*Foto de Paula Novoa.
HUIPIL DE ESTRELLAS*
Comió
carne con piel, mariposa amarilla…
¡Extraño
color para animales así!
Mariposas
amarillas no las hay.
Son
esos colores
que
detienen las lágrimas, mujer:
son
tiempos de guerra y tu batalla
es
en contra de esta sociedad que te ha ignorado, te ha culpado,
responsabilizado
por las agresiones que sufres,
por
el peligro con el que recorres las calles,
por
disfrutar tu vida.
Sol
refulgente: hundes tu cabeza en la piel
de
la serpiente que te eructa entre fuego
de
los cometas…
No
hay más montaña sin lengua.
Y en
respuesta a esta sociedad hipócrita
rompe
sus vidrios, quema sus puertas, destruye sus monumentos
porque
nunca se ha alarmado de igual manera
cuando
tu cuerpo ha sido ultrajado, desmembrado,
asfixiado,
muerto, abandonado…
¡¡Muéstranos
tus colores
con
el brillo de tu política violencia: solo así
será
posible darnos a luz en este
viejo
océano sin insectos luminiscentes!!
Y
ahora que pintas nuestras calles, mujer,
esta
sociedad voltea a verte, habla de ti, te señala,
le
importa lo que haces… ¡Tienes nuestra atención!
¡Muéstranos
tu cuerpo tantas veces golpeado!
¡Grítanos
de frente todo el temor que sientes por salir a existir!
Porque
el riesgo lo corremos todos pero tú, mujer,
has
sido objeto de menosprecio y violencia por ser poderosamente
mujer.
Comió
carne con piel, la que fuera tierra,
flamenco
rosado rosa... ¡Extraño color para animales así!
Flamencos
rosados rosa no los hay.
Son
tiempos de guerra y tu batalla es por humanizar
a
esta sociedad que ha sido indiferente ante tu cuerpo inerte,
desgarrado,
tu rostro deformado;
pero
se ha indignado profundamente por sus monumentos dañados:
que
arda todo lo que tenga qué arder,
que
estalle todo lo que tenga qué estallar y tu vida
sea
la base para una nueva convivencia.
Es
éste tiempo de guerra y no hay guerra que no sea violenta:
mucho
tiempo has sido atacada, mujer, y soportaste…
Ahora
atacas: que tu ataque nos lleve a una nueva realidad
donde
sea la vida la que importe más que los edificios.
Comió
carne con piel, la que es tu vida, tu nombre…
Y se
erigió majestuosa como la mar que da de beber a la flor.
Tu
violencia no es violencia en sí misma, sino un arte
para
mostrarnos las causas evitables
de
la barbarie contra tu existencia.
Una
sociedad que se aferra a un modelo económico
que
transforma todo en mercancía:
nuestras
vidas tu vida, mujer, un objeto que se puede reemplazar…
Construye
un nuevo firmamento para nosotros,
donde
sea escuchada con portento la danza que eleva las raíces de la luna,
conviértenos
en esa esfera que se viste con fuego,
cuando
tu sonrisa colorea las calles.
*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Coyoacán.
Ciudad de México.
EL PERRO DE LA PELOTA*
Las mañanas esperando el colectivo
estaban salpicadas por eventos recurrentes que van dejando algunas notas fijas,
como una melodía que se va escribiendo en un pentagrama, a través del tiempo y
la fijación de cada nota por la repetición y al llamar nuestra atención por
alguna singularidad.
Los pájaros en los cables, el sol
trepando lentamente y coloreando las paredes de los edificios, la mujer que
levanta la persiana del negocio, el hombre taciturno con su perro taciturno,
ambos viejos, ambos en blanco y negro, el perro portando sin aspavientos una
pelota en el hocico. Nada circense, nada exagerado, sin forzar la acrobacia,
simplemente y calmosamente caminaba el bicho con su pelotita entre los dientes.
Años pasaron, se fueron, se borraron.
Lo que pensaba en esa vereda, las preocupaciones que se me aferraban como hilos
de niebla, los restos de pesadillas así como las ocultas felicidades que repasé
en esas esperas al aire libre. Mientras cambiaban las estaciones, mientras
caían hojas, o lluvia, o papeletas de votaciones, el hombre con su perro en la
vereda de enfrente eran la mínima procesión de fieles que me aseguraba la
permanencia de un orden.
Hasta que el perro una vez ya no
llevaba la pelota. Y otra vez tampoco, ni otra vez, y ya nunca más.
Igual que yo, el hombre y el perro
envejecían.
El perro comenzó a caminar más lento.
Luego con dificultad, las articulaciones duras, los huesos envarados. Después y
hace poco tiempo, el hombre lo llevaba alzado para que en un cuadrado de pasto
el amigo pudiese dar unos pasos vacilantes. Era un perro bastante pesado, el
hombre era un hombre viejo, no pude dejar de emocionarme; a la antigua melodía
se le entremezclaban otros instrumentos, otras voces. Envuelto en una frazada
lo llevaba, y lo depositaba con mucho esfuerzo y cuidado para que el perro con
los dedos abiertos se sostuviese unos minutos sobre la hierba. Tampoco ahora se
preocupaban por los extraños. Ambos, como siempre, estaban juntos y en sus
cosas, dignos, atendiendo sus asuntos, ajenos a montar un espectáculo.
Dejé de verlos.
Hasta
ayer.
El perro estaba viejo, flaco y
arruinado, pero con pasos lentos caminaba junto a su dueño, su amigo, su
sombra. Y los dos me dieron tanta alegría que estuve cantando hasta la noche,
por adentro y por afuera de mi alma, porque una pequeña porción del mundo
todavía es cálida, aún es habitable, y no ha llegado el momento inevitable de
abandonar las butacas. Señores, el espectáculo de la vida sigue desarrollando
una de sus historias.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Cuando
salí ya no estaba. Se desvaneció como el vapor
de la
pava. Como las gotas en la pared al secarse
no dejó
rastro. El día y la noche pasaron veloces
y me quedé mirando una estrella. Una pequeña muy
brillante
parecía el pendiente de la oreja enorme
del
cielo. Hasta que se perdió y ya no hubo cielo ni
pendiente estrellado ni nada. Adiós amor volví a decir
y el
eco repetía adiós amor adiós amor. Ahí mismo se puso
a
cantar un mirlo. Luego silencio y el crujir de hojas
sobre
la hamaca. Después la calma.
*De Celina Feuerstein. celinafeuerstein1@gmail.com
-Celina Feuerstein
nació en Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología de la Universidad de Buenos
Aires (UBA), y trabaja como psicoanalista. Algunos de sus poemas se publicaron
en la Antología de Poesía Federal de la Ciudad de Buenos Aires. En marzo del
2018 publicó el libro de poemas La casa
vacía, por la editorial Caleta Olivia. Participó en el poemario Martes verde, del colectivo Poetas por
el derecho al aborto legal. En 2020 publicó De
qué se trata el otoño en mi ventana, su nuevo libro de poemas, por Modesto
Rimba. Está trabajando en “Pequeñas
prosas blancas”, un libro de prosa poética.
El romano existencialista*
Fulgentius,
César Aira, Literatura Random House, 2020
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Hablar
de César Aira (Argentina, 1949) es hacer referencia a un universo narrativo en
el que la experimentación tiene el papel principal. Compañero de armas de otros
autores sudamericanos inclasificables como Mario Levrero o Rodolfo Fogwill, sus
textos son, como él los llama, juguetes o artefactos literarios para adultos.
Aira decidió abandonar el realismo desde sus primeros libros y creó narraciones
que buscan atrapar al lector planteando cajas de sorpresas que parecen
funcionar en diferentes dimensiones. Quizás, al contrario de otros autores
extravagantes en castellano, Aira parece improvisar mientras escribe y,
después, dejar que el lector se introduzca poco a poco en su propuesta como si
estuviera ante una obra abstracta. El único compromiso, por supuesto, es una
imaginación delirante que le otorga una extraña tensión a sus textos. El autor
argentino lanza, casi de inmediato, un anzuelo extraño que tenemos que aceptar
casi de inmediato, como la obsesión de un científico por clonar a Carlos
Fuentes como sucede en Congreso de literatura o, en otro de los muchos
ejemplos de su vasta obra, cuando un escritor de éxito abandona la escritura de
novelas góticas para internarse en la ruta del opio y, así, darle sentido a su
vida, como en Prins, libro publicado en el 2018.
El
año pasado Aira publicó una nueva novela con un tema histórico. Ya había tenido
buenos resultados con un ejercicio parecido: Un episodio en la vida del
pintor viajero, en el que aborda la vida del pintor Johan Moritz Rugendas
(1802-1858). En esta ocasión el autor sorprende porque entrega un texto sin los
recursos acostumbrados en él y que van desde la asociación libre hasta los
escenarios que se vuelven alucinantes cuando sus supuestos fundamentales se
llevan hasta las últimas consecuencias. Estos elementos que siempre corren el
riesgo de lo gratuito son desechados en Fulgentius, una novela de corte
existencialista ambientada en el mundo romano. Al contrario de la mayoría de
las novelas históricas –muy de moda en los últimos años– en las que se
privilegia la verosimilitud de los datos y la cercanía con las fuentes, Aira
sólo bosqueja el imperio romano para dejar, en primer plano, al ficticio
general romano Fulgentius y sus dilemas mientras está en campaña, lejos de
casa. El protagonista, después de una esmerada educación en la que aprende el
arte de la guerra y la cultura escrita, asciende en el ejército y logra tener
una vida próspera. A sus 67 años es, todavía, un factor importante para sus
superiores y, por esta razón, lo mandan a las fronteras para combatir a los pueblos
que aún resisten el domino de la civilización latina.
Fulgentius no
es una novela de aventuras. El narrador en tercera persona se concentra en
describir los escenarios que pisa el general y su legión, un ejército de 6 mil
hombres abanderados con la imagen del lobo. Sin embargo, pronto entendemos que
el mayor peso lo llevan las reflexiones que surgen mientras avanzan lentamente
en territorios desconocidos. Fulgentius, además, tiene una misión muy personal:
llevar a escena una tragedia que escribió cuando era muy joven y que,
fortuitamente, ha sido representada sin que él lo supiera. La obra,
completamente biográfica –una anomalía en la época– es una suerte de visita a
su pasado. No sabemos mucho más de la obra porque el narrador se concentra en
la obsesión que tiene el general con ella y en la meticulosidad con la que
pretende escenificarla. De esta forma tenemos, mientras avanzamos en la trama,
una historia que renuncia a la peripecia para entregarnos momentos que invitan
a ir más allá de lo literal: el ejército como la extensión viva de un hombre;
una expedición que nunca acaba y cuya suerte parece no importarle a nadie; la
obsesión por representar una obra teatral utilizando a los soldados como
actores y también como público. Al final del libro queda la sensación, siempre
pesimista, de no alterar la realidad y, a pesar de eso, seguirlo intentando.
*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
*
Es este
breve tránsito
la vida.
Pasos
huyendo
hacia la eternidad.
Extraviarse
una
y mil veces,
con la brújula inútil
como un talismán.
Ay, qué sabios
somos
cuando somos soledad.
El horizonte es ancho
cuando,
perdido el rumbo,
se elige una estrella.
Y se comienza a andar.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana
nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en
City Bell.
Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio
(El Mensú, 2015)
La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018)
Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Coordina Microversos, talleres de
exploración literaria.
Almacén
La Estrella*
Era de esas edificaciones que los hombres
hacían realmente decididos a soportar cualquier arbitrariedad de la intemperie.
Pararse en esa esquina era observar el
modernismo en sus bastiones más elocuentes: orden y progreso.
Se había transformado, además, en la
referencia de la zona, tomáte el colectivo que dobla en la estrella, de la
estrella la primera curva hacia la derecha, te espero en la esquina de la
estrella.
Era como vivir en el espacio de una lógica
de dibujitos animados galácticos, pero sorteando el adoquín y los pequeños
tramos de brea en el asfalto más reciente. Uno podía imaginarse un colectivo
albóndiga maleable doblándose al pasar por la estrella o a uno mismo parado en
una punta de la estrella esperando y esperando.
Mi casa quedaba a una cuadra y mi padre
pasaba por esa esquina tantas veces como las que la soñó suya.
La soñaba como se sueña la libertad, sin
importar cuánto cueste alcanzarla y defenderla.
En cada pedaleada de la bici, de ida y de
vuelta de la fábrica, de noche y de día, de madrugada de escarcha o de siesta
de verano, de amanecer de lluvia o atardecer de viento en contra, en cada
pedaleada, digo, le empeñaba una cuenta más al ábaco de su libertad.
Era como la semilla que germina en la
tierra rígida y reseca prescindiendo del agua y del miedo de lo que vendrá, por
el sólo impulso de liberarse y de alcanzar la vida, por poco que dure.
Para el tano no había San Perón, ya había
desertado de las camisas negras de Mussolini, de la megalomanía de Hitler, de
las amenazas totalitarias de Stalin y de la grasada yanqui de nuevo rico con
poder.
Su Italia europea ya había quedado atrás y
no soportaba más fascismo que se entrometiera en la tarea de vivir.
Como todo tano fanfarrón hablaba de
Viplastic, la fábrica, como si fuera el gerente o el fundador, hasta que muy
entrados los años, en los que yo ya no era niña pudo contarme cómo hacía de
caballo tirando del carro para trasladar los materiales en esos entonces del
’57.
Recuerdo que lloré, no sé si de orgullo, de
lástima o de impotencia, pero lloré como cuando el Topo Gigio se despidió una
noche jurando no volver y viví por primera vez la sensación de muerte, más real
que cuando se murió mi nonno.
Cuando el nonno murió yo veía a todos
llorar y sabía que algo muy malo pasaba, porque logré escaparme de la casa de
Evelina, con la panza llena de las milanesas más ricas que comí en mi vida, y
entré al lugar prohibido.
El comedor gigante de la nonna, donde
estaba la mesa que llevo conmigo a cada casa donde construyo mi hogar y convido
el alimento a mis hijos y amigos, era una galería de ropas negras y cabezas
cubiertas por guipur y encajes que flameaban entre el llanto, los suspiros
jondos y una afluencia de pañuelos bordados, blancos radiantes y acuosos que
iban y venían de los ojos a la nariz a la perilla al cuello.
Supe que mi nonno no estaba enterado de lo
que sucedía allí, porque ni se movía, pero nunca imaginé que sería para
siempre.
Tampoco sabía que para siempre quiere decir
nunca más.
Era la muerte y yo no lo sabía.
Miré hacia la chimenea del comedor y volví
a verlo bajando por el tiraje que él mismo había construido, después de haber
lanzado los caramelos, los chocolates y los regalos con el nombre de cada uno de
sus nietos, las nochebuenas de vino, sidra, almendras y ese olor del agua de
azahar del pan dulce recién levado y horneado.
Era enero esa vez, y la última navidad ya
no había sucedido nada de eso.
Supe
después de mucho tiempo que una bala se le había quedado a vivir, desde la
primera guerra mundial, en una parte de la cabeza que no podían operarle, hasta
que se infectó y la septicemia se lo llevó.
¿Vivió esos años de regalo? O ¿Regaló, por
una guerra vana, su única vida, la única que tenía para vivir?
La cuestión es que los relatos de mi padre
haciendo de caballo o burro y, aun así, dar gracias a la vida por haber tenido
siempre trabajo, justificaban ese sueño de libertad que él desplegaba cada vez
que atravesaba la esquina del almacén La Estrella.
No era el American Dream ni la tarjeta
dorada de Visa, ni las ventajas del yogur Ser ni el mundo inasequible de los
que lo tienen todo y no tienen nada.
Soñaba con no tener patrón y eso era para
él, la libertad.
Recién en el ’72 pudo decidir, contra todos
los designios conservadores y los rezos de sensatez y mesura que lo avenían a
recatarse y reconsiderar, pegarle una verdadera patada en el culo a todo.
Y así fue.
Se apropió de La Estrella.
Allí fuimos, la familia tipo, tipo tirando
a pobre, a rasquetear, pintar, matar lauchas, desinfectar, descubrir lo que
guarda el machimbre tras los años de abandono, desafiar la fobia a las arañas,
cantar con el eco y la resonancia del cielo raso que no era raso sino abovedado
y las carcajadas se ensanchaban y apocaban en cada ángulo misterioso que íbamos
descubriendo.
Y salir a repartir volantes de inauguración
con ‘precios módicos’.
Mi viejo inauguraba su propio pastificio.
Y allí nos encontró la nochebuena del ’72
brindando entre cajas que había que apilar, dos en sesgo confluyendo sobre el
centro de una plana y así hasta el infinito de una torre que venía a significar
prosperidad y trabajo. Papelitos ravioleros, olor a grasa de máquinas, jamón
serrano, Asti Gancia, almendras, cerezas y dátiles.
No había chimenea ni mesas de parientes ni
arbolito de navidad, pero había un gran regalo: la libertad de mi padre, que
sería la de todos, nuestro emblema. No había patrón.
Yo tenía once años y era muy menuda. Entre
mamá y papá me habilitaron un cajoncito de madera de pino bien firme con el que
llegaba perfectamente a la cortadora de fiambre y desde ese momento supe, no
sólo lo que significaba trabajar sino que empecé a consolidar mi propia cartera
de clientes.
La cola para el fiambre era especial y
selecta: la despachante cortaba rápido, sonriente y tímida, del grosor a pedido
del cliente y con una distribución que hacía parecer cada feta de mortadela o
salchichón primavera, el manjar más exquisito que podía ofrecer esa época de
deterioro del modernismo, en que los soldados de Perón habían tomado su propia
causa como la causa del pueblo, de todo un pueblo que se pelaba sin conocer de
estrategias ni de recursos blindados ni
armamentismo, que no sabía de secuestros extorsivos ni de alias, y que no
quería del poder lo peor que el poder podía poder.
El pueblo siempre quiso su libertad y la
libertad, a mi criterio, no tiene nada parecido al poder.
O eso he preferido pensar toda mi vida, aún
hoy.
Sucumbieron años de escasez. Ya la escasez
empezaba a ser el estandarte de la gran mentira mediática. Escaseaba el aceite,
el papel higiénico, el azúcar, la harina, las verduras, las frutas, la verdad.
Había veda de carne, sólo podíamos
comprarla los martes y los viernes, no vaya a ser eso de dejar al pueblo
peronista sin el asadito del fin de semana.
A mis once o doce todo era fácil de creer
porque la palabra era un segmento de significados que circulaban en el único
posible sentido de la verdad y alterarlo desembocaba inevitablemente en mentir.
Y mentir es un compromiso muy difícil.
Requiere de mucha memoria, y sobre todo, de saber, qué es lo que el otro
necesita escuchar para fabricarle el mensaje más adecuado y oportuno. Tarea
infeliz, si las hay.
Entonces, reservaba las raciones para los
clientes más frecuentes y leales.
A la vuelta de los años se me ocurrió
pensar a cuántas viejas oligarcas de mierda les habré facilitado limpiarse el
culo con el papel higiénico que les reservaba con nombre y apellido en el
depósito gigante del almacén La Estrella, de mi padre. Perdón, la Fábrica de
Pastas de mi padre, que no quería patrón ni fascismo.
Empezaron los misterios de los vecinos que
desparecían de la faz del barrio, de la ciudad, del cosmos. Unos por jipis.
Otros por promiscuos, otros por pone bombas. Empezaron las razzias, las
palpaciones a la entrada del subterráneo de la estación Burzaco, las demoras
por averiguación de antecedentes, los unimogs, las preguntas a la salida de la
escuela, la amiga del seleccionado de volley de la escuela que yo capitaneaba
en ese entonces, que nunca volví a ver, hasta ver su nombre en el informe de la
CONADEP, una vida toda, mi plaza, mi avenida, mi estación, mi ombú, inundado de
fascismo al mejor estilo argentino genuflexo de mierda.
En ese escenario de librecambio y
arrogancia de poderes superpuestos y medición de fuerza bruta, en el que
desaparecíamos todos los que no bregábamos por ninguna de esas opciones, el
Almacén La Estrella cerró.
Los dueños de ese local abandonado plagado
de lauchas, desidia y desdén, que habíamos resucitado después de tantos años,
habían resucitado como los piojos en sangre dulce, endulzada por otra mentira
de las tantas de un país que no sabe otra cosa que venirse abajo desdeñando sus
propias herramientas y recursos.
Mi madre y mi padre, que eran tanos y
pobres, pero no boludos, respondieron con la cordura que tenían a su alcance
frente al embate, y abrieron su propio local en febrero del ’77, sin reclamar
ningún esfuerzo que pudiera ser traducido en costos y valores de mercado.
Empezaron de nuevo, como se empieza siempre
y en realidad nunca se ‘vuelve a empezar’ en este país de iluminados con la
vela en el culo que se les apaga cada vez que estornudan.
Eran otros tiempos, otro idioma. Ya el
enemigo era cualquiera o ninguno, todos fuimos sospechosos y sospechados. Se
rompieron los lazos. La confianza pasó a ser una postal del recuerdo de alguna
inocencia perimida y demodé.
La identidad pasó a ser un documento ajado
por el uso y el abuso de ponerlo y sacarlo del bolsillo trasero del Jean a cada
paso.
La Estrella cumplió su cometido, de todos
modos.
Y el poder, también.
*De Lucia
Adriana Cinquepalmi Passarelli. luciaguionbajo@gmail.com
– octubre de 2009-
Invisibilidad*
Hay esperas que no tienen respuestas.
Y llantos que son a destiempo.
No consuelan. No limpian.
Se dio vuelta el horizonte.
Y no me vio.
Quedé detrás.
En la íntima zona de la luna.
Limando las puntas hirientes
del silencio.
Mi hambre a veces
arranca gajos a la noche.
De ellos me alimento.
De la harina de sus huecos,
la que vuelve invisible.
Por eso debe ser...
Nadie me vio.
Ni me ve.
*De Miryam
Colombotto Seia. colombottomiryam@gmail.com
*
"Si estás
buscando un tesoro, tienes que buscarlo en los lugares menos visibles. No lo busques en las palabras de la gente,
solo encontrarías viento. Búscalo en el fondo del alma de quien sabe hablar con
solo silencios..."
*De Alda
Merini.
(Nació el 21 de marzo de 1931 en Milán.
Murió el 1 de noviembre de 2009 en su ciudad
natal)
https://es.wikipedia.org/wiki/Alda_Merini
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
PARADA KM 79*
De estación en estación, y todas las
estaciones vacías, y todas con lluvia, y todas con este olor a campo y algunos
papeles mojados en los andenes. El campo apenas adivinado detrás de las
ventanillas que no cierran bien y dejan entrar el frío, las gotas de agua en el
vidrio que tiemblan y trazan recorridos oblicuos.
Y yo, finalmente, yo en este tren que se
mueve irremediablemente hacia adelante y más adelante, y a medida que las
estaciones se suceden se va acercando a mi apeadero, en donde detendré el viaje
que para el tren continúa más y más allá, siempre más adelante y más lejos en
esta noche interminable.
El viaje como una continuidad, un largo
camino de aquí hasta allá, y yo que no voy de aquí hasta allá sino que me bajo
antes, en un intersticio, yo que detengo mi viaje en este tren que va a
continuar sin variar casi el peso, sin extrañarme. Yo que voy descontando
paradas, un latido en falso en cada estación, un retorcijón en el vientre cada
vez que tacho en el espacio otro nombre que me acerca a destino.
Llueve, siento humedad en el aire, abrigo
mojado, pelo húmedo, ronquidos desde otro vagón. El paisaje que se va, que
queda atrás, y más atrás, y fuera de alcance. No hay luna. No hay cielo hoy,
sólo una negrura espesa y una lluvia inevitable.
Lluvia, lluvia y trenes, y estaciones. Y
una mujer sola en un vagón con el abrigo húmedo y una sola maleta y la mano
apretada contra la boca cerrada sobre los dientes apretados. Yo.
Ya casi, falta poco. Tomo mi maleta para
tener algo en la mano, para convencerme de que es cierto que me voy a bajar. Me
convenzo tomando la maleta y arreglándome un poco el peinado arruinado por la
lluvia. Me aferro a mi maleta porque si esto no es un sueño el tren va a
detenerse y en vez de seguir sentada en un viaje infinito me voy a bajar. Me
voy a poner de pie con mi maleta, voy a llegar hasta la puerta, voy a bajar al
andén y voy a encontrarme con Pedro después de esta larga, larguísima semana.
Va a estar ahí esperándome, ya nos pusimos
de acuerdo. Con las manos en los bolsillos, seguramente. Terminando un
cigarrillo o mirándome de frente con los brazos cruzados. Va a estar ahí esta
noche, nos vamos a subir al auto, vamos a llegar a casa y no sé si vamos a
decir algo. No lo sé.
Siento ya su cuerpo sentado al lado del mío
en el automóvil, la sensación del tapizado del asiento, mis ojos fijos en el
rosario que cuelga del espejito para no mirarlo a él, silencioso, a mi lado.
Ya me imagino en casa, dejando la culpable
maleta en el ropero, metiéndonos rápido en la cama para dormir al menos unas
horas hasta que suene el despertador. Veo el desayuno con el mate y yo otra vez
usando las pantuflas y el pullover rojo que quedó en el ropero.
Otra estación, ya casi. Si fuese de día
seguramente podría comenzar a reconocer parajes y alguna casita rodeada de
árboles. Pero no veo nada. Nada de nada.
Mamá me dijo que una se casa para siempre y
que los hombres tienen sus cosas y que la mujer tiene que aprender a
manejarlos. Y dijo mamá que cada esposa con su esposo y cada carancho a su
rancho y que la vida es esto y no cuentitos de princesas y zapatos de cristal.
Le dio vergüenza que yo haya escapado de mi matrimonio y haya vuelto al pueblo.
Se reía con las vecinas pero a mí me congeló con los ojos fríos cuando me abrió
la puerta. Ella habló con Pedro por teléfono y que si, que claro, que me
mandaba de vuelta que las cosas se arreglan entre marido y mujer y basta de
pavadas.
Es la próxima ahora, Pedro con las manos en
los bolsillos seguro, y elevo el cuello de la campera que no me tapa el moretón
pero lo subo igual, no quiero que Pedro vea el moretón que es como acusarlo y
recordar que me escapé.
Ahora sí, en medio de estaciones y estaciones
y estaciones está la parada en el kilómetro 79, ni nombre tiene mi parada, es
apenas un intersticio por donde me voy a caer para siempre para siempre. Y me
veo desapareciendo por ese hueco entre campos, esa grieta entre paredes. Me veo
alejándome con Pedro y el rosario colgando y el color azulado en mi cara que ya
no se ve porque se aleja. Se aleja de este tren que acaba de detenerse.
Me pongo de pie, tomo la maleta, me subo de
nuevo el cuello del abrigo y camino hasta la puerta del vagón. Estoy caminando
en sueños, lo sé. No siento el suelo duro bajo los pies ni el olor ni los
sonidos ni siento mi propio cuerpo. Esto ocurre despacio y de forma borrosa.
Alguien camina con una maleta y es mujer y se acerca a una puerta del vagón de
un tren detenido en una casi estación para dejarla junto a un casi hombre para
que vaya a un casi hogar.
Me quedo. Me quedo y el miedo desborda,
rompe, me hace transpirar en una oleada roja de pánico salvaje. Aprieto la
manija de mi maleta. Me quedo.
Cuando el tren vuelve a ponerse en
movimiento y se sacude, y después se empieza a apurar y al fin corre sobre sus
rieles brillantes de lluvia yo, una mujer con una maleta, me pongo a alisar los
pocos billetes que tengo en el bolsillo, me acomodo en el asiento e,
infinitamente desamparada, sola, sin saber cuál será el futuro, duermo en una
calma de feroz alegría.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Próxima estación.
En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril
Provincial:
CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO. EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
*
-Siguiente estación.
En el recorrido del tren literario por el
Ferrocarril Midland:
KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO
GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA.
JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI.
KM 12.
LA SALADA. INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO.
VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
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escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
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