jueves, agosto 12, 2021

ESTACION CARLOS BEGUERIE

 


*Foto de Paula Novoa.

 

 

 

 

 

 

 

 

Extraños en un tren*

 


Me encogí de hombros y subí al tren. ¿Qué podía perder?

Un par de días antes había visto un aviso en un diario, mientras buscaba sin esperanza una oferta de trabajo. Me llamó la atención porque yo había oído antes ese nombre, aunque no conseguí recordar en qué circunstancias.

 

 

VENGA A CARLOS BEGUERIE

LO QUE SIEMPRE HA DESEADO.

¡NO SE ARREPENTIRÁ!

 

 

Como es natural, al principio me pareció el típico mensaje para captar tontos, pero mi situación era tan desesperada que decidí probar. Indagué cómo llegar al sitio. La mejor opción (la única opción) era tomar el tren provincial. Y rezar porque el revisor no me atrapara sin billete.

Recorrí todos los vagones hasta encontrar un sitio lo bastante discreto para acomodarme. Tomé asiento y cerré los ojos. Noté que aquello se ponía en marcha. Suspiré, un tanto aliviado. Pensando oscuramente en la extraña mezcla de pasajeros, efímeros compañeros de viaje de los que nada sabemos y a quienes muy probablemente no volveremos a ver jamás, me adormilé.

Al despertar, distinguí una sombra en el asiento frente al mío. Maldije en silencio. No me apetecía tener compañía. Al ver que abría los ojos, el tipo (era un hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, elegantemente vestido, con gafas y un sombrero – ¡pero ya nadie lleva sombrero! pensé.-) se dirigió a mí:

-          Señor, eh, señor.

-          ¿Habla conmigo? – pregunté.

-          Sí. Con usted. Espero no molestarle.

Guardé silencio y le miré sin amabilidad alguna.

-          No quiero incomodarle. Es solo…

-          Diga, diga – rezongué.

-          Verá. Es que me pareció… que es usted… bueno… ¡como yo!

-          ¿Cómo usted? Creo que no lo comprendo.

-          Quiero decir… Extranjero.

-          ¿Y qué le hace pensar eso?

-          No sé… Su aspecto… No parece de aquí, eso es todo. Si me he equivocado, le ruego me disculpe. Buscaré otro asiento.

Por alguna razón, la timidez del tipo me indujo a mostrarme cortés.

-          No será necesario. No me incomoda. Se lo aseguro.

-          Así pues – insistió tras un breve silencio - ¿Estoy en lo cierto?

-          ¿Respecto a mis orígenes? Sí. Está en lo cierto. No soy de aquí.

-          ¿De España, tal vez?

-          Español, sí. ¿Y usted?

-          También. Solo que ya llevo aquí unos veinte años, mientras que usted… no se moleste… se le nota que lleva poco tiempo entre nosotros.

-          Acierta de nuevo. Estoy aquí desde hace unos pocos meses. Vine por una mujer. Tuvimos una intensa historia allá en mi tierra y creí que eso duraría siempre. Me equivocaba, claro. Cuando llegué, ella ya se había casado con otro y se confesaba muy feliz. Pero yo había gastado todo mi dinero en el viaje y ahora no tenía forma de regresar. - no supe por qué le contaba todo esto. Era un perfecto desconocido. Tal vez incluso una mala persona. Uno nunca sabe.

-          Le comprendo. Aunque mi caso es muy distinto. Yo vine aquí en busca de trabajo. Y lo encontré. ¡Sí, señor! Durante muchos años he trabajado en la compañía ferroviaria. Y cuando lo dejé, ya me había enamorado de estas tierras y ni siquiera me planteé la posibilidad de ir a cualquier otra parte. Pero déjeme que le diga una cosa: Estoy muy contento de hallar un compatriota.

-          Ya. Pero esto es un tren. Llegados a destino, cada uno emprenderá su camino y lo más probable es que…

-          Bueno. Pero aún falta para eso. ¿Puedo ser sincero con usted?

-          Puede.

-          En realidad… Ahora que ya nos conocemos… Me gustaría…

-          ¿Qué? – mi mano derecha parecía aletear dentro del bolsillo de la gabardina.

-          Quisiera… ¡cómo decirlo!... hacerle… bueno… una propuesta…

-          ¿Una propuesta? ¡Hum! ¿Qué tipo de propuesta?

-          Esto… Se trata de un asunto delicado… No sé si debo…

-          ¡Maldita sea! ¡Hable de una vez!

-          Usted parece una buena persona… No tendría que haber…

-          ¿No pretenderá…? –dije, medio en broma, recordando la novela de Patricia Highsmith, cuya adaptación al cine había visto recientemente. - No pretenderá que yo… mate a su mujer. ¿Verdad?

-          No. No. Nada de eso. No soy casado. Pero precisamente… hay una mujer en medio de este asunto. Sin embargo, no pretendo que le haga nada. Más bien…

-          Sea claro.

-          Sí. Será lo mejor. Verá… he llegado a un punto de mi vida… es difícil de admitir, pero… No sé muy bien cómo explicarlo… la cuestión es que no soy feliz.

-          ¿Y quién lo es?

-          Yo lo fui. Cuando llegué a este país, encontré un buen trabajo, conocí a la mujer de mi vida y durante muchos años fui moderadamente feliz. No necesitaba nada más y me entregué a partes iguales al trabajo y al amor. Sin embargo…

-          Es natural. Todo se termina antes o después.

-          Sí, sí. Eso fue lo que sucedió. Y de la forma más cruel. Una enfermedad me arrebató a mi mujer de forma súbita. Caí en un abismo de autocompasión y de la noche a la mañana abandoné mi trabajo. He intentado seguir adelante, pero no me es posible. No hay un solo aliciente que me empuje a continuar. ¿Me comprende?

-          Sí. Creo que sí. A veces la vida es muy dura.

-          Por eso yo quería proponerle… Es un asunto feo… No sé si…

-          Hable, hable, no se retraiga.

-          Me he fijado que sus ropas están raídas y bueno… No se ofenda, pero va usted bastante sucio.

-          Lo sé. Ya le dije que estoy sin plata. Comiendo cuando consigo algo mediante algún trabajo puntual y durmiendo al raso la mayor parte de los días. En el último mes apenas me he duchado una vez. Solo puedo lavarme la cara en las fuentes públicas. Es terrible.

-          Puedo imaginarlo. Bien. La pregunta es: ¿Le gustaría ganar algo de dinero?

-          Claro. ¿Qué hay que hacer?

-          Solo tiene que matarme. - dijo, muy lentamente y bajando la voz.

Le miré, incrédulo. Él mantuvo la mirada. No estaba seguro de haber oído bien. Tardé un poco en reaccionar. Hubo un incómodo silencio entre nosotros. Por un momento, volvimos a ser dos extraños, si es que en algún momento habíamos dejado de serlo.

-          Verá. Lo he intentado – me dijo – pero me falta valor para suicidarme. En el momento definitivo, soy incapaz. Físicamente incapaz.

-          ¿Es usted consciente de lo que me pide?

-          No del todo… No imagino estar en su lugar. No sé qué haría yo en esta situación. Pero le ruego atienda a mi petición. Todo el dinero y los objetos que llevo encima serán suyos. Eso le permitirá mantenerse un tiempo y quién sabe… tal vez tener un futuro. En cambio, para mí no hay futuro. Solo deseo la paz de la inexistencia.

 

No contesto. Solo le contemplo con más atención. Sí. Es cierto que sus ropas y sus modales delatan a una persona de cierta posición, pero sus ojos, el rictus de su boca, su expresión corporal… Es la viva imagen de la infelicidad. Por otra parte… No estoy seguro de cómo me afectaría seguir sus deseos. Siempre fui incapaz de causar daño a los demás. Si hasta miro al suelo constantemente para no pisar las filas de hormigas que surcan los caminos de esta tierra.

En eso, el tren reduce la velocidad. Miro por la ventanilla. Hemos llegado a Carlos Beguerie. Nos miramos. Él se levanta de su asiento y yo le imito. Suspiro y echo a andar tras él. Bajamos.

 

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estación Carlos Beguerie*

 

 

Es imposible acercarse a la temática de los trenes sin adentrarse en la zona de niebla, en ese polvo que nunca termina de asentarse, como en los altillos habitados por fantasmas, o recuerdos, que no es lo mismo pero funcionan con los mismos engranajes de dientes desparejos.

Es un territorio de tristeza y añoranza. Pende alguna campana de bronce, una señal de hierro ya no anuncia el paso de ninguna formación, se han detenido los relojes de esferas blancas. Es un lugar donde todo el año es otoño, donde el pasado fue mejor, donde el futuro sólo es un rizo de pelo castaño que seguirá enmoheciéndose en un relicario.

Fue otro el momento de desafiar a los ingleses, de armar un entramado de vías que sacaran las ciruelas, la leche, los duraznos. Se quejaban entonces del suelo inundable, pero allá iban los trabajadores golondrina cargados de hijos, allá crecían escuelas, y el país se iba construyendo saludable y joven.

Después fueron las clausuras, un breve resucitar y la muerte definitiva. Pero antes de eso, en la época de gloria, hubo un hombre de gorra, alpargatas y ojos transparentes que llegó a Carlos Beguerie y se afincó cerca de la estación. Amaba los trenes y alquiló una pieza desde donde le llegasen los ruidos de vías y silbatos.

El hombre era italiano, tenía cabello de bronce y era joven. No había llegado a hacerse la América; apenas quería lograr una casita donde volver por las noches, con dos o tres hijos y una señora de manos olorosas a cebolla. Pietro vio que en el pueblo las casas eran de ladrillos, y puesto a trabajar se ofreció de albañil. Venía de viejos pueblos con torres de piedra, nada sabía de plomadas ni de fratachos, por lo que después de varios fracasos nadie volvió a llamarlo.

Puesto a observar, vio Pietro que la gente comía queso, por lo que compró leche y se puso a fabricar queso como en la casa de su padre. Más o menos algo hizo, pero era muy caro, y la gente de Beguerie hacía excelentes quesos criollos a menor precio, ya que tenían sus propias vacas.

En fin, que Pietro con su ilusión intacta emprendía, uno tras otro, trabajos que lo dejaban con menos ahorros. Se preguntaba por qué no le daba resultado hacer lo que otros habían hecho, sin darse cuenta de que ese era el problema. Insistía el pobre con voluntad y falta de juicio, rodeado por una nube de pajaritos que revoloteaban alrededor de su cabeza soñadora.

Fue por entonces, en 1961, que cerraron el ferrocarril, y todos los que antes prosperaban fueron levantando familia y posesiones para buscar otros horizontes. Pietro se quedó, ya en la indigencia, realizando trabajos humildes como peón en los campos aledaños. Recuerdo que alguna vez durmió sobre trapos en el andén abandonado, y entre sueños seguía pensando en inventar todas las cosas que ya estaban inventadas. Afiebrado, en una ocasión trataba de convencer a un paraguayo de las bondades de una caña hueca con agujeritos para tomar una infusión caliente a base de yerba mate, y otra vez se preocupó en apalabrar a un tendero para que se asociara a fin de confeccionar prendas de tela o lana con un agujero en el medio. El tendero le seguía la corriente, y le sugirió llamar a ese abrigo con un mote pintoresco, quizás decirle poncho.

A Pietro finalmente le salió novia y familia, porque esas cosas se daban, y a pesar de todo tuvo su casita y sus guisos con cebolla, pese a sus fallidos intentos de inventar lo que ya existe. Era 1961 cuando cerró el ferrocarril, cuando Pietro pudo salir adelante con sus ojos alelados y la torpeza sobre sus hombros. Era temprano, todavía estábamos en la mañana de nuestra historia. Todavía la estación tenía los archivos con sus fichas y los tinteros con su tinta olorosa, aun se sentía la posibilidad de una resurrección. Todavía no habían levantado las vías y los futuros de los Pietros no se habían hecho inviables.

Hoy la estación, encharcada en su territorio sin trenes, está muerta. Hoy a los hombres sin cobijo difícilmente les brota una familia. Los pajaritos trinan en los árboles, indiferentes.

 

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

En aquellos años solía oír (sobre todo en verano) el paso del tren a pocas cuadras de mi casa. Pasaba justo a la hora en que el cielo se volvía rojo. A veces lo veía pasar sobre las vías con las luces encendidas, otras veces era un tren de carga en cuyos vagones cargaban piedras.

Sentada en la ventana de mi cuarto imaginaba que ocupaba un asiento junto a la ventanilla para mirar el paisaje yéndome hacia lugares desconocidos.

Años más tarde mi gusto por los trenes me llevaría a la estación sólo para verlos llegar y partir. Son muchas las historias que se tejen en el andén y uno sin querer es testigo de partidas y llegadas, llantos y risas. Recuerdo a novias despedir a su amado que partía rumbo al servicio militar obligatorio, así también los he visto volver a casa con una etapa terminada y comenzando otra, los niños vendiendo flores, o aquellos que simplemente pedían.

Las historias parecían repetirse, pero descubrí que cada una era distinta porque sonaban distintos los llantos y también las risas. Incluso las voces de los niños que pedían o vendían era diferente cada día, a veces más angustiosa y otras indiferentes. 

Siempre de partidas y llegadas, el tiempo transcurrido de un viaje equivale el manar de los días en nuestras vidas. A veces una parada en la estación es la transformación de algo, otras simplemente un descanso.

Y en cualquier momento subo a un tren (no sé a cuál) e iniciaré un viaje (no sé a dónde) sólo sé que cuando llegue a la estación que el destino me depare no habrá nadie esperándome.

 

 

*De Patricia Dajruch.

 

 

 

 




 

 

 

LAS RODRÍGUEZ*

 

 

En el cuaderno dejó escrito “otra vez dar vueltas alrededor de la enorme boca del tiempo”.

El abuelo que no conoció.

La abuela lo busco vivo o muerto hasta que en la estación de Beguerie alguien que lo había conocido bastante dio la única explicación que tenía:

-El hombre se habrá ido con las Rodríguez, estaba locamente enamorado de la mayor.

Fue suficiente. Era algo bastante común en esa época sin informática. No era el único caso de alguien que salía a la hora de siempre a trabajar y no volvía nunca más.

En la comisaria abrían una carpeta por averiguación de paradero que al tiempo se archivaba sin más noticia.

La abuela dio por sentado que era un abandono de hogar. En algún lugar ese que ya no era su hombre se había “juntado” con una de las “Rodríguez”. No lo busco más.

La abuela anotó sus nombres:

“Gloria Beatriz Rodríguez” la mayor.

“Graciela Susana Rodríguez” la más joven.

 

La hipotética historia, relato del jefe de estación que su abuela repitió a su modo hasta perder la memoria: 

“Las hermanas Rodríguez vivían en Carlos Beguerie, trabajaban en La Plata. En la semana alquilaban una pieza cerca de la oficina donde eran mecanógrafas. Iban y volvían en el tren para estar sábado y domingo en su pueblo. Fernando el guardatrén se desvivía por lograr una sonrisa de ellas. Sufría al verlas bajar hasta perderlas de vista cuando salían del andén a ese otro mundo que era su pueblo. Cuando se supo que el tren estaba por cerrar ellas se quedaron a vivir en La Plata”

El Jefe suponía que ese hombre idílicamente enamorado las había ido a buscar sin otro mapa que la intuición de su corazón, sólo con los nombres de las chicas. Quizás tuvo suerte. 

Esteban, el nieto que no conoció a su abuelo –salvo por ese misterioso abandono- intentó, ya un hombre casado con dos hijas avanzar en el tema. Fue a lo que quedaba de la perla del provincial 40 años después del cierre del tren. No había memoria alguna de las Rodríguez. De aquellos trabajadores de la estación que hubieran conocido a su abuelo no había ninguno vivo.

“A todos se los tragó la enorme boca del tiempo”.  Los fantasmas no pueden relatar acontecimientos a los vivos.

Esteban había llegado a lo obvio: inútil buscar rastros después de tantos años, pero tenía su propio pálpito.

“El abuelo nunca había dado con las Rodríguez”.

De pura vergüenza. Incapaz de afrontar dar alguna explicación a la abuela había decidido ausentarse del todo, como las Rodríguez.

 

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar

 

 

 

 

 



 

 

 

 

LOS ARBOLES NO MUEREN*     

 

 

No, amor. Los árboles no mueren de pie.

Hay marcas. Cicatrices. Suturas que denuncian al tiempo.

Y no hay lamentos. Penas. Ni pies que caminen hacia atrás.

-Solo un juego, es la vida y ambos lo sabíamos-

Querría, yo querría, volver los pasos y olvidar este olvido

A veces liebre, otras, tortuga. Pero maniatados al tiempo.

Tiempo que arranca los ojos y la bruma de tu silueta clara.

Que vanidad. Que falacia pensar que el amor es eterno.

Tu saliva. Tu olor. Mis uñas y mis dientes. Todo pasa.

Ay. Habernos encontrado al final del día.

Y pensar que escribimos golondrinas, juntos.

Y tenían vida. Sustancia. Vuelo y caricia de tu mano en mi mano.

Y compartir la almohada y esperar el día.

Juntos. Jugando. Conjugando risas. Tibias libaciones

Y no hubo nadie, nadie, amor, que nos dijera.

Que el sonido algún día no sería música.

Y yo sé. Y vos sabes. Que pese a todo. Me esperarás.      

En alguna estación remota. Fumando. Me esperarás.

 

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

“El horizonte es una red para atrapar la esperanza en fuga.”

 

 

* Cristina Villanueva.

-In Memoriam-

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

-Siguiente estación

En el recorrido literario por el Ferrocarril Midland:

 

 

KM. 38.  

 

 

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.   LIBERTAD.

 

MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.    ISIDRO CASANOVA. 

 

JUSTO VILLEGAS.    JOSÉ INGENIEROS.  

 

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.   ALDO BONZI.   KM 12.

 

LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.  VILLA FIORITO.

 

 VILLA CARAZA.    VILLA DIAMANTE.  PUENTE ALSINA. 

 

INTERCAMBIO MIDLAND.

**

 

En el recorrido literario por el Ferrocarril Provincial.

 

-Próxima estación:

 

 

FUNKE. 

 

 

 LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.  

 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.  

 

 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. 

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

 

https://twitter.com/INVENTIVASOCIAL

 

 


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