domingo, abril 09, 2023

POZOS CAVADOS EN EL AIRE

 


 

*Dibujo de Erika Kuhn

https://obraerikakuhn.blogspot.com

 

 

 

 





 

 

 

ADÓNDE VOLVER*

 

 Uno envidia a quien es capaz de desnudarse, de dejar las prendas y los lenguajes, abandonar la merienda servida e irse; irse lejos, atravesar países tiempos y gentes. Todos sentimos alguna vez esa inclinación a soñar con el mar, con los caminos que se pierden, con horizontes difusos que borren el asfixiante aquí y ahora.

Se puede viajar, si, es posible disolver la pertenencia en escapadas, en huidas tempranas o tardías. Es posible cortar las cintas que nos aferran a la tierra, a la familia, a los amigos. Se puede, aunque sea esta una empresa de personas marcadas por algún secreto signo que no está visible en la frente.

Lo que perdura allá en un fondo de pozo con sapo y luna, es el miedo a no tener adónde volver.

La vida entera es la dificultosa construcción de aquel sitio que nos reciba al fin de la jornada. Puede que sea un intento fallido; que al acabarse la partida sólo un gato sigiloso murmure su aprobación solitaria a la viejita olvidada entre muros silentes, o que, por ser el último en abandonar el ferrocarril, el anciano quede con los naipes en la mano, vacías las sillas de sus compañeros ya desvanecidos.

Pero habrán tenido puerto para la charla amable o ácida. Habrán hecho sus nudos de amores u odios donde fuesen reconocidos, donde la familiaridad les prestase un entorno que sintieran propio, intrínsecamente propio. Odiado puerto, amado puerto el del fin de la jornada, pero una amarra que nos contiene cuando el embate del mar. El vértigo absoluto de un viajero es no tener adónde volver.

Y no nos engañemos, viajamos tanto los que se van y pasan de vida a vida como los que nos quedamos, y hacemos rutina de veredas fatigadas. Todos debemos retornar a casa cuando el crepúsculo nos trae. Y algunos, no tienen adónde volver.

Quién escuchará la narración efímera de los incordios del día, quién compartirá la mesa, quién respirará quizás en otro cuarto, quizás en otra casa, pero quién respirará nuestro aire.

 

En qué lugar habrá una caja con fotografías de nuestra infancia, quién preguntará cómo estás, y aguardará la respuesta. Y, si me voy, quién recibirá mis cartas.

El vértigo absoluto de un viajero es no tener adónde volver.

 

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

POZOS CAVADOS EN EL AIRE

-Textos de Mónica Russomanno.

 

 

 

 

 

 

 

 

UNA MI ABUELA

 

 

Hay una tendencia que se diría natural, cuando en realidad es puro aprendizaje y cultura superpuesta, una costumbre que se arma capa por capa como alfajor santafesino. Hay una tendencia sincera y rosada, tierna y con puntillas, de pensar en una abuela y vestirla con mantilla, colocarle un rodete blanco en la nuca, adornarla con camafeos y zapatones de taco bajo, lavarla con lejía y frotarle las arrugas hasta que reluzcan de pureza primordial.

Decimos abuela y tomamos una niña pequeña, empolvamos sus cabellos, le dibujamos líneas en el rostro y la caracterizamos con unos lentes generosos. Aquí está, señores y señoras, una abuela. Aroma a vainilla, sonido crujiente de sábana de algodón planchada, gusto a salmuera y caramelo. Abuela niña, abuela inmaculada, abuela para ayudarla a cruzar la calle, para reírse buenamente de sus desmanejos con aparatos novedosos, para alcanzarle el bastón, para ejercer la dádiva de cariños espaciados y ocultamente mezquinos.

La infancia y la vejez se tocan, dice la gente con sonrisa comprensiva, y observan a las viejecitas con la justa mezcla de emoción y alivio por no haber llegado aún a esas espantosas edades. Hablan fuerte para saltar la tapia de la sordera, y a la vez hablan como si la abuela no estuviese presente, porque es una casi persona como los niños; una porque ya pasó la etapa de ser útil y los otros porque todavía no llegaron.

Abuelita de Caperucita, viejecita amorosa amasando tallarines los domingos, tejiendo escarpines, dormida en el sillón con el gato en el regazo.

Mi abuela no era una niña. Había sido una niña hacía mucho tiempo, cuando nació en Argentina, pero se fue a Euskadi al regresar sus padres a España. Fue una mujer cuando la guerra civil permitió a Alemania probar los aviones bombarderos sobre Guernica, y en Guernica su madre recibió metralla, y cargó mi abuela un fusil, y perdió un hijo, y mató un falangista, y se echó al monte, y se pasó a la Francia, y por esas épocas uno de sus hermanos se disolvió en una tumba anónima quién sabe en qué valle o en qué colina del vasto paisaje.

Mi abuela es la mujer que se vino a Argentina arrastrando a una hija que no quería venir, la mujer que le torció la vida a esa hija que quedó varada en una playa que no pudo ser suya jamás.

Inteligente y misteriosa la veo a mi abuela leyendo infatigablemente, la veo hablando con el cura, ella que fue católica y después evangélica para terminar hablando con el Padre Torres, también español, de allá, de su patria tras los mares.

No era fácil mi abuela, no era charlatana ni particularmente cariñosa. Su amor pasaba por manos de dedos deformados que tejían, cocinaban, me pelaban las uvas y les sacaban las pepitas. Una presencia seca y oscura en mi casa de infancia. Un ser orgulloso y digno, que no renunció al mantel sobre la mesa ni aún en soledad, ni aún cuando la fatiga del corazón le hacía pagar los gestos inútiles.

Abuela, madre, hermana. Quién sabe. Avatares. Ella era una persona con una historia, y peripecias, y secretos. Mi madre y yo, sus patrias, sus creencias. Todo eso fue suyo. Su vida le pertenecía. No fue mi abuela más que circunstancialmente, yo fui un pasaje en el extenso texto de su vida. Y eso me parece bien.

No era una niñita arrugada mi abuela. De ninguna manera. Era una mujer que había amado, había seguido sus hombres y llorado las muertes y los fracasos. Una mujer con algo que decir pero que no dijo, como los buenos narradores que nos dejan siempre con el deseo de saber un poco más, de adentrarnos un paso más allá en sus aguas.

Me dejó mi abuela esta cosa de sentirme ser humano, de saber que no debo explicaciones y de negarme al patetismo de ajustarse a los estereotipos convenidos. Fotografías en blanco y negro, una rama genealógica que viene directa desde mil novecientos dieciocho, atraviesa a mi madre y me clava aquí, justo aquí, tan parecidas, al fin y al cabo, puestas una junto a otra.

 

 

 

 





 

 

PICA-PAO

 

 

El pájaro carpintero es al principio un ruido. Alguien que llama a la puerta, que tamborilea nerviosamente los dedos sobre una mesa. Un ritmo sin cronómetro, marcado el compás por durezas cambiantes en las ramas o la lenta putrefacción de una corteza, por la medida del estupor de una larva que crece en la húmeda oscuridad y de pronto es arrancada en alarma y grito silencioso.

Las series de golpes secos son desiguales, aunque por más o por menos calculo que se mueven alrededor del cinco. Luego silencio, luego otra vez el código morse pero más allá y ahora desde otro árbol.

Lo veo, ahora se me pierde en la sombra de las hojas, ahora de nuevo lo puedo aislar de los tonos pardos que lo circundan.

Este no es el famoso pájaro loco de los dibujos animados. Menos espectacular en su colorido, es una avecilla amarronada que se aferra verticalmente a los troncos. Lo confundiría con un gorrión si no fuese por la postura vertical y la actitud enérgica de golpeteo. La cabecita como un martillo, una y otra vez golpeando firmemente, compactamente.

Me viene a la memoria el nombre “pica-pao” y no sé por qué. Lo habrán dicho en alguna película portuguesa, aunque se me confunden resonancias de Marcello Mastroianni, de una escultura de madera que se llamaba “Pedro-pao” y toda una recua de bueyes nubosos se derraman por mi pobre memoria tornando todo difuso y blancuzco.

Me gusta el nombre “pica-pao”. Su ocupación de picar la madera lo define mejor que endosarle el nombre de pájaro carpintero. Pájaro carpintero me remite a clavos, martillos, la trabajosa confección de unos muebles, al tío Polo lijando los tablones al sólo pasar sobre ellos su mano basta. Era pasar los dedos, y el aserrín se desprendía en un polvo impalpable bajo sus yemas sin huellas digitales, perdidas las huellas por el contacto abrasivo y continuo de la madera en sus tareas de carpintero. El tío Polo digo, y vienen desde el pasado las bolillas amarillentas del árbol paraíso, arrugadas como una piel largamente sumergida, el árbol seguramente seco desde hace siglos, desarraigado y extinto, pero glorioso en este momento que resurge al lado de una tapia sin revocar.

Digo tío Polo y llega desde la nada, desde el tiempo que desaparece, un tambor de metal al que el tío llenaba de aserrín y viruta durante la semana, y al que daba fuego para maravilla de los ojos infantiles en la visita del fin de semana. Fin de semana, viaje en colectivo, la carpintería con su piecita y su cama de barrotes de hierro, la máquina de afilar a pedales, magnífica bicicleta fija con la piedra girando y girando como un planeta chato y elusivo. Máquinas amenazadoras, sierras, tablones para armar pasarelas y hacer equilibrio sobre piernas cortas y zapatitos con botón a los costados.

El olor de la madera, el olor de la cola de carpintero que alguna vez me ataca y me devuelve a esa carpintería, a esos techos de chapa y esas arañas armando universos de hilo diáfano en las esquinas.

El toc-toc-toc del pica-pao me trae de vuelta a la quinta, y apenas me queda un segundo para hacer un inútil gesto de saludo antes de que un tío Polo de camisa rayada se pierda en el aire de la mañana.

 

 

 

 

 

 



 

 

EL DEBER HUMANO

 

 

La lucha contra la adversidad era la clave. La lucha contra un destino amenazador, el destino como la tormenta que se desatará, que romperá las amarras y devastará la pobre humanidad o el pobre ser sacudido por los inclementes vientos de los años, de la lejanía, de la tristeza. El destino que se ensaña quitando la vista a Borges (eso será mucho después, pero qué es una década o un siglo para la historia), el destino que se ensañó con Beethoven desprendiendo de su ser esencialmente musical la valiosa y magnífica capacidad de escuchar el goteo de la lluvia, una puerta que se queja, los acordes monolíticos de una sinfonía.

Es el deber del ser humano la lucha contra la adversidad. Frase remanida, que no es espectacular por la formulación ni por la novedad, pero que con el contexto de haber sido expresada por Beethoven tiene una fuerza y un impacto que estremece.

Y luchó Beethoven contra la adversidad, contra el destino que en la quinta sinfonía se expresa para siempre en notas musicales, en una sola frase que se repite y muta pero que se alza como un monumento de piedra en la llanura destemplada. Lloraron los oyentes en su momento, nos emocionamos hoy cuando nos golpea ese bloque de música que forma la orquesta a pleno, y esa queja de un único instrumento solo que implora allá en las alturas, único como la plegaria de un inocente.

Ese pa ra pa páaan reconocible y trágico, tres notas cortas y una larga. La “V” en el código morse, la “V” de la victoria final aún cuando la muerte cierre y clausure. La victoria de haber presentado batalla como sea y contra poderosos ejércitos. Es la victoria de la lucha en sí, sin importar los resultados. La victoria del hombre de pie, aunque sea al fin la caída, que no somos inmortales pero la victoria está en la resistencia.

Se había comprado o mandado hacer Beethoven todo lo que el ingenio de la época permitía para amplificar esas ondas elusivas que ya no formaban sonido en su cabeza. Trompetillas, cuernos, hasta una pesadilla de hierro que parecía salida de los sueños enfermizos de los inquisidores; un collar con largas varillas que se introducían en el piano. Vanos intentos. A los treinta años el ejecutante estaba completamente, fatalmente sordo. Y fue después que escribió cada una de sus sinfonías, sordo ya, trabajando con las coloraturas de los instrumentos de memoria, armando acordes poderosos con matemáticas e imaginación. Construyendo catedrales y recintos dibujados a contraluz y con trazos vigorosos. Luchando contra la adversidad, porque lo dijo y lo hizo, era su deber humano luchar contra la adversidad.

Y antes del pa ra pa páaan una aspiración, un silencio. Importante silencio de hache muda delante de la palabra. Impulso que eleva la fuerza y hace que la frase suba. Tomar aire antes del esfuerzo, echar hacia atrás el brazo en tensión para que la flecha llegue hasta ese blanco lejano. Tanto importa la hache, tanto hace un silencio, el vano con la misma contundencia espacial que la pared contundente. La muerte dando sentido a la vida por simple presencia invisible. Esas sutilezas que no se comprenden hasta que nos las explican, pero que sin embargo se pueden presentir en la emoción.

Nos hablan siempre de un hombre colérico de cabello despeinado. Se reducen finalmente los seres a una caricatura vacía. Debiésemos poner el relato en cosas más importantes, como su pasión que como toda pasión es desmedida y arrasa con árboles y edificaciones. Destruye y crea. Beethoven guiando a una orquesta que no escuchaba, nueve horas guiando la orquesta y cantando y gritando mientras los espectadores comían o charlaban, en esas maratones en las que un compositor presentaba su obra y que se llamaban academias. Lo imagino feliz, lo imagino por fin vivo y no como ese busto inmortal (esas inmortalidades de museo, de cámara funeraria, de olvido), ese busto inmortal y ajeno que no es Beethoven sino un pedazo de yeso o acaso mármol o bronce, materia que jamás fue viviente de vida humana, sueño y carne y espíritu desbordado.

Es deber humano luchar contra la adversidad, dijo Beethoven, vivo y viviente y tenaz. Quizás la única forma de construir obras justificadas, poderosas y bellas sea esa batalla desesperada contra la propia imposibilidad. Desde aquí se ve el inmenso edificio, y no notamos, ya, la labor del artesano, las huellas arduas de los cinceles sobre la piedra.

Será por eso que la quinta sinfonía fue la obra seleccionada para representar el sonido de lo humano, cuando se envió un mensaje al espacio. Qué temblor en la yema de los dedos, qué magnífico vacío en las entrañas pensar en esa frase musical resonando allá en medio de la negrura y las infinitas estrellas, viajando por el universo anónimo y llevando el mensaje de la humana esperanza de poder dar lucha al firmamento inabarcable.

 

 

 




 

 

 

 

AZOGUE Y FALTA

 

 

El azogue se colocaba detrás de los cristales para que la límpida superficie duplicase el universo. La falta es eso que no está, que podría estar, que quizás alguien puede darme para que algo se complete o enriquezca.

Los ojos de Marilyn Monroe, los ojos de María Callas, los ojos de James Dean. No tanto los ojos como las miradas, esas miradas que cautivaron, atraparon, mantuvieron en vilo los corazones, la atención, la memoria de un público que se sintió mirado, abarcado, estremecido.

Dicen que la Callas podía cortar la respiración de todo un auditorio, un inmenso auditorio, cuando abría los ojos y los fijaba con intolerable fijeza en los espectadores. Hemos visto esa sensual forma de ver con los párpados entrecerrados de Marilyn, y la desafiante mirada de James Dean que hacía suspirar a las adolescentes, temblar a las ancianas.

Quien nada dice permite que el otro diga. Quien ofrece oscuridad pone en la imaginación todas las claridades.

Ellos, que no veían, que compartían una miopía que les desdibujaba el mundo, enfocaban la imperfecta mirada un poco más atrás, más lejos, más profundamente. Sin ver, proporcionaban la hermosa ilusión a los otros de ser vistos en una intimidad perfecta y desnuda. Miradas que no ven, pero que se dejan mirar. Como los ojos inmóviles de las antiguas fotografías que nos siguen atentamente por el cuarto de paredes empapeladas, como los ciegos ojos de las estatuas, como los ojos ciegos de los barnizados retratos al óleo, de los daguerrotipos que han sido hechos para que, mirándolos, nos miremos. Ojos espejo, estanques vacíos que reflejan los cielos que los observan.

Nada decían, sus ojos. Poco veían, esos ojos. Pero se dejaban mirar y confeccionaban sabiamente el ardid de azogues y pozos que duplican las lunas. Creaban las tramoyas necesarias para que lo difuso abarcase a cada uno personal, punzantemente.

Hay quien utiliza el ardid de lo intangible para el engaño, y miente interés en esa mirada crepuscular que no nombra y puede, por lo tanto, ser apropiada por cada incauto que se siente amado, incluido, protegido por la particular preocupación, falsa preocupación, del encantador de serpientes que lanza su red para atrapar adoradores, quizás votantes. El vacío discurso que diestramente permite que cada uno escuche lo que desea oír, los vacíos rostros gigantescos en los carteles.

Pero quedémonos con los ojos de Marilyn, de Jeamos Dean, de la Callas. Guardemos la crepuscular maravilla de ser mirados por quien no ve, la excepcional cualidad del lenguaje de decir más para quien lee, de uno, que está leyendo, que de quien escribe. No siempre es horroroso que las palabras sean polisémicas o que los sonidos resuenen en cada cabeza con diferentes ecos.

Esas miradas estaban hechas para ser miradas, y para estremecer por reflejo de los anhelos de los espectadores. Y las canciones, las canciones están hechas para que otras voces las enriquezcan, y mi espíritu, este, mi espíritu, está hecho para que el tuyo le preste luz.

 

 

 

 

 



 

 

 

 

SABIDURÍA

 

Edipo se acercó a la Esfinge.

La Esfinge era hermosa y distante.

 

Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.

Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.

La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.

Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.

Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.

Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.

Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.

Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.

La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un

oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro.

La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción, pero negada para el acto generoso de crear.

Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.

Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.

La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.

Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.

Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.

Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.

Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.

Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.

Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.

No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.

Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".

Lo olvidó luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.

 

 

 




 

 

 

 

UNA MIRADA

 

 

He observado los bosques para ver únicamente los árboles de corteza caduca y hojas desnaturalizadas por las babosas. He visto los hongos comiéndose la oscuridad de la tierra, pájaros parasitados y animales moribundos en la maleza. He visto tormentas destructivas en la espesura, y no me es ajena la cicatriz del rayo en los troncos torturados. No me es ajeno el dolor de los bosques, no comprendo cuando dices "mira" y sonríes a tal espectáculo de muerte y sufrimiento. No me es ajeno el espanto de la espesura.

Me muestras los mares, y las olas de sucia espuma rompen en playas formadas por millones de cadáveres calcáreos. Cómo mirar el mar, me pregunto, cómo admirarlo. Cómo evitar en él el naufragio, el llanto de las viudas, la extinción de los roncos mugidos de los cetáceos. No me son ajenos, te digo, los espantos oceánicos.

Diriges mi vista hacia las humanas multitudes. Señalas un niño, veo en él presentes y futuras crueldades, veo la lenta degradación de los órganos, el velo enquistado de los saberes falsos, de la dureza que hará de él soldado de inquisiciones, verdugo y juez de sus semejantes.

Alumbras para mí a un par de enamorados. Se devorarán, te digo, no hay forma alguna de que no acaben tironeando de sus propios despojos. Acabará la caricia en garra, el beso en colmillo, la ternura en cuchilla afilada. No me es ajeno, tampoco, el amor. Que ya lo he visto. No me es ajeno el amor, y no conozco donativo más oneroso.

Meneas la cabeza tristemente. Me dices que tu paisaje es bello, que hay ternura en tu universo, que las sombras están, pero debajo de los claros objetos.

 

Dichosa de ti, dichosos los dichosos. Cíclope soy. Esto veo.

 

 

 






 

APUNTES DE HOY POR LA TARDE

 

Esta tarde fue tan bella, tan de la estación intermedia, que es decir esa estación en que el tiempo se decide a no tomar decisiones, se deja flotar en una calidez fresca, en ese difuminarse entre las violencias del invierno y el verano. Me preguntaba yo si habría que temer a los abrigos o si las blusas etéreas deberían ser lavadas de encierro y olores a ropa en espera. ¿Es esto el otoño, es la primavera la que anuncia dulzuras y fruta madura?

Los aromas y las flores niegan las hojas crujiendo en las veredas, el cielo glorioso se deshace en iluminación barroca, y las iglesias de pico agudo fingen piedra amarilla contra el rosado y el profundo azul que estruja el alma. Mientras, seguimos caminando ajenos a la maravilla.

Caminamos como si diésemos todo por supuesto. Como si el tiempo fuese eternidad, como si la vida hubiese hecho una promesa inquebrantable a nuestros corazones.

Pobres seres fugaces, carne y sangre y huesos. Perros y palomas y gorriones codiciosos, y gente ocupada en cosas pequeñas. Dentro de las cabezas las telarañas, la cuenta de la luz, el llamado o el dolor o el amor o el hambre, todo tan efímero, en definitiva, mientras el mundo incognoscible nos rodea sin ser visto.

Tan hermosa la tarde, tan inmensa. Rodeados estamos de magnificencia que no nos pertenece, sobre la que nada tenemos que argumentar y que nos es incontrolable. No hace falta un mar. Basta el cielo sobre las cabezas para que el infinito nos revele los ciclos y la muerte sin amenaza, acaso como parte del paisaje.

Todos nosotros, los que aquí hemos caminado en esta tarde, desapareceremos. Pero hoy estuvimos en el mundo por un momento, y el mundo fue hermoso y digno. Basta verlo.

Las palomitas seguirán buscando la rama delgada que se caerá del nido tan mal hecho, el perro se lamerá la pata morosamente, sintiendo en la lengua el familiar sabor de su pelaje, yo no notaré el reloj en la muñeca, todos tan íntimamente convencidos de ser quienes somos. Tan familiarizados con lo propio que es sorprendentemente diverso e intransferible.

A nuestro alrededor, el cielo común a todos. La vida mientras dure, esta particular mano en que la baraja se desgrana. Y yo soy yo, y sé que ser yo no significa más que un albur, un instante del todo o de la nada, quién lo sabe.

Mientras tanto, la luz se ha retirado hasta mañana.

 

 

 

 




 

 

 

 

 

PEDACITOS DE CIELO

  

 

¿Viste el cielo?

¿Viste cómo el celeste y el azul y el rosa, cómo el blanco, cómo las nubes? ¿Viste las nubes?

¿Viste el mar que corre invertido, esa liquidez de los mediodías, esa lejanía y esas nubecitas que de pronto te bajan el techo antes tan imposible? ¿Viste la luz de fuego, el sol naranja, las capas atravesadas por rayos incandescentes? ¿De veras que vos también viste el cielo? ¿Los borreguitos amontonados, los jirones desgarrados de tules evanescentes, los colores? ¿Viste los colores?

Y las nenas en la terraza. De las nenas en la terraza me contó Rodolfo, esas no las vimos.

Dos nenas en la terraza, magia con palitos, varitas de hadas ingenuas. Haditas pequeñas, hadas.

Dos nenas y una terraza y el cielo perfecto.

Arriba las nubes de algodón, de lirios blancos, nubes de difuso sueño de anémona, nubes de nubes. Nubes sobre fondo de atardecer y en contraste las figuritas bailarinas de las nenas en la terraza.

Las dos niñas. Manos en el aire, manos que trazan círculos que perduran apenas un momento como giro, como rueda invisible, como hechizo en el aire. Palitos, varitas en las manos tiernas.

A las nenas les gustaría comer el mágico algodón de azúcar que venden en ferias y circos. Ellas quieren el algodón de azúcar, y les han dicho que están hechos con pedacitos de cielo. Y entonces ahí están, en la terraza, probando a enredar el cielo en las varitas.

Las nenas giran sus palitos batiendo el aire, giran sus palitos, giran ellas con esperanza, con fe, con los bracitos redondos giran sus varitas para atrapar trocitos de cielo.

Vos sabés, claro. Sabemos que es así, que no hay otra manera. Las nenas atrapan en la terraza recuerdos para el después, cuando lleguen los inviernos del desamparo, los otoños de la melancolía. Las nenas atrapan recuerdos de belleza, danza de aves, sensaciones limpias para esa vida que se les viene. Atrapan felicidades para cuando el algodón de azúcar ya no sea un manjar. Para cuando ya no crean en magias ni en imposibles realizados. Para cuando sepan los cómos y los cuándos, pero nunca los por qués.

Y las nenas atraparon, para siempre, al cielo rosa, al cielo blanco, azul, celeste. Y se lo metieron dentro como si se lo comieran.

¿Viste el cielo?

 

 

 

 

 

 



 

 

 

PÁJAROS Y MEMORIA

 

 

Laurie Anderson escribió en su espectáculo "Homeland" una historia con la que comienza el show. En ella los pájaros, que existían antes de que el mundo exista, vuelan sin tener más que aire y ningún lugar donde posarse. El problema surge cuando el padre de una de las aves muere, y no saben qué hacer con el cadáver ya que es una nueva cuestión, algo que los sorprende por ser la primera vez que algo así les ocurre. Finalmente, un pájaro decide sepultarlo en la parte trasera de su propia cabeza, y ello marca el inicio de la memoria.

Magnífica poeta, maravillosa creadora Laurie, que nos muestra los cadáveres de nuestros padres en las nucas abultadas.

Historias, olores, sabores de antes, pasado y putrefacción, dichas que ya fueron y dolores que retornan. Las voces que no murieron, los asombros, las caricias de manos que no conocimos. Todo detrás de la cabeza, todo allí apretadamente emplumado, tibio y gélido, maravilloso y atroz.

El cadáver del padre. El cuerpo muerto de las generaciones. Los días que gastaron otros, los que pasamos sin advertirlos, las tramas sobre lo minucioso cotidiano, los hilos que conectan continentes, las palabras de las que desconocemos el significado y sin embargo siguen allí, en la nuca, peso y alivio.

Tan cerca que lo sentimos detrás de las orejas, tan lejos como esa propia nuestra espalda que no podemos ver. La memoria.

Cuántas veces habrá deseado el pájaro arrancarse el cadáver de su padre.

Tantas como las que le llevó comprender que ya no hay retorno cuando el hombre comienza a conocer cuando reconoce.

Y llevamos, es cierto, más cadáveres de los que sabemos detrás de los ojos. Alegrémonos si nos ayudan a mirar.

 

 

 






 

HONRAR LA VIDA

 

 

En el noroeste de Mongolia todo el mundo se muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el papá a Nansa, una niñita de ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.

El budismo los provee de un inagotable círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.

Pero no todas las vidas son iguales. Las personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables. Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro dormido. Somos capaces de amar.

Volver a pisar el mundo como un ser humano es un privilegio.

Una anciana recibe en su yurta a la niña que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el milagro acontezca.

La pequeña mujer arrugada y sonriente le cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es inapreciable.

Ha de celebrarse, entonces, la vida humana. Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de la noche.

Lo dicen los mongoles, allá por donde China y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso que su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y explicar el universo.

Ellos, los mongoles budistas que creen en un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros. Mancillamos el milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar historias; entonces es nuestro deber hacerlo y por tanto, como lo cantó Eladia Blázquez, honrar la vida.

 

 

 

 



 

 

 

 

LA CARRERITA

 

 

           Había llovido. Cuando la arena se moja, el suelo de las calles pasa del desierto del Sahara, dificultoso y propicio a los camellos, a una superficie compacta y caminable, traidora con sus charcos y ladrillos emergentes, pero más amable en general para quien va, por ejemplo, cargada con una bolsa llena de papas y cebollas, habiendo aprovechado la oferta del verdulero, empeñado en ofrecer rebaja en el precio para quien compra tres kilos.

          Molesta por el peso de las verduras, apurándose para poder llegar y dejarlas sobre la mesada de la cocina, vio ese jardín con juveniles gigantes, qué placer, los años que tendrán esas plantas, y en cambio las mías pobrecitas, que no terminan de despegar. Ah qué maravilla la enredadera que trepa ese alambrado, ojo de poeta, erizada de flores amarillas con centro oscuro, tan llamativas, siempre digo que voy a poner una planta y al final termino dejándolo para el año próximo.

          La señora parloteaba por dentro, y algunas ideas más difusas apenas asomaban sobre sensaciones, recuerdos, apuntes hechos sobre el agua. Mirándolo todo pero viendo poco, más con la atención puesta en el conjunto que en algo tangible, la señora se encontró caminando por detrás de un chico de nueve o diez años, que llevaba guardapolvos y mochila de escolar.

          En la marcha, uno tiende a retrasar o apurar el paso para no quedar apareado a un peatón desconocido. El chico caminaba lentamente, la señora no tuvo que apresurarse demasiado para sobrepasarlo y dejarlo atrás. En el momento de pasar a su lado vio el corte de pelo reciente, los cabellos cortos erizados como un cepillo perfecto, y se imaginó el tacto de la mano pasando por ese pelo, abatiéndolo como cuando el oleaje mueve los juncos, o cuando el viento forma ondas en el trigo. Su mano recordó el lomo de un gato de su casa infantil, y de inmediato se materializó la foto de ese amigo que allá lejos en el tiempo se había rapado para trabajar en el primer restaurante vegetariano de Santa Fe. Revive esa vez que Aldo llegó a su casa con la flacura de un monje oriental, el pelito apenas creciendo de vuelta, y cómo Aldo le dejó pasar la mano por el cepillo de su cabeza, y fijar en la palma esa sensación inolvidable.

          Abstraída en recuerdos, de pronto reparó en que el paso moroso del chico a sus espaldas se había reavivado, y que, en vez de quedar atrás, se iba acercando.

          Cargó el bolso en el hombro derecho, y ella también aceleró. El chico se acercaba, indudablemente decidido a darle alcance.

          Quién, de niño, no ha medido sus fuerzas con la gente que inadvertidamente se desplaza por las veredas. Mientras el chico acortaba la distancia, la señora se negó a rendirse. Iniciaron una carrerita disimulada, y ella mantuvo la primera posición acelerando hasta casi trotar. Los dos se apuraban, ella escuchaba la mochila golpeando la espalda del nene, aferrada a su bolsa llena de papas. 

          Debía aplicar alguna táctica para vencer a la juventud. Acercándose a un poste de luz, se mantuvo justo en el medio del espacio libre, y de ese modo fue utilizando los obstáculos para impedir ser sobrepasada. El poste, un perro dormido, la pila de ramas de una poda. Se desplazaba en zigzag, obturándole el paso a su competidor. Se le fueron acabando los recursos, y, finalmente, con un trote vigoroso, el chico pasó por al lado de la señora, quien, en el momento de ser derrotada, le dijo “me ganaste”. El triunfador volvió la cara hacia ella, la miró brevemente con ojos color miel, y le sonrió sin decir nada.

          Hermosa sonrisa; sonrisa amplia de camarada, de amigo, de ser humano extendiendo una mano imaginaria.

          Habían coincidido, habían jugado un juego, se vieron por un momento y ahora se alejaban, cada uno retornando a su edad y a sus quehaceres. Quién sabe por qué la alegría se desata cuando ocurren esta clase de cosas.

 

 

 

 

 



 

 

 

 

ARVEJAS DE PRIMAVERA

  

Estoy abriendo las vainas para sacar las arvejas. Mis manos se transparentan por detrás de la veladura verde tierna de las chauchas. Una por una las abro, y se encuentran las pelotitas húmedas, nuevas, esas arvejas de verdad, no las de lata, secas y vueltas a hidratar, arenosas y pasadas por la industria. No, estas arvejas vinieron en bolsa de red, estaban en la verdulería, en un rincón, y me las traje sin envase ni marca. Venidas de las quintas estas arvejas de la primavera.

Miro mis dedos transparentándose por detrás de las vainas esmeralda, y pudiesen ser los dedos de mi bisabuela allá en Euskadi, los de mi abuela, sentada en la silla de la cocina, con un repasador en el regazo y la paciencia de quien extrae tesoros uno por uno y forma el montón de cáscara por un lado, las perlas por el otro.

De niña le dije alguna vez a mi madre que para qué el trabajo, si no son tan caras las latas en el supermercado.

No era sólo la textura incomparable, el sabor más dulzón, la frescura de lo recién cosechado. Era el rito de la primavera.

Giuseppe Archimboldo era un pintor extraño, que hace medio milenio anticipaba el surrealismo, y armaba retratos de personajes con una mixtura de objetos o vegetales o animales. Extraños en verdad esos personajes acaso temibles. Pero recuerdo la personificación de las estaciones. Y en el personaje que representa o resume la primavera hay arvejas, espárragos, alcauciles.

Dice mi mamá cuando se va el invierno que hay que celebrar con la merluza en salsa verde, con el cordero al txilindrón, con esos platos que no sólo reconfortan con su sabor, sino que son ellos la propia celebración de lo nuevo que llega y lo viejo que se va.

Ritos, costumbres ancestrales, las manos de las mujeres de la familia que son unas solas en el tiempo, desgranando las arvejas mientras el siglo avanza y el tiempo devora los días y las estaciones.

Los días se regían por la luz, los meses por las lunas crecientes y menguantes, las estaciones por la irrupción de las fresas, de las papas nuevas, de los tomates maduros con olor a campo recién llovido.

Hizo falta que se perdieran lo ritos y las iniciaciones y los lutos para que los psicólogos nos digan que son necesarios.

Frente a la fría asepsia de los refrigeradores de supermercado, traigo de la verdulería mi bolsa de arvejas en sus vainas delicadas, estuches preciosos de cierre perfecto.

 

Y recupero las manos de mis antepasados, y celebro que hemos vivido un año más.

 

 

 



 

 

POZOS CAVADOS EN EL AIRE

 

El hombre o la mujer se separa, se divorcia, se encuentra de pronto que está solo. Puede que al principio sea la alegría de volver a verse a sí mismo, de levantarse a las cuatro de la mañana a escuchar música y seguir durmiendo, de comprarse o hacer lo que se le da la gana para comer.

La cita con la soledad verdadera está pendiente. Esta finalmente llega.

Algunos se acostumbran y quedan de vuelta, se resignan a no ser más hombre o mujer sino un cierto ser vagamente sexuado, cosa que se nota en si usan pollera o no, por ejemplo. Y riegan las plantitas, y quizás acaricien un perro o un gato para sentir algo tibio bajo las palmas. Por la noche abrazan la almohada, ciertamente.

Ocurre, a veces, que se convencen de estar bien y de ser felices. Otras no, otras veces se dan cuenta, y evitan esos parques y esas paradas de colectivo donde duele el apretarse ansioso de los cuerpos de los adolescentes. Miran para otro lado, se acarician el brazo izquierdo con la mano derecha sin reparar en ello, como si fuese sólo una costumbre; me pica un granito, me quemé por el sol; y la mano propia que no alcanza a ser contacto genuino pero que atempera el desaliento.

Y afuera no hay nada. No hay nada de nadie.

Viven en pozos aéreos, rodeados de tierra invisible, enterrados enterrados y caminan sin ataúd.

Y ya no se animan. Tienen miedo.

Una sola mano que atraviese el océano etéreo basta para desaparecer el hechizo. Un roce de veras, una caricia que haga abrir los ojos al Lázaro deambulante.

Los pozos cavados en el aire existen. La infinita soledad que se derrumba de una vez y sin estrépito, que limpia la atmósfera, que demuestra que siempre es nunca demasiado tarde para extender el brazo, para abrirse al porvenir, para vivir de la ilusión. Eso también existe.

 

 

**

 

 

 

-Más textos de Mónica Russomanno en Aurora Boreal.

https://www.auroraboreal.net/literatura/puro-cuento/2025-relatos-de-monica-graciela-russomanno

 

 

 


 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

Estación Girondo*

 

 

*Por Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com

 

 

Vestido con una enorme capa negra que ondula a sus espaldas como las trágicas alas de un desorientado vampiro, con el cabello ensortijado y pálido semblante, Oliverio deambula sin rumbo, alejándose de la ciudad, atormentado por el siniestro recuerdo de la Dama de Blanco.

La había visto a la cara. Podría jurarlo delante de cualquiera. Fue durante una oscura y pegajosa tarde, donde la atmósfera parecía a punto de quebrarse bajo la feroz metralla de los truenos y desatar, a los pocos segundos, la peor de las tormentas que recordara Buenos Aires quizá en décadas. En aquel preciso momento, Ella se había dejado ver, atravesando los añejos muros del Museo de Arte Hispanoamericano Fernández Blanco, sito en calle Suipacha al 1400.

Por aquel entonces, Oliverio vivía con su esposa Norah en el terreno lindante al Museo, y los ocasionales encuentros con aparecidos ultraterrenos ya no los inquietaban como la primera vez. Una noche habían sido interceptados al regresar de un café literario por el hierático espectro de un jesuita encapuchado que les heló la sangre. En otra oportunidad, vieron cómo se descolgaba la oscura silueta de una esclava negra por las cañerías que descendían de los techos, buscando escapar de sus ya extintos captores. Más tarde, hasta un distinguido Lord británico de raigambre victoriana, con flamante galera y reloj con cadena de oro a la cintura, paseaba de vez en cuando por el patio de su casa en las noches de luna, insinuando acaso un leve gesto con su galera hacia ellos, a modo de saludo.

Sin embargo, ninguna de estas imágenes lo había perturbado tanto como el de la Dama de Blanco. Joven, hermosa, con una extraña simbiosis entre la sensualidad y la virginalidad… Se deslizaba fuera del Museo y entraba a su casa subrepticiamente, mirando en derredor con cierto temor, como si no reconociese el lugar por donde se desplazaba. Y a diferencia de las demás apariciones, Ella, exclusivamente a él, le hablaba…

Oliverio nunca había podido descifrar su lenguaje, entrecortado y confuso, compuesto por irreconocibles jirones de palabras que no alcanzaban a comprenderse del todo, como si le hablase desde el fondo de un pozo anegado, o a una distancia tan vasta que los sonidos no alcanzaran a ser alcanzados.

Pero su mirada, de una tristeza tan profunda como hermosa, era lo que más lo desconcertaba y fascinaba a la vez. Haberla conocido implicaba no poder olvidar jamás esos ojos claros. Quizá fuera eso lo que ansiara recuperar Oliverio luego de la muerte de Norah, hecho que lo dejara al extremo de la desolación: una mirada de amor, proveniente de unos ojos puros, diáfanos como un cielo de verano, que lo atravesaran con su ternura de lado a lado.

Consternado por llegar a concretar el encuentro imposible, Oliverio averiguó durante un buen tiempo acerca de la secreta identidad de la Dama de Blanco. Consiguió saber que había fallecido en 1925, y merodeaba desde un principio el Cementerio de la Recoleta, confundiendo a los incautos varones que la tomaban por una bella joven solitaria y desabrigada a quien cortejar durante las noches de parranda. Los avezados seductores le ofrecían sus abrigos para protegerla del frío, anhelando la posibilidad de un momento erótico y ardiente, pero terminaban desairados, mientras contemplaban incrédulos la manera en que Ella escapaba hacia las profundidades del Cementerio, perdiéndose entre las bóvedas, para luego de dar muchas vueltas en su persecución encontraran el propio abrigo yaciendo sobre uno de los cajones de las bóvedas, recientemente usado por el espectro de la dueña del ataúd…

Años después, la Dama de Blanco se había trasladado a unas diez cuadras, errando a lo largo de la distinguida Avenida Alvear y la calle Arroyo, ignorándose el porqué de semejante trayecto, para recalar en las proximidades del Museo, aposentándose casi entre sus muros y los de las construcciones vecinas. Allí la había descubierto Oliverio, deseoso por un reencuentro que jamás había vuelto a concretar, hipnotizado hasta el fin de sus días por aquella mirada inolvidable…

Muchos años han pasado desde entonces, sumidos en la bruma de los tiempos. Oliverio ha perdido, al fragor de sus poéticos retruécanos y versos delirantes, el sentido del espacio y la localización, extraviado en un lenguaje particular que carece de coordenadas compartidas. Desorientación que lo aleja de las letras y lo conduce hacia los lugares más remotos y estrafalarios, como éste en el que lo descubrimos, a muchos kilómetros de distancia de Buenos Aires y su aire recoleto, sorprendido al llegar durante una helada noche de luna llena a una desierta estación de ferrocarril, perdida en medio del campo, que misteriosamente lleva su propio nombre.

Los rieles se extinguen a pocos metros de allí, devorados por la oscuridad, con apenas un pálido destello lunar con el que delata su metálica presencia. La rústica silueta de la estación se confunde con las extrañas formas de los árboles del monte que la rodea, otorgándole al lugar un toque siniestro que impulsa con fervor a la huida del testigo ocasional. Sin embargo, Oliverio se dirige resuelto hacia allí, casi sin darse cuenta de las asperezas del terreno que lo circunda, causado por el más insondable y urgente de los presentimientos.

Una ráfaga de viento helado revolotea su capa al acercarse al derruido umbral de la ventanilla de la boletería, carcomido por la lenta erosión del tiempo. La reja que separaba al empleado de los futuros pasajeros se encuentra tamizada por mugrientas telarañas, aposentadas allí por espacio de varias décadas. El crujido que producen bajo su tacto las maderas podridas del estante para recoger los boletos no lo sorprende, pero le desagrada. Y entonces, en medio de la escalofriante lobreguez, percibe el níveo destello de una presencia dentro de la habitación, luminosidad que le puebla el alma de esperanza, desbocando su corazón.

Busca a tientas la puerta que conduce al interior del cuarto, y luego de un par de forcejeos con la cerradura oxidada, consigue que la pútrida hoja de madera le ceda el paso. Avanza trémulo hacia dentro, notando que aquel destello aumenta su intensidad, brotando desde la tortuosa grieta de uno de los muros, vecina a un polvoriento archivero. El milagro, informe cual volutas de humo, se expande dentro del cuarto, corporizándose con dificultad, impedido aún de mostrarse tal cual es. Oliverio extiende moroso los dedos de su mano derecha hacia él, alargando su brazo, esbozando una palpitante sonrisa luego de muchísimo tiempo, tan malacostumbrado al rictus de amargura que lo representase desde la triste muerte de Norah.

La aparición culmina de materializarse, definiendo a la recordada silueta de la Dama de Blanco, con un tenue y escotado vestido de nívea gasa que revela unos pálidos hombros delgados y la nítida curva de unos pechos jóvenes, apenas ocultos por los bordes de una rubia cabellera lacia que enmarca su rostro angelical. Y coronando esa dulce carita inocente, aquella perturbadora mirada de ojos claros, profundos e insondables, transportando a quien los contemple hacia territorios inexplorados de la psiquis y el corazón.

Oliverio se estremece ante esos ojos, sin dejar de sostener su mano abierta hacia Ella, extasiado ante la posibilidad de acercarse, abrazarla, acariciarla, besarla… Una sutil ráfaga helada se cuela entra las múltiples rendijas de la ruinosa boletería, ondulando su inquietante capa negra. Hasta que por fin Ella le vuelve a hablar; y para sorpresa de Oliverio, con palabras claras, de un lenguaje definido, con un mensaje inequívoco.

-Quiero que me hagas tuya –le sugiere u ordena.

Infinidad de sensaciones se abalanzan sobre él, confundiéndolo y decidiéndolo a la vez. El cálido y hasta fraternal amor experimentado en vida hacia Norah, el ancestral miedo ante lo desconocido, una inédita tentación al placer más lascivo que pudiera haber imaginado… En un instante las imágenes más representativas o banales de su vida desfilan delante de sus ojos, como si al escuchar esa frase de sus labios hubiese ingresado en el caótico vórtice de un remolino que lo deseara arrastrar hacia el más allá, aunque dejando en su lugar, ajeno a su propia persona, un nombre que le otorgue identidad a este lugar, perdido y quizá olvidado, más no por las evocaciones que pueda suscitar el apellido Girondo.

Entonces, Oliverio descubre en un inesperado rapto de lucidez -que atraviesa la maraña de imágenes discordantes que identifican su obra literaria-, que se le ha ido la vida buscando un amor semejante a éste, que su entidad humana parece haberlo abandonado desde hace ya mucho tiempo, que en un lugar de la Pampa llamado Girondo –dentro de su derruida estación de ferrocarril- parece haber encontrado su propio fin humano, más no el de la leyenda de una enamorada pareja de ultratumba…

Se acerca hacia la Dama de Blanco, quien le sonríe por primera vez, seductora y virginal. Oliverio le rodea los hombros desnudos con su capa azabache, que aletea a su alrededor como si quisiera izarlos en el aire y alejarlos de allí en un huidizo vuelo de murciélago. Y con un gesto aguardado por ambos durante decenios, se buscan las bocas con pasional sutileza, besándose en un abrazo que trasciende la muerte y los eleva hacia la noche.

Una imponente luna llena resulta el único testigo del encuentro, donde una capa negra y un vestido de gasa blanca se elevan por encima de las ruinas de una estación ferroviaria y se pierden rumbo a las estrellas, glorificando a los eternos amantes…

 

 

-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.

Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios.

-Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.

Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".

 

 

 

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial.

-Próxima estación:

 

 

FUNKE.

 

 

LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

 

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.    ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.   LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.  ARANA. GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

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