piel y el alma sobrepuestas
el alma y la piel montadas
sobre el ritmo acelerado de mis pechos
la piel y el alma
el alma y la piel
moradas del fuego azul y frío
es pensarte otro
con los ojos recorriendo el velo de otro cielo
con tus manos cubriendo tu piel sin mis dedos
de aire llenando tu boca saciada regada con tanto amor
y yo anhelante
enloquecida
después de donar el aire
la estatura de mis ideas
el pulso de mi cuerpo rozando tu perfil hipnótico
en mi último intento por olvidar
por calmar
anhelante
el fuego
en el vacío.



*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com


- Lorena nació en 1975 en la Ciudad de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social.
En 2016 publicó Intemperie, su primer libro de poemas, por Viajera Editorial. Participó en 2015 con su relato “Desde el Mandarino” de la Antología Tetas. Historias de Pecho, por Textos Intrusos. Hace varios años es convocada para leer en la Feria del Libro, en ciclos de poesía, programas de radio y eventos artísticos. El 11 de agosto de 2018 publicó Mis Vendavales, su primer libro infantil por la editorial Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como bibliotecas, radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil. Hoy, se encuentra escribiendo un libro de ficción para adultos y dictando un taller sobre “Las emociones en la palabra escrita”.











EL VELO DE OTRO CIELO...







Cenizas*


En el acantilado

ella

entre remolinos

recicla la despedida.


*De Ana Romano. anaromanopoesia@gmail.com













DIOS IMPERFECTO*



Desde el refugio situado en lo alto de la montaña, el Dios observa incrédulo las columnas de caminantes que, sin cesar, siguen acercándose por los cuatro puntos cardinales. Surgidos desde las entrañas del horizonte, millones de peregrinos marchan jubilosos hacia el lugar, dispuestos a ofrecer su profundo agradecimiento a aquél que los ha salvado.
Vencido por la culpa, el Dios menea la cabeza con melancólica resignación. "No entienden", se dice, "no entienden que todo lo hice por mí". Y vuelve a esconderse, infinitamente avergonzado.



*De Alfredo Di Bernardo.












Renuncia*



He renunciado a nombrar los días que no vienen.
He renunciado a sorber la espuma de tus belfos.
He renunciado al obstinado silencio de tu cuerpo.
A ser huésped de los platos vacíos.
A lamer las manos furibundas del hambre.
A no mirar los calendarios tristes de la muerte.
A los retratos, a espejos que han caído.
Al jinete ruidoso del corcel oscuro.


No he renunciado, sin embargo a las ruedas de carro.
Al olor de la rosa té de china.
Al agua de las albas cenicientas.
A los desnudos faunos que me nombran.
Al ritual del silencio escondido en la parra.


He renunciado a ser mortal. Pedregal. Espectro del oeste.
A ser ritual de duelo de pañuelos.
A la umbría virgen que yace en la espesura.
Y a ser tu sombra. Tu puñal. Tu sombrero.
He renunciado a que me broten violetas de los ojos.


No he renunciado, sin embargo al grito.
Ni al rumor del aura que contesta, llorando.
Llorando. Que contesta llorando.


*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com













El que toca este libro, toca un hombre*




Antes escribía para recordar. Ahora escribo para olvidar. Para no encenderme en una sucesión de objetos materiales, que brillan contra la luz del sol.
La luz de este sol no es el sol de mi infancia, que recuerdo como un resplandor ardido, asistido contra toda aquella cremallera celeste que se incrusta sacudiendo el aire y se hace grande en las retinas.

Mis amigos se alegran con mis descripciones. Los que son de mi pueblo o los que alguna vez fueron de allí. Pero no dejaron su corazón, sino que lo llevaron puesto.
Los que más insisten con mis textos nostálgicos son aquellos que nunca vieron el pueblo, y que son de otra parte, que nacieron cerca de la montaña o se rodearon con las aguas saladas de otros mares que nunca conoceré. Ellos sí disfrutan y de vez en cuando o de vez en vez me tiran unas líneas atravesadas por la distancia y el estupor, cuando no, lo hacen con sus lágrimas bailando en la garganta, y el sudor en las manos.

Los textos de estos amigos, reconozco que a alguno de ellos no los vi nunca, son más afectuosos, tal vez porque alguna vez alguien escribió: En mi pueblo se concentran todos los pueblos que no conocen el mal. Sin embargo, está en todas partes amigo, le advierto yo. Pasa que no le doy lugar en mis escritos, que como una vez me dijo una docente “son un ejemplo de trabajo y de virtudes perdidas y debían leerse en las escuelas”.

Mi inolvidable amiga Alma Maritano alguna vez escribió que si yo hubiera tocado anónimamente su puerta y me hubiese ofrecido su mejor vino y leer mis libros sin firmas, ella los hubiera reconocido. "Yo estoy segura de que habría sabido que eran tuyos", afirmó. Mientras nos vamos metiendo en “Oficios de Abdul”, curiosamente y felizmente desaparece el autor. Tal como decir “La gloria no es más que un verso recordado”, del inolvidable José Pedroni.

¡A donde íbamos con esto! A que uno hace poco por atraer al lector, pensando tal vez desde siempre que uno debe su cabeza y a sus manos al “Arte”. ¿Cuál? Yo coincido con mi maestro José Pedroni, quiero que llegue al corazón del ser humano.

Cuando gané un premio literario en la escuela secundaria, mi profesora, la inolvidable Rosalía Suárez, me regalo un libro de Vicente Aleixandre y en la dedicatoria cita un verso de Walt Whitman: “camarada quien lee este libro sabe que está tocando a un hombre”. Nada más pretendo y eso es enorme.

Todo aquello que uno puede hacer por otro es impagable, una huella que uno transita como aquellas caminatas de los campos que partían al empezar el “El camino del diablo”, con su sinuoso transito entre los campos verdes que cruzan bandadas de gaviotas ateridas. De teros histéricos. De grandes cigüeñas que buscan el bañado de Omar Aguilar o del gringo Zampelungue.

“El camino del diablo”, con tantos recuerdos que hoy quiero tapar con una ceniza tibia, para revolver y tal vez descubrir una brasa cuando esté muy triste.


*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com













*



Un extraño sentimiento se aloja aquí nomás, en mí,
no encuentra la puerta, ni la ventana para fugar
ni el vidrio que corte
un trozo de pan para su hambre.

Lo oí llorar bajito
pero
desgarradoramente

juro que lo oí...



*De Miryam Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar











Trama*


En el hospedaje
un ramo de alelíes
aromatiza la desazón
Las masitas
lucen empolvadas
y en el principado de los hostigadores
el entramado
de las cortinas de tafeta.


*De Ana Romano. anaromanopoesia@gmail.com










Hoy me miré al espejo*



Hoy me miré al espejo.
Los años han pasado muy deprisa.
He visto arrugas, una sombra
bajo mis párpados, un deje
de tristeza en mis ojos.

Fue tan solo un instante.
Un hombre viejo me miraba, confundido.

Alguno de estos días
enterrarán mi cuerpo,
pero esos ojos grises
-esos ojos que miran desde el fondo
del turbulento espejo-
seguirán preguntando
y no estarán escritas las respuestas.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com











LOS ÁNGELES Y LOS PUENTES*



Hay ángeles que, a su manera, son ingenieros. Rozan a la gente con sus alas y, con ese suave toque celestial, la incitan a levantar puentes. Entonces, esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con más entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construirlos. Y aunque los puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo.
Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e inoculan a la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones. Entonces, la gente se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus miedos y mezquindades, permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al mirar cada tanto para arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo que hacen esos seres aparentemente tan felices suspendidos en el aire.



*De Alfredo Di Bernardo.












*


Tenemos dos ojos que miran la superficie y otros dos ojos separados del cuerpo que son capaces de entrar en la mirada de los objetos. Esa mirada milenaria sabe que los objetos tienen un alma escondida, que se ríen muchas veces sin que lo advirtamos y lloran nuestro desamor.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com








Inventren





EL BLUES DEL TREN DE LAS 11.40*



El miedo había estado allí; ahora lo sabía. El miedo había estado acompañándolo todo el tiempo, como un monstruo en estado embrionario, en cada instante de las once horas transcurridas desde el histórico "suficiente" pronunciado por Gómez Laurenz para convertirlo en abogado.
Había estado allí, oculto entre los pliegues de su conciencia, aguardando el momento propicio para asestarle esta dentellada feroz y traicionera, para inocularle este hielo en la sangre que lo retenía impávido en la vereda penumbrosa de la pensión, clavado junto a la puerta de calle con el corazón sobresaltado, temeroso de volver a los festejos del patio.
"Me pasaron la mesa de Sociedades para mañana a la 8; vos ya serás todo un doctor, pero nosotros tenemos que seguirle dando, nene". La excusa invocada por Fabiana para justificar su decisión de abandonar la fiesta todavía resonaba en su cabeza, estableciendo crudamente un límite, un antes y un después. El abrazo fuerte y emocionado de su amiga, su largo beso en la mejilla, su promesa de escribirle cartas, su grito cariñoso mientras el taxi se alejaba pidiéndole que no se olvidara de ella, habían quebrado algo en su interior. La sensación de eternidad se había desmoronado de golpe, dejando al descubierto el miedo (el miedo que siempre había estado allí), anunciando el previsible final de la tregua, la confirmación innecesaria de lo que él ya sabía. (Porque él lo sabía, lo había sabido perfectamente durante mucho tiempo, quizás desde aquel lejano recelo experimentado al subir por primera vez las escalinatas de esa Facultad que parecía tan enorme. Era como entender algo sin palabras, sin pensarlo en forma expresa. Sólo que una cosa era presentir que iba a doler, y otra muy distinta comenzar a sufrir el dolor real).
Miró la hora en un gesto casi inconsciente: las 4 y 10 de la madrugada. El sonido de la música y las risas llegaba desde el patio como un rumor asordinado. Cerró la puerta tras de sí y regresó por el pasillo a oscuras con una vaga sensación de malestar hormigueándole en las venas. El patio bullía en animado desorden y nadie lo vio reaparecer desde las sombras. De pie bajo el farol macilento que iluminaba tenuemente la reunión contempló a sus amigos con una mirada melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo que no podría atraparlo nunca. Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato riéndose de cualquier cosa, atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo payasadas parada sobre una silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los restos fríos de una pizza de tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos malos; en el centro del patio, Fernanda y el Negro bailando con incansable entusiasmo, como si se hubieran recibido ellos, contagiando su alegría a Marita y a Willy; allá en el fondo, Jorge borracho bailando con una escoba para delicia de todos los presentes.
Se sintió raro. Recordó que apenas una hora atrás se había deslizado hacia la pared de la enredadera con sigilo, como si temiese romper un hechizo, con el único objeto de gozar del alegre trajín de brazos, manos y bocas, la alborozada evolución de los gestos en torno a la mesa rectangular. Recordó que, merced a una súbita y mágica revelación, había comprendido entonces que se hallaba en el medio de uno de esos infrecuentes y escurridizos momentos plenos de su vida, una de esas seis o siete ocasiones anuales en que podía afirmarse que vivir valía la pena. Y recordó también que en ese instante, justo en ese instante, había concebido la delirante idea de clausurar todas las salidas y secuestrar a sus amigos, tomarlos por rehenes y exigir desafiante a Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien fuere, que esa reunión durara para siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana, sin quererlo, acababa de destrozar la frágil utopía. Ahora que las heridas invisibles comenzaban a sangrar no existía modo de volver a construirla.

-¿Bailamos, caballero?

La voz inesperada lo sobresaltó. Sumido en su confusión mental no había advertido aquella presencia cercana. Giró su cabeza hacia la derecha y pudo ver a Laura haciendo una reverencia burlona que acompañaba la invitación.
Improvisó una tontería para disimular y se dejó arrastrar por la muñeca hacia el centro del patio. Por unos segundos se olvidó de todo -del monstruo y los fantasmas, del porvenir, del tren de las 11 y 40-. Revivir la magia pareció posible. Pero fue sólo un espejismo transitorio. Un instante después, al recibir el perfume de Laura en pleno rostro como una bofetada del Tiempo, no pudo evitar el recuerdo de aquel Baile de la Primavera en que se habían conocido y la grieta en su interior se abrió de nuevo. Pensó en los seis años que habían pasado desde aquella noche, desde aquella Laura aniñada, y lo categórico de la cifra -¡seis años, Dios!- le ocasionó un vértigo fugaz, una suave opresión en la boca del estómago que ni siquiera el ruidoso trencito que los bailarines habían comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se acrecentó. Comprendió que la fiesta -su fiesta, esa misma fiesta que para los demás estaba en su apogeo- había terminado para él.
Descubrió que él y los otros respondían ahora a tiempos diferentes, irreconciliables. No importaba que él volviera a su pueblo y ellos se quedaran. Lo que contaba no era la distancia física sino otra clase de lejanía. "Ahora vas a tener que usar corbata todo el día, bagre", le había dicho Aldo al llegar, y sólo en este momento se le revelaba el significado oculto de esas palabras. No más Facultad, no más pensión, no más trasnochadas en los bares del bulevar, no más vino con amigos. Final del juego; estaba solo otra vez. Él quedaba afuera, como si una puerta se cerrara inexorablemente a sus espaldas. Como si, al igual que la fiesta, la vida siguiera sólo para sus amigos, no para él.
"Si supieran que estoy triste a once horas de haberme recibido dirían que estoy loco", pensó, riendo para sí, mientras se refugiaba en la cocina con la excusa de buscar hielo. Pero era irreversible: el miedo comenzaba a derrotarlo. Había buscado en esos seis años de Facultad un desvío, una salida tan sorpresiva como inexistente y no la había hallado. "Vos querés sacarte una especie de lotería metafísica", le había dicho una vez Gonzalo y era cierto, pero su número no había salido premiado. Ahí estaba el monstruo, entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su ridícula impresión de sentirse un viejo a los veinticuatro años.

Descubrió con estupor que el título de abogado le confería carácter de extranjero. La ciudad lo rechazaba sutilmente, haciéndole comprender su condición de cuerpo extraño, pero el regreso a su pueblo sólo serviría para acrecentar su certeza de que él ya no pertenecía a aquel lugar. Imaginó el orgullo emocionado de padres y hermanos, la alegría vulgar de su novia, la infantil idolatría de sus sobrinos y supo de antemano que en nada ayudarían a aliviarlo. Se vio a sí mismo desterrado en la calma soñolienta de un perpetuo domingo y se sintió vacío, como si la vida se acabara mañana mismo.

Como si la vida se acabara con el tren de las 11 y 40.

Sin embargo, no era eso lo que espoleaba su tristeza. No se trataba de la preocupación por un futuro forzado, previsible y ajeno a sus deseos. Se trataba de algo mucho más urgente y visceral, una etapa desvaneciéndose sin remedio, la desesperante sensación de agua que se escurre entre las manos.
Se trataba de las peñas, los bailes, los asados de comisión, los campeonatos de truco, las reuniones de damajuana y choripán, las mateadas interminables hasta el amanecer, las imponderables horas gastadas en el bar de la Facultad para hablar de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil y una revoluciones planeadas y ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se trataba de la nostalgia, ese roedor implacable que había comenzado a mordisquearle las entrañas.

Se acercó con el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la galería bebiendo vino. Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y se dejó caer sobre una de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa rectangular. Se quedó mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar incierto de la noche estrellada de diciembre, bosquejando mentalmente el momento en que partiría rumbo a la estación acompañado por los sobrevivientes de la fiesta. Suspiró resignado. Supo que Dios, el Tiempo, la Vida o quien fuere lo había vencido. Se podía, sí, escuchar a José Luis contando cuentos verdes, rogarle a Mónica que recitara poemas de Machado y a Willy que imitara profesores, se podía pedirle al Pato que cantara un blues de los suyos, pero ya nada sería igual. Incluso podía él mismo, como tantas otras veces, ladrar Muchacha ojos de papel o El oso hasta quedar disfónico, pero era inútil; el tren permanecería allí, como una obsesión, ensombreciendo la fiesta. Estaba perdido: ni siquiera quedaba el frágil consuelo de dedicarse a construir un último recuerdo, el recurso demencial de disfrutar del incendio antes de que solamente quedaran cenizas.

A lo sumo, pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y le pedía que cantara algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren con la conciencia adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave y confortable. Quizás fuera posible buscar en el fondo del vaso una última anestesia y aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente comparación entre la imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una noche de viernes, recién llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y para siempre lo que era sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más cercana, virgen todavía de nostalgia, la del abogado recién recibido saliendo del aula después del examen para encontrarse con el abrazo de sus compañeros. Resultaba imperioso saturar las horas restantes, evitar los minutos vacíos, embotar los sentidos y aturdirse para no pensar, vaciar vaso tras vaso hasta hacer que las voces se independizaran de quienes las emitían, convertirlas en ecos que resonaran lejanos, como un ruido más en la madrugada. Había que hacer lo que fuera necesario para perder la noción clara de las cosas y remover de la boca ese acre sabor a final, a despedida.

"Ojalá no amaneciera nunca", dijo Mónica a su lado, con un dejo de melancolía, como si hubiese adivinado sus pensamientos. La miró sorprendido, con una sonrisa entre amarga e indulgente. Vaciló unos instantes, pero no dijo nada. Sólo extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí en un abrazo tierno que pretendía ser indestructible. Dejó luego que su cabeza resbalara indolente y se acurrucó en el regazo de su amiga.
Alguien apagó el radiograbador y el brusco silencio de los parlantes se le antojó sobrenatural. Cerró los ojos para no ver el momento en que las primeras caricias del sol desperezaran, allá en lo alto, a la enredadera del fondo. Después se fue hundiendo lenta, tibiamente, en una serena y profunda lasitud, mientras la guitarra del Pato comenzaba a gemir un blues.


*De Alfredo Di Bernardo.

-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa Fe - 2009










-Próximas estaciones de escritura:

Apeadero KM. 55.  

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Midland:

  ELÍAS ROMERO.    KM. 38.   MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.  
MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS. 
JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.   KM 12.   LA SALADA.   
INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.  VILLA CARAZA.   VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



JUAN TRONCONI.

En el recorrido del tren literario por Ferrocarril Provincial:

CARLOS BEGUERIE.   FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.  
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.  
ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.    D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.   
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA.  GOBERNADOR GARCIA. 
LA PLATA.

***



InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar


No hay comentarios: