viernes, mayo 13, 2022

EDICIÓN MAYO 2022

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com/

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

No hay porque correr

si no hay lugar a donde ir,

en este saberse árbol

y besar el músculo de la tierra

Siempre te amaré,

y no digo más que los pájaros

cuando rumorean la llegada de la mañana,

y no digo más que el agua clara

cuando gota a gota pretende río

No hay lugar a donde ir

Si no hay porque correr,

porque la casa se echa sobre nuestros huesos

y somos eso

para lo que nacimos nacer

Siempre te amaré,

y no digo en el desvelo de las camas

cuando la mañana es una noche

que no se supo dormir

y no digo el ruido seco en la palabra

cuando no hace falta porque yo sé

No hay lugar donde correr

siempre te amaré

 

*De Marcela Lokdos.

 

 

 

 

 

 

 

 

Posibilidades*

 

 

cuando era niño pensaba

que había dos posibilidades

se era árbol o se era viento

cuando era niño pensaba

 

*De Jorge Montenegro.

 

-Jorge Montenegro nació en Córdoba en julio de 1959. Es actor, director, pedagogo teatral, dramaturgo y escritor. Autor del poemario Cuando era niño no era del todo normal (Cave Librum, 2021)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La abuela*

 

 

Mi recuerdo principal sigue en su mano.

Su mano

que alguna vez en el siglo pasado

fue melodramática y carnal,

y que pasó del mar directamente a la cocina

para encender el fuego y convertirse

en vanguardia inteligente

de una conciencia de lo justo; cargando

con las trifulcas y disgustos de la familia,

arropando a los que dormían inquietos en invierno,

desafiando el luto

con la aceptación de todo lo que sucede,

sabiendo que lo torcido y lo derecho

terminan por enfilar en un solo rumbo.

Su mano

respiración y poder articulados

entre objetos sabiamente sometidos,

y yo, que llegué cuando cerraba por última vez el horno,

para decirle que nada hay más hermoso que un huevo

ni más vivo que una mano de abuela en la cocina.

 

 

*De Joaquín O. Giannuzzi.

-Fuente: Joaquín O. Giannuzzi Obra Poética.

EMECE. Bs As. 2000

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Buscar los cimientos*

 

 

Un monje tibetano camina por un típico sendero tibetano, y un tibetano yak se despeña sobre su cabeza, grande, peludo y oloroso. El monje no se inmuta, no se corre, espera con imparcial tranquilidad su destino de muerte o salvación, pues sabe que de todas maneras ese no es el fin ya que tarde o temprano va a reencarnar. Eso es fe, eso es creencia.

Pongo tres cucharaditas de azúcar en el café con leche, y con absoluta calma sorbo el líquido sin sorprenderme de que sepa dulce. Tengo fe en que el azúcar endulza, así como, cuando apoyo el lápiz sobre una hoja de papel y lo arrastro, no me llena de emoción constatar que una línea negra ahora se ve nítidamente sobre la blancura ya no impoluta de la hoja. Tengo la creencia firme de que el grafito sirve para dibujar, y esa fe no se contrapone a otras certezas, las cuales se me imponen como evidentes y a las cuales no considero necesario probar con postulados o argumentos lógicos.

Quien cree en un dios que lo vigila todo, todo, todo el tiempo, no podría realizar el mal si esa creencia fuese tan estructural como la de que si da un paso en el vacío se cae. Nadie al borde de un precipicio dará el paso excepto que haya decidido suicidarse. Quien dude de que realmente va a caer y no flotará es que tiene un problema psiquiátrico, aunque nos gustaría poéticamente suponer personas capaces de aletear como mariposas o desplazarse como nubes ociosas por sobre vertiginosos acantilados.

Quien cree en un dios observador juzgando cada acto, no tiene otra opción que la santidad. Y no sólo por el temor a un cruel infierno, sino por no defraudar a ese ser inconmensurable que se digna a mirar con tanto celo a su creatura. No se puede hacer otra cosa que lo que manda la propia creencia. Si creo que el suelo es sólido, entonces puedo caminar; si considero digno de fe que el sonido se mueve por el aire y llega lejos, puedo gritar que el agua está muy caliente para que bajen un poco el calefón; de otra manera debería ir probando prudentemente con un palo la densidad de la acera antes de dar un paso, y salir envuelta en una toalla para bajar el calefón por mí misma, ya que probablemente ninguno de los diez parientes y cincuenta amigos reunidos en mi casa pueda oírme.

Lo curioso es que se puedan creer cosas que se chocan entre sí o se pisan las vestimentas. Se habla del karma junto a la resurrección de la carne, se postula el feminismo escuchando canciones que otorgan a las mujeres el epíteto de perras, y en general, hay una compartimentación extraña de las opiniones que excusa el ejercicio de la lógica.

Actuar de acuerdo a lo que sinceramente se cree no asegura verdad ni bondad. La Inquisición, el tercer Reich, los regímenes totalitarios suelen exponer una sólida trama de postulados entrecruzados, firmes y absolutamente desdichados. Nada nos asegura estar en la senda correcta o que efectivamente exista una senda que sea la correcta. Pero sin embargo, sería bastante afortunado y acaso deseable que ejerciésemos de a uno y preferentemente de a millones la humana posibilidad de reflexionar, validar medianamente nuestros conocimientos y escoger la coherencia.

Cuando un nene se ilusiona con el Ratón Pérez aunque los ratones le den pavor, es porque ni cree verdaderamente que un roedor venga a hurgar debajo de su almohada, ni deja de creer en la moneda que hallará por la mañana. Es tierno y simpático que el chico crea y no crea a la vez, pero sería bueno que crezca y acomode la estantería, ya que un hombre de cincuenta años esperando que Papá Noel venga a levantarle la hipoteca es pura tontería.

Ser coherente es todo un desafío y acaso pueda verse como el anhelo de alguien de espíritu seco, carente de imaginación. Es casi imposible ser consecuente con lo que advertimos como la realidad y nuestra percepción de cómo es, cómo debería ser, cuáles son nuestras responsabilidades al respecto. No lo sé, tengo pocas certezas, una miríada de dudas y extensas constelaciones de preguntas, pero siento en la punta de los dedos y la boca del estómago una cosa extraña frente a la falsedad. Creo, al menos lo creo hoy, aquí y en este momento, que es razonable la tarea de barrer hojarascas dejando ver el suelo sobre el que trazaremos algún recorrido.

 

* De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Miro a los chicos

que juegan en la plaza,

tibios por el sol del mediodía.

Corren detrás de una pelota,

un relámpago rojo

entre las hojas amarillas.

Una cabeza enmarañada se detiene.

Observa

el reposo de una piedra sobre el pasto.

Se inclina,

y con devoción de arqueólogo despierta

a la hierba que moría dulcemente bajo el peso.

Lo miro,

mientras corre otra vez hacia la infancia.

No sabe

que ha cambiado el mundo para siempre.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sobre los desconocidos-a-medias*

 

 

*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

Con la gran cantidad de personas que hay en el mundo es previsible que sean cada vez más los desconocidos con los que nos podemos topar en cualquier momento. Esto es muy evidente en las filas atestadas para entrar a un insulso restaurante o en la pérdida de asientos disponibles en el transporte público. Un desconocido es un ente anónimo, el sonido leve de unos pasos o una oscura silueta en el cine. Es perturbador pensar las cosas en común que podemos tener con aquel hombre que está sentado en una banca del parque o con aquella mujer que espera la señal del semáforo para cruzar la calle. Si uno es paranoico los afables personajes que desfilan por nuestra ventana pueden ser potenciales asesinos, criaturas macabras dispuestas a asestarnos una puñalada en cuanto les demos la espalda. Nuestro delirio no es gratuito y sus orígenes son, para algunos, atávicos: miedo al extranjero que te puede contagiar la peste; miedo al trashumante que te arruina la vida con un hechizo.

Hay otra clase de desconocidos, desconocidos-a-medias, personas que sólo hemos visto una vez, quizás en una fiesta o en la fila de un banco y con las que quizás intercambiamos un saludo de cortesía o hicimos el consabido comentario sobre el clima. Estos encuentros se archivan en la memoria pero pronto se pierden en el tiempo. No hay nombre, sólo un vago rostro acompañado de alguna inútil referencia. El desconocido-a-medias se interna en las calles y recupera su saludable condición de anónimo. El problema es cuando, semanas después, lo vemos en un centro comercial o caminando en la misma calle que nosotros. ¿Qué hacer? Si lo ignoramos nos puede catalogar como individuos con poca educación y si lo saludamos corremos el riesgo de no saber qué decir. ¿Reciclar la charla anterior? ¿Estrechar la mano y esperar que él tome la iniciativa? La decisión que tomemos puede derivar en el ridículo o en resolver el dilema con solvencia. Entonces sucede lo que tememos: aquel desconocido-a-medias se acerca desde el otro extremo de la calle y ya es demasiado tarde para evitarlo. Nuestra mente se pierde en laberínticas suposiciones. Nos estrecha la mano mientras apenas balbuceamos un saludo. Un segundo se extiende y parece no acabar. Quizás el ruido del tráfico funciona como un elemento al cual aferrarse. Quizá, después del saludo, intentamos un esbozo de sonrisa que nos hace sentir tontos. Pronto el tiempo parece recuperar su velocidad normal y, de manera inesperada, el encuentro termina sin que sepamos, a ciencia cierta, lo que dijimos: si la inercia nos condujo a algún comentario ingenioso o, por el contrario, abundamos en lugares comunes que fueron escuchados, no con poca condescendencia, por nuestro interlocutor.

Lo que tampoco sabemos –acaso en ese momento lo comenzamos a sospechar– es que ese desconocido-a-medias entra en otra categoría que no acabamos de entender y que escapa a clasificaciones fáciles. Sin embargo, tenemos la inquietante certeza de que un nuevo encuentro está acechando a la vuelta de la esquina: cada cruce de miradas, cada saludo de cortesía en el banco o cada compra pueden engendrar un desconocido-a-medias que echará a andar el ciclo de probabilidades hasta que nos los topemos ahí, en la misma calle, y quizás lleguemos a la conclusión de no salir más de casa para evitar ese ejército que está dispuesto, en todo momento, a incomodarnos.

 

*Fuente: https://mulablanca.com/sobre-los-desconocidos-a-medias/

 

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Recientemente ha publicado:

“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-

“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Una de las cosas que más me aterran es la paranoia creciente ("piensa mal y acertarás") dada por el hecho de que siempre estamos a la defensiva, imaginamos algo malo del otro, pero lo más grave es que no averiguamos, lo damos por hecho. Con este modo primitivo de pensar, no salimos de la selva, ayudamos a la difamación, y nuestra vida entera y relación con los demás es un malentendido continuo. Y "como si esto fuera poco, por el mismo precio" nos estresamos cada vez más, ayudamos a la confusión y al daño general.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Estación Juan Tronconi*

 

 

Como consecuencia de un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia, cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.

Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida.  En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía.  Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.

No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.

Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.

Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las cortinas añejas y vetustos retratos familiares.  Si no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero mi curiosidad siempre me había ayudado en situaciones y lugares difíciles.

Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.  Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y corría la cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”.  Mientras la escuchaba, pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra mesa.

Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.

Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros.  Le pregunté su nombre y él el mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.

Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.

El sol ardía. Caminé un buen rato por ese monótono terreno: pastos secos, unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de tren.  Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos ya no brillaba. Pero todo parecía haber quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.

Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome.  Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en orden y que nadie hubiese violentado el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado  y contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas  que esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.

Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aun así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían o escaparían al oír nuestros pasos.

El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese quedado en las paredes tantos años.

Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí.

No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta.  Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?

Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.

Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba? Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.

A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.

Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”.  El hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí a su comprensión:

-Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este disgusto…

Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.

Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.

Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el suceso. Ví un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él por última vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había sostenido vibrante cuando lo amaba.

No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.

Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de Roque Pérez.

La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un departamento más chico.

Diez años después volví a Juan Tronconi.

Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.

Llegué a la estación, más abandonada que nunca.  Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos.  El tiempo y la tristeza me recibían

Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía? ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?

No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.

Ya estaba allí. Había manejado tanto, planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.

Bajé del auto y caminé.

El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.

La casa de Manuel…ya no existía.

En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.

A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.

Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.

No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.

La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca.  Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.

 

*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

 

 

 

 

Próxima estación por antiguo ferrocarril Midland:

 

LIBERTAD.

 

-Final del recorrido literario por el Ferrocarril Midland-

 

En Libertad, la antigua sede de los talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos Aires hasta la estación Sáenz.

Queda renovada la invitación a participar en las últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta hermosa aventura.

 

 

 

InventivaSocial

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-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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