sábado, marzo 20, 2021

EDICIÓN MARZO 2021.

 


*Foto de Paula Novoa.

 

 

 

 

 

 

HUIPIL DE ESTRELLAS*

 

 

Comió carne con piel, mariposa amarilla…

¡Extraño color para animales así!

Mariposas amarillas no las hay.

 

Son esos colores

que detienen las lágrimas, mujer:

son tiempos de guerra y tu batalla

es en contra de esta sociedad que te ha ignorado, te ha culpado,

responsabilizado por las agresiones que sufres,

por el peligro con el que recorres las calles,

por disfrutar tu vida.

 

Sol refulgente: hundes tu cabeza en la piel

de la serpiente que te eructa entre fuego

de los cometas…

No hay más montaña sin lengua.

 

Y en respuesta a esta sociedad hipócrita

rompe sus vidrios, quema sus puertas, destruye sus monumentos

porque nunca se ha alarmado de igual manera

cuando tu cuerpo ha sido ultrajado, desmembrado,

asfixiado, muerto, abandonado…

 

¡¡Muéstranos tus colores

con el brillo de tu política violencia: solo así

será posible darnos a luz en este

viejo océano sin insectos luminiscentes!!

 

Y ahora que pintas nuestras calles, mujer,

esta sociedad voltea a verte, habla de ti, te señala,

le importa lo que haces… ¡Tienes nuestra atención!

¡Muéstranos tu cuerpo tantas veces golpeado!

¡Grítanos de frente todo el temor que sientes por salir a existir!

Porque el riesgo lo corremos todos pero tú, mujer,

has sido objeto de menosprecio y violencia por ser poderosamente

mujer.

 

Comió carne con piel, la que fuera tierra,

flamenco rosado rosa... ¡Extraño color para animales así!

Flamencos rosados rosa no los hay.

 

Son tiempos de guerra y tu batalla es por humanizar

a esta sociedad que ha sido indiferente ante tu cuerpo inerte,

desgarrado, tu rostro deformado;

pero se ha indignado profundamente por sus monumentos dañados:

que arda todo lo que tenga qué arder,

que estalle todo lo que tenga qué estallar y tu vida

sea la base para una nueva convivencia.

 

Es éste tiempo de guerra y no hay guerra que no sea violenta:

mucho tiempo has sido atacada, mujer, y soportaste…

Ahora atacas: que tu ataque nos lleve a una nueva realidad

donde sea la vida la que importe más que los edificios.

 

Comió carne con piel, la que es tu vida, tu nombre…

Y se erigió majestuosa como la mar que da de beber a la flor.

 

Tu violencia no es violencia en sí misma, sino un arte

para mostrarnos las causas evitables

de la barbarie contra tu existencia.

Una sociedad que se aferra a un modelo económico

que transforma todo en mercancía:

nuestras vidas tu vida, mujer, un objeto que se puede reemplazar…

 

Construye un nuevo firmamento para nosotros,

donde sea escuchada con portento la danza que eleva las raíces de la luna,

conviértenos en esa esfera que se viste con fuego,

cuando tu sonrisa colorea las calles.

 

 

*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com

Coyoacán. Ciudad de México.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL PERRO DE LA PELOTA*

 

         Las mañanas esperando el colectivo estaban salpicadas por eventos recurrentes que van dejando algunas notas fijas, como una melodía que se va escribiendo en un pentagrama, a través del tiempo y la fijación de cada nota por la repetición y al llamar nuestra atención por alguna singularidad.

 

          Los pájaros en los cables, el sol trepando lentamente y coloreando las paredes de los edificios, la mujer que levanta la persiana del negocio, el hombre taciturno con su perro taciturno, ambos viejos, ambos en blanco y negro, el perro portando sin aspavientos una pelota en el hocico. Nada circense, nada exagerado, sin forzar la acrobacia, simplemente y calmosamente caminaba el bicho con su pelotita entre los dientes.

 

          Años pasaron, se fueron, se borraron. Lo que pensaba en esa vereda, las preocupaciones que se me aferraban como hilos de niebla, los restos de pesadillas así como las ocultas felicidades que repasé en esas esperas al aire libre. Mientras cambiaban las estaciones, mientras caían hojas, o lluvia, o papeletas de votaciones, el hombre con su perro en la vereda de enfrente eran la mínima procesión de fieles que me aseguraba la permanencia de un orden.

 

          Hasta que el perro una vez ya no llevaba la pelota. Y otra vez tampoco, ni otra vez, y ya nunca más.

 

          Igual que yo, el hombre y el perro envejecían.

 

          El perro comenzó a caminar más lento. Luego con dificultad, las articulaciones duras, los huesos envarados. Después y hace poco tiempo, el hombre lo llevaba alzado para que en un cuadrado de pasto el amigo pudiese dar unos pasos vacilantes. Era un perro bastante pesado, el hombre era un hombre viejo, no pude dejar de emocionarme; a la antigua melodía se le entremezclaban otros instrumentos, otras voces. Envuelto en una frazada lo llevaba, y lo depositaba con mucho esfuerzo y cuidado para que el perro con los dedos abiertos se sostuviese unos minutos sobre la hierba. Tampoco ahora se preocupaban por los extraños. Ambos, como siempre, estaban juntos y en sus cosas, dignos, atendiendo sus asuntos, ajenos a montar un espectáculo.    

 

 Dejé de verlos.

Hasta ayer.

          El perro estaba viejo, flaco y arruinado, pero con pasos lentos caminaba junto a su dueño, su amigo, su sombra. Y los dos me dieron tanta alegría que estuve cantando hasta la noche, por adentro y por afuera de mi alma, porque una pequeña porción del mundo todavía es cálida, aún es habitable, y no ha llegado el momento inevitable de abandonar las butacas. Señores, el espectáculo de la vida sigue desarrollando una de sus historias.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 





 

 

 

 *

 

Cuando salí ya no estaba. Se desvaneció como el vapor

de la pava. Como las gotas en la pared al secarse

no dejó rastro. El día y la noche pasaron veloces

y me quedé mirando una estrella. Una pequeña muy 

brillante parecía el pendiente de la oreja enorme

del cielo. Hasta que se perdió y ya no hubo cielo ni

pendiente estrellado ni nada. Adiós amor volví a decir 

y el eco repetía adiós amor adiós amor. Ahí mismo se puso

a cantar un mirlo. Luego silencio y el crujir de hojas

sobre la hamaca. Después la calma.

 

 

*De Celina Feuerstein. celinafeuerstein1@gmail.com

 

 

-Celina Feuerstein nació en Buenos Aires. Es Licenciada en Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA), y trabaja como psicoanalista. Algunos de sus poemas se publicaron en la Antología de Poesía Federal de la Ciudad de Buenos Aires. En marzo del 2018 publicó el libro de poemas La casa vacía, por la editorial Caleta Olivia. Participó en el poemario Martes verde, del colectivo Poetas por el derecho al aborto legal. En 2020 publicó De qué se trata el otoño en mi ventana, su nuevo libro de poemas, por Modesto Rimba. Está trabajando en “Pequeñas prosas blancas”, un libro de prosa poética.

 

 

 




 

 

 

 

El romano existencialista*

 

Fulgentius, César Aira, Literatura Random House, 2020

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

Hablar de César Aira (Argentina, 1949) es hacer referencia a un universo narrativo en el que la experimentación tiene el papel principal. Compañero de armas de otros autores sudamericanos inclasificables como Mario Levrero o Rodolfo Fogwill, sus textos son, como él los llama, juguetes o artefactos literarios para adultos. Aira decidió abandonar el realismo desde sus primeros libros y creó narraciones que buscan atrapar al lector planteando cajas de sorpresas que parecen funcionar en diferentes dimensiones. Quizás, al contrario de otros autores extravagantes en castellano, Aira parece improvisar mientras escribe y, después, dejar que el lector se introduzca poco a poco en su propuesta como si estuviera ante una obra abstracta. El único compromiso, por supuesto, es una imaginación delirante que le otorga una extraña tensión a sus textos. El autor argentino lanza, casi de inmediato, un anzuelo extraño que tenemos que aceptar casi de inmediato, como la obsesión de un científico por clonar a Carlos Fuentes como sucede en Congreso de literatura o, en otro de los muchos ejemplos de su vasta obra, cuando un escritor de éxito abandona la escritura de novelas góticas para internarse en la ruta del opio y, así, darle sentido a su vida, como en Prins, libro publicado en el 2018.

 

El año pasado Aira publicó una nueva novela con un tema histórico. Ya había tenido buenos resultados con un ejercicio parecido: Un episodio en la vida del pintor viajero, en el que aborda la vida del pintor Johan Moritz Rugendas (1802-1858). En esta ocasión el autor sorprende porque entrega un texto sin los recursos acostumbrados en él y que van desde la asociación libre hasta los escenarios que se vuelven alucinantes cuando sus supuestos fundamentales se llevan hasta las últimas consecuencias. Estos elementos que siempre corren el riesgo de lo gratuito son desechados en Fulgentius, una novela de corte existencialista ambientada en el mundo romano. Al contrario de la mayoría de las novelas históricas –muy de moda en los últimos años– en las que se privilegia la verosimilitud de los datos y la cercanía con las fuentes, Aira sólo bosqueja el imperio romano para dejar, en primer plano, al ficticio general romano Fulgentius y sus dilemas mientras está en campaña, lejos de casa. El protagonista, después de una esmerada educación en la que aprende el arte de la guerra y la cultura escrita, asciende en el ejército y logra tener una vida próspera. A sus 67 años es, todavía, un factor importante para sus superiores y, por esta razón, lo mandan a las fronteras para combatir a los pueblos que aún resisten el domino de la civilización latina.

 

Fulgentius no es una novela de aventuras. El narrador en tercera persona se concentra en describir los escenarios que pisa el general y su legión, un ejército de 6 mil hombres abanderados con la imagen del lobo. Sin embargo, pronto entendemos que el mayor peso lo llevan las reflexiones que surgen mientras avanzan lentamente en territorios desconocidos. Fulgentius, además, tiene una misión muy personal: llevar a escena una tragedia que escribió cuando era muy joven y que, fortuitamente, ha sido representada sin que él lo supiera. La obra, completamente biográfica –una anomalía en la época– es una suerte de visita a su pasado. No sabemos mucho más de la obra porque el narrador se concentra en la obsesión que tiene el general con ella y en la meticulosidad con la que pretende escenificarla. De esta forma tenemos, mientras avanzamos en la trama, una historia que renuncia a la peripecia para entregarnos momentos que invitan a ir más allá de lo literal: el ejército como la extensión viva de un hombre; una expedición que nunca acaba y cuya suerte parece no importarle a nadie; la obsesión por representar una obra teatral utilizando a los soldados como actores y también como público. Al final del libro queda la sensación, siempre pesimista, de no alterar la realidad y, a pesar de eso, seguirlo intentando.

 

 

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977) 

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

 








*

 

 

Es este

breve tránsito

la vida.

Pasos

huyendo

hacia la eternidad.

Extraviarse

una

y mil veces,

con la brújula inútil

como un talismán.

Ay, qué sabios

somos

cuando somos soledad.

El horizonte es ancho

cuando,

perdido el rumbo,

se elige una estrella.

Y se comienza a andar.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell.

Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018)

Su último libro publicado es El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Almacén La Estrella*

 

 

Era de esas edificaciones que los hombres hacían realmente decididos a soportar cualquier arbitrariedad de la intemperie.

Pararse en esa esquina era observar el modernismo en sus bastiones más elocuentes: orden y progreso.

Se había transformado, además, en la referencia de la zona, tomáte el colectivo que dobla en la estrella, de la estrella la primera curva hacia la derecha, te espero en la esquina de la estrella.

Era como vivir en el espacio de una lógica de dibujitos animados galácticos, pero sorteando el adoquín y los pequeños tramos de brea en el asfalto más reciente. Uno podía imaginarse un colectivo albóndiga maleable doblándose al pasar por la estrella o a uno mismo parado en una punta de la estrella esperando y esperando.

Mi casa quedaba a una cuadra y mi padre pasaba por esa esquina tantas veces como las que la soñó suya.

La soñaba como se sueña la libertad, sin importar cuánto cueste alcanzarla y defenderla.

En cada pedaleada de la bici, de ida y de vuelta de la fábrica, de noche y de día, de madrugada de escarcha o de siesta de verano, de amanecer de lluvia o atardecer de viento en contra, en cada pedaleada, digo, le empeñaba una cuenta más al ábaco de su libertad.

Era como la semilla que germina en la tierra rígida y reseca prescindiendo del agua y del miedo de lo que vendrá, por el sólo impulso de liberarse y de alcanzar la vida, por poco que dure.

 

Para el tano no había San Perón, ya había desertado de las camisas negras de Mussolini, de la megalomanía de Hitler, de las amenazas totalitarias de Stalin y de la grasada yanqui de nuevo rico con poder.

 

Su Italia europea ya había quedado atrás y no soportaba más fascismo que se entrometiera en la tarea de vivir.

Como todo tano fanfarrón hablaba de Viplastic, la fábrica, como si fuera el gerente o el fundador, hasta que muy entrados los años, en los que yo ya no era niña pudo contarme cómo hacía de caballo tirando del carro para trasladar los materiales en esos entonces del ’57.

Recuerdo que lloré, no sé si de orgullo, de lástima o de impotencia, pero lloré como cuando el Topo Gigio se despidió una noche jurando no volver y viví por primera vez la sensación de muerte, más real que cuando se murió mi nonno.

Cuando el nonno murió yo veía a todos llorar y sabía que algo muy malo pasaba, porque logré escaparme de la casa de Evelina, con la panza llena de las milanesas más ricas que comí en mi vida, y entré al lugar prohibido.

El comedor gigante de la nonna, donde estaba la mesa que llevo conmigo a cada casa donde construyo mi hogar y convido el alimento a mis hijos y amigos, era una galería de ropas negras y cabezas cubiertas por guipur y encajes que flameaban entre el llanto, los suspiros jondos y una afluencia de pañuelos bordados, blancos radiantes y acuosos que iban y venían de los ojos a la nariz a la perilla al cuello.

Supe que mi nonno no estaba enterado de lo que sucedía allí, porque ni se movía, pero nunca imaginé que sería para siempre.

Tampoco sabía que para siempre quiere decir nunca más.

Era la muerte y yo no lo sabía.

Miré hacia la chimenea del comedor y volví a verlo bajando por el tiraje que él mismo había construido, después de haber lanzado los caramelos, los chocolates y los regalos con el nombre de cada uno de sus nietos, las nochebuenas de vino, sidra, almendras y ese olor del agua de azahar del pan dulce recién levado y horneado.

Era enero esa vez, y la última navidad ya no había sucedido nada de eso.

Supe después de mucho tiempo que una bala se le había quedado a vivir, desde la primera guerra mundial, en una parte de la cabeza que no podían operarle, hasta que se infectó y la septicemia se lo llevó.

¿Vivió esos años de regalo? O ¿Regaló, por una guerra vana, su única vida, la única que tenía para vivir?

La cuestión es que los relatos de mi padre haciendo de caballo o burro y, aun así, dar gracias a la vida por haber tenido siempre trabajo, justificaban ese sueño de libertad que él desplegaba cada vez que atravesaba la esquina del almacén La Estrella.

No era el American Dream ni la tarjeta dorada de Visa, ni las ventajas del yogur Ser ni el mundo inasequible de los que lo tienen todo y no tienen nada.

Soñaba con no tener patrón y eso era para él, la libertad.

Recién en el ’72 pudo decidir, contra todos los designios conservadores y los rezos de sensatez y mesura que lo avenían a recatarse y reconsiderar, pegarle una verdadera patada en el culo a todo.

 

Y así fue.

Se apropió de La Estrella.

Allí fuimos, la familia tipo, tipo tirando a pobre, a rasquetear, pintar, matar lauchas, desinfectar, descubrir lo que guarda el machimbre tras los años de abandono, desafiar la fobia a las arañas, cantar con el eco y la resonancia del cielo raso que no era raso sino abovedado y las carcajadas se ensanchaban y apocaban en cada ángulo misterioso que íbamos descubriendo.

Y salir a repartir volantes de inauguración con ‘precios módicos’.

Mi viejo inauguraba su propio pastificio.

Y allí nos encontró la nochebuena del ’72 brindando entre cajas que había que apilar, dos en sesgo confluyendo sobre el centro de una plana y así hasta el infinito de una torre que venía a significar prosperidad y trabajo. Papelitos ravioleros, olor a grasa de máquinas, jamón serrano, Asti Gancia, almendras, cerezas y dátiles.

No había chimenea ni mesas de parientes ni arbolito de navidad, pero había un gran regalo: la libertad de mi padre, que sería la de todos, nuestro emblema. No había patrón.

Yo tenía once años y era muy menuda. Entre mamá y papá me habilitaron un cajoncito de madera de pino bien firme con el que llegaba perfectamente a la cortadora de fiambre y desde ese momento supe, no sólo lo que significaba trabajar sino que empecé a consolidar mi propia cartera de clientes.

La cola para el fiambre era especial y selecta: la despachante cortaba rápido, sonriente y tímida, del grosor a pedido del cliente y con una distribución que hacía parecer cada feta de mortadela o salchichón primavera, el manjar más exquisito que podía ofrecer esa época de deterioro del modernismo, en que los soldados de Perón habían tomado su propia causa como la causa del pueblo, de todo un pueblo que se pelaba sin conocer de estrategias ni de recursos  blindados ni armamentismo, que no sabía de secuestros extorsivos ni de alias, y que no quería del poder lo peor que el poder podía poder.

El pueblo siempre quiso su libertad y la libertad, a mi criterio, no tiene nada parecido al poder.

O eso he preferido pensar toda mi vida, aún hoy.

 

Sucumbieron años de escasez. Ya la escasez empezaba a ser el estandarte de la gran mentira mediática. Escaseaba el aceite, el papel higiénico, el azúcar, la harina, las verduras, las frutas, la verdad.

Había veda de carne, sólo podíamos comprarla los martes y los viernes, no vaya a ser eso de dejar al pueblo peronista sin el asadito del fin de semana.

A mis once o doce todo era fácil de creer porque la palabra era un segmento de significados que circulaban en el único posible sentido de la verdad y alterarlo desembocaba inevitablemente en mentir.

Y mentir es un compromiso muy difícil. Requiere de mucha memoria, y sobre todo, de saber, qué es lo que el otro necesita escuchar para fabricarle el mensaje más adecuado y oportuno. Tarea infeliz, si las hay.

Entonces, reservaba las raciones para los clientes más frecuentes y leales.

A la vuelta de los años se me ocurrió pensar a cuántas viejas oligarcas de mierda les habré facilitado limpiarse el culo con el papel higiénico que les reservaba con nombre y apellido en el depósito gigante del almacén La Estrella, de mi padre. Perdón, la Fábrica de Pastas de mi padre, que no quería patrón ni fascismo.

Empezaron los misterios de los vecinos que desparecían de la faz del barrio, de la ciudad, del cosmos. Unos por jipis. Otros por promiscuos, otros por pone bombas. Empezaron las razzias, las palpaciones a la entrada del subterráneo de la estación Burzaco, las demoras por averiguación de antecedentes, los unimogs, las preguntas a la salida de la escuela, la amiga del seleccionado de volley de la escuela que yo capitaneaba en ese entonces, que nunca volví a ver, hasta ver su nombre en el informe de la CONADEP, una vida toda, mi plaza, mi avenida, mi estación, mi ombú, inundado de fascismo al mejor estilo argentino genuflexo de mierda.

 

En ese escenario de librecambio y arrogancia de poderes superpuestos y medición de fuerza bruta, en el que desaparecíamos todos los que no bregábamos por ninguna de esas opciones, el Almacén La Estrella cerró.

Los dueños de ese local abandonado plagado de lauchas, desidia y desdén, que habíamos resucitado después de tantos años, habían resucitado como los piojos en sangre dulce, endulzada por otra mentira de las tantas de un país que no sabe otra cosa que venirse abajo desdeñando sus propias herramientas y recursos.

Mi madre y mi padre, que eran tanos y pobres, pero no boludos, respondieron con la cordura que tenían a su alcance frente al embate, y abrieron su propio local en febrero del ’77, sin reclamar ningún esfuerzo que pudiera ser traducido en costos y valores de mercado.

Empezaron de nuevo, como se empieza siempre y en realidad nunca se ‘vuelve a empezar’ en este país de iluminados con la vela en el culo que se les apaga cada vez que estornudan.

Eran otros tiempos, otro idioma. Ya el enemigo era cualquiera o ninguno, todos fuimos sospechosos y sospechados. Se rompieron los lazos. La confianza pasó a ser una postal del recuerdo de alguna inocencia perimida y demodé.

La identidad pasó a ser un documento ajado por el uso y el abuso de ponerlo y sacarlo del bolsillo trasero del Jean a cada paso.

 

La Estrella cumplió su cometido, de todos modos.

Y el poder, también.

 

 

*De Lucia Adriana Cinquepalmi Passarelli. luciaguionbajo@gmail.com

– octubre de 2009-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Invisibilidad*

 

 

Hay esperas que no tienen respuestas.

Y llantos que son a destiempo.

No consuelan. No limpian.

Se dio vuelta el horizonte.

Y no me vio.

Quedé detrás.

En la íntima zona de la luna.

Limando las puntas hirientes

del silencio.

Mi hambre a veces

arranca gajos a la noche.

De ellos me alimento.

De la harina de sus huecos,

la que vuelve invisible.

Por eso debe ser...

Nadie me vio.

Ni me ve.

 

 

*De Miryam Colombotto Seia. colombottomiryam@gmail.com

 

 

 


 

*

 

"Si estás buscando un tesoro, tienes que buscarlo en los lugares menos visibles.  No lo busques en las palabras de la gente, solo encontrarías viento. Búscalo en el fondo del alma de quien sabe hablar con solo silencios..."

 

*De Alda Merini.

(Nació el 21 de marzo de 1931 en Milán.

Murió el 1 de noviembre de 2009 en su ciudad natal)

https://es.wikipedia.org/wiki/Alda_Merini

 

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

 

PARADA KM 79*

 

 

 

De estación en estación, y todas las estaciones vacías, y todas con lluvia, y todas con este olor a campo y algunos papeles mojados en los andenes. El campo apenas adivinado detrás de las ventanillas que no cierran bien y dejan entrar el frío, las gotas de agua en el vidrio que tiemblan y trazan recorridos oblicuos.

Y yo, finalmente, yo en este tren que se mueve irremediablemente hacia adelante y más adelante, y a medida que las estaciones se suceden se va acercando a mi apeadero, en donde detendré el viaje que para el tren continúa más y más allá, siempre más adelante y más lejos en esta noche interminable.

El viaje como una continuidad, un largo camino de aquí hasta allá, y yo que no voy de aquí hasta allá sino que me bajo antes, en un intersticio, yo que detengo mi viaje en este tren que va a continuar sin variar casi el peso, sin extrañarme. Yo que voy descontando paradas, un latido en falso en cada estación, un retorcijón en el vientre cada vez que tacho en el espacio otro nombre que me acerca a destino.

Llueve, siento humedad en el aire, abrigo mojado, pelo húmedo, ronquidos desde otro vagón. El paisaje que se va, que queda atrás, y más atrás, y fuera de alcance. No hay luna. No hay cielo hoy, sólo una negrura espesa y una lluvia inevitable.

Lluvia, lluvia y trenes, y estaciones. Y una mujer sola en un vagón con el abrigo húmedo y una sola maleta y la mano apretada contra la boca cerrada sobre los dientes apretados. Yo.

Ya casi, falta poco. Tomo mi maleta para tener algo en la mano, para convencerme de que es cierto que me voy a bajar. Me convenzo tomando la maleta y arreglándome un poco el peinado arruinado por la lluvia. Me aferro a mi maleta porque si esto no es un sueño el tren va a detenerse y en vez de seguir sentada en un viaje infinito me voy a bajar. Me voy a poner de pie con mi maleta, voy a llegar hasta la puerta, voy a bajar al andén y voy a encontrarme con Pedro después de esta larga, larguísima semana.

Va a estar ahí esperándome, ya nos pusimos de acuerdo. Con las manos en los bolsillos, seguramente. Terminando un cigarrillo o mirándome de frente con los brazos cruzados. Va a estar ahí esta noche, nos vamos a subir al auto, vamos a llegar a casa y no sé si vamos a decir algo. No lo sé.

Siento ya su cuerpo sentado al lado del mío en el automóvil, la sensación del tapizado del asiento, mis ojos fijos en el rosario que cuelga del espejito para no mirarlo a él, silencioso, a mi lado.

Ya me imagino en casa, dejando la culpable maleta en el ropero, metiéndonos rápido en la cama para dormir al menos unas horas hasta que suene el despertador. Veo el desayuno con el mate y yo otra vez usando las pantuflas y el pullover rojo que quedó en el ropero.

Otra estación, ya casi. Si fuese de día seguramente podría comenzar a reconocer parajes y alguna casita rodeada de árboles. Pero no veo nada. Nada de nada.

Mamá me dijo que una se casa para siempre y que los hombres tienen sus cosas y que la mujer tiene que aprender a manejarlos. Y dijo mamá que cada esposa con su esposo y cada carancho a su rancho y que la vida es esto y no cuentitos de princesas y zapatos de cristal. Le dio vergüenza que yo haya escapado de mi matrimonio y haya vuelto al pueblo. Se reía con las vecinas pero a mí me congeló con los ojos fríos cuando me abrió la puerta. Ella habló con Pedro por teléfono y que si, que claro, que me mandaba de vuelta que las cosas se arreglan entre marido y mujer y basta de pavadas.

Es la próxima ahora, Pedro con las manos en los bolsillos seguro, y elevo el cuello de la campera que no me tapa el moretón pero lo subo igual, no quiero que Pedro vea el moretón que es como acusarlo y recordar que me escapé.

Ahora sí, en medio de estaciones y estaciones y estaciones está la parada en el kilómetro 79, ni nombre tiene mi parada, es apenas un intersticio por donde me voy a caer para siempre para siempre. Y me veo desapareciendo por ese hueco entre campos, esa grieta entre paredes. Me veo alejándome con Pedro y el rosario colgando y el color azulado en mi cara que ya no se ve porque se aleja. Se aleja de este tren que acaba de detenerse.

Me pongo de pie, tomo la maleta, me subo de nuevo el cuello del abrigo y camino hasta la puerta del vagón. Estoy caminando en sueños, lo sé. No siento el suelo duro bajo los pies ni el olor ni los sonidos ni siento mi propio cuerpo. Esto ocurre despacio y de forma borrosa. Alguien camina con una maleta y es mujer y se acerca a una puerta del vagón de un tren detenido en una casi estación para dejarla junto a un casi hombre para que vaya a un casi hogar.

Me quedo. Me quedo y el miedo desborda, rompe, me hace transpirar en una oleada roja de pánico salvaje. Aprieto la manija de mi maleta. Me quedo.

Cuando el tren vuelve a ponerse en movimiento y se sacude, y después se empieza a apurar y al fin corre sobre sus rieles brillantes de lluvia yo, una mujer con una maleta, me pongo a alisar los pocos billetes que tengo en el bolsillo, me acomodo en el asiento e, infinitamente desamparada, sola, sin saber cuál será el futuro, duermo en una calma de feroz alegría.

 

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

-Próxima estación.

 

En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Provincial:

 

 

 

CARLOS BEGUERIE. 

 

 

 

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.  

 

LOMA VERDE.

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.  

 

 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. 

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

LA PLATA.

 

 

 

 

*

 

-Siguiente estación.

 

 

 En el recorrido del tren literario por el Ferrocarril Midland:

 

KM. 38.  

 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.

 

MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA. 

 

JUSTO VILLEGAS.

 

JOSÉ INGENIEROS.   MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.

 

 ALDO BONZI.   KM 12.

 

LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.

 

 VILLA CARAZA.

 

VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.

 

 

 

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

 

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

 

https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL

 

 


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