*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com
*
¿Oís, desde tu casa,
el corazón del águila
que cruza en las
alturas?
Cada latido mueve el
aire.
Cada latido del
corazón del águila
se propaga hasta tocar
los álamos más viejos,
entra
en el ladrido de los
perros,
toca el misterio de tu
cuerpo sobre el mundo.
¿Te das cuenta?
¿Oís el corazón del
águila?
Es igual al ruido de
la muerte frustrada
por una ilusión
espléndida.
Es igual a una ilusión
espléndida
que rompe el pánico.
Una ilusión rapaz,
depredadora,
igual que el corazón
de un águila en el cielo.
La tuvimos alguna vez.
Sí, querido. La
tuvimos.
Habría que darle forma
escrita a ese sonido.
*De Valeria
Pariso. valeriapariso@outlook.com
-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar"
Ediciones AqL (2012), "Paula
levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015),
"Del otro lado de la noche"
(2015) Editorial El Mono Armado, "Triza"
(2017) Editorial Detodoslosmares, "La
trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al
viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de
Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed.
Mascarón de proa (2020); "Flores
para no regar", Editorial AqL (2021).
- “Final
francés”, AqL ediciones, 2023
CONTRASTES*
(Heptapoemas)
El desgarro del mundo
-alondra herida-
conmueve.
En la campiña
los lirios imperturbables
crecen.
Un niño muere
certeramente
como daño colateral.
Sofisma de los
guerreros
que disimulan
inocencia.
Un ave ensaya su
canto.
Irrumpe vida.
*De Oscar
Ángel Agú.
Santo Tome. Santa Fe.
Paré la guerra*
Te va a parecer increíble
pero paré la guerra
estaba trabajando en el desierto
cuando vi pasar un tomahawk
y quise ver la hora
como el reloj se había detenido
tiré la palanquita hacia fuera
y giré las agujas para atrás
al principio el misil se detuvo
luego comenzó a retroceder por donde había
venido
sopló un viento fuerte
aparecí de la mano de mamá
en la puerta de la escuela siete
era 1972
tenía mi viejo portafolio y un mantecol
chico
me dio un beso, entré corriendo
saqué el cuaderno de geografía
tenía los deberes hechos
el mapa del Golfo Pérsico
me saqué un sobresaliente
le conté a la maestra la historia de los
persas, los Otomanos
los árabes
sonó el timbre
pensé que papá tal vez venía a buscarme
nunca llegó y me puse a llorar
como ahora en el desierto.
*De Andrés
Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar
(1991)
Las
celebridades contaminantes *
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Recientemente el programador Jack Sweeney
–estudiante de la Universidad de Florida Central– se ha vuelto famoso en las
redes sociales por rastrear los viajes en avión de personajes famosos como Elon
Musk y Taylor Swift. El objetivo de su cuenta en X (antes Twitter) “Taylor
Swift Jets (Tracking)” es evidenciar el uso de jets privados para informar,
entre otras cosas, la huella de carbono que deja ese tipo de transporte usado
por la élite mundial. Como es previsible, Swift –a través de sus abogados– ha
amenazado a Sweeney por revelar sus trayectos que, en algunas ocasiones, duran
apenas unos minutos con un gran costo ambiental.
Taylor Swift no es, en absoluto, la única
celebridad que viaja en jets privados, aunque sí la más mediática. Para muchos
fans es alguien que representa un modelo aspiracional y no un personaje
polémico, al menos hasta hace poco. La cantante no es un político tipo Donald
Trump que considera el cambio climático un disparate de la agenda progresista.
De hecho, según reportajes periodísticos, Swift “compensa” sus costosos viajes
privados comprando “bonos de carbono”. Es decir, paga una especie de impuesto
extra por contaminar. El dinero recaudado se dirige a proyectos ambientales
como reforestación de áreas verdes. Este buen gesto –cuestionado desde hace
mucho tiempo por los científicos– no logra que sea inofensivo el combustible
que usa el jet privado de la artista. Tampoco evita la contaminación que genera
el séquito que la acompaña en cada uno de sus shows. Sin embargo, ella puede
decir que está comprometida con el medio ambiente con cualquier donación
altruista a organizaciones defensoras de la ecología. Nadie, hasta el momento,
ha organizado una protesta o boicot en alguna presentación pública de la
cantante. De hecho, algunos prefieren no criticar a una artista que goza de una
alta popularidad.
Celebridades como Taylor Swift gozan de
impunidad social, pues representan un ideal a seguir. Al igual que los ídolos
de antaño, cantantes, actores y actrices son una válvula de escape para grandes
sectores de la población ávidos de una experiencia que cambie sus vidas o que
las dote de un sentido, aunque sea efímero. Incluso son capaces de endeudarse
–algo inconcebible en años pasados– por un concierto de un par de horas. Si las
cosas por las que valía la pena endeudarse en el pasado como casas y autos son
inaccesibles, el espectáculo puede funcionar como un reemplazo. El star system
global lleva muchas décadas funcionando, pero ahora –gracias a internet– las
vidas de los famosos son expuestas como nunca antes. A veces estos mismos
personajes se prestan a este exhibicionismo mediático proyectado a nivel global
a través de reality shows o en escándalos que se vuelven virales en las redes
sociales. Finalmente, como se dice, no hay mala publicidad. Sin embargo, esa
transparencia no es total, pues las celebridades ocultan o intentan ocultar su
información fiscal y costumbres incómodas como la contaminación que generan sus
vuelos privados. La cantante colombiana Shakira, por poner un ejemplo reciente,
tuvo que pagar 7.8 millones de euros de multa por un fraude de 14.5 millones a
la Hacienda española. Este delito no evitó que Shakira dejara de ser atractiva
como marca comercial: la compañía Epson anunció a principios de este año un
convenio publicitario con ella. Su legitimidad social no sufrió daño alguno a
pesar de que el dinero no pagado en impuestos repercute, directamente, en la
calidad de vida de muchas personas que necesitan hospitales, pensiones, entre
otras cosas.
Tenistas de élite, orgullo de sus países,
como Novak Djokovic no son tan solidarios con su gente, pues radican en
paraísos fiscales como Mónaco. Igual que Swift y el statu quo corporativo
global, prefieren la filantropía en lugar de responder a las obligaciones del
ciudadano común. Difícilmente los escucharemos pronunciarse sobre el conflicto
en Medio Oriente o la desigualdad. Su conducta, en apariencia neutral y sólo
comprometida con las buenas causas que abanderan sus patrocinadores, es un
engaño. Abordar un jet privado para hacer un recorrido de unos minutos es un
acto político disfrazado de empoderamiento económico y modelo de vida deseado
por millones. Exprimir a las audiencias con tarifas dinámicas en los boletos de
los conciertos también es un acto político. Ser embajadores del deporte en
países que no respetan los derechos humanos, como lo hizo recientemente Rafael
Nadal en Arabia Saudita, también es un acto político. La estela que dejan
muchas celebridades artísticas y deportivas es una fuente que no sólo contamina
el aire, sino a una sociedad que mira con ojos complacientes cómo sus ídolos se
pasean por el mundo mostrando un comportamiento poco ético, por decir lo
menos.
-Fuente: Tachas 558
-https://www.eslocotidiano.com/articulo/tachas-558/tachas-558-celebridades-contaminantes-alejandro-badillo/20240218104249079648.html
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente ha publicado:
“La Habitación
Amarilla” (cuentos)
por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
Movimiento de ajedrez*
La casa está en lo alto de una escalera de
piedra.
La vieja escalera baja hasta una calle
estrecha.
La calle desemboca en una plaza habitada
por breves y coloridos jardines, farolas y palomas.
En la plaza nace una avenida.
La avenida conduce al parque.
En el parque hay niños que juegan, perros
corriendo, ancianos leyendo la prensa, madres agobiadas, mendigos, desocupados,
algunos jóvenes que han faltado a clase, uno o dos guardias y, en el centro de
todo, dos hombres muy serios que disputan una partida de ajedrez.
Diríase que mientras ellos meditan, el
tiempo se detiene. Diríase que cada movimiento produce consecuencias de alcance
insospechable. Tanto es así, que el simple eco que nace del avance de un peón
blanco (la mano del jugador lo está empujando hacia la siguiente casilla) puede
ser el envés de la corneta homicida que en ese mismo momento, en otro lugar,
desata un frenesí de fuego y horror que se va extendiendo por la altiplanicie
hasta llegar a la remota aldea donde un durmiente anónimo sueña una casa en lo
alto de una escalera de piedra.
*De Sergio
Borao LLop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com.ar/
ESTACIÓN
DE LOS SOLES*
ESTACION DE LAS LUNAS ABSORTAS
Sobrecogido. El niño mira las absortas
lluvias.
Se pregunta porqué llora Dios. Se pregunta.
Tan serio. Tan niño. Tan hombre. Tan de
amor sublevado.
Habla aquí y allá Tan lejos. Tan espera
ESTACION DE LAS FLORES
El niño mira el corazón de dios y le habla.
-Dios le contesta, siempre-
Nada le sobra al niño, nada le falta.
Sabe, de las calaveras nacen flores.
ESTACION DE LOS SOLES
Desde los pies le sube una virtud unida al
polvo.
Un mundo donde la profecía no decae.
Sonámbulo trazaba contornos indecibles.
Rizos de oro. Soles. Trenzas rojas.
ESTACION DE LAS LUCES
Y le sube una llama. Mitad mujer, mitad
niña.
Por los cuatro costados, de sur a norte,
sube.
Real. Extraña. Idéntica. Distinta. El sol
no es una estrella.
Y son torso de zarza. Luz. Maraña.
Silencio.
El niño mira las absortas lluvias y musita.
Al oído del viento, musita. No solo de
dolor se llora.
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
La Criatura de los
puentes*
Siralí se olvida, a veces, de esa capacidad
nómade que la caracteriza. Y aquello de los mundos le parece más un invento que
una realidad. Se olvida de todo y vuelve a las tardes de urgencia, a las noches
de apatía.
La alarma que más alerta sus sentidos es el
mareo angustioso del agobio. Porque sus estados de ánimo son cambiantes,
inasibles. Pero hay una punzante sensación que le recuerda a Siralí que hay
otro mundo, deshabitado ahora, un mundo que espera por sus flores ahora, por
sus perfumes, por sus personajes de bruja, de reina y exploradora, de animal.
Será preciso que delimite, que abra surcos
en la tierra con su arado. Que cobije bajo ciertos árboles las especies más
raras y desprotegidas. Será preciso que construya un puente, entre un mundo y
otro, de un lado y otro del sembradío. Con un vigilante ruiseñor que le avise
si el agobio llega con las tormentas después
de semanas cargadas de nubes. Que le avise
antes que a nadie, que pronto dolerá si no atiende al otro lado, solitario, en
el que ella, es dueña hasta del sol.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
-De su libro Intemperie. Viajera Editorial 2017
-Mentoría de procesos creativos
-Taller de escritura y emociones
-Lic. en Ciencias de la Comunicación /
Psicóloga Social
Soledades*
Una tarde, mientras íbamos río abajo en un
bote de pescadores, mi padre cerró con furia los puños alrededor de la caña y
de golpe se echó a llorar.
Llevábamos un largo rato en silencio. Yo
tenía los remos y trataba de que la corriente no nos alejara demasiado de la
orilla. Hasta entonces su pena me había pasado desapercibida porque para mí él
era fuerte y sin fallas. Me demoré un largo rato antes de preguntarle qué le
pasaba. Confusamente me dijo que había perdido a alguien a quien quería mucho y
aunque era muy católico empezó a cagarse soberanamente en Dios. En ese momento
no me importaron nada Dios ni los seres queridos. Me irritaba verlo así,
aferrado a la caña, con la cabeza hundida en el pecho y el pelo blanco sacudido
por el viento.
Hasta entonces su vida había sido ordenada,
mediocre, patriotera. Fluía mansa y previsible como el agua que nos llevaba
entre islotes y troncos flotadores. Dios era una inteligencia inasible e
inapelable que aparecía cada vez que nos faltaba una explicación. Yo creía en
El: todavía me veo rezando a oscuras, pequeño y pecador, pidiendo que fueran
eternas las cosas que me hacían dichoso. Era tan joven que sólo pensaba en la
muerte como algo lejano que quizás tuviera solución. Lo que pesaba era la
soledad. No la soledad de estar solo sino esa otra por la que han escrito los
mejores libros y cantares del universo. Ese paréntesis que atrapa una palabra
para darle entonación subterránea. El agujero negro, infinitamente vacío, en el
que aquella tarde había caído mi padre.
En Tierra
de sombras un estudiante de letras dice que leemos para saber que no
estamos solos. En Bleu, la protagonista
intenta ocultar lo evidente bajo una máscara de fortaleza e indiferencia, hasta
que algo se rompe. Por fin, en la edad de la inocencia, el hombre que acepta
una vida prejuiciosa y previsible se hunde en las contradicciones de una clase
incapaz de dar a la soledad otra respuesta que el orden cerrado y la
complacencia hedonista.
Miré esas películas el fin de semana y al
ver llorar a Anthony Hopkins abrazado
al hijo de su esposa muerta, me puse a llorar yo también y me vino a la cabeza
esa imagen de hace tantos años en el río Limay. Sin duda, también contaba la
culpa, pero eso lo comprendí más tarde. Culpa de estar ahí y ser más joven que
él. De no tener todavía nada que amortizar o de estar pagando por anticipado.
Durante un paseo por el campo, el profesor
enamorado de una mujer agonizante confiesa su dicha efímera y ella le responde:
"La felicidad de hoy anticipa el dolor de mañana." Tierra de sombras habla de Dios y del
alivio que ofrece la fe para insinuar que no hay tal. Que Dios es el
sufrimiento mismo y no su consuelo. Durante siglos el Creador jugó a ser
imprevisible, fuente de amor y verdad, juez supremo incomprobable. Desde que lo
inventaron, los hombres han tratado de explicarse para qué les sirve. Y como lo
suyo es, a los ojos de la mayoría temerosa, sólo castigo, tampoco él sobrevivió
a la oferta y la demanda. Mi padre no podía saber que dios iba a morir tan
pronto y yo mismo nunca lo imaginé. En esos días lo habían intimado a dejar el
cigarrillo.
Rechazó las pamplinas de los médicos y apostó
a algo superior. Al Ser Supremo que estaba por encima del bien y del mal.
Naturalmente, perdió. Pero eso iba a
ocurrir años después. Entre tanto está llorando mientras un bagre tira de su
línea y yo no me animo a acercarme para consolarlo. Me digo que en una de ésas
el bote se da vuelta y tenemos que volver nadando.
¿Qué tiene que ver el cigarrillo con el
Reino de los Cielos? Mucho, me parece: al placer corresponde un castigo de
espantosa agonía. Así pasa con todo lo bueno en la tradición de judíos y cristianos.
Más allá, el goce y la dicha no prefiguran el paraíso sino el infierno. Eso
parece decir Richard Attenborough. El amor, si podemos darlo, nos devolverá
lágrimas y castigo.
Palabras más, palabras menos, Scorsese
sugiere lo mismo. Sólo que no hay amor en La edad de la inocencia. No lo hubo
en la vida de Edith Wharton, no podía haberlo en su novela y no es intención de
Scorsese mostrar otra cosa.
La película, situada en 1857, habla de hoy
y de una aristocracia con códigos propios: ocio, manjares, hipocresías, hasta
que el amor aparece como una amenaza. Evitarlo preserva el orden social. Eso
sugiere, me parece, el impenetrable mayordomo de Lo que queda del día. La
autoridad de míster Stevens es proporcional a la negación de sus sentimientos.
El dolor, la alegría, la humillación, resbalan en su alma como gotas de rocío.
Todo pasa pero queda la soledad. Para Baruch
Spinoza, en su Ética, el control
de los sentimientos es la mayor virtud del alma: "A la impotencia humana
para gobernar y reprimir los afectos la llamo servidumbre; porque el hombre
sometido a los afectos no depende de él, sino de la fortuna." Con Spinoza
se pone en claro, desde 1677, que el poder, para ser tal, excluye el amor en
cualquiera de sus expresiones. Y que la gente vulgar al mostrar sus afectos los
expone a la manipulación y la demagogia.
En sus Diarios,
el narrador John Cheever apunta en
1979: "Puedo saborear la soledad. La silla que ocupo, el cuarto, la casa,
a todo le falta sustancia (...) Creo que la soledad no es un absoluto, pero su
sabor es el más fuerte." El libro comienza con una reflexión bella y
perturbadora para mí porque sospecho que así sentía la vida mi padre aquella
tarde que salimos de pesca: "En la madurez hay misterio, hay confusión. Lo
que más hallo en este momento es una suerte de soledad. La belleza misma del
mundo visible parece derrumbarse, sí, incluso el amor. Creo que ha habido un
paso en falso, un viraje equivocado, pero no sé cuándo sucedió ni tengo
esperanza de encontrarlo."
Y bien, mi padre era más que eso, o ni
siquiera eso: "Nada más obsceno y vano que intentar contener la vida y la
obra de un hombre en un puñado de líneas invocadas en el tiempo y la
distancia", escribe Rodrigo Fresán en
Trabajos manuales. Y agrega:
"Cuando un hombre se transforma en el único paisaje posible de sí mismo es
cuando alcanza la forma de la soledad. La soledad como territorio. La soledad
como forma alternativa de la geografía y de lo biográfico."
Estoy tratando de decir, con imágenes y
palabras de otros, que lo esencial de una vida brota en el momento en que nos
enfrentamos a las formas más puras de la verdad. Amor, dolor, soledad. Ahí
estamos solos, sin Dios, sin patria ni sustento. Un paso atrás, un movimiento
en falso y todo está perdido. En la serenidad del bote que bajaba por el Limay,
mi padre percibió de golpe su tierra de sombras. Nada de este mundo le
resultaba ajeno, pero él no era más que una brizna de polen arrastrada por el
viento. Cuando tuvo fuerzas para admitirlo dejó de llorar, recogió la línea y
devolvió el bagre a la correntada.
*De Osvaldo
Soriano.
-De "Piratas,
fantasmas y dinosaurios"
https://es.wikipedia.org/wiki/Osvaldo_Soriano
Fórmulas para desear el
bien*
Que la tierra ronronee bajo tus pies
cuando te saques los zapatos.
Que el aire
entre suave
te vuelva hilo
papel de seda
y aletee
cada uno de tus dedos.
Que la fruta madura
guarde el sabor del tiempo justo
para que no la olvides nunca.
*De Laura
Devetach.
Reconquista. Santa Fe.
-en Canción
y pico
https://es.wikipedia.org/wiki/Laura_Devetach
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
El
Dueño*
Alexis bajó del tren bastante inquieto. La
sucia mochila negra se le aplastaba contra la parte inferior de la espalda,
tironeándole los hombros hacia abajo a causa del considerable peso de cargar
con tantos libros. Sabía que si no se deshacía de ellos no podría comprarle a
su novia los textos de Saramago y de Cortázar que anhelaba desde hacía ya
muchos años. Tampoco quería regalarlos en la primera oferta que le hicieran. Si
bien lo que llevaba no representaba gran cosa -algunas novelas policiales y de
ciencia ficción, un par de volúmenes de una enciclopedia en fascículos
encuadernables que jamás terminó de comprar, varias revistas viejas pero bien
conservadas-, eran suyas, y su valor, quizá, fuera más sentimental que
comercial. Aun así, caminó a paso lento y desgarbado hacia la librería de
usados de la calle principal del pueblo, ansioso por concretar su amado regalo.
Al ingresar al local, lo recibió el
característico aroma de libros viejos, junto al tintineo de una campanilla en
el extremo superior de la puerta.
Varias mesas repletas de ejemplares,
estantes que se perdían en las oscuras alturas del cielorraso, volúmenes que se
arracimaban hasta en el piso.
Aquello era un verdadero paraíso.
Recobrando las esperanzas, se encaminó decidido hacia el mostrador.
Un hombre entrado en años, que lucía
anteojos de media luna sobre el puente de la nariz y cara de pocos amigos, con
un voluminoso libro de oscuro lomo cosido y hojas en papel Biblia sobre las
rodillas, lo observó con recelo.
-Me dijeron que Ud. compra libros -comenzó
Alexis, con un tono de voz que gradualmente adquirió seguridad.
El hombre, de ralo cabello cano, lo
escrutaba en silencio. Luego, como si recordase algo, murmuró:
-Depende de lo que traigas.
-Le muestro -se envalentonó Alexis, aunque
con cierta posible desilusión acechándolo desde lo alto de los anaqueles a su
espalda.
Extrajo el material de la mochila, lo
depositó en el mostrador, y aguardó expectante. El hombre, sin abandonar la
banqueta alta en la que se hallaba sentado ni cerrar el grueso volumen, hojeó
cada libro con una sola mano, comprobando el estado del interior de las hojas y
del lomo, para luego apartarlo y realizar la misma operación con el siguiente.
Al final, con expresión desdeñosa, cotizó un valor.
-Por todo esto, son treinta pesos.
La frase cayó como una piedra en el
estómago de Alexis. No esperaba recolectar una pequeña fortuna a cambio de sus
pertenencias, pero treinta pesos por semejante peso en libros le parecía una
broma de mal gusto. Varias posibilidades se le cruzaron por la mente: volver a
guardar los libros en la mochila y marcharse con el peso de la derrota sobre
sus hombros; regatear el precio; deshacerse de aquel material de inmediato.
Incapaz de confrontar, y pendiente de la imaginaria sonrisa de su amada al
recibir el literario regalo, optó por esta última.
El hombre le indicó que los únicos libros
que tenía para canjear tenían un código escrito en lápiz en la primera hoja y
estaban ubicados al fondo del local, debajo de un vetusto cartel que tenía
impresa la palabra USADOS, en grandes letras de imprenta.
-Y nada de buscar entre las novedades -le
advirtió, con la misma desdeñosa mirada del principio.
Alexis dejó con desgano la mochila sobre el
mostrador y se alejó rumbo a las bibliotecas del fondo. Al acercarse y leer los
títulos, por poco no se derrumba de desilusión. Los libros que él traía en
oferta eran mucho más interesantes y vendibles que aquel material de descarte
que le ofrecían.
Respiró hondo, y aunque le costó unos
minutos recuperarse y hacerse a la idea de que no llevaría quizá nada de lo
planeado, comenzó a revisar los lomos en los estantes y las tapas sobre la
mesa, emplazada en medio del cuarto y rodeada por varias bibliotecas.
Pero, aunque puso todo su empeño, no
encontró nada. Abundaban las novelas románticas, los policiales baratos, los
títulos que ya poseía o había leído, nada rescatable. Estaba dando una última
recorrida, haciéndose a la idea de volverse con lo puesto, cuando sintió algo
que se restregaba contra su pantorrilla izquierda.
La sorpresa y el ronroneo fueron casi
simultáneos. Por un instante creyó que algo desconocido lo atacaría. Sin
embargo, al mirar hacia sus pies, contempló enternecido la grácil silueta de un
gato que se paseaba entre sus piernas y alzaba la cabeza para escrutarlo
atentamente con profundos ojos oscuros. Alexis se arrodilló y lo observó con
detenimiento. El gato no le despegaba los ojos de encima.
Si Alexis hubiese sabido algo de razas
felinas, hubiera reconocido al instante al Sagrado de Birmania que tenía
delante. Para él, sin embargo, aunque creía adivinar que era un siamés, poco le
importaba catalogarlo. Lo encontró hermoso, receptor incondicional de cariño, y
eso era lo único importante. Extendió con cautela una de sus manos y le
acarició la cabeza. El gato no se alejó. Alexis aprovechó entonces para
prolongar la caricia hacia el lomo y los costados. El ronroneo felino se hizo
muy intenso, al tiempo que entrecerraba los párpados. Se habían gustado de
inmediato.
Permaneció unos minutos jugueteando con él,
aprovechando que el animalito se había echado de costado sobre el ajado suelo
de parquet para que él lo acariciase, hasta que recordó, emergiendo de un tibio
ensueño, el verdadero motivo que lo convocara allí. Y murmuró:
-Ay, gatito, gatito. ¿Qué me puedo llevar
de entre todo esto?
El Sagrado de Birmania alzó las orejas y
volvió a escrutarlo, como si reconociera su voz de algún lado; o más extraño
aún, como si pudiese comprenderlo. Parpadeó, bostezó enseñando brevemente los
afilados colmillos, olfateó alrededor, se incorporó moroso, saltó decidido
sobre la mesa y caminó sigiloso por encima de los libros, olfateándolos, dueño
y señor de todo lo que hubiera a su alrededor. Alexis lo siguió de cerca, muy
intrigado.
Entonces el gato se detuvo y lo miró por
encima del hombro, volvió a mirar el libro que tenía delante y golpeó repetidas
veces la portada con una de sus patas, volviendo la cabeza hacia él. Alexis se
acercó, y para su asombro, se encontró delante de una percudida edición en tapa
dura de los "Nueve ensayos dantescos", de Borges, que le pasara
desapercibida por completo minutos antes, confundida entre un mamotreto de Mallea y un perimido libelo de Wast.
El recuerdo de su novia se le impuso
demasiado nítido delante de los ojos, como si ella estuviese a su lado. Había
buscado sin resultado aquel libro en varias librerías "de viejo" de
la Avenida Corrientes, y ninguno de ellos podía permitirse el lujoso gasto de
adquirir las Obras Completas borgeanas.
Siempre les había quedado pendiente -a
ella, de leerlo; a él, de obsequiárselo-. Y la simple certeza de tenerlo al
alcance de la mano lo estremecía de amor.
Estaba a punto de tomarlo cuando el gato
maulló tímido junto a su mano extendida. Alexis lo miró, y el animal lo fulminó
con otra de sus profundas miradas. Volvió a maullar, y con sigilosos
movimientos caminó sobre la mesa atestada de libros hacia una de las
bibliotecas, hacia donde saltó con insuperable destreza, se aferró del borde de
los estantes y los trepó uno a uno, como eximio equilibrista, hasta alcanzar la
cima, donde la luz de la lámpara ya no llegaba. Maulló desde las alturas, con
ojos brillantes en la oscuridad, y movió una de sus patas a fin de alcanzar el
extremo del lomo de un libro que no parecía guardar la línea con los demás,
colocado boca arriba encima de los otros. El movimiento, lento pero decidido,
consiguió acercar el volumen hacia el borde de la pila, hasta que por fin se
desplomó cerca de Alexis, desplegando en la caída una nube de polvo que lo hizo
toser.
Alexis se inclinó, incapaz de creer la
proeza del gato, y observó el libro, caído boca abajo, ambas tapas desplegadas
y a punto de remontar vuelo otra vez. Se notaba que ya hacía un buen tiempo que
dormía el sueño de los justos, allí en las alturas, a juzgar por la gruesa capa
de polvo acumulada sobre él. No podía leerse bien la tapa, desdibujada por la
mugre, pero las letras impresas en blanco sobre el lomo oscuro eran
inconfundibles: "Cuarteles de invierno", de Soriano.
Alexis alzó la cabeza, maravillado y
absorto. ¡Había querido leer ese libro durante años, y nunca había encontrado
un ejemplar accesible! Miró con fijeza al gato, los ojos siempre brillantes en
las alturas. Y la pregunta, murmurada y sorprendida, brotó sin pensarla
siquiera:
- ¿Cómo sabías que lo estaba buscando?
El gato tembló en las alturas y saltó hacia
una biblioteca más baja, para lanzarse desde allí hacia la mesa, temerario y
con un leve quejido de esfuerzo. Alexis levantó el libro del suelo, sopló el
polvo depositado sobre él, volvió a toser y hojeó las páginas. Allí, en la
primera página, estaba escrito el código en lápiz que atestiguaba su condición
de "usado". Se giró hacia el ejemplar de Borges, lo abrió, y allí
había garabateado otro código similar. ¿Por qué no figuraban en el anaquel de
USADOS?
Miró al gato. Sus profundos ojos lo
atravesaban de lado a lado, hasta que uno de sus párpados bajó, creando un
guiño cómplice, que para Alexis significó un inequívoco pacto entre ambos.
Parecía que el esfuerzo de haber viajado
hasta allí estaba más que compensado, pero nuevamente el gato se puso en
movimiento, saltando al suelo y escabulléndose entre los estantes inferiores,
por debajo del nivel de la mesa. Alexis se agachó para ver cómo se esfumaba la
cola peluda entre los libros, oír el rasguido de las uñas sobre las superficies
de papel, seguido de algunos empujones, y finalmente contemplar aparecer entre
libros deslomados y en desorden un volumen tan añorado como valioso: "La conjura de los necios", de
Toole.
- ¡No lo puedo creer!!! -exclamó Alexis, y
al escucharse enmudeció, temeroso de que el librero del mostrador lo hubiese
escuchado, sospechando lo peor.
Ansioso y esperanzado, abrió la cubierta y
allí estaba el tan codiciado código para el canje. ¡Con lo que ambos habían
buscado este libro, tan recomendado por sus amigos! Aguardó a que el gato
emergiese del interior del estante y lo mirase, para entonces ponerse de pie y
recolectar su cosecha literaria. El corazón le latía con fuerza, sentía la boca
seca, y rogaba que el milagro se produjese completo, sin abandonarlo en mitad
de un sueño que ya se perfilaba imposible de olvidar.
Y antes de marcharse, volvió la cabeza.
Como era de esperar, el Sagrado de Birmania lo siguió sin perderle pisada.
Al aproximarse al mostrador, donde el
librero revisaba ahora una colección de fascículos discontinuos, con la misma
expresión desdeñosa del principio, temió por un instante una reacción adversa.
Sin embargo, allí estaba su cómplice felino para socorrerlo. El gato saltó
encima del mostrador, se sentó sobre sus patas traseras, envolvió sus patas
delanteras con la cola y contempló alternativamente al comprador y al librero,
casi tan ansioso como él por completar el canje de ejemplares.
El librero se sorprendió de ver aparecer al
gato, sospechando de soslayo que algo raro ocurría aquella tarde. Bajó la
mirada hacia los libros que Alexis había depositado delante de él, y entrecerró
los párpados. Definitivamente: algo raro ocurría allí. Alexis tragó saliva,
incapaz de hablar. Las manos le temblaban, un sudor frío cayó desde sus axilas
hacia las costillas, y el suelo amenazaba con abrirse debajo de sus pies. El
hombre lo miró por encima de sus gafas de media luna y preguntó:
- ¿Dónde encontraste esto?
Alexis no supo cómo responder. Su cabeza
era un torbellino que lo proyectaba muy lejos, seguro de haber perdido toda
posibilidad de apoderarse de un pequeño tesoro. Había enmudecido de pronto. El
gato lo miró, desvió sus enormes ojos para contemplar al librero, y emitió un
tierno y ronco maullido, quizá de aceptación.
El librero lo miró fijo, acercando sus ojos
a cinco centímetros de distancia de las pupilas del gato. Proyectó el labio
inferior hacia delante, frunciendo el mentón con expresión ceñuda, evaluando la
reacción del felino, y se volvió hacia el comprador, con una fugaz suavidad en
la mirada.
-Parece que estás de suerte -sentenció. -Al
Dueño le caíste bien. Y el costo de los libros cubre el precio del canje. Así
que estamos a mano.
"¿Dueño?", alcanzó a preguntarse
Alexis. Aunque el suspiro de alivio que experimentó eclipsó cualquiera de sus
dudas, haciéndose casi audible, como si se derrumbase en un mullido sillón
luego de una agotadora caminata bajo el sol del verano. Sin embargo, la
tranquilidad le duró poco.
-Pero ni se te ocurra volver por acá
-masculló el tipo del mostrador, con el desdén recrudeciendo su mirada, como si
la reciente suavidad le resultase ajena. -No me parece que haya más libros que
te interesen.
En completo silencio, con mano aún
temblorosa, Alexis recogió los tres libros y los arrojó al fondo de la mochila,
sin despegar sus ojos de los de aquel hombre, retrocediendo de espaldas hacia
la puerta. Casi derriba un exhibidor giratorio de ediciones de bolsillo que
había a un costado, hecho fortuito que consiguió liberarlo de aquel hipnótico
enlace, impulsándolo a huir a gran velocidad.
Pero antes de que llegara a la puerta, un
maullido lo alertó a sus espaldas, ofendido de que se marchase sin saludar.
Alexis se detuvo, ya con la mano sobre el picaporte, y se volvió para
contemplarlo, allí en el ajado piso de parquet, con un porte brillante y
majestuoso, sentado sobre sus cuartos traseros, escrutándolo como siempre.
Se arrodilló, y el Sagrado de Birmania se
acercó ronroneante para recibir una última caricia, fregándose con deleite
contra las botamangas de sus pantalones.
- ¡Gracias, Amigo!!! -alcanzó a articular
en un murmullo, sintiendo en lo más profundo de su alma que aquella amistad,
aunque jamás volvieran a encontrarse, duraría por toda la vida.
El gato le lamió el dorso de la mano con
que lo había acariciado y volvió a guiñarle un ojo. Tal vez él, en las
profundidades de un misterioso idioma felino, sintiese lo mismo.
No muy lejos de allí, se oyó el silbato del
tren. La hora de marcharse estaba próxima.
*De Alberto
Di Matteo. licaldima@gmail.com
-Alberto
Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su escuela
secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y
de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en
diversos certámenes literarios. Ha publicado en Inventiva Social cuentos para
la serie InvenTren durante los recorridos literarios entre 2002 y 2006.
Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para
entenderme y entender el mundo".
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
LOS
EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog histórico &
archivo:
https://inventivasocial.blogspot.com/
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